CAPÍTULO IV

La amistad


Cuando el tema de que hablamos es la amistad, o el eros, encontramos un auditorio preparado. La importancia y belleza de ambos ha sido reiteradamente destacada, y hasta exagerada una y otra vez. Aun aquellos que pretenden ridiculizarlos, como consciente reacción contra esa tradición de encomios, lo hacen también influidos por ellos. Pero muy poca gente moderna piensa que la amistad es un amor de un valor comparable al eros o, simplemente, que sea un amor. No puedo recordar ningún poema desde
In Memoriam, ni ninguna novela que la haya celebrado. Tristán e Isolda, Antonio y Cleopatra, Romeo y Julieta tienen innumerables imitaciones en la literatura moderna; pero David y Jonatán, Pílades y Orestes, Rolando y Oliveros, Amis y Amiles no las tienen. A los antiguos, la amistad les parecía el más feliz y más plenamente humano de todos los amores: coronación de la vida y escuela de virtudes. El mundo moderno, en cambio, la ignora. Admite, por supuesto, que además de una esposa y una familia un hombre necesita unos pocos «amigos»; pero el tono mismo en que se admite, y el que ese tipo de relación se describa como «amistades» demuestra claramente que de lo que se habla tiene muy poco que ver con esa philia que Aristóteles clasificaba entre las virtudes, o esa amicitia sobre la que Cicerón escribió un libro. Se considera algo bastante marginal, no un plato fuerte en el banquete de la vida; un entretenimiento, algo que llena los ratos libres de nuestra vida. ¿Cómo ha podido suceder eso?

La primera y más obvia respuesta es que pocos la valoran, porque son pocos los que la experimentan. Y la posibilidad de que transcurra la vida sin esa experiencia se afinca en el hecho de separar tan radicalmente a la amistad de los otros dos amores (el afecto y la caridad). La amistad es —en un sentido que de ningún modo la rebaja— el menos «natural» de los amores, el menos instintivo, orgánico, biológico, gregario y necesario. No tiene ninguna vinculación con nuestros nervios; no hay en él nada que acelere el pulso o lo haga a uno empalidecer o sonrojarse. Es algo que se da esencialmente entre individuos: desde el momento en que dos hombres son amigos, en cierta medida se han separado del rebaño. Sin eros ninguno de nosotros habría sido engendrado, y sin afecto ninguno de nosotros hubiera podido ser criado; pero podemos vivir y criar sin la amistad. La especie, biológicamente considerada, no la necesita. A la multitud o el rebaño —la comunidad— hasta puede disgustarles y desconfiar de ella; los dirigentes muy a menudo sienten de ese modo: los directores y directoras de escuelas, los rectores de comunidades religiosas, los coroneles y capitanes de barco pueden sentirse incómodos cuando ven surgir íntimas y fuertes amistades entre sus súbditos.

Este carácter «no natural», por así llamarlo, de la amistad explica sobradamente por qué fue enaltecida en las épocas antigua y medieval, y que haya llegado a ser algo fútil en la nuestra. El pensamiento más profundo y constante de aquellos tiempos era ascético y de renunciamiento al mundo. La naturaleza, la emociones y el cuerpo eran temidos como un peligro para nuestras almas, o despreciados como degradaciones de nuestra condición humana. Inevitablemente, por tanto, se valoraba más el tipo de amor que parece más independiente, e incluso más opuesto, de lo meramente natural. El afecto y el eros están demasiado claramente relacionados con nuestro sistema nervioso, y son demasiado obviamente compartidos con los animales. Los sentimos cómo remueven nuestras entrañas y alteran nuestra respiración. Pero en la amistad —en ese mundo luminoso, tranquilo, racional de las relaciones libremente elegidas— uno se aleja de todo eso. De entre todos los amores, ése es el único que parece elevarnos al nivel de los dioses y de los ángeles.

Pero surgió entonces el Romanticismo y «la comedia lacrimógena» y el «retorno a la naturaleza» y la exaltación del sentimiento y, como séquito suyo, todo ese cúmulo de emociones que, aunque fuera a menudo criticado, perdura desde entonces. Por último surgieron la exaltación del instinto y los oscuros dioses de la sangre, cuyos hierofantes suelen ser incapaces de una amistad masculina. Bajo esa nueva consideración, todo lo que antaño se elogiaba en el amor de amistad comenzó a ir en contra suya. No había en él sonrisas llenas de lágrimas, ni finezas, ni ese lenguaje infantil que pudiera complacer a los sentimentales. No estaba suficientemente envuelto en sangre y visceralidad para que pudiera atraer a los primarios. Se le veía como un amor flaco y descolorido, como una especie de sustitutivo para vegetarianos de amores más orgánicos.

Otras causas han contribuido a eso. Para quienes —y ahora son mayoría— ven la vida humana como una vida animal más desarrollada y más compleja, todas las formas de comportamiento que no puedan mostrar el certificado de su origen animal y un valor de supervivencia resultan sospechosas. Los certificados de amistad no son muy satisfactorios. Una vez más, esa actitud que valora lo colectivo por encima de lo individual necesariamente menosprecia la amistad, que es una relación entre hombres en su nivel máximo de individualidad. La amistad saca al hombre del colectivo «todos juntos» con tanta fuerza como puede hacerlo la soledad, y aun más peligrosamente, porque los saca de dos en dos o de tres en tres. Ciertas manifestaciones de sentimiento democrático le son naturalmente hostiles, porque la amistad es selectiva, es asunto de unos pocos. Decir «éstos son mis amigos» implica decir «ésos no lo son». Por todas estas razones, si alguien cree (como yo lo creo) que la antigua apreciación de la amistad era la correcta, difícilmente escribirá un capítulo sobre ella sino es para rehabilitarla.

Esto me obliga a llevar a cabo, como comienzo, una muy ardua tarea de demolición, porque en nuestra época se hace necesario refutar la teoría de que toda amistad sólida y seria es, en realidad, homosexual.

La peligrosa expresión «en realidad» es aquí importante. Decir que toda amistad es consciente y explícitamente homosexual sería, es obvio, demasiado falso; los pedantes se escudan tras la acusación menos palpable de que es homosexual «en realidad», es decir, inconscientemente, crípticamente, en un cierto sentido propio del Club Pickwick. Y esto, aunque no se puede probar, no puede tampoco nunca, desde luego, ser rebatido. El hecho de que no pueda descubrirse ninguna positiva evidencia de homosexualidad en el comportamiento de dos amigos no desconcierta en absoluto a esos pedantes. Dicen gravemente: «Esto es justo lo que se podía esperar». La mismísima falta de pruebas es así valorada como una evidencia; la falta de humo es la prueba de que el fuego ha sido cuidadosamente ocultado. Sí, supuesto que exista; pero primero hay que probar que existe. De otro modo estaríamos argumentando como uno que dijera: «Si en esa silla hubiera un gato invisible, parecería vacía; como la silla parece vacía, luego en ella hay un gato invisible».

La creencia en gatos invisibles quizá no se pueda refutar de un modo lógico, pero dice mucho acerca de quienes sostienen esa creencia. Los que no pueden concebir la amistad como un amor sustantivo, sino sólo como un disfraz o un elaboración del eros, dejan traslucir el hecho de que nunca han tenido un amigo. Los demás sabemos que aunque podamos sentir amor erótico y amistad por la misma persona, sin embargo, en cierto sentido, nada como la amistad se parece menos a un asunto amoroso. Los enamorados están siempre hablándose de su amor; los amigos, casi nunca de su amistad. Normalmente los enamorados están frente a frente, absortos el uno en el otro; los amigos van el uno al lado del otro, absortos en algún interés común. Sobre todo, el eros (mientras dura) se da necesariamente sólo entre dos. Pero el dos, lejos de ser el número requerido para la amistad, ni siquiera es el mejor, y por una razón importante.

Lamb dice en alguna parte que si de tres amigos (A, B y C) A muriera, B perdería entonces no sólo a A sino «la parte de A que hay en C», y C pierde no sólo a A sino también «la parte de A que hay en B». En cada uno de mis amigos hay algo que sólo otro amigo puede mostrar plenamente. Por mí mismo no soy lo bastante completo como para poner en actividad al hombre total, necesito otras luces, además de las mías, para mostrar todas sus facetas. Ahora que Carlos ha muerto, nunca volveré a ver la reacción de Ronaldo ante una broma típica de Carlos. Lejos de tener más de Ronaldo al tenerle sólo «para mí» ahora que Carlos ha muerto, tengo menos de él.

Por eso, la verdadera amistad es el menos celoso de 1os amores. Dos amigos se sienten felices cuando se les une un tercero, y tres cuando se les une un cuarto, siempre que el recién llegado esté cualificado para ser un verdadero amigo. Pueden entonces decir, como dicen las ánimas benditas en el Dante, «Aquí llega uno que aumentará nuestro amor»; porque en este amor «compartir no es quitar».

Por supuesto que la escasez de almas afines —por no hacer consideraciones prácticas sobre el tamaño de las habitaciones y su acústica— pone límites a la ampliación del círculo; pero dentro de esos límites poseemos a cada amigo no menos sino más a medida que crece el número de aquellos con quienes lo compartimos. En esto la amistad muestra una gloriosa «aproximación por semejanza» al Cielo, donde la misma multitud de los bienaventurados (que ningún hombre puede contar) aumenta el goce que cada uno tiene de Dios; porque al verle cada alma a su manera comunica, sin duda, esa visión suya, única, a todo el resto de los bienaventurados. Por eso dice un autor antiguo que los serafines, en la visión de Isaías, se están gritando «unos a otros» «Santo, Santo, Santo» (Isaías, 6,3). Así, mientras más compartamos el Pan del Cielo entre nosotros, más tendremos de El.

La teoría homosexual, por tanto, no me parece en absoluto plausible. Esto no quiere decir que la amistad y el eros anormal no se hayan nunca combinado. Ciertas culturas en ciertas épocas parecen haber tendido a esa contaminación. En las sociedades de guerreros era, me parece a mí, muy posible que esa mezcla se deslizara entre el maduro Valiente y su joven escudero o escolta. La ausencia de mujeres, cuando el hombre se hallaba en la guerra, tenía sin duda algo que ver con eso. Al determinar —si es que uno cree que necesita o puede determinarlo— dónde se insinuaba o dónde no la homosexualidad, debemos guiarnos con seguridad por pruebas, cuando las hay, y no por una teoría a priori. Los besos, las lágrimas y los abrazos no son en sí mismos una prueba de homosexualidad. Las implicaciones serían, en todo caso, demasiado cómicas: Hrothgar abrazando a Beowulf, Johnson abrazando a Boswell (una pareja manifiestamente heterosexual) y todos esos viejos centuriones, rudos y peludos, que aparecen en Tácito estrechándose entre sus brazos unos a otros y pidiendo un último beso cuando la legión se disolvía..., ¿eran todos afeminados? Si puede usted creer eso, es que es capaz de creer cualquier cosa. Desde una perspectiva histórica amplia, no son, por supuesto, los gestos demostrativos de la amistad entre nuestros antepasados, sino la ausencia de estos gestos en nuestra propia sociedad lo que requiere una explicación especial. Somos nosotros, no ellos, los que nos hemos salido del tiesto.

He dicho que la amistad es el menos biológico de los amores. Tanto el individuo como la comunidad pueden sobrevivir sin ella; pero hay alguna otra cosa, que se confunde a menudo con la amistad, y que la comunidad sí necesita, una cosa que, no siendo amistad, es la matriz de la amistad.

En las primeras comunidades, la cooperación de los varones como cazadores o guerreros no era menos necesaria que la tarea de engendrar y criar a los hijos. Una tribu donde no hubiera inclinación por una de esas tareas moriría, con la misma seguridad que la tribu que no tuviera inclinación por la otra tarea. Mucho antes de que la historia comenzara, los hombres nos hemos reunido, sin las mujeres, y hemos hecho cosas; teníamos que hacerlas. Y sentir agrado por hacer lo que es necesario hacer es una característica que tiene valor de supervivencia. No sólo debíamos hacer cosas sino que teníamos que hablar de ellas: teníamos que hacer un plan de caza y de batalla. Cuando éstas terminaban, teníamos que hacer un examen post mortero y sacar conclusiones para el futuro; y esto nos gustaba todavía más. Ridiculizábamos o castigábamos a los cobardes y a los chapuceros, y elogiábamos a los que se destacaban en las acciones de guerra o de caza.

--El tenía que haber sabido que nunca podría acercarse al animal con el viento dándole de ese lado...

--Es que yo tenía una punta de flecha más ligera; por eso resultó.

--Lo que yo siempre digo es que...

--Se lo clavé así, ¿ves? Así como estoy sosteniendo ahora esta vara...

Lo que hacíamos era hablar del trabajo. Disfrutábamos mucho de la compañía de unos con otros: nosotros los valientes, nosotros los cazadores, todos unidos por una destreza compartida, por los peligros y los padecimientos compartidos, por bromas hechas en confidencia, lejos de las mujeres y de los niños.

El hombre del paleolítico pudo o no haber llevado un garrote al hombro, como un bruto, pero ciertamente era miembro de un club, una especie de club que probablemente formaba parte de su religión, como ese club sagrado de fumadores, donde los salvajes, en Typee de Melville, se reunían todas las noches de su vida «maravillosamente a gusto».

¿Y mientras tanto qué hacían las mujeres? No lo sé, cómo podría saberlo yo: soy un hombre, y nunca he espiado los misterios de Bona Dea, la protectora de las mujeres. Seguramente tenían frecuentes rituales de los que los hombres estaban excluidos. Cuando, como sucedía a veces, tenían a su cargo la agricultura, adquirirían ciertas habilidades, conseguirían logros y triunfos comunes, igual que los hombres. Aun con todo, quizá su mundo no fue tan marcadamente femenino como fue masculino el de sus compañeros los hombres. Los niños permanecían con ellas; tal vez los ancianos también. Pero sólo hago suposiciones; además, sólo puedo rastrear la prehistoria de la amistad en la línea masculina.

Este gusto en cooperar, en hablar del trabajo, en el mutuo respeto y entendimiento de los hombres, que diariamente se ven sometidos a una determinada prueba y se observan entre sí, es biológicamente valioso. Usted puede, si quiere, considerarlo como un producto del «instinto gregario»; a mí me parece que, corísiderarlo así, es corno dar un largo rodeo para llegar a algo que todos comprendemos hace tiempo mucho mejor que nadie ha comprendido la palabra «instinto»: algo que tiene lugar actualmente en miles de salas de espera, salas de estar, bares y clubes de golf: yo prefiero llamar a eso compañerismo, o «clubismo».

Este compañerismo es, sin embargo, sólo la matriz de la amistad. Con frecuencia se le llama amistad, y mucha gente al hablar de sus «amigos» sólo se refiere a sus compañeros; pero esto no es la amistad en el sentido que yo le doy a la palabra. Al decir eso no tengo la menor intención de menospreciar la simple relación de club: no menospreciamos la plata cuando la distinguimos del oro.

La amistad surge fuera del mero compañerismo cuando dos o más compañeros descubren que tienen en común algunas ideas o intereses o simplemente algunos gustos que los demás no comparten y que hasta ese momento cada uno pensaba que era su propio y único tesoro, o su cruz. La típica expresión para iniciar una amistad puede ser algo así: «¿Cómo, tú también? Yo pensaba ser el único».

Podemos imaginar que entre aquellos primitivos cazadores y guerreros, algunos individuos —¿uno en un siglo, uno en mil años?— vieron algo que los otros no veían, vieron que el venado era a la vez hermoso y comestible, que la caza era divertida y a la vez necesaria, soñaron que sus dioses quizá fueran no sólo poderosos sino también sagrados. Pero si cada una de esas perspicaces personas muere sin encontrar un alma afín, nada, supongo yo, se sacará de provecho: ni en el arte ni en el deporte ni en la religión nacerá nada nuevo. Cuando dos personas como ésas se descubren una a otra, cuando, aun en medio de enormes dificultades y tartamudeos semiarticulados, o bien con una rapidez de comprensión mutua que nos podría asombrar por lo vertiginosa, comparten su visión común, entonces nace la amistad. E, inmediatamente, esas dos personas están juntas en medio de una inmensa soledad.

Los enamorados buscan la intimidad. Los amigos encuentran esta soledad en torno a ellos, lo quieran o no; es esa barrera entre ellos y la multitud, y desearían reducirla; se alegrarían de encontrar a un tercero.

En nuestro tiempo, la amistad surge de la misma manera. Para nosotros, desde luego, la misma actividad compartida —y, por tanto, el compañerismo que da lugar a la amistad—, no será muchas veces física, como la caza y la guerra; pero puede ser la religión común, estudios comunes, una profesión común, e incluso un pasatiempo común. Todos los que compartan esa actividad serán compañeros nuestros; pero uno o dos o tres que comparten algo no serán por eso amigos nuestros. En este tipo de amor —como decía Emerson—, el «¿Me amas?» significa «¿Ves tú la misma verdad que veo yo?». O, por lo menos, «¿Te interesa?» La persona que está de acuerdo con nosotros en que un determinado problema, casi ignorado por otros, es de gran importancia puede ser amigo nuestro; no es necesario que esté de acuerdo con nosotros en la solución.

Se advertirá que la amistad repite así, en un nivel más individual, y menos necesario desde el punto de vista social, el carácter de compañerismo que fue su matriz. El compañerismo se da entre personas que hacen algo juntas: cazar, estudiar, pintar o lo que sea. Los amigos seguirán haciendo alguna cosa juntos, pero hay algo más interior, menos ampliamente compartido y menos fácil de definir; seguirán cazando, pero una presa inmaterial; seguirán colaborando, sí, pero en cierto trabajo que el mundo no advierte, o no lo advierte todavía; compañeros de camino, pero en un tipo de viaje diferente. De ahí que describamos a los enamorados mirándose cara a cara, y en cambio a los amigos, uno al lado del otro, mirando hacia adelante.

De ahí también que esos patéticos seres que sólo quieren conseguir amigos, nunca podrán conseguir ninguno. La condición para tener amigos es querer algo más que amigos: si la sincera respuesta a la pregunta «¿Ves la misma cosa que yo?» fuese «No veo nada, pero la verdad es que no me importa, porque lo que yo quiero es un amigo», no podría nacer ninguna amistad, aunque pueda nacer un afecto; no habría nada «sobre» lo que construir la amistad, y la amistad tiene que construirse sobre algo, aunque sólo sea una afición por el dominó, o por las ratas blancas. Los que no tienen nada no pueden compartir nada, los que no van a ninguna parte no pueden tener compañeros de ruta.

Cuando dos personas descubren de este modo que van por el mismo camino secreto y son de sexo diferente, la amistad que nace entre ellas puede fácilmente pasar —puede pasar en la primera media hora— al amor erótico. A no ser que haya entre ellas una repulsión física, o a no ser que una de ellas ame ya a otra persona, es casi seguro que tarde o temprano pasará eso. Y al revés, el amor erótico puede llevar a la amistad entre los enamorados; pero esto, en lugar de borrar la diferencia entre ambos amores, los clarifica incluso más. Si alguien que, en sentido pleno y profundo, fue primero amigo o amiga, y gradual o súbitamente se manifiesta como alguien que también se ha enamorado, no querrá, es claro, compartir ese amor erótico por el amado con un tercero; pero no sentirá celos en absoluto por compartir la amistad. Nada enriquece tanto un amor erótico como descubrir que el ser amado es capaz de establecer, profunda, verdadera y espontáneamente, una profunda amistad con los amigos que uno ya tenía: sentir que no sólo estamos unidos por el amor erótico, sino que nosotros tres o cuatro o cinco somos viajeros en la misma búsqueda, tenemos la misma visión de la vida.

La coexistencia de amistad y cros también puede ayudar a algunos modernos a darse cuenta de. que la amistad es en realidad un amor, y que ese amor es incluso tan grande como el eros. Supongamos que usted ha sido tan afortunado que se ha «enamorado» y se ha casado con una amiga suya. Y supongamos que les dan a elegir entre estas dos posibilidades: «O ustedes dos dejarán de estar enamorados, pero seguirán siempre estando juntos en la búsqueda del mismo Dios, la misma Belleza, la misma Verdad, o bien, perdiendo la amistad, conservarán mientras vivan el éxtasis y el ardor, toda la maravilla y el apasionado deseo de eros. Elijan lo que quieran». ¿Cuál escogeríamos? ¿De qué elección no nos arrepentiríamos después de haberla hecho?

He insistido en el carácter «innecesario» de la amistad, y esto requiere ciertamente una mayor justificación de la que hasta ahora le he dado.

Podría alegarse que las amistades tienen un valor práctico para la comunidad. Toda religión civilizada se inició entre un grupo reducido de amigos. Las matemáticas empezaron realmente cuando unos pocos amigos griegos se juntaron para hablar de números y líneas y ángulos. Lo que hoy es la Royal Society fue originariamente la reunión de unos pocos caballeros que en sus ratos libres se juntaban para discutir cosas por las que ellos, y no muchos más, sentían afición. Lo que ahora llamamos Movimiento Romántico, en un tiempo «fue» Wordsworth y Coleridge, hablando incesantemente —al menos Coleridge— de una secreta visión que les era propia. Del Comunismo, del Movimiento de Oxford, del Metodismo, del movimiento contra la esclavitud, de la Reforma, del Renacimiento, de todos ellos, sin exagerar mucho, puede decirse que empezaron de la misma manera.

Algo de esto hay; pero casi todos los lectores podrían pensar que algunos de esos movimientos eran buenos para la sociedad, y otros malos. El conjunto de la lista, si es aceptada, tendería a demostrar que, en el mejor de los casos, la amistad es tanto un posible riesgo como un beneficio para la comunidad. Y aun como beneficio tendría no tanto un valor de supervivencia, sino lo que podríamos llamar «un valor de la civilización», algo, en frase aristotélica, que ayuda a la comunidad no a vivir sino a vivir bien. El valor de la supervivencia y el valor de la civilización coinciden en ciertas épocas y bajo ciertas circunstancias, pero no en todas. Sea lo que sea, lo que parece cierto es que cuando la amistad da frutos que la comunidad puede utilizar, tiene que hacerlo accidentalmente, como con un subproducto. Las religiones diseñadas para un objetivo especial, como la adoración al emperador de los romanos, o las tentativas por «hacer pasar» el Cristianismo como un medio para «salvar la civilización», no producen grandes resultados. Los pequeños círculos de amigos que dan la espalda al «mundo» son los que lo transforman de veras. Las matemáticas de Egipto y Babilonia tenían un sentido práctico y social, estaban al servicio de la agricultura y de la magia; pero las matemáticas griegas, practicadas por amigos en los ratos de ocio, han sido mucho más importantes para nosotros.

Otros dirán, además, que la amistad es sumamente útil, y hasta necesaria quizá, para la supervivencia del individuo. Podrán afirmar sentenciosamente que «desguarnecida está la espalda sin un amigo detrás», y que «se dan casos de estar más unido al amigo que al hermano». Pero al hablar así estamos interpretando la palabra «amigo» en el sentido de «aliado». En el sentido usual, «amigo» significa, o debería significar, más que eso. Un amigo, ciertamente, demostrará ser también un aliado cuando sea necesaria la alianza; prestará o dará cuando lo necesitemos, nos cuidará en las enfermedades, estará de nuestra parte frente a nuestros enemigos, hará cuanto pueda por nuestra viuda y huérfanos; pero esos buenos oficios no son la esencia de la amistad. Los casos en que se ejercen son casi interrupciones. En cierto sentido son irrelevantes, en otro no; relevantes, porque uno sería un falso amigo si no los ejercitara cuando surge la necesidad, pero irrelevantes porque el papel de benefactor siempre sigue siendo accidental, hasta un poco ajeno al papel de amigo; es casi algo embarazoso, porque la amistad está absolutamente libre de la necesidad que siente el afecto de ser necesario. Lamentamos que algún regalo, préstamos o noche en vela hayan sido necesarios..., y ahora, por favor, olvidémoslo, y volvamos a las cosas que realmente queremos hacer o de las que queremos hablar juntos. Ni siquiera la gratitud supone un enriquecimiento de este amor; la estereotipada expresión «No hay de qué» expresa en este caso lo que realmente sentimos. La señal de una perfecta amistad no es ayudar cuando se presenta el apuro (se ayudará, por supuesto), sino que esa ayuda que se ha llevado a cabo no significa nada; fue como una distracción, una anomalía; fue una terrible pérdida del tiempo —siempre demasiado corto— de que disponemos para estar juntos. Sólo tuvimos un par de horas para charlar, y, ¡santo Cielo!, de ellas veinte minutos tuvimos que dedicarlos a resolver «asuntos».

Porque, por supuesto, no queremos estar enterados para nada de los asuntos de nuestro amigo. La amistad, a diferencia del eros, no es inquisitiva. Uno llega a ser amigo de alguien sin saber o sin importarle si está casado o soltero o cómo se gana la vida. ¿Qué tienen que ver todas estas cosas «sin interés, prosaicas», con la verdadera cuestión: «Ves tú la misma verdad que yo»? En un círculo de verdaderos amigos cada persona es simplemente lo que es: solamente ella misma. A nadie le importa un bledo su familia, su profesión, clase, renta, raza o el pasado del otro. Por supuesto que usted llegará a saber muchas más cosas; pero, incidentalmente; todo eso saldrá poco a poco, a la hora de poner un ejemplo o una comparación, o sirve como excusa a la hora de contar una anécdota: nunca se cuenta por sí mismo. Esta es la grandeza de la amistad. Nos reunimos como príncipes soberanos de Estados independientes, en el extranjero, en suelo neutral, libres de nuestro propio contexto. Este amor ignora esencialmente no sólo nuestros cuerpos físicos, sino todo ese conjunto de cosas que consisten en nuestra familia, trabajo, nuestro pasado y nuestras relaciones.

En casa, además de ser Pedro o Juana, llevamos un carácter genérico: somos marido o esposa, hermano o hermana, jefe, colega, o subordinado. No así entre nuestros amigos. Es un asunto de espíritus desprendidos o desvestidos. Eros quiere tener cuerpos desnudos; la amistad, personalidades desnudas.

De ahí, si no me interpretan mal, la exquisita arbitrariedad e irresponsabilidad de este amor. No tengo la obligación de ser amigo de nadie, y ningún ser humano en el mundo tiene el deber de serlo mío. No hay exigencias, ni la sombra de necesidad alguna. La amistad es innecesaria, como la filosofía, como el arte, como el universo mismo, porque Dios no necesitaba crear. No tiene valor de supervivencia; más bien es una de esas cosas que le dan valor a la supervivencia.

Cuando hablaba de amigos que van uno junto al otro o codo con codo, estaba señalando un contraste necesario entre su postura y la de los enamorados, a quienes representamos cara a cara; no quiero insistir en esa imagen más allá de ese mero contraste. La búsqueda o perspectiva común que une a los amigos no los absorbe hasta el punto de que se ignoren entre sí o se olviden el uno del otro; al contrario, es el verdadero medio en el que su mutuo amor y conocimiento existen. A nadie conoce uno mejor que a su «compañero»: cada paso del viaje común pone a prueba la calidad de su metal; y las pruebas son pruebas que comprendemos perfectamente, porque las experimentamos nosotros mismos. De ahí que al comprobar una y otra vez su autenticidad, florecen nuestra confianza, nuestro respeto y nuestra admiración en forma de un amor de apreciación muy sólido y muy bien informado. Si al principio le hubiéramos prestado más atención a él y menos a ese «entorno» al que gira nuestra amistad, no habríamos podido llegar a conocerle o a amarle tanto. No encontraremos al guerrero, al poeta, al filósofo o al cristiano mirándonos a los ojos como si fuera nuestra amada: será mejor pelear a su lado, leer con él, discutir con él, rezar con él.

En una amistad perfecta, ese amor de apreciación es muchas veces tan grande, me parece a mí, y con una base tan firme que cada miembro del círculo, en lo íntimo de su corazón, se siente poca cosa ante todos los demás. A veces se pregunta qué pinta él allí entre los mejores. Tiene suerte, sin mérito alguno, de encontrarse en semejante compañía; especialmente cuando todo el grupo está reunido, y él torna lo mejor, lo más inteligente o lo más divertido que hay en todos los demás. Esas son las sesiones de oro: cuando cuatro o cinco de nosotros, después de un día de duro caminar, llegamos a nuestra posada, cuando nos hemos puesto las zapatillas, y tenemos los pies extendidos hacia el fuego y el vaso al alcance de la mano, cuando el mundo entero, y algo más allá del mundo, se abre a nuestra mente mientras hablamos, y nadie tiene ninguna querella ni responsabilidad alguna frente al otro, sino que todos somos libres e iguales, como si nos hubiéramos conocido hace apenas una hora, mientras al mismo tiempo nos envuelve un afecto que ha madurado con los años. La vida, la vida natural, no tiene don mejor que ofrecer. ¿Quién puede decir que lo ha merecido?

De todo lo dicho se desprende claramente que en la mayor parte de las sociedades y en casi todas las épocas las amistades se dan entre hombres y hombres, o entre mujeres y mujeres. Los sexos se encuentran en el afecto y en el eros, pero no en este amor. Y eso porque el afecto y el eros rara vez habrán gozado en las actividades comunes del compañerismo, que es la matriz de la amistad. Cuando los hombres tienen instrucción y las mujeres no, cuando uno trabaja y la otra permanece ociosa, o cuando realizan trabajos enteramente distintos, normalmente no tendrán nada «sobre» lo que puedan ser amigos. Podemos, pues, advertir fácilmente que es la falta de esto, más que cualquier otra cosa en su naturaleza, lo que excluye de la amistad, porque si pudieran ser compañeros también podrían llegar a ser amigos. De ahí que en una profesión, como es la mía, donde hombres y mujeres trabajan codo con codo, o en el campo misionero, o entre escritores y artistas, esa amistad sea muy común. Ciertamente, lo que una parte ofrece como amistad puede ser interpretado por la otra como cros, con penosos y embarazosos resultados. O bien lo que comienza como amistad puede convertirse para ambos también en oros. Pero decir que algo puede ser interpretado como otra cosa, o que puede convertirse en otra cosa, no significa negar la diferencia entre ellas, sino que más bien la implica; de otro modo no podríamos hablar de «convertirse en» o «interpretarse como».

En cierto sentido, nuestra sociedad es desafortunada. Un mundo donde los hombres y las mujeres no tienen ningún trabajo en común ni educación en común es probable que pueda arreglárselas bastante bien. En él, los hombres se buscan entre ellos para ser amigos y lo pasan muy bien. Supongo que las mujeres disfrutan de sus amistades femeninas igualmente.

Un mundo donde todos, hombres y mujeres, tuvieran una base común suficiente para esta relación, podría ser también agradable. Actualmente, sin embargo, fracasamos al fluctuar entre dos alternativas. La base común necesaria, la matriz, existe entre sexos en ciertos grupos, pero no en otros. Está notablemente ausente en muchos barrios residenciales. En un barrio rico, donde los hombres han pasado su vida haciendo y acumulando dinero, las mujeres, algunas al menos, han empleado su tiempo libre en desarrollar su vida intelectual, se han aficionado a la música o a la literatura. En esos ámbitos, los hombres aparecen ante las mujeres como bárbaros entre gente civilizada.

En otros barrios es posible observar la situación contraria: ambos sexos han «ido a la escuela», por supuesto; pero desde entonces los hombres han tenido una educación mucho más seria, han llegado a ser doctores, abogados, clérigos, arquitectos, ingenieros u hombres de letras. Para ellos, las mujeres son como los niños para los adultos. En ninguno de esos barrios resulta en modo alguno probable la amistad entre los sexos; por eso, aunque es un empobrecimiento, podría ser tolerable si fuera admitido o aceptado. Pero el problema peculiar de nuestro tiempo es que los hombres y las mujeres, en esa situación, obsesionados por rumores e impresiones de grupos más felices, donde no existe esa diferencia entre los sexos, y deslumbrados por la idea igualitaria de que si algo es posible para algunos deberá ser, y por tanto es, posible para todos, se niegan a aceptar esa diferencia.

Es así como, por un lado, tenemos a la esposa en plan de profesora puntillosa y mandona, la mujer «culta» que está siempre tratando de llevar al marido «a que alcance su nivel». Lo arrastra a los conciertos, le gustaría que hasta aprendiera bailes tradicionales, e invita a gente «culta» a su casa. Es normal que eso no cause, sorprendentemente, ningún daño: el hombre de edad madura tiene un gran poder de resistencia pasiva y, ¡si ella lo supiera!, de indulgencia: «las mujeres tienen sus manías».

Algo mucho más penoso sucede cuando son los hombres los civilizados y las mujeres no, y sobre todo cuando las mujeres, y muchos hombres también, se niegan a reconocerlo. Cuando esto ocurre, nos encontramos con una actitud estudiadamente bondadosa, cortés y compasiva. «Se considera», como dicen los abogados, que las mujeres son miembros de pleno derecho del círculo masculino; el hecho, sin importancia en sí, de que ahora fumen y beban como los hombres aparece ante la gente sencilla como una prueba de que realmente lo son. Ninguna fiesta les está vedada; donde los hombres se junten, también las mujeres tienen que ir. Los hombres han aprendido a vivir entre ideas, saben lo que es una discusión, una argumentación, una explicación. Y una mujer que sólo ha recibido enseñanza escolar, y que después del matrimonio ha dado de lado hasta a cualquier barniz de «cultura» que hubiera podido recibir, cuyas lecturas consisten en revistas femeninas y cuya conversación general es casi toda narrativa, realmente no puede ingresar en dicho círculo. Puede estar ahí, en la misma habitación, local y físicamente presente. ¿Y eso qué? Si los hombres son insensibles, ella se sienta, aburrida y silenciosa, dejando correr una conversación que no le dice nada. Si ellos son más corteses tratarán, por supuesto, de hacerla participar: se le explican las cosas, los hombres tratarán de elevar las inoportunas y desatinadas observaciones de ella dándoles algún sentido; pero pronto los esfuerzos fracasan, y debido a las buenas maneras, lo que podría haber sido una verdadera discusión, es deliberadamente diluido, y termina en chismes, anécdotas y chistes. La presencia de ella ha destruido justamente aquello que venía a compartir. Realmente nunca debió entrar en el círculo, porque el círculo deja de ser tal cuando ella entra en él, como el horizonte deja de ser horizonte cuando uno llega a él. Por haber aprendido a beber y a fumar, y quizá a contar historias escabrosas, no ha logrado, a este respecto, acercarse a los hombres ni un ápice más que su abuela.

Pero su abuela era mucho más feliz y más realista: se quedaba en casa hablando con otras mujeres de cosas verdaderamente femeninas, y tal vez haciéndolo con verdadera gracia, con criterio y hasta con ingenio. Ella misma podría ser capaz de hacerlo ahora; puede que sea tan inteligente como los hombres a quienes malogró la velada, o incluso más inteligente; pero, en realidad, no le interesan las mismas cosas, ni domina los mismos métodos —todos parecemos tontos cuando simulamos interés por cosas que no nos importan nada.

La presencia de tales mujeres, que son miles, ayuda a explicar el descrédito moderno de la amistad. Con frecuencia ellas acaban siendo vencedoras absolutas. Destierran el compañerismo masculino y, como consecuencia, la amistad masculina de barrios enteros. Desde el único mundo que conocen, un inacabable parloteo frívolo sustituye el intercambio de ideas. Todos los hombres que encuentran se ponen a hablar como mujeres cuando hay mujeres delante.

Esta victoria sobre la amistad es con frecuencia inconsciente. Existe, sin embargo, un tipo de mujer más combativa que incluso lo planea. Oí a una decir: «No dejes nunca que dos hombres se sienten juntos, porque se pondrán a hablar sobre algún "tema" y entonces se acabará la diversión». Su postura no podía quedar expresada con mayor exactitud: soltar, por descontado, y cuanto más mejor, incesantes cataratas de voces humanas; pero, por favor, un «tema» no. La conversación no tiene que recaer sobre nada... Esta alegre dama —vital, atenta, «encantadora», insoportable e inaguantable— sólo buscaba diversión cada tarde, procurando que la reunión «resultara».

Pero la guerra consciente contra la amistad puede librarse en un plano más profundo. Hay mujeres que miran la amistad con odio, con envidia, con miedo, como un enemigo de eros y, más aún quizá, del afecto. Una mujer así se vale de mil artimañas para destruir las amistades de su marido. Se peleará ella misma con los amigos de él o, mejor aún, con las mujeres de éstos. Se burlará, se opondrá, mentirá. No se dará cuenta de que ese marido, al que logra aislar de sus iguales, pierde su dignidad, ella le ha castrado; terminará por avergonzarse de él. O bien llegará a no poder controlar la parte de la vida de él que transcurre en lugares donde ella no puede vigilarlo; le surgirán a él nuevas amistades, pero esta vez las mantendrá secretas. Y ella se podrá llamar muy afortunada —más afortunada de lo que se merece— si no se producen luego otros «secretos»...

Todas estas mujeres son, por supuesto, estúpidas. Las mujeres con sentido común que, si quisieran, serían ciertamente capaces de entrar en el mundo de la discusión y de las ideas son precisamente aquellas que, si no están preparadas, no tratan nunca de participar en ese mundo, ni de destruirlo. Tienen otras cosas de que ocuparse. En una reunión de hombres y mujeres se instalan en un extremo de la sala a charlar de sus cosas con otras mujeres. Para eso no nos necesitan, así como nosotros no las necesitamos a ellas. Sólo el desecho de la gente, que la hay en cada sexo, es la que desea estar «colgada» del otro incesantemente. Vivamos y dejemos vivir. Ellas se ríen mucho de nosotros. Así es como tiene que ser. Cuando los sexos que no tienen actividades compartidas se encuentran solamente en el eros y en el afecto —es decir, cuando no pueden ser amigos— es conveniente que cada uno tenga una vívida percepción de lo absurdo que es el otro. Eso es siempre ciertamente saludable. Nadie ha apreciado nunca realmente al otro sexo —así como nadie aprecia realmente a los niños o a los animales— sin sentir a veces que son divertidos; porque ambos sexos lo son. La humanidad es tragicómica; pero la división en sexos permite a uno ver en el otro lo gracioso, y también lo patético, que al propio sexo pasa a menudo inadvertido.

Anuncié que este capítulo sería en buena medida una rehabilitación. Espero que las páginas precedentes hayan dejado en claro por qué no es extraño, para mí al menos, que nuestros antepasados vieran la amistad como algo que nos eleva casi por encima de toda la humanidad. Este amor, libre del instinto, libre de todo lo que es deber, salvo aquel que el amor asume libremente, casi absolutamente libre de los celos, y libre sin reservas de la necesidad de sentirse necesario, es un amor eminentemente espiritual. Es la clase de amor que uno se imagina entre los ángeles. ¿Habremos encontrado aquí un amor natural que es a la vez el Amor en sí mismo?

Antes de sacar alguna precipitada conclusión de ese tipo, tengamos cuidado con la ambigüedad de la palabra «espiritual». Hay muchos pasajes en el Nuevo Testamento en que significa «relativo al Espíritu (Santo)», y en ese contexto lo espiritual, por definición, es bueno. Pero cuando lo «espiritual» se usa simplemente como lo contrario de lo corpóreo, del instinto o de lo animal, no es así. Existe el mal espíritu tanto como el espíritu bueno. Hay ángeles malvados tanto como ángeles santos. Los peores pecados del hombre son los espirituales. No debemos pensar que por ser «espiritual» la amistad ha de ser necesariamente santa o infalible en sí misma.

Hay que considerar tres hechos significativos. El primero, ya mencionado, es la desconfianza con que las autoridades tienden a considerar las amistades íntimas entre los que son sus súbditos. Puede ser una desconfianza injustificada, o puede tener alguna base.

En segundo lugar está la actitud que la mayoría adopta hacia todos los círculos de amigos íntimos. Los nombres con que designa o califica a esos círculos suelen ser casi todos más o menos denigrantes. En el mejor de los casos es una «pandilla». Será una suerte que no lo designe como una coterie, o una «camarilla» o un «pequeño senado» o una sociedad de bombos mutuos. Quienes en su propia vida no conocen más que el afecto, el compañerismo y el eros sospechan que los amigos son «unos pedantes engreídos que se creen demasiado buenos para los demás». Esta, por supuesto, es la voz de la envidia. Pero la envidia siempre presenta la acusación más verdadera, o la que más se acerca a la verdad de todas las que cabe imaginar; es la que más duele. Esta acusación, por lo tanto, tiene que ser tomada en consideración.

Finalmente, debemos advertir que la amistad es muy raras veces la imagen bajo la que las Sagradas Escrituras representan al amor entre Dios y el hombre. No se prescinde de ella enteramente; pero mucho más a menudo, al buscar un símbolo del Amor Supremo, las Escrituras no tienen en cuenta éste, que casi parece una relación angélica, y sondean la profundidad de lo que es más natural e instintivo. El afecto se toma como imagen cuando se quiere representar a Dios como nuestro Padre; eros, cuando Cristo se representa como el Esposo de la Iglesia.

Comencemos por las suspicacias de quienes detentan la autoridad. Me parece que hay base para esas suspicacias, y que el examen de esa base saca a la luz algo importante. La amistad, lo he dicho ya, nace en el momento en que un hombre le dice a otro: «¡Cómo! ¿Tú también? Creía que nadie más que yo...». Pero los gustos, la perspectiva o el punto de vista comunes que así se descubren, no siempre tienen por qué ser algo hermoso. A partir de ese momento pueden surgir, sí, el arte o la filosofía, o un adelanto en la religión o en el comportamiento moral; pero ¿por qué no también la tortura, el canibalismo, o los sacrificios humanos? Con seguridad la mayoría de nosotros ha experimentado en su juventud el carácter ambivalente de esos momentos. Fue maravilloso cuando, por primera vez, nos encontramos con alguien que admiraba a nuestro poeta preferido; lo que antes apenas se había entrevisto, adquiría ahora una forma definida; lo que antes casi nos avergonzaba, ahora lo podíamos admitir libremente. Pero no menos delicioso fue cuando nos encontramos por primera vez con alguien que compartía con nosotros una secreta perversidad; también esto se hizo más palpable y explícito; también de esto dejamos de avergonzarnos. Aun ahora, a cualquier edad, todos conocemos el peligroso encanto de un odio o de un agravio compartidos: resulta difícil no saludar como amigo al único que con nosotros veía realmente los defectos del vicerrector en la Universidad.

Sólo entre compañeros hostiles, sostengo tímidamente ciertas opiniones y puntos de vista, medio avergonzado de confesarlos, y casi dudando de si, después de todo, son correctos o no. Pero al encontrarme de nuevo entre mis amigos, en media hora —en diez minutos— estas mismas opiniones y puntos de vista vuelven a ser indiscutibles. El criterio de este pequeño círculo, mientras estoy en él, supera el de mil personas ajenas a él: a medida que la amistad se fortalece, este efecto se producirá aun cuando mis amigos estén lejos. Pues todos queremos ser juzgados por nuestros iguales, por los hombres que son «nuestros predilectos». Sólo ellos conocen realmente nuestro pensamiento, y sólo ellos lo saben juzgar de acuerdo con las normas que admitimos plenamente. Son sus elogios lo que de verdad ambicionamos, y su crítica lo que de verdad tememos. Las pequeñas comunidades de los primeros cristianos sobrevivieron porque les interesaba exclusivamente el amor de los «hermanos», y hacían oídos sordos a la opinión de la sociedad pagana que les rodeaba. Pero un círculo de criminales, excéntricos o pervertidos sobrevive exactamente de la misma forma, haciéndose sordos a la opinión del mundo exterior, rechazándola como parloteo de entrometidos que «no entienden», de «convencionales», «burgueses», gente «del sistema», pedantes, mojigatos y farsantes.

Así pues, resulta fácil advertir por qué la autoridad arruga el ceño ante la amistad. Puede ser una rebelión de intelectuales serios contra un lenguaje vacío y ampuloso, destinado a captar aplausos y a ser aceptado por todos, o puede ser una rebelión de quienes defienden novedades dudosas contra nociones comúnmente aceptadas; de artistas verdaderos contra la fealdad de lo popular, o de charlatanes contra gustos elevados; de hombres buenos contra la maldad de la sociedad, o de hombres malvados contra el bien. Cualquiera que sea será mal recibida por los que mandan. En cada grupo de amigos hay una «opinión pública» sectorial que refuerza a sus miembros contra la opinión pública de la comunidad en general. Toda amistad, por tanto, es potencialmente un foco de resistencia. Los hombres que tienen verdaderos amigos son menos manejables y menos vulnerables; para las buenas autoridades son más difíciles de corregir, y para las malas son más difíciles de corromper. Por tanto, si nuestros jefes —por la fuerza o mediante la propaganda sobre la «camaradería», o bien haciendo veladamente que la intimidad y el tiempo libre resulten imposibles— lograran formar un mundo en el que todos fueran compañeros, no existirían los amigos; habrían suprimido así algunos riesgos, pero también nos habrían quitado lo que constituye la más sólida defensa contra la total esclavitud.

Los peligros son plenamente reales. La amistad, como la veían los antiguos, puede ser una escuela de virtud; pero también —ellos no lo vieron— una escuela de vicio. La amistad es ambivalente: hace mejores a los hombres buenos y peores a los malos. Analizar este punto sería una pérdida de tiempo. Lo que nos interesa no es explayarnos sobre la maldad de las malas amistades, sino tomar conciencia del posible peligro que encierran las buenas. Este amor, como los otros amores naturales, tiene una propensión congénita a sufrir una dolencia especial.

Es evidente que el elemento de separación, de indiferencia o de sordera, por lo menos en algunos aspectos, frente a las voces del mundo exterior, es común a todas las amistades, sean buenas o malas o simplemente inocuas. Aun así, la base común de la amistad es tan intrascendente como coleccionar sellos; su círculo, inevitablemente y con razón, ignora las opiniones de millones que creen que es una actividad tonta, y de miles que se han interesado por ella de una manera superficial. Los fundadores de la meteorología, inevitablemente y con razón también, ignoraron los juicios de millones que atribuían las tormentas a la brujería. En esto no hay ofensa. Y como sé que para un círculo de jugadores de golf, o de matemáticos, o de automovilistas, yo sería un extraño, reclamo igual derecho a considerarlos a ellos extraños al mío. Las personas que se aburren estando juntas deberían verse raras veces; quienes se interesan el uno por el otro, deberían verse a menudo.

El peligro de las buenas amistades consiste en que esta indiferencia o sordera parcial respecto a la opinión exterior, aunque necesaria y justificada, puede conducir a una indiferencia o sordera completas. Los ejemplos más espectaculares de esto pueden verse, no en un círculo de amigos, sino en una clase teocrática o aristocrática. Sabemos lo que los sacerdotes de la época de Nuestro Señor pensaban sobre la gente corriente. Los caballeros de las crónicas de Froissart no tenían ni simpatía ni misericordia con «los forasteros», los rústicos o labriegos. Pero esta lamentable indiferencia se entremezclaba estrechamente con una buena cualidad: existía verdaderamente entre ellos un elevado código de valor, de generosidad, cortesía y honor. Para el patán ordinario, cauto y avaro, este código era sencillamente una tontería. Los caballeros, al mantenerlo, no tenían en cuenta esa opinión, y así tenía que ser. No les importaba «ni un bledo» lo que aquél pensara. Si no hubiera sido así, nuestro código actual se habría visto empobrecido y vulgarizado. Pero esa costumbre de no importarles «ni un bledo» se desarrolla en una clase social. Desatender la voz del campesino cuando realmente debe serlo, hace más fácil prescindir de ella cuando clama justicia o clemencia. La sordera parcial, que es noble y necesaria, alienta a la sordera total, que es arrogante e inhumana.

Un círculo de amigos no puede oprimir el mundo exterior como puede hacerlo una poderosa clase social; pero está sujeto, en su escala, al mismo peligro. Puede llegar a tratar como «extraños», en un sentido general y denigrante, a los que lo eran propiamente sólo respecto a un asunto determinado. Así como una aristocracia puede crear a su alrededor un vacío a través del que no le llega voz ninguna. Los miembros del círculo literario o artístico que partió, con razón quizá, desechando las ideas del hombre corriente sobre arte o literatura pueden llegar a desechar igualmente sus ideas de que están obligados a pagar sus deudas, a cortarse las uñas y a comportarse civilizadamente. Sean cuales sean los fallos del círculo —y no hay círculo que no los tenga—, se convierten así en incurables. Pero eso no es todo. La sordera parcial y defendible estaba basada en una especie de superioridad —aunque fuese solamente un conocimiento superior respecto a los sellos—. El sentido de superioridad quedará entonces ligado al de sordera completa. El grupo despreciará e ignorará a quienes estén fuera de él. Se habrá convertido, de hecho, en algo muy semejante a una clase social. Una coterie es una aristocracia que se nombra a sí misma.

Dije antes que en una buena amistad cada miembro del grupo se siente con frecuencia inferior frente al resto. Ve que los demás son maravillosos, y se considera afortunado de hallarse entre ellos. Pero, desgraciadamente, el «ellos» y «lo suyo» es también, desde otro punto de vista, el «nosotros» y «lo nuestro». De este modo, la transición desde esa sensación de inferioridad individual al orgullo corporativo es muy fácil.

No estoy pensando en lo que se podría llamar orgullo social o «arribista»: una complacencia por conocer y por hacer saber que uno conoce a gente distinguida. Esto es algo bastante distinto. El arribista desea vincularse a cierto grupo porque está considerado como una «elite»; los amigos están en peligro de considerarse a sí mismos una «elite» porque están ya vinculados. Buscamos personas a quienes admiramos por ser como son, y luego nos asombramos, alarmados o encantados, al oír que hemos llegado a ser una aristocracia. No es que lo llamemos así. El lector que haya conocido la amistad probablemente se sentirá inclinado a negar con cierto énfasis que su círculo pueda ser culpable de semejante absurdo. Yo siento lo mismo. Pero en estos asuntos es mejor no empezar por nosotros mismos. Sea lo que sea en lo que se refiere a nosotros, pienso que todos hemos advertido esa tendencia en determinados círculos a los que somos ajenos.

En cierta ocasión asistía yo a una conferencia donde dos eclesiásticos, obviamente muy amigos, empezaron a hablar de «energías increadas» distintas de Dios. Yo pregunté cómo podían existir cosas increadas, excepto Dios, si es que el Credo estaba en lo cierto al llamarlo «Creador de todas las cosas visibles e invisibles». Su respuesta consistió en mirarse entre ellos y reír. No tenía nada en contra de su risa, pero quería también una respuesta con palabras. No era una risa irónica o desagradable, en absoluto; sino que indicaba muy bien lo que alguien expresaría al decir: «¿A que es simpático?» Era como la risa de amables adultos cuando un enfant terrible hace el tipo de pregunta que no debe hacerse. Es difícil imaginar lo inofensiva que era, y con cuánta claridad transmitía la impresión de que ellos eran plenamente conscientes de vivir en un plano superior al del resto de nosotros; la impresión de que se encontraban entre nosotros como caballeros entre rústicos, o como adultos entre niños. Es muy posible que tuvieran una respuesta a mi pregunta, pero que comprendieran que yo era demasiado ignorante para entenderla. Si hubiesen contestado escuetamente «Sería muy largo de explicar», yo no les estaría atribuyendo ahora el orgullo de la amistad. El intercambio de miradas y la risa constituyen el punto determinante: la personificación auditiva y visible de una superioridad corporativa que se da por sentada y es evidente. La casi total inocuidad, la ausencia de todo deseo aparente de herir o mofarse (eran jóvenes muy simpáticos) subrayan realmente su actitud olímpica. Había aquí un sentido de superioridad tan seguro que podía darse el lujo de ser tolerante, cortés, sencillo.

Este sentido de superioridad corporativa no siempre es olímpico, es decir, sereno y tolerante; puede ser titánico: obstinado, agresivo y amargo. En otra ocasión, habiendo dado yo una conferencia a un grupo de universitarios, seguida de un correcto debate, un joven de expresión tensa, como la de un roedor, me interpeló de tal manera que tuve que decirle: «Perdone, pero en los últimos cinco minutos, y por dos veces, me ha llamado usted mentiroso; si no puede discutir un tema de otra manera, me veré obligado a marcharme». Yo esperaba que él haría una de estas dos cosas: o perder la calma y redoblar sus insultos, o sonrojarse y disculparse. Lo sorprendente fue que no hizo nada de eso. Ninguna nueva alteración vino a agregarse a la habitual malaise de su expresión. No repitió directamente que yo estaba mintiendo, pero, aparte de eso, siguió como antes. Era como chocar contra una pared; estaba protegido contra el riesgo de toda relación propiamente personal, fuera amistosa u hostil, con alguien como yo. Detrás de esas actitudes hay, casi con seguridad, un círculo de tipo titánico de autoarmados caballeros templarios, perpetuamente en pie de guerra para defender a su admirado Baphomet. Nosotros, para quienes somos «ellos», no existimos como personas; somos especímenes, especímenes de varios grupos de edades, tipos, opiniones, o intereses, que deben ser exterminados. Si les falla un arma, cogen fríamente otra. En el sentido humanamente corriente, no están en relación con nosotros, sino que cumplen una tarea profesional: pulverizarnos con insecticida (le oí a uno usar esta expresión).

Mis dos simpáticos clérigos y mi no tan simpático roedor tenían un alto nivel intelectual. También lo tenía el famoso grupo del período eduardiano que llegó hasta la asombrosa fatuidad de llamarse a sí mismo «Las almas»; pero el mismo sentimiento de superioridad colectiva puede apoderarse de un grupo de amigos mucho más vulgares. En ese caso la prepotencia será mucho más descarnada. En el colegio hemos visto hacer eso a alumnos «antiguos» ante uno nuevo, o a soldados veteranos ante uno novato; otras veces, a un grupo bullicioso y grosero tratando de llamar la atención de los demás en un bar o en un tren. Esas personas hablan con un lenguaje de jerga y de forma esotérica a fin de llamar la atención, y demostrar así al que no pertenece a su círculo que está fuera de él. Es cierto que la amistad puede ser «en torno» a casi nada, aparte del hecho de ser excluyente. Hablando con un extraño, cada miembro del grupo se deleita llamando a los demás por sus nombres de pila o por sus motes, aunque el extraño no sepa a quién se refiere, y precisamente por eso. Conocí a uno que era todavía más sutil. Simplemente, se refería a sus amigos como si todos supiéramos —teníamos que saberlo— quiénes eran. «Corno me dijo una vez Richard Button...», empezaba diciendo. Eramos todos muy jóvenes, y jamás nos hubiéramos atrevido a admitir que no habíamos oído hablar de Richard Button. Resultaba obvio, para cualquiera que fuese alguien, que se trataba de un nombre familiar, «no conocerlo significaba demostrar que uno no era nadie». Sólo mucho tiempo después vinimos a caer en la cuenta de que ninguno había oído hablar de él. (Tengo ahora la sospecha de que algunos de estos Richard Button, Hezekiah Cromwell y Eleanor Forsyth existían tanto como Caperucita Roja; pero durante más de un año nos sentimos completamente intimidados.)

De esa manera podemos detectar el orgullo de una amistad —ya sea olímpica, titánica o simplemente vulgar— en muchos círculos de amigos. Sería temerario suponer que nuestro propio círculo de amigos está a salvo de ese peligro, porque es justamente en el nuestro donde más podemos tardar en reconocerlo. El peligro de ese orgullo, en efecto, es inseparable del amor de amistad. La amistad es excluyente. Del inocente y necesario acto de excluir al espíritu de exclusividad hay un paso muy fácil de dar y, desde ahí, al placer degradante de la exclusividad. Si esto se admite, la pendiente hacia abajo se hará cada vez más pronunciada. Puede ser que nunca lleguemos a ser titanes o, simplemente, groseros; pero podríamos —lo que en cierta manera es peor— volvernos «Las almas». La visión común que en un primer momento nos unió puede desvanecerse. Seremos una coterie que existe por ser eso, coterie, una pequeña aristocracia autoseleccionada, y por lo tanto absurda, que se refocila a la sombra de su autoaprobación corporativa.

A veces, un círculo en esas condiciones empieza a derivar al mundo de lo práctico; convenientemente ampliado para poder admitir nuevos miembros, cuya participación en el interés común original es insignificante, pero a quienes se les hace sentir, en un sentido vago, «hombres justos», llega a ser un verdadero poder en el medio en que se mueve. El ser miembro de dicho círculo llega a tener cierta importancia política local, aunque la política en cuestión sea sólo la de un regimiento o de un colegio o el recinto de una catedral; la manipulación de comités, la captación de empleos (para hombres justos) y el frente unido contra los pobres se convierte ahora en su principal ocupación; y quienes se juntaban antes para hablar de Dios o de poesía, se reúnen ahora para hablar de cátedras o de empleos. Adviértase la justicia de su destino. «Polvo eres y en polvo te convertirás», dijo Dios a Adán. En un círculo que ha degenerado en un aquelarre de manipuladores, la amistad vuelve a ser el simple compañerismo práctico, que fue su origen. Ahora sus miembros forman un tipo de organismo semejante al de las primitivas hordas de cazadores. Cazadores, que eso es precisamente lo que son, no la clase de cazadores que profundamente respeto.

La masa del pueblo, que nunca tiene toda la razón, nunca se equivoca del todo. Se equivoca irremediablemente cuando cree que cada círculo de amigos se formó por el placer de la superioridad y del engreimiento. Se equivoca a mi juicio al creer que toda amistad se deleita con esos mismos placeres. Pero parece tener razón cuando diagnostica como peligro el orgullo al que las amistades están naturalmente expuestas; precisamente porque éste es el más espiritual de los amores, el peligro que le acecha es el más espiritual. La amistad, si se quiere, hasta es angélica; pero el hombre necesita estar triplemente protegido por la humildad si ha de comer sin riesgo el Pan de los ángeles.

Quizá podamos ahora arriesgar una opinión de por qué las Escrituras usan tan poco de la amistad como imagen del Amor Supremo. Es ya, de suyo, demasiado espiritual para ser un buen símbolo de cosas espirituales. Lo más alto no se sostiene sin lo más bajo. Dios puede presentarse a sí mismo ante nosotros, sin riesgo de que le malentendamos, como Padre y como Esposo, porque sólo un loco pensaría que es físicamente nuestro progenitor o que su unión con la Iglesia es otra cosa que mística. Pero si la amistad fuese usada con ese propósito, podríamos tomar el símbolo por lo simbolizado. El peligro latente en la amistad se agravaría. Podríamos sentirnos además, por su misma semejanza con la vida celestial, inclinados a confundir esa cercanía, que ciertamente se da en la amistad, con una cercanía de aproximación, y no sólo de semejanza.

En consecuencia, la amistad, como los demás amores naturales, es incapaz de salvarse a sí misma. Debido a que es espiritual, se enfrenta a un enemigo más sutil; debe, incluso con más sinceridad que los otros amores, invocar la protección divina si desea seguir siendo auténtica. Consideremos, pues, lo angosto que es el verdadero camino de la amistad. No debe llegar a ser lo que la gente llama «una sociedad de bombos mutuos»; pero si no está llena de admiración mutua, de amor de apreciación, no es amistad en absoluto, porque a menos que nuestras vidas se vean lastimosamente empobrecidas, con nuestras amistades debe ocurrir lo que con Christiana y su tertulia en The Pilgrim's Progress:

Cada una parecía sentir terror de las demás, porque no podía ver en ella misma la aureola que podía ver en las otras. Por eso, cada una empezaba a estimar a las demás más que a sí misma. Porque «tú eres más guapa que yo», decía una; «y tú tienes más gracia que yo», decía otra.

A la larga hay una sola forma de probar con seguridad esta ilustrativa experiencia. Y Bunyan lo señala en el mismo pasaje: fue en la Casa del Intérprete, después de ser bañadas, ungidas y vestidas con limpias «ropas blancas», cuando las mujeres se vieron unas a otras bajo esa luz. Si recordamos el baño, la unción, la vestimenta, nos sentiremos seguros; y mientras más elevada sea la base común de la amistad, más necesario será recordarla. Sobre todo en una amistad explícitamente religiosa, olvidarla sería fatal.

Porque entonces sentiremos que somos nosotros mismos —nosotros cuatro o cinco— quienes nos hemos elegido unos a otros, al percibir cada uno la belleza interior de los demás, todos iguales, y formando así una nobleza voluntaria, creeremos que nosotros mismos nos hemos elevado por encima del resto de la humanidad gracias a nuestros propios poderes. Los otros amores no suscitan la misma ilusión. Obviamente, el afecto requiere afinidad o, por lo menos, una proximidad que no depende nunca de nuestra elección. Y en cuanto al eros, la mitad de las canciones de amor y la mitad de los poemas de amor en el mundo nos dirán que el ser amado es nuestro destino o fatalidad, tan poco escogido por uno como la descarga de un rayo, ya que «no está en nuestro poder amar u odiar». Han sido las flechas de Cupido, los genes, cualquier cosa menos nosotros mismos.

Pero en la amistad, en la que se está libre de todo eso, creemos haber elegido a nuestros iguales, y en realidad unos pocos años de diferencia en las fechas de nacimiento, unos pocos kilómetros más entre ciertas casas, la elección de una universidad en vez de otra, el destino en distintos regimientos, la circunstancia accidental de que surja o no un tema en un determinado encuentro, cualquiera de estas casualidades podría habernos mantenido separados. Pero para un cristiano, estrictamente hablando, no hay casualidades.

Un secreto Maestro de Ceremonias ha entrado en acción. Cristo, que dijo a sus discípulos «Vosotros no me habéis elegido a Mí, sino que Yo os elegí a vosotros», puede realmente decir a cada grupo de amigos cristianos: «Vosotros no os habéis elegido unos a otros, sino que Yo os he elegido a unos para otros». La amistad no es una recompensa por nuestra capacidad de elegir y por nuestro buen gusto de encontrarnos unos a otros, es el instrumento mediante el cual Dios revela a cada uno las bellezas de todos los demás, que no son mayores que las bellezas de miles de otros hombres; por medio de la amistad Dios nos abre los ojos ante ellas. Como todas las bellezas, éstas proceden de El, y luego, en una buena amistad, las acrecienta por medio de la amistad misma, de modo que éste es su instrumento tanto para crear una amistad como para hacer que se manifieste. En este festín es El quien ha preparado la mesa y elegido a los invitados. Es El, nos atrevemos a esperar, quien a veces preside, y siempre tendría que poder hacerlo. No somos nada sin nuestro Huésped.

No se trata de participar en el festín siempre de una manera solemne. «Dios, que hizo la saludable risa», lo prohíbe. Una de las más exquisitas y difíciles sutilezas de la vida es reconocer profundamente que ciertas cosas son serias y, con todo, conservar el poder y la voluntad de tratarlas a menudo de manera ligera, como en un juego. Pero tendremos tiempo de decir algo más sobre esto en el próximo capítulo. Por ahora, sólo citaré aquel consejo tan bellamente equilibrado de Dunbar:

Hombre, complace a tu Hacedor y está contento, y que el mundo entero te importe un comino.