Discurso preliminar de la primera edición

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     Al comenzar el siglo XIX era generalmente desconocida la historia de las doctrinas heterodoxas desarrolladas en nuestro suelo. Teníase noticia de las más antiguas por la incomparable España Sagrada: el catalán Girves había recogido en una curiosa disertación todos los datos conocidos entonces sobre el priscilianismo; en otra memoria había hecho el P. Maceda la apología de Hosio; el alemán Walchio había escrito la historia del adopcionismo; pero impresas estas monografías, ya en Italia, ya en Alemania, no circularon bastante en nuestra Península. Algún diligente escritor había tropezado con ciertas especies relativas a Claudio de Turín, a Arnaldo de Vilanova, a Pedro de Osma o a los alumbrados de Toledo, Extremadura y Sevilla; pero la generalidad de nuestros doctos se atenía a lo que de tales materias dicen la Historia literaria de Francia, la Biblioteca de D. Nicolás Antonio, el Directorium de Eyrnerich, la grande obra De haeresibus, de Fr. Alfonso de Castro; la Summa Conciliorum de Carranza, la Biblioteca de los colegios mayores de Rezábal, los Anales de Plasencia, de Fr. Alonso Fernández, y algún otro libro donde brevemente y por incidencia se discurre de ciertos herejes. Duraba aún el rumor del escándalo producido en los siglos XVII y XVIII por la Guía espiritual de Miguel de Molinos. El jansenismo estaba de igual modo harto próximo para que su historia se olvidase, aunque nadie había pensado en escribirla con relación a nuestra tierra (22).

     Por lo que toca a los protestantes españoles de la centuria XVI, conservábanse muy escasas y dispersas indicaciones. Algo había trabajado para su historia literaria el bibliotecario Pellicer en los artículos Francisco de Enzinas, Casiodoro de Reina, Cyprian de Valera, y algún otro de su comenzado y no concluido Ensayo de una biblioteca de traductores, que apareció en 1778. Mas, en general, ni los libros de heterodoxos españoles, casi todos de peregrina rareza, habían caído en manos de nuestros eruditos, gracias a las bien motivadas persecuciones y rigores ejercidos al tiempo de su aparición por el Santo Oficio, ni era muy conocida [34] la historia externa (digámoslo así) de aquellos abortados intentos. Hablábase de Juan de Valdés como por tradición oscura, y cuando Mayans imprimió el Diálogo de la lengua (titulándose de las lenguas), no pudo o no quiso revelar el nombre del autor. Otro erudito, de los más beneméritos y respetables del siglo XVIII, Cerdá y Rico, dábase por satisfecho, al tratar del Dr. Constantino de la Fuente, con repetir el breve artículo, todo de referencias, que le dedicó Nicolás Antonio. Latassa, en la Biblioteca Aragonesa, hablaba de Servet, confesando no haber podido examinar sus libros. Los Índices expurgatorios habían logrado, si no el exterminio, a lo menos la desaparición súbita de nuestro suelo del mayor número de tales volúmenes, que, por otra parte, ni en España ni fuera de ella despertaban grande interés a fines del siglo XVIII. No porque algunos fervorosos protestantes alemanes y holandeses dejasen de encarecer la conveniencia del estudio de esos libros y la necesidad de escribir una historia de sus doctrinas en España, sino porque a tales exhortaciones respondía la general indiferencia, ya entibiado el ardor con que eran miradas las cuestiones teológicas en el siglo XVI. Así es que apenas se sabía en el extranjero de nuestros luteranos, calvinistas y unitarios otra cosa que lo poco que puede hallarse en el Dictionnaire historique de Pedro Bayle, en la Bibliotheca Anti-trinitariorum de Juan Christ. Sand, en el Martyrologio de Geddes, en la disertación De vestigiis Lutheranismi in Hispania de Büschnig (Gottinga 1755), y en algún otro libro de autores de allende. Sin embargo, de Servet habían escrito en alemán y en latín Mosheim y Allwoerden notables biografías. De Enzinas (Dryander) dijeron algo Strobel y Próspero Marchand. Aun siendo tanta la rareza de los documentos, se había despertado en muchos, ora con buenas, ora con mal trazadas intenciones (según que los guiaba el celo de la verdad, la curiosidad erudita, el espíritu de secta o el anhelo de perversas innovaciones), el deseo de profundizar en materia tan peregrina y apartada de la común noticia, puesto que no eran bastantes a satisfacer la curiosidad los datos de Gonzalo de Illescas en su Historia pontifical y católica, ni menos los de Luis Cabrera en la de Felipe II. De pronto creyóse que iba a derramar copiosa luz sobre éste y otros puntos no menos enmarañados y oscuros, la publicación de una historia del Santo Oficio, formada con documentos de sus archivos, por un secretario del célebre tribunal (personaje digno, en verdad, de un buen capítulo en la futura historia de los heterodoxos españoles). Y, en efecto, D. Juan Antonio Llorente, en su Historia crítica de la Inquisición, publicada en lengua francesa en 1818, y por primera vez trasladada al castellano en 1822, dio, aunque en forma árida e indigesta, sin arte alguno de estilo, con crítica pobre, sin citar casi nunca, y esto de un modo parcial e incompleto, las fuentes, y escribiendo de memoria con harta frecuencia noticias curiosas de los procesos y prisiones de varios heterodoxos penados por el Tribunal de la Fe. A ellas deben agregarse las pocas que en 1811 había vulgarizado desde Cádiz el filólogo catalán D. Antonio Puig y Blanch (Puigblanch), en su libro La Inquisición sin mascara, impreso con el seudónimo de Natanael Jomtob y traducido en 1816 al inglés por William Walton. Pero ni Llorente ni Puig y Blanch, aparte de sus errores religiosos y de su fanatismo político, que les quitaron la imparcialidad en muchos casos, escribieron con la preparación debida, ni respetaron bastante los fueros de la historia, ni escogieron por tema principal de sus obras a nuestros heterodoxos, ni tocaron sino por incidencia la parte bibliográfica y de crítica literaria, que es no poco importante en este asunto.

     El entusiasmo protestante halló al fin eco en la primera historia de la Reforma en España, no escrita de cierto con la prolijidad y el esmero que deseaba el padre de Lessing (23) en la centuria antecedente; pero útil y digna de memoria como primer ensayo. Me refiero a la obra del presbiteriano escocés M'Crie, publicada en 1829 con el título de History of the progress and suppression of the Reformation in Spain in the sixteenth century (24), que hace juego con su History of the Reformation in Italy, dos veces Es la obra de M'Crie una recopilación en estilo no inelegante de las noticias esparcidas en Reinaldo González de Montes, Geddes, Pellicer, Llorente, etc., sin que se trasluzca en el autor gran cosecha de investigaciones propias, ni sea de alabar otra cosa que la novedad del intento y la exposición clara y lúcida. En tal libro, impregnado de espíritu de secta (como era de recelar), aprendieron los ingleses la historia de nuestros reformistas, que antes casi del todo ignoraban (25). Bastantes años pasaron sin que nuevas indagaciones viniesen a allanar tan áspero camino. Al cabo, un erudito gaditano, que por dicha vive (26), y por dicha ilustra aún a su patria con notable talento y laboriosidad ejemplar, dado desde sus juveniles años a todo linaje de investigaciones históricas, en especial de lo raro y peregrino, concibió el proyecto de escribir una historia de nuestros protestantes, más completa y trabajada que la de M'Crie. Don Adolfo de Castro, a quien fácilmente se comprenderá que aludo, tenía ya terminada en 1847 una Historia del protestantismo en España, que refundió y acrecentó más adelante, viniendo a formar nueva obra, que con el rótulo de Historia de los protestantes españoles y de su persecución por Felipe II, vio la pública luz en Cádiz el año 1851 (27). De las doctrinas, si no heterodoxas, sobremanera avanzadas en orden a la libertad religiosa; de las apreciaciones históricas, inexactas o extremadas, sobre todo en lo relativo a la Inquisición y a Felipe II; de los lunares, en fin, de aquel libro escrito en los fuegos de la juventud, no me toca hablar aquí. Pública y solemnemente los ha reconocido su autor, en diversas ocasiones, elevándose y realzándose de esta suerte a los ojos de su propia conciencia, a los de todos los hombres de corazón e inteligencia sanos, y a los de Dios sin duda, a quien ha ofrecido como en expiación sus brillantes producciones posteriores. Yo sólo debo decir que en el libro de mi respetable amigo hay erudición rara e investigaciones históricas curiosísimas, como lo reconoció, hablando de las que versan acerca del príncipe D. Carlos, el grande archivero belga, tan benemérito de nuestra historia, Mr. Gachard, en su excelente monografía sobre la vida de aquel malaventurado joven (28).

     Claro es que pueden señalarse en libro tan interesante numerosos vacíos, ligerezas frecuentes, escasez y aun falta de noticias en algunos capítulos. Los libros de nuestros heterodoxos siempre han sido raros en España, y natural es que algunos se escondiesen a la diligencia del Sr. Castro. En una obra posterior y escrita con el mismo espíritu que la Historia de los protestantes, en el Examen filosófico de las principales causas de la decadencia de España (Cádiz 1852), trasladado al inglés por Mr. Thomas Parker con el título de History of the religious intolerance in Spain (Londres 1853), añadió el erudito andaluz curiosas y apreciables noticias enlazadas con la historia de las herejías en la Península.

     Por entonces habían comenzado a exhumar los monumentos de las agitaciones religiosas de España en el siglo XVI dos hombres entusiastas e infatigables, cuyos nacimientos parecen haber obedecido a misterioso sincronismo, tal fue la amistad íntima que los ligó siempre y el mutuo auxilio que se prestaron en sus largas y penosas indagaciones. Vivía en Inglaterra un erudito cuáquero, dado al estudio de las literaturas del Mediodía de Europa, en el cual le había iniciado un hermano suyo, traductor del Tasso y de Garcilaso de la Vega. Llamábase Benjamín Barron Wiffen, y por dicha suya y de las letras españolas halló quien le secundase en sus proyectos y tareas. Fue éste D. Luis Usoz y Río, que entró en relaciones con Wiffen durante su viaje a Inglaterra en 1839. Animados entrambos por el fervor de secta, al cual se mezclaba un elemento más inocente, la manía bibliográfica, emprendieron la publicación de los Reformistas antiguos españoles. Desde 1837 a 1865 duró la impresión de los veinte [35] volúmenes de esta obra, que, como escribió la sobrina de Wiffen, contiene «la historia de los antiguos protestantes españoles, de sus iglesias, de sus martirios y de sus destierros». Poco divulgados han sido estos volúmenes, impresos con esmero y en contado número de ejemplares; pero la Europa docta los conoce bien, y a su aparición se debieron las copiosas noticias que han venido a disipar las tinieblas hasta hoy dominantes en la historia de nuestros primeros protestantes. Con el Carrascón, de Fernando de Texeda, abrió la serie Usoz y Río, casi al mismo tiempo que Wiffen reimprimía la Epístola consolatoria del Dr. Juan Pérez. A estos primeros tomos siguieron en breve la Imagen del Anticristo y Carta a Felipe II, las obras de Juan de Valdés, la mayor parte de las de Cipriano de Valera y Juan Pérez, las Dos informaciones, cuya traducción se atribuye a Francisco de Enzinas, el tratado de la Inquisición de Reinaldo G. Montano, la autobiografía de Nicolás Sacharles, los opúsculos del Dr. Constantino y la Historia de la muerte de Juan Díaz, acompañada de su brevísima Summa Christianae religionis. Con pocas excepciones, como la de la Epístola consolatoria y la del Alfabeto christiano, todas estas reimpresiones salieron de Madrid, ex aedibus Laetitiae (imprenta de D. Martín Alegría). Algunas de estas obras fueron traducidas por Usoz del italiano o del latín, en que primitivamente las escribieron o publicaron sus autores: de las Consideraciones divinas, de Valdés, se hicieron hasta tres ediciones para acrisolar más y más el texto, y en suma, por lo que respecta a ejecución material, nada dejaron que apetecer los Reformistas españoles. Si de las copiosas notas ilustrativas que preceden o siguen a la mayor parte de los tomos apartamos las eternas e insípidas declamaciones propias del fanatismo cuáquero de los editores, las cuales lindan a veces con lo ridículo, y nos hacen sonreír de compasión hacia aquellos honrados varones, que con semejantes libros (hoy casi inocentes) esperaban de buena fe evangelizar a España, encontraremos en ellas un rico arsenal de noticias y documentos, y subirá de punto nuestro aprecio a la inteligencia y laboriosidad de Wiffen y de Usoz, aunque censuremos los propósitos descabellados más bien que peligrosos que los indujeron a su empresa. Siempre merecen respeto la erudición sana y leal, el entusiasmo, aunque errado, sincero. En verdad que no puede leerse sin alguna simpatía la narración que hace Wiffen de los trabajos suyos y de su amigo, de las dificultades con que tropezaron para haber a las manos ciertos ejemplares, de la diligencia con que transcribieron manuscritos y raros impresos de públicas y privadas bibliotecas, de todos los incidentes, en fin, anejos a la reimpresión y circulación de libros de esta clase.

     Según el orden natural de las cosas, y según el esmero y conciencia con que procedían Usoz y Wiffen, la colección de Reformistas era como el precedente de la Bibliografía protestante española. De consuno se habían propuesto entrambos amigos compilarla, pero la muerte de Usoz, ocurrida en 1865, vino a detener [36] el curso de las tareas, dejando solo al inglés cuando apenas comenzaba la ordenación y arreglo de sus papeletas. Privado ya de su auxiliar y amigo, el autor de la Vida de Juan de Valdés buscó en sus postreros años la colaboración y apoyo de otro erudito joven y entusiasta, el Dr. Eduardo Boehmer, hoy catedrático de lenguas romanas en la Universidad de Estrasburgo (29). Muerto Wiffen, a Boehmer acudieron sus testamentarios y amigos, suplicándole que se hiciese cargo de los papeles, libros y apuntamientos del difunto. Aparecieron entre ellos varias listas con los nombres de autores que se proponía incluir en su Biblioteca, considerable número de papeletas bibliográficas, y extendidos sólo los artículos de Tejeda (autor del Carrascón), Juan Pérez y Nicolás Sacharles, breves los tres y el segundo incompleto. A ruegos de Mr. John Betts, traductor de la Confesión del pecador, del Dr. Constantino, y ejecutor testamentario de Wiffen, emprendió Boehmer la ardua labor de una Biblioteca de reformistas españoles, ajustándose con leves modificaciones al plan del docto cuáquero y haciendo uso de los materiales por su laboriosidad allegados. Pero les agregó inmenso caudal de noticias, fruto de sus indagaciones en las bibliotecas de Alemania, Inglaterra, Francia y Países Bajos, y sobre esta ancha y profunda base levantó el edificio de su Bibliotheca Wiffeniana-Spanish reformers, cuyo primer volumen dio a la estampa en el año de 1874, sin que hasta la fecha haya visto la pública luz el segundo o llegado por lo menos a nuestras manos.

     No era peregrino el catedrático de Estrasburgo en este campo. Ya en 1860 había hecho en Halle de Sajonia esmerada reproducción del texto italiano de las Consideraciones valdesianas, poniendo a su fin una Memoria, modestamente llamada Cenni biographici sui fratelli Giovanni ed Alphonso di Valdesso; en 1865 había reimpreso en castellano una parte del Diálogo de la lengua, y a él se debió asimismo la publicación del Lac spirituale y de los Cinco tratadillos evangélicos, atribuidos al famoso reformista conquense y dogmatizador en Nápoles. Habíanle dado a conocer además como cultivador de esta rama de la historia literaria su libro acerca de Francisca Hernández y diversos artículos y memorias esparcidos en revistas inglesas y alemanas.

     Pero fuerza es confesar que el nuevo libro del catedrático sajón excede en mucho a cuanto de su reconocido saber esperaba la república de las letras. Encabézase (como era de justicia) el volumen publicado con la biografía de Wiffen, redactada por su sobrina, y con la relación de los incidentes enlazados con la reimpresión de los Reformistas, escrito del mismo Wiffen, que [37] lo estimaba como preliminar a su proyectada biblioteca. Llenan el resto del tomo las noticias bio-bibliográficas de Juan y Alfonso de Valdés, de Francisco y Jaime de Enzinas y del Dr. Juan Díaz. El trabajo relativo a los hermanos Valdenses puede pasar por modelo en lo que hace al registro y descripción de las ediciones. Pocas veces he visto reunidos tanta riqueza de materiales, tanta exactitud y esmero, tan delicada atención a los más minuciosos pormenores. El Dr. Boehmer nota y señala las más ligeras diferencias, imperceptibles casi para ojos menos escudriñadores y ejercitados; y sabe distinguir, con precisión asombrosa, las varias impresiones primitivas de los diálogos valdesianos, tan semejantes algunas entre sí, que parecen ejemplares de una sola. De ciento once artículos consta la bibliografía de los hermanos conquenses, ordenada por nuestro doctor, comprendiendo en ella detallada noticia de los documentos diplomáticos extendidos por Alfonso, de los escritos de Juan y de sus reproducciones en varias lenguas, llegando a cincuenta y siete, si no he contado mal, el número de ediciones descritas o citadas en este catálogo. Los apuntes biográficos son también apreciables, aunque en esta parte el libro de Boehmer ha sido superado, como veremos adelante, por el de D. Fermín Caballero.

     En cuanto a Francisco de Enzinas, había dado mucha luz la publicación de sus Memorias por la Sociedad de Historia de Bélgica en 1862; pero aún se ilustra más su biografía con los documentos recogidos por Boehmer, que ha examinado la voluminosa correspondencia dirigida a Enzinas, cuyo manuscrito se custodia en el archivo del Seminario protestante de Estrasburgo. Tenemos, pues, en claro, la azarosa vida de aquel humanista burgalés, catedrático de griego en las aulas de Cambridge, amigo de Melanchton, de Crammer y de Calvino. Tampoco es susceptible de grandes adiciones ni enmiendas la sección bibliográfica. Siento, no obstante, que el profesor alemán haya dejado de advertir que no fueron traducidas por Enzinas, sino por Diego Gracián de Alderete dos de las vidas de Plutarco publicadas en Colonia Argentina en 1551: las de Temístocles y Camilo, cosa para mí evidente, y que ya sospechó el bibliófilo gallego D. Manuel Acosta en carta a D. Bartolomé José Gallardo. Sin duda, por no haber tenido ocasión de examinar personalmente los Diálogos de Luciano, impresos en León de Francia, 1550; y la Historia verdadera del mismo Luciano, que lo fue en Argentina (Estrasburgo) en 1551, no se ha atrevido a afirmar que sean de Enzinas tales versiones, ni ha notado que en la primera se incluye la traducción, en verso castellano, de un idilio de Mosco. Pero su sagacidad crítica le hace adivinar lo cierto en cuanto a la Historia verdadera; y lo mismo puede y debe creerse de los Diálogos, como fácilmente demuestra el examen de las circunstancias tipográficas, y aún más el del estilo de ambos libros. Acerca de la muerte de Juan Díaz, recoge Boehmer con esmero las relaciones de los contemporáneos, y si no apura, por lo menos ilustra en [38] grado considerable la historia de aquel triste y desastroso acaecimiento. Intercalado en la biografía de Enzinas está lo poco que sabemos de su hermano Jaime y de Francisco de San Román.

     Distingue a la Bibliotheca Wiffeniana, aparte de la erudición copiosa y de buena ley, el casi total alejamiento del fanático espíritu de secta, que tantas veces afea los libros de Usoz y Wiffen. Con variar pocas palabras y suprimir algún concepto, pudiera ser trasladado del inglés al castellano. El catedrático de Estrasburgo sabe y quiere ser sólo filólogo y bibliógrafo: por eso su obra será consultada siempre con provecho, y ni amigos ni enemigos la miraran como fuente sospechosa. Anhelamos, pues, la publicación del segundo tomo, y la del estudio sobre Miguel Servet, a quien no ha dado cabida Boehmer en la Biblioteca por considerar, y con razón, que se destacaba del grupo general de los heterodoxos de aquélla era la individualidad aislada y poderosa del antitrinitario aragonés, víctima de los odios de Calvino.

     Mas, por dicha, los trabajos servetistas abundan, y bien pronto satisfarán al más exigente. En 1839 publicó Trechsel el primer libro de la historia de los protestantes unitarios, dedicado todo a Servet. En 1844, la Sociedad de Historia y Arqueología de Ginebra insertó en el tomo III de sus Memorias un amplio extracto del proceso. En 1848, Emilio Saisset analizó con brillantez francesa el carácter, las obras y el sistema teológico-filosófico de nuestro heresiarca. En 1855 se publicó en Madrid una biografía anónima, y al año siguiente una serie de estudios en la Revista de Instrucción pública, firmados por el bibliotecario ovetense D. Aquilino Suárez Bárcena. Por fin, y aparte de estudios de menos cuenta, el teólogo de Magdeburgo Tollin ha expuesto, y sigue exponiendo con prolijidad alemana muy laudable, aunque con graves errores dogmáticos, la vida y doctrinas de Servet. La obra capital de Tollin, Das Lehrsystem Michael Servets, ocupa no menos que tres volúmenes. Y ya sueltas, ya en revistas, había estampado antes las siguientes memorias y alguna más: Lutero y Servet, Melanchton y Servet, Infancia y juventud de Servet, Servet y la Biblia, Servet y la Dieta de Ausburgo, Servet y Bucero, Miguel Servet como geógrafo, Miguel Servet como médico, Panteísmo de Servet, y anuncia la de Servet, descubridor de la circulación de la sangre. No se puede pedir más: tenemos una verdadera biblioteca servetista.

     Poco menos puede decirse de los trabajos referentes a Juan de Valdés. De todos vino a ser corona el tomo IV de la galería de Conquenses ilustres, última obra de D. Fermín Caballero, varón digno de otros tiempos, a quien, por mi fortuna, conocí y traté como a maestro y amigo en sus últimos años. Vímosle todos consagrar con noble ardor su robusta y laboriosa ancianidad al enaltecimiento de las glorias de su provincia natal, y una tras otra brotaron de su pluma las biografías de Hervás y Panduro, nuestro primer filólogo; de Melchor Cano, luz de nuestros teólogos; de Alonso Díaz de Montalvo, uno de los padres [39] de nuestra jurisprudencia, y, finalmente, de los hermanos Juan y Alfonso de Valdés, que es la que ahora nos interesa. El tomo IV de Hijos ilustres de Cuenca, además de reunir y condensar el fruto de los estudios anteriores, encierra muchos datos nuevos y decide las cuestiones relativas a la patria, linaje y parentesco de los Valdeses, cortando todas las dudas manifestadas por algunos eruditos. La vida de Alfonso queda en lo posible dilucidada, su posición teológica fuera de duda, puestas en claro sus relaciones con Erasmo, punto importante, hasta hoy no bien atendido: auméntase el catálogo de los documentos diplomáticos que suscribiera; y por lo que respecta a Juan, las noticias de su doctrina, enseñanzas y discípulos... exceden en seguridad y exactitud a cuanto habían dicho los biógrafos anteriores, aunque entren en cuenta Usoz, Wiffen, Boehmer y Stern.

     Esta obra, escrita con la elegante sencillez propia del autor de la Población rural, y conveniente en este linaje de estudios, va acompañada de un apéndice de 85 documentos, entre ellos más de treinta cartas inéditas de Alfonso de Valdés o a él dirigidas, que se guardan en la curiosa colección de Cartas de Erasmo y otros, existente en la biblioteca de la Real Academia de la Historia. Enriquecen asimismo esta sección desconocidos papeles, sacados del archivo de Simancas y del de la ciudad de Cuenca, que, naturalmente, se ocultaron a la diligencia de los investigadores extranjeros. ¡Fortuna y gloria ha sido para Juan de Valdés encontrar uno tras otro tan notables biógrafos y comentadores, premio bien merecido (aparte de sus errores) por aquel acrisolado escritor, modelo de prosa castellana, de quien cantó David Rogers:

Valdesio hispanus scriptore superbiat orbis!

 

     Poco antes de su muerte preparaba D. Fermín Caballero las biografías del antiguo heterodoxo Gonzalo de Cuenca, de Juan Díaz y de Constantino de la Fuente. Quedaron casi terminadas y en disposición de darse a la estampa, lo cual se hará presto, según imagino, para resarcir en alguna manera la pérdida irreparable que con la muerte de su autor experimentó la ciencia española.

     Si a los libros y memorias citados añadimos cuatro artículos sobre la España protestante, escritos en lengua francesa por el Sr. Guardia en las Revistas de Ambos Mundos y Germánica, con ocasión de las publicaciones de M'Crie, Castro y Usoz, habremos mencionado casi todo lo que en estos últimos años se ha impreso acerca de la Reforma en España. Están reunidos en buena parte los materiales y se puede ya escribir la historia. ¡Ojalá que el primero a quien ocurrió esta idea hubiese llegado a realizarla! Otra historia leeríamos llena de saber y de claridad y no esta seca y desmedrada crónica mía. Don Pedro José Pidal, a quien corresponde el mérito de haber iniciado entre [40] nosotros este género de estudios, publicando en 1848 (cuando sólo M'Crie había escrito) su artículo De Juan de Valdés, y si es autor del Diálogo de las lenguas, tenía en proyecto una Historia de la reforma en España, y aun dejó entre sus papeles tres o cuatro notas a este propósito. Distrajéronle otras tareas, y la obra no pasó adelante.

     De manifestaciones heterodoxas, anteriores o posteriores al protestantismo, se ha escrito poco, a lo menos en monografías especiales. Pero como capítulos de nuestra Historia eclesiástica (30) ha tratado de algunas de ellas con su habitual maestría de canonista y de expositor D. Vicente de la Fuente, a quien debemos también una Historia de las sociedades secretas en España y varios opúsculos útiles. Las biografías de cada heterodoxo y otros escritos sueltos irán indicados en sus lugares respectivos, de igual suerte que los ensayos concernientes a la Historia de las artes mágicas, entre los cuales se distingue el de D. José Amador de los Ríos.

     No sé si con vocación o sin ella, pero persuadido de la importancia del asunto y observando con pena que sólo le explotan (con leves excepciones) escritores heréticos y extranjeros, tracé tiempo atrás el plan de una Historia de los heterodoxos españoles con espíritu español y católico, en la cual, aparte de lo ya conocido, entrasen mis propias investigaciones y juicios sobre sucesos y personajes poco o mal estudiados. Porque la historia de nuestros protestantes sería acéfala y casi infecunda si la considerásemos aislada y como independiente del cuadro general de la heterodoxia ibérica. No debe constituir una obra aparte, sino un capítulo el más extenso (y quizá no el más importante) del libro en que se expongan el origen, progresos y vicisitudes en España de todas las doctrinas opuestas al catolicismo, aunque nacidas en su seno. Cuantos extravagaron en cualquier sentido de la ortodoxia han de encontrar cabida en las páginas de este libro. Prisciliano, Elipando y Félix, Hostegesis, Claudio, el español Mauricio, Arnaldo de Vilanova, Fr. Tomás Scoto, Pedro de Osma..., tienen el mismo derecho a figurar en él que Valdés, Enzinas, Servet, Constantino, Cazalla, Casiodoro de Reina o Cipriano de Valera. Clamen cuanto quieran los protestantes por verse al lado de alumbrados y molinosistas, de jansenistas y enciclopedistas. Quéjense los partidarios de la novísima filosofía de verse confundidos con las brujas de Logroño. El mal es inevitable: todos han de aparecer aquí como en tablilla de excomunión; pero a cada cual haremos los honores de la casa según sus méritos.

     El título de Historia de los heterodoxos me ha parecido más general y comprensivo que el de Historia de los herejes. Todos mis personajes se parecen en haber sido católicos primero y haberse apartado luego de las enseñanzas de la Iglesia, en todo o en parte, con protestas de sumisión o sin ellas, para tomar [41] otra religión o para no tornar ninguna. Comprende, pues, esta historia:

     1.º Lo que propia y, más generalmente se llama herejía, es decir, el error en algún punto dogmático o en varios, pero sin negar, a lo menos, la Revelación.

     2.º La impiedad con los diversos nombres y matices de deísmo, naturalismo, panteísmo, ateísmo, etc.

     3.º Las sectas ocultas e iluminadas. El culto demoníaco o brujería. Los restos idolátricos. Las supersticiones fatalistas, etc.

     4.º La apostasía (judaizantes, moriscos, etc.), aunque, en rigor, todo hereje es apóstata (31).

     Por incidencia habremos de tratar cuestiones de otra índole, entrar en defensa de ciertos personajes calumniados de heterodoxia, poner en su punto las relaciones de ésta con la historia social, política y literaria, etc., todo con la claridad y distinción posibles.

     Tiene esta historia sus límites de tiempo y de lugar, como todas. Empieza con los orígenes de nuestra Iglesia y acabará con la última doctrina o propaganda herética que en España se haya divulgado hasta el punto y hora en que yo cierre el último volumen (32). Largo tiempo dudé si incluir a los vivos, juzgando [42] cortesía literaria el respetarlos, y más en asunto de suyo delicado y expuesto a complicaciones, como que llega y toca al sagrario de la conciencia. Ciertamente que, si en España reinara la unidad católica, en modo alguno los incluiría, para que esta obra no llevase visos de delación o libelo; cosa de todo en todo opuesta a mi carácter e intenciones. Pero ya que, por voluntad de los legisladores y contra la voluntad del país, tenemos tolerancia religiosa, que de hecho se convierte en libertad de cultos, ¿a quién perjudico con señalar las tendencias religiosas de cada uno y los elementos que dañosamente influyen en el desconcierto moral del pueblo español? ¿Por ventura descubro algún secreto al tratar de opiniones que sus autores, lejos de ocultar, propalan a voz en grito en libros y revistas, en cátedras y discursos? Para alejar toda sospecha prescindiré en esta última parte de mi Historia (con rarísimas excepciones) de papeles manuscritos, correspondencias, etc. Todo irá fundado en obras impresas, en actos públicos, en documentos oficiales. Lo más desagradable para algunos será el ver contadas y anotadas sus evoluciones de bien en mal y de mal en peor, sus falsas protestas de catolicismo y otros lapsus que sin duda tendrán ya olvidados. Pero littera scripta manet, y no tengo yo la culpa de que las cosas hayan pasado así y no de otra manera.

     Por lo que hace a la categoría de lugar, este libro abraza toda España, es decir, toda la península Hispánica, malamente llamada Ibérica, puesto que la unidad de la historia, y de ésta más que de ninguna, impide atender a artificiales divisiones políticas. En los mismos tiempos y con iguales caracteres se ha desarrollado la heterodoxia en Portugal que en Castilla. Estudiarla en uno de los reinos y no en el otro, equivaldría a dejar incompletas y sin explicación muchas cosas. Por eso, al lado de Francisco de Enzinas figurará Damián de Goes; cerca de Cipriano de Valera colocaré a Juan Ferreira de Almeida; el caballero Oliveira irá a la cabeza de los escasos protestantes del siglo pasado, y el célebre autor de la Tentativa teológica será para nosotros el tipo del jansenista español, juntamente con los canonistas de la corte de Carlos III.

     Ha de mostrar la historia unidad de pensamiento, so pena de degenerar en mera recopilación de hechos más o menos curiosos, exóticos y peregrinos. Conviene, pues, fijar y poner en su punto el criterio que ha de presidir en estas páginas.

     La historia de la heterodoxia española puede ser escrita de tres maneras:

     1.ª En sentido de indiferencia absoluta, sin apreciar el valor de las doctrinas o aplicándoles la regla de un juicio vacilante con visos de imparcial y despreocupado.

     2.ª Con criterio heterodoxo, protestante o racionalista.

     3.ª Con el criterio de la ortodoxia católica. 

     No debe ser escrita con esa indiferencia que presume de imparcialidad, porque este criterio sólo puede aplicarse (y con [43] hartas dificultades) a una narración de hechos externos, de batallas, de negociaciones diplomáticas o de conquistas (y aun éstas, en sus efectos, no en sus causas): nunca a una historia de doctrinas y de libros, en que la crítica ha de decidirse necesariamente por el bien o por el mal, por la luz o por las tinieblas, por la verdad o por el error, someterse a un principio y juzgar con arreglo a él cada uno de los casos particulares. Y desde el momento en que esto hace, pierde el escritor aquella imparcialidad estricta de que blasonan muchos y que muy pocos cumplen, y entra forzosamente en uno de los términos del dilema: o juzga con el criterio que llamo heterodoxo, y que puede ser protestante o racionalista según que acepte o no la Revelación, o humilla (¡bendita humillación!) su cabeza al yugo de la verdad católica, y de ella recibe luz y guía en sus investigaciones y en sus juicios. Y si el historiador se propone únicamente referir hechos y recopilar noticias, valiéndose sólo de la crítica externa, pierde la calidad de tal; hará una excelente bibliografía como la del Dr. Boehmer, pero no una historia. 

     Gracias a Dios, no soy fatalista, ni he llegado ni llegaré nunca a dudar de la libertad humana, ni creo, como los hegelianos, en la identidad de las proposiciones contrarias, verdaderas las dos como manifestaciones de la idea o evoluciones diversas de lo Absoluto, ni juzgo la historia como simple materia observable y experimentable al modo de los positivistas. Católico soy, y, como católico, afirmo la providencia, la revelación, él libre albedrío, la ley moral, bases de toda historia. Y si la historia que escribo es de ideas  religiosas, y estas ideas pugnan con las mías y con la doctrina de la Iglesia, ¿qué he de hacer sino condenarlas? En reglas de lógica y en ley de hombre honrado y creyente sincero, tengo obligación de hacerlo. 

     Y ¿para cuándo guardas la imparcialidad?, se me dirá. ¿No es ésa la primera cualidad del narrador, según rezan todos los tratados de conscribenda historia desde Luciano acá? La respuesta es fácil: mi historia será parcial (y perdóneseme lo inexacto de la frase, puesto que la verdad no es parte, sino todo) en los principios; imparcial, esto es, veracísima, en cuanto a los hechos, procurando que el amor a la santa causa no me arrastre a injusticias con sus mayores adversarios, respetando cuanto sea noble y digno de respeto, no buscando motivos ruines a acciones que el concepto humano tiene por grandes; en una palabra, con claridad hacia las personas, sin indulgencia para los errores. Diré la verdad lisa y entera a tirios y a troyanos sin retroceder ante ninguna averiguación, ni ocultar nada, porque el catolicismo, que es todo luz, odia las tinieblas y ninguna verdad puede ser hostil a la Verdad Suma, puesto que todas son reflejos de ella, y se encienden y apuran en su lumbre:

                              

   Que es lengua, la verdad, de Dios severa,

                              

y la lengua de Dios nunca fue muda. [44]

     Estén, pues, seguros mis lectores, que (como sea cierto) no faltará en mi historia ninguno de los hechos hasta ahora divulgados por escritores no católicos, con más otros nuevos y dignos de saberse, y que ningún sectario ha de aventajarme en la escrupulosidad con que (hasta donde mis débiles fuerzas alcancen) procuraré aquilatar y compulsar las relaciones y hacer a todos justicia. Creo que hasta podrá tachárseme de cierto interés y afición, quizá excesiva, por algunos herejes, cuyas cualidades morales o literarias me han parecido dignas de loa. Pero en esto sigo el ejemplo de los grandes controversistas cristianos, ya que en otras cosas estoy a cien leguas de ellos. Nadie ha manifestado más simpatías por el carácter de Melanchton que Bossuet en la Historia de las variaciones. Y si algún exceso notaren en esta parte los teólogos, perdónenlo en consideración a mis estudios profanos, que tal vez me hacen apreciar más de lo justo ciertas condiciones éticas y estéticas que, por ser del orden de los dones naturales, concedió el Señor con larga mano a los gentiles, y no cesa de derramar aun en los que se apartan de su ley con ceguera voluntaria y pertinaz.

     ¿Y qué habríamos de decir del que se propusiera escribir esta historia en sentido heterodoxo? Condenaríase anticipadamente a no hallar la razón de nada, ni ver salida en tan enmarañado laberinto, y nos daría fragmentos, no cuerpo de historia. Y la razón es clara: ¿cómo el escritor que juzga con prevenciones hostiles al catolicismo, y para hablar de cosas de España empieza por despojarse del espíritu español, ha de comprender la razón histórica, así del nacimiento como de la muerte de todas las doctrinas heréticas, impías o supersticiosas, desarrolladas en nuestro suelo, cuando estas herejías, impiedades y supersticiones son entre nosotros fenómenos aislados, eslabones sueltos de la cadena de nuestra cultura, plantas que, destituidas de jugo nutritivo, muy pronto se agostan y mueren, verdaderas aberraciones intelectuales, que sólo se explican refiriéndolas al principio de que aberran? ¿Cómo ha de explicar el que con tal sistema escriba por qué no arraigó en España en el siglo XVI el protestantismo, sostenido por escritores eminentes como Juan de Valdés, sabios helenistas como Francisco de Enzinas y Pedro Núñez Vela, doctos hebraizantes como Antonio del Corro y Casiodoro de Reina, literatos llenos de amenidad y de talento como el ignorado autor de El Crótalon (33), e infatigables propagandistas al modo de Julián Hernández y Cipriano de Valera? ¿Cómo una doctrina que tuvo eco en los palacios de los magnates, en los campamentos, en las aulas de las universidades y en los monasterios, que no carecía de raíces y antecedentes, así sociales como religiosos; que llegó a constituir secretas congregaciones en Valladolid y en Sevilla, desaparece [45] en el transcurso de pocos años, sin dejar más huella de su paso que algunos fugitivos en tierras extrañas, que desde allí publican libros, no leídos o despreciados en España? Porque hablar del fanatismo, de la intolerancia religiosa, de los rigores de la Inquisición y de Felipe II es tomar el efecto por la causa o recurrir a lugares comunes, que no sirven, ni por asomos, para resolver la dificultad. Pues qué, ¿hubiera podido existir la Inquisición si el principio que dio vida a aquel popularísimo tribunal no hubiese encarnado desde muy antiguo en el pensamiento y en la conciencia del pueblo español? Si el protestantismo de Alemania o el de Ginebra no hubiese repugnado al sentimiento religioso de nuestros padres, ¿hubieran bastado los rigores de la Inquisición, ni los de Felipe II, ni los de poder alguno en la tierra para estorbar que cundiesen las nuevas doctrinas, que se formaran iglesias y congregaciones en cada pueblo, que en cada pueblo se imprimiese pública o secretamente una Biblia en romance y sin notas y que los Catecismos, los diálogos y las Confesiones reformistas penetrasen triunfantes en nuestro suelo, a despecho de la más exquisita vigilancia del Santo Oficio, como llegó a burlarla Julianillo Hernández, introduciendo dichos libros en odres y en toneles por jaca y el Pirineo de Aragón? ¿Por qué sucumbieron los luteranos españoles sin protesta y sin lucha? ¿Por qué no se reprodujeron entre nosotros las guerras religiosas que ensangrentaron a Alemania y a la vecina Francia? ¿Bastaron unas gotas de sangre derramadas en los autos de Valladolid y de Sevilla para ahogar en su nacimiento aquella secta? Pues de igual suerte hubieran bastado en Francia la tremenda jornada de Saint Barthelémy y los furores de la Liga; lo mismo hubieran logrado en Flandes las tremendas justicias del gran duque de Alba. ¿No vemos, por otra parte, que casi toda la Península permaneció libre del contagio, y que, fuera de dos o tres ciudades, apenas encontramos vestigios de organización protestante?

     Desengañémonos: nada más impopular en España que la herejía, y de todas las herejías, el protestantismo. Lo mismo aconteció en Italia. Aquí como allí (aun prescindiendo del elemento religioso), el espíritu latino, vivificado por el Renacimiento, protestó con inusitada violencia contra la Reforma, que es hija legítima del individualismo teutónico; el unitario genio romano rechazó la anárquica variedad del libre examen; y España, que aún tenía el brazo teñido en sangre mora y acababa de expulsar a los judíos, mostró en la conservación de la unidad, a tanto precio conquistada, tesón increíble, dureza, intolerancia, si queréis; pero noble y salvadora intolerancia. Nosotros, que habíamos desarraigado de Europa el fatalismo mahometano, ¿podíamos abrir las puertas a la doctrina del servo arbitrio y de la fe sin las obras? Y para que todo fuera hostil a la Reforma en el Mediodía de Europa, hasta el sentimiento artístico clamaba contra la barbarie iconoclasta. [46]

     No neguemos, sin embargo, que el peligro fue grande, que entre los hombres arrastrados por el torbellino hubo algunos de no poco entendimiento, y otros temibles por su prestigio e influencia. Pero ¿qué son ni qué valen todos ellos contra el unánime sentimiento nacional. Hoy es el día en que, a pesar de tantas rehabilitaciones, ninguno de esos nombres es popular (ni conocido apenas) en España. Hasta los librepensadores los ignoran o menosprecian. ¿No prueban algo esta absoluta indiferencia, este desdén de todo un pueblo? ¿No indican bien a las claras que esos hombres no fueron intérpretes de la raza, sino de sus propias y solitarias imaginaciones? Y si otra prueba necesitáramos, nos la daría su propio estilo, generalmente notable, pero muy poco español cuando discurrieron de materias teológicas. Hay en los mejores (ora escriban en latín, ora en castellano) cierto sabor exótico, cierta sequedad dogmática, una falta de vida y de abundancia, que contrastan con el general decir de nuestros prosistas, y con el de los protestantes mismos, cuando tratan de materias indiferentes u olvidan sus infaustos sistemas. Compárese el estilo de Juan de Valdés en los Comentarios a las Epístolas de San Pablo con el de sus Diálogos, y se verá la diferencia. La prosa de Juan Pérez y de Cipriano de Valera es mucho más ginebrina que castellana. Y es que la lengua de Castilla no se forjó para decir herejías. Medrado quedará el que no conozca más teólogos ni místicos ni literatos españoles que los diez o doce reformistas, cuyos libros imprimió Usoz, o crea encontrar en ellos el alma de España en el siglo XVI. Y paréceme que a Wiffen y a otros eruditos extranjeros les ha sucedido mucho de esto.

     Para mí, la Reforma en España es sólo un episodio curioso y de no grande trascendencia. A otros descarríos ha sido y es más propenso el pensamiento ibérico. Hostil siempre a esos términos medios, cuando se aparta de la verdad católica, hácelo para llevar el error a sus últimas consecuencias: no se para en Lutero ni en Calvino, y suele lanzarse en el antitrinitarismo, en el racionalismo y, más generalmente, en el panteísmo crudo y neto, sin reticencias ni ambages. En casi todos los heterodoxos españoles de cuenta y de alguna originalidad es fácil descubrir el germen panteísta.

     Pero ni aun éste es indígena: el gnosticismo viene de Egipto; el avicebronismo y el averroísmo, de los judíos y de los árabes; las teorías de Miguel Servet son una transformación del neoplatonismo; las sectas alumbradas y quietistas han pasado por Italia y Alemania antes de venir a nuestra tierra. El molinosismo, que a primera vista pudiera juzgarse (y han juzgado algunos) herejía propia de nuestro carácter y exageración o desquiciamiento de la doctrina mística, nada tiene que ver con el sublime misticismo de nuestros clásicos. Sabemos bien sus antecedentes: es el error de los iluminados de Italia; que en Italia misma contagió a Molinos, que fue acérrimamente combatido [47] entre nosotros, y que si dio ocasión a algunos procesos de monjas y de beatas hasta fines del pasado siglo, jamás hizo el ruido ni produjo el escándalo que en la Francia de Luis XIV, ni contó sectarios tan venerados como Francisco Le Combe y Juana Guyón, ni halló un Fenelón que, aunque de buena fe, saliese a su defensa, porque en España fueron valladar incontrastable el misticismo sano y la escasa afición de nuestros mayores a novedades sutiles y refinadas, aun en el campo de la devoción.

     Por igual razón, el culto diabólico, la brujería, expresión vulgar del maniqueísmo o residuo de la adoración pagana a las divinidades infernales, aunque vive y se mantiene oculto en la Península como en el resto de Europa, del modo que lo testifican los herejes de Amboto, las narraciones del autor de El Crótalon, el Auto de fe de Logroño, los libros demonológicos de Benito Pereiro y Martín del Río, la Reprobación de hechicerías, de Pedro Ciruelo; el Discurso de Pedro de Valencia acerca de las brujas y cosas tocantes a magia, el Coloquio de los perros, de Cervantes..., y mil autoridades más que pudieran citarse, ni llega a tomar el incremento que en otros países, ni es refrenado con tan horrendos castigos como en Alemania, ni tomado tan en serio por sus impugnadores, que muchas veces le consideran, más que práctica supersticiosa, capa para ocultar torpezas y maleficios de la gente de mal vivir que concurría a esos conciliábulos. Y es cierto asimismo que el carácter de brujas y hechiceras aparece en nuestros novelistas como inseparable del de zurcidoras de voluntades o celestinas.

     Y fuera de estas generales direcciones, ¿qué nos presenta la heterodoxia española? Nombres oscuros de antitrinitarios como Alfonso Lincurio, de deístas como Uriel da Costa y Prado, algún emanatista como Martínez Pascual, algún teofilántropo como Santa Cruz, algún protestante liberal como D. Juan Calderón, un solo cuáquero, que es Usoz..., es decir, extravagancias y errores particulares. Luego, los inevitables influjos extranjeros; el jansenismo francés, apoyado y sostenido por los poderes civiles; el enciclopedismo, los sistemas alemanes modernos, el positivismo. Pero ninguna de estas doctrinas ha logrado, ni las que aún viven y tienen boga y prosélitos lograrán, sustraerse a la inevitable muerte que en España amenaza a toda doctrina repugnante al principio de nuestra cultura, a la mica salis que yace en el fondo de todas nuestras instituciones y creencias. Convénzanse los flamantes apóstoles y dogmatizadores de la suerte que en esta ingrata patria les espera. Caerán sus nombres en el olvido hasta que algún bibliógrafo los resucite como resucitamos hay el de Miguel de Monserrate o el del caballero Oliveira. Sus libros pasarán a la honrada categoría de rarezas, donde figuran el Exemplar humanae vitae, el Tratado de la reintegración de los seres, el Culto de la humanidad, la Unidad simbólica y la Armonía del [48] mundo racional. ¿No ha ido ya a hacerles compañía la Analítica con su racionalismo armónico y su panentheísmo hipócrita, sus laberínticas definiciones de la sustancia, su concepto del hombre, que es en, bajo, mediante Dios divino, y su unión de la naturaleza y del espíritu, que tiene en el esquema del ser la figura de una lenteja?

     Ahora bien, ¿cabe en lo posible que el escritor heterodoxo prescinda de todas sus preocupaciones y resabios, y crea y confiese la razón por qué todas las herejías, supersticiones e impiedades vienen a estrellarse en nuestra tierra, o viven corta, oscura y trabajosa vida? Paréceme que no; pienso que la historia de nuestros heterodoxos sólo debe ser escrita en sentido católico, y sólo en el catolicismo puede encontrar el principio de unidad que ha de resplandecer en toda obra humana. Precisamente porque el dogma católico es el eje de nuestra cultura, y católicos son nuestra filosofía, nuestro arte y todas las manifestaciones del principio civilizador en suma, no han prevalecido las corrientes de erradas doctrinas, y ninguna herejía ha nacido en nuestra tierra, aunque todas han pasado por ella, para que se cumpla lo que dijo el Apóstol: Oportet haereses esse (34).

     Y si conviene que las haya, también es conveniente estudiarlas, para que, conocida su filiación e historia, no deslumbren a los incautos cuando aparezcan remozadas en rico traje y arreo juvenil. Por tres conceptos será útil la historia de los heterodoxos:

     1.º Como recopilación de hechos curiosos y dados al olvido, hechos harto más importantes que los combates y los tratados diplomáticos.

     2.º Como recuerdo incidental de glorias literarias y aun científicas, perdidas u olvidadas por nuestra incuria o negligencia.

     3.º Porque, como toda historia de aberraciones humanas, encierra grandes y provechosísimas enseñanzas. Sirve pare abatir el orgullo de los próceres del saber y de la inteligencia, mostrándoles que también caen los cedros encumbrados a par de los humildes arbustos, y que si sucumbieron los Priscilianos, los Arnaldos de Vilanova, los Pedro de Osma, los Valdeses, los Enzinas y los Blancos, ¿qué cabeza puede creerse segura de errores y desvanecimientos?

     Sinteticemos en concisa fórmula el pensamiento capital de esta obra: «El genio español es eminentemente católico: la heterodoxia es entre nosotros accidente y ráfaga pasajera.» [49]

     Al lector atañe juzgar si se deduce o no esta consecuencia del número grande de hechos que aquí expondré como sincero y leal narrador. Debo explicar ahora el orden y enlace de las materias contenidas en estos volúmenes, el plan como si dijéramos, y en esto seré brevísimo, porque no me gusta detener al lector en el zaguán de la obra, aun siendo uso y costumbre de historiadores encabezar sus libros con pesadísimas introducciones.

     Nacida nuestra Iglesia al calor de la santa palabra del Apóstol de las Gentes y de los varones apostólicos, apurada y acrisolada en el fuego de la persecución y del martirio, muéstrase, desde sus comienzos, fuerte en el combate, sabia y rigurosa en la disciplina. Sólo turban esta época feliz la apostasía de los libeláticos Basílides y Marcial, algunos vestigios de superstición condenados en el concilio de Ilíberis y el apoyo por la española Lucila a los donatistas de Cartago. Amplia materia nos ofrece en el siglo y la herejía priscilianista con todas las cuestiones pertinentes a sus orígenes, desarrollo en España, literatura y sistema teológico-filosófico. Tampoco son para olvidadas la reacción ithaciana ni la origenista, representada por los dos Avitos Bracarenses.

     Entre las herejías de la época visigoda descuella el arrianismo, con el cual (a pesar de no haber contagiado ni a una parte mínima de la población española) tuvo que lidiar reñidas batallas el episcopado hispano-latino, defensor de la fe y de la civilización contra el elemento bárbaro. Grato es asistir al vencimiento de este último, primero en Galicia bajo la dominación de los suevos; después en el tercer concilio Toledano, imperando Recaredo. Aún cercaron otros peligros a la población española: el nestorianismo, denunciado en 431 por los presbíteros Vital y Constancio a San Capreolo; el maniqueísmo, predicado en tierras de León y Extremadura por Pacencio; el materialismo de un obispo, cuyo nombre calló su enérgico adversario Liciniano; la herejía de los acéfalos, divulgada en Andalucía por un obispo sirio, etc.

     En el tristísimo siglo VIII (primero de la España reconquistadora), no es de admirar que algún resabio empañase en ciertos espíritus inquietos la pureza de la fe, aunque a dicha no faltaron celosos campeones de la ortodoxia. De uno y otro da testimonio la polémica de Beato y Heterio contra la herejía de Elipando de Toledo y Félix de Urgel, que bastó a poner en conmoción el mundo cristiano, levantando para refutarla las valientes plumas de Alcuino, Paulino de Aquileya y Agobardo.

     Al examen de esta herejía, de sus orígenes y consecuencias seguirá el estudio de la heterodoxia entre los mozárabes cordobeses, ya se traduzca en apostasías como la de Bodo Eleázaro, briosamente impugnado por Álvaro Cordobés; ya en nuevos errores, como el de los casianos o acéfalos, condenados por el concilio de Córdoba en 839; ya en debilidades como la de Recafredo (35), [50] hasta tomar su última y más repugnante forma en el antropomorfismo del obispo malacitano Hostegesis, contra cuya enseñanza materialista y grosera movió el Señor la lengua y la pluma del abad Samsón en su elocuente Apologético.

     Otra tribulación excitó en el siglo IX, pero no en España, sino en Italia, el español Claudio, obispo de Turín y discípulo de Félix, renovando el fanatismo de los iconoclastas de Bizancio, que intentó defender en su curioso Apologeticon, reciamente impugnado por Jonás Aurelianense y Dungalo. ¿Y cómo no recordar a otro sabio español de los que florecieron en las Galias bajo la dominación carolingia, a Prudencio Galindo, obispo de Troyes, que en dos conceptos nos pertenece: como acusado falsamente de herejía y como refutador brillante de los heréticos pareceres de Juan Scoto Erígena, maestro palatino de Carlos el Calvo?

     En los siglos X y XI, ningún error (fuera del pueril de los gramáticos) penetró en España. Pongo por término a este segundo libro de mi historia el año 1085, fecha de la memorable conquista de Toledo.

     Grandes novedades trajo a la cultura española aquel hecho de armas. Dos influjos comenzaron a trabajar simultáneamente. El ultrapirenaico o galicano, amparado por nuestros reyes y por el general espíritu de los tiempos, nos condujo a la mudanza de rito, hecho triste en sí para toda alma española, pero beneficioso, en último resultado, por cuanto estrechó nuestros vínculos con los demás pueblos cristianos, sacrificando una tradición gloriosa en aras de la unidad. El sentimiento nacional se quejó, y hoy mismo recuerda con cierto pesar aquel trueque; pero cedió, porque nada esencial perdía y se acercaba más a Roma. ¡Tan poderosa ha sido siempre entre nosotros la adhesión a la Cátedra de San Pedro!

     Los modos y caminos por donde otro influjo, el semítico, se inoculó en la ciencia española no son tan conocidos como debieran, aunque para la historia de las ideas en la Europa occidental tienen mucha importancia. El saber de árabes y judíos andaba mezclado con graves errores cuando en el siglo XII, por medio del colegio de intérpretes que estableció en Toledo el arzobispo D. Raimundo, y gracias a la asidua labor de hebreos y mozárabes, se tradujeron sucesivamente las obras filosóficas de Avicena, Algazel, Alfarabi, Avicebrón, etc. El más ilustre de aquellos traductores, Domingo Gundisalvo, arcediano de Segovia, enseñó abiertamente las principales ideas de la escuela alejandrina en su tratado De processione mundi, bebiendo su doctrina en la Fuente de la Vida, del gran poeta judío Abén Gabirol. Divulgadas estas doctrinas en las aulas de París por los libros y traducciones del mismo Gundisalvo, de Juan el Hispalense y de los extranjeros que, anhelosos de poseer la ciencia [51] oriental, acudían a Toledo, nace muy pronto una nueva y formidable herejía, cuyos corifeos, dos veces anatemizados, fueron Amaury de Chartres, David de Dinant y el español Mauricio. El panteísmo semítico-hispano continuó en el siglo XIII inficionando la escolástica, pero no ya con el carácter de avicebronismo, sino con el de averroísmo y teoría del intelecto uno. Así le combatieron y derrotaron Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino; pero, no obstante sus derrotas, y convertido en bandera y pretexto de todas las impiedades que ya comenzaban a fermentar, tocó los límites del escándalo en el turbulento y oscurísimo siglo XIV, encarnándose, por lo que hace a España, en la singular figura de Fr. Tomás Scoto y en la mítica blasfemia (no libro) De tribus impostoribus.

     La hipócrita distinción averroísta entre la verdad teológica y la filosófica provoca la enérgica reacción luliana, que, por ir más allá de lo justo, borró los límites de las dos esferas, inclinándose a la teoría de la fe propedéutica, de la cual (bien contra la voluntad de sus autores) se encuentran vislumbres en varios libros del maestro y en el prólogo del tratado de Las criaturas, de Raimundo Sabunde. De aquí la oposición de los dominicos y la ardiente controversia entre tomistas y lulianos, en la cual rompió Eymerich las primeras lanzas.

     Paralelamente a las controversias de la Escuela es necesario estudiar las de la plaza pública, porque siempre las ideas han tendido a convertirse en hechos. Fuerza es, por tanto, penetrar en el laberinto de las herejías populares de la Edad Media, inquiriendo los escasos vestigios que de su paso en España dejaron, ya los albigenses, acaudillados por un tal Arnaldo en tierras de León; ya los valdenses, Insabattatos y pobres de Lugduno, perseguidos en Cataluña por los edictos de D. Pedro el Católico, defensor luego de los herejes de Provenza; ya los begardos o beguinos, sectarios todos, que (con diversos títulos) se parecían en aspirar a cierta manera de renovación social. Poco más que algunos nombres y fechas pueden registrarse en este período. Durán de Huesca, Pedro Oler, Fr. Bonanato, Durán de Baldach. Jacobo Yusti, Bartolomé Janoessio y otros fanáticos apenas han dejado más que sus nombres en las inestimables páginas de Eymerich.

     Harto más sabemos de los que soñaban con la proximidad del reino de los milenarios y fijaban el día de la venida del Anticristo, clamando a la vez (sin vocación e intempestivamente) por reformas en la Iglesia, diciéndose iluminados y profetas y mostrando en sus conatos marcada propensión al laicismo. De tales ideas se hizo apóstol el insigne médico Arnaldo de Vilanova, seguido por Juan de Peratallada (Rupescissa) y por algún otro visionario. Con ellos se enlazan los místicos, partidarios de las profecías del abad Joaquín y del Evangelio eterno. Contribuyeron a aumentar la confusión los errores y extravagancias individuales de Gonzalo de Cuenca, Nicolás de Calabria, Raimundo [52] de Tárrega. Pedro Riera. etc., y la secta de los Fratricelli, que, con el nombre de herejes de Durango, sirve como de puente entre los antiguos begardos y los alumbrados del siglo XVI.

     Pedro de Osma, el Wicleff o el Juan de Huss español, verdadero precursor de la pseudo-reforma, cierra la Edad Media. En adelante la heterodoxia se caracteriza por el libre examen y el abandono del principio de autoridad.

     Pero antes de historiar la gran crisis, justo parece despedirnos del averroísmo, que en el siglo XVI lanzaba sus últimos destellos en la escuela de Padua. Allí enseñó el sevillano Juan Montes de Oca, en quien (además de haber defendido la supuesta oposición entre la verdad teológica y la filosófica) es de notar cierta tendencia a las funestas audacias que por entonces divulgaba su comprofesor Pedro Pomponazzi.

     El hecho capital del siglo XVI, la llamada Reforma, alcanzó a España muy desde el principio. Allanáronla el camino, produciendo sorda agitación en los ánimos (preludio y amago de la tempestad), las reimpresiones y traducciones que aquí se hicieron de los mordaces escritos de Erasmo y las controversias excitadas por estos mismos libros. Entre los defensores de Erasmo los hubo de buena fe y muy ortodoxos. Tampoco sus adversarios carecían de autoridad ni de crédito. Si de una parte estaban el arzobispo Fonseca, Fr. Alonso de Virués, Juan de Vergara (los cuales, sin aprobar cuanto Erasmo decía, tiraban a disculparle, movidos de su amistad y del crédito de sus letras), lidiaban por el otro bando Diego López de Stúñiga, Sancho Carranza de Miranda y después Carvajal y Sepúlveda. Las fuerzas eran iguales, pero la cuestión no debía durar mucho, porque los acontecimientos se precipitaron, y tras de Erasmo vino Lutero, con lo cual fue cosa arriesgada el titularse erasmista. De los que en España seguían esta voz y parcialidad, muy pocos llegaron a las extremas consecuencias: quizá Pedro de Lerma y Mateo Pascual; de seguro Alfonso de Valdés y Damián de Goes. Entrambos están a dos pasos del luteranismo, a pesar de sus timideces y vacilaciones. El secretario de Carlos V mostró bien a las claras sus opiniones religiosas en el Diálogo de Lactancio y en muchos de sus actos políticos. En cuanto al cronista de Portugal, su proceso aclara bastante cuáles fueron sus tendencias.

     Pero el primero que resueltamente se lanzó en los torcidos caminos del libre examen fue Juan de Valdés, la figura más noble y simpática y el escritor más elegante entre los herejes españoles. Si empezó, como todos, por burlas y facecias contra Roma en el Diálogo de Mercurio y Carón, pronto hubo de hastiarse de las ideas de los primeros reformadores, para profesar un nuevo género de ascetismo, y, aplicando con todo rigor el principio de la interpretación individual de las Escrituras, fue tildado de unitario, aunque lo nieguen con ahínco los protestantes ortodoxos. En manos de Valdés se transforma [53] y latiniza en lo posible el protestantismo rudo y escolástico de los alemanes, haciéndose en la forma dulce, poético y halagador, como acomodado a los oídos de la bella y discretísima Julia Gonzaga, Diótima de este nuevo Sócrates. Y poética fue hasta su manera de enseñar en la ribera de Chiaja, delante de aquel espléndido golfo de Nápoles, donde juntó la naturaleza todas sus armonías.

     A esta primera generación de protestantes españoles pertenece el helenista Francisco de Enzinas, discípulo de Melanchton y hombre de peregrinas aventuras, que en parte describió él mismo; el Dr. Juan Díaz, Jaime de Enzinas y Francisco de San Román, primeras víctimas de estas alteraciones.

     Pero a todos oscurece Miguel Servet, el pensador más profundo y original que salió de aquel torbellino, la verdadera encarnación del espíritu de rebeldía y aventura que seguían otros con más timidez y menos lógica. Sacrificóle la intolerancia protestante, el libre examen asustado ya de su propia obra y sin valor para arrostrar las consecuencias.

     Ocasión será, cuando de Servet hablemos, para investigar los orígenes de su doctrina teológica, los caracteres que la separan y distinguen del socinianismo y demás herejías antitrinitarias; y apreciar a la vez el elemento neoplatónico visible en su teoría del Logos, y las semejanzas y diferencias de este panteísmo con los demás que presenta la historia de la filosofía, y en especial de la nuestra. En lo que hace al antitrinitarismo, un solo discípulo tuvo Servet en el siglo XVI: el catalán Alfonso Lincurio, de quien apenas sabemos más que el nombre.

     Todos los protestantes hasta aquí mencionados y que forman el primer grupo (dado que Servet y Lincurio hacen campo aparte) dogmatizaron, escribieron y acabaron su vida fuera de España. Pero la Reforma entró al poco tiempo en la Península, constituyendo dos focos principales: dos iglesias (aunque sea profanar el nombre, que aquí tomo sólo en su valor etimológico), la de Valladolid y la de Sevilla. La primera, dirigida por el Dr. Cazalla, tuvo ramificaciones e hijuelas en Toro, Zamora y otras partes de Castilla la Vieja, distinguiéndose entre sus corifeos el bachiller Herrezuelo.

     En Sevilla fue el primer dogmatizador y heresiarca un fanático, Rodrigo de Valer, con quien anduvo la Inquisición muy tolerante. Levantóse después gran llamarada, merced a las ambiciones frustradas del Dr. Egidio, a la activa propaganda de Juan Pérez y de su emisario Julián Hernández y a los sermones del Dr. Constantino.

     Dos autos de fe en Sevilla, otros dos en Valladolid, deshicieron aquella nube de verano. La ponderada efusión de sangre fue mucho menor que la que en nuestros días emplea cualquier gobierno liberal y tolerante para castigar o reprimir una conspiración militar o un motín de plazuela. [54]

     Los fugitivos de Sevilla buscaron asilo en Holanda, en Alemania o en Inglaterra. Desde allí lanzaron Casiodoro de Reina, Antonio del Corro, Cipriano de Valera, Reinaldo González de Montes sus versiones bíblicas y sus libelos vengadores. Pero la causa que defendían estaba del todo vencida en España y sus esfuerzos y protestas fueron inútiles.

     Al lado de la Reforma, y favorecidas a veces por ella, habían levantado la cabeza las misteriosas sectas alumbradas con su falso y enervado misticismo y su desprecio de la jerarquía y de las ceremonias externas. Los sucesivos procesos de Toledo, Extremadura, Sevilla y otras partes denuncian la existencia de diversos centros de herejía y de inmoralidad, que apenas destruidos retoñaban como las cabezas de la Hidra. No bastaron a extirparlas todos los esfuerzos del Santo Oficio.

     El siglo XVII es en todo una secuela del anterior. Sólo hay que notar, fuera de algunos protestantes como Nicolás Sacharles, Tejada, Juan de Luna, Salgado... (voces perdidas y sin consecuencia), un como renacimiento de las doctrinas iluminadas reducidas a cuerpo de sistema por Miguel de Molinos. El quietismo vino a reproducir en medio de la Europa cristiana las desoladoras teorías de la aniquilación y del nirvana oriental. Los protestantes batieron palmas, y vieron un auxiliar en el molinosismo: documentos hay que lo acreditan. Roma condenó el error y castigó a sus fautores. En España tuvo menos séquito que en otras partes.

     Judaizantes y moriscos, los plomos del Sacro-Monte y los librepensadores y deístas refugiados en Amsterdam (Prado, Uriel da Costa, etc.) acaban de llenar el cuadro de esta época de decadencia y de residuos (36). Las artes mágicas, que parecieron llegar a su punto culminante en el Auto de Logroño, fueron descendiendo en el transcurso de aquel siglo.

     En el XVIII los protestantes son pocos y de ninguna cuenta (Alvarado, Enzina, Sandoval); los alumbrados y molinosistas se hacen cada día más raros; de tiempo en tiempo viene algún proceso de monjas o beatas más o menos ilusas a renovar estas viejas memorias. Pero el influjo francés traído por el cambio de dinastía nos regala:

     1.º El jansenismo-regalista, no sin algún precedente en los tiempos de la dinastía austríaca.

     2.º El enciclopedismo, que se muestra de diversos modos, y más o menos embozado, en las letras, en las sociedades económicas y en las esferas administrativas.

     3.º Las sociedades secretas, poderoso instrumento de la secta anterior. [55]

     Pereira, Campomanes, Aranda, Olavide, Cabarrús, Urquijo, Marchena, Llorente... cifran y compendian estas varias direcciones. Todas ellas se habían dado la mano en hechos como el de la expulsión de los jesuitas.

     Los treinta y tres primeros años de la centuria presente son mera consecuencia y prolongación de la anterior. El jansenismo y el enciclopedismo tornan a campear en las Cortes de Cádiz y en el período constitucional del 20 al 23. El protestantismo apenas alcanza más que dos adeptos, entrambos por despecho, e hijos los dos de la incredulidad: Blanco (White) y D. Juan Calderón. Uno y otro se apartaron luego de la ortodoxia reformada para caer en el unitarismo y en el protestantismo liberal, respectivamente.

     Del reinado de D.ª Isabel II, de la era revolucionaria y de los sucesos posteriores, nada he de decir hasta que lleguen tiempo y sazón oportunos. El hecho capital, en el orden filosófico, es la propagación del panteísmo germánico. Pero además de esto, casi todas las opiniones y tendencias, ya graves, ya risibles, que en Europa ha engendrado esta época de intelectual desorden, han llegado (generalmente tarde y mal) a nuestro suelo con lances y peripecias curiosísimas. Dénos Dios vida y salud para entrar en esta postrera parte de nuestra historia, y serenidad bastante para no convertirla en sátira ni tocar los límites de la caricatura.

     Las fuentes de esta historia son muchas y variadas; pero pueden reducirse a las clases siguientes:

     1.ª Las obras mismas de los heterodoxos cuando éstas han llegado a nuestros días, cual acontece con algunas de Elipando, Claudio de Turín, Gundisalvo, Arnaldo de Vilanova y Pedro de Osma, y con las de casi todos los herejes e impíos posteriores a la invención de la imprenta (37).

     2.ª Las obras de sus impugnadores, por ejemplo las de Beato y Heterio para Elipando, el Apologético del abad Samsón para Hostegesis.

     3.ª Las obras anteriores sobre el asunto, cuales las de M'Crie, A. de Castro, Usoz, Wiffen, Boehmer, etc.; las biografías de cada uno de los heterodoxos y los principales diccionarios y catálogos bibliográficos, antiguos y modernos, españoles y extranjeros.

     4.ª Los Índices expurgatorios del Santo Oficio.

     5.ª Casi todas las obras y papeles relativos a la historia de la Inquisición desde el Directorium de Eymerich en adelante.

     6.ª Los procesos anteriores y posteriores a la Inquisición, con otros documentos análogos; v. gr.: las actas de la Congregación que condenó a Pedro de Osma.

     7.ª Los tratados generales contra las herejías y acerca del estado de la Iglesia; por ejemplo, el Collyrium fidei y el De [56] planctu Ecclesiae, de Álvaro Pelagio; la obra De haeresibus de Fr. Alfonso de Castro, etc.

     8.ª Los tratados de demonología y hechicería.

     9.ª Las historias eclesiásticas de España y las colecciones de concilios.

     10.ª Las historias generales y ciertas obras en que ni por asomo pudiera esperarse hallar nada relativo a esta materia. Inclúyese virtualmente en esta sección todo libro o papel que no lo estuviese en ninguna de las anteriores (38).

     No hay para qué entrar en más pormenores. Cada capítulo lleva en notas una indicación de las fuentes impresas o manuscritas, conocidas o incógnitas, de que me he servido.

     En lo demás, ahí está el libro y él responderá por mí. Aunque no he querido convertirle en museo de rarezas, pienso que lleva noticias harto nuevas en muchos parajes, y que excita, ya que no satisface, la curiosidad, sobre puntos oscuros y de curiosa resolución. Si en otras partes no va tan completo como yo deseara, cúlpese antes a mi poca fortuna que a mi diligencia. A los buenos católicos sobre todo, a los buenos españoles (fruta que cada día escasea más) y a los bibliófilos que no son bibliótafos (otra especie rara), les ruego encarecidamente que me ayuden con sus consejos y noticias. Ninguna estará de más para el trabajo de que hoy ofrezco las primicias.

     Convencido del interés del asunto y de la bondad de la causa que sustento, no he perdonado ni perdono empeño ni fatiga que al logro de mi deseo conduzca. He recorrido y recorro las principales bibliotecas y archivos de España y de los países que han sido teatro de las escenas que voy a describir. No rehúyo, antes bien busco el parecer y consejo de los que más saben. Dénmele de buena fe, que sinceramente le pido.

     ¡Déme Dios, sobre todo, luz en el entendimiento y mansa firmeza en la voluntad, y enderece y guíe mi pluma, para narrar sine ira et studio la triste historia del error entre las gentes peninsulares! ¡Haga Él que esta historia sirva de edificación y de provecho, y no de escándalo, al pueblo cristiano!

     Bruselas, 26 de noviembre de 1877. [57]