Infidelidades en la Iglesia
José María Iraburu
Introducción
La Providencia divina me ha dado, en más de treinta
años de vida pastoral como profesor de teología, escritor y predicador,
conversar en distintos países sobre la situación de la Iglesia con muchas
personas fieles y experimentadas, Obispos y sacerdotes, religiosos y laicos,
monjes y religiosas contemplativas. Personas con las que muchas veces, es
cierto, tengo especial afinidad. Por eso puedo asegurar con fundamento in re que
los pensamientos que expongo en esta obra -al menos en sus líneas
fundamentales-, aunque hoy raras veces son escritos y publicados, no son
solamente míos, sino que expresan el sentir de muchos católicos, que están entre
los hijos más fieles de la Iglesia. En adelante, pues, al escribir este libro lo
haré en plural. Es uno quien escribe esta obra -alguien tiene que hacerlo-, pero
son muchos los que en estas páginas expresan sus pensamientos y sus esperanzas.
En este escrito afrontamos problemas que son especialmente graves en la Iglesia
Católica de los países descristianizados, es decir, de aquellos pueblos de
filiación cristiana más antigua y hoy de mayor riqueza económica. Pero son
cuestiones que interesan y afectan, obviamente, a toda la Iglesia.
En la refutación de ciertos errores hemos prestado especial atención al
magisterio de Pablo VI, que tiene un valor histórico especial, ya que es el
primero en denunciarlos -al menos en su expresión actual- y rechazarlos. Pero
las mismas enseñanzas y refutaciones son dadas posteriormente en numerosos
documentos por Juan Pablo II con gran fuerza y claridad.
A lo largo de la obra, en muchas ocasiones, los subrayados en cursiva de las
citas hechas son nuestros. No lo avisamos en cada caso.
Para algunos esta obra puede resultar bastante enojosa. No es, por supuesto,
nuestra intención molestar a nadie. Pero cuando está en juego la gloria de Dios
y la salvación eterna de muchas personas -incluida la de aquellas que puedan
molestarse con nosotros-, ha de hacerse lo que se juzgue más conveniente. Los
cristianos, como Cristo, hemos sido enviados a este mundo «para dar testimonio
de la verdad» (Jn 18,37), y éste es un deber urgente de conciencia, que ha de
ser cumplido con humildad y caridad, prudencia y fortaleza. Sólo de la verdad
viene la salvación. Y salus animarum, suprema lex.
La previsión de que ciertas personas de la Iglesia puedan sentirse enojosamente
aludidas por nuestras consideraciones nos da pena, sin duda; pero, bien mirado
el asunto, no tiene mayor importancia.
En unos pocos días más, Obispos, presbíteros, laicos, religiosos, «todos hemos
de comparecer ante el tribunal de Dios... y cada uno dará a Dios cuenta de sí
mismo» (Rm 14,10.12). Eso sí que tiene importancia.
Recuérdese también que la misma ley universal de la Iglesia establece que
«los fieles tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio
conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los Pastores sagrados su
opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia», etc. (canon 212,3).