Infidelidades en la Iglesia
Autor: José María Iraburu
Capítulo 4: Inhibición
Ese vigor de Cristo, de los apóstoles y de los
santos para proclamar la verdad, denunciar el error e impugnar a los maestros
del error –y en general para gobernar la Iglesia–, aparece hoy sumamente
debilitado. ¿Cuáles son las causas?
La autoridad pastoral
Un Prelado en la Iglesia puede inhibir el ejercicio de su autoridad pastoral por
falta de fe en su propia autoridad apostólica o, lo que viene a ser lo mismo,
por asimilación de los errores mundanos, que en nuestro tiempo, vienen a ser los
errores protestantes y liberales.
Los Pastores que, de hecho, hoy no tienen autoridad para frenar herejías e
impedir sacrilegios son aquellos que han asimilado el pensamiento mundano sobre
la autoridad. Basta leer la grandes encíclicas de la Iglesia sobre la autoridad
–por ejemplo, de León XIII, Diuturnum illud (1881), Immortale Dei (1885),
Libertas (1888)–, y otros documentos que impugnaron la devaluación de la
autoridad iniciada en la Reforma protestante y consumada en el liberalismo, para
advertir que los errores descritos en esos documentos son justamente los que hoy
están obrando, y que las grandes calamidades anunciadas en aquellos textos, a
causa de la inhibición de las autoridades, son las que hoy padecemos.
Por eso, actualmente, en la Iglesia, una de las mayores urgencias es reafirmar
la fe en la autoridad, y concretamente en la autoridad pastoral.
La autoridad de Dios es la fuerza providencial amorosa e inteligente que todo lo
acrecienta con su dirección e impulso. La misma palabra auctoritas deriva de
auctor, creador, promotor, y de augere, acrecentar, suscitar un progreso. Dios,
evidentemente, es el Autor por excelencia, la Autoridad suprema, porque es el
creador y dinamizador perenne del universo. Y sabemos que Dios ha constituido a
Cristo como Señor del universo, y le ha dado todo poder en el cielo y en la
tierra.
De Cristo, pues, proceden ahora todas las autoridades creadas: padres, maestros,
gobernantes civiles y, por supuesto, pastores de la Iglesia, que, «enviados» por
Él, han sido constituidos por el Espíritu Santo «para pastorear la Iglesia de
Dios» (Hch 20,28).
Por tanto, en la Iglesia, la autoridad pastoral es una fuerza espiritual
necesaria, acrecentadora, estimulante, unificadora, fuente de inmensos bienes, y
su inhibición es la causa de los peores males. «Herido el pastor» –o al menos
paralizado y sujeto–, «se dispersan las ovejas del rebaño» (Zac 13,7; Mt 26,31).
San Juan de Ávila, en 1561: «ordenanza es de Dios que el pueblo esté colgado, en
lo que toca a su daño o provecho, de la diligencia y cuidado del estado
eclesiástico... Qualis rector civitatis, tales habitantes in ea» (Memorial al
Conc. de Trento II,8).
Por otra parte, si queremos conocer «cómo» debe ser hoy el ejercicio de la
autoridad pastoral en la Iglesia debemos tener en cuenta los modos vigentes de
la autoridad en el mundo secular, pero el modelo decisivo hemos de buscarlo no
en el mundo, sino en la Biblia y en la Tradición católica. Hemos de mirar cómo
ejercen la autoridad pastoral Cristo, Pablo, el Crisóstomo, Borromeo, Mogrovejo,
Ezequiel Moreno y tantos otros pastores santos, que Dios nos propone como
ejemplos que debemos seguir.
Y también, por otra parte, para discernir esos modos convenientes para el buen
ejercicio de la autoridad pastoral, han de ser conocidas y obedecidas las leyes
de la Iglesia sobre los Pastores. Desde luego, fueron leyes establecidas para
ser cumplidas.
La voz de la Escritura y de la Tradición dice al Obispo: «predica la Palabra,
insiste a tiempo y a destiempo, corrige, reprende, exhorta con toda paciencia y
doctrina, pues vendrá un tiempo en que no sufrirán la sana doctrina, sino que,
deseosos de novedades, se amontonarán maestros conformes a sus pasiones, y
apartarán los oídos de la verdad para volverlos a las fábulas. Pero tú mantente
vigilante en todo, soporta los padecimientos, haz obra de evangelizador, cumple
tu ministerio» (2Tim 4,1-5).
Podrán y deberán cambiar los modos de la autoridad apostólica según tiempos y
culturas, pero el ejercicio del gobierno pastoral, un ejercicio solícito y
abnegado, fuerte, paciente y eficaz, ha de configurarse ante todo según la
Escritura y la tradición unánime de la Iglesia, no según el estilo del mundo,
sea éste autoritario y prepotente, o sea liberal y permisivo.
El catolicismo mundano –liberal, socialista, democristiano, liberacionista,
etc.– considera como un axioma que la Iglesia tanto más se renueva cuanto más se
mundaniza; y tanto más atrayente resulta al mundo, cuanto más se seculariza, es
decir, cuanto más lastre suelta de la tradición católica. Ese falso principio,
concretamente si lo aplicamos a los modos de la autoridad pastoral, se viene
abajo en cuanto es examinado con atención.
El cristianismo mundanizado estima hoy, en Occidente, que los Obispos deben
asemejar sus modos de gobierno pastoral lo más posible a los usos democráticos
vigentes. El cristianismo tradicional, por el contrario, estima que los Obispos,
en todo, también en los modos de ejercitar su autoridad sagrada, deben imitar
fielmente y sin miedo a Jesucristo, el Buen Pastor, a los apóstoles y a los
pastores santos, canonizados y puestos por la Iglesia como ejemplos permanentes.
Del mismo modo, aquellos Obispos que, en tiempos de autoritarismo civil extremo,
se asemejan a los príncipes absolutos, se alejan tanto del ideal evangélico como
aquellos otros Obispos que, en tiempos de democratismo igualitario, se asemejan
a los políticos permisivos y oportunistas. Sencillamente, unos y otros Pastores,
al mundanizarse, falsifican lamentablemente la originalidad maravillosa de la
autoridad pastoral, que ha de ser entendida a la luz de Cristo, el Buen Pastor,
y que es a un tiempo fuerte y suave. En un caso y en otro, el principio mundano,
configurando una realidad cristiana, la desvirtúa y falsifica.
La tentación principal de los Pastores sagrados de hoy no es precisamente el
autoritarismo excesivo, sino el laisser faire de tantos políticos actuales, que
más que el bien común del pueblo, buscan su triunfo personal, ser populares.
Pero la norma del Apóstol es la contraria: «si todavía tratara yo de agradar a
los hombres, ya no sería siervo de Cristo» (Gál 1,10).
Cuántos son hoy los Obispos, párrocos, superiores religiosos, padres de familia,
maestros y profesores que, prácticamente, no ejercitan la autoridad que les es
propia, la que Cristo y los santos han enseñado de palabra y de obra, la que
está dispuesta por las leyes canónicas sobre el ministerios pastoral, pues han
asimilado mucho más hondamente la visión liberal y modernista de la autoridad,
hoy vigente.
Son por eso incapaces –y lo son a veces en conciencia– de tomar decisiones
impopulares; pretenden ante todo –«por el bien de la Iglesia»– ser estimados y
respetados, no solo entre los cristianos, sino también entre los mundanos;
toleran lo absolutamente intolerable; no combaten a veces herejías, si éstas han
arraigado en una amplia mayoría; ni tampoco impiden eficazmente sacrilegios,
cuando éstos aparecen como usos generalizados e inamovibles. Si alguna vez les
denunciamos algún mal muy grave, que exige urgente remedio, quizá nos den buenas
palabras; pero muchas veces acierta quien nos dice: «No te hagas ilusiones. No
va a hacer nada». Así es. Y el mal escandaloso permanece intacto.
Con estas prudencias buscan equidistancias centristas entre los mantenedores de
la verdad y los seguidores del error –centristas en el mejor de los casos,
porque no pocas veces se muestran duramente autoritarios con los hijos de la luz
y liberalmente permisivos con los hijos de las tinieblas–.
En fin, cuando los Pastores no ejercitan suficientemente su autoridad
apostólica, necesariamente se producen grandes daños en la vida de la Iglesia,
pues están resistiendo la autoridad del Señor: no le dejan a Cristo guiar,
corregir, conducir a su Iglesia. No dejan que la fuerza vivificante de Cristo
Pastor acreciente a su Iglesia, guardándola en la unidad y en la santidad.
Merece la pena recordar en todo esto a San Juan de Ávila (1500-1569), que vive
en plenos años de la plaga luterana. En sus Memoriales al Concilio de Trento
atribuye principalmente los males que sufre la Iglesia a la inhibición de los
Obispos, que no estuvieron a la altura de las circunstancias. No supieron ver,
ni fueron capaces de actuar debidamente en aquellos «tiempos recios», según lo
necesitaba el pueblo fiel.
«Juntose con la negligencia de los pastores, el engaño de falsos profetas»
(1561: Memorial II, 9), pues «así como, por la bondad divinal, nunca en la
Iglesia han faltado prelados que, con mérito propio y mucho provecho de las
ovejas, hayan ejercitado su oficio, así también, permitiéndolo su justicia por
nuestros pecados, ha habido, y en mayor número, pastores negligentes, y hase
seguido la perdición de las ovejas...
«Y la suma verdad, que es Dios, cuyo testimonio es irrefragable, afirma haber
venido todo este mal por no haber pastor que hubiese curado y cuidado lo que
tocaba a la necesidad y provecho de sus ovejas» (10).
«...los malos prelados quedaron flacos para ejercitar la guerra espiritual,
quedaron también estériles para engendrar y criar para Dios hijos
espirituales... No se preciaron ni se quisieron poner a ser capitanes en la
guerra de Dios y atalayas» (11).
«...hase juntado en la Iglesia, con la culpa de los negligentes pastores, el
engaño de los falsos profetas, que son falsos enseñadores... Porque de estos
tales escalones se suelen los hombres hacer malamente libres y desacatados a
nuestra madre la Iglesia, y de allí vienen a descreerla del todo» (12).
«No nos maravillemos, pues, que tanta gente haya perdido la fe en nuestros
tiempos, pues que, faltando diligentes pastores y legítimos ministros de Dios
que apacentasen el pueblo con tal doctrina que fuese luz... y fuese
mantenimiento de mucha substancia, y le fuese armas para pelear, y en fin, que
lo fundase bien en la fe y encendiese con fuego de amor divinal, aun hasta poner
la vida por la confesión de la fe y obediencia de la ley de Dios» (17).
¿Cómo tantos errores y males pudieron entonces generalizarse entre los católicos
sino a causa de falsos profetas? ¿Cómo no se dió la alarma a su tiempo para
prevenir tan grandes pérdidas?
«Cosa es de dolor cómo no hubo en la Iglesia atalayas... que diesen voces y
avisasen al pueblo de Dios este terrible castigo... para que se apercibiesen con
penitencia y enmienda, y evitasen tan grandísimo mal» (34).
Llegados a este punto, también el Maestro de Ávila pide al Papa –Pío IV, en los
años de este escrito– que hable y actúe con más fuerza:
«Y entre todos los que esto deben sentir, es el primero y más principal el
supremo pastor de la Iglesia. Pues lo es en el poder, razón es que, como
principal atalaya de toda la Iglesia, dé más altas voces para despertar al
pueblo cristiano, avisándole del peligro que tiene presente y del que es razón
temer que les puede venir» (41).
No deja de señalar tampoco en su Memorial al Concilio la necesidad de elegir
obispos capaces de encabezar las guerras de Cristo:
En adelante no sea «elegido a dignidad obispal persona que no sea suficiente
para ser capitán del ejército de Dios, meneando la espada de su palabra contra
los errores y contra los vicios, y que pueda engendrar hijos espirituales a
Dios... Mírese que la guerra que está movida contra la Iglesia está recia y muy
trabada y muchos de los nuestros han sido vencidos en ella; y, según parece,
todavía la victoria de los enemigos hace su curso» (42).
La corrección es uno de los actos más enérgicos de la autoridad, pues, ya en
principio, contraría una voluntad opuesta. Por eso quien no está firme en la fe
en la autoridad podrá ejercitar ésta en dirigir, coordinar, organizar, exhortar,
etc., ya que éstas son funciones pastorales que no tienen por qué, en principio,
enfrentar voluntades contrarias. Pero la corrección sí tiene que enfrentarlas.
Por eso decimos que es la más ardua acción del ministerio pastoral.
Ahora bien, si se debilita en los Pastores la auctoritas apostólica que han
recibido de Cristo, no ejercitan suficientemente la corrección pastoral, y
entonces se multiplican indeciblemente los errores doctrinales, las divisiones y
los abusos disciplinares, hasta que el mismo sacrilegio llega a generalizarse en
algunas cuestiones. Y el rebaño se dispersa.
La relajación de la ley eclesiástica
Como es sabido, según Lutero, no hay en el mundo cristiano espacio para la ley.
Toda ley eclesiástica falsifica y judaíza el cristianismo, poniendo la salvación
no en la gracia, sino en las obras de la ley. Sola gratia. Tres siglos más
tarde, con ésas y otras raíces mentales, el liberalismo hace que ese mismo
espíritu anómico venga a hacerse cultura general, afirmando la primacía de la
conciencia, del individuo y de la subjetividad.
Pues bien, la majestad de la ley eclesial, fundada en el señorío universal de
Jesucristo, vendrá hoy a relajarse allí donde el espíritu protestante y liberal
afecte a los Pastores y a los fieles, pues disminuye en aquéllos el sentido de
la autoridad, y en éstos el aprecio por la obediencia eclesial. Las leyes de la
Iglesia quedan así en nada.
Pablo VI señala: «no ignoramos que existen numerosos y funestos prejuicios
contra el derecho canónico. Muchos, en efecto, al exaltar la libertad, la
caridad, los derechos de la persona humana, la condición carismática de la
Iglesia, critican exasperadamente las instituciones canónicas y quieren
minimizarlas, rechazarlas e incluso destruirlas» (14-XII-1973). Diez años más
tarde, Juan Pablo II, al promulgar el nuevo Código de Derecho Canónico, reafirma
la grandeza sagrada de las leyes canónicas, comprobando en «la historia ya
bimilenaria de la Iglesia la existencia de una ininterrumpida tradición
canónica» (3-II-1983).
La debilitación actual de la ley en la Iglesia es una enfermedad muy extendida,
una epidemia, llega a ser a veces una criptoherejía. Podemos demostrarlo con
algunos ejemplos.
–La celebración de la Eucaristía, el centro vivo y vivificante más sagrado de la
Iglesia, ha de atenerse a las normas litúrgicas, sin que nadie pueda «añadir,
quitar o cambiar» los modos prescritos (Vat.II, SC 22).
Sin embargo, muchos abusos en las celebraciones duran sin que sean sancionados
quienes los cometen, y por eso precisamente perduran y acaban a veces por
hacerse costumbre en ciertos lugares. Los abusos son a veces gravísimos –como
cambiar la fórmula de la consagración–, otras veces no son tan graves –como
suprimir la bendición final, cambiándola en mera oración: «el Señor nos
bendiga»–.
En todo caso, siempre son graves, pues siempre manifiestan un orgulloso
desprecio de la norma universal católica. Y «el que es infiel en lo pequeño,
también es infiel en lo grande» (Lc 16,10). La Congregación del Culto divino y
de la disciplina de los Sacramentos ha publicado sobre estos abusos una
instrucción (Redemptionis sacramentum 25-III-2004), pero resultará en buena
medida ineficaz si los abusos se siguen cometiendo en habitual impunidad.
–La obligación de participar en la Misa los domingos y días festivos de precepto
es una ley canónica (Código 1247),
pero en muchas partes de la Iglesia ese precepto ni se enseña en la catequesis,
ni se urge en la predicación; incluso se predica y enseña que nada debe hacerse
en la vida cristiana por obligación. Y consecuentemente, la inmensa mayoría de
los bautizados desobedece el más importante precepto eclesial, aun cuando
pudiera cumplirlo. Ignoran así las palabras de Cristo: «si no coméis mi carne...
no tendréis vida en vosotros» (Jn 53). Y alejados así durante años de la
Eucaristía, no tienen en tal materia conciencia de pecado. Quizá creen posible
la vida cristiana sin unirse a Cristo en la Eucaristía.
–La confesión individual es en la Ley de la Iglesia el modo único ordinario de
celebrar el sacramento de la penitencia (c. 960).
Pero en algunas Iglesias locales la absolución colectiva se ha generalizado, sin
guardar las condiciones requeridas para la validez del sacramento (c. 961-963).
Este abuso grave en materia sacramental es un sacrilegio, sin duda, pues
sacrilegio es «profanar o tratar indignamente los sacramentos», y «es un pecado
grave» (Catecismo 2120).
Pero si los Pastores no tienen fuerza de autoridad apostólica para corregir a
quienes los cometen, sancionándolos, si fuera preciso, con la suspensión de su
ministerio, la situación sacrílega se hace crónica. Como si fuera inevitable.
Queda entonces claro entre sacerdotes y fieles que está permitida esa práctica:
se puede hacer sin que sobrevenga ninguna sanción, luego «se puede hacer».
–Los Obispos están obligados por la ley canónica a «castigar con una pena justa
a quien enseña una doctrina condenada por el Romano Pontífice o por un Concilio
Ecuménico», etc. (c. 1371).
Pero muchos profesores católicos, que incurren en ese pecado y delito, no
reciben sanción alguna; e incluso no pocas veces son promovidos a altos
ministerios académicos y pastorales.
–El traje eclesiástico está ordenado por la ley canónica de la Iglesia (c. 284).
Esta ley eclesial (Código de Derecho Canónico 1983) es reafirmada y argumentada
con cierta amplitud en el Directorio para el ministerio y la vida de los
presbíteros (Congreg. del clero 1994; n. 66).
Pero tal norma eclesial es en no pocas Iglesias ampliamente desobedecida. Es
desobedecida, por supuesto, allí donde «se puede» hacerlo sin ninguna corrección
o sanción de parte del Obispo. Más aún: allí donde el señor Obispo elige para
las más altas responsabilidades de la diócesis a sacerdotes que visten como
laicos, esa ley universal es, prácticamente, derogada en esa Iglesia local. Y en
poco tiempo la gran mayoría de los sacerdotes seguirá «el ejemplo», casi la
orden, recibida, aunque sea en modo tácito, desde arriba.
En fin, podrían multiplicarse los ejemplos aducidos: el lugar del latín en la
liturgia y en los Seminarios (Vaticano II, Sacrosanctum Concilium 36; Optatam
totius 13), la valoración del «magisterio de Santo Tomás» en los estudios
eclesiásticos (ib. 16; Código c.252,3), etc.
Pero todos ellos nos llevan a una misma conclusión: al parecer, se ha
generalizado la convicción de que la ley eclesiástica no obliga en conciencia;
es decir, es una ley meramente orientativa, pero no preceptiva. Según esto, las
leyes se transforman en consejos. E incluso en consejos frecuentemente
inoportunos. De este modo, no se le deja a nuestro Señor Jesucristo dar a su
Iglesia leyes que obliguen en conciencia. Solo se le permite legislar en forma
orientativa, pero no preceptiva. Y esto es una gran vergüenza, un grave
escándalo.
En aquellas Iglesias en las que la anomía se generaliza y en cierto modo se
impone, al modo de la eclesiología protestante, se dará la curiosa situación de
que los Obispos, sacerdotes y los laicos que obedecen las leyes de la Iglesia
quedarán marginados, como rígidos legalistas, exagerados y fanáticos.
Que en la Iglesia se dé esa persecución contra los cristianos fieles a las
normas de la Iglesia es también una gran vergüenza. Hay que decirlo
abiertamente.
El valor de las leyes de la Iglesia está hoy muy ignorado y negado. Prevalece
Lutero y el liberalismo, y se rompe con la tradición católica y los cánones
conciliares de la Iglesia. Hay, pues, que restaurar la disciplina eclesial.
Recordemos solo aquel antiguo ejemplo que daba el Cardenal-Arzobispo de
Washington cuando la rebeldía contra la Humanæ vitæ en su diócesis: «Tras varios
avisos, el arzobispo local, el cardenal Patrick O’Boyle, sancionó a diecinueve
sacerdotes. Las penas impuestas por el cardenal O’Boyle variaron de sacerdote a
sacerdote, pero incluían la suspensión del ministerio en varios casos».
Ésa es la eclesiología católica verdadera, la tradicional, la expresada en
muchos Concilios y cánones, la actualmente vigente: la que reconoce la
obligación grave de los sacerdotes de obedecer la doctrina y disciplina de la
Iglesia en parroquias y cátedras; y la que ejercita el deber de sancionar a
quienes resisten grave y pertinazmente la autoridad eclesial. «Al sectario,
después de una y otra amonestación, recházalo» (Tit 3,10).
Un tiempo de tolerancia pudo ser oportuno en su momento –Dios lo sabe–, pero no
puede establecerse crónicamente en la Iglesia, si ésta quiere seguir siendo una,
apostólica y católica.
El horror a la cruz
Siempre es imposible, y más hoy, ejercitar la Autoridad pastoral sin
sufrimientos. Especialmente arduo es, como hemos señalado, el ministerio
pastoral de la corrección.
Pues bien, los Pastores que no tomen la cruz diaria de su ministerio,
cumpliéndolo en todos sus aspectos –también en aquéllos que puedan ser
desagradables–, no podrán seguir al Buen Pastor, que da la vida por sus ovejas.
Amarán más su propia gloria, que la de Dios (Jn 8,50; 12,43), y evitarán
cualquier medida pastoral que pueda acarrearles disgustos o desprestigio. Ahora
bien, cuando inhiben su autoridad pastoral, resisten la autoridad de Cristo, no
le dejan que gobierne su Iglesia a través de ellos, y no aceptan la persecución
anunciada (Jn 15,18ss). Se avergüenzan, pues, del Evangelio de nuestro Señor
Jesucristo, evitan su cruz. Y todo esto lo hacen como si de este modo procurasen
mejor el bien común de la Iglesia local que presiden. Ven su deserción del
martirio como prudencia pastoral y benignidad paciente y humilde.
Son, pues, «enemigos de la Cruz de Cristo» (Flp 3,18), que de ningún modo están
dispuestos a «perder la propia vida» (Lc 9,23-24), sufriendo por el nombre de
Jesús y por la salvación de los hombres.
Y así es como el rebaño se dispersa, y la Iglesia se acaba en un lugar. Escribe
San Juan de Ávila:
«Ánimo determinado es menester para subir en la cruz desnudo de todas las
aficiones, como el Señor lo hizo... Mas, si hubiere él tal ánimo y se ofreciere
el vicario de Cristo [el Obispo, el párroco] “ofreciendo su vida en sacrificio
por el pecado”, será consolado y pagado con lo que su Señor lo fue, y “tendrá
posteridad y vivirá largos días” (Is 53,10). Atrévase a morir debajo la tierra,
como grano de trigo, “no buscando su conveniencia, sino la de todos, para que se
salven” (1Cor 10,33)... De este corazón, aunque uno, nacerán innumerables
corazones, que se ofrecerán a Dios, tras él y con él, mortificados a sí mismos y
vivos a Dios. ¿Quién habrá que no siga al vicario de Cristo viendo que él sigue
a Cristo?» (Memorial II, 41; van traducidas las citas bíblicas que este autor
hace en latín).
Aquí está la clave para superar la terrible crisis de vocaciones.
El semipelagianismo
La inhibición de la autoridad pastoral, que debilita ciertas Iglesias locales y
que amenaza con acabarlas, no siempre indica miedo de los Pastores a la Cruz y
una actitud oportunista, elegida según la prudencia de la carne. No. A veces se
da en los Pastores por una mala doctrina, concretamente por el error
semipelagiano, que, sobre todo a partir del molinismo, desde hace cuatro siglos,
ha ido creciendo tanto en la Iglesia católica. Recordemos brevemente la doctrina
católica y la semipelagiana:
–Los católicos fieles a la doctrina católica de la gracia, como discípulos
humildes de Jesús, saben que todo el bien es causado por la gracia de Dios, y
que el hombre colabora en la producción de ese bien dejándose mover libremente
por la moción de la gracia, es decir, dejando que su energía sea activada por la
energía de la gracia divina. Dios y el hombre se unen, pues, en la producción de
la obra buena como causas subordinadas, en la que la principal es Dios y la
instrumental y secundaria el hombre. Por eso, los católicos, al combatir el mal
y promover el bien bajo la acción de la gracia, no temen verse marginados,
encarcelados o muertos. No temen ver disminuida o quebrada la «parte humana». No
temen nada, y solo esperan bienes de esa incondicional fidelidad a la moción de
Dios. Lo único que temen es ser infieles a la voluntad divina, aun en el caso de
que ésta les lleve, como a Cristo, a la Cruz.
En esta visión católica de la gracia, llegada la persecución en el ejercicio de
la Autoridad apostólica, ni se les pasa por la mente a los Obispos y párrocos
pensar que la fidelidad martirial, que puede traerles marginaciones,
empobrecimientos y desprestigios sociales, va a frenar la causa del Reino en
este mundo. Todo lo contrario: están seguros de que la docilidad incondicional a
la gracia de Dios es lo más fecundo para la evangelización del mundo. Están,
pues, siempre prontos para el martirio.
–El cristiano voluntarista, pelagiano o semipelagiano, por el contrario, ignora
la primacía de la gracia, y piensa que la obra buena, en definitiva, procede de
la fuerza del hombre (pelagianismo: s.IV-V); o a lo más que procede «en parte»
de Dios y «en parte» del hombre (semipelagianismo: s.V-VI). Son éstas dos
herejías hoy muy vivas. La primera, más burda, niega la gracia. La segunda, más
sutil, la devalúa. Aquí nos fijaremos sobre todo en ésta. Según ella, Dios y el
hombre se unen como causas coordinadas para producir la obra buena, la cual
procede en «parte de Dios» y en «parte del hombre».
Lógicamente, en esta perspectiva voluntarista, los cristianos semipelagianos,
tratando de proteger la parte suya humana, no quieren perder la propia vida o
ver disminuída su fuerza y prestigio. Es decir, rehuyen el martirio en
conciencia –en conciencia semipelagiana, se entiende–.
Más aún, estos cristianos, estiman imposible que Dios quiera hacer unos bienes
que puedan exigir en los fieles sufrimientos, persecución o muerte. Dios «no
puede querer» en ninguna circunstancia que el hombre «se arranque el ojo, la
mano o el pie», pues esta disminución de la parte humana debilitaría
necesariamente la misma obra de Dios, tanto en los esfuerzos ascéticos como en
las empresas apostólicas.
En consecuencia, rehuyen el martirio como sea, en principio, en conciencia, con
buena conciencia. Y procuran también con el mismo solícito empeño ahorrar el
martirio a los fieles cristianos. En suma, pelagianos y semipelagianos, y tantos
otros que les son próximos, rehuyen sistemáticamente el martirio. Y eso,
necesariamente, les hace infieles y estériles. Y tristes.
Tratan por todos los medios de estar bien situados y considerados en el mundo;
procuran, haciéndose cómplices activos o pasivos, estar a bien con los medios de
comunicación, con los intelectuales y políticos, con cualquiera de los poderosos
del mundo presente. Así, de este modo, estiman que podrán servir mejor a Dios en
la vida presente. «Salvando su vida» en este mundo, evitando cautelosamente
persecuciones, esperan conseguir que su «parte» humana colabore mejor y más
eficazmente con la «parte» de Dios en la salvación del mundo.
Igualmente la Iglesia, en su conjunto, según esta visión pastoral, debe evitar
cualquier enfrentamiento con el mundo, debe eludir cuidadosamente toda actitud
que pueda desprestigiarla o marginarla ante los mundanos, o dar ocasión a
persecuciones, pues una Iglesia debilitada y mártir no podrá en modo alguno
servir en el siglo presente la causa del Reino.
La Iglesia, y cada cristiano, según esto, deben evitar por todos los medios las
trágicas miserias y disminuciones que trae consigo el martirio en este mundo.
Deben evitarlas por amor a Cristo, por amor a los hombres. El martirio de un
cristiano o de la Iglesia es algo pésimo: es una pérdida de influjo social, de
posibilidad de acción, de imagen atrayente; es una miseria, sin gracia ni
ventaja alguna. El martirio es malo incluso para la salud...
La Iglesia voluntarista, cuando se ve en el mundo en el trance del Bautista,
medita y decide: «no le diré la verdad al rey, pues si lo hago, me cortará la
cabeza, y no podré seguir evangelizando». Por el contrario, la Iglesia
verdaderamente católica, sabiendo que la salvación del mundo la realiza Dios,
dice y hace la verdad sin miedo a verse pobre y marginada. Y entonces es cuando,
sufriendo persecución, evangeliza al mundo.
La evitación sistemática del martirio es la estrategia que desde el siglo XIX
vienen propugnando y practicando los católicos liberales –todos ellos pelagianos
o semipelagianos–. Buscan la conciliación del cristianismo con el mundo, primero
como hipótesis prudencial, para evitar males mayores; después ya como tesis
positiva, viniendo a estimar que esa conciliación es clave imprescindible para
evangelizar el mundo: está exigida, según ellos, por «la ley de la encarnación».
Donde así están las ideas, los cristianos van llegando poco a poco a un
entendimiento con el mundo de su tiempo que llega a ser cordial. Y la acción
política y cultural cristiana se va reduciendo hasta cesar por completo.
Entonces, los que se decían llamados a impregnar todas las realidades del mundo
con el Evangelio, se ven totalmente mundanizados en pensamientos y conductas (cf.
J. M. Iraburu, El martirio... 107-109; De Cristo o del mundo, ib. 137).
En fin, únicamente los Pastores católicos, «perdiendo la propia vida», pueden
inscribirse, llegado el caso, en el glorioso y fecundísimo gremio de los
mártires. Uniéndose al Crucificado, se configuran al Resucitado, y así dan fruto
espiritual entre sus fieles. Es el único modo.
Débil fe en el Magisterio apostólico
Un Pastor de la Iglesia, en ciertos sociedades maleadas, se juega ciertamente la
popularidad y la humana capacidad de acción si se adhiere con certeza a la
verdad católica y a la disciplina sagrada. Pero si en esto duda y retrocede, se
ve completamente debilitado. Teme quedarse solo, desprestigiado ante el mundo, o
incluso desautorizado por la misma Iglesia. Piensa que, viéndose disminuido en
su «parte humana», perderá mucho de su fuerza para servir al Reino de Dios en el
mundo. Y se dirá:
«Tantas cosas en la doctrina y en la disciplina de la Iglesia han cambiado...
Hoy la Iglesia enseña tantas veces lo que combatió ayer, y en tantas cuestiones
permite o manda lo que ayer prohibió... Cuidado, pues. No sea que hoy luchemos
en contra de lo que mañana vamos a aceptar. En la duda, callar, inhibirse».
El Cardenal Heenan, pocos años después del Concilio, reconocía el encogimiento
progresivo de los Obispos en su magisterio y gobierno pastoral. Extractamos:
«No es un secreto que, con frecuencia, los teólogos tienen hoy, ciertamente,
menos respeto por una Encíclica papal que por un artículo publicado en [la
revista] “Concilium”. El magisterio mismo está siendo ejercitado con menos
confianza por quienes tienen la autoridad. Una teoría, por insólita y débil que
sea, muy difícilmente será condenada por el Obispo o la Jerarquía local. Pablo
VI, en una audiencia, ha lamentado la deslealtad y la desobediencia de muchos
que hablan y enseñan en nombre de la Iglesia Católica. Una y otra vez el Papa
llama la atención sobre los peligros de las innovaciones teológicas. Pero
ninguna otra autoridad sigue su ejemplo. El Papa va quedando como voz solitaria.
Desde fines del Concilio, el Episcopado de todo el mundo raramente se hace eco
de las llamadas angustiadas del Obispo de Roma. Magisterio, y lo mismo
Jerarquía, han llegado a hacerse palabras desagradables.
Por eso quizá pocos Obispos están dispuestos a arriesgarse a la impopularidad
ejercitando el magisterio. En el pasado, es cierto, con demasiada frecuencia, el
magisterio ha servido más para condenar que para guiar. Actualmente, fuera de
Roma, el magisterio se ha ido haciendo tan inseguro de sí mismo que ya no
intenta casi ni siquiera guiar. Peligrosos escritos actuales sobre el ecumenismo
y sobre la Eucaristía no incurren en censuras episcopales», etc. («L’Osservatore
Romano» 28-IV-1968).
Débil fe en la razón
Cuando se debilita la fe en el Magisterio apostólico, fácilmente se deteriora
también la misma fe en la razón humana. Por eso aquí –al buscar las causas que
debilitan la autoridad pastoral– habrá que aludir también a los errores del
agnosticismo filosófico y teológico, asimilados muchas veces inconscientemente
del ambiente intelectual predominante.
Se estima así que la realidad no ha de concebirse como un orden dado de
naturalezas, que al ser conocidas dan nacimiento a unas verdades estables. No es
posible considerar al mundo como algo totalmente objetivo, cuando realmente es
una construcción más bien subjetiva y relativa al dinamismo histórico. Ni
siquiera la naturaleza humana puede decirse siempre la misma en todo tiempo y
lugar. Por eso nunca en la búsqueda de la verdad podemos llegar más allá de una
aproximación. Nunca la mente humana, y menos el lenguaje humano, puede captar la
verdad de las cosas con fórmulas objetivamente válidas para todos los siglos.
Como se ve, así piensa el pensamiento débil, tan frecuente hoy. Y tan falso.
Los Pastores, Obispos y presbíteros, de poca fe en su propio magisterio, y más o
menos afectados por estas enfermedades intelectuales, generalizadas en el campo
protestante y en el mundo secular, son incapaces de enseñar y de gobernar con
autoridad apostólica al pueblo de Dios. Para ello habrían de tener una gran
firmeza en las convicciones de la fe y de la razón; y ellos no la tienen.
Algunos hay incluso que alardean de no tener esas certezas. Se consideran mentes
abiertas.
Ecumenismo externo e interno
El tratamiento complaciente recibido por los católicos disidentes tiene, sin
duda, buena parte de su explicación en la evolución concreta del movimiento
ecuménico.
Recordaremos, pues, de éste algunas fechas significativas.
1864. El Beato Pío IX, un siglo antes del Vaticano II, advierte contra un error
que ya por entonces se ha difundido:
«El protestantismo no es otra cosa que una forma diversa de la misma verdadera
religión cristiana y en él, lo mismo que en la Iglesia Católica, se puede
agradar a Dios» (Syllabus 18: DS 2918).
La Iglesia Católica no admite esa visión del ecumenismo, porque está cierta de
su unidad y unicidad. Ella no es una forma más del cristianismo.
1949. Por eso el Santo Oficio, en tiempos de Pío XI, enseña que la verdadera
unidad de los cristianos solo puede hacerse por el retorno (per reditum) de los
hermanos separados a la verdadera Iglesia de Dios (Instructio de motione
oecumenica 20-XII-1949).
Téngase en cuenta, como ya dijimos, que Lutero y su descendencia niegan casi
todas las verdades cristianas fundamentales: la libertad real del hombre, la
necesidad de las obras para la salvación, el sacerdocio ministerial, la sucesión
apostólica, la autoridad de los dogmas, del Papa y de los Concilios, la Misa
como sacrificio eucarístico, la vida religiosa consagrada por votos, la ley
eclesiástica, la presencia real eucarística, el culto a los santos, los dogmas
marianos, etc. Niega casi todo el cristianismo. Y el protestantismo liberal del
XIX vendrá a negar lo que aún se afirmaba.
«Pero tenemos en común, se dice, las Escrituras sagradas». Tampoco, pues Lutero
da a sus fieles las sagradas Escrituras cerradas, ya que niega a sus lectores el
sentido verdadero de las mismas, que solo puede ser conocido por la tradición y
el Magisterio apostólico de la Iglesia.
Si estos cristianos separados no vuelven a la plenitud de la fe católica, es
inevitable que se vean privados de altísimos bienes del mundo de la gracia, en
los que ahora no creen, y que la Iglesia Católica, con perfecta constancia
secular, profesa, cree, predica y comunica a sus fieles.
1964. El concilio Vaticano II, en el decreto Unitatis redintegratio, cien años
después del Syllabus, reafirma la doctrina tradicional católica sobre la unidad
y unicidad de la Iglesia (2).
Y aunque reconoce que las comunidades cristianas separadas «no están
desprovistas de valor en el misterio de la salvación», declara: «creemos que el
Señor entregó todos los bienes del Nuevo Testamento a un solo colegio
apostólico, a saber, al que preside Pedro, para constituir un solo cuerpo de
Cristo en la tierra, al que tienen que incorporarse totalmente [unitatis
redintegratio] todos los que de alguna manera pertenecen ya al pueblo de Dios»
(3).
Sin embargo, en los años del postconcilio, dentro y fuera de la Iglesia
Católica, aparecen pronto y se difunden versiones más o menos falseadas del
ecumenismo, que con el tiempo irán prevaleciendo.
1967. Así, Van Melsen, Presidente del Concilio holandés: «Desde el momento en
que la unidad de la Iglesia ya no significa el retorno a la Iglesia católica tal
como ésta es hoy día, sino un crecimiento de todas las Iglesias hacia lo que la
Iglesia de Cristo debería ser, no se puede decir de antemano cuál será la forma
de esta Iglesia» (Informations Catholiques Internationales, 1-II-1967, 15).
1968. Y el Patriarca Atenágoras: «no se trata en este movimiento de una marcha
de una Iglesia hacia la otra, sino de una marcha de todas las Iglesias hacia el
Cristo común» (ib. 1-V-1968,18).
Poco a poco, el error denunciado por Pío IX –catolicismo y variedades
protestantes, «formas diversas» del cristianismo, todas válidas–, se va
generalizando tácitamente en ambientes católicos. Tanto, que a veces es
profesado de forma explícita.
Según, pues, la evolución mental descrita, y que afecta sobre todo a los
ambientes católicos ilustrados, la actitud ecuménica generalizada podría
expresarse con estas tesis:
–El ecumenismo de ningún modo ha de plantearse como una reintegración («unitatis
redintegratio») en la Iglesia Católica. Por eso, la causa ecuménica es
incompatible con todo proselitismo católico hacia los hermanos separados. O
diálogo o predicación. O ecumenismo o proselitismo.
–La plena verdad cristiana solo puede hallarse por la suma y convergencia de las
diferentes maneras de concebir la doctrina y la moral del cristianismo. Nadie,
pues, pretenda tener el monopolio de la verdad. Tampoco el Papa o un Concilio.
–La unidad total de la Iglesia ha de buscarse, y no se hallará sino por una
convergencia en Cristo de todas las comunidades cristianas.
De hecho, en cualquier symposium de teología en el que asisten profesores de las
distintas confesiones cristianas, es una realidad patente que los católicos
disidentes –los que piensan y actúan al margen o en contra de la Autoridad
apostólica– tienen una relación mucho mejor con «los hermanos separados»
–ilustrados, abiertos, modernos– que con los católicos fieles a la Tradición y
al Magisterio –ignorantes, cerrados, anacrónicos–. Éstos son para ellos una
presencia insoportable. Se sienten en comunión con aquéllos, no con éstos. Y
aciertan, porque, en realidad, ellos también son «hermanos separados».
2000. Declaración Dominus Iesus. La Congregación para la Doctrina de la Fe se ve
obligada a reafirmar ante el falso ecumenismo ciertas verdades de la fe que se
veían cada vez más olvidadas o negadas. Lógicamente, tal como está muchas veces
la mentalidad de los católicos ilustrados, la Declaración ocasiona gran
conmoción, un verdadero escándalo.
La Declaración reafirma verdades de la fe que han sido amplísimamente ignoradas
o negadas en los últimos decenios. En su capítulo IV, Unicidad y unidad de la
Iglesia, se atreve a decir que «la Iglesia de Cristo, no obstante las divisiones
entre los cristianos, sigue existiendo plenamente solo en la Iglesia Católica»
(16). Y que las comunidades sin Episcopado válido y sin Eucaristía verdadera «no
son Iglesia en sentido propio» (17).
«“Por tanto, los fieles no pueden imaginarse la Iglesia de Cristo como la suma
–diferenciada y de alguna manera unitaria al mismo tiempo– de las Iglesias y
Comunidades eclesiales; ni tienen la facultad de pensar que la Iglesia de Cristo
hoy no existe en ningún lugar y que, por lo tanto, deba ser objeto de búsqueda
por parte de todas las Iglesias y Comunidades” (Congr. Doctrina de la Fe,
Mysterium Ecclesiæ 1)» (17)
Con este breve ex cursus no nos hemos alejado de nuestro tema. En efecto, el
ecumenismo falso, que afecta a muchos medios católicos liberales, como es
lógico, da a los católicos «disidentes» un trato tan complaciente como el que da
a los «hermanos separados». Un mismo ecumenismo actúa ad extra, hacia los
hermanos separados, y ad intra, hacia los católicos disidentes. Se aplican,
pues, a los disidentes todas las normas prácticas del falso ecumenismo.
Según esto, habrá que dialogar con los disidentes respetando sus opiniones,
aunque sean contrarias a «la doctrina oficial» de la Iglesia, evitando toda
reprobación rígida, monopolizadora de la verdad. Se deberá considerar que están
promoviendo «una forma de cristianismo», o si se quiere «una forma de
catolicismo» que, ciertamente, no coincide con «la forma oficial» católica; pero
que no por eso debe ser corregida y menos aún reprobada y sancionada. Es posible
–y para algunos es probable– que esos disidentes, ésos que hoy chocan con la
doctrina y disciplina de la Iglesia, sean una vanguardia profética de la
verdadera Iglesia católica.
En todo caso, queda completamente excluida la posibilidad de llamar a los
disidentes a una conversión (meta-noia: cambio de mente), sino que, con toda
humildad y paciencia, habrá que seguir «profundizando» con ellos en las verdades
de la fe, en una búsqueda común de la verdad del Evangelio, que a todos nos
transciende, que no se deja atrapar en fórmulas fijas, y en la que todos hemos
de encontrarnos por convergencia.
Notemos por último que la falsificación del ecumenismo ad extra y del ecumenismo
ad intra piensa, con obtuso optimismo, que «en el fondo todos los cristianos
pensamos lo mismo. Solo cambian las palabras, los modos de expresar la fe en un
misterio que nos supera a todos».
Solo cambian las palabras
En el Discurso inaugural del Concilio Vaticano II, el Beato Juan XXIII señala
como uno de los fines principales «transmitir la doctrina pura e íntegra [de la
Iglesia] sin atenuaciones» (11-X-1962).
Pero advierte que «una cosa es el depósito mismo de la fe, es decir, las
verdades que contiene nuestra venerada doctrina, y otra la manera como se
expresa; y de ello ha de tenerse gran cuenta», más aún cuando en el Concilio ha
de darse «un magisterio de carácter prevalentemente pastoral» (14; cf. Pablo VI
cita estas palabras, como muy importantes, al abrir la II sesión del Concilio,
29-IX-1963, n.7).
No han faltado después quienes, contrariando el sentido genuino de estas
declaraciones pontificias, han venido a decir que «los puntos que nos dividen a
los cristianos no se refieren realmente a la substancia de la fe, sino a los
modos de expresarla».
En la historia de la Iglesia, sin embargo, se han dado gravísimas tormentas
sobre las expresiones verbales de la fe, pues era muchas veces el fondo
doctrinal lo que se jugaba en la forma de expresarla. De ahí la extrema
solicitud de la Iglesia para que las palabras de la fe católica sean respetadas
absolutamente.
Así el Concilio III de Constantinopla (681), después de perfeccionar las
fórmulas calcedonianas sobre el misterio de Cristo, termina diciendo: «Habiendo,
pues, nosotros dispuesto esto en todas sus partes con toda exactitud y
diligencia, determinamos que a nadie sea lícito presentar otra fe, o escribirla,
o componerla, o bien sentir o enseñar de otra manera». Y anatematiza a quienes
«se atrevieren a introducir novedad de expresión o invención de lenguaje para
trastorno de lo que por nosotros ha sido ahora definido» (DS 559).
Sabían los Padres que un cambio en las palabras probablemente traía consigo un
cambio en la fe profesada. En este mismo sentido, Pío XII, en la encíclica
Humani generis (1950), justifica con muchos argumentos la fidelidad al lenguaje
de la fe católica. Extractamos:
«En las materias de la teología, algunos pretenden disminuir lo más posible el
significado de los dogmas y librar al dogma mismo de la manera de hablar ya
tradicional en la Iglesia y de los conceptos filosóficos usados por los doctores
católicos». Esperan que de este modo sea posible «coordinar fructuosamente con
las opiniones dogmáticas de los que se hallan separados de la Iglesia». No se
dan cuenta de que «el desprecio de la doctrina tradicional y de su terminología
favorecen demasiado al relativismo [dogmático] y lo fomentan» (9-10 cf. 11).
Pablo VI, con singular fuerza persuasiva, aduce los mismos argumentos de la
tradición al defender en la encíclica Mysterium fidei (1965) el lenguaje de la
doctrina católica sobre la Eucaristía:
«“Los filósofos hablan libremente [dice San Agustín], y en las cosas muy
difíciles de entender no temen herir los oídos religiosos. Nosotros, en cambio,
debemos hablar según una regla determinada, no sea que, con el abuso de las
palabras se engendre alguna opinión impía aun sobre las cosas por ellas
significadas” [...]
«Así pues, la norma de hablar que la Iglesia, con un prolongado trabajo de
siglos, no sin ayuda del Espíritu Santo, ha establecido, confirmándola con la
autoridad de los Concilios, norma que con frecuencia se ha convertido en
contraseña y bandera de la fe ortodoxa, debe ser religiosamente observada, y
nadie, a su propio arbitrio o so pretexto de nueva ciencia, presuma cambiarla.
«¿Quién, podría tolerar jamás, que las fórmulas dogmáticas usadas por los
Concilios ecuménicos para los misterios de la Santísima Trinidad y de la
Encarnación se juzguen como ya inadecuadas a los hombres de nuestro tiempo y que
en su lugar se empleen inconsideradamente otras nuevas? Del mismo modo no se
puede tolerar que cualquiera pueda atentar a su gusto contra las fórmulas con
que el Concilio Tridentino ha propuesto la fe del Misterio Eucarístico.
«Porque esas fórmulas, como las demás usadas por la Iglesia para proponer los
dogmas de la fe, expresan conceptos no ligados a una determinada forma de
cultura ni a una determinada fase de progreso científico, ni a una u otra
escuela teológica, sino que manifiestan lo que la mente humana percibe de la
realidad en la universal y necesaria experiencia, y lo expresa con adecuadas y
determinadas palabras tomadas del lenguaje popular o del lenguaje culto. Por eso
resultan acomodadas a todos los hombres de todo tiempo y lugar» (10).
Estas prudentes advertencias de la tradición antigua y de los Papas actuales
apenas han sido tenidas en cuenta durante los últimos decenios en el campo de la
teología católica. Cualquier «teólogo» actual, disidente escandaloso o moderado,
en temas de pecado original, cristología, Trinidad, eucaristía, moral, gracia,
etc., se atreve a rechazar palabras sagradas de la tradición doctrinal de la
Iglesia, o a considerarlas hoy inservibles, y a difundir innumerables novedades
terminológicas, que no pocas veces –como veremos en el próximo capítulo–
lesionan la fe católica.
Pues bien, también aquí el falso ecumenismo ad extra –«las diferencias, en el
fondo, no se refieren verdaderamente a la doctrina, sino al modo de expresarla»–
ha sido extendido frecuentemente por el falso ecumenismo ad intra, en favor de
los teólogos disidentes.
No merece, pues, la pena corregir a ningún doctor católico, por grandes que sean
los errores que formule. Son modos de hablar. Ningún modo es perfecto. Nadie
expresa la verdad en plenitud; tampoco los Concilios o las encíclicas. Todos son
búsquedas, esfuerzos de aproximación a una Verdad que nos sobrepasa a todos.
Ningún modo de expresión debe, pues, ser sacralizado o reprobado.
El Pastor o el teólogo que así piense –o simplemente, que así sienta–, no puede
ser fiel a su ministerio.
No turbar la unidad de la Iglesia
La inhibición de la autoridad pastoral, ya lo hemos dicho, no procede
necesariamente del miedo a la Cruz o de otras causas claramente culpables.
Procede muchas veces de errores, como el semipelagianismo. Y también de una
falsa concepción de la unidad de la Iglesia.
La proclamación fuerte de la verdad y la severa refutación del error y de los
errantes –se estima–, podrían resquebrajar la unidad de la comunidad eclesial,
podrían dar lugar en la Iglesia a guerras internas, tensiones y cismas. Es,
pues, conveniente decir la verdad con suavidad, y sobre todo es preciso no
condenar el error –y menos aún a los que yerran–, pues la verdad, ella sola,
tiene poder para prevalecer pronto o tarde en el pueblo cristiano. Para eso está
el Espíritu Santo. Hay que tener esperanza, mucha esperanza.
Esta actitud pastoral, hoy tan frecuente, tiene que ser falsa necesariamente,
pues dista años-luz de la mantenida por Cristo, por los Apóstoles, y por todos
los santos Pastores de la historia de la Iglesia.
«Yo he venido a echar fuego en la tierra, ¿y qué he de querer sino que se
encienda?... ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? Os digo que no,
sino la división» (Lc 12,49.51).
La unidad de la Iglesia es unidad en la verdad, unidad en una sola fe, en un
mismo Espíritu. Otra unidad será puramente sociológica o solo aparente. Aunque
si hemos de ser del todo sinceros, ni siquiera es aparente la unidad de la
Iglesia allí donde se permite la disidencia doctrinal y la arbitrariedad contra
la disciplina. Por el contrario, todo es pura división, lucha sorda continua,
convivencia tensa, incapacidad de hablar y de trabajar juntos.
Por otra parte, siempre los defensores de la verdad contra el error han sido
descalificados por los transigentes como perturbadores intransigentes de «la
paz» de la Iglesia. La trampa es viejísima.
San Atanasio (+373), que es desterrado cinco veces de su sede episcopal de
Alejandría, es considerado por aquellos obispos católicos, que eran cómplices
activos o pasivos del arrianismo, como un fanático revolvedor de la Iglesia. La
firmeza en la fe puede parecer a veces obstinación, orgullo, dureza,
inflexibilidad, falta de solidaridad episcopal. Casi solo frente al terrible
error cristológico, recibe Atanasio, no obstante, alguna ayuda. Una de las más
preciosas es la de San Hilario (+367), «el Atanasio de Occidente», que movilizó
a los Obispos galos contra el arrianismo. Refiere su biógrafo, Sulpicio Severo,
que éste era llamado por los arrianos «perturbador de la paz en Occidente»
(2,45,4).
Hoy también son muchos los Obispos permisivos con los disidentes –o promotores
de ellos–, que así actúan por una falsa idea de la unidad y de la paz en la
Iglesia de Cristo. Dejan así a las ovejas, que les han sido confiadas, a merced
de los lobos que entre ellas se introducen.
El Cardenal Joseph Ratzinger, en una homilía pronunciada cuando era arzobispo de
Munich y Freising, hacía notar que al Magisterio eclesiástico «se le confía la
tarea de defender la fe de los sencillos contra el poder de los intelectuales»
(31-XII-1979).
Cuando los doctores católicos son humildes, guardan ante la fe de la Iglesia una
actitud discipular, e iluminan con sus enseñanzas al pueblo de Dios. Pero cuando
son soberbios, y se atreven a juzgar la fe de la Iglesia, poniéndose sobre ella,
causan entre los cristianos terribles daños –sobre todo cuando se hacen con el
poder en las editoriales y en los medios de comunicación–. Destruyen
espantosamente la unidad y la paz de la Iglesia. Amonestados una y otra vez,
deben ser frenados y rechazados (Tit 3,10). Son «anticristos» (1Jn 2,18ss).