Infidelidades en la Iglesia
Autor: José María Iraburu
Capítulo 2: Confusión
En los años del postconcilio, como hemos dicho,
prolifera en la Iglesia Católica, frecuentemente en modo impune, una muy amplia
disidencia ante el Magisterio. Errores y abusos, en no pocas Iglesias locales,
se extienden a innumerables cuestiones teológicas, morales, litúrgicas y
disciplinares. Se cuestionan temas doctrinales y normativos que muchas veces
exceden por completo la autoridad docente y legisladora de una Iglesia
particular.
Pablo VI, testigo de la confusión
Pablo VI es el primero en denunciar esta generalización de errores y abusos en
la Iglesia Católica.
«La Iglesia se encuentra en una hora inquieta de autocrítica o, mejor dicho, de
auto-demolición. Es como una inversión aguda y compleja que nadie se habría
esperado después del Concilio. La Iglesia está prácticamente golpeándose a sí
misma» (Disc. al Seminario Lombardo, Roma 7-XII-1968).
Parece que «por alguna rendija se ha introducido el humo de Satanás en el templo
de Dios». Se ven en el mundo signos oscuros, pero «también en la Iglesia reina
este estado de incertidumbre. Se creyó que después del Concilio vendría una
jornada de sol para la historia de la Iglesia. Ha llegado, sin embargo, una
jornada de nubes, de tempestad, de oscuridad» (30-IV-1972).
Es lamentable «la división, la disgregación que, por desgracia, se encuentra
ahora en no pocos sectores de la Iglesia». Por eso «la recomposición de la
unidad, espiritual y real, en el interior mismo de la Iglesia, es uno de los más
graves y de los más urgentes problemas de la Iglesia» (30-VIII-1973).
«La apertura al mundo fue una verdadera invasión del pensamiento mundano en la
Iglesia». Así ésta ahora se debilita y pierde fuerza y fisonomía propias: «tal
vez hemos sido demasiado débiles e imprudentes» (23-XI-1973).
Y lo más característico de esta crisis de la Iglesia postconciliar es que no se
debe a persecuciones exteriores, sino a contradicciones internas:
«¡Basta con la disensión dentro de la Iglesia! ¡Basta con una disgregadora
interpretación del pluralismo! ¡Basta con la lesión que los mismos católicos
infligen a su indispensable cohesión! ¡Basta con la desobediencia calificada de
libertad!» (18-VII-1975).
Sufrimientos de Pablo VI
Pablo VI, en la segunda parte de su pontificado, hubo de sufrir un verdadero
calvario. La multiplicación escandalosa de las secularizaciones sacerdotales,
miles y miles, y la igualmente escandalosa disidencia doctrinal y disciplinar
amargaron sus últimos años. Muy especialmente dolorosa fue para él la
resistencia, ya descrita, a la gran encíclica Humanæ vitæ.
El Papa del Credo del Pueblo de Dios (1968), el autor de concisas y preciosas
encíclicas -Ecclesiam suam (1964), Mysterium fidei (1965), Populorum progressio
(1967), Sacerdotalis coelibatus (1967), Humanæ vitæ (1968)-, después de ver
resistido el Magisterio apostólico, incluso a veces por sus mismos hermanos en
el Episcopado, nunca más desde 1968 escribió una encíclica. Y murió en 1978.
Siempre perseveró en la norma de 1. enseñar la verdad, 2. combatir los errores.
Después de las terribles tormentas sufridas con ocasión de la Humanæ vitaæ
(1968) y del Catecismo Holandés (1969), expresaba esta confidencia al Colegio de
Cardenales: «Quizá el Señor me ha llamado a este servicio no porque yo tenga
aptitudes, o para que gobierne y salve la Iglesia en las presentes dificultades,
sino para que yo sufra algo por la Iglesia, y aparezca claro que es Él, y no
otros, quien la guía y la salva» (22-VI-1972).
El «Informe sobre la fe» del Cardenal Ratzinger
En su Informe sobre la fe, de 1984, el Cardenal Ratzinger da una visión
autorizada del estado de la fe en la Iglesia, sobre todo en el Occidente
descristianizado, y señala la proliferación alarmante de las doctrinas falsas,
tanto en temas dogmáticos como morales (BAC, Madrid 198510).
«Gran parte de la teología parece haber olvidado que el sujeto que hace teología
no es el estudioso individual, sino la comunidad católica en su conjunto, la
Iglesia entera. De este olvido del trabajo teológico como servicio eclesial se
sigue un pluralismo teológico que en realidad es, con frecuencia, puro
subjetivismo, individualismo que poco tiene que ver con las bases de la
tradición común» (80)...
Así se ha producido un «confuso período en el que todo tipo de desviación
herética parece agolparse a las puertas de la auténtica fe católica» (114).
Entre los errores más graves y frecuentes, en efecto, pueden señalarse temas
como el pecado original y sus consecuencias (87-89, 160-161), la visión arriana
de Cristo (85), el eclipse de la teología de la Virgen (113), los errores sobre
la Iglesia (53-54, 60-61), la negación del demonio (149-158), la devaluación de
la redención (89), y tantos otros errores relacionados necesariamente con éstos.
Actualmente corren otros muchos errores contra la fe en el campo católico,
referidos a la divinidad de Jesucristo, a la condición sacrificial y expiatoria
de su muerte y de la eucaristía, a la veracidad histórica de sus milagros y de
su resurrección, al purgatorio, a los ángeles, al infierno, a la presencia
eucarística, a la Providencia divina sobre lo pequeño, a la necesidad de la
gracia, de la Iglesia, de los sacramentos, al matrimonio, a la vida religiosa,
al Magisterio, etc. Puede decirse que las herejías teológicas actuales han
impugnado hoy, prácticamente, todas las verdades de la fe católica.
Los errores más ruidosos son, sin duda, los referidos a las cuestiones morales.
«Muchos moralistas occidentales, con la intención de ser todavía creíbles, se
creen en la obligación de tener que escoger entre la disconformidad con la
sociedad y la disconformidad con la Iglesia... Pero este divorcio creciente
entre Magisterio y nuevas teologías morales provoca lastimosas consecuencias»
(94-95).
Así estamos. Pues bien, acerca de esta situación, haremos dos afirmaciones
sucesivas:
1. Nunca en la Iglesia tanta verdad
Nunca la Iglesia, en ninguna época, ha contado con un cuerpo de doctrina tan
amplio y tan perfecto, se trate de temas litúrgicos, bíblicos, dogmáticos,
morales, pastorales, filosóficos, sociales, políticos o de cualquier otro campo.
Ningún católico, pues, tiene derecho a estar confuso y a perderse en la selva de
verdades y mentiras en que ha de vivir.
Para que Dios saque a un cristiano de las tinieblas del error y le guarde en el
esplendor de su verdad, éste no tiene más que «perseverar a la escucha de la
enseñanza de los apóstoles», como los primeros cristianos (Hch 2,42). Sobre
cualquier tema hallará preciosos documentos de la Iglesia. Y en todo caso
siempre podrá hallar fácilmente la luz en el Catecismo de la Iglesia Católica
(1992). (En las últimas ediciones -no así en las primeras- se incluyen unos
índices excelentes).
2. Nunca tantos errores y abusos
Sin embargo, la enseñanza de la verdad, aunque vaya unida a la impugnación del
error contrario, no es suficiente para guardar la unidad de la verdad católica
en la Iglesia.
«Tened un mismo pensar y un mismo sentir» ( 1Cor 1,10). Los primeros cristianos
tenían «un solo corazón y un alma sola» (Hch 4,32). Es cierto que esta cohesión
doctrinal de la Iglesia primera conoció muy pronto tiempos de tremendas
disensiones. San Agustín (+430) enumera ochenta y siete formas de herejías (De
hæresibus ad Quodvidideum). Pero esto era antes de que la Iglesia en sucesivos
Concilios ecuménicos y regionales fuera definiendo y aclarando la verdad
católica al paso de los siglos.
Los Concilios antiguos, los medievales, el de Trento, traen a la Iglesia una muy
considerable unidad y paz en la doctrina de fide et moribus. Concretamente,
desde el siglo XVI, se da un contraste muy marcado entre la Iglesia Católica,
siempre unida en la doctrina, y las diversas Confesiones protestantes, siempre
divididas a causa del libre examen de las Escrituras y de la ausencia de
verdaderas autoridades apostólicas.
En los últimos decenios, por el contrario, es preciso reconocer que la
generalización de errores y abusos se ha asentado en no pocas Iglesias locales
católicas, introduciendo en ellas un cúmulo de disensiones en materias de fe y
moral, que antes caracterizaba solo a las comunidades cristianas protestantes.
Ya ni siquiera nos sorprendemos cuando un sacerdote niega la posibilidad del
infierno, la virginidad física de María, la existencia del purgatorio, la
necesidad de los sacramentos; o cuando un teólogo da una visión claramente
nestoriana o arriana de Cristo, negando su divinidad ontológica personal y
eterna, o si niega la realidad de la transubstanciación eucarística o la
objetividad histórica de los milagros de Cristo; o cuando una religiosa no cree
en los ángeles o en el diablo o en el pudor; o cuando un laico afirma que la
anticoncepción, en ciertas condiciones, puede ser una obligación grave de
conciencia, y que la Iglesia es cruel e injusta al negar el sacerdocio a las
mujeres.
Son tantos y tan frecuentes los errores, que puede producirse en los fieles
católicos ortodoxos una actitud de indiferencia desesperada, en la que se unen
cansancio, impotencia y enojo. «Ya, ¿qué más da? Que digan y que hagan lo que
quieran. ¿Qué podemos hacer nosotros? Además sería como matar mosquitos en un
pantano. Tarea inútil, y demasiado trabajosa para nuestras pocas fuerzas».
Confusión protestante
La confusión no es católica. Es, en cambio, la nota propia de las comunidades
cristianas protestantes. En ellas la confusión y la división son crónicas,
congénitas, pues nacen inevitablemente del libre examen y de la carencia de
Autoridad apostólica.
El papa León X, en la bula Exurge, Domine (1520), condena esta proposición de
Lutero:
«Tenemos camino abierto para enervar la autoridad de los Concilios y contradecir
libremente sus actas y juzgar sus decretos y confesar confiadamente lo que nos
parezca verdad, ora haya sido aprobado, ora reprobado por cualquier Concilio»
(n.29: DS 1479).
Partiendo de esas premisas, una comunidad cristiana solamente puede llegar a la
confusión y la división. Este modo protestante de acercarse a la Revelación pone
la libertad por encima de la verdad, y así destruye la libertad y la verdad.
Hace prevalecer la subjetividad individual sobre la objetividad de la enseñanza
de la Iglesia, y pierde así al individuo y a la comunidad eclesial. Es éste un
modo tan inadecuado de acercarse a la Revelación divina que no se ve cómo pueda
llegarse por él a la verdadera fe, sino a lo que nos parezca. No se edifica,
pues, la vida sobre roca, sino sobre arena.
De hecho Lutero destrozó todo lo cristiano: los dogmas, negando su posibilidad;
la fe, devaluándola a mera opinión; las obras buenas, negando su necesidad; la
Escritura, desvinculándola de Tradición y Magisterio; la vida religiosa
profesada con votos, la ley moral objetiva, el culto a los santos, el Episcopado
apostólico, el sacerdocio y el sacrificio eucarístico, y todos los sacramentos,
menos el bautismo...
Pero Lutero, ante todo, destroza la roca que sostiene todo el edificio
cristiano: la fe en la enseñanza de la Iglesia apostólica. Y lógicamente todo el
edificio se viene abajo.
La fe teologal cristiana es cosa muy distinta, esencialmente diferente, de la
libre opinión de un parecer personal. Como enseña el Catecismo, «por la fe, el
hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios... La Sagrada
Escritura llama “obediencia de la fe” a esta respuesta del hombre a Dios que
revela (cf. Rm 1,5; 16,26)» (143)
La fe cristiana es, en efecto, una «obediencia», por la que el hombre, aceptando
ser enseñado por la Iglesia apostólica, Mater et Magistra, se hace discípulo de
Dios, y así recibe Sus «pensamientos y caminos», que son muy distintos del
parecer de los hombres (Is 55,8).
Por eso enseña Santo Tomás:
«El objeto formal de la fe es la Verdad primera revelada en la Sagrada Escritura
y en la doctrina de la Iglesia. Por eso, quien no se conforma ni se adhiere,
como a regla infalible y divina, a la doctrina de la Iglesia, que procede de la
Verdad primera, manifestada en la Sagrada Escritura, no posee el hábito de la
fe, sino que las cosas de fe las retiene por otro medio diferente», por la
opinión subjetiva.
«Es evidente que quien presta su adhesión a la doctrina de la Iglesia, como
regla infalible, asiente a cuanto ella enseña. De lo contrario, si de las cosas
que sostiene la Iglesia admite unas y en cambio otras las rechaza libremente, no
da entonces su adhesión a la doctrina de la Iglesia como a regla infalible, sino
a su propia voluntad. Por tanto, el hereje que pertinazmente rechaza un solo
artículo no se halla dispuesto para seguir en su totalidad la doctrina de la
Iglesia. Es, pues, manifiesto que el hereje que niega un solo artículo no tiene
fe respecto a los otros, sino solamente opinión, según su propia voluntad» (STh
II-II, 5).