Capítulo XV

De lo que debe el hombre hacer para consigo mismo

     Porque la caridad bien ordenada comienza de sí mismo, comencemos por donde el profeta comenzó, que es por el hacer juicio, que pertenece al espíritu y corazón de juez, el cual debe el hombre tener para consigo. Pues al oficio del buen juez pertenece tener bien ordenada y reformada su república. Y porque en esta pequeña república del hombre hay dos partes principales que reformar, que son el cuerpo con todos sus miembros y sentidos, y el ánima con todos sus afectos y potencias, todas estas cosas conviene que sean reformadas y enderezadas virtuosamente en la forma que aquí declararemos, y desta manera habrá el hombre cumplido con lo que debe a sí mismo

 

I

De la reformación del cuerpo

     Pues para reformación del cuerpo sirve primeramente la composición y disciplina del hombre exterior, guardando aquello que dice san Agustín en su Regla, que en el andar y en el estar y en el vestido ninguna cosa se haga que escandalice y ofenda los ojos de nadie, sino lo que convenga a la santidad de nuestra profesión. Y, por esto, procure el siervo de Dios tratar con los hombres con tanta gravedad, humildad, suavidad y mansedumbre, que todos cuantos con él trataren queden siempre edificados y aprovechados con su ejemplo. El apóstol quiere que seamos como una especia aromática, la cual comunica luego su olor a quienquiera que la toca, y así le quedan oliendo las manos como a ella, porque tales han de ser las palabras, las obras, la composición y conversación de los siervos de Dios, que todos cuantos trataren con ellos queden edificados y como santificados con su ejemplo y conversación. Y éste es uno de los principales frutos que se siguen desta modestia y composición, que es una manera de predicar callada, donde no con estruendo de palabras, sino con ejemplo de virtudes convidamos a los hombres a glorificar a Dios y amar la virtud, según que nos lo encomienda el Salvador cuando dice: «Así resplandezca vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro padre que está en los cielos.» Conforme a lo cual dice Isaías que el siervo de Dios ha de ser como un árbol o una planta hermosísima que Dios plantó, para que quienquiera que la viere glorifique a Dios por ella. Mas no se entiende que por esto debe hacer el hombre sus buenas obras para que sean vistas, antes, como dice san Gregorio, de tal manera se ha de hacer la buena obra en público, que la intención esté en secreto, para que con la buena obra demos a los prójimos ejemplo, y con la intención de agradar a solo Dios siempre deseemos el secreto.

     El segundo fruto que se sigue desta composición del hombre exterior es la guarda del interior y la conservación de la devoción. Porque es tan grande la unión y la liga que hay entre estos dos hombres, que lo que hay en el uno luego se comunica al otro, y al revés. Por donde si el espíritu está compuesto, luego naturalmente se compone el mismo cuerpo, y por el contrario, si el cuerpo anda inquieto y descompuesto, luego, no sé cómo, el espíritu también se descompone e inquieta. De suerte que cualquier de los dos es como un espejo del otro, porque así como todo lo que vos hacéis hace el espejo que tenéis delante, así todo lo que pasa en cualquier destos dos hombres luego se representa en el otro. Por donde la composición y modestia de fuera ayuda mucho a la de dentro, y gran maravilla sería hallarse espíritu recogido en cuerpo inquieto y desasosegado. Y por esto dice el Eclesiástico que el que tenía los pies ligeros caería, dando a entender que los que carecen de aquella gravedad y reposo que pide la disciplina cristiana, muchas veces han de tropezar y caer en muchos defectos, como suelen caer los que traen los pies muy ligeros cuando andan.

     La tercera cosa para que sirve esta virtud es para conservar el hombre con ella la autoridad y gravedad que pertenece a su persona y oficio, si es persona constituida en dignidad, como la conservaba el santo Job, el cual en una parte dice que la luz y resplandor de su rostro nunca por diversas ocasiones y acontecimientos caía en tierra, y en otra dice que era tanta su autoridad, que cuando le veían los mozos se escondían, y los viejos se levantaban a él, y los príncipes dejaban de hablar y ponían el dedo en su boca por el acatamiento grande que le tenían. La cual autoridad, porque estuviese muy lejos de toda repunta de soberbia, acompañaba el santo varón con tanta suavidad y mansedumbre, que dice él mismo de sí que estando sentado en su silla como un rey acompañado de su ejército, por otra parte era abrigo y consuelo común de todos los miserables.

     Donde notarás que la falta desta mesura y composición no es tanto reprendida de los sabios por grande culpa cuanto por nota de liviandad, porque la desenvoltura demasiada del hombre exterior es argumento del poco lastre y asiento del interior, como ya dijimos. Por lo cual dice el Eclesiástico que la vestidura del hombre y la manera del reír y del andar dan testimonio dél. Lo cual confirma Salomón en sus Proverbios diciendo: «Así como en el agua clara se parece el rostro del que la mira, así los sabios conocen los corazones de los hombres por la muestra de las obras exteriores que ven en ellos.»

     Éstos son los provechos que trae consigo esta composición susodicha, que son muy grandes. Por lo cual no me parece bien la demasiada desenvoltura de algunos que, con achaque de que no digan que son hipócritas, ríen y parlan y se sueltan a muchas cosas, con las cuales pierden todos estos provechos. Porque así como dice muy bien san Juan Clímaco que no ha de dejar el monje la abstinencia por temor de la vanagloria, así tampoco es razón carecer del fruto desta virtud por respetos del mundo. Porque así como no conviene vencer un vicio con otro, así tampoco desistir de una virtud por ningún respeto del mundo.

     Esto es lo que generalmente pertenece a la composición del hombre exterior en todo lugar y tiempo. Mas porque esto se requiere muy más particularmente en los convites y en la mesa, cómo ésta se haya de guardar declararemos en el párrafo siguiente.

 

II

De la virtud de la abstinencia

     Prosiguiendo lo que pertenece a la reformación del cuerpo, lo que principalmente para esto sirve es tratarlo con rigor y aspereza, no con regalos ni blandura. Porque así como la carne muerta se conserva con la mirra, que es amarguísima, sin la cual luego se daña e hinche de gusanos, así también esta nuestra carne con regalos y blanduras se corrompe y se hinche de vicios, y con el rigor y aspereza se conserva en toda virtud. Pues para esto nos conviene aquí tratar de la abstinencia, porque ésta es una de las principales virtudes que se presuponen para alcanzar las otras virtudes, y ella es en sí muy dificultosa de alcanzar por la contradicción y repugnancia que tiene en nuestra naturaleza corrupta. Y aunque lo arriba dicho contra la gula bastaba para entender la condición y valor de la abstinencia, pues conocido un contrario, se conoce el otro, pero todavía para mayor luz desta doctrina será bien tratar della por sí, declarando así el uso y plática della como los medios por do se alcanza.

     Comenzando, pues, por la disciplina y modestia que se debe guardar en la mesa, ésta nos enseña muy particularmente el Espíritu Santo en el Eclesiástico por estas palabras: «Usa como hombre templado de las cosas que te ponen delante, porque no seas aborrecido de los hombres si te vieren comer desordenadamente. Y acaba primero que los otros, porque así lo pide la orden y disciplina de la templanza. Y si estás sentado en medio de otros muchos, no seas tú el primero que pongas mano en el plato, ni pidas de beber primero.» Por cierto, muy convenientes reglas son éstas para la vida mortal, y dignas de aquel señor que todas las cosas hizo con suma orden y concierto. Y así quiere también que nosotros las hagamos.

     Esta misma disciplina nos enseña san Bernardo por estas palabras: «En el comer habemos de tener cuenta con el modo, con el tiempo y con la cantidad y calidad de los manjares. El modo ha de ser, que no derrame el hombre todos sus sentidos sobre la comida. El tiempo, que no anticipe la hora ordinaria del comer. Y la calidad, que contentándose con lo que los otros comen, no quiera otras particularidades ni delicadezas si no fuere por evidente necesidad.» Ésta es la regla que nos da en pocas palabras este santo.

     Y no es muy diferente la que nos da san Gregorio en sus Morales, diciendo: «Abstinencia es la que no anticipa la hora del comer, como hizo Jonatás cuando comió el panal de miel; ni tampoco desea manjares apetitosos, como hicieron los hijos de Israel en el desierto codiciando los manjares de Egipto; ni quiere guisados curiosamente aparejados, como los querían los hijos de Helí; ni come hasta más no poder, como hacían los de Sodoma; ni con demasiado gusto y apetito, de la manera que comió Esaú la escudilla de lentejas, por la cual vendió su mayorazgo.» Hasta aquí son palabras de san Gregorio, en las cuales brevemente comprende muchas cosas, y las acompaña con muy convenientes ejemplos.

     Pero más copiosamente trata esta materia Hugo de San Víctor, el cual, en el libro De la disciplina de los monjes, enseña la que debemos tener en el comer, por estas palabras: «En dos cosas -dice él- se ha de guardar la disciplina y modestia en el comer, conviene saber, en la comida y en el que la come. Porque el que come ha de procurar de tener modestia en el callar y en el mirar y en la compostura del cuerpo, para que enfrene su lengua de toda parlería, y abstenga sus ojos de mirar a todas partes, y tenga todos los otros miembros y sentidos compuestos y quietos. Porque algunos hay que, cuando se sientan a la mesa, descubren el apetito de la gula y la destemplanza de su ánimo, y con una desasosegada inquietud de los miembros menean la cabeza, arremangan los brazos, levantan las manos en alto, y, como si hubiesen ellos solos de tragarse toda la mesa, así verás en ellos unos acometimientos y meneos que no sin gran fealdad están descubriendo la agonía y hambre del comer. Y estando sentados en un mismo lugar, con los ojos y con las manos lo andan todo, y así, en un mismo tiempo piden el vino, parten el pan y revuelven los platos, y como el capitán que quiere combatir una fortaleza, así ellos están como dudando por qué parte acometerán este combate, porque por todas partes querrían entrar». Todas estas fealdades ha de evitar el que come, en su propia persona. Mas en la comida conviene mirar lo que come y la manera del comer, como ya está declarado.

     Y aunque en todo tiempo sea necesario llegarse a la mesa con toda esta preparación, pero mucho más cuando hay hambre, y aún mucho más cuando la delicadeza y precio de los manjares despierta el apetito del comer, porque en este caso son mayores los incentivos de la gula por la buena disposición del órgano del gusto y por la excelencia del objeto. Mire, pues, el hombre con atención en este tiempo, no le haga creer la gula que tiene hambre para comer mesa y manteles, porque por esta causa dijo muy bien san Juan Clímaco que la gula era hipocresía del vientre, porque al principio de la comida finge que tiene más hambre de la que en hecho de verdad tiene, y así le parece que todo lo ha de tragar, lo cual de ahí a poco se ve que era engaño, pues con mucho menos queda el hombre satisfecho.

     Para remedio desto piense cuando se sienta a la mesa que, como dice muy bien un filósofo, tiene ahí dos huéspedes a que ha de proveer, conviene saber, el cuerpo y el espíritu. Al cuerpo ha de proveer de su mantenimiento dándole lo necesario, y al espíritu del suyo dándoselo con aquella composición y modestia que piden las leyes de la templanza, porque esto es hacer virtud, la cual es pasto y mantenimiento del anima.

     Es otrosí muy conveniente remedio contra este apetito poner en una balanza los frutos de la virtud de la abstinencia, y

en otra la brevedad del deleite de la gula, para que por aquí vea el hombre cómo no es razón perder tan grandes frutos por tan bestial y breve deleite.

     Para cuyo entendimiento es mucho de notar que, entre todos los sentidos de nuestro cuerpo, los más bajos son el sentido del tocar y del gustar. Porque ningún animal hay en el mundo tan imperfecto, que no tenga estos dos sentidos, comoquiera que haya muchos a quien faltan los otros tres, que son ver, oír y oler. Y así como estos dos sentidos son los más viles y materiales de todos, así los deleites que dellos proceden son los más viles y más bestiales, pues no hay animal en el mundo tan imperfecto que no los tenga. Y demás de ser vilísimos, son también brevísimos, porque no dura más el deleite dellos de cuanto el objeto está materialmente ayuntado con su sentido, como vemos que no dura más el deleite del gusto de cuanto el manjar está sobre el paladar; y en el punto que deja de estar sobre él, cesa el deleite dél. Pues si este deleite, por una parte es tan vil y tan bestial, y por otra tan breve y tan momentáneo, ¿cuál es el hombre tan bruto, que despide de sí la virtud de la abstinencia, de quien tantos y tan grandes frutos se predican, por untan vil y bajo deleite? Esto solo debía bastar para vencer este apetito, cuanto más si se juntaren aquí tantas otras cosas que a esto mismo nos obligan. Ponga, pues, como dijimos, el siervo de Dios en una balanza la brevedad y vileza deste deleite, y en otra la hermosura de la abstinencia, los frutos que se siguen della, los ejemplos de los santos y los trabajos de los mártires, que por fuego y por agua pasaron al cielo, la memoria de sus pecados, las penas del infierno, y también las del purgatorio, y cada cosa destas le dirá que es necesario abrazar la cruz, afligir la carne y enfrenar la gula, y satisfacer a Dios con el dolor de la penitencia por el deleite de la culpa. Y si con este aparejo se sentare a la mesa, verá cuán fácil cosa le será renunciar y despedir de sí toda esta manera de regalos y deleites.

     Y si toda esta providencia se requiere en el comer, mucho mayor es necesaria para el beber, cuando se bebe vino. Porque entre cuantas cosas hay contrarias a la castidad, una de las más contrarias es el vino, del cual tiembla esta virtud como de un capital enemigo, porque el apóstol la tiene ya avisada, diciendo que «en el vino está la lujuria». El cual es tanto más peligroso, cuanto más hierve la sangre en los años de la juventud. Por lo cual dice san Jerónimo: «El vino y la mocedad son dos incentivos de la lujuria.» ¿Para qué echamos aceite en la llama, para qué ponemos leña en el fuego que arde? Porque como el vino es tan caliente, inflama todos los humores y miembros del cuerpo, y especialmente el corazón, adonde él derechamente camina, y donde está la silla y asiento de todas nuestras pasiones; y así, a todas ellas inflama y fortifica, de manera que en este tiempo el alegría es mayor, y la ira y el furor, y el amor y la osadía y el deleite, y así las otras pasiones. Por do parece que, siendo uno de los principales oficios de las virtudes morales domar y mitigar estas pasiones, el vino es de tal cualidad, que hace el oficio contrario, pues con la vehemencia de su calor enciende lo que estas virtudes apagan, para que por aquí vea el hombre cuánto se debe guardar dél.

     De aquí, pues, suelen proceder parlerías, risas demasiadas, porfías, peleas, clamores desentonados, descubrimientos de secretos y otras semejantes desórdenes, así por estar entonces más vehementes las pasiones, como por estar la razón más oscurecida con los humos del vino. Con lo cual se junta la ocasión que el hombre tiene para desmandarse, viendo desmandarse los otros con quien come. Y todas estas causas juntas vienen a parir y producir estas desórdenes. Por donde dijo elegantemente un filósofo que tres racimos procedían de la vid: el primero era de necesidad, el segundo de deleite, el tercero de furor, dando a entender que beber un poco de vino servía a la necesidad natural, pero exceder esto algún tanto servía ya más al deleite que a la necesidad, pero pasar desordenadamente esta regla servía al furor y a la locura. Por donde todos los pareceres que el hombre diere o tuviere en este tiempo debe tener por sospechosos, porque sin duda, regularmente hablando, tiene parte en ellos no sólo la razón, sino también el vino, que es el peor de los consejeros. Y no menos se debe guardar de hablar mucho, o porfiar en la mesa o sobremesa, si quiere estar libre de todos estos peligros, porque muchas veces se comienza la porfía en paz y se acaba en guerra, y muchas veces descubre el hombre con el calor del vino lo que después quisiera mucho haber callado, pues, como dice Salomón, ningún secreto hay donde reina el vino.

     Y aunque toda demasía en hablar sea reprensible en este tiempo, mucho más lo es cuando la habla es sobre cosas de comer, alabando el vino o la fruta o el pescado que se come, o quejándose dello, o tratando de diversidad de manjares de tales y tales tierras, o de peces de tales ríos, porque todas estas pláticas son señales de ánimo destemplado y de hombre que todo él entero quiere estar comiendo, no sólo con la boca, sino también con el corazón, con el entendimiento, con la memoria y con las palabras.

     Pero mucho más se debe guardar cuando come de estar comiendo las vidas ajenas, porque esto es cosa que entra más en hondo, pues, como dice san Crisóstomo, esto es ya no comer carne de animales, sino de hombres, que es contra toda humanidad. Por lo cual se escribe de san Agustín que, recelando este vicio que tan familiar suele ser en algunas mesas, tenía él escritos en el lugar donde comía dos versos que decían: «Quien huelga de roer con sus palabras la vida de los ausentes, sepa que esta mesa no se puso para él.»

     Aquí es también de notar que, como dice san Jerónimo, mucho mejor es comer cada día poco, que pasados muchos días de ayuno, comer después demasiado. «Aquella agua -dice él- es muy provechosa a la tierra, que a sus tiempos cae mansamente; mas los torbellinos grandes y tempestuosos roban las tierras.» Cuando comes, acuérdate que no vives para servir al vientre, mas que luego has de estudiar o leer o hacer otra buena obra, para lo cual quedarás inhábil si cargares el estómago demasiadamente. Y desta manera, en cada manjar, y en cada vez que bebieres, medirás no lo que el deleite pide, sino lo que la necesidad y la virtud requiere. Ca no te persuadimos que te mates de hambre, sino que no sirvas al deleite más de lo que al uso de la vida conviene. Porque tu cuerpo, así como cualquier otro animal, tiene necesidad de mantenimiento porque no desfallezca, y también de carga para que no respingue. Por lo cual dice san Bernardo: «A la carne conviene apretarla, no consumirla; apremiarla, no despedazarla; procurar que se humille y no se ensoberbezca, y que sirva y no sea señora.»

     Esto basta para entender lo que toca a esta virtud. Quien demás desto quisiere saber los frutos grandes que se siguen della, y cómo aprovecha para todas las cosas, no sólo para el ánima, sino también para el cuerpo, esto es, para la salud, para la vida, para la honra y para la hacienda, lea un tratado que sobre esta materia escribimos al fin del Libro de la oración y meditación.

 

III

De la guarda de los sentidos

     Castigado y concertado el cuerpo en la forma susodicha, resta luego reformar también los sentidos del cuerpo, en los cuales debe el siervo de Dios poner gran recaudo, y señaladamente en los ojos, que son como unas puertas donde se desembarcan todas las vanidades que entran en nuestra ánima, y muchas veces suelen ser ventanas de perdición por donde nos entra la muerte. Y especialmente las personas dadas a la oración tienen particular necesidad de poner mayor recaudo en este sentido, no sólo por la guarda de la castidad, sino también por el recogimiento del corazón. Porque de otra manera, las imágenes de las cosas que por estas puertas se nos entran dejan el ánima pintada de tantas figuras, que cuando se pone a orar o meditar, la molestan e inquietan, y hacen que no pueda pensar sino en aquello que tiene delante. Por donde, las personas espirituales procuran traer la vista tan recogida, que no solamente no quieren poner los ojos en las cosas que les pueden empecer, mas aún se guardan de mirar la hermosura de los edificios, y las imágenes de las ricas tapicerías y cosas semejantes, para tener más desnuda y limpia la imaginación al tiempo que han de tratar con Dios. Porque tal es y tan delicado este ejercicio, que no sólo se impide

con los pecados, sino también con las representaciones de las imágenes y figuras de las cosas, puesto caso que no sean malas.

     En los oídos también conviene poner el mismo cobro que en los ojos, porque por estas puertas entran muchas cosas en nuestra ánima que la inquietan, distraen y ensucian. Y no sólo nos debemos guardar de oír palabras perjudiciales, como ya dijimos, sino también nuevas de cosas que pasan por el mundo, que no nos tocan. Porque los que destas cosas no se guardan, después lo vienen a pagar al tiempo del recogimiento, donde se les ponen delante las imágenes de las cosas que oyeron, las cuales de tal manera ocupan sus corazones, que no les dejan puramente pensar en Dios.

     Del sentido del oler no hay que decir, porque traer olores, o ser amigo dellos, demás de ser una cosa muy lasciva y sensual, es cosa infame, y no de hombres, sino de mujeres, y aun no de buenas mujeres.

     Del gusto había más que decir, pero desto ya se trató en el párrafo precedente, donde hablamos de la virtud de la abstinencia.

 

IV

De la guarda de la lengua

     De la lengua hay mucho que decir, pues dijo el Sabio: «La muerte y la vida están en manos de la lengua.» En las cuales palabras dio a entender que todo el bien y mal del hombre consistía en la buena o mala guarda deste órgano. Y no menos encareció este negocio el apóstol Santiago, cuando dijo que, así como los navíos grandes se rigen con un pequeño gobernalle, y los caballos poderosos con un pequeño freno, así quienquiera que trajere muy bien gobernada su lengua será poderoso para enfrenar y poner en orden todo lo demás de la vida. Pues, para el buen gobierno desta parte, conviene que todas las veces que habláremos, tengamos atención a cuatro cosas, conviene saber: a lo que se dice, y a la manera en que se dice, al tiempo en que se dice, y al fin con que se dice.

     Y primeramente, en lo que se dice, que es la materia de que hablamos, conviene guardar aquello que el apóstol aconseja, diciendo: «Toda palabra mala no salga por vuestra boca, sino la que fuere buena y provechosa para edificar los oyentes.» Y en otro lugar, especificando más las palabras malas, dice: «Palabras torpes y locas, y chocarrerías o truhanerías que no convienen para la gravedad de nuestro instituto, no se nombren entre vosotros.» Por donde, así como dicen que los sabios marineros tienen marcados en la carta de marear todos los bajos en que las naos podrían peligrar, para guardarse dellos, así el siervo de Dios debe también tener señaladas todas estas especies de palabras malas, de que siempre se debe guardar para no peligrar en ellas. Y no menos debes ser fiel en el secreto que te encomendaron, y tener por otra roca no menos peligrosa que las pasadas descubrir el negocio que de ti se confió.

     En el modo del hablar conviene mirar que no hablemos ni con demasiada blandura ni con demasiada desenvoltura, ni apresuradamente, ni curiosa y pulidamente, sino con gravedad, con reposo, con mansedumbre, con llaneza y simplicidad. A este modo pertenece también no ser el hombre porfiado y cabezudo, y amigo de salir con la suya, porque muchas veces por aquí se pierde la paz de la conciencia, y aun la caridad y la paciencia, y los amigos. De largos y generosos corazones es dejarse vencer en semejantes contiendas, y de prudentes y discretos varones cumplir aquello que nos aconseja el Sabio, diciendo: «En muchas cosas conviene que te hayas como hombre que no sabe, y oye callando y preguntando a los que saben.»

     Lo tercero, conviene mirar, demás del modo, que digamos también las cosas en su tiempo, porque, como dice el Sabio: «De la boca del loco no es bien recibida la palabra sentenciosa, porque no la dice en su tiempo.» Lo último, después de todo esto, conviene mirar el fin y la intención que tenemos cuando hablamos, porque unos hablan cosas buenas por parecer discretos, otros por venderse por agudos y bien hablados, de lo cual lo uno es hipocresía y fingimiento, y lo otro vanidad y locura. Y por esto conviene mirar que no sólo sean las palabras buenas, sino también el fin sea bueno, pretendiendo siempre con purísima intención la gloria de solo Dios y el provecho de nuestros prójimos.

     También conviene, después de todo esto, mirar quién habla, porque hablar mozos donde están viejos, y simples donde están sabios, y seglares en presencia de sacerdotes y religiosos, y finalmente dondequiera que no se recibirá bien lo que se dice, o parecerá presunción decirse, es muy loable y necesaria cosa callar.

     Todos estos puntos y acentos ha de mirar el que habla para que no yerre. Y porque no es de todos mirar todas estas circunstancias, por eso es gran remedio acogerse al puerto del silencio, donde con sólo cuidado y atención de callar cumple el hombre con todas estas observancias y obligaciones. Por lo cual dijo el Sabio que aún el loco, si callase, sería tenido por sabio, y si cerrase sus labios, a muchos parecería discreto.

 
V

De la mortificación de las pasiones

     Concertando desta manera el cuerpo con todos sus sentidos, quédanos ahora la mayor parte deste negocio, que es el concierto del ánima con todas sus potencias. Donde primeramente se nos ofrece el apetito sensitivo, que comprende todos los afectos y movimientos naturales, como son amor, odio, alegría, tristeza, deseo, temor, esperanza, ira y otros semejantes afectos.

     Este apetito es la más baja parte de nuestra ánima, y por consiguiente la que más nos hace semejantes a bestias, las cuales en todo y por todo se rigen por estos apetitos y afectos. Ésta es la que más nos acivila y abate a la tierra, y más nos aparta de las cosas del cielo. Esta es la fuente y el venero de todos cuantos males hay en el mundo, y la que es causa de nuestra perdición, porque, como dice san Bernardo: «Cese la propia voluntad -que son los deseos deste apetito-, y no habrá para quién sea el infierno.» Aquí principalmente está todo el almacén y toda la munición del pecado, porque de aquí toma todos sus filos y aceros para herirnos más agudamente. Ésta es otra nuestra Eva, que es la parte más flaca y más mal inclinada de nuestra ánima, por la cual aquella antigua serpiente acomete a nuestro Adán, que es la parte superior della, donde está el entendimiento y la voluntad, para que quiera poner los ojos en el árbol vedado. Ésta es donde más se descubren y señalan las fuerzas del pecado original, y donde más poderosamente empleó toda la fuerza de su ponzoña. Aquí son las batallas, aquí las caídas, aquí las victorias, aquí las coronas, quiero decir, que aquí son las caídas de los flacos, aquí las victorias de los esforzados, y aquí las coronas de los vencedores, y aquí finalmente toda la milicia y ejercicio de la virtud. Porque en domar estas fieras y enfrenar estas bestias bravas consiste una muy gran parte del ejercicio de las virtudes morales.

     Ésta es la viña que habemos siempre de cavar, ésta la huerta que habemos de escardar, éstas las malas plantas que habemos de arrancar para plantar en su lugar las de las virtudes.

     Pues, según esto, el principal ejercicio del siervo de Dios es andar siempre por esta huerta con un escardillo en la mano, entresacando las malas yerbas de las buenas; o por otra comparación, estar siempre, como el gobernador de un carro, sobre estas pasiones para reprimirlas y regirlas y enderezarlas, unas veces aflojando las riendas, otras recogiéndolas para que no vayan al paso que ellas quisieren, sino al que quiere la ley de la razón.

     Éste es el ejercicio principal de los hijos de Dios, los cuales no se rigen ya por afectos de carne ni sangre, sino por el espíritu de Dios. En esto se diferencian los hombres carnales de los espirituales: que los unos, a manera de bestias brutas, se mueven por estos afectos, y los otros por espíritu de Dios y por razón. Ésta es aquella mortificación y aquella mirra tan alabada en las escrituras sagradas.

     Ésta es la muerte y la sepultura a que tantas veces nos convida el apóstol. Ésta es la cruz y el negamiento de sí mismo que nos predica el evangelio. Esto el hacer juicio y Justicia, que tantas veces nos repiten los salmos y profetas. Y por esto aquí principalmente conviene emplear todos nuestros trabajos, nuestras fuerzas, nuestras oraciones y ejercicios.

     Y particularmente conviene que cada uno tenga muy bien entendida su natural condición y sus inclinaciones, y allí tenga siempre mayor recaudo donde sintiere mayor peligro. Y aunque hayamos de tener siempre guerra con todos nuestros apetitos, pero especialmente la conviene tener con los deseos de honra, de deleites y de bienes temporales, porque éstas son las tres principales fuentes y raíces de todos los males. Miremos también no seamos apetitosos, esto es, muy amigos de que se haga siempre nuestra voluntad y se cumplan todos nuestros apetitos, que es un vicio muy aparejado para grandes desasosiegos y caídas, muy familiar a grandes señores y a todas las personas criadas y habituadas en hacer su voluntad. Para lo cual muchas veces aprovechará ejercitarnos en cosas contrarias a nuestros apetitos, y negar nuestra propia voluntad aun en las cosas lícitas, para que así estemos más diestros y fáciles para negarla en las ilícitas. Porque no menos se requieren estos ensayos y ejercicios para ser diestros en las armas espirituales que en las carnales, sino tanto más cuanto es mayor victoria vencer a sí y vencer demonios que vencer todo lo demás. Debemos también ejercitarnos en oficios humildes y bajos, sin tener cuenta con el decir de las gentes, pues tan poco es lo que el mundo puede dar ni quitar al que tiene a Dios por su tesoro y heredad.

 

VI

De la reformación de la voluntad

     Para alcanzar esta mortificación susodicha, ayuda en grande manera la reformación y ornamento de la voluntad superior, que es el apetito racional, la cual habemos de adornar con estos tres santos afectos, entre otros muchos que para esto sirven, que son humildad de corazón, pobreza de espíritu, y odio santo de sí mismo. Porque estas tres cosas hacen más fácil el negocio de la mortificación. La humildad es, como la define san Bernardo, desprecio de sí mismo, que nace del profundo y verdadero conocimiento de sí mismo. A la cual virtud pertenece desterrar del ánima todos los ramos e hijos de la soberbia, con todos los apetitos y deseos de honra, y ponerse en el más bajo lugar de las criaturas, creyendo que cualquier otra criatura a quien nuestro señor diese los aparejos para bien vivir que ha dado a él, los agradecería mejor y se aprovecharía más dellos que él. Y no basta que tenga el hombre dentro de sí este reconocimiento y desprecio, sino que procure tratarse en lo de fuera lo más llana y húmilmente que le sea posible, según la cualidad de su estado, haciendo poco caso de los juicios y voces del mundo que a esto contradijeren. Para lo cual conviene que todas nuestras cosas den olor de pobreza, bajeza y humildad, sujetándonos por amor de Dios, no sólo a los mayores e iguales, sino también a los menores. La segunda cosa que para esto se requiere es pobreza de espíritu, que es un menosprecio voluntario de las cosas del mundo y un contentamiento con la suerte que Dios nos dio, por muy pobre que sea, la cual corta de un golpe la raíz de todos los males, que es la codicia, y pone al hombre en tanta paz y sosiego de corazón, que osó decir della Séneca estas palabras: «El que tiene cerrada la puerta a los deseos de su codicia, bien puede competir con Júpiter en la felicidad y bienaventuranza», dando a entender que, pues la felicidad del hombre es la hartura de los deseos de su corazón, quien ha llegado a tener sosegados estos deseos, ya ha llegado a la cumbre de la felicidad, o a lo menos tiene alcanzado gran parte della.

     El tercero afecto es el odio santo de sí mismo, de que dice el Salvador: «El que ama su vida, ése la destruye; y el que la aborrece, ése la guarda para la vida eterna.» Lo cual no se entiende del mal odio, como el que tienen los hombres aburridos y desesperados, sino del que tuvieron los santos a su propia carne, como a quien les fue causa de muchos males, y siempre estorbo de muchos bienes, no tratándola conforme a su gusto y apetito, sino conforme a lo que pide la ley de la razón, la cual muchas veces quiere que la traigamos arrastrar da y maltratada y hecha un estropajo del espíritu, para que a costa della se haga lo que conviene a él. Porque de otra manera vendrá a ser lo que dice el Sabio: «El que cría regaladamente a su criado desde su niñez, después le hallará rebelde y contumaz cuando se quiera servir dél.»

     Por donde se nos amonesta en otro lugar que, como a bestia mal domada, le demos de palos y sofrenadas, y la tengamos presa con unas sueltas, y la hagamos trabajar porque no esté ociosa y así se haga soberbia y maliciosa. Pues este santo odio señaladamente aprovecha para el negocio de la mortificación, que es para mortificar y cortar todos nuestros malos deseos, aunque duela, porque de otra manera, ¿cómo será posible herir de agudo y sacar sangre y dar gran golpe en cosa que mucho amamos? Porque el brazo y fortaleza de la mortificación toma las fuerzas emprestadas, no sólo del amor de Dios, sino también del odio santo de sí mismo, y con ellas tiene ánimo, no de piadoso, sino de severo cirujano, para cortar por doquiera que le pide la corrupción de los miembros dañados, sin alguna piedad. Destas tres virtudes susodichas, que son humildad, pobreza de espíritu y odio santo de sí mismo, y así también de la mortificación de muchas pasiones que se trató en el capítulo pasado, como de cosas más principales en la vida espiritual, había mucho más que decir, pero esto quedará para otros lugares, donde estas materias se tratarán más de propósito de lo que conviene a memorial.

 

VII

De la reformación de la imaginación

     Después destas dos potencias apetitivas, hay otras dos -si se sufre decir- cognoscitivas, que son imaginación y entendimiento, las cuales corresponden a las dos precedentes, para que cada cual de los apetitos susodichos tenga su guía y su conocimiento proporcionado. Pues la imaginación, que es la más baja dellas, es una de las potencias de nuestra ánima que más desmandadas quedaron por el pecado y menos sujetas a la razón. De donde nace que muchas veces se nos va de casa, como esclavo fugitivo, sin licencia, y primero ha dado una vuelta al mundo que echemos de ver adónde está. Es también una potencia muy apetitosa y codiciosa de pensar todo cuanto se le pone delante, a manera de los perros golosos, que todo lo andan probando y trastornando, y en todo quieren meter el hocico, y aunque a veces los azoten y echen a palos, siempre se vuelven al regosto. Es también una potencia muy libre y muy cerrera, como una bestia salvaje que se anda de otero en otero, sin querer sufrir sueltas ni cabestro ni dueño que la gobierne.

     Y demás de tener ella de suyo estas malas mañas, hay algunos que acrecientan su malicia con negligencia tratándola como a un hijo regalado, al cual dejan discurrir por todas cuantas cosas quiere sin contradicción. De donde nace que después, cuando la quieren quietar en la consideración de las cosas divinas, no le obedece por el mal hábito que tiene cobrado. Por lo cual conviene que, entendidas las malas mañas desta bestia, le acortemos los pasos y la atemos a un pesebre, que es a la consideración sola de las cosas buenas o necesarias, poniéndole perpetuo silencio en lo demás. De suerte que así como atamos arriba la lengua para que no hablase sino palabras buenas o necesarias, así también atemos la imaginación a buenos y santos pensamientos, cerrando la puerta a todos los otros.

     Para lo cual conviene que haya de nuestra parte grande discreción y vigilancia para examinar cuáles pensamientos debemos admitir y cuáles desechar, para que a los unos recibamos como a amigos, y a los otros desechemos como a enemigos. Porque los que en esto son desproveídos, muchas veces dejan entrar en su ánima cosas que le quitan, no solamente la devoción y el fervor de la caridad, sino también la misma caridad en que está la vida del ánima. Durmióse la portera del rey Isboset, que estaba limpiando el trigo a la puerta de su recámara, y entraron dos ladrones famosos y cortaron la cabeza al rey. Desta manera, pues, cuando se duerme la discreción, que tiene por oficio escoger y apartar la paja del grano -que es el buen pensamiento del malo-, entran tales pensamientos en el ánima, que muchas veces le quitan la vida.

     Y no sólo para conservar esta vida, sino también para el silencio y recogimiento de la oración vale mucho esta diligencia, porque así como la imaginación inquieta y corredora no deja tener oración sosegada, así la recogida y habituada a santos pensamientos fácilmente persevera y se quieta en ellos.

 

VIII

De la reformación del entendimiento

     Después de todas estas partes y potencias del hombre, resta la más alta y más noble de todas, que es el entendimiento, el cual, entre otras virtudes, ha de ser adornado con aquella altísima y rarísima virtud de la prudencia y discreción. Esta virtud en la vida espiritual es lo que los ojos en el cuerpo, lo que el piloto en el navío, lo que el rey en el reino, y lo que el gobernador en el carro, que tiene por oficio llevar las riendas en la mano y guiarlo por donde ha de caminar. Sin esta virtud, la vida espiritual sería toda ciega, desproveída, desconcertada y llena de confusión. Por donde aquel bienaventurado padre Antonio, en un ayuntamiento que tuvo con otros santos monjes, donde se trataba de la excelencia de las virtudes, vino a poner ésta en altísimo lugar, como a guía y maestra de todas las otras. Por donde todos los amadores de la virtud deben señaladamente poner sus ojos en ella, para que así puedan aprovechar más en todas las otras.

     Esta virtud no tiene un oficio solo, sino muchos y diversos, porque no sólo es virtud particular, sino también general, que interviene en los ejercicios de todas las otras virtudes, dando orden en todo lo que conviene. Y según este oficio general, trataremos aquí de algunos actos que a ella pertenecen. Porque, primeramente, a la prudencia pertenece, presupuesta la fe y la caridad, enderezar todas nuestras obras a Dios como a nuestro último fin, examinando sutilmente la Intención que tenemos en las obras que hacemos para ver si buscamos puramente a Dios, o si a nosotros. Porque la naturaleza del amor propio, como dice un doctor, es muy sutil, y en todas las cosas busca a sí mismo, aun en los muy altos ejercicios.

     Prudencia es también saber tratar con los prójimos, para que les aprovechemos y no escandalicemos. Para lo cual conviene prudentemente tomar el pulso a la condición y espíritu de cada uno, y llevarlo por aquellos medios por donde pueda ser mejor encaminado.

     Prudencia es también saber sufrir los defectos de los otros y dar pasada a las flaquezas ajenas, y no querer descarnar las llagas hasta el hueso, acordándose que todas las cosas humanas están compuestas de acto y potencia, esto es, de perfecto e imperfecto, y que no puede dejar de haber infinitas imperfecciones y defectos en la vida, especialmente después de aquella gran caída de la naturaleza por el pecado. De donde, así como dijo Aristóteles que no era de hombre sabio pedir igual certidumbre y averiguación en todas las materias, porque unas se pueden claramente averiguar y otras no, así tampoco es de hombre prudente pedir que todas las cosas humanas estén tan sentadas por nivel, que no haya más que desear, porque unas pueden sufrir esto y otras no. Y el que pusiese pies en pared por hacer violentamente lo contrario, por ventura causaría más daño con los medios que para esto tomase, que provecho con el fin que pretendiese, aunque saliese con él.

     Prudencia es también conocer el hombre a sí mismo y tener muy bien entendido todo lo que hay de sus puertas adentro, conviene saber, todos sus resabios, siniestros apetitos y malas inclinaciones, y finalmente, su poco saber y poca virtud, para que no presuma de sí vanamente, y para que mejor entienda con qué género de enemigos ha de tener guerra continua, hasta acabar de echarlos fuera de la tierra de promisión, que es su ánima, y con cuánta solicitud y atención le conviene velar sobre esto.

     Prudencia es también saber gobernar la lengua conforme a las leyes y circunstancias que arriba dijimos, y entender muy bien lo que se debe hablar y lo que se debe callar, y el tiempo de lo uno y de lo otro, porque, como dice Salomón, «hay tiempo de hablar y tiempo también de callar», pues nos consta que en la mesa y en los convites, y en otras cosas semejantes, con mayor alabanza calla el sabio, que habla.

     Prudencia es no fiarse de todos, ni derramar luego todo su espíritu con el calor de la plática, ni decir luego lo que el hombre siente de las cosas, pues como dice el Sabio: «Todo su espíritu derrama el necio, mas el sabio detiénese y guarda las cosas para adelante.» Mas el que se fía de quien no se debe fiar, siempre vivirá en peligro y será perpetuo esclavo de quien se fió.

     Prudencia es saber el hombre repararse antes de los peligros, y sangrarse en sanidad, y oler desde lejos la guerra que se puede levantar en tales y tales negocios, y repararse primero con oraciones y consideraciones para lo que podrá suceder. Este aviso es del Eclesiástico, que dice: «Antes que venga la enfermedad, apareja la medicina.» Por lo cual, cuando fueres a fiestas, a convites, o a tratar con hombres rijosos y mal acondicionados, o a lugares donde se puede ofrecer alguna ocasión o peligro, siempre debes ir proveído y reparado para lo que podría suceder.

     Prudencia es también saber tratar el cuerpo con discreción y templanza, para que ni lo regalemos ni lo matemos, ni le quitemos lo necesario ni le demos lo superfluo, trayéndolo castigado y no casi muerto, para que ni nos falte en el camino por flaqueza, ni derribe al que va encima con la hartura y abundancia.

     Prudencia es también, y muy grande, saber tomar las ocupaciones por honestas que sean con templanza, para que no ahoguemos el espíritu con el demasiado trabajo, a quien todas las cosas, como dice san Francisco en su Regla, deben servir, y para que de tal manera nos entreguemos a las cosas exteriores, que no perdamos las interiores, y así entendamos en los ejercicios del amor del prójimo, que no perdamos las del amor divino. Porque si los apóstoles, que tanto espíritu y suficiencia tenían para todo, se desembarazaron de algunas cosas menores por no faltar en las mayores, nadie debe presumir tanto de sus fuerzas que piense bastar para todo, pues es cierto que por la mayor parte aprieta poco quien abarca mucho.

     Prudencia es también entender las artes y celadas del enemigo, sus entradas y sus salidas y sus reveses, y no creer a todo espíritu ni dejarse vencer de cualquier figura de bien, pues muchas veces Satanás se transfigura en ángel de luz, y trabaja por engañar siempre a los buenos con especie de bien. Y, por esto, de ningún peligro nos debemos más recatar que de aquel que viene con máscara de virtud. A lo menos es cierto que a los muy determinados en el bien, comúnmente acomete el demonio por esta vía.

     Prudencia es también saber temer y saber acometer, saber cuándo es ganancia perder y cuándo es pérdida ganar, y sobre todo, saber despreciar los juicios y pareceres del mundo, y el decir de las gentes, y los ladridos de los gozques que nunca cesan de ladrar sin propósito, acordándose que está escrito: «Si hiciese caso de agradar a los hombres, no me tendría por siervo de Cristo.» A lo menos esto es cierto, que ninguna mayor locura puede hacer un hombre que regirse por una bestia de tantas cabezas como es el vulgo, que ningún tiento ni consideración tiene en lo que dice. Bien es no escandalizar a nadie, y temer donde hay razón de temer, y bien es no moverse a todos vientos. Pues hallar medio entre estos extremos, oficio es de prudencia singular.

 

IX

De la prudencia en los negocios

     No menos se requiere prudencia para acertar en los negocios y no caer en yerros que después no se puedan curar sin grandes inconvenientes, con que muchas veces se pierde la paz de la conciencia y se perturba la orden de la vida. Para lo cual podrán algún tanto aprovechar los avisos siguientes.

     El primero de los cuales es del Sabio, que dice: «Tus ojos estén siempre atentos a la rectitud, y tus párpados miren primero los pasos que has de dar.» Donde nos aconseja que no nos arrojemos inconsideradamente a las cosas que se han de hacer, sino que ante toda obra preceda maduro consejo y de liberación. Para lo cual hallo ser cinco cosas necesarias. La primera, encomendar a nuestro señor los negocios. La segunda, pensarlos primero muy bien pensados, con toda atención y discreción, mirando no solamente la sustancia de la obra, sino también todas las circunstancias della, porque una sola que falte basta para condenación de todo lo que se hace. Porque aunque sea muy acabada la obra, y muy bien circunstancionada, sólo hacerse sin tiempo basta para poner mácula en ella. La tercera, tomar consejo y tratar con otros lo que se ha de hacer, mas éstos sean pocos y muy escogidos, porque aunque es provechoso oír los pareceres de todos para ventilar la causa, pero la determinación ha de ser de pocos, para no errar en la sentencia. La cuarta, y muy necesaria, es dar tiempo a la deliberación y dejar madurar el consejo por algunos días, porque así como se conocen mejor las personas con la comunicación de muchos días, así también lo hacen los consejos. Muchas veces una persona a las primeras entradas parece uno, y después descubre otro, y así lo hacen a veces los consejos y determinaciones, que lo que a los principios agradaba, después de bien considerado viene a desagradar. La quinta cosa es guardarse de cuatro madrastras que tiene la virtud de la prudencia, que son: precipitación, pasión, obstinación en el propio parecer, y repunta de vanidad. Porque la precipitación no delibera, la pasión ciega, la obstinación cierra la puerta al buen consejo, y la vanidad, doquiera que viene, todo lo tizna.

     A esta misma virtud pertenece huir siempre los extremos y ponerse en el medio, porque la virtud y la verdad huyen siempre de los extremos y ponen su silla en este lugar. Por donde, ni todo lo condenes ni todo lo justifiques, ni todo lo niegues ni todo lo concedas, ni todo lo creas ni todo lo dejes de creer, ni por la culpa de pocos condenes a muchos ni por la santidad de algunos apruebes a todos, sino en todo mira siempre el fiel de la razón y no te dejes llevar del ímpetu de la pasión a los extremos.

     Regla es también de prudencia no mirar a la antigüedad y novedad de las cosas para aprobarlas o condenarlas, porque muchas cosas hay muy acostumbradas y muy malas, y otras hay muy nuevas y muy buenas, y ni la vejez es parte para justificar lo malo ni la novedad lo debe ser para condenar lo bueno, sino en todo y por todo hinca los ojos en los méritos de las cosas y no en los años. Porque el vicio ninguna cosa gana por ser antiguo, sino ser más incurable, y la virtud ninguna cosa pierde por ser nueva, sino ser menos conocida.

     Regla es también de prudencia no engañarse con la figura y apariencia de las cosas para arrojarse luego a dar sentencia sobre ellas, porque ni es oro todo lo que reluce ni bueno todo lo que parece bien, y muchas veces debajo de la miel hay hiel, y debajo de las flores espinas. Acuérdate que dice Aristóteles que algunas veces tiene la mentira más apariencia de verdad que la misma verdad, y así también podrá acaecer que el mal tenga más apariencia de bien que el mismo bien.

     Sobre todo esto, debes asentar en tu corazón que así como la gravedad y peso en las cosas es compañera de la prudencia, así la facilidad y liviandad lo es de la locura. Por lo cual debes estar muy avisado no seas fácil en estas seis cosas, conviene saber:

1 En creer.

2. En conceder.

3. En prometer.

4. En determinar.

5. En conversar livianamente con los hombres.

6. Y mucho menos en la ira.

     Porque en todas estas cosas hay conocido peligro en ser el hombre fácil y ligero para ellas. Porque creer ligeramente es liviandad de corazón, prometer fácilmente es perder la libertad, conceder fácilmente es tener de qué arrepentirse, determinarse fácilmente es ponerse a peligro de errar -como hizo David en la causa de Mifiboset-, facilidad en la conversación es causa de menosprecio, y facilidad en la ira es manifiesto indicio de locura. Porque escrito está que «el hombre que sabe sufrir, sabrá gobernar su vida con mucha prudencia; mas el que no sabe sufrir, no podrá dejar de hacer grandes locuras».

 

X

De algunos medios por donde se alcanza esta virtud

     Para alcanzar esta virtud, entre otros medios, aprovecha mucho la experiencia de los yerros pasados, y también de los acertamientos y buenos sucesos, así propios como ajenos, porque de aquí se toman ordinariamente muchos avisos y reglas de prudencia. Y por la misma razón se dice que la memoria de lo pasado es muy familiar ayudadora y maestra de la prudencia, y que el día presente es discípulo del pasado, pues como dice Salomón, lo que será es lo que fue, y lo que fue es lo que será. Y por esto, por lo pasado podremos juzgar lo presente, y por lo presente lo pasado.

     Mas, sobre todo, ayuda para alcanzar esta virtud la profunda y verdadera humildad de corazón, así como lo que más la impide es la soberbia, porque escrito está que donde está la humildad, ahí está la sabiduría. Y, demás desto, todas las escrituras claman que Dios enseña a los humildes, y que es maestro de los pequeñuelos, y que a ellos comunica sus secretos. Mas, con todo esto, no ha de ser tal la humildad que se rinda a cualesquier pareceres y se deje llevar de todos vientos, porque ésta ya no sería humildad sino instabilidad y flaqueza de corazón. En lo cual quiso proveer el Sabio cuando dijo: «No quieras ser humilde en tu sabiduría», dando a entender que en las verdades que tiene el hombre con justos y católicos fundamentos asentadas ha de ser constante, y no se ha de mover a lumbre de pajas, como hacen algunos flacos, ni dejarse llevar de cualesquier pareceres.

     Lo último que ayuda a alcanzar esta virtud es la humilde y devota oración, porque, como uno de los principales oficios del Espíritu Santo sea alumbrar el entendimiento con el don de la ciencia, sabiduría, consejo y entendimiento, cuanto el hombre con mayor devoción y humildad se presentare delante dél con corazón de discípulo y de niño, tanto será más claramente enseñado y lleno destos dones celestiales.

     Mucho nos habemos alargado en tratar desta virtud, porque como ella sea la guía de todas las otras, era necesario procurar que la guía no fuese ciega, porque no quedase a oscuras y sin ojos todo el cuerpo de las virtudes. Y porque todo esto sirve para justificar y ordenar el hombre para consigo mismo, que es la primera parte de justicia que arriba pusimos, será bien que digamos ya, de la segunda, qué nos ordena para con el prójimo.