Capítulo II

Siglos IV y V (continuación de la España romana).

I. Gnosticismo. -II. Los agapetas (Marco, Elpidio, Agape). -III. Prisciliano y sus secuaces. -IV. El priscilianisrno después de Prisciliano. -V. Literatura priscilianista. -VI. Exposición del priscilianismo: su importancia en la historia de las herejías y en la de la ciencia española. -VII. Reacción antipriscilianista: los italianos. -VIII. Opúsculos de Prisciliano y modernas publicaciones acerca de su doctrina. -IX. El origenismo (Avitos). -X. De la polémica teológica en la España romana: Prudencio, Orosio, etc., refutan a diversos herejes de su tiempo.


- I -

Orígenes y desarrollo de las escuelas gnósticas.

     Las sectas heterodoxas que con los nombres de agapetas y priscilianistas se extendieron por la España romana eran los últimos anillos de la gran serpiente gnóstica que desde el primer [118] siglo cristiano venía enredándose al robusto tronco de la fe, pretendiendo ahogarle con pérfidos lazos. Y el gnosticismo no es herejía particular o aislada, sino más bien un conjunto o pandemonium de especulaciones teosóficas, que concuerdan en ciertos principios y se enlazan con dogmas anteriores a la predicación del cristianismo. Conviene investigar primero las doctrinas comunes y luego dar una idea de las particulares de cada escuela, sobre todo de las que en alguna manera inspiraron a Prisciliano..

     Todos estos heresiarcas respondían al dictado general, y para ellos honorífico, de gnósticos. Aspiraban a la ciencia perfecta, a la gnosis, y tenían por rudos e ignorantes a los demás cristianos. Llámanse gnósticos, dice San Juan Crisóstomo, porque pretenden saber más que los otros. Esta portentosa sabiduría no se fundaba en el racionalismo (126) ni en ninguna metódica labor intelectual. Los gnósticos no discuten, afirman siempre, y su ciencia esotérica, o vedada a los profanos, la han recibido o de la tradición apostólica o de influjos y comunicaciones, sobrenaturales. Apellídense gnósticos o pneumáticos, se apartan siempre de los psyquicos, sujetos todavía a las tinieblas del error y a los estímulos de la carne. El gnóstico posee la sabiduría reservada a los iniciados. ¿Era nueva la pretensión a esta ciencia misteriosa? De ninguna suerte: los sacerdotes orientales, brahmanes, magos y caldeos, egipcios, etc., tenían siempre, como depósito sagrado, una doctrina no revelada al vulgo. En Grecia, los misterios eleusinos por lo que hace a la religión, y en filosofía las iniciaciones pitagóricas y la separación y deslinde que todo maestro, hasta Platón, hasta Aristóteles, hacía de sus discípulos en exotéricos y esotéricos (externos e internos), indican en menor grado la misma tendencia, nacida unas veces del orgullo humano, que quiere dar más valor a la doctrina con la oscuridad y el simbolismo, y en otras ocasiones, del deseo o de la necesidad de no herir de frente las creencias oficiales y el régimen del Estado. Lo que en Oriente fue orgullo de casta o interés político, y en Grecia procedió de alguna de las causas dichas o quizá de la intención estética de dar mayor atractivo a la enseñanza, bañándola en esa media luz que suele deslumbrar más que la entera, no tenía aplicación plausible después del cristianismo, que por su carácter universal y eterno habla lo mismo al judío que al gentil, al ignorante que al sabio, y no tiene cultos misteriosos ni enseñanzas arcanas. Si en tiempos de persecución ocultó sus libros y doctrinas, fue a los paganos, no a los que habían recibido el bautismo, y pasada aquella tormenta los mostró a la faz del orbe, como quien no teme ni recela que ojos escudriñadores los vean y examinen. La gnosis, pues, era un retroceso y contradecía de todo punto a la índole popular del cristianismo. [119]

     Base de las doctrinas gnósticas fue, pues, el orgullo desenfrenado, la aspiración a la sabiduría oculta, la tendencia a poner iniciaciones y castas en un dogma donde no caben. El segundo carácter común a todas estas sectas es el misticismo: misticismo de mala ley y heterodoxo, porque, siendo dañado el árbol, no podían ser santos los frutos. Los gnósticos parten del racionalismo para matar la razón. Es el camino derecho. No prueban ni discuten, antes construyen sistemas a priori, como los idealistas alemanes del primer tercio de este siglo. Si encuentran algún axioma de sentido común, alguno de los elementos esenciales de la conciencia que parece pugnar con el sistema, le dejan aparte o le tuercen y alteran, o le tienen por hijo del entendimiento vulgar que no llegó aún a la gnosis, como si dijéramos, a la visión de Dios en vista real. Admitían en todo o en parte las Escrituras, pero aplicándoles con entera libertad la exégesis, que para ellos consistía en rechazar todo libro, párrafo o capítulo que contradijese sus imaginaciones, o en interpretar con violencia lo que no rechazaban. Marción fue el tipo de estos exegetas.

     El gnosticismo, por sus aspiraciones y procedimientos es una teosofía. Los problemas que principalmente tira a resolver son tres: el origen de los seres, el principio del mal en el mundo, la redención. En cuanto al primero, todos los gnósticos son emanatistas, y sustituyen la creación con el desarrollo eterno o temporal de la esencia divina. Luego veremos cuántas ingeniosas combinaciones imaginaron para exponerle. Por lo que hace a la causa del mal, todos los gnósticos son dualistas, con la diferencia de suponer unos eternos el principio del mal y el del bien y dar otros una existencia inferior y subordinada, como dependiente de causas temporales, a la raíz del desorden y del pecado. En lo que mira a la redención, casi todos los gnósticos la extienden al mundo intelectual o celeste, y en lo demás son dóketos, negando la unión hipostática y la humanidad de Jesucristo, cuyo cuerpo consideran como una especie de fantasma. Su christologia muestra los matices más variados y las más peregrinas extravagancias. En la moral difieren mucho los gnósticos, aunque no especularon acerca de ella de propósito. Varias sectas proclaman el ascetismo y la maceración de la carne como medios de vencer la parte hylica o material y emanciparse de ella, al paso que otras enseñaron y practicaron el principio de que, siendo todo puro para los puros, después de llegar a la perfecta gnosis, poco importaban los descarríos de la carne. En este sentido fueron precursores del molinosismo y de las sectas alumbradas.

     En las enseñanzas como en los símbolos, el gnosticismo era doctrina bastante nueva, pero no original, sino sincrética, por ser el sincretismo la ley del mundo filosófico cuando aparecieron estas herejías. En Grecia (y comprendo bajo este nombre todos los pueblos de lengua griega) estaba agotada la actividad [120] creadora: más que en fundar sistemas, se trabajaba en unirlos y concordarlos. Era época de erudición y, como si dijéramos, de senectud filosófica; pero de grande aunque poco fecundo movimiento. Las escuelas antiguas habían ido desapareciendo o transformándose. Unas enseñaban sólo moral, como los estoicos, que habían ido a sentar sus reales a Roma, y los epicúreos, que en el campo de la ética les hacían guerra, bastante olvidados ya de sus teorías físicas y cosmológicas, a las cuales no mucho antes había levantado Lucrecio imperecedero monumento. Fuera de esto, la tendencia era a mezclarse con el platonismo, que se conservaba vivo y pujante aun después de las dos metamorfosis académicas. Pero no se detuvo aquí el sincretismo, antes se hizo más amplio y rico (si la acumulación de teorías es riqueza) al tropezar en Alejandría con los dogmas del Egipto, de Judea, de Persia y aun de la India, aunque éstos de segunda mano. Así nacieron el neoplatonismo y la gnosis, sistemas paralelos y en muchas cosas idénticos, por más que se hiciesen cruda guerra, amparados los gnósticos por la bandera del cristianismo, que entendían mal y explicaban peor, y convertidos los últimos neoplatónicos en campeones del paganismo simbólicamente interpretado. La primera escuela sincrética de Alejandría anterior al gnosticismo fue la de los judíos helenistas Aristóbulo y Filón, que, enamorados por igual de la ley mosaica y de la filosofía griega, trataron de identificarlas, dando sentidos alegóricos a la primera, de la cual decían ser copia o reflejo la segunda. Aristóbulo intentó esta conciliación respecto del peripatetismo, que cada día iba perdiendo adeptos. Filón, más afortunado o más sabio, creó el neoplatonismo. Violenta los textos, da tormento a la Biblia y encuentra allí el logos platónico, las ideas arquetipas, el mundo intelectual ko/smoj nohto/j (127), la eterna Sophia, los dai/monej: afirma que en el alma hay un principio irracional, a)/logon, que no procede de Dios, sino de los espíritus inferiores, y enseña la purificación por sucesivas transformaciones, una vez libre el espíritu de la cárcel de la materia. Para Filón hay lid entre la luz y las tinieblas, entre el bien y el mal, pero lid que comenzó por el pecado, hijo de la parte inferior del alma, y que terminará con el restablecimiento del orden, gracias a los auxilios de la divina Sophia y de los buenos dai/monej, que él asimila a los ángeles de la Escritura. El sincretismo judaico-platónico de Filón encomia la vida ascética, y con él se enlaza la secta hebraica de los terapeutas. Filón es progenitor de la gnosis, no sólo por sus vislumbres emanatistas y dualistas, sino también y principalmente por la ciencia arcana que descubre en la Escritura y por las iluminaciones y éxtasis que juzga necesarios para conocer algo de la divina esencia.

     Entre los precedentes de la gnosis han contado muchos (y el mismo Matter en la primera edición de su excelente libro) la Cabala, cuyos principios tienen realmente grandísima analogía [121] con los que vamos a estudiar. El rey de la luz, o Ensoph, de quien todo ha emanado; los Sephirot, o sucesivas emanaciones: el Adam Kadmon, tipo y forma de la existencia universal, creador y conservador del mundo; el principio maléfico, representado por los Klippoth y su caudillo Belial, principio que ha de ser absorbido por el del bien, resultando la palingenesia universal; la distinción de los cuatro principios (Nephes o apetitivo, Ruaj o afectivo, Nesjamah o racional y Jaiah o espiritual) en el alma del hombre; el concepto de la materia como cárcel del espíritu..., todo esto semeja la misma cosa con el path/r a)/gnowstoj; de los gnósticos, con los eones y el pleroma, con la Sophia y el Demiurgo, con las dos raíces del maniqueísmo y con la separación del pneu=ma, de la yuxh/ y de la u(/lh en el principio vital humano. Pero hoy, que está demostrado usque ad evidentiam que la Cábala no se sistematizó y ordenó hasta los tiempos medios y que el más famoso de los libros en que se contiene, el Zohar, fue escrito por Moisés de León, judío español del siglo XIII (128), aunque las doctrinas cabalísticas tuvieran antecedentes en los tiempos más remotos del judaísmo, habremos de confesar que la Cábala es un residuo y mezcla no sólo de zoroastrismo y de tradiciones talmúdicas, sino de gnosticismo y neoplatonismo, en cuya transmisión debió de influir no poco el libro emanatista de nuestro Avicebrón intitulado Fuente de la vida.

     En el gnosticismo sirio entraron por mucho doctrinas persas y, sobre todo, la reforma mazdeísta, ya modificada por el parsismo. El Zrwan Akarana (eternidad) equivale al path/r a)/gnwstoj; el dualismo de sus emanaciones, Ormud y Ahrimanes, está puntualmente copiado en casi todas las herejías de los cuatro primeros siglos; los espíritus buenos Amhaspands, Izeds y Feruers y los maléficos o devas figuran, con diversos nombres, en la Kabala y en la gnosis, y la misma similitud hay en la parte atribuida a un espíritu ignorante o malvado, pero siempre de clase inferior (por los gnósticos llamado Demiurgo), en la creación del mundo y en la del hombre. Otro tanto digo de la restauración del orden, o llámese palingenesia final, que pondrá término al imperio del mal en el mundo.

     La gnosis egipcia, más rica que la siríaca, se arreó también con los despojos de los antiguos cultos de aquella tierra. También allí había un dios oculto, llamado Ammon o Ammon Ra; pero la jerarquía celeste era mucho más complicada que entre los persas. Los gnósticos imitaron punto por punto la distribución popular de las deidades egipcias en triadas y en tetradas, para lo que ellos llamaron syzygias; convirtieron a Neith en Ennota; conservaron a Horus, variando un poco sus atributos; adoptaron los símbolos de Knuphis y de Phta, y algunas de las leyendas de Hermes, a quien identificaron con su Christos [122] antes que hubiesen venido los neoplatónicos a apoderarse del mito hermético para atribuirle libros, ni los alquimistas a suponerle inventor de la piedra filosofal. En resumen, los gnósticos de Egipto hicieron una tentativa audaz para cristianizar la antigua y confusa religión de su país, pero el cristianismo rechazó esa doctrina sincrética, cuyos elementos panteístas y dualistas venían a turbar y empañar la pureza de su fe (129).

     En realidad, los gnósticos no eran cristianos más que de nombre. No puede darse cosa más opuesta a la sobria y severa enseñanza de las Epístolas de San Pablo, al non magis sabere quam oportet sapere, que esas teosofías y visiones orientales, que pretenden revelar lo indescifrable. Era destino del cristianismo lidiar en cada una de las dos grandes regiones del mundo antiguo con enemigos diversos. En Occidente tuvo que vencer al paganismo oficial y a la tiranía cesarista. En Oriente, la guerra fue de principios. Y no era la más temible la de los judíos recalcitrantes, ni la de los sacerdotes persas o sirios, ni la de los filósofos alejandrinos, sino la que cautelosa y solapadamente emprendían los gnósticos mezclados con el pueblo fiel, y partícipes en apariencia de su lenguaje y enseñanza.

     Los primeros vestigios de esta contienda se hallan en el Nuevo Testamento. Ya San Pablo describió con vivísimos colores a los gnósticos de su tiempo y dijo a Timoteo: Depositum custodi, devitans prophanas verborum novitates et oppositiones falsi nominis scientiae (kainofoni/aj dice el texto griego), condenando en otro lugar de la misma epístola los mitos y genealogías interminables, que deben ser los eones-sephirot de los gnósticos, conforme sienten los antiguos expositores. En la Epístola a los Colosenses refuta más de propósito opiniones que, si no pertenecen a los gnósticos, han de atribuirse a los padres y maestros inmediatos de tales herejes. El Evangelio de San Juan, sobre todo en el primer capítulo, va dirigido contra los nicolaítas y los cerintianos, dos ramas del primitivo gnosticismo.

     No voy a hacer la historia de éste, tratada ya por Matter con método y riqueza de datos, aunque con excesivo entusiasmo por aquellas sectas (130). Quien desee conocer las fuentes, deberá consultar la Pistis Sophia, atribuida por error al heresiarca Valentino; algunos evangelios apócrifos, en que han quedado vestigios de los errores de que escribo; los cinco libros de San Ireneo contra las herejías, los Stromata de Clemente Alejandrino, las obras de Orígenes contra Celso y Marción, los Philosophoumena, que con escaso fundamento se le atribuyen; los himnos antignósticos del sirio San Efrén, el tratado de las Herejías de San Epifanio, el de las Fábulas heréticas de Teodoreto; [123] y, por lo que hace a los latines (que en esta parte son de poco auxilio), los libros de Tertuliano (131) contra Valentino y Marción y los catálogos de herejías compilados por Filastro de Brescia y San Agustín. Si a esto se agrega la refutación de las doctrinas gnósticas hecha por el neoplatónico Plotino y las colecciones de piedras y amuletos usados por los partidarios de la gnosis egipcia (132), tendremos apuntados todos los materiales puestos hasta ahora a contribución por los historiadores de estas herejías. Yo daré brevísima noticia de las sectas principales, como preliminar indispensable para nuestro estudio.

     Considérase generalmente como primer caudillo de los gnósticos a Simón de Samaria, conocido por Simón el Mago, aquél de quien en las Actas de los Apóstoles leemos que pretendió comprar a San Pedro el don de conferir el pneuma mediante la imposición de manos. Este Simón, tipo de las especulaciones teosóficas y mágicas de su tiempo, fue, más que todo, un teurgo semejante a Apolonio de Tiana. En Samaria le llamaban el gran poder de Dios (h( du/namij tou= qeou= h( mega/lh ). Él mismo se apellidó, después de su separación de los apóstoles, Virtud de Dios, Verbo de Dios; Paráclito, Omnipotente, y aun llegó a decir en alguna ocasión: Ego omnia Dei, como pudiera el más cerrado panteísta germánico de nuestro siglo. El Ser inmutable y permanente tenía, en concepto de Simón el Mago, diversos modos de manifestarse en las cosas perecederas y transitorias; se parecía a la Idea hegeliana, en torno de la cual todo es variedad y mudanza. Asemejábase también a la sustancia de Espinosa, cuyos atributos son la infinita materia y el pensamiento infinito, puesto que, según el taumaturgo de Samaria, la raíz del universo se determina (como ahora dicen) en dos clases de emanaciones o desarrollos, materiales e intelectuales, visibles e invisibles. En otros puntos hace Simón una mezcla de cristianismo y platonismo, atribuyendo la creación a la e)/nnoia, logos o pensamiento divino. De esta e)/nnoia hizo un mito semejante al de Sophia, suponiéndola desterrada a los cuerpos humanos, sujeta a una serie de transmigraciones y de calamidades hasta que torne a la celeste esfera, y la simbolizó o, mejor dicho, la supuso encarnada en una esclava llamada Helena, que había comprado en la Tróade y hecho su concubina. Parece indudable que los discípulos de Simón confundían la e)/nnoia con el Pneuma y con la Sophia. Por lo demás, el mago de Samaria era a todas luces de espíritu sutil e invencionero. Hasta adivinó el principio capital de la pseudo-reforma del siglo XVI. Sabemos por Teodoreto que Simón exhortaba a sus discípulos a no temer las amenazas de la ley, sino a que hiciesen libremente cuanto les viniera en talante, porque la justificación (decía) procede de [124] la gracia, y no de las buenas obras ( ou) dia\ pra/cewn a)gaqw=n, a)lla\ dia\ xa/ritoj). Veremos cuán fielmente siguieron muchos gnósticos este principio. La secta de los simoníacos se extendió en Siria, en Frigia, en Roma y en otras partes. De ella nacieron, entre otras ramas menos conocidas, los dóketos y fantásticos, que negaban que el Verbo hubiese tomado realmente carne humana ni participado de nuestra naturaleza, y los menandrinos, así llamados del nombre de su corifeo, que tomó, como Simón, aires de pseudo-profeta y se dijo enviado por el poder supremo de Dios, en cuyo nombre bautizaba y prometía inmortalidad y eterna juventud a sus secuaces.

     Más gnóstico que todos éstos fue el cristiano judaizante Cerinto, educado en las escuelas egipcias, el cual consideraba como revelaciones imperfectas el mosaísmo y el cristianismo, y tenía entrambos Testamentos por obra e inspiración de espíritus inferiores. Para él, el Xristo/j no era de esencia divina como para los demás gnósticos, sino un hombre justo, prudente, sabio y dotado de gran poder taumatúrgico. Cerinto era, además, Xiliasto/j, es decir, milenarista, como casi todos los judíos de aquella edad, y había escrito un Apocalipsis para defender tal opinión.

     En el siglo II de nuestra era aparecieron ya constituidas y organizadas las escuelas gnósticas. Pueden considerarse tres focos principales: la gnosis siria, la que Matter apellida del Asta Menor y de Italia, y otros llaman sporádica, por haberse extendido a diversas regiones, y, finalmente, la egipcia.

     Adoctrinados los gnósticos sirios por Simón, Menandro y Cerinto, muestran en sus teorías menos variedad y riqueza que los de Egipto, e insisten antes en el principio dualista, propio del zoroastrismo, que en la emanación por parejas o syzygias, más propia de los antiguos adoradores de la triada de Menfis. El principio del mal no es una negación ni un límite, como en Egipto, sino principio intelectual y poderoso, activo y fecundo. Por él fue creado el mundo inferior: de él emana cuanto es materia. Llámasele comúnmente Demiurgo (133).

     La escuela siria tiende en todas sus ramas al ascetismo. Saturnino, el primero de sus maestres, parece haber sido hasta místico. En su doctrina, el dualismo se acentúa enérgicamente, y es visible la influencia del Zendavesta. Los siete ángeles creadores y conservadores del mundo visible, y partícipes sólo de un débil rayo de la divina lumbre, formaron al hombre, digo mal, a un Homunculus, especie de gusano, sujeto y ligado a la tierra e incapaz de levantarse a la contemplación de lo divino. Dios, compadecido de su triste estado, le envió un soplo de vida, un alma, llamada en el sistema de Saturnino no yuxh/ sino pneuma. El Satanás de esta teoría es diveso del Demiurgo y de los siete ángeles: es la fuente de todo mal como [125] espíritu y como materia. Saturnino enseña la redención en sentido doketista y la final palingenesia, volviendo todo ser a la fuente de donde ha emanado. Su moral rígida y sacada de quicios veda hasta el matrimonio, porque contribuye a la conservación de un mundo imperfecto.

     Bardesanes, natural de Edesa, hombre docto en la filosofía griega y aun en las artes de los caldeos, empezó combatiendo a los gentiles y a los gnósticos, pero más tarde abrazó las doctrinas de los segundos, y para difundirlas compuso ciento cincuenta himnos, de gran belleza artística, que se cantaron en Siria hasta el siglo IV, en que San Efrén los sustituyó con poesías ortodoxas, escritas en iguales ritmos que las heréticas. Modificó Bardesanes la gnosis de Saturnino con ideas tomadas de los valentinianos de Egipto, y, como ellos, supuso a la materia madre de Satanás y engendradora de todo mal. De las enseñanzas de Valentino tomó asimismo los eones y las syzygias, que son siete en su sistema, y con el pa/thr a)/gnwstoj completan la ogdoada o el pleroma (plenitud de esencia). Afirmó la influencia decisiva de los espíritus siderales (resto de sabeísmo) en los actos humanos e hizo inútiles esfuerzos para conciliarla con el libre albedrío (134). En los himnos de Bardesanes, la creación se atribuía al Demiurgo, bajo la dirección de Sophia Axamoth, emanación imperfecta, espíritu degenerado del Pleroma y puesto en contacto con la materia. Su redención primero y después la de los pneumáticos fue verificada por el Xristo/j, que no se hizo carne, en concepto de este hereje, sino que apareció con forma de cuerpo celeste ( sw=ma ou)ra/nion). No había nacido de María, e)k Mari/aj (135), sino dia\ Mari/aj (por María); miserable sofisma que esforzó Marino, discípulo de Bardesanes. ¡Como si fuera más fácil comprender un cuerpo humano de origen celeste, lo cual es más absurdo hasta en los términos que la unión hipostática del Verbo! De la historia de los bardesianistas sabemos poco. Harmonio, hijo del fundador, acrecentó el sistema con nuevos principios, entre ellos el de la metempsícosis, y escribió gran número de himnos. Más adelante, los discípulos de Bardesanes y los de Saturnino fueron entrando en el gremio ortodoxo, y la gnosis siria murió del todo.

     Tampoco duró mucho la sporádica, o digamos del Asia Menor y de Egipto, escuela que se distingue por sus tendencias prácticas, espíritu crítico y escasa afición a las nebulosidades teosóficas. Su moral era pura y aun ascética, como la de los sirios. De Siria procedía realmente su fundador, Cerdón, que predicó y fue condenado en Roma. Allí conoció a Marción, natural del Ponto Euxino, hombre piadoso, fanático enemigo de los judíos y de los xiliastas o milenaristas, que esperaban el reino temporal del Mesías. Poseído de un fervor de catecúmeno sobre toda regla y medida, empeñóse en demostrar que la revelación cristiana no tenía parentesco alguno con la ley antigua; [126] negó que Cristo fuese el Emmanuel esperado por los judíos; rechazó el Antiguo Testamento como inspirado por el Demiurgo, ser ignorante e incapaz de comprender lo mismo que hacía, por lo cual este mundo, que él creara, salió tan malo; confundió a este Demiurgo con el Dios de los judíos, sin identificarle, no obstante, con el principio del mal, y escribió, con el título de Antítesis, un libro enderezado a señalar las que él suponía profundas y radicales entre el Jehovah de los profetas y el Padre revelado por Cristo. Aún llegó más allá su audacia: persuadido de que la nueva fe estaba alterada con reminiscencias de judaísmo, anunció el propósito de tornarla a su pureza; y como los libros del Nuevo Testamento eran un obstáculo para sus fines, los rechazó todos, excepto el Evangelio de San Lucas y diez epístolas de San Pablo; pero mutilándolos a su capricho, en términos que no los hubiesen conocido el Apóstol de las Gentes ni su discípulo si hubieran tornado al mundo. Baste decir, para muestra de tales alteraciones, que los dos primeros capítulos de San Lucas fueron del todo suprimidos por Marción, que, como todos los gnósticos, era dóketos, y no asentía al dogma de la encarnación, ni menos al del nacimiento de Cristo de una virgen hebrea. Comienza, pues, su Evangelio por la aparición de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm.

     Continuaron los discípulos de Marción el audaz trabajo exegético (si tal puede llamarse) de su maestro, y Marco, Luciano, Apeles, introdujeron en el sistema alteraciones de poca monta, exagerando cada vez más las antítesis y el dualismo. Esta doctrina duró hasta el siglo IV, y tuvo secuaces, y hasta obispos, en todo el orbe cristiano, como que era la reacción más violenta contra las sectas judaizantes. Todavía hubo quien los excediera en este punto.

     Tales fueron algunos partidarios de la gnosis egipcia, la menos cristiana, menos judía y más panteísta de todas, como nacida y criada al calor de la escuela alejandrina. Pero ha de notarse que el fundador de esta secta, como el de la itálica, fue un sirio, porque en Siria está la cuna de toda enseñanza gnóstica. Basílides, compañero de Saturnino y discípulo tal vez de Simón y de Menandro, llevó a Egipto la tradición arcana, que pretendía haber aprendido de Glaucias, discípulo de San Pedro; enlazóla con las creencias del país, alteradas por el influjo griego, y dio nueva forma al pitagorismo y platonismo de Aristóbulo y de Filón. La doctrina amasada con tales elementos, y sostenida en las falsas revelaciones proféticas de Cham y de Barchor, fue expuesta en los veinticuatro libros de Exegéticas o Interpretaciones, hoy perdidos, fuera de algunos retazos. Basílides, como era natural, aparece mucho más dualista que los posteriores heresiarcas egipcios: supone eternos los dos principios, contradiciendo en esta parte al Zendavesta; establece la ogdoada, que con el padre ignoto forman sus siete atributos [127] hipostáticos: nous (entendimiento), logos (verbo), phronesis (prudencia o buen juicio), sophia (sabiduría), dynamis (fuerza), dikaiosune (justicia); y añade a esta primera serie o corona una segunda, que es su reflejo, y después otra, y así sucesivamente hasta completar el número de trescientas sesenta y cinco inteligencias, expresado con la palabra abracas, que se convirtió luego en amuleto, y encuéntrase grabada en todas las piedras y talismanes basilídicos. Las inteligencias van degenerando, según sus grados en la escala; pero la armonía no se rompió hasta que el imperio del mal y de las tinieblas invadió el de la luz. Para restablecer el orden y hacer la separación o dia/krisij entre los dos poderes, una inteligencia inferior, el a)/rxwn, equivalente al Demiurgo de otras sectas, creó (inspirado por el Altísimo) el mundo visible, lugar de expiación y de pelea. Aquí el Pneuma, emanación de la luz divina, va peregrinando por los diversos grados de la existencia hylica, dirigido siempre por las celestes inteligencias, hasta purificarse del todo y volver al foco de donde ha procedido. Pero, encadenada a la materia y ciega por las tinieblas de los sentidos, no cumpliría sus anhelos si el Padre no se hubiera dignado revelar al mundo su primera emanación, el nous, la cual se unió al hombre Jesús cuando éste fue bautizado por el Precursor (que para Basílides era el último profeta del Archon o Demiurgo) a orillas del Jordán. Su cristología es doketista y no ofrece particular interés.

     Basílides estableció en su escuela el silencio pitagórico; dividía en clases a sus sectarios, según los grados de iniciación, y reservaba las doctrinas más sublimes para los e)klektoi/ o elegidos. Pero muy pronto se alteró el sistema, y ya en los días de Isidoro, hijo del fundador, penetraron en aquella cofradía doctrinas cerintianas y, sobre todo, valentinianas. Estas últimas, con su lozanía y riqueza, ahogaron las modestas teorías de Basílides y cuantas nacieron a su lado. Sólo como sociedad secreta vivió oscuramente el basilismo hasta el siglo V por lo menos.

     A decir verdad, la escuela de Valentino (año 136) es la expresión más brillante y poética de la gnosis. En teorías como en mitos, recogió lo mejor de las heterodoxias y sistemas filosóficos anteriores, llevando a sus últimos límites el sincretismo, con lo cual, si perdía en profundidad, ganaba en extensión y podía influir en el ánimo de mayor número de secuaces. Como buen gnóstico, tenía Valentino enseñanzas esotéricas que hoy conocemos poco. La parte simbólica y externa de su doctrina, expuesta fue en la Pistis Sophia (sabiduría fiel), libro realmente perdido, por más que dos veces se haya anunciado su descubrimiento y anden impresos dos libros gnósticos, uno de ellos muy importante, con este título (136). De qué manera entendió Valentino la causa del mal y la generación de los eones, dirálo el siguiente resumen que he procurado exponer en términos claros y brevísimos. [128]

     En alturas invisibles e inefables habita desde la eternidad el Padre ( buqo/j o abismo), acompañado de su fiel consorte, que es cierto poder o inteligencia de él emanada, y tiene los nombres de Ennoia, xa/rij (felicidad) o sigh/ (silencio). Estos dos eones engendraron en la plenitud de los tiempos a Nous y )Ale/qeia (entendimiento y verdad). A estas primeras syzygias o parejas siguen Logos y Zoe (el verbo y la vida), Anthropos y Ecclesia (el hombre y la Iglesia), constituyéndose así la ogdoada, primera y más alta manifestación de Bythos. La segunda generación del Pleroma es la década, y la tercera, la dodécada, de cuyos individuos haré gracia a mis lectores, fatigados sin duda de tanta genealogía mítica, bastando advertir que la última emanación de la dodécada fue Sophia. Y aquí comienza el desorden en el universo, pues devorada esta Sophia por el anhelo de conocer a Bythos, de cuya vista le apartaban las inteligencias colocadas más altas que ella en la escala, anduvo vagando por el espacio, decaída de su prístina excelencia, hasta que el Padre, compadecido de ella, envió en su auxilio al eon Horus que la restituyera al Pleroma (137). Mas, para restablecer la armonía, fue necesaria la emanación de dos nuevos eones: Xristo/j y el Pneuma, los cuales procedieron de Nous y de Aletheia. Gracias a ellos fue restaurado el mundo intelectual y redimido el pecado de Sophia.

     La cual, durante su descarriada peregrinación, había producido, no se dice cómo, un eón de clase inferior, llamado Sophia Axamoth, que reflejaba y reproducía, aunque menoscabados, los atributos de su madre. Y esta Axamoth, excluida del Pleroma y devorada siempre por el anhelo de entrar en él, vagaba por el espacio exhalando tristes quejas, hasta preguntar a su madre: ¿Por qué me has creado? Esta hija de adulterio dio el ser a muchos eones, todos inferiores a su madre, cuales fueron el Alma del mundo, el Creador o Demiurgo, etc., y a la postre fue conducida al Pleroma por Horus y redimida por Christos, que la hizo syzygia suya, celebrando con ella eternos esponsales y místicos convites.

     El Demiurgo, nacido de Sophia Axamoth, creó el mundo, separando el principio psyquico del hylico, confundidos antes en el caos, y estableció seis esferas o regiones, gobernadas por sendos espíritus. Creó después al hombre, a quien Sophia comunicó un rayo de divina luz, que le hizo superior al Demiurgo. Celoso éste, le prohibió tocar el árbol de la ciencia, y como el hombre infringiese el precepto, fue arrojado a un mundo inferior, y quedó sujeto al principio hylico y a todas las impurezas de la carne. Dividió Valentino a los mortales en pneumáticos, psyquicos e hylicos. La redención de los primeros se verifica por la unión con el Christos. No hay para qué insistir en el doketismo que Valentino aplicó a la narración evangélica, ni en la [129] manera como explicaba la unión de sus tres principios en Jesucristo. En lo esencial no difiere de otros gnósticos.

     Para los hylicos no admitía rescate: los psyquicos se salvan por los méritos de la crucifixión padecida por el hombre Jesús después que se apartó de él el Pneuma o el Christos. El sistema termina con la acostumbrada palingenesia y vuelta de los espíritus al plh/rwma, de donde directa o indirectamente han emanado.

     En esta teoría, el principio del mal entra por muy poco. Es puramente negativo; redúcese a las tinieblas, al vacío, a esa materia inerte y confusa de que es artífice el Demiurgo. El desprecio de la materia llega a su colmo en las sectas gnósticas, y de ahí esa interminable serie de eones o inteligencias secundarias, hasta llegar a una que degenere y participe del elemento hylico y pueda, por tanto, emprender esa desdichada obra de la creación, indigna de que el padre ignoto ni sus primeras emanaciones pongan en ella las manos. La creación, decían con frase poética, aunque absurda, los valentinianos, es una mancha en la vestidura de Dios. Y no reparaban en la inutilidad de esos eones, puesto que, siendo atributos de Dios, o, como ellos decían, Dios mismo, tan difícil era para Sophia o para el Pneuma ponerse en contacto con la materia como para Bythos o para Logos. ¡A tales absurdos y contradicciones arrastra la afirmación de la eternidad e independencia de la materia y el rechazar la creación ex nihilo!

     El valentinianismo tuvo innumerables discípulos en todo el mundo romano, pero muy pronto se dividieron, formando sectas parciales, subdivididas hasta lo infinito. Cada gnóstico o pneumático se creyó en posesión de la ciencia suprema con el mismo derecho que sus hermanos, y, como es carácter de la herejía el variar de dogmas a cada paso, surgieron escuelas nuevas y misteriosas asociaciones. Ni Epifanio, ni Marco, ni Heracleon siguieron fielmente las huellas de Valentino.

     Mucho menos los ofitas (138), así llamados por haber adoptado como símbolo la serpiente, que consideraban cual espíritu bueno enviado por la celeste Sophia al primer hombre para animarle a quebrantar los tiránicos preceptos de Jaldabaoth, o sea el Demiurgo. El dualismo, la antítesis y el odio a las instituciones judaicas crecen en esta secta, pero no llegan al punto de delirio que en la de los cainitas, cuyos adeptos emprendieron la vindicación de todos los criminales del Antiguo Testamento (Caín, los habitantes de Sodoma, Coré, Datán y Abirón, etc.), víctimas, según ellos, de la saña del vengativo y receloso Demiurgo o Jehovah de los judíos. La moral de esta secta (si tal puede llamarse) iba de acuerdo con sus apreciaciones históricas. Hacían gala de cometer todos los actos prohibidos por el Decálogo, ley imperfecta, como emanada de un mal espíritu, y seguir lo que ellos [130] llamaban ley de la naturaleza. Pero todavía les excedieron los carpocratianos, que proclamaron absoluta comunidad de bienes y de mujeres y dieron rienda suelta a todos los apetitos de la carne. Por lo que hace a dogmas, los carpocratianos reducían toda la gnosis a la contemplación de la mónada primera, reminiscencia platónica que no dice muy bien con el resto del sistema.

     La decadencia y ruina de la gnosis llega a su postrer punto en las escuelas de borborios, phibionistas, adamitas y pródicos, pobrísimas todas en cuanto a doctrina y brutalmente extraviadas en lo que hace a moral. Los adamitas celebraban su culto enteramente desnudos. Apenas es lícito repetir en lengua vulgar lo que de estas últimas asociaciones dijo San Epifanio. Difícilmente lograron los edictos imperiales acabar con los nocturnos y tenebrosos misterios de cainitas, nicolaítas y carpocracianos.

     Así murió la gnosis egipcia, mientras que la de Persia y Siria, no manchada por tales abominaciones, legó su negro manto (139) a otros herejes, si herejes fueron al principio y no teósofos, educados fuera de la religión cristiana y del judaísmo. Tales fueron los maniqueos, de quienes he de decir poco, porque su sistema no es complicado, y de él tiene noticia todo el que haya recorrido, cuando menos, las obras de San Agustín.

     Pasa por fundador de esta doctrina el esclavo Manes, educado en el magismo, si no en las enseñanzas del Zendavesta cuyos principios alteró con los de la gnosis, que había aprendido en los escritos de un cierto Scythiano. Como Simón el Mago y otros pseudoprofetas, apellidóse Paráclito y Enviado de Dios, y anunció la depuración del cristianismo, que, según él, había degenerado en manos de los apóstoles. Redúcese la teoría maniquea a un dualismo resuelto y audaz: el bien contradice al mal, las tinieblas a la luz; Satanás, príncipe de la materia, al Dios del espíritu. Los dos principios son eternos: Satanás no es ángel caído, sino el genio de la materia, o más bien la materia misma. En el imperio de la luz establece Manes una serie de espíritus o eones, que en último análisis se reducen a Dios y no son más que atributos y modos suyos de existir, infinitos en número. Otro tanto acontece en el imperio de las tinieblas. Y los campeones del Ahrimán maniqueo lidian con los de Ormud incesantemente. Entre los espíritus malos estalló en cierta ocasión la discordia; algunos de ellos quisieron invadir el reino del bien y asimilarse a los eones, porque la tendencia a lo bueno y a la perfección es ingénita aun en los príncipes del caos. Dios, para detenerlos, produjo una nueva emanación, la madre de la vida, que entrara en contacto con la materia y corrigiera su natural perverso. El hijo de esta madre, el primer hombre (prw=toj a)/nqrwpoj), engendra el alma del mundo, que anima la materia, la fecunda y produce la creación. La parte de esta alma que no se mezcla con el mundo visible torna a las [131] celestes regiones, y es el redentor, el salvador, el Christos, que tiende siempre a recoger los rayos de su luz esparcidos en lo creado.

     El cuerpo del hombre fue creación de los demonios. Ellos le impusieron también el precepto del árbol de la ciencia que Adán quebrantó aconsejado por un espíritu celeste, como en el sistema de los ofitas, y crearon a Eva para encadenarle más y más a los estímulos de la carne. En absoluta consecuencia con estos preliminares, condenan los maniqueos el judaísmo, como religión llena de errores y dictada por los espíritus de las tinieblas, y someten al hombre a un fatalismo sideral, en que los dos principios se disputan, desde los astros donde moran, el absoluto dominio de su voluntad y de su entendimiento. No hay para qué decir que la redención era entendida por los maniqueos en sentido doketista; la luz, decían, no puede unirse a las tinieblas, y por eso las tinieblas no la comprendieron. La cruz fue un símbolo, una apariencia externa para los psyquicos (usemos el lenguaje gnóstico), pero no para los elegidos, e)klektoi/, que en los demás sistemas que hemos apuntado se llaman pneumáticos. En punto al destino de las almas en la otra vida, no carece de novedad el maniqueísmo. Las almas que en este mundo se han ido desatando de todos los lazos terrestres por el ascetismo, entran en la región de la luna, donde son bañadas y purificadas en un lago; de allí pasan al sol, donde reciben el bautismo de fuego. Fáciles son, después de esto, el tránsito a las esferas superiores y la unión íntima con la divinidad; condenadas están, por el contrario, las almas impuras a la transmigración hasta que se santifiquen. Por lo demás, niega Manes la resurrección de los cuerpos y limita mucho la palingenesia de los espíritus. Será absolutamente aniquilada la materia.

     Ascética en grado sumo era la moral de los maniqueos, prohibiendo el matrimonio y el uso de las carnes. Constituían la jerarquía eclesiástica doce llamados apóstoles y setenta y dos discípulos, que muy pronto se pusieron en discordia, como era de sospechar. Algunos confundieron a Cristo con Mithra, cuando no con Zoroastro o con Buda. En Occidente penetró no poco la doctrina maniquea, porque no era pura especulación teosófica como la gnosis, sino que llevaba un carácter muy práctico y quería resolver el eterno y temeroso problema del origen del mal (140). A espíritus eminentes como San Agustín sedujo la aparente ilación y claridad del sistema, libre ya de las nebulosidades en que le envolviera la imaginación persa o siria. Pero muy [132] pronto se convencieron de la inanidad y escaso valor científico del dogma de Manes, de su no disimulada tendencia fatalista y de las consecuencias morales que por lógica rigurosa podían deducirse de él. El santo obispo de Hipona fue el más terrible de los contradictores de esta herejía, mostrando evidentísimamente en su tratado De libero arbitrio, y en cien partes más, que el mal procede de la voluntad humana y que ella sola es responsable de sus actos. La Providencia, de una parte; la libertad, de otra, nunca han sido defendidas más elocuentemente que en las obras de aquel Padre africano. Todo lo creado es bueno, el pecado, fuente de todo mal en el ángel y en el hombre, no basta romper la universal armonía, porque el mal es perversión y decadencia, no sustancia, sino accidente.

     Previos estos indispensables preliminares, que he procurado abreviar, estudiemos el desarrollo de la gnosis y del maniqueísmo en España.


- II -

Primeros gnósticos españoles. -Los agapetas.

     A mediados del siglo IV apareció en España, viniendo de la Galia aquitánica, donde había tenido gran séquito, y más entre las mujeres, un egipcio llamado Marco, natural de Menfis, y educado probablemente en las escuelas de Alejandría. Este Marco, a quien en modo alguno ha de confundirse con otros gnósticos del mismo nombre, entre ellos Marco de Palestina, discípulo de Valentino (141), era maniqueo y, además, teurgo y cultivador de las artes mágicas. En España derramó su doctrina, que ha sido calificada de mezcla singular de gnosticismo puro y de maniqueísmo (142), pero de la cual ninguna noticia tenemos precisa y exacta (las de San Ireneo se refieren al otro Marco), y sólo podríamos juzgar por inducción sacada del priscilianismo. Atrajo Marco a su partido a diversos personajes de cuenta, especialmente a un retórico llamado Elpidio, de los que tanto abundaban en las escuelas de España y de la Galia narbonense, y a una noble y rica matrona llamada Agape. Es muy señalado el papel de las mujeres en las sectas gnósticas: recuérdense la Helena de Simón Mago, la Philoumena de Apeles, la Marcellina de los carpocracianos, la Flora de Ptolomeo; y, aun saliendo del gnosticismo, encontraríamos a la Lucilla de los donatistas y a la Priscilla de Montano.

     Fundaron Marco y Agape la secta llamada de los agapetas, quienes (si hemos de atenernos a los brevísimos y oscuros datos de los escritores eclesiásticos) se entregaban en sus nocturnas [133] zambras a abominables excesos, de que había dado ejemplo la misma fundadora. Esto induciría a sospechar que los agapetas eran carpocracianos o nicolaítas, si por otra parte no constara su afinidad con los priscilianistas. Fuera de estar averiguado que todas las sectas gnósticas degeneraron en sus últimos tiempos hasta convertirse en sociedades secretas, con todos los inconvenientes y peligros anejos a semejantes reuniones, entre ellos el de la murmuración (a veces harto justificada) de los profanos. Qui male agit, odit lucem.

     Si los discípulos de Marco fueron realmente carpocracianos, como se inclina a creer Matter, nada de extraño tiene que siguiesen la ley de la naturaleza y enseñasen que todo era puro para los puros. Esto es cuanto sabemos de ellos, y no he de suplir con conjeturas propias el silencio de los antiguos documentos (143).


- III -

Historia de Prisciliano.

     ¡Lástima que la autoridad casi única en este punto sea el extranjero y retórico Sulpicio, y que hayamos de caminar medio a tientas por asperezas y dificultades, sin tener seguridad en nombres ni en hechos! Procuraré apurar la verdad, dado que tan pocas relaciones quedan. [134]

     En el consulado de Ausonio y de Olybrio (año 379) (144) comenzó a predicar doctrinas heréticas un discípulo de Elpidio y de Agape llamado Prisciliano, natural de Galicia, de raza hispanorromana, si hemos de juzgar por su nombre, que es latino de igual suerte que los de Priscus y Priscilla. El retrato que de él hace Sulpicio Severo nos da poquísima luz, como obra que es de un pedagogo del siglo V, servilmente calcada, hasta en las palabras, sobre aquella famosa etopeya de Catilina, por Salustio. Era Prisciliano, según le describe el retórico de las Galias, de familia noble, de grandes riquezas, atrevido, facundo, erudito, muy ejercitado en la declamación y en la disputa; feliz, ciertamente, si no hubiese echado a perder con malas opiniones sus grandes dotes de alma y de cuerpo. Velaba mucho: era sufridor del hambre y de la sed, nada codicioso, sumamente parco. Pero con estas cualidades mezclaba gran vanidad, hinchado con su falsa y profana ciencia, puesto que había ejercido las artes mágicas desde su juventud (145). De esta serie de lugares comunes, sólo sacamos en limpio dos cosas: primero, que Prisciliano poseía esa elocuencia, facilidad de ingenio y varia doctrina necesaria a todo corifeo de secta; segundo, que se había dado a la magia desde sus primeros años. Difícil es hoy decidir qué especie de magia era la que sabía y practicaba Prisciliano. ¿Era la superstición céltica o druídica, de que todavía quedaban, y persistieron mucho después, restos en Galicia? ¿O se trata de las doctrinas arcanas del Oriente, a las cuales parece aludir San Jerónimo cuando llama a Prisciliano Zoroastris magi studiosissimum? (146) Quizá puedan conciliarse entrambas opiniones, suponiendo que Prisciliano ejercitó primero la magia de su tierra y aprendió más tarde la de Persia y Egipto, que en lo esencial no dejaba de tener con la de los celtas alguna semejanza. Sea de esto lo que se quiera, consta por Sulpicio Severo que Prisciliano, empeñado en propagar la gnosis y el maniqueísmo, no como los había aprendido de Marco, sino con variantes sustanciales, atrajo a su partido gran número de nobles y plebeyos, arrastrados por el prestigio de su nombre, por su elocuencia y el brillo de su riqueza. Acudían, sobre todo, las mujeres, ansiosas siempre de cosas nuevas, víctimas de la curiosidad, y atraídas por la discreción y cortesanía del heresiarca gallego, blando en palabras, humilde y modesto en el ademán y en el traje: medios propios para cautivar el amor y veneración [135] de sus adeptos (147). Y no sólo mujeres, sino obispos, seguían su parecer, y entre ellos Instancio y Salviano, cuyas diócesis no expresa el historiador de estas alteraciones. Extendióse rápidamente el priscilianismo de Galaecia a Lusitania, y de allí a la Bética, por lo cual, receloso el obispo de Córdoba Adygino o Higino, sucesor de Osio (148), acudió en queja a Idacio o Hydacio, metropolitano de Mérida, si hemos de leer en el texto de Sulpicio Emeritae civitatis, o sacerdote anciano, si leemos, como otros quieren, emeritae aetatis. Comenzó Idacio a proceder contra los priscilianistas de Lusitania con extremado celo, lo cual, según el parecer de Sulpicio Severo, que merece en esto escasa fe, por ser enemigo capital suyo, fue causa de acrecentarse el incendio, persistiendo en su error Instancio y los demás gnósticos que se habían conjurado para ayudar a Prisciliano. Tras largas y reñidas contiendas, fue necesario, para atajar los progresos de la nueva doctrina, reunir (año 380) un concilio en Zaragoza. A él asistieron dos obispos de Aquitania y diez españoles, entre ellos Idacio, que firma en último lugar. Excomulgados fueron por este sínodo los prelados Instancio y Salviano y los laicos Helpidio y Prisciliano (149). Los ocho cánones en Zaragoza promulgados el 4 de octubre de dicha era, únicos que hoy conocemos, más se refieren a la parte externa de la herejía que a sus fundamentos dogmáticos. El primero veda a las mujeres la predicación y enseñanza, de igual modo que el asistir a lecciones, prédicas y conventículos virorum alienorum. El segundo prohíbe ayunar, por persuasión o superstición, en domingo, ni faltar de la iglesia en los días de Cuaresma, ni celebrar oscuros ritos en las cavernas y en los montes. Anatematizóse en el tercero al que reciba en la iglesia y no consuma el cuerpo eucarístico. Nadie se ausentará de la iglesia (dice el cuarto) desde el 16 de las calendas de enero (17 de diciembre) hasta el día de la Epifanía, ni estará oculto en su casa, ni irá a la aldea, ni subirá a los montes, ni andará descalzo... so pena de excomunión. Nadie se arrogará el título de doctor, fuera de aquellas personas a quienes está concedido. Las vírgenes no se velarán antes de los cuarenta años. Téngase en cuenta todas estas indicaciones, que utilizaremos en lugar oportuno. Ahora basta fijarse en la existencia de conciliábulos mixtos de hombres y mujeres, en el sacrílego fraude con que muchos recibían la comunión y en la enseñanza confiada a legos y mujeres, como en la secta de los agapetas. De otro canon hizo ya memoria Sulpicio Severo: el que prohíbe a un obispo recibir a comunión al excomulgado por otro; copia textual de uno de los decretos de Ilíberis. Contra el ascetismo que afectaban los priscilianistas [136] se endereza el sexto, que aparta de la Iglesia al clérigo que, por vanidad y presunción de ser tenido en más que los otros, adoptase las reglas y austeridades monásticas.

     Firman las actas Fitadio, Delfino, Eutiquio, Ampelio, Augencio, Lucio, Itacio, Splendonio, Valerio. Symposio, Carterio e Idacio. La notificación y cumplimiento del decreto que excomulgaba a los priscilianistas con expresión de sus nombres, como textualmente afirman los Padres del primero Toledano, confióse a Itacio, obispo ossonobense, en la Lusitania, a quien hemos de guardarnos de confundir con Idacio el de Mérida, a pesar de la semejanza de sus nombres y doctrinas y vecindad de obispados (150).

     No se había mantenido constante en la fe el obispo de Córdoba Higino, que fuera el primero en apellidar alarma contra los priscilianistas; antes prevaricó con ellos, razón para que Itacio le excomulgase y depusiese, apoyado en el decreto conciliar, sin que sepamos el motivo de la caída del prelado bético, natural, sin embargo, dentro de las condiciones de la humana flaqueza, y no difícil de explicar, si creemos que Prisciliano era tan elocuente y persuasivo como nos le describen sus propios adversarios.

     Si con la deposición de Higino perdían un obispo, otro pensaron ganar los gnósticos Instancio y Salviano, elevando anticanónica y tumultuariamente a la silla de Ávila (151) a su corifeo Prisciliano, persuadidos del no leve apoyo que sus doctrinas alcanzarían si armasen con la autoridad sacerdotal a aquel heresiarca hábil y mañoso. Redoblaron con esto la persecución Idacio e Itacio, empeñados en descuajar la mala semilla, y acudieron (parum sanis consiliis, dice Severo) a los jueces imperiales. Éstos arrojaron de las iglesias a algunos priscilianistas, y el mismo emperador Graciano, a la sazón reinante, dio un rescripto (en 381) que intimaba el destierro extra omnes terras a los herejes españoles. Cedieron algunos, ocultáronse otros, mientras pasaba la tormenta, y apareció dispersarse y deshacerse la comunidad priscilianista.

     Pero no eran Prisciliano, Instancio ni Salviano hombres que se aterrasen por decretos emanados de aquella liviana corte [137] imperial, en que era compra y venta la justicia (152). Esperaban mucho en el poder de sus artes y de sus riquezas, bien confirmado por el suceso. Obcecábalos de otra parte el error, para que ni de grado ni por fuerza tornasen al redil católico. Salieron, pues, de España con el firme propósito de obtener la revocación del edicto y esparcir de pasada su doctrina entre las muchedumbres de Aquitania y de la península Itálica. Muchos prosélitos hicieron entre la plebe Elusana y de Burdeos (153) pervirtiendo en especial a Eucrocia y a su hija Prócula, en cuyas posesiones dogmatizaron por largos días. Entrambas los acompañaron en el viaje a Roma, y con ellas un escuadrón de mujeres (turpis pudibundusque comitatus, dice Sulpicio), con las cuales es fama que mantenían los priscilianistas relaciones no del todo platónicas ni edificantes. De Prócula tuvo un hijo el mismo autor y fautor de la secta, entre cuyas ascéticas virtudes no resplandecía por lo visto la continencia, aun después de haber ceñido su cabeza con las sagradas ínfulas, por obra y gracia de sus patronos lusitanos (154).

     En la forma sobredicha llegó el nuevo obispo a Roma, viaje en verdad excusado, puesto que el gran pontífice San Dámaso, que, como español, debía de tener buena noticia de sus intentos, se negó a oír sus excusas ni a darle audiencia. Sólo quien ignore la disciplina de aquellos siglos podrá extrañar que se limitase a esto y no pronunciase nuevo anatema contra los priscilianistas. ¿A qué había de interponer su autoridad en causa ya juzgada por la Iglesia española reunida en concilio, constándole la verdad y el acierto de esta decisión y siendo notorios y gravísimos los errores de los gnósticos que tiraba a resucitar Prisciliano?

     Nuevo desengaño esperaba a nuestros herejes en Milán, donde encontraron firmísima oposición en San Ambrosio, que les cerró las puertas del templo como se las había de cerrar al gran Teodosio. Pero tenían Prisciliano y los suyos áurea llave para el alcázar de Graciano, y muy pronto fue sobornado Macedonio, magister officiorum, que obtuvo del emperador nuevo rescripto, a tenor del cual debía ser anulado el primero y restituidos los priscilianistas a sus iglesias. ¡Tan desdichados eran los tiempos y tan funestos resultados han nacido siempre de la intrusión del poder civil (resistida donde quiera por la Iglesia) en materias eclesiásticas! Pronto respondió la ejecución al decreto. El oro de los galaicos amansó a Volvencio, procónsul de Lusitania, antes tan decidido contra Prisciliano; así éste como Instancio volvieron a sus iglesias (Salviano había muerto en Roma), y dio comienzo una persecución anticatólica, en que sobre todo corría peligro Itacio, el más acre y resuelto de los contradictores [138] de la herejía. Oportuno juzgó huir a las Galias, donde interpuso apelación ante el prefecto Gregorio, el cual, por la autoridad que tenía en España, llamó a su tribunal a los autores de aquellas tropelías, no sin dar parte al emperador de lo acontecido y de la mala fe y venalidad con que procedían sus consejeros en el negocio de los priscilianistas.

     Supieron éstos parar el golpe, porque a todo alcanzaban los tesoros de Prisciliano y la buena voluntad de servirle que tenía Macedonio. Por un nuevo rescripto quitó Graciano el conocimiento de la causa al prefecto de las Galias y remitióla al vicario de España, en cuyo foro no era dudosa la sentencia. Y aún fue más allá Macedonio, sometido dócilmente a los priscilianistas. Envió gente a Tréveris para prender a Itacio, que se había refugiado en aquella ciudad so la égida del obispo Pritanio o Britanio. Allí supo burlarlos hábilmente, mientras acontecían en la Bretaña señaladas novedades, que habían de influir eficazmente en la cuestión priscilianista.

     La anarquía militar, eterna plaga del imperio romano, contenida en Oriente por la fuerte mano de Teodosio, cayó de nuevo sobre el Occidente en los últimos y tristes días de Graciano, bien diversos de sus loables principios. Las legiones de Britania saludaron emperador al español Clemente Máximo, que tras breve y simulada resistencia aceptó la púrpura, y pasó a las Galias al frente de 130.000 hombres. Huyó Graciano a Lugdunum (Lyón) con pocos de sus partidarios, y fue muerto en una emboscada, dúdase si por orden y alevosía de Máximo, cegado entonces por la ambición, aunque le adornaban altas prendas. El tirano español entró victorioso en Tréveris, y su compatriota Teodosio, que estaba lejos y no podía acudir a la herencia de Graciano, tuvo que tratar con él y cederle las Galias, España y Britania para evitar mayores males. Corría el año de 384, consulado de Ricimero y Clearco.

     Era Máximo muy celoso de la pureza de la ortodoxia, aunque de sobra aficionado, como todos los emperadores de la decadencia, a poner su espada en la balanza teológica. Sabía aquella virtud y este defecto nuestro Itacio, que trató de aprovecharlos para sus fines, dignos de loa si no los afeara el medio; y le presentó desde luego un escrito contra Prisciliano y sus secuaces, lleno de mala voluntad y de recriminaciones, según dice con su habitual dureza Sulpicio Severo. Bastaba con la enumeración de los errores gravísimos anticatólicos y antisociales de aquella secta gnóstica para que Máximo se determinara al castigo; pero más prudente que Itacio, remitió la decisión al sínodo de Burdeos, ante el cual fueron conducidos Instancio y Prisciliano. Respondió el primero en causa propia, y fue condenado y depuesto por los Padres del concilio, a quienes no parecieron suficientes sus disculpas. Hasta aquí se había procedido canónicamente; pero, temeroso Prisciliano de igual sentencia, prefirió (enhorabuena para él) apelar al emperador, a [139] cuyos ministros esperaba comprar como a los de Graciano; y los obispos franceses, con la inconstancia propia de su nación (dícelo Sulpicio, que era galo), consintieron en que pasase una causa eclesiástica al tribunal del príncipe, a quien sólo competía en último caso la ejecución de los decretos conciliares. Fortuna que Máximo era católico, y aquella momentánea servidumbre de la Iglesia no fue para mal, aunque sí para escándalo y discordia. Debieron los obispos (dice Severo) haber dado sentencia en rebeldía contra Prisciliano, o si los recusaba por sospechosos, confiar la decisión a otros obispos, y no permitir al emperador interponer su autoridad en causa tan manifiesta, y tan apartada de la legislación civil, añadiremos. En vano protestó San Martín de Tours contra aquellas novedades, y exhortó a Itacio a que desistiese de la acusación, y rogó a Máximo que no derramase la sangre de los priscilianistas. Mientras él estuvo en Tréveris, pudo impedirlo y aun obtener del emperador formal promesa en contrario, pero, apenas había pasado de las puertas de la ciudad, los obispos Magno y Rufo redoblaron sus instancias con Máximo, y éste nombró juez de la causa al prefecto Evodio, varón implacable y severo. Prisciliano fue convicto de crímenes comunes, cuales eran el maleficio, los conciliábulos obscenos y nocturnas reuniones de mujeres, el orar desnudo y otros excesos de la misma laya, semejantes a los de los carpocracianos y adamitas. Remitió Evodio las actas del proceso a Máximo; abrió éste nuevo juicio, en que apareció como acusador, en vez de Itacio, Patricio, oficial del fisco, y a la postre fueron condenados a muerte y decapitados Prisciliano, los dos clérigos Felicísimo y Armenio, neófitos del priscilianismo; Asarino y el diácono Aurelio, Latroniano y Eucrocia.

     De todos estos personales tenemos escasísimas noticias y la rápida narración de Sulpicio Severo no basta para satisfacer la curiosidad que despiertan algunos nombres. Aún es más breve el relato del Chronicon atribuido a San Próspero de Aquitania, que tiene a lo menos la ventaja de señalar la fecha: En el año del Señor 385, siendo cónsules Arcadio y Bauton..., fue degollado en Tréveris Prisciliano, juntamente con Eucrocia, mujer del poeta Delfidio; con Latroniano y otros cómplices de su herejía (155)

     ¡Ojalá tuviéramos algunos datos acerca de Latroniano o Matroniano! San Jerónimo le dedica este breve y honroso artículo en el libro De viris illustribus (c. 122): «Latroniano, de la provincia de España, varón muy erudito y comparable en la poesía con los clásicos antiguos, fue decapitado en Tréveris con Prisciliano, Felicísimo, Juliano, Eucrocia y otros del mismo partido. Tenemos obras de su ingenio, escritas en variedad de metros.» ¡Lástima grande que se hayan perdido estas poesías, que encantaban [140] a San Jerónimo, juez, tan delicado en materias de gusto!

     De Eucrocia, madre de aquella Prócula que sirvió de Tais a Prisciliano, y mujer del retórico y poeta de Burdeos Delfidio, hay memoria en otros dos escritores, Ausonio y Latino Pacato. Ausonio, en el quinto de los elegantes elogios que dedicó a los profesores bordeleses, llama afortunado a Delfidio, porque murió antes de ver el error de su hija y el suplicio de su mujer:

                              

   Minus malorum munere expertus Dei,

 

medio, quod aevi raptus es,

 

errore quod non deviantis filiae,

 

poenaque laesus coniugis (156).

     En el Panegírico de Teodosio aprovechó Pacato la remembranza del suplicio de Eucrocia para ponderar la clemencia teodosiana, en cotejo con la crueldad de Máximo, ya vencido y muerto en Aquilea. Exprobrabatur mulieri viduae, dice, nimia religio et diligentius culta divinitas (157). Esta afectación de religiosidad y de ascetismo, que podía deslumbrar a un declamador gentil como Pacato, era común en los priscilianistas.

     A la ínsula Sylina, una de las Británicas (158) fueron relegados Instancio y Tiberio Bético. Valióle al primero haber sido condenado por el sínodo, pues de otra suerte hubiera padecido igual suplicio que Prisciliano. Tértulo, Potamio, Juan y otros priscilianistas de ninguna cuenta quedaron sometidos a temporal destierro en las Galias. Urbica, discípula de Prisciliano, fue apedreada en Burdeos por el pueblo (159).

     Tiberiano Bético tiene capítulo (que es el 123) en Los varones ilustres de San Jerónimo: Escribió (dice el Santo) un apologético en hinchado y retórico estilo, para defenderse de la acusación de herejía; pero vencido por el cansancio del destierro, mudó de propósito, e hizo casar a una hija suya, que había ofrecido a Dios su virginidad. Este pasaje es oscuro, aun dejando aparte la interpretación de los que han leído absurdamente matrimonio «sibi» copulavit. Como los priscilianistas condenaban el matrimonio, parece que con casar a su hija quiso dar Tiberiano muestras de que había vuelto la espalda a sus antiguos errores, aunque incurrió en el de no respetar los votos. Por eso dijo de él San Jerónimo que había tornado como perro al vómito (canis reversus ad vomitum).

     No se extinguió con la sangre derramada en Tréveris el incendio priscilianista. Pero antes de proseguir la historia de esta herejía, quieren el orden de tiempo y el de razón que [141] demos noticia de sus exagerados adversarios los itacianos y de los graves sucesos que siguieron en las Galias al suplicio de los gnósticos españoles.

 

- IV -

El Priscilianismo después de Prisciliano. -Concilios y abjuraciones. -Cisma luciferiano. -Carta del papa Inocencio. -Cartas de Toribio y San León. -Concilio Bracarense. -Fin de esta herejía.

     La deposición de Itacio fue mirada por los priscilianistas como un triunfo. Galicia, Lusitania y alguna otra región de la Península estaban llenas de partidarios de su doctrina. Ellos trajeron a España los restos de Prisciliano y demás heresiarcas degollados en Tréveris y comenzaron a darles culto como a mártires y santos. No se interrumpieron los nocturnos conciliábulos, pero hízose inviolable juramento de no revelar nunca lo que en ellos pasaba, aun a trueque de la mentira y del perjurio que muchos doctores de la secta, entre ellos Dictinio, declaraban lícitos. Iura, periura, secretum prodere noli, era su máxima. Unidos así por los lazos de toda sociedad secreta, llegaron a ejercer absoluto dominio en la iglesia gallega, cuya liturgia alteraron, hicieron anticanónicas elecciones de obispos en gentes de su bandería y produjeron, en suma, un verdadero cisma. Los demás obispos de España excomulgaron a los prevaricadores, y siguióse un breve período de anarquía, en que a la Iglesia sustituyeron las iglesias, dándose el caso de haber dos y aun más prelados para una sola diócesis y hasta de crearse obispos para sedes que no existían. El principal fautor de estas alteraciones era Sinfosio (a quien se supone obispo de Orense), acérrimo en la herejía, aunque había firmado las actas del concilio de Zaragoza. Seguía y amparaba los mismos errores su hijo Dictinio, escritor de cuenta entre los suyos, a quien su padre había hecho obispo de Astorga con asentimiento de los demás priscilianistas. A la silla de Braga había sido levantado otro hereje: Paterno. La confusión crecía, y, temerosos los mismos sectarios de las resultas, o arrepentidos, en parte, del incendio que por su causa abrasaba a Galicia, determinaron buscar un término de avenencia y proponérselo al grande obispo de Milán, San Ambrosio, para que con palabras conciliadoras persuadiese a nuestros prelados católicos a la concordia, previas por parte de los galaicos ciertas condiciones de sumisión, siendo la primera el abjurar todos sus errores. San Ambrosio había presenciado las dolorosas escenas de Tréveris, donde se negó a comulgar con los itacianos, y él mismo escribe haber visto con honda pena de qué suerte llevaban al destierro al anciano obispo de Córdoba Higino (160). Hallábase, pues, su ánimo [142] dispuesto a la clemencia, y, juzgando sinceras las palabras de los priscilianistas y aceptables sus condiciones, sin mengua del dogma ni de la disciplina, escribió a los obispos de España (aunque la carta no se conserva), aconsejándoles que recibiesen en su comunión a los conversos gnósticos y maniqueos. Uno de los capítulos de concordia que San Ambrosio proponía era la deposición de Dictinio y (sin duda) de los demás obispos tumultuariamente elegidos, que debían quedar en el orden de presbíteros (161). Conforme a las cartas del Obispo de Milán y a los consejos del papa Siricio, reunieron nuestros prelados en 396 un concilio en Toledo. Sinfosio, con los suyos, se negó a asistir, y con visible cautela dijo que ya había dejado los errores de Prisciliano y de los mártires (así llamaban a los degollados en Tréveris); pero sin hacer abjuración formal, ni dar otra muestra de su arrepentimiento, ni cumplir condición alguna de las propuestas por San Ambrosio. Y supieron los Padres del concilio que la conversión era simulada, puesto que Sinfosio y los restantes seguían haciendo uso de libros apócrifos y aferrábanse tenazmente a sus antiguas opiniones, por lo cual nada se adelantó en este sínodo, si ya la falta de sus actas y el silencio de los demás testimonios no nos hacen andar a oscuras en lo que le concierne.

     A pesar de haberse frustrado la avenencia, el priscilianismo debía ir perdiendo por días favor y adeptos, sin duda por la tendencia unitaria y católica de nuestra generosa raza. Sólo así se comprende que cuatro años más tarde, en 400, abjurasen en masa, y con evidentes indicios de sinceridad, los que poco antes se mostraban reacios, y no eran constreñidos ni obligados por fuerza alguna superior a tal acto. Verificóse este memorable acontecimiento en el concilio primero Toledano, con tal número designado por no conservarse más que el recuerdo del que debió precederle. Este sínodo es tanto o más importante que el tercero de los toledanos, por más que (¡inexplicable casualidad!) no haya obtenido la misma fama. Si en el concilio de 589 vemos a una raza bárbara e invasora doblar la frente ante los vencidos, y proclamar su triunfo, y adorar su Dios, y rendirse al predominio civilizador de la raza hispanorromana, de la verdadera y única raza española; no hemos de olvidar que, ciento ochenta y ocho años antes, otro concilio toledano había atado con vínculo indisoluble las voluntades de esa potente raza, le había dado la unidad en el dogma, que le aseguró el triunfo contra el arrianismo visigótico y todas las herejías posteriores; la unidad en la disciplina, que hizo cesar la anarquía, y a las iglesias sustituyó la Iglesia, modelo de todas las occidentales en sabiduría y en virtudes. [143]

     Que era obra de unidad la suya, bien lo sabían los Padres toledanos, y por eso Patruino, obispo de Mérida, que los presidía, abrió el concilio con estas memorables palabras: «Como cada uno de nosotros ha comenzado a hacer en su iglesia cosas diversas, y de aquí han procedido tantos escándalos que llegan hasta el cisma, decretemos, si os place, la norma que han de seguir los obispos en la ordenación de los clérigos. Yo opino que deberíamos guardar perpetuamente las constituciones del concilio Niceno y no apartarnos de ellas jamás». Y respondieron los obispos: «Así nos place; y sea excomulgado todo el que obre contra lo 

prevenido en los cánones de Nicea» (162). Nótese bien: en los Cánones de Nicea, en la disciplina universal (católica) de Oriente y de Occidente; porque la Iglesia española, fiel a las tradiciones del grande Osio, nunca aspiró a esa independencia semicismática que algunos sueñan. 

     Cuatro partes claramente distintas encierra el primer concilio Toledano, tal como ha llegado a nosotros: los Cánones disciplinares, la Assertio fidei contra priscillianistas, las fórmulas de abjuración pronunciadas por Sinfosio, Dictinio, etc., y la sentencia definitiva, que los admite al gremio de la Iglesia. La autenticidad y enlace de todos estos documentos fue invenciblemente demostrada por el doctísimo P. Flórez (t. 6 de la España Sagrada).

     Los cánones son veinte, y en ellos me detendré poco. El 14 se dirige contra los priscilianistas que recibían la comunión sacrílegamente, sin consumir la sagrada forma. El 20 manda que sólo el obispo, y no los presbíteros (como se hacía en algunas provincias), consagren el crisma. De los restantes, unos tienden a evitar irregularidades en las ordenaciones (1, 2, 3, 4, 8 y 10), vedando el 2 que los penitentes públicos pasen de ostiarios o de lectores (y esto en caso de necesidad absoluta), a no ser que sean subdiáconos antes de haber caído en el pecado; otros intiman a los clérigos la asistencia a sus iglesias y al sacrificio cotidiano; les prohíben pasar de un obispado a otro, a no ser que de la herejía tornen a la fe y separan del gremio de la Iglesia al que comunique con los excomulgados (cán. 5, 12 y 15). Relación, aunque indirecta, parece tener con las costumbres introducidas por los priscilianistas el canon 6, a tenor del cual las vírgenes consagradas a Dios no deben asistir a convites ni reuniones, ni tener familiaridad excesiva con su confesor, ni con lego o sacerdote alguno. Una prohibición semejante vimos en el concilio de Zaragoza.

     A continuación de los Cánones viene la Regula fidei contra omnes haereses, maxime contra priscillianistas, documento [144] precioso, que tiene para nuestra Iglesia la misma o parecida importancia que el símbolo Niceno para la Iglesia universal. Testimonio brillante de la pureza de la fe española en aquel revuelto siglo, prenda de gloria y de inmortalidad para los obispos que la suscribieron es la Regula fidei, obra de tal naturaleza e interés para nuestro trabajo, que conviene traducirla íntegra, y de verbo ad verbum (163), sin perjuicio de comentar, más adelante, algunas de sus cláusulas:

     «Creemos en un solo y verdadero Dios omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Hacedor de todas las cosas visibles e invisibles, del cielo y de la tierra. Creemos que hay un solo Dios, y una Trinidad de la sustancia divina; que el Padre no es el Hijo; que el Hijo no es el Padre, pero el Hijo de Dios es de la naturaleza del Padre; que el Espíritu Santo, el Paráclito, no es el Hijo ni el Padre, pero precede del Padre y del Hijo. Es, pues, no engendrado el Padre, engendrado el Hijo, no engendrado el Espíritu Santo, pero procedente del Padre y del Hijo. El Padre es aquél cuya voz se oyó en los cielos: Éste es mi hijo amado, en quien tengo todas mis complacencias: oídle a Él. El Hijo es aquél que decía: Yo procedí del Padre y vine de Dios a este mundo. El Paráclito es el Espíritu Santo, de quien habló el Hijo: Si yo no tornare al Padre, no vendrá el Espíritu. Afirmamos esta Trinidad distinta en personas, una en sustancia, indivisible y sin diferencia en virtud, poder y majestad. 

     Fuera de ésta, no admitimos otra naturaleza divina, ni de ángel ni de espíritu, ni de ninguna virtud o fuerza que digan ser Dios (164). Creemos que el Hijo de Dios, Dios nacido del Padre antes de todo principio, santificó las entrañas de la Virgen María, y de ella tomó, sin obra de varón, verdadero cuerpo, no imaginario ni fantástico, sino sólido y verdadero (165). Creemos que dos naturalezas, es a saber, la divina y la humana, concurrieron en una sola persona. que fue Nuestro Señor Jesucristo, el cual tuvo hambre y sed, y dolor y llanto, y sufrió todas las molestias corporales, hasta que fue crucificado por los judíos y sepultado, y resucitó al tercero día. Y conversó después con sus discípulos, y cuarenta días después de la resurrección subió a los cielos. A este Hijo del hombre le llamamos también Hijo de Dios, e Hijo de Dios y del hombre juntamente. Creemos en la futura resurrección de la carne, y decimos que el alma del hombre no es de la sustancia divina ni emanada de Dios Padre, sino hechura de Dios creada por su libre voluntad (166). Si alguno dijere o creyere que el mundo no fue creado por Dios omnipotente, sea anatema. [145] Si alguno dijere o creyere que el Padre es el Hijo o el Espíritu Santo, sea anatema. Si alguno dijere o creyere que el Hijo es el Padre o el Espíritu Santo, sea anatema. Si alguno dijere o creyere que el Espíritu Santo es el Padre o el Hijo, sea anatema. Si alguno dijere o creyere que el Hijo de Dios tomó solamente carne y no alma humana, sea anatema. Si alguno dijere o creyere que Cristo no pudo nacer, sea anatema. Si alguno dijere o creyere que la divinidad de Cristo fue convertible y pasible, sea anatema. Si alguno dijere o creyere que es uno el Dios de la Ley Antigua y otro el del Evangelio, sea anatema (167). Si alguno dijere o creyere que este mundo fue hecho por otro Dios que aquél de quien está escrito: En el principio creó Dios el cielo y la tierra, sea anatema. Si alguno dijere o creyere que los cuerpos humanos no resucitarán después de la muerte, sea anatema. Si alguno dijere o creyere que el alma humana es una parte de Dios o de la sustancia de Dios, sea anatema. Si alguno dijere o creyere que han de recibirse y venerarse otras Escrituras fuera de las que tiene y venera la Iglesia católica, sea anatema. Si alguno dijere que la divinidad y la humanidad forman una sola naturaleza en Cristo, sea anatema. Si alguno dijere o creyere que fuera de la Trinidad puede extenderse la esencia divina, sea anatema. Si alguno da crédito a la astrología o a la ciencia de los caldeos, sea anatema. Si alguno dijere o creyere que es execrable el matrimonio celebrado conforme a la ley divina, sea anatema. Si alguno dijere o creyere que las carnes de las aves y de los pescados que nos han sido concedidos para alimento son execrables, sea anatema. Si alguno sigue en estos errores a Prisciliano y, después de haber sido bautizado, cree algo contra la Sede de San Pedro, sea anatema.»

     Así resonó en el año postrero del siglo IV, bajo las bóvedas de la primitiva basílica toledana, la condenación valiente del panteísmo, del antitrinitarismo, del doketismo y de las antítesis de Marción. Propuestos estos cánones por Patruino, y aprobados por los demás obispos, se transmitieron a todas las iglesias de España, que desde entonces conservan esta fe con inviolable pureza. Obsérvese haber sido éste el primer concilio que definió la procedencia del Espíritu Santo del Padre y del Hijo, sin que haga fuerza en contrario la opinión de Pagi, Quesnel y otros críticos que suponen intercalada posteriormente la partícula Filioque (168).

     Faltaba la sumisión de los obispos gallegos asistentes al sínodo. Movióles Dios a penitencia y buen entendimiento, y en la tercera sesión levantóse Dictinio y dijo de esta manera, según refieren las actas: «Oídme, excelentes sacerdotes; corregidlo todo, pues a vosotros es dada la corrección. Escrito está: Vobis datae sunt claves regni caelorum. Yo os pido que se me abran las puertas del cielo y no las del infierno. Si os dignáis perdonarme, lo pondré todo a vuestros ojos. Me arrepiento de haber dicho que es una misma la naturaleza de Dios y la del [146] hombre. No sólo me someto a vuestra corrección, sino que abjuro y depongo todo error de mis escritos. Dios es testigo de que así lo siento. Si erré, corregidme. Poco antes lo dije y ahora lo repito: cuanto escribí en mi primer entendimiento y opinión, lo rechazo y condeno con toda mi alma. Exceptuando el nombre de Dios, lo anatematizo todo. Cuanto haya dicho contra la fe, lo condeno todo, juntamente con su autor.»

     Después de Dictinio, dijo Sinfosio: «Condeno la doctrina de los dos principios, o la que afirma que el Hijo no pudo nacer, según se contiene en una cédula que leíamos hace poco. Anatematizo esa secta y a su autor. Si queréis, la condenaré por escrito.» Y escribió estas palabras: «Rechazo todos los libros heréticos, y en especial la doctrina de Prisciliano, donde dice que el Hijo no pudo nacer (innascibilem esse)

     Siguióle el presbítero Comasio, pronunciando estas palabras: «Nadie dudará que yo pienso como mi prelado, y condeno todo lo que él condena, y nada tengo por superior a su sabiduría sino sólo Dios. Estad ciertos todos de que no haré ni pensaré otra cosa que lo que él ha dicho, y, por tanto, como dijo mi obispo, a quien sigo, cuanto él condenó, yo lo condeno.»

     En otra sesión confirmaron todos sus abjuraciones, añadiendo Comasio: «No temo repetir lo que otra vez dije, para gozo mío: Acato la autoridad y sabiduría de mi obispo el anciano Sinfosio. Pienso lo mismo que ayer; si queréis, lo pondré por escrito. Sigan este ejemplo todos los que quieran participar de vuestra comunión.» Y leyó una cédula que decía así: «Como todos seguimos la católica fe de Nicea, y aquí hemos oído leer una escritura que trajo el presbítero Donato, en la cual Prisciliano afirmaba que el Hijo no pudo nacer, lo cual consta ser contra el símbolo Niceno, anatematizo a Prisciliano, autor de ese perverso dicho, y condeno todos los libros que compuso.» Y añadió Sinfosio: «Si algunos libros malos compuso, yo los condeno.» Y terminó Dictinio: «Sigo el parecer de mi señor padre, engendrador y maestro Sinfosio. Cuanto él ha hablado, yo lo repito. Escrito está: Si alguno os evangeliza de otra manera que como habéis sido evangelizados, sea anatema. Y por eso, todo lo que Prisciliano enseñó o escribió mal, lo condenamos.»

     En cuanto a la irregular elección de Dictinio y demás obispos priscilianistas, confesó Sinfosio haber cedido a la voluntad casi unánime del pueblo de Galicia (totius Galiciae plebium multitudo). Paterno, prelado bracarense, dijo que de tiempo atrás había abandonado los errores de Prisciliano, gracias a la lectura de las obras de San Ambrosio. Otros dos obispos, Isonio, recientemente consagrado, y Vegetino, que lo había sido antes del Concilio de Zaragoza, suscribieron la abjuración de Sinfosio (169). En cambio, Herenas, Donato, Acurio, Emilio y varios presbíteros rehusaron someterse, y repitieron en alta voz que [147] Prisciliano había sido católico y mártir, perseguido por los obispos itacianos. El concilio excomulgó y depuso a los rebeldes, convictos de herejía y de perjurio por el testimonio de tres obispos y muchos presbíteros y diáconos (170).

     La sentencia definitiva admite, desde luego, a la comunión a Vegetino y a Paterno, que no eran relapsos. Sinfosio, Dictinio y los demás conservarían sus sillas, pero sin entrar en el gremio de la Iglesia hasta que viniesen el parecer del Pontífice y el de San Simpliciano, obispo de Milán y sucesor de San Ambrosio, a quienes los Padres habían consultado su sentencia. Mientras no recibieran esta absolución final, se abstendrían de conferir órdenes. Y de igual suerte los demás obispos gallegos que adoptasen la regla de fe, condición indispensable para la concordia. Vedáronse, finalmente, los libros apócrifos y las reuniones en casa de mujeres y se mandó restituir a Ortigio la sede de que había sido arrojado por los priscilianistas.

     No se atajaron al pronto con este concilio los males y discordias de nuestra Iglesia. Muchos obispos desaprobaron la absolución de los priscilianistas, y más que todo, el que continuasen en sus diócesis Sinfosio, Dictinio y los restantes. Así retoñó el cisma de los luciferianos. Galicia volvió a quedar aislada, y en lo demás de la Península, tirios y troyanos procedieron a consagraciones y deposiciones anticanónicas de prelados. Los de la Bética y Cartaginense fueron tenacísimos en no comunicar con los gallegos. En medio de la general confusión, un cierto Rufino, hombre turbulento, y que ya en el concilio Toledano había logrado perdón de sus excesos, ordenaba obispos para pueblos de corto vecindario y llenaba las iglesias de escándalos. Otro tanto hacía en Cataluña Minicio, obispo de Gerona, mientras en Lusitania era depuesto de su sede emeritana Gregorio, sucesor de Patruino. Forzoso era atajar el desorden, y para ello los obispos de la Tarraconense, de una parte, y de otra Hilario, uno de los Padres del Concilio Toledano, y con él el presbítero Helpidio, acudieron (por los años de 404) al papa Inocencio. El cual dirigió a los obispos de España una decretal famosa (171), encareciendo las ventajas de la unión y de la concordia, afirmando que en el mismo seno de la fe había sido violada la paz, confundida la disciplina, hollados los cánones, puestos en olvido el orden y las reglas, rota la unidad con usurpación de muchas iglesias (172). Duras palabras tiene el Pontífice para la terquedad e intolerancia de los luciferianos. «¿Por qué se duelen de que hayan sido recibidos en el gremio de la Iglesia Sinfosio, Dictinio y los demás que abjuraron la herejía? ¿Sienten [148] acaso que no hayan perdido algo de sus primeros honores? Si esto les punza y mortifica, lean que San Pedro Apóstol tornó, después de las lágrimas, a ser lo que había sido. Consideren que Tomás, pasada su duda, no perdió nada de sus antiguos méritos. Vean que el profeta David, después de aquella confesión de su pecado, no fue destituido del don de profecía... Congregaos cuanto antes en la unidad de la fe católica los que andáis dispersos; formad un solo cuerpo, porque, si se divide en partes, estará expuesto a todo linaje de calamidades» (173). Manda luego deponer a los obispos elegidos, contra los cánones de Nicea, por Rufino y Minicio, y separar de la comunión de los fieles a todo luciferiano que se niegue a admitir la concordia establecida por el concilio de Toledo. Resulta, finalmente, de esta carta que algunos de los obispos intrusos habían sido militares, curiales y hasta directores de juegos públicos.

     El emperador Honorio incluyó a los priscilianistas en el rescripto que dio contra los maniqueos, donatistas y paganos en 15 de noviembre de 408 (174). En 22 de febrero de 409 (consulado de Honorio y Teodosio) hizo aún más severa la penalidad, persuadido de que «este género de hombres, ni por las costumbres ni por las leyes debe tener nada de común con los demás», y de que «la herejía ha de considerarse como un crimen público contra la seguridad de todos». Todo priscilianista convicto era condenado a perdimiento de bienes (que debían pasar a sus herederos, siempre que no hubiesen incurrido en el mismo crimen) e inhabilitado para recibir herencias y donaciones, así como para celebrar contratos o testar. El siervo que delatase a su señor quedaba libre; el que le siguiese en sus errores sería aplicado al fisco. El administrador que lo consintiese era condenado a trabajos perpetuos en las minas. Los prefectos y demás oficiales públicos que anduviesen remisos en la persecución de la herejía pagarían multas de 20 o de 10 libras de oro.

     En 409 los bárbaros invadieron la Península, y el priscilianismo continuó viviendo en Galicia, sometida a los suevos, gracias a lo separada que por este hecho se mantuvo aquella comarca del resto de las tierras ibéricas. En obsequio al orden lógico, quebrantaré un tanto el cronológico para conducir a sus fines la historia de esta herejía.

     Cerca de la mitad del siglo V, Santo Toribio, llamado comúnmente de Liébana, que había peregrinado por diversas partes, según él mismo refiere, llegando, a lo que parece, hasta [149] Tierra Santa, tornó a Galicia, donde fue elegido obispo de Astorga, y se aplicó a destruir todo resto de priscilianismo, quitando de manos de los fieles los libros apócrifos. Con tal fin escribió a los obispos Idacio y Ceponio una epístola, De non recipiendis in auctoritatem fidei apocryphis scripturis, et de secta Priscillianistarum, que transcribo en el apéndice (175). Mas no le pareció suficiente el remedio y acudió a la silla apostólica, remitiendo a San León el Magno dos escritos, hoy perdidos, el Commonitorium y el Libellus, catálogo el primero de los errores que había notado en los libros apócrifos y refutación el segundo de las principales herejías de los priscilianistas. En entrambos libros, dice Montano, obispo de Toledo: Hanc sordidam haeresim explanavit (Toribius), aperuit, et occultam tenebris suis perfidiaeque nube velatam, in propatulo misit. El diácono Pervinco entregó a San León las epístolas de Toribio, a las cuales respondió el Papa en 21 de julio del año 447, consulado de Alipio y Ardaburo. Su carta es una larga exposición y refutación de los desvaríos gnósticos, dividida en dieciséis capítulos. La inserto como documento precioso en el apéndice, y tendrémosla en cuenta al hacer la exposición dogmática del priscilianismo. Ordena San León, como último remedio, un concilio nacional, si puede celebrarse, o a lo menos un sínodo de los obispos de Galicia, presididos por Idacio y Ceponio. Que se llevó a término esta providencia, no cabe duda. Imposible era la celebración del concilio general, por las guerras de suevos y visigodos, pero se reunieron los obispos de la Bética, Cartaginense, Tarraconense y Lusitania para confirmar la regla de fe y añadirle quizá alguna cláusula. Las actas de este sínodo han perecido, aunque sabemos que la Assertio fidei fue transmitida a Balconio, metropolitano de Braga, y a los demás obispos gallegos, quizá reunidos en sínodo provincial a su vez. Todos la admitieron, así como la decretal de San León, pero algunos de mala fe (subdolo arbitrio, dice el Cronicon de Idacio). Este sínodo es el que llaman De Aquis-Celenis (176).

     Durante todo un siglo, la Iglesia gallega lidió heroica, pero oscuramente contra el arrianismo de los suevos, menos temible como herejía extranjera, y contra el priscilianismo, que duraba y se sostenía con satánica perseverancia, apoyado por algunos obispos. Parece que debieran quedar monumentos. de esta lucha; pero, desgraciadamente, las tormentas del pensamiento y de la conciencia humana son lo que menos lugar ocupa en las historias. ¡Cuántas relaciones de conquistas y de batallas, cuántos catálogos de dinastías y de linajes pudieran darse, por saber a punto fijo cuándo y de qué manera murió en el pueblo de [150] Galicia la herejía de Prisciliano! Pero quiere la suerte que sólo conozcamos el himno de triunfo, el anatema final que en 567, más de cien años después de la carta de San León, pronunciaron los Padres del primer concilio Bracarense, vencedores ya de sus dos enemigos, y no por fuerza de armas ni por intolerancia de suplicios, sino por la incontrastable fortaleza de la verdad y el imperio de la fe cristiana, que mueve de su lugar las montañas. ¡Con qué íntimo gozo hablan del priscilianismo como de cosa pasada, y, no satisfechos con la regla de fe, añaden los diecisiete cánones siguientes contra otros tantos errores de nuestros gnósticos!:

     «Si alguno niega que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son tres personas, de una sola sustancia, virtud y potestad, y sólo reconoce una persona, como dijeron Sabelio y Prisciliano, sea anatema. [151]

     Si alguno introduce otras personas divinas fuera de las de la Santísima Trinidad, como dijeron los gnósticos y Prisciliano, sea anatema.

     Si alguno dice que el Hijo de Dios y Señor nuestro no existía antes de nacer de la Virgen, conforme aseveraron Paulo de Samosata, Fotino y Prisciliano, sea anatema.

     Si alguien deja de celebrar el nacimiento de Cristo según la carne, o lo hace simuladamente ayunando en aquel día y en domingo, por no creer que Cristo tuvo verdadera naturaleza humana, como dijeron Cerdón, Marción, Maniqueo y Prisciliano, sea anatema.

     Si alguien cree que las almas humanas o los ángeles son de la sustancia divina, como dijeron Maniqueo y Prisciliano, sea anatema.

     Si alguien dice con Prisciliano que las almas humanas pecaron en la morada celeste, y que por esto fueron encerradas en los cuerpos, sea anatema.

     Si alguien dice que el diablo no fue primero ángel bueno creado por Dios, y que su naturaleza no es obra de Dios, sino que ha salido de las tinieblas y es eterno principio del mal, según afirman los maniqueos y Prisciliano, sea anatema.

     Si alguien cree que el diablo hizo algunas criaturas inmundas, y que él produce el trueno, el rayo, las tempestades y la sequedad, como dijo Prisciliano, sea anatema.

     Si alguno cree, con los paganos y Prisciliano, que las almas humanas están sujetas fatalmente a las estrellas, sea anatema.

     Si alguno afirma, al modo de Prisciliano, que los doce signos del Zodíaco influyen en las diversas partes del cuerpo y están señalados con nombres de los patriarcas, sea anatema.

     Si alguien condena el matrimonio y la procreación (177), sea anatema.

     Si alguno dice que el cuerpo humano es fábrica del demonio y que la concepción en el útero materno es símbolo de las obras diabólicas, por lo cual no cree en la resurrección de la carne, sea anatema.

     Si alguien dice que la creación de toda carne no es obra de Dios, sino de los ángeles malos, sea anatema.

     Si alguno, por juzgar inmundas las carnes que Dios concedió para alimento del hombre, y no por mortificarse, se abstiene de ella, sea anatema.

     Si algún clérigo o monje vive en compañía de mujeres que no sean su madre, hermana o próxima parienta, como hacen los priscilianistas, sea anatema.

     Si alguno en la feria quinta de Pascua, que se llama Cena del Señor, a la hora legítima después de la nona, no celebra en ayunas la misa en la iglesia, sino que (según la secta de Prisciliano) celebra esta festividad después de la hora de tercia con misa de difuntos y quebrando el ayuno, sea anatema.

     Si alguno lee, sigue o defiende los libros que Prisciliano alteró según su error, o los tratados que Dictinio compuso antes de convertirse, bajo los nombres de patriarcas, profetas y apóstoles, sea anatema.»

     El canon 30 de los disciplinares de este concilio prohíbe que en la iglesia se canten otros himnos que los salmos del Antiguo Testamento.

     Puede afirmarse que el concilio de Braga enterró definitivamente al priscilianismo. Matter afirma que como secta secreta duró esta herejía hasta la invasión de los árabes, pero no aduce pruebas de tal opinión. Por oculta que estuviese la secta, ¿se comprende que los concilios toledanos no la anatematizasen alguna vez? Todo induce a sospechar que en los siglos VII y VIII el priscilianismo pertenecía a la historia, por más que durasen algunas supersticiones, últimos efectos de la epidemia (178).

     Esto es cuanto sé del priscilianismo históricamente considerado. Veamos su literatura y sus dogmas en los párrafos siguientes (179). [152]


 

- V -

Literatura priscilianista.

 

     Bajo este título comprendemos no sólo las obras compuestas por los sectarios de esta herejía, sino también los libros apócrifos de que hacían uso y las impugnaciones.

     Justo es comenzar por los escritos del padre y dogmatizador de la secta. Se han perdido hasta sus títulos, aunque consta la existencia de varios opúsculos por el testimonio de San Jerónimo (De viris illustribus) y por las actas del primer concilio Toledano. Pero en el Commonitorium de Orosio se conserva un curiosísimo fragmento de cierta epístola de Prisciliano. Dice así: «Ésta es la primera sabiduría: reconocer en los tipos de las almas divinas las virtudes de la naturaleza y la disposición de los cuerpos. En lo cual parecen ligarse el cielo y la tierra, y todos los principados del siglo trabajan por vencer las disposiciones de los santos. Ocupan los patriarcas el primer círculo, y tienen el sello (chirographum) divino, fabricado por el consentimiento de Dios, de los ángeles y de todos los espíritus, el cual se imprime en las almas que han de bajar a la tierra y les sirve como de escudo en la milicia.» (Haec prima sapientia est, in animarum typis divinarum (180) virtutes intelligere naturae et corporis dispositionem. In quo obligatum videtur caelum et terra, omnesque principatus saeculi videntur astricti sanctorum dispositiones superare. Nam primum Dei circulum et mittendarum in carne animarum divinum chirographum, angelorum et Dei et omnium animorum consensibus fabricatum patriarchae tenent, quae contra formalis militiae opus possident) (181). Adelante procuraré utilizar este breve pero notable resto de las obras del heresiarca gallego.

     La segunda producción priscilianista de que haya memoria es el Apologético de Tiberiano Bético, mencionado asimismo por San Jerónimo (De viris illustribus), e igualmente perdido. El estilo era hinchado y lleno de afectación, al decir del Santo.

     No se conservan tampoco las poesías de Latroniano, elogiadas por el solitario de Belén como iguales a las de los clásicos antiguos.

     Mayor noticia hay de las obras de Dictinio, obispo de Astorga, [153] que, arrepentido después de sus errores, llegó a morir en olor de santidad. Cuando seguía la doctrina de Prisciliano compuso un tratado, que tituló Libra, por ir repartido en doce cuestiones, a la manera que la libra romana se dividía en doce onzas. Sosteníase en aquel libro, entre otros absurdos, la licitud de la mentira por causa de religión, según nos refiere San Agustín en el libro Contra mendacium, que escribió para refutar esta parte del de Dictinio (182). Sus tratados heréticos se leían aún con veneración de los de la secta por los tiempos de San León el Magno, que dice de los priscilianistas: «No leen a Dictinio, sino a Prisciliano; aprueban lo que escribió errado, no lo que enmendó arrepentido: síguenle en la caída, no en la reparación.»

     En apoyo de su error capital aducía Dictinio el texto de San Pablo (Eph 4,25): Loquimini veritatem unusquisque cum proximo suo, infiriendo de aquí que la verdad sólo debía decirse a los prójimos y correligionarios. También le servían de argumentos las ficciones y simulaciones de Rebeca, Tamar, las parteras de Egipto, Rahab la de Jericó y Jehú, y hasta el finxit se longius ire de San Lucas, hablando del Salvador. San Agustín contesta que algunos de estos casos se cuentan como hechos, pero no se recomiendan para la imitación; que en otros se calla la verdad, pero no se dice cosa falsa, y que otros, finalmente, son modos de decir alegóricos y figurados.

     El obispo gallego Consencio envió a San Agustín (hacia el año 420), por medio del clérigo Leonas, la Libra y otros escritos priscilianistas, así como algunas refutaciones católicas y una carta suya, en que le daba cuenta de las revelaciones que sobre los priscilianistas le había hecho Frontón, siervo de Dios. Esta carta, que sería importantísima, se ha perdido. Allí preguntaba al Santo, entre otras cosas, si era lícito fingirse priscilianista para descubrir las maldades de aquellos sectarios. A él le parecía bien, pero otros católicos lo desaprobaban.

     San Agustín (en el citado libro Contra mendacium, ad Consentium, dividido en veintiún capítulos) (183) reprueba enérgicamente semejante inmoralidad, aunque alaba el celo de Consencio, su elocuente estilo y su conocimiento de las Sagradas Escrituras: ¡Cómo!, exclama, ¿ha de ser lícito combatir la mentira con la mentira?... ¿Hemos de ser cómplices de los priscilianistas en aquello mismo en que son peores que los demás herejes?... Más tolerable es la mentira en los priscilianistas que en los católicos; ellos blasfeman sin saberlo, nosotros a sabiendas; ellos contra la ciencia, nosotros contra la conciencia... No olvidemos aquellas palabras: «Quicumque me negaverit coram hominibus, negabo eum coram Patre meo...» ¿Cuándo dijo Jesucristo: «Vestíos con piel de lobos para descubrir a los lobos, aunque sigáis siendo ovejas?...» Si no hay otro modo de descubrirlos, vale más que sigan ocultos. Añade que, en materias de religión sobre todo, [154] no es lícita la más leve mentira, y que otras redes hay para coger a los herejes, en especial la predicación evangélica y la refutación de les errores de la secta. Aconseja, sobre todo, que combata la Libra de Dictinio.

     Más adelante, Consencio volvió a consultar a San Agustín sobre cinco puntos, que tenían relación remota con los dogmas de Prisciliano: 1.º, si el cuerpo del Señor conserva ahora los huesos, sangre y demás formas de la carne; 2.º, cómo ha de interpretarse aquel lugar del Apóstol: Caro et sanguis regnum Dei non possidebunt; 3.º, si cada una de las partes del cuerpo humano ha sido formada por Dios; 4.º, si basta la fe, en los bautizados, para lograr la eterna bienaventuranza; 5.º, si el hálito de Dios sobre el rostro de Adán creó el alma de éste o era la misma alma.

     A la primera pregunta contesta el obispo hiponense que es dogma de fe el que Cristo conserva en el cielo el mismo cuerpo que tuvo en la tierra; a la segunda, que las obras de la carne son los vicios; a la tercera, que la naturaleza obra y produce dirigida por el Creador; a la cuarta, que la fe sin las obras es muerta; a la quinta, que basta afirmar que el alma no es partícula de la sustancia divina y que todo lo demás es cuestión ociosa.

     Todavía hay otra carta de Consencio preguntando algunas dudas sobre el misterio de la Trinidad (184).

     Los priscilianistas se distinguían de los demás gnósticos en admitir por entero las Sagradas Escrituras, así del Antiguo como del Nuevo Testamento. Pero introducían en los textos osadas variantes, según advierte San León: Multos CORRUPTISSIMOS eorum codices... invenimus: Curandum ergo est et sacerdotali diligentia maxime providendum ut falsati codices, et a sincera veritate discordes, in nullo usu lectionis habeantur. Todavía en el siglo VII vio San Braulio algunos de estos libros. Qué alteraciones tenían, no hallamos dato alguno para determinarlo. Pero sabida cosa es que cada secta gnóstica alteró la Biblia conforme a sus particulares enseñanzas, puesto que la tenían por colección de libros exotéricos, inferior en mucho a los apócrifos que ellos usaban.

     El rótulo de libros apócrifos se ha aplicado a producciones de muy diverso linaje. Como la cizaña en medio del trigo aparecieron desde el primer siglo de la Iglesia, mezclados con los Evangelios, actas y epístolas canónicas, innumerables escritos, dirigidos unas veces a dar sano alimento a la devoción de los fieles, y otras a esparcir cautelosamente diversos errores. Prescindiendo de las obras compuestas por judíos a nombre de patriarcas y profetas de la Ley Antigua, como el Libro de Henoc, la Vida de Adán, el Testamento de los doce patriarcas, etc., los libros apócrifos de origen cristiano pueden reducirse a cuatro clases: 1.ª Libros canónicos, completamente alterados, por ejemplo, el Evangelio de San Lucas y las Epístolas de San Pablo, [155] tales como las refundió Marción. Todas estas falsificaciones fueron obra de sectas heterodoxas. 2.ª Libros apócrifos del todo heréticos y con marcada intención de propaganda. Han perecido casi todos, verbigracia, el Evangelio de Judas Iscariote, compuesto por los cainitas; el Evangelio de perfección, el Grande y Pequeño interrogatorio de María, etc. 3.ª Libros que, sin contener una exposición dogmática, ni mucho menos de las doctrinas de ninguna secta, encierran algunos errores. A este género pertenecen casi todos los que conocemos, advirtiendo que algunos de ellos han sufrido varias refundiciones al pasar de unas sectas a otras, y aun de los heterodoxos al pueblo católico, hasta el punto de contener hoy muy pocas herejías. Una de las obras más conocidas de este grupo son las Actas de San Pablo y Tecla, escritas para confirmar la doctrina de los que atribuían a las mujeres la facultad de predicar y aun de conferir el bautismo. Pero el fruto más sazonado de esta parte de la literatura apócrifa es el libro de las Clementinas o Recognitiones, compuesto o alterado por los ebionitas, el cual pudiera calificarse de verdadera joya literaria. 4.ª Apócrifos ortodoxos y fabricados con el fin de satisfacer la curiosidad de los fieles en los puntos que tocan de pasada la narración evangélica, o la de las Actas de los Apóstoles. Son generalmente posteriores a los libros heréticos, con cuyos manejos se arrearon más de una vez. El más conocido y el que menos vale de estos apócrifos cristianos es la compilación del falso Abdías, formada quizá en el siglo VI.

     El interés histórico y literario de todos estos libros, aun de los medianos, es grandísimo. Allí están en germen cuantas leyendas y piadosas tradiciones encantaron la fantasía de la Edad Media;.allí se derramó por primera vez en el arte el sentimiento cristiano, y a las veces con una esplendidez y un brío que asombran.

     Los priscilianistas de España se valieron de los apócrifos de muchas sectas anteriores, aumentados con nuevas falsificaciones. Para formar en lo posible el catálogo servirán la epístola de Santo Toribio a Idacio y Ceponio y las de Orosio a San Agustín.

     I. Actas de San Andrés. -Citadas por Toribio. Eran las atribuidas a Leucio. Hoy conocemos un texto griego de las Actas, que puede leerse en la colección de Tischendorf (pp. 105-131) (185), pero es distinto del de Leucio, o a lo menos refundido por algún católico que le quitó los resabios de maniqueísmo, aprovechando la parte narrativa. Pruébase la diversidad de los textos por faltar en el que poseemos el singular pasaje que cita San Agustín (Contra Manichaeos, c. 38), relativo a aquella Maximilla que, por no pagar a su marido el débito conyugal, que [156] juzgaba pecado, incurrió nada menos que en el de lenocinio o tercería. Sábese que los maniqueos y priscilianistas condenaban el matrimonio y la propagación de la especie. La refundición, hoy conocida, de las Actas debe de ser antigua, puesto que San Beato de Liébana y Eterio de Osma citan con elogio un pasaje en su impugnación de la herejía de Elipando.

     II. Actas de San Juan. -En la misma colección de Tischendorf, desde la página 226 a la 276, se lee el texto griego de estas Actas, que deben de ser las atribuidas por Toribio a Leucio, y convienen poco o nada con el relato de Abdías. San Agustín, en el tratado CXXIV In Ioannem, cita y censura un pasaje de nuestras Actas, en que se afirma que el apóstol no murió como los demás hombres, sino que duerme en el sepulcro aguardando la venida del Salvador, y a las veces remueve con su aliento el polvo que le cubre. Gran riqueza de fantasía mostró el autor de estas Actas. Allí aparecieron por vez primera la historia del capitán de forajidos convertido por San Juan y otra que literariamente tiene más valor e importancia, la de aquel Calímaco de Efeso, furiosamente enamorado de la cristiana Drusila, hasta el punto de desenterrar con intentos sacrílegos su cadáver. De allí tomó la célebre Hroswita, monja de Gandersheim, el argumento de uno de sus dramas, el Calímaco, verdadera maravilla literaria del siglo X, si fuera auténtico, que muchos lo dudan.

     III. Actas de Santo Tomás. -Conocemos dos textos, uno griego y otro siríaco. El segundo tiene muchas más huellas de gnosticismo que el primero, y no fue estampado hasta 1871, en que le dio cabida W. Wright en sus Actas apócrifas de los Apóstoles, publicadas según los manuscritos sirios del Museo británico (186). Estas Actas parecen traducidas del griego, pero no del texto que hoy poseemos, sino de otro más antiguo y mucho más gnóstico. En el griego faltan dos himnos curiosísimos, especialmente el de la perla de Egipto, hermosa fábula, de las que tanto empleaban aquellos sectarios, y no desemejante de la de Sophia. Tampoco hay huella de este himno en la bárbara redacción latina que lleva el nombre de Abdías.

     Las Actas de Santo Tomas refieren la predicación del apóstol en la India, y parecen haber sido escritas para recomendar la más absoluta continencia. Cristo se aparece a dos esposos y les exhorta a perseverar en la castidad. La secta ascética de los apotactistas o cátaros (puros), una de las ramas de los encratitas, o discípulos de Taciano, hizo grande uso de estas Actas, que por la comunidad de principios adoptaron los maniqueos, priscilianistas y otras muchas disgregaciones del gnosticismo.

     Pero como cada cual había puesto mano en aquel texto, resultó sembrado de doctrinas que admitían unos y rechazaban otros. [157] En las Actas que llaman de Santo Tomás (escribe Toribio) es digna de nota y de execración el decir que el apóstol no bautizaba con agua, sino con aceite, lo cual siguen los maniqueos, aunque no los priscilianistas. (Specialiter in illis actibus, quae Sancti Thomae dicuntur, prae caeteris notandum atque execrandum est quod dicit eum non baptizare per aquam, sicut habet dominica praedicatio, sed per oleum solum: quod quidem isti nostri non recipiunt, sed manichaei sequuntur.)

     El pasaje que parece haber dado ocasión a Santo Toribio para esta censura, dice así en el texto griego de la colección de Tischendorf (187), después de referir la conversión de un rey de la India y de su hermano: Kai\ kata/micon au)tou\j ei)j th\n sh\n poi/mnhn, kaqari/saj au)tou/j tw=? sw=? loutrw=? kai\ a)/leiyaj au)tou\j tw=? e)laiw=?. (Recíbelos en tu redil, después de haberlos purificado con tu bautismo y ungido con tu óleo.). Thilo, ateniéndose a la autoridad del santo obispo de Astorga, cree que aquí se trata del bautismo. Otros lo entienden de la confirmación, y, a la verdad, el texto los favorece, puesto que distingue claramente entre el bautismo que lava y el óleo que unge. Aún es más claro lo que sigue. Piden los neófitos al apóstol que les imprima el sello divino después del bautismo, y entonces él e)ke/lese prosenegkei=n au)tou/j e)/laion, i(/na dia\ tou= e)lai/ou de/contai th\n sfragi/da: h)/negkan ou)=n to\ e)/laion. (Mandóles que trajesen aceite, para que por el aceite recibiesen el signo divino. Trajeron, pues, óleo.) En lo cual parece evidente que se alude a la confirmación, según el rito griego. Guardémonos, sin embargo, de afirmar ligeramente que Santo Toribio erró tratándose de un texto que tenía a mano y debía conocer muy bien. Quizá el que a nosotros ha llegado es refundición posterior, en que se modificó con arreglo a la ortodoxia este pasaje (188), como desaparecieron el himno de la perla y la plegaria de Santo Tomás en la prisión, con tener esta última bastante sabor católico.

     No eran estas solas las Actas apócrifas conocidas por los priscilianistas. Santo Toribio añade: Et his similia, en cuyo número entraban, sin duda, las de San Pedro y San Pablo, que con las tres antes citadas componían el libro que Focio en su Mirobiblion llamaba peri/odoj tw=n a(gi/wn )Aposto/lwn y atribuye a Leucio. Este Leucio o Lucio Charino, a quien el papa Gelasio, en el decreto contra los libros apócrifos, llama discípulo del diablo, fue un maniqueo del siglo IV, que (a mi entender) no compuso, sino que recopiló, corrigió y añadió varios apócrifos que corrían antes entre la familia gnóstica. Fue, digámoslo así, el Homero de aquellos rapsodas. [158]

     De la misma fuente leuciana parecen haberse derivado las Actas de San Andrés y San Mateo en la ciudad de los antropófagos, que pueden verse en la colección de Fabricio. Tienen mucho carácter gnóstico y maniqueo, pero no sé si las leerían los priscilianistas.

     IV. Memoria Apostolorum. -Este libro, que sería curiosísimo, ha perecido. Santo Toribio dice de él: In quo ad magnam perversitatis suae auctoritatem, doctrinam Domini mentiuntur: qui totam destruit Legem Veteris Testamenti, et omnia quae S. Moysi de diversis creaturae factorisque divinitus revelata sunt, praeter reliquas eiusdem libri blasphemias quas referre pertaesum est. (En el cual, para autorizar más su perversa doctrina, fingen una enseñanza del Salvador que destruye toda la ley del Antiguo Testamento y cuanto fue revelado a Moisés sobre la criatura y el Hacedor, fuera de las demás blasfemias del mismo libro que sería largo referir.) Algo más explícito anduvo Orosio en la carta a San Agustín. «Y esto lo confirman con cierto libro que se intitula Memoria Apostolorum, donde, rogado el Salvador por sus discípulos para que les muestre al Padre Ignoto, les contesta que, según la parábola evangélica Exiit seminans seminare semen suum (salió el sembrador a sembrar su semilla), no fue sembrador bueno (el creador o Demiurgo), porque si lo fuese no se hubiera mostrado tan negligente, echando la semilla junto al camino, o entre piedras, o en terrenos incultos. Quería dar a entender con esto que el verdadero sembrador es el que esparce almas castas en los cuerpos que él quiere.» Curioso es este pasaje, como todos los del Commonitorium de Orosio, riquísimo en noticias. Vese claro que los priscilianistas reproducían la antítesis establecida por Marción entre la ley antigua y la nueva, entre Jehová y el Dios del Evangelio, doctrina que vimos condenada en la Regula Fidei del concilio Toledano.

     V. De principe humidorum et de principe ignis. (Del principio del agua y del principio del fuego.) -Tampoco de éste hay otra noticia que la que da Orosio. Según él, Dios, queriendo comunicar la lluvia a los hombres, mostró la virgen luz al príncipe de lo húmedo, que, encendido en amores, comenzó a perseguirla, sin poder alcanzarla, hasta que con el sudor copioso produjo la lluvia y con un horrendo mugido engendró el trueno. El libro en que tan rudas y groseras teorías meteorológicas se encerraban debió de ser parto de los priscilianistas, de igual suerte que la Memoria Apostolorum.

     Vimos, además, que el concilio de Braga prohíbe los tratados compuestos por Dictinio a nombre de patriarcas y profetas; de todo lo cual no queda otra memoria. Tampoco puede afirmarse con seguridad si las Actas de San Andrés, Santo Tomas y San Juan circularon en griego o en latín entre los herejes de Galicia. Más probable parece lo segundo. [159]

     Observación es de Santo Toribio que sólo una pequeña parte de las teorías priscilianistas se deducía de los apócrifos, y añade: Quare unde prolata sint nescio, nisi forte ubi scriptum est per cavillationes illas per quas loqui Sanctos Apostolos mentiuntur, aliquid interius indicatur, quod disputandum sit potius quam legendum, AUT FORSITAN SINT LIBRI ALII QUI OCCULTIUS SECRETIUSQUE SERVENTUR, solis, ut ipsi aiunt, PERFECTIS paterentur. Hemos de inferir, pues, que tenían enseñanza esotérica y libros ocultos, como todas las demás sectas derivadas de la gnosis (189).

     Alteraron estos herejes la liturgia de la iglesia gallega, introduciendo multitud de himnos, hasta el extremo de haber de prohibir el concilio de Braga que se cantase en las iglesias otra cosa que los Salmos. ¡Lástima que se hayan perdido los himnos priscilianistas! Si los compusieron Latroniano y otros poetas de valía, de fijo eran curiosos e interesantes para la historia de nuestra literatura. ¿Se asemejarían a los hermosos himnos de Prudencio o a los posteriores del Himnario visigodo? (190) Aunque tengo para mí que las canciones de nuestros gnósticos debían de mostrar gran parecido con las de Bardesanes y Harmonio y quién sabe si con las odas del neoplatónico Sinesio. Panteístas eran unos y otros, aunque por diversos caminos, y quizá los nuestros exclamaron más de una vez con el sublime discípulo de Hipatia:

                              

   De terrena existencia

 

rotos los férreos lazos

 

has de volver, humana inteligencia,

 

con místicos abrazos,

 

a confundirte en la divina esencia (191).

     Lo que San Jerónimo refiere de las nocturnas reuniones de estos sectarios, esto es, que al abrazar a las hembras repetían aquellos versos de las Geórgicas (libro II):

                              

Tum Pater omnipotens foecundis imbribus Aeter

 

coniugis in gremium laetae descendit, et omnes

 

magnus alit, magno commixtus corpore, foetus:

debe tenerse por reminiscencia erudita, muy natural en boca del Santo, pero no si la aplicamos a los priscilianistas. Lo que éstos cantaban debía de ser algo menos clásico y más característico (192). [160]

     Uno de los restos más notables de la liturgia priscilianista, y la única muestra de sus cantos, es el Himno de Argirio, del cual nos ha conservado algunos retazos San Agustín en su carta a Cerecio (193). A la letra dicen así:

     «Himno que el Señor dijo en secreto a sus apóstoles según lo que está escrito en el Evangelio (Mt 26,30): Dicho el himno, subió al monte. Este himno no está puesto en el canon, a causa de aquéllos que sienten según su capricho, y no según el espíritu y verdad de Dios, porque está escrito (Job 12,7): Bueno es ocultar el Sacramento (misterio) del rey; pero también es honorífico revelar las obras del Señor:

                                        

I. Quiero desatar y quiero ser desatado.

 

II. Quiero salvar y quiero ser salvado.

 

III. Quiero ser engendrado.

 

IV. Quiero cantar: saltad todos.

 

V. Quiero llorar: golpead todos vuestro pecho.

 

VI. Quiero adorar y quiero ser adorado.

 

VII. Soy lámpara para ti que me ves.

 

VIII. Soy puerta para ti que me golpeas.

 

IX. Tú que ves lo que hago, calla mis obras.

 

X. Con la palabra engañé a todos y no fui engañado del todo» (194).

     Según el comentario que de esta enigmática composición hacían los priscilianistas, su sentido no podía ser más inocente. El solvere aludía al desligarse de los lazos carnales: el generare, a la generación espiritual, en el sentido en que dice San Pablo: Donec Christus formetur in nobis. El ornare venía a ser aquello del mismo Apóstol: Vos estis templum Dei. Finalmente, a todas [161] las palabras del himno hallaban concordancia en las Sagradas Escrituras.

     Pero el sentido arcano era muy diverso de éste. La que quiere desatar es la sustancia única, como divinidad; la que quiere ser desatada es la misma sustancia en cuanto humanidad, y así sucesivamente, la que quiere salvar y ser salvada, adornar y ser adornada, etc. El Verbo illusi cuncta envuelve quizá una profesión de doketismo.

     En dos libros expuso Argirio la interpretación de este himno y de otros apócrifos priscilianistas. El obispo Cerecio remitió un ejemplar a San Agustín para que le examinase y refutase. Así lo hizo el Santo en una larga epístola (195). Si todo lo contenido en el himno era santo y bueno, ¿por qué hacerlo materia de enseñanza arcana? Las exposiciones de Argirio (conforme siente San Agustín) no servían para aclarar, sino para ocultar el verdadero sentido y deslumbrar a los profanos. Sólo de uno de los dos volúmenes de Argirio se hace cargo el obispo de Hipona, porque el otro se le había extraviado sin saber cómo.

     Para traer a la memoria de los adeptos su doctrina, empleaban las sectas gnósticas otro medio fuera de los libros y de los cantos; es a saber, los abracas o amuletos, de que largamente han discurrido muchos eruditos. En la copiosa colección de Matter hallo muy pocos que puedan referirse a los priscilianistas. El más notable, y que sin género de duda nos pertenece, representa a un guerrero celtíbero bajo la protección de los doce signos del Zodíaco. Conocida es la superstición sideral de los discípulos de Prisciliano (196). La ejecución de esas figuras es esmerada. Otros talismanes astrológicos pueden aplicarse con menos probabilidad a España (197).

     ¿Censuraremos a la Iglesia por haber destruido los monumentos literarios y artísticos, los libros o las piedras de los priscilianistas? En primer lugar, no sabemos, ni consta en parte alguna, que los destruyese. En segundo, si se perdieron las obras de Prisciliano, igual suerte tuvieron las de Itacio y otros contradictores suyos. En tercero, si lo hizo, bien hecho estuvo, por, que sobre todo está y debe estar la unidad, y nuestras aficiones y curiosidades literarias de hoy nada significan ni podían significar para los antiguos obispos, si es que las adivinaron, puestas en cotejo con el peligro constante que para las costumbres y la fe del pueblo cristiano envolvían aquellos repertorios de errores.

     Poco diré de las obras de los impugnadores del priscilianismo, porque casi todas han perecido. El libro de Itacio no se halla en parte alguna. El obispo Peregrino, citado por algunos [162] escritores como autor de muchos cánones contra Prisciliano, ha de ser el Patruino, obispo de Mérida, que presidió el concilio de Toledo y propuso todos los cánones que allí se aprobaron, o más bien el Bachiarius peregrinus, de que hablaré más adelante. El Commonitorium y el Libelo de Santo Toribio de Liébana se han perdido, y sólo queda su breve carta a Idacio y a Ceponio, que versa especialmente sobre los libros apócrifos. Los dos más curiosos documentos relativos a esta herejía son el Commonitorium, o carta de Orosio a San Agustín, y la epístola de San León el Magno a Toribio. Entrambos van en el apéndice. El libro de San Agustín Contra priscíllianistas et origenistas, de los primeros habla poco o nada, y mucho de los segundos, como veremos adelante (198).

     Orosio y San León, la Regula fidei y los cánones del Bracarense, junto con otros indicios, serán nuestras fuentes en el párrafo que sigue, enderezado a exponer los dogmas e influencia del gnosticismo en España.


 

- VI -

Exposición y crítica del priscilianismo.

 

     No son oscuros ni ignorados los orígenes de la doctrina de Prisciliano. Tuvieron cuidado de advertirlos sus impugnadores. Los priscilianistas mezclan los dogmas de gnósticos y maniqueos, dice San Agustín (De haeresibus c. 70). Y el mismo santo añade que a esta herejía refluyeron, como a una sentina, los desvaríos de todas las anteriores: Quamvis et ex aliis haeresibus in eas sordes, tanquam in sentinam quandam, horribili confusione confluxerint. Lo cual repite y explana San León el Magno en su célebre epístola: Nihil est enim sordium in quorumcumque sensibus impiorum, quod in hoc dogma non confluxerit: quoniam de omni terrenarum opinionum luto, multiplicem sibi foeculentiam miscuerunt: ut soli totum biberent, quidquid alii ex parte gustassent. Afirma una y otra vez aquel Pontífice el carácter sincrético de las enseñanzas priscilianistas: Si recordarnos, dice, cuantas herejías aparecieron en el mundo antes de Prisciliano, [163] apenas hallaremos un error de que él no haya sido contagiado. (Denique si universae haereses, quae ante Priscilliani tempus sunt, diligentius retractantur, nullus pene invenitur error, de quo non traxerit impietas ista contagium.) Sulpicio Severo limítase a decir que Prisciliano resucitó la herejía de los gnósticos, y no advierte de cuáles. San Jerónimo (diálogo Adversus pelagianos, prólogo) coloca a nuestro heresiarca al lado de los maniqueos y de los massalianos, y en el tratado de De viris illustribus le supone discípulo de Basílides y de Marco, no sin advertir que algunos lo niegan. De todo lo cual podemos deducir que el fondo del priscilianismo fue la doctrina de los maniqueos modificada por la gnosis egipcia. Curioso sincretismo, especie de conciliación entre las doctrinas de Menfis y las de Siria, tiene bastante interés en la historia de las lucubraciones teosóficas para que tratemos de fijar con la posible distinción sus dogmas.

     Por dicha, los testimonios que nos quedan, aunque no en gran número, merecen entera fe: Orosio, por español y contemporáneo; los Padres que formularon la Regula fidei, por idénticas razones, y San León, porque reproduce con exactitud las noticias que le comunicó Toribio, a quien hemos de suponer bien informado a lo menos de la doctrina externa de los priscilianistas, puesto que él mismo nos dice que había amaestramientos y ritos arcanos. San Agustín, en el capítulo LXX De haeresibus, se atiene por la mayor parte a los datos de Orosio. Filastrio de Brescia no hace memoria de los discípulos de Prisciliano, aunque alude claramente a gnósticos de España. El concilio Bracarense se atiene a la carta de San León hasta en el número y orden de los anatemas.

     Comenzando por el tratado De Deo, no cabe dudar que los priscilianistas eran antitrinitarios y, según advierte San León (y con él los Padres bracarenses), sabelianos. No admitían distinción de personas, sino de atributos o modos de manifestarse en la esencia divina: Tanquam idem Deus nunc Pater, nunc Filius, nunc Spiritus Sanctus nominetur. Por eso la Regula fidei insiste tanto en el dogma de la Trinidad. ¿Pero hemos de dar un origen sabeliano a la herejía de los priscilianistas en este punto? No lo creo necesario: en toda gnosis desaparecía el misterio de la Trinidad, irreconciliable siempre con el panteísmo y el dualismo, que más o menos profesaban aquellas sectas, y con la indeterminada sucesión de sus eones. ¿Cómo ha de avenirse la concepción del Dios uno y trino, y por esto mismo personal, activo y creador, con esos sistemas que colocan allá en regiones inaccesibles y lejanas al padre ignoto, sin comunicarse con el mundo, que él no crea, sino por una serie de emanaciones que son y no son su propia esencia o el reflejo de ella, enfrente de las cuales están los principios maléficos, emanados asimismo de un poder, a veces independiente, a veces subordinado, y no pocas confundido con la materia? Por eso los priscilianistas, [164] al negar la Trinidad, no se distinguían de los demás herejes del mismo tronco como no fuera en ser patri-passianos (como San León afirma), es decir, en enseñar que el Padre había padecido muerte de cruz. Parece esto contrario al doketismo que todas las ramas gnósticas adoptaron, teniendo por figurativa y simbólica, no por real, la crucifixión. Pero ¿quién pide consecuencia a los delirios humanos? (199)

     Enseñaban los priscilianistas la procesión de los eones, emanados todos de la esencia divina e inferiores a ella en dignidad y en tiempo (De processionibus quarumdam virtutum ex Deo, quas habere coeperit, et quas essentia sui ipse praecesserit). Uno de estos eones era el Hijo, por lo cual San León los apellida arrianos. (Dicentium quod Pater Filio prior sit, quia fuerit aliquando sine Filio, et tunc Pater coeperit quando Filium genuerit). ¡Como si a la esencia divina pudiese faltarle desde la eternidad algo!, dice profundamente el mismo Papa.

     No tenemos datos para exponer la generación de las virtudes o potestades según Prisciliano. Dos de ellas serían el príncipe de lo húmedo y el príncipe del fuego, que vimos figurar en uno de los libros apócrifos.

     Aseguraban los priscilianistas que era el demonio esencial e intrínsecamente malo; principio y sustancia de todo mal, y no creado por Dios, sino nacido del caos y de las tinieblas. La misma generación le daban los valentinianos, y sobre todo los maniqueos de Persia, como en su lugar vimos. San León refuta, con su acostumbrada sobriedad, el sistema de los dos principios y del mal eterno: Repugna y es contradictorio a la esencia divina el crear nada malo y no puede haber nada que no sea creado por Dios.

     La cosmología de los secuaces de nuestro heresiarca era sencilla, más sencilla que la de los maniqueos; porque no les aterraba el rigor lógico ni temían las consecuencias. El mundo, según ellos, había sido creado, no por un Demiurgo o agente secundario de la Divinidad, sino por el demonio, que le mantenía bajo su imperio y era causa de todos los fenómenos físicos y meteorológicos. (A quo istum mundum factum volunt, dice San Agustín.) Muy pocos gnósticos, fuera de los ofitas, cainitas y otros pensadores de la misma laya, se atrevían a aceptar este principio, aunque el sistema llevase a él irremediablemente. Ningún pesimista moderno ha ido tan lejos, ni puede llevarse más allá el olvido o desconocimiento de la universal armonía.

     La doctrina antropológica de Prisciliano era consecuencia ineludible de estos fundamentos. El alma del hombre, como todo espíritu, es una parte de la sustancia divina, de la cual procede por emanación. (Animas eiusdem naturae atque substantiae cuius [165] est Deus. San Agustín). Pero no es una, como debiera y debe serlo en toda concepción panteísta, sino múltiple: nueva contradicción de las que el error trae consigo. Dios imprime a estas almas su sello (chirographum) al educirlas o sacarlas de su propia esencia, que Prisciliano comparaba con un almacén (promptuario) de ideas o de formas (200). Promete el espíritu, así sellado, lidiar briosamente en la arena de la vida, y comienza a descender por los círculos y regiones celestes, que son siete, habitados cada cual por una inteligencia, hasta que traspasa los lindes del mundo inferior y cae en poder del príncipe de las tinieblas y de sus ministros, los cuales encarcelan las almas en diversos cuerpos, porque el cuerpo, como todo lo que es materia, fue creación demoníaca.

     Esta peregrinación del alma era generalmente admitida por las escuelas gnósticas. Lo que da alguna originalidad a la de Prisciliano es el fatalismo sideral, cuyos gérmenes encontró en la teoría de Bardesanes y en el maniqueísmo. Pero no se satisfizo con decir que los cuerpos obedecían al influjo de las estrellas, como afirmaron sus predecesores, sino que empeñóse en señalar a cada parte o miembro humano un poder celeste del cual dependiera. Así distribuyó los doce signos del Zodíaco: el Aries para la cabeza, el Toro para la cerviz, Géminis para los brazos, Cáncer para el pecho, etc. Ni se detuvo en esta especie de fisiología astrológica. Esclavizó asimismo el alma a las potencias celestes, ángeles, patriarcas, profetas..., suponiendo que a cada facultad, o (como él decía) miembro del alma, corresponde un personaje de la ley antigua: Rubén, Judá, Leví, Benjamín, etc.

     ¿Dónde quedaba la libertad humana en esta teoría? Esclavizado el cuerpo por los espíritus malos y las estrellas, sierva el alma de celestes influjos, ni se resolvía el dualismo ni el sello o chirographo divino podía vencer al chirographo del diablo. Pues aunque el alma fuera inducida al bien por sus patronos, no sólo estaba enlazada y sujeta al cuerpo, sino que cada una de sus facultades era súbdita del miembro en que residía, y por eso la cabeza sufría el contradictorio influjo de Rubén y del Aries. El hombre priscilianista era a la vez esclavo de los doce hijos de Jacob y de los doce signos del Zodíaco, y no pedía mover pie ni mano sino dirigido y gobernado por unas y otras potestades. Al llevar el dualismo a extremo tan risible, ¿entendieron los priscilianistas salvar una sombra de libre albedrío y de responsabilidad, dando al hombre una menguada libertad de elección entre dos términos fatalmente impuestos? No es seguro afirmarlo.

     ¿Y de dónde procedía esta intolerable esclavitud? Del pecado original; pero no cometido en la tierra, sino en las regiones donde moran las inteligencias. Las almas que pecaron, después de [166] haber sido emanadas, son las únicas que, como en castigo, descienden a los cuerpos; doctrina de sabor platónico, corriente entre los gnósticos. En la tierra están condenadas a metempsicosis, hasta que se laven y purifiquen de su pecado y tornen a la sustancia de donde procedieron.

     La cristología de los priscilianistas no se distingue en cosa esencial del doketismo. Para ellos, Cristo era una personalidad fantástica, un eón o atributo de Dios, que se mostró a los hombres per quandam illusionem para destruir o clavar en la cruz el chirographum o signo de servidumbre. Pero al mismo tiempo se les acusa de afirmar que Cristo no existía hasta que nació de la Virgen. Esta que parece contradicción, se explica si recordamos que los gnósticos distinguían entre el eón Christos, poder y virtud de Dios, y el hombre Jesús, a quien se comunicó el Pneuma. Al primero llamaban los priscilianistas ingénito (a)ge/nnhtoj), y al segundo, Unigénito, no por serlo del Padre, sino por ser el único nacido de virgen.

     En odio a la materia negaban los priscilianistas la resurrección de los cuerpos. En odio al judaísmo contradecían toda la doctrina del Antiguo Testamento, admitiéndole, no obstante, con interpretaciones alegóricas.

     Grande incertidumbre reina en cuanto a la moral de estos herejes. Cierto que en lo externo afectaron grande ascetismo, condenando, de igual suerte que los maniqueos, el matrimonio y la comida de carnes. Cierto que profesaban un principio, en apariencia elevado y generoso, pero que ha extraviado a muchos y nobles entendimientos: creían que la virtud y ciencia humanas pueden llegar a la perfección, y no sólo a la similitud, sino a la igualdad con Dios (201). Pero esta máxima contenía los gérmenes de todo extravío moral, puesto que los priscilianistas afirmaron que, en llegando a esa perfección soberana, eran imposibles, ni por pensamiento ni por ignorancia, la caída y el pecado. Agréguese a esto la envenenada teoría fatalista, y se entenderá bien por qué en la práctica anduvieron tan lejanos nuestros gnósticos de la severidad que en las doctrinas afectaban. Matter sospecha que la secreta licencia de costumbres atribuida a los priscilianistas es una de esas acusaciones que el odio profiere siempre contra los partidos que se jactan de un purismo especial: pero Matter es demasiado optimista y propende en toda ocasión a defender las sectas gnósticas, como encariñado con su asunto. No es acusación vulgar la que repiten en coro Sulpicio Severo, enemigo de los itacianos; San Jerónimo, Santo Toribio, San León el Magno; la que dos veces, por lo menos, fue jurídicamente comprobada, una en Tréveris por Evodio, otra en Roma por San León, que narra el caso de esta suerte: Sollicitissimis inquisitionibus indagatam (OBSCOENITAS ET TURPITUDO) et Manichaeorum qui comprehensi fuerant confessione detectam ad publicam fecimus pervenire notitiam: ne ullo modo posset dubium [167] videri quod in iudicio nostro cui non solum frequentissima praesentia sacerdotum, sed etiam illustrium virorum dignitas et pars quaedam senatus ac plebis interfuit, ipsorum qui omne facinus perpetrarent, ore reseratum est... Gesta demonstrant. (Habiendo indagado con solicitud y descubierto por confesión de muchos maniqueos que habían sido presos sus obscenidades y torpezas, hicímoslo llegar a pública noticia para que en ningún caso pareciera dudoso lo que en nuestro tribunal, delante de muchos sacerdotes y varones ilustres y de gran parte del Senado y del pueblo, fue descubierto por boca de los mismos que habían perpetrado toda maldad... Las actas del proceso lo demuestran.) Algo más que hablillas vulgares hubo, pues, sobre la depravación de maniqueos y priscilianistas.

     El secreto de sus reuniones, la máxima de iura, periura, secretum proderi noli, la importancia que en la secta tenían las mujeres, mil circunstancias, en fin, debían hacer sospechar de lo que San León llama execrables misterios e incestissima consuetudo de los discípulos de Prisciliano, semejante en esto a los de Carpócrates, a los cainitas y a todos los vástagos degenerados del tronco gnóstico.

     De sus ritos poco o nada sabemos. Ayunaban fuera de tiempo y razón, sobre todo en los días de júbilo para el pueblo cristiano. Juraban por el nombre de Prisciliano. Hacían simulada y sacrílegamente las comuniones, reservando la hostia para supersticiones que ignoramos (202). En punto a la jerarquía eclesiástica, llevaron hasta el extremo el principio de igualdad revolucionaria. Ni legos ni mujeres estaban excluidos del ministerio del altar, según Prisciliano. La consagración se hacía no con vino sino con uva y hasta con leche, superstición que duraba en 675, fecha del tercer concilio Bracarense, que en su canon 1 lo condena.

     No hay que encarecer la importancia de la astrología, de la magia y de los procedimientos teúrgicos en este sistema. Todos los testimonios están conformes en atribuir a Prisciliano gran pericia en las artes goéticas, pero no determinan cuáles. En el único fragmento suyo que conocemos, vese claro lo mucho que estimaba la observación astrológica, que para él debía de sustituir a cualquier otra ciencia, puesto que daba la clave de todo fenómeno antropológico. [168]

     Tal es la ligera noticia que podemos dar de las opiniones priscilianistas reuniendo y cotejando los datos que a ellas se refieren. Si no bastan a satisfacer la curiosidad, dan a lo menos cumplida idea del carácter y fundamentos de tal especulación herética. Réstanos apreciar su influjo en los posteriores extravíos del pensamiento ibérico.

     Pero antes conviniera averiguar por qué arraigó tan hondamente en tierra gallega y se sostuvo, más o menos paladina y descubiertamente, por cerca de tres siglos el priscilianismo (203). Una opinión reciente, defendida por D. Manuel Murguía en su Historia de Galicia, parece dar alguna solución a este problema. El panteísmo céltico no estaba borrado de las regiones occidentales de la Península aun después de la conversión de los galaicos. Por eso la gnosis egipcia, sistema panteísta también, halló ánimos dispuestos a recibirla. Pero se me ocurre una dificultad: el panteísmo de los celtas era materialista, inspirado por un vivo y enérgico sentimiento de la naturaleza; en cuanto al espíritu humano, no sabemos ni es creíble que lo identificasen con Dios. Al contrario, el panteísmo que enseñó Prisciliano es idealista, desprecia u odia la materia, que supone creada y gobernada por los espíritus infernales.

     Más semejanza hay en otras circunstancias. Los celtas admitían la transmigración, y de igual modo los priscilianistas. Unos y otros cultivaban la necromancia o evocación de las almas de los muertos. La superstición astrológica, más desarrollada en el priscilianismo que en ninguna de las sectas hermanas, debió de ser favorecida por los restos del culto sidérico, hondamente encarnado en los ritos célticos. El sacerdocio de la mujer no parecía novedad a los que habían venerado a las druidesas. ¿Y esos ritos nocturnos, celebrados in latebris, en bosques y en montañas, a que parece aludir el concilio de Zaragoza, y que eran ignorados de los demás gnósticos? Claro se ve su origen si la interpretación del canon no es errada (204).

     Dejadas aparte estas coincidencias, siempre parece singular que en un rincón del mundo latino naciese y se desarrollase tanto una de las formas de la teosofía greco-oriental. Sabido es que los occidentales rechazaron como por instinto todas las herejías de carácter especulativo y abstracto, abriendo tan sólo la puerta a sutilezas dialécticas como las de Arrio; y no es menos cierto que, si alguna concepción herética engendraron, fue del todo práctica y enderezada a resolver los problemas de la gracia y del libre albedrío; la de Pelagio, por ejemplo.

     Si de alguna manera ha de explicarse el fenómeno del priscilianismo, forzoso será recurrir a una de las leyes de la heterodoxia ibérica, que leyes providenciales tiene como todo hecho, [169] aunque parezca aberración y accidente. La raza ibérica es unitaria, y por eso (aun hablando humanamente) ha encontrado su natural reposo y asiento en el catolicismo. Pero los raros individuos que en ciertas épocas han tenido la desgracia de apartarse de él, o los que nacieron en otra religión y creencia, buscan siempre la unidad ontológica, siquiera sea vacua y ficticia. Por eso en todo español no católico, si ha seguido las tendencias de la raza y no se ha limitado a importar forasteras enseñanzas, hay siempre un germen panteísta más o menos desarrollado y enérgico. En el siglo V, Prisciliano; en el VIII, Hostegesis; en el XI, Avicebrón; en el XII, Aben-Tofail, Averroes, Maimónides. ¿Y quienes dieron a conocer en las escuelas cristianas las erradas doctrinas de Avicebrón y de Averroes sino el arcediano Domingo Gundisalvo y más tarde el español Mauricio? Esta levadura panteísta nótase desde luego en el más audaz y resuelto de los pensadores que en el siglo XVI siguieron las corrientes reformistas, en Miguel Servet, al paso que la centuria siguiente contempla renacer en diversas formas el mismo espíritu a impulso de David Nieto, de Benito Espinosa (español de origen y de lengua) y de Miguel de Molinos. Profundas y radicales son las diferencias entre los escritores nombrados, y rara vez supieron unos de otros; pero ¿quién dudará que un invisible lazo traba libros al parecer tan discordes como La fuente de la vida, el Guía de los extraviados, el Filósofo autodidacto, el tratado de De la unidad del entendimiento, el De processione mundi, el Zohar, el Christianismi restitutio, la Naturaleza naturante, la Ética y hasta la Guía espiritual? Y en el siglo pasado, tan poco favorable a este linaje de especulaciones, ¿no se vio una restauración de la cábala y del principio emanatista en el Tratado de la reintegración de los seres, de nuestro teósofo Martínez Pascual? A mayor abundamiento, pudiera citarse el hecho de la gran difusión que en nuestra tierra han tenido ciertos panteísmos idealistas, como los de Hegel y Krause, mientras el positivismo, que hoy asuela a Europa, logra entre nosotros escaso crédito, a pesar del entusiasmo de sus secuaces. Porque la gente ibérica, aun cuando tropieza y da lejos del blanco, tiene alteza suficiente para rechazar un empirismo rastrero y mezquino, que ve efectos y no causas, fenómenos y no leyes. Al cabo, el idealismo, en cualquiera de sus fases; el naturalismo, cuando se funda en una concepción amplia y poderosa de la naturaleza como entidad, tienen cierta grandeza, aunque falsa, y no carecen de rigor científico, que puede deslumbrar a entendimientos apartados de la verdadera luz.

     ¿Qué valor tiene el priscilianismo a los ojos de la ciencia? Escaso o ninguno, porque carece de originalidad. Es el residuo, el substratum de los delirios gnósticos. Si por alguna cualidad se distingue, es por el rigor lógico que le lleva a aceptar todas las consecuencias, hasta las más absurdas; el fatalismo, verbigracia, enseñado con la crudeza mayor con que puede enseñarlo ninguna [170] secta; el pesimismo, más acre y desconsolador que el de ningún discípulo de Schopenhauer.

     ¿Qué significa a los ojos de la historia? La última transformación de la gnosis y del maniqueísmo decadentes en dogmas y en moral. Bajo este aspecto, el priscilianismo es importante, como única herejía gnóstica que dominó un tanto en las regiones de Occidente. Y aun pudiera decirse que los miasmas que ella dejó en la atmósfera contribuyeron a engendrar en los siglos XII y XIII la peste de los cátaros y albigenses. Lo cual a nadie parecerá increíble (sin que por eso lo afirmemos), puesto que Prisciliano tuvo discípulos en Italia y en Galia Aquitánica, y sólo Dios sabe por qué invisible trama se perpetuaron y unieron en las nieblas de la Edad Media los restos buenos y malos de la civilización antigua. No bastaban los maniqueos venidos de Tracia y de Bulgaria para producir aquel fuego que amenazó devorar el Mediodía de Europa.

     Y, si nos limitamos a las heterodoxias españolas, hallaremos estrecha analogía entre la tenebrosa secta que hemos historiado y la de los alumbrados del siglo XVI, puesto que unos y otros afirmaban que el hombre podía llegar a tal perfección, que no cometiese o no fuera responsable del pecado; doctrina que vemos reproducida por Miguel de Molinos en la centuria XVII. Ni es necesario advertir que la magia y la astrología que el priscilianismo usaba no fueron enterradas con sus dogmas, sino que permanecieron como tentación constante a la flaqueza y curiosidad humanas, ora en forma vulgar de supersticiones demonológicas, ora reducidas a ciencia en libros como los de Raimundo de Tárrega o del falso Virgilio Cordobés, según veremos en otros capítulos. Cumple, sí, notar que también Prisciliano, a lo que se deduce de su fragmento conservado por Orosio, daba, como ahora dicen, sentido científico a la astrología, no de otro modo que a la teurgia los neoplatónicos alejandrinos y sus discípulos italianos del Renacimiento. En cuanto el chirographum, o signo de servidumbre que impone el diablo a los cuerpos, fácil es comprender su analogía con los caracteres y señales que la Edad Media supuso inseparables del pacto demoníaco.

     Además, y buscando todas las analogías en el curso de nuestra historia, el priscilianismo, como secta antitrinitaria, precede al arrianismo, al adopcionismo y a las opiniones de Valdés, Servet y Alfonso Lincurio, ahogadas todas, apenas nacieron, por el salvador espíritu católico que informa nuestra civilización desde el concilio de Elvira.

     A todo lo cual ha de añadirse que el priscilianismo abre la historia de las asociaciones secretas en la Península (205), y que, por las doctrinas de la transmigración y del viaje sidérico, debe contarse entre los antecedentes del espiritismo. [171]

     Finalmente, algo representan en la historia de nuestra filosofía las reminiscencias neoplatónicas que entraña la teoría de los eones, idéntica en último caso a la de las ideas. Y aquí vuelve a enlazarse el priscilianismo con Miguel Servet, que en el siglo XVI resucitó la concepción alejandrina, poniéndola también al servicio de su sistema panteísta y antitrinitario.

     Todas estas analogías y otras más son casi siempre fortuitas, y puede sostenerse, sin peligro de errar, que el priscilianismo, como tal, murió a los fines del siglo VI, y ha estado desde aquella fecha en completo olvido. Como toda heterodoxia entre nosotros, era aberración y accidente, nube pasajera, condenada a desvanecerse sin que la disipase nadie. Y así sucedió. Si alguna prueba necesitáramos de que la herejía repugna al carácter español, nos la daría el priscilianismo, que ni fue engendrado en España ni la invadió toda, puesto que se vio reducido muy luego a una parte cortísima del territorio, y allí murió ahogado por la conciencia universal, y no por la intolerancia, que mal podía ejercerse en medio de la división y anarquía del siglo V. Ni prueba nada el suplicio de Prisciliano y cuatro o cinco de sus secuaces en Tréveris, dado que precisamente después de aquel suceso retoñó con más vigor la herejía y duró cerca de doscientos años, sin que en este largo período hubiese un solo suplicio de priscilianistas. Ellos, sin que nadie les obligase con amenazas ni hogueras, fueron volviendo al gremio de la Iglesia, y los últimos vástagos de la secta se secaron y murieron por su propia virtud allá en los montes y en las playas de Galicia, en cuyo suelo no ha tornado a caer la semilla del error desde aquellos desventurados días. ¡Y todo esto a pesar de ser panteísta la doctrina de Prisciliano y enlazarse con ritos célticos y tener algunas condiciones de vida por lo ordenado y consecuente de sus afirmaciones! ¿Qué resultados tuvo el priscilianismo? Directamente malos, como toda herejía; indirectamente buenos, como los producen siempre las tempestades que purifican el mundo moral de igual suerte que el físico. Dios no es autor del mal, pero lo permite porque del mal saca el bien, y del veneno la tríaca. Por eso dijo el Apóstol: Oportet haereses esse ut qui probati sunt manifesti fiant in vobis. Y los bienes que de rechazo produjo el priscilianismo son de tal cuantía, que nos obligan a tener por bien empleado aquel pasajero trastorno. Nuestra Iglesia, que se había mostrado tan grande desde sus comienzos, ornada con la triple aureola de sus mártires, de sus sabios y de sus concilios, estaba hondamente dividida cuando apareció Prisciliano. Acrecentó éste la confusión y la discordia, separando en el dogma a las muchedumbres ibéricas, antes apartadas sólo por cuestiones de disciplina; pero a la vista de tal peligro comenzó una reacción saludable: aquellos obispos, que hacían cada cual en su diócesis cosas diversas, se aliaron contra el enemigo común, entendieron lo necesario de la unidad en todo y sobre todo y dieron esa unidad al pueblo cristiano de la última Hesperia con la Regula fidei y con la sumisión incondicional [172] a los cánones de Nicea. Y entonces quedó constituida por modo definitivo la Iglesia española, la de los Leandros, Isidoros, Braulios, Tajones, Julianos y Eugenios, para no separarse ni dividirse nunca, aun en tiempos de bárbaras invasiones, de disgregación territorial, de mudanza de rito o de general incendio religioso, como fue el de la Reforma. La Iglesia es el eje de oro de nuestra cultura: cuando todas las instituciones caen, ella permanece en pie; cuando la unidad se rompe por guerra o conquista, ella la restablece, y en medio de los siglos más oscuros y tormentosos de la vida nacional, se levanta, como la columna de fuego que guiaba a los israelitas en su peregrinación por el desierto. Con nuestra Iglesia se explica todo; sin ella, la historia de España se reduciría a fragmentos.

     Aparte de esta preciosa unidad, alcanzada en el primer concilio de Toledo, contribuyó el priscilianismo al extraordinario movimiento intelectual que en el último siglo del imperio romano y durante todo el visigótico floreció en España. En el capítulo anterior se hizo mérito de las obras del mismo Prisciliano, de Latroniano, Dictinio, Tiberiano y algunos más. notables por lo literario, al decir de San Jerónimo. Los libros apócrifos y los himnos, todo lo que llamo literatura priscilianista, promovió contestaciones y réplicas, perdidas hoy en su mayor parte, pero que enaltecieron los nombres de Itacio, Patruino, Toribio. los dos Avitos y el mismo Orosio, el autor esclarecido de las Tristezas del mundo (Moesta Mundi), el que puso su nombre al lado de los de San Agustín y Salviano de Marsella, entre los creadores de la filosofía de la historia. Quizá el primer ensayo del presbítero bracarense fue su Commonitorium, o carta sobre los errores de Prisciliano y de los origenistas. En esta contienda ejercitó su poderoso entendimiento y aquel estilo duro, incorrecto y melancólico con que explicó más tarde la ley providencial de los acaecimientos humanos.

     ¿Y quién sabe si los heréticos cantos de Latroniano y sus discípulos no estimularon al aragonés Prudencio a escribir los suyos inmortales? Algo tendríamos que agradecer en esta parte al priscilianismo, si fue causa, aunque indirecta, de que el más grande de los poetas cristianos ilustrase a España. Aún parece más creíble, por la vecindad a Galicia, que el intento de desterrar aquellas canciones inspirase sus melodías al palentino Conancio. Pero ¿adónde iríamos a parar por el ancho campo de las conjeturas? (206) [173]



 

- VII -

Los itacianos (reacción antipriscilianista). San Martín Turonense.

 

     La voz común acusaba a Itacio de ser el primer instigador de los rigores de Máximo contra los priscilianistas, a pesar de lo cual seguían comunicando con él los obispos reunidos en Tréveris, que llegaron a aprobar su conducta, no obstante las protestas de Theognosto (207). Mas apenas llegó a oídos de San Martín Turonense el sangriento castigo de los herejes y la violación de la fe y palabra imperial, cometida por Máximo, encaminóse a la corte, produciendo en todos espanto y terror con la sola noticia de su venida. El día antes había firmado el emperador un rescripto para que fuesen a España jueces especiales (tribunos los llama Sulpicio) a inquirir y quitar vidas y haciendas a los herejes que aún quedasen. No era dudoso que la confusión y atropellado rigor de estos decretos iban a alcanzar a muchos inocentes y buenos católicos, cual acontece no rara vez en generales proscripciones. Ni eran aptos tampoco los ministros del emperador para decidir quiénes eran los herejes y qué pena debía imponérseles. Temían Máximo y los obispos itacianos (ya se les daba este nombre como a partidarios de Itacio) que San Martín se apartase de su comunión, y trataban por cualquier medio de convencerle y amansarle. Cuando llegó a las puertas de la ciudad, se le presentaron oficiales de palacio (magisterii officiales) a intimarle que no entrase sino en paz con los demás obispos. Respondió el santo que entraría con la paz de [174] Cristo, y pasó adelante. Estuvo en oración toda aquella noche, y a la mañana presentó al emperador una serie de peticiones. La principal era que detuviese la salida de los tribunos para España y levantase la mano de la persecución priscilianista. Dos días dilató Máximo la respuesta, y entretanto acudieron a él los obispos, acusando a San Martín, no ya de defensor. sino de vengador de los priscilianistas, y clamando por que la autoridad imperial reprimiese tanta audacia. Ruegos, amenazas. súplicas y hasta llanto emplearon los itacianos para decidir a Máximo a la condenación del santo obispo de Tours. Pero no accedió el emperador a tan inicuo ruego, sino que, llamando a Martín, procuró persuadirle que la sentencia de los priscilianistas había sido por autoridad judicial, sin instigaciones de Itacio, a quien pocos días antes el sínodo había declarado inocente. Como no se rindiese Martín a tales argumentos, apartóse Máximo de su presencia y envió a España a los tribunos antedichos. Era muy ferviente la caridad de San Martín hacia sus hermanos para que perseverase en aquella obstinación sin fruto. Acudió súbito al palacio y prometió todo a trueque de la revocación del sanguinario rescripto. Otorgada por Máximo sin dificultad, comulgó San Martín con Itacio y los suyos, aunque se negó a firmar el acta del sínodo. Al día siguiente huyó de la ciudad, avergonzado de su primera flaqueza, e internándose en un espeso bosque comenzó a llorar amargamente. Allí (cuéntalo Sulpicio) oyó de boca de un ángel estas palabras «Con razón te compunges, ¡oh Martín!, pero no pudiste vencer de otra manera; recobra tu virtud y constancia y no vuelvas a poner en peligro la salvación, sino la vida» (Merito, Martine, compungeris, sed aliter exire nequisti. Repara virtutem, resume constantiam, ne iam non periculum gloriae sed salutis incurreris). Y dicen que en los dieciséis años que vivió después no asistió San Martín a ningún concilio ni reunión de obispos (208).

     Y aquí tocamos con una cuestión importante y que más de una vez ha de venirme a la pluma en el curso de esta historia, a saber: la punición temporal de los herejes, como diría Fr. Alfonso de Castro. No es éste todavía lugar oportuno para discutirla, pero importa fijarse en las circunstancias de los hechos hasta aquí narrados para no aventurar erradas interpretaciones. El suplicio de Prisciliano es el primer ejemplo de sangre derramada por cuestión de herejía que ofrecen los anales eclesiásticos. ¿Fue injusto en sí y dentro de la legislación de aquella edad? De ninguna manera: el crimen de heterodoxia tiene un doble carácter; cómo crimen político que rompe la unidad y armonía del Estado y ataca las bases sociales, estaba y está en los países católicos penado por leyes civiles, más o menos duras según los tiempos; pero en la penalidad no hay duda. Además, los priscilianistas eran reos de crímenes comunes, según [175] lo que de ellos cuentan, y la pena de muerte, que hoy nos parece excesiva para todo, no lo era en el siglo V ni en muchos después. Como pecado, la herejía está sujeta a punición espiritual. Ahora bien, ¿en qué consistió el yerro de Itacio y de los suyos? Duro era proclamar que es preciso el exterminio de los herejes por el hierro y el fuego; pero en esto cabe disculpa. Prisciliano, dice San Jerónimo, fue condenado por la espada de la ley y por la autoridad de todo el orbe. El castigo era del todo legal y fue aprobado, aunque se aplicaba entonces por vez primera. ¿En qué estuvo, pues, la ilegalidad censurada y desaprobada por San Martín de Tours y su apasionado biógrafo Sulpicio Severo? En haber solicitado Idacio e Itacio la intervención del príncipe en el Santuario. En haber consentido los obispos congregados en Burdeos y en Tréveris que el emperador avocase a su foro la causa no sentenciada aún, con manifiesta violación de los derechos de la Iglesia, única que puede definir en cuestiones dogmáticas y separar al hereje de la comunicación de los fieles. Por lo demás, era deber del emperador castigar, como lo hizo, a los secuaces de una doctrina que, según dice San León el Magno, condenaba toda honestidad, rompía el sagrado vínculo del matrimonio y hollaba toda ley divina y humana con el principio fatalista. La Iglesia no invoca el apoyo de las potestades temporales, pero le acepta cuando se le ofrecen para castigar crímenes mixtos. (Etsi sacerdotali contenta iudicio cruentas refugit ultiones, severis tamen constitutioníbus adiuvatur, dice San León.)

     La porfiada intervención de San Martín de Tours en favor de los desdichados priscilianistas es un rasgo honrosísimo para su caridad evangélica, pero nada prueba contra los castigos temporales impuestos a los herejes. De igual suerte hubiera podido solicitar aquel santo el indulto de un facineroso, homicida, adúltero, etc., sin que por esto debiéramos inferir que condenaba el rigor de las leyes contra los delincuentes comunes. ¡Ojalá no se derramase ni se hubiese derramado nunca en el mundo una gota de sangre por causa de religión ni por otra alguna! Pero esto no implica que la pena de muerte deje de ser legítima y haya sido y aun sea necesaria. La sociedad, lo mismo que el individuo, tiene el derecho de propia defensa. ¿Y no es enemigo de su seguridad y reposo el que, en nombre del libre examen o del propio fanatismo, divide a sus hijos y desgarra sus entrañas con el hierro de la herejía? Si lo hacían o no los priscilianistas, verémoslo, pocas páginas adelante, en la exposición de sus errores.

     Esto aparte, no cabe dudar que Itacio (por sobrenombre Claro) procedió con encarnizamiento, pasión y animosidades personales, indignas de un obispo, en la persecución contra los priscilianistas, por lo cual fue excomulgado en 389 (según el Chronicon de San Próspero), depuesto de su silla, no sabemos por qué concilio, y desterrado durante el imperio de Teodosio [176] el Grande y Valentiniano II, conforme testifican Sulpicio Severo y San Isidoro (209). Cronológicamente hemos de poner su destierro y muerte entre 388, término del imperio y de la vida para su protector Máximo, y 392, en que murió Valentiniano. No sabemos de nuestro obispo otra cosa. San Isidoro le atribuye un libro, in quo detestanda Priscilliani dogmata et maleficiorum eius artes libidinumque eius probra demonstrat; pero se ha perdido por desgracia. Hoy nos sería de gran auxilio. Su diócesis fue la ossonobense en Lusitania, convento jurídico de Beja, no la sossubense ni la oxomense, como dicen por errata las ediciones de Sulpicio Severo (210), que llaman asimismo labinense al obispado abulense, en que fue intruso Prisciliano.

     El segundo de los implacables perseguidores del priscilianismo fue Idacio, a quien el Chronicon de San Próspero y la traducción latina del libro De viris illustribus, de San Jerónimo, llaman Ursacio, aunque en el texto griego del mismo tratado, y en las actas del primer concilio Toledano, y en Sulpicio Severo se lee constantemente Idacio. No podemos determinar con exactitud cuál fuese su obispado, porque el emeritae del texto de Sulpicio parece concertar con aetatis y no con urbis o civitatis, como han leído algunos. No fue depuesto como Itacio, cuyo nombre oscurece al suyo en los postreros esfuerzos contra Prisciliano, sino que renunció voluntariamente el obispado. Nam Idacius, licet minus nocens, sponte se Episcopatu abdicaverat. Muchas ediciones dicen Nardatius, pero debe ser errata, como el Trachio de otro pasaje relativo también a Idacio. No duró mucho la penitencia de éste: antes intentó recuperar el obispado, según afirma, sin más aclaración, Sulpicio Severo (211).

     Tercero de los obispos itacianos de quienes queda alguna noticia, es Rufo, el que, juntamente con Magno, acabó de vencer los escrúpulos del emperador y le hizo faltar a la palabra empeñada con San Martín Turonense. Este Rufo debía ser hombre de escaso entendimiento, puesto que se dejó engañar por un impostor que fingía ser el profeta Elías y que embaucó a mucha gente con falsos milagros. En pago de su necia credulidad perdió nuestro obispo la mitra (212). Grande debía de ser el estado de confusión religiosa en que el priscilianismo había puesto la Península, cuando nacían y se propagaban tales imposturas.

     No creo muy propio el nombre de secta itaciana con que generalmente se designa al grupo de adversarios extremados e intolerantes del priscilianismo. La Iglesia los excomulgó después por sus excesos particulares, pero no se sabe que profesasen ningún error dogmático ni de disciplina que baste para calificarlos de herejes ni de cismáticos, al modo de los luciferianos. [177] Lejos de mí poner la conducta de Itacio y los suyos por modelo; pero entre el yerro de voluntad y la herejía de entendimiento hay mucha distancia. Obraron en parte mal, pero no dogmatizaron.

     Triste pintura del carácter de Itacio nos dejó Sulpicio Severo. Descríbele como hombre audaz, hablador, imprudente, suntuoso, esclavo del vientre y de la gula. Era tan necio, añade, que acusaba de priscilianista a todo el que veía ayunar o leer las Sagradas Escrituras. Hasta se atrevió a llamar hereje a San Martín, varón comparable a los apóstoles. Esto último era lo que más dolía a Sulpicio; pero ¿hemos de dar entero crédito al sañudo borrón que ha trazado? ¿Sería éste el Itacio claro por su doctrina y elocuencia, de que nos habla San Isidoro? ¡Quién lo sabe! Si Sulpicio dijo toda la verdad, admiremos los juicios de Dios, que se valió de tan mezquino instrumento para abatir la soberbia priscilianista.



 

- VIII -

Opúsculos de Prisciliano y modernas publicaciones acerca de su doctrina.

 

I

 

     A excepción del concilio Iliberitano, ningún episodio de nuestra primitiva historia eclesiástica (entendiendo por tal la de la España romana) despierta tanto interés ni puede promover tantas controversias como la aparición y desarrollo del priscilianismo a fines del siglo IV. La muy larga, aunque contrastada vida que logró este sistema teológico; las varias condenaciones de que fue objeto; el suplicio en Tréveris de sus principales secuaces (primera sentencia capital por delito de herejía); el movimiento de ideas religiosas que en todo este oscurísimo proceso se refleja; las vagas y aun contradictorias noticias que acerca de él nos transmiten los contemporáneos y, finalmente, el misterio que envuelve todos los actos y opiniones de la secta, bastan para justificar el interés del tema y la importancia de cualquier nuevo dato relativo a él.

     El resultado de las investigaciones, que ya podemos llamar antiguas, acerca de esta materia, y que hoy es forzoso rehacer casi por entero, puede encontrarse resumido en la notable disertación de Francisco Girvés De historia priscillianistarum dissertatio in duas partes distributa (Roma 1750); en la del P. Th. Cacciari, De priscillianistarum haeresi et historia (1751); en la de Simón de Vries, Dissertatio critica de priscillianistis eorumque factis, doctrina et moribus (Traiecti ad Rhenum, 1745); en la Geschichte des Priszillianismus, de J. M. Mandernach (1851); en los Estudios histórico-críticos sobre el priscilianismo, del sabio canónigo de Santiago D. Antonio López Ferreiro (1878) y en el tomo primero de mi Historia de los heterodoxos españoles [178] (1879), sin contar una porción de libros que más incidentalmente tratan de este asunto, tales como las historias eclesiásticas de España de Gams y Lafuente; las historias generales del gnosticismo, como la de Matter (1833) y del maniqueísmo, como la de Baur (Das manichäische Religions System, 1831) y el importantísimo estudio de Jacobo Bernays sobre la Crónica de Sulpicio Severo (Berín 1861).

     Claro es que no todos estos trabajos tienen el mismo valor y que, procediendo casi todos de teólogos de diversas comuniones, adolecen más o menos del carácter polémico y del punto de vista confesional propio de sus autores. Pero la parte meramente histórica procede siempre de las mismas fuentes (Sulpicio Severo, San Jerónimo, San Agustín, Orosio, Bachiario, Idacio, San León Magno, San Próspero, Montano, Santo Toribio, San Isidoro, algunas actas de concilios, etc.), textos que reunió y concordó J. Enr. Bern. Luebkert en su tesis, muy útil, De haeresi priscillianistarum ex fontibus denuo collatis (Hauniae 1840) (213).

     Estas referencias son evidentemente muy exiguas, aun contando con que muchas de ellas no son de contemporáneos del priscilianismo. Casi todas hablan de los discípulos más bien que del maestro y se fundan en tradiciones orales de muy dudosa procedencia. Sulpicio Severo, que es el que nos ofrece una narración más seguida, escribe de un modo retórico, imitando inoportunamente a Salustio, y hace sospechar de su imparcialidad histórica por el manifiesto empeño que pone en realzar a toda costa la figura de San Martín de Tours y representar con odiosos colores a los obispos españoles que disintieron de su opinión.

     Por otra parte, habiendo sido Prisciliano un teólogo, un pensador religioso, un jefe de secta cuyo influjo fue tan hondo que persistió por más de dos siglos, apenas conocíamos su doctrina más que por testimonio de sus adversarios, y el único fragmento que se citaba de sus escritos era tan corto y tan oscuro, que por él era imposible formar juicio de sus ideas ni de las contradictorias acusaciones de que fue víctima. No había, pues, más recurso, y a él habíamos acudido todos los expositores del priscilianismo, que comparar todos estos insuficientes datos con lo que arrojan de sí las fuentes generales del gnosticismo; método muy ocasionado a errores, tanto por la manera fragmentaria con que el dogma priscilianista aparece en los dos escritos que más de propósito le combaten (es a saber, en el Commonitorium de Orosio y en la decretal de San León el Magno), cuanto por ser uno y otro posteriores a la edad de Prisciliano y presentarnos acaso una fase secundaria de la herejía, una [179] derivación o recrudescencia de ella, más bien que lo que directamente enseñó el célebre obispo de Ávila.

     Es notorio entre los aficionados a estos estudios que desde el año 1851 la historia del gnosticismo entró en una nueva fase con la publicación simultánea de dos monumentos de primer orden: los siete últimos libros de los Philosophumena, que primeramente se atribuyeron a Orígenes y luego a San Hipólito, texto griego traído a París por Mynoide Mynas y dado a luz en Oxford, por Miller, y el libro copto de la Pistis Sophia, traducido al latín por Schwartze y atribuido por leves conjeturas al heresiarca Valentino, si bien su editor Petermann se inclina más bien a tener tan extraña lucubración por parto de la delirante fantasía de algún afiliado a la secta de los ofitas (214). Pero estos tratados, concernientes a las sutilísimas doctrinas de la primitiva gnosis oriental, que sólo muy remoto parentesco tenía con la profesada en Galicia, eran para nosotros de muy indirecto auxilio, ni tampoco prestaba nueva luz al español el magnífico Corpus Haereseologicum, de Oehler, por muy atentamente que se escudriñasen sus páginas.

     Pero la luz vino por fin, y vino de donde menos podía esperarse. Cualquiera pensaría que las obras de Prisciliano, caso de existir en alguna parte, yacieran escondidas en alguna biblioteca española y más señaladamente en alguna biblioteca de Galicia, centro principal de aquella famosa herejía. Y, sin embargo (¡caso por demás extraño!), los once opúsculos de Prisciliano de cuyo texto gozamos hoy han aparecido en una biblioteca de Baviera, la de la Universidad de Würzbourg. Débese este feliz descubrimiento, que no dudamos en calificar de uno de los más curiosos e interesantes para la historia de España que en estos últimos años se han hecho, a la pericia y diligencia del doctor Jorge Schepss, que en 1885 encontró dichos tratados, sin nombre de autor, en un códice de fines del siglo V o principios del VI; y, persuadido por su lectura de que ningún otro que Prisciliano podía ser su autor, divulgó su descubrimiento al año siguiente en una curiosa memoria que comienza con la reproducción en facsímile de una hoja del manuscrito original, que presenta evidentes caracteres de escritura española (215). El mismo Dr. Schepss llevó a término, bajo los auspicios de la Academia Imperial de Viena, la publicación de los escritos priscilianistas en 1889, formando con ellos el tomo XVIII del Corpus [180] [Scriptorum] Ecclesiasticorum Latinorum que con gran provecho de la erudición patrística va dando a luz aquella docta corporación, y en la cual son ya varios los tomos de particular interés para España (216). Esta edición no sólo da a conocer con toda exactitud paleográfica el texto del mamiscrito de Würzbourg, que comprende los once tratados, sino que incluye también los Cánones del obispo Peregrino (sólo en parte publicados antes por el P. Zaccaria y por Angelo Mai) y el Commonitorium de Orosio, sobre los errores de priscilianistas y origenistas, ilustrando todas estas piezas con variantes de los diversos códices, anotaciones críticas e índices.

     Una publicación de tal novedad no podía menos de suscitar, desde luego, importantes comentarios en las escuelas teológicas de Alemania, donde nunca faltan expositores y defensores para los sistemas más oscuros, para las causas más abandonadas. Un joven profesor del Seminario Evangélico de Tubinga, el Dr. Federico Paret, se enamoró de la figura teológica de Prisciliano, le convirtió en un santo y en un padre de la Iglesia, emprendió vindicarle de todos sus enemigos y compuso sobre su doctrina un grueso volumen, lleno de erudición y talento (217), pero en el cual predomina el criterio teológico sobre el histórico y apuntan demasiado las preocupaciones sectarias y escolásticas de su autor.

     No sé que en España, a quien en primer término interesa la historia de Prisciliano, haya dado nadie cuenta de estas publicaciones, a pesar del tiempo transcurrido. Tampoco en Francia, a quien secundariamente importan por la difusión que el priscilianismo tuvo en la Galia meridional, se ha hecho alusión a ellos, salvo en dos ligeros artículos, que apenas merecerían recuerdo, a no ser por el crédito y difusión del periódico que los publicó (218).

     Y puesto que otros más competentes que yo en materias teológicas no se deciden a emprender esta tarea árida, ingrata y prolija, cuyas dificultades no quiero ocultar de ningún modo por lo mismo que no tengo la pretensión de vencerlas, intentaré yo, pro virili parte, suplir este vacío y cumplir con mi propia conciencia, corrigiendo de paso cuanto encuentre digno de corrección en mi ya antiguo y casi infantil estudio acerca del priscilianismo y afirmándome al propio tiempo en todo aquello que después de los nuevos descubrimientos continúa pareciéndome verdadero. [181]

     Para desprenderme enteramente de toda preocupación que en mi ánimo hayan podido dejar ya mis antiguos estudios, ya las novísimas lucubraciones de Paret y otros (que utilizaré, sin embargo, en lo que tienen de comentario), tomaré por única guía la publicación de Schepss, exponiendo minuciosamente el contenido de cada tratado, traduciendo íntegros los principales pasajes en cuanto lo permita la incorrección y la barbarie del estilo de Prisciliano, comparándolo con los datos conocidos antes acerca de esta herejía y procurando formar de todo ello un juicio recto y desapasionado. No disimularé que la labor es poco amena y que quizá los resultados sean exiguos; pero no puedo menos de acometerla, por lo mismo que soy uno de los pocos españoles que, mal o bien, han tratado modernamente de estas materias y que procuran seguir con atención los progresos de la historia religiosa en lo que a nosotros atañe.


 

II

 

     El códice de Würzbourg, que contiene los once tratados de Prisciliano, está escrito en hermosas letras unciales de fin del siglo V o principios del VI y consta de dieciocho cuadernos que contienen en todo 146 hojas. Es imposible averiguar ahora qué vicisitudes pudieron llevarle a Alemania. Schepss conjetura que puede ser de la misma procedencia que el códice del Breviario de Alarico, existente hoy en la Biblioteca de Munich (22.501).

     Como quiera que sea, es copia y con muchas enmiendas, pero todas o casi todas de la misma letra que el primitivo texto. La escritura es continua, es decir, sin división de palabras. Son rarísimos los puntos, excepto los llamados de excelencia, que se colocan al fin de algunos nombres propios. Pero para suplir la falta de puntuación y facilitar la lectura, el copista dejó frecuentes espacios y marcó con letras mayores la división de los párrafos y el principio de las citas bíblicas. La ortografía es varia y fluctuante, encontrándose una misma palabra escrita de diversos modos. Abundan las abreviaturas. Las enmiendas prueban que el amanuense hizo nuevo cotejo del original que tenía a la vista y aumentó muchos pasajes con tinta más pálida y letra más menuda.

     La latinidad de Prisciliano tiene singulares caracteres y llega a un grado de barbarie que parece inverosímil en los siglos IV y V. Formas espúreas en la declinación y en la conjugación y una sintaxis casi anárquica, especialmente en lo que toca al régimen de las preposiciones y al uso de los casos del nombre, llenan de espinas y abrojos este texto, que no parecería escrito en la patria de Prudencio y de Orosio si no nos hiciésemos cargo de que Prisciliano era un puro teólogo que apenas había saludado la cultura clásica, aunque se jactase de conocer las fábulas antiguas y que escribía en la lengua plebeya y provincial de su tiempo. Quizá por esto mismo pueden ofrecer sus tratados [182] mayor interés filológico; pero ésta es, materia que no hemos de tratar aquí, puesto que nos faltan datos y competencia para dilucidarla.

     Gran parte de estos libros son un mosaico de citas de la Sagrada Escritura, debiendo advertirse que estas citas difieren muchas veces (aunque más en el Antiguo Testamento que en el Nuevo) de la lección de la Vulgata, y es de presumir que correspondan al texto bíblico usado en España en tiempo de su autor, lo cual les da grande importancia. Hay también, aunque en mucho menor número, citas y reminiscencias de los Santos Padres, especialmente de San Hilario, cuyas interpretaciones alegóricas parecen haber sido muy del gusto de Prisciliano.

     Previas estas generales observaciones, que pueden verse más detalladamente expuestas en los prolegómenos de Schepss, acometamos ya la difícil empresa de dar cuenta de cada tratado, empezando por los tres más curiosos y de carácter más histórico, que son también los primeros: el Liber Apologeticas, el Liber ad Damasum episcopum y el Liber de fide et de apocryphis.

     Es notorio a cuantos hayan saludado la historia del priscilianismo que a principios de octubre del año 380 se reunió en Zaragoza un concilio de obispos de España y de la Galia aquitánica, al cual concurrieron, entre otros, Fitadio, de Agen; Delfino, de Burdeos; Eutiquio, Ampelio, Auxencio, Lucio, Itacio, de Ossonoba; Splendonio, Valerio, de Zaragoza; Idacio, de Mérida; Sinfosio y Carterio. Allí, al decir de Sulpicio Severo, fue condenada la doctrina del heresiarca gallego y se pronunció sentencia de excomunión no sólo contra Prisciliano, sino contra sus discípulos Elpidio, Instancio y Salviano y contra todos los que comunicasen con ellos, dándose a Idacio e Itacio, obispos de la provincia lusitana, especial comisión de proceder contra aquellos sectarios. Pero es singular que en los ocho cánones que tenemos de este concilio, cuyas actas probablemente no se han conservado íntegras, ni una sola vez se nombre a Prisciliano y a sus secuaces, aunque, por otra parte, las prácticas y supersticiones anatematizadas allí son análogas a las que se atribuían a los priscilianistas.

     Da a entender Sulpicio Severo, y han repetido los demás, que aquellos herejes no comparecieron ante el concilio y fueron condenados en rebeldía. Pero lo cierto es, según revelan estos opúsculos inéditos, que, si bien Prisciliano no asistió, tuvo conocimiento del libelo de Itacio (219) y se defendió contra él por [183] escrito, presentando una Apología, que es el más extenso e importante de los tratados descubiertos por Schepss. Antes de él había escrito otros, a los cuales alude en el prefacio, así como también a los de sus correligionarios Tiberiano y Asarbio (220).

     Estas noticias concuerdan a maravilla con las que San Jerónimo (De viris Illustribus c. 123) consignó acerca de un Apologético, compuesto en estilo rimbombante y enfático (tumenti compositoque sermone) por un Tiberiano Bético, acusado de herejía juntamente con Prisciliano, y que después de la condenación de éste en Tréveris fue relegado a una isla cuyo nombre se lee con variedad en los códices, y, vencido por el tedio y la fatiga del destierro, acabó por abjurar de sus errores. En cuanto a Asarbio, puede muy bien ser la misma persona que otro priscilianista de los decapitados por orden del emperador Máximo, y a quien en las ediciones de Sulpicio Severo se llama generalmente Asarino, si bien no falta algún manuscrito que le designa con el nombre de Asarivo, mucho más próximo a la forma dada por Prisciliano.

     Oigamos lo más sustancial de la vindicación de éste, que comienza por defenderse del cargo de profesar doctrinas secretas y de haber formado tenebrosos conciliábulos (221), alegando que su enseñanza y su vida están en plena luz y a la vista de todo el mundo y que nunca desmentirá su boca lo que cree su corazón. Con este motivo habla de su persona, de su noble alcurnia, de la posición nada oscura que había ocupado en el mundo antes de entregarse al ascetismo, de su larga experiencia de la vida y hasta de su cultura literaria, mostrando, aunque ligeramente, aquella satisfacción de sí propio de que le motejaba Sulpicio Severo, el cual, por otra parte, le reconocía las mismas cualidades que él se otorga en esta curiosa confesión autobiográfica (222). Aunque no son enteramente claros algunos de los términos de que se vale, y quizá deban entenderse no en sentido literal, sino espiritual y místico, parece inferirse de ellos que Prisciliano había sido gentil o que por largo tiempo [184] no pasó de catecúmeno ni recibió el bautismo hasta la edad madura. Tal interpretación se conformaría bien con la hipótesis que cree reconocer en su doctrina reminiscencias de los antiguos cultos peninsulares. Pero sobre esta materia ardua, y en nuestro concepto, insoluble todavía, ya diremos más adelante lo poco que se nos alcanza. De todos modos, resulta confirmada la semblanza de Prisciliano, noble, rico, erudito, elocuente, que trazó con elegante pluma el cristiano retórico de las Galias, el cual parece haber mirado con simpatía al personaje, aunque le tenía por hereje gnóstico y maniqueo (223).

     El primer cargo teológico de que Prisciliano determinadamente se defiende es el de negar la unidad divina e inclinarse al partido de los que llama binionitas (224). Tal acusación es, en efecto, de las que más frecuentemente se repetían contra él y sus discípulos, acusándolos unas veces de profesar el dualismo, y otras, el docetismo de algunas sectas gnósticas y suponer que el Christus muerto en la cruz era un eón de categoría inferior. A una y otra inculpación procura responder Prisciliano con una profesión de fe cuyos términos parecen enteramente ortodoxos (225). En términos expresivos anatematiza también la herejía de los patripasianos, que sostenían que el Padre, y no el Hijo, había sido crucificado (226); la de los novacianos, que multiplicaban el bautismo como sacramento de penitencia (227); los nefandos sacrilegios de los nicolaítas (228) y de las sectas misteriosas que empleaban como símbolos «grifos, águilas, asnos, elefantes, serpientes y otras bestias» (229), y de las que todavía prestaban algún género de culto al Sol y a la Luna, a Jove, a Marte, a Mercurio, [185] a Venus y a Saturno (230). Es muy de notar, y aun llega a ser sospechosa, la insistencia con que trata estos puntos y particularmente el grandísimo empeño que pone en defenderse de las acusaciones de adhesión a cultos secretos, de reminiscencias de idolatría y paganismo y de interpretar en sentido literal y no parabólico los símiles de monstruos y bestias.

     Su procedimiento apologético consiste en acumular sin tasa centones bíblicos; pero, en medio de esta pesada impedimenta, no deja de encontrarse de vez en cuando algún rasgo personal. Así vemos a Prisciliano jactarse de haber leído, cuando andaba en el siglo, las fábulas de la antigua mitología, aunque sólo para instrucción y alarde de ingenio y demostrar implícitamente con su testimonio que en España persistía el culto solar y que todavía conservaban adoradores Mercurio, entre los buscadores de tesoros; Venus, entre los libidinosos; la Luna, entre los que supersticiosamente observaban los años, las estaciones, los meses y los días (231).

     Pero todavía es más curioso lo que se refiere al culto de los demonios, que era otro de los capítulos de acusación contra el priscilianismo (232). La demonología de Prisciliano tiene doble interés, por lo mismo que difiere en parte de la general demonología gnóstica, tal como la conocemos por San Ireneo, Teodoreto y otros apologistas. El catálogo de los espíritus infernales dado por Prisciliano comprende los nombres de Saclam (Satán), Nebroel, Samael, Belzebuth, Nasbodeo (Asmodeo), Belial, Abaddon (asimilado con el Apolleon griego y con el Exterminador latino).

     Prosigue nuestro autor anatematizando todas las herejías de que se le acusaba, y con especial ahínco el dualismo maniqueo (233), las fornicaciones de los nicolaítas; la perfidia de los [186] ofitas, a quienes llama «hijos de víboras» (234) y con menos detalle las sectas de Saturnino y Basílides, el arrianismo y los errores de los homuncionitas, catafrigas y borboritas (235).

     Si por tan viva defensa hemos de juzgar del ataque, resultará confirmado, mucho más que debilitado, lo que acerca del carácter sincrético del priscilianismo nos contaron los Padres antiguos, pues apenas hay error alguno de los divulgados hasta su tiempo, aun los más oscuros, de que no crea necesario vindicarse, mostrando al mismo tiempo particular erudición y familiaridad algo sospechosa con todos ellos. Así le vemos mencionar expresamente a los eones gnósticos, Armaziel, Mariame, Ioel, Balsamo y Barbilon (236), y rechazar la hipótesis de un quinto Evangelio (237).

     Pero, entre las acusaciones que contra él había acumulado Itacio, ninguna parece haber conmovido tanto a Prisciliano como la de encantador o maleficus, porque llevaba aparejada pena capital, y quizá en ella, todavía más que en la de maniqueísmo, se fundó la sentencia condenatoria de Tréveris. Culpábase, pues, a Prisciliano de encantar los frutos de la tierra mediante ciertos prestigios y cantares mágicos, consagrándolos al Sol y a la Luna (238). Y parece, por los términos de su defensa, que estos ritos se enlazaban con cierto concepto teosófico del mundo, suponiendo participación de la naturaleza divina en animales, plantas y piedras y explicando la generación de las cosas por la distinción en el ser de Dios de un principio masculino y otro femenino (239).

     Esto es lo más sustancial que contiene el Liber Apologeticus, [187] presentado por Prisciliano al concilio de Zaragoza (240) y que de algún modo suple la pérdida de la parte dogmática de sus actas, puesto que en él tenemos condensadas las denuncias de Itacio y la réplica del acusado. Esta apología no satisfizo a los Padres del concilio y probablemente no hizo más que empeorar la causa de Prisciliano. En cambio, a Paret y a Lavertujón y otros modernos les ha parecido triunfante y sincera, bastándoles con ella para dar por calumnioso el relato de Sulpicio Severo, por inicua la condenación de Tréveris y por absurdas todas las noticias del Commonitorium y, en suma, para rechazar todos los testimonios de origen antipriscilianista, únicos que se conocían hasta ahora.

     Antes de dar mi humilde parecer sobre tan ardua cuestión, tengo que analizar los restantes tratados del códice de Würzbourg. Continuaremos, pues, en el próximo artículo la tarea, nada llana ni agradable, de descifrar el galimatías teológico de Prisciliano.

 

 

III

 

     Todavía más interesante bajo el aspecto histórico que el Apologético, de Prisciliano, es el segundo de los opúsculos del códice de Würzbourg, que lleva por título Liber ad Damasum Episcopum. En él tenemos una relación detallada de todo lo que aconteció desde el concilio de Zaragoza hasta la llegada de Prisciliano a Roma, relación que en parte completa y en parte aclara, más bien que rectifica, lo que escribió Sulpicio Severo. Habla éste vagamente de los multa et foeda certamina que entre los priscilianistas y sus adversarios hubo en Galicia y Lusitania, y, según su costumbre, carga la mano a Idacio e Itacio (241), los cuales, a principio del año 381, solicitaron y obtuvieron del emperador Graciano el rescripto que intimaba a los priscilianistas el destierro extra omnes terras, según la enfática expresión del cronista, la cual no ha de tomarse al pie de la letra, sino meramente como destierro de España y acaso únicamente de la provincia lusitana, en que eran obispos Instancio, Salviano y Prisciliano. Los tres se encaminaron a Roma con intento de justificarse ante el papa San Dámaso (242); pero hicieron el viaje muy despacio, dogmatizando en la Aquitania, especialmente en la ciudad de Elusa (cerca de Auch) y en la comarca de Burdeos, donde catequizaron a una noble y rica señora llamada Eucrocia, viuda del retórico y poeta Delpidio. Prescindo, para no escandalizar los castos oídos de los neopriscilianistas (que no quieren [188] admitir en su héroe ni sombra de impureza), de todo lo que Sulpicio añade acerca de esta Eucrecia, y los amores que su hija Prócula tuvo en el camino de Roma con Prisciliano, y el aborto procurado con hierbas. etc. Porque la verdad es que tales maledicencias no las da el cronista por cosa cierta y averiguada, sino que las consigna como un rumor que corrió en su tiempo: Fuit in sermone hominum. ¡Y fácil es ahora aquilatar el valor de los rumores malévolos del siglo IV! Abstengámonos. pues, de romper lanzas en pro ni en contra de la honestidad de la andariega doncellita Prócula, para no repetir el chistoso caso de la pendencia de Don Quijote con Cardenio sobre el amancebamiento de la reina Madasima con aquel bellacón del Mtro. Elisabad, caso que debían tener muy presente siempre los que tratan estas cosas tan viejas, tan oscuras y que en el fondo son de mera curiosidad, con el mismo calor y mal empleado celo que si discutiesen doctrinas o sucesos contemporáneos.

     El segundo opúsculo de Prisciliano es precisamente la apología que en Roma presentó a San Dámaso, como en recurso de apelación contra el metropolitano de Mérida. Por tal concepto sería ya curioso este documento en los fastos de la primitiva disciplina eclesiástica, aunque no lo fuese además por las noticias históricas que encierra. Un punto, sin embargo, hay sobre el cual Prisciliano no da explicación alguna. Me refiero a su episcopado de Ávila, que, según la narración de Sulpicio, obtuvo por favor de sus parciales después del concilio de Zaragoza. Los itacianos le llamaban pseudo-episcopus; pero la verdad es que si fue electo por el clero y el pueblo, único modo de nombramiento episcopal conocido en su tiempo, y no fue intruso en iglesia que tuviese ya legítimo pastor (lo cual en ninguna parte consta), tan obispo fue como cualquier otro, y querer borrar su nombre del episcopologio de Ávila es candidez no menor que la del buen cura de Fruime, de regocijada memoria, que de ningún modo quería pasar por que Prisciliano fuese gallego y se empeñaba en leer Gallatia donde Sulpicio Severo dice Gallecia.

     Daremos a conocer lo más notable de esta segunda vindicación de Prisciliano, que comienza con un formal testimonio de adhesión a la Sede Apostólica (243) y con una nueva profesión de fe ortodoxa (244). Es evidente que las multiplicaba demasiado y que ponía especial ahínco en rechazar toda complicidad con los arrianos, patripasianos, ofitas, novacianos y maniqueos, particularmente [189] con estos últimos, a quienes califica no solamente de herejes, sino de idólatras y maléficos, adoradores y siervos del Sol y de la Luna, llegando a invocar el santo nombre de Cristo en testimonio de que sólo conocía tales sectas por el rumor del vulgo y no porque con los adeptos hubiese tenido comunicación alguna, ni siquiera para impugnarlos, puesto que aun la controversia con ellos le parecía pecado (245). No es del caso discutir el valor de esta apología, que, precisamente por lo extremada, pierde algo de su fuerza. Lo que ahora nos interesa, y lo que es completamente nuevo, es la narración que Prisciliano hace de sus disputas con el metropolitano Idacio. Y aquí es preciso traducir casi íntegro el texto, aligerándole sólo de repeticiones superfluas. Conviene advertir, para mejor inteligencia de algunas frases, que el Liber ad Damasum fue escrito y presentado por Prisciliano no sólo en nombre propio, sino también en el de sus correligionarios Instancio y Salviano, puesto que a todos comprendían las mismas acusaciones. Es, pues, un manifiesto de la secta, al mismo tiempo que una vindicación personal. Los priscilianistas se presentan como un grupo de ascetas que, después de haber renunciado a todas las vanidades del mundo y abrazado la vida espiritual, elevados ya unos a la dignidad episcopal y próximos otros a serlo, vivían en católica paz, hasta que surgieran en la Iglesia de España disensiones, o por la necesaria reprensión que hacían de los vicios y desórdenes ajenos, o por la envidiosa emulación de su vida y costumbres, o por la intervención de la potestad secular. Se jactan, sin embargo, de que ninguno de los que presentaban al Papa aquel documento había sido acusado de vida reprensible, ni mucho menos sometido a juicio por tal causa y que en el concilio de Zaragoza ninguno de ellos había aparecido como reo, ni había sido convicto ni condenado, ni siquiera citado para que compareciese. Es cierto que Idacio había leído allí un Commonitorium en que se trazaba cierta regla y norma de vida religiosa y se reprendía de paso a los priscilianistas; pero en el [190] concilio había prevalecido la autoridad de una epístola del mismo San Dámaso, que ordenaba no proceder contra los ausentes sin oírlos (246).

     Da a entender el obispo de Ávila que el principal motivo de la enemiga del metropolitano Idacio y de los suyos consistía en la rígida censura que los priscilianistas fulminaban contra sus malas costumbres y torpe modo de vivir, en contraposición al cual hacían ellos alarde de practicar la vida ascética, formando congregaciones en las cuales se daba mucha participación a los laicos (247).

     Y prosigue diciendo nuestro autor que cuando Idacio volvió del sínodo de Zaragoza comenzó a desatarse en furibundas diatribas contra algunos sufragáneos suyos con quienes había comunicado hasta entonces, y que por nadie habían sido canónicamente condenados. Pero aquí Prisciliano, aun escribiendo como sectario, levanta una punta del velo y demuestra que él y sus discípulos no eran tan inocentes corderos como al principio ha querido pintarlos. Al contrario, exasperados con la denuncia que el metropolitano de Mérida había presentado contra ellos en el concilio Cesaraugustano, y con los cánones de este concilio (que, aun suponiendo que no fueran más que los que hoy tenemos, iban derechamente contra ellos) intentaron pronta y escandalosa venganza, haciendo que en plena iglesia un presbítero de Mérida, afiliado probablemente a la secta o quizá instrumento de los rencores ajenos, entablase una acción contra Idacio y que a los pocos días se presentasen libelos contra él en diversas iglesias de Lusitania con acusaciones todavía más graves que las del presbítero y, finalmente, que se apartasen de su comunión muchos clérigos mientras no apareciese purgado de los graves delitos que se le imputaban (248). [191]

     En tal estado las cosas, Prisciliano, que probablemente era quien atizaba todo este incendio, se dirigió en consulta a dos prelados que manifiestamente eran ya partidarios suyos: Hygino, obispo de Córdoba, y Symposio, de una de las diócesis de la provincia gallega (el segundo de los cuales había asistido al concilio de Zaragoza), pidiéndoles remedio para acabar con el cisma y restablecer la paz en la Iglesia española (249). Respondieron ambos obispos que, en cuanto a los laicos, podía recibírseles a comunión, aunque rechazasen como sospechoso al metropolitano Idacio, bastándoles con una mera profesión de fe católica, y que para resolver las demás cuestiones debía reunirse nuevo concilio, puesto que en Zaragoza no había sido condenado nadie.

     Hizo más el obispo de Ávila, y fue dirigirse a Mérida con intentos de paz y concordia, según él dice, pero que no debieron de parecerle tales a los amigos y secuaces de Idacio, puesto que una turba de pueblo amotinado en su favor no sólo impidió a Prisciliano y a los suyos la entrada en el presbiterio, sino que los maltrató gravemente de palabra y de obra, llegando hasta azotarlos o apalearlos (250).

     Tan estúpidas violencias acabaron de irritar los ánimos y de hacer imposible la reconciliación, si es que de buena fe la buscaban ni los unos ni los otros. Prisciliano, convertido en cabeza del cisma, se puso al frente de un movimiento laico en las iglesias de Lusitania y comenzó a llenarlas de partidarios suyos, a quienes confería democráticamente el sacerdocio sin más requisitos que lo que él llamaba profesión de fe ortodoxa y la propuesta o petición por la plebe. De todo dio cuenta en una especie de circular a sus coepiscopos, al mismo tiempo que Idacio solicitaba y obtenía el rescripto imperial no contra los priscilianistas, cuyos nombres callaba, sino contra los pseudo-obispos y maniqueos que eran los dictados con que más podía dañarlos (251). De toda la relación de aquellos disturbios, tejida [192] a su modo, informó por epístolas a San Ambrosio y a San Dámaso, sacando de su armario o archivo ciertas escrituras (que eran probablemente los libros apócrifos y esotéricos de que se valían los priscilianistas) y envolviendo a Hygino en las mismas acusaciones de herejía que a Prisciliano. Éste, por su parte, envió al Pontífice romano letras comunicatorias suscritas por todo el clero y el pueblo de su diócesis, solicitando un juicio en que se depurasen las acusaciones de Idacio (252). Todo esto precedió al viaje del heresiarca a Roma y todo esto es preciso para comprenderle, aunque haya sido ignorado hasta ahora. Tampoco sabíamos a punto fijo, hasta que explícitamente lo hemos visto declarado en este Libellus, qué es lo que solicitaba Prisciliano de San Dámaso; y es punto que no deja de tener interés para la historia de la disciplina, porque envuelve un reconocimiento claro y explícito de la jurisdicción pontificia. Lo primero que el obispo de Ávila reclama es la comparecencia del metropolitano de Mérida ante el tribunal de San Dámaso, y en caso de que éste, por su ingénita benevolencia, no quiera pronunciar sentencia contra nadie, que dirija sus letras apostólicas a todos los obispos de España para que, congregados en concilio provincial, juzguen la causa pendiente entre Idacio y los priscilianistas (253). [193]

 

 

IV

 

     Si interesantes son, bajo el aspecto histórico, los dos opúsculos que acabamos de examinar, no lo es menos, para el estudio de la que pudiéramos llamar «literatura priscilianista», el tercero de los tratados del códice de Würzbourg, que lleva por título Liber de fide et apocryphis. Sabíase de antiguo que los priscilianistas habían hecho entrar en su canon cierto número de libros seudepígrafos usados ya por sectas anteriores y algunos también de su propia composición que, al parecer, encerraban la parte esotérica su doctrina. Testimonios muy tardíos en verdad, y que se refieren a las últimas evoluciones de aquella herejía; el Commonitorium, de Orosio, y la epístola de Santo Toribio a Idacio y Ceponio enumeran entre estos libros las Actas de San Andrés, las de San Juan, las de Santo Tomás y otras semejantes a éstas (et his similia), que serían probablemente las de San Pedro y San Pablo, pues solían ir juntas con las anteriores en la compilación atribuida al maniqueo Leucio (siglo IV). Orosio menciona, además, cierta Memoria Apostolorum, y Santo Toribio, una especie de poema cosmogónico, De principe humidorum et de principe ignis, obras originales, al parecer; y aun indican que había otros apócrifos más ocultos y que sólo se comunicaban a los iniciados y perfectos. Consta, además, que tenían himnos, de los cuales San Agustín, en su carta a Cerecio, conservó el de Argirio. Y finalmente se les acusaba de haber corrompido los códices de la Biblia introduciendo en ellos variantes acomodadas a su sentir doctrinal. Multos corruptissimos eorum codices invenimus, dice la decretal de San León; y estos códices existían todavía en el siglo VII, según afirmación de San Braulio (254).

     El Liber de fide et apocryphis está mutilado, por desgracia. No lleva indicio alguno del tiempo en que fue compuesto ni de la persona o tribunal a quien fue presentado, circunstancias que acaso constasen en el encabezamiento, que es precisamente la parte que falta. Pero todo lo sustancial de la argumentación ha quedado, y esta argumentación, que no carece de habilidad dialéctica, es una defensa paladina de la lectura de los apócrifos. Para Prisciliano, el canon bíblico no está cerrado ni mucho menos, y todo su empeño es demostrar que en los mismos libros recibidos por la ortodoxia como sagrados se hace mención de escrituras apócrifas y se concede autoridad a su testimonio. «Veamos (dice) si los apóstoles de Cristo, que deben ser los maestros de nuestra vida y doctrina, leyeron alguna cosa que no está en el canon. El apóstol Judas cita unas palabras del libro de Henoc: Ecce venit dominus in sanctis militibus facere [194] iudicium et arguere omnem et de omnibus duris quae locuti sunt contra eum peccatores. ¿Quién es este Henoc a quien invoca San Judas en testimonio de profecía? ¿No tenía otro profeta de quien acordarse más que de éste, cuyo libro hubiera debido condenar canónicamente si fuese cierta la opinión de nuestros adversarios? Pero ¿por ventura no mereció ser llamado profeta Henoc, de quien dijo San Pablo, en la Epístola a los Hebreos, ante translationem testimonium habuisse: aquél a quien en los principios del mundo, cuando la naturaleza ruda de los primeros hombres, conservando fresca la huella del pecado original, no creía posible la conversión a Dios después de la culpa, quiso el Señor trasladarle entre los suyos y eximirle de la muerte? Y si de esto no hay duda y los apóstoles le tuvieron por tal profeta, ¿quién será osado a condenar a un profeta que predica el nombre de Dios? ¿Por ventura estas materias de que tratamos son de tan poco momento como si jugásemos a los dados o si nos recreásemos con las ficciones de la escena? ¿Hemos de seguir a los hombres del siglo y despreciar las palabras de los apóstoles?» (255)

     «Y aunque un solo testimonio sea suficiente para confirmar la fe de los santos, escudríñense con diligencia las Sagradas Escrituras, y se encontrarán otros no menos claros y terminantes. Recuérdese lo que dice el viejo Tobías en los consejos que dio a su hijo: Nos filii prophetarum sumus; Noe profeta fuit et Abraham et Isac et Iacob et omnes Patres nostri qui ab initio saeculi profetaverunt. ¿Cuándo en el canon se ha leído libro alguno del profeta Noé ni de Abraham? ¿Quién ha oído hablar nunca de que Isaac profetizase? ¿Quién vio en el canon la profecía de Jacob? Pues si Tobías leyó a esos profetas y dio testimonio de ellos en un libro canónico, ¿por qué, lo mismo que a él le sirvió de mérito y edificación, ha de ser ocasión para que otros sean reprendidos y condenados? Por nuestra parte, preferimos tal condenación en la buena compañía de los profetas de Dios, más bien que arrojarnos a vituperar cosas que son verdaderamente religiosas. ¿Quién no ha de temblar de encontrarse a Noé de acusador ante el tribunal de Dios?» (256) Y por este estilo prosigue declamando. [195]

     Aquí ya es patente la sofistería y la mala fe de Prisciliano en esta controversia. Podía deslumbrar la cita de San Judas, aunque pueda disputarse si está tomada del apócrifo libro de Henoc o meramente de la tradición. Pero, de todas suertes, la mera cita no podía canonizar el libro, como no canoniza al poeta cómico Menandro la transcripción que de un verso de su Thais hizo San Pablo en la primera epístola a los Corintios (15,33), ni a Arato aquella sentencia suya recordada por el mismo Apóstol de las Gentes en su discurso de Atenas (Act 17,28). Pero todavía era recurso de peor ley confundir el don de profecía que tuvieron muchos patriarcas de la Ley Antigua con los escritos proféticos propiamente dichos. No era menester que Noé, Abraham e Isaac hubiesen escrito libros para que se los llamase profetas; y en cuanto a Jacob, ¿qué son sino una continua profecía las bendiciones que da a sus hijos en el penúltimo capítulo del Génesis? Había, pues, una profecía de Jacob y estaba realmente en el canon.

     Todos estos paralogismos de Prisciliano no llevan más fin que recomendar sin ambages la lectura de los libros apócrifos, sin exceptuar aquéllos que, aun a sus propios ojos, contenían manifiestas herejías, pues nada le parecía más fácil que borrar todo lo que no estuviese conforme con los profetas y los evangelistas, arrancando así la cizaña de en medio del trigo, lo cual estimaba mejor que perder la esperanza de buen fruto por temor a la cizaña (257).

     Defendía y practicaba, pues, Prisciliano, dentro de la teología de su tiempo, cierto género de libre examen, aplicado a la interpretación del texto bíblico; por lo cual el Dr. Paret le coloca, no sin fundamento, entre los precursores del protestantismo, si bien ha de advertirse que difiere de los corifeos de la Reforma en un punto muy importante, es a saber, en la ampliación sin límites que quiere dar al canon de las Sagradas Escrituras mediante la introducción de los apócrifos. Su táctica es siempre la misma. En los libros canónicos se alude a cosas cuya narración especificada no se halla en parte alguna de la Biblia; debía estar, por tanto, en otros libros de carácter no menos venerable y sagrado. Además, algunos de estos libros u otros semejantes a ellos están alegados clara y terminantemente en la Biblia misma. De aquí parece sacar Prisciliano la extraña consecuencia de que los innumerables apócrifos que corrían en [196] su tiempo, y que cautelosamente se guarda de designar por sus títulos, eran del mismo valor que esos antiguos e ignorados libros y debían leerse con reverencia poco menos que la debida al cuerpo de las Escrituras canónicas, una vez limpios de la cizaña que había sembrado en ellos la mano de los «infelices y diabólicos herejes». Por supuesto que esta selección se dejaba al juicio privado del mismo Prisciliano o de cualquier otro dogmatizante. Pero conviene oír sus propias palabras, que son muy curiosas por tratarse de la más antigua manifestación de la crítica bíblica en España:

     «Leemos en el Evangelio según San Lucas (258): Inquiretur sanguis omnium profetarum qui effusus est a constitutione mundi, a sanguine Abel usque ad sanguinem Zachariae qui occisus est inter altare et aedem... ¿Quién es este Abel profeta, del cual tomó principio la serie sangrienta de los profetas que acaba en Zacarías? ¿Quiénes son esos profetas intermedios que padecieron muerte violenta? Si es pecado investigar más de lo que se dice en los libros canónicos, no hallaremos en ellos que ningún profeta de los que allí leemos haya muerto mártir; y si fuera de la autoridad del canon nada se puede admitir ni tener por cierto, no podemos fiarnos de tradiciones acaso fabulosas, sino atenernos a la historia escrita. Quizá alguno me haga la objeción de que Isaías fue aserrado; pero, si es de los que condenan mi doctrina, cierre su boca o confiese que para tal afirmación no tiene más testimonios que el de pinturas y de poetas (259). Cuando el evangelista nos dice scrutate Scripturas, es claro que nos invita a leer lo que él mismo había leído» (260).

     Que Prisciliano era asiduo lector de la Biblia, lo prueban sus escritos, pues no son, en gran parte, más que centones de ella. Pero es claro que tal estudio no podía menos de resentirse de las imperfecciones que tenía la Vulgata latina antes que San Jerónimo la corrigiese. Por culpa de estas malas lecciones caen en falso algunos de sus argumentos. Por ejemplo, lee Prisciliano en San Mateo (2, 14.15): Surgens autem Ioseph accepit puerum et matrem eius noctu et abiit in Aegyptum et erat ibi usque ad consummationem Herodis, ut adimpleretur quod dictum est a domino per prophetam dicentem: ex Aegypto vocavi [197] filium meum. Y como en su Biblia no encontraba tal profecía, exclama: «¿Quién es ese profeta a quien no leemos en el canon, a pesar de que el Señor quiso corroborar su testimonio y salir fiador de su promesa cumpliéndola al pie de la letra?» (261) El profeta era Oseas (11,1); sus palabras, fielmente traducidas de la verdad hebraica, son en la Vulgata actual: Ex Aegypto vocavi filium meum, exactamente como las citó San Mateo. Pero en la versión griega de los Setenta, de la cual procedía la vetus latina usada por Prisciliano, había un error de traducción: Ex Aegypto vocavi filium eius. Expresamente lo advierte así San Jerónimo en su comentario a este lugar del profeta.

     En medio de la gran libertad de interpretación que aplica a los textos sagrados, Prisciliano hace continuos alardes de ortodoxia (262); pero su cristianismo es puramente bíblico y simbólico: «El símbolo es signatura de cosa verdadera; el símbolo es obra del Señor; el símbolo no es materia de disputa, sino de creencia... La escritura de Dios es cosa sólida, verdadera, no elegida por el hombre, sino entregada al hombre por Dios.» El símbolo es su única norma de creencia (263). De la tradición eclesiástica prescinde en absoluto y jamás invoca el testimonio de ningún doctor anterior a él. Podrá disputarse si era gnóstico o maniqueo; pero en este libro se presenta como un teólogo protestante que no acata más autoridad que la de la Biblia, y se guía al interpretarla por los dictámenes de su propia razón, lo cual no le impide tronar contra las temerarias y heréticas novedades, contra la disquisición de cosas superfluas que infunden estupor y sorpresa a los fieles: «Dios no puede mentir, Dios no puede haber citado en falso a un profeta alegando lo que no dijo. Hay que escudriñar las Escrituras. Nadie tiene derecho a decir: 'Condena tú lo que yo no sé, lo que no leo, lo que no quiero investigar por la fuerza de mi entendimiento.' 'Tengo el testimonio de Dios, el de los apóstoles, el de los profetas; [198] en ellos solamente puedo encontrar lo que pertenece a la profesión del hombre cristiano, al gobierno de la Iglesia y a la propia dignidad de Cristo. No es el temor, sino la fe, quien me hace amar lo bueno y rechazar lo malo'» (264).

     Cuidadosamente recoge el obispo de Ávila las menciones de libros que hay esparcidas por el texto de la Biblia, mostrando en esto una erudita curiosidad y ciertos vislumbres de espíritu crítico que sorprenden en época tan remota. En los Paralipómenos, sobre todo, encuentra indicadas muchas fuentes históricas, que seguramente aprovechó como documentos el redactor de aquella compilación. Tales son el Libro de los Reyes de Israel, compuesto por Jehú, hijo de Ananías (p. II 20,34); los escritos del profeta Natán y de Ahías el Silonita y la visión de Addo contra Jeroboam (II 9,29); las profecías de Semeías (II 12,15), el Libro de los días de los Reyes de Judá y de Israel (II 25,26), los Sermones de Ozai (II 33,19) y otros varios (265). Fácilmente hubiera podido ampliar esta enumeración, recordando, por ejemplo, las tres mil Parábolas y mil y cinco (cinco mil según la versión de los Setenta) Cánticos de Salomón, sus tratados de Historia natural (3 Reg 4, 32.33), y el famoso Libro de los justos, dos veces mencionado en Josué (10,13) y en los Reyes (2, 1.18), del cual han creído algunos exegetas encontrar vestigios en el apócrifo hebreo de Iaschar o de la generación de Adam, aunque haya llegado a nosotros en forma muy tardía y alterada.

     Todo esto prueba que la literatura hebraica era mucho más rica de lo que superficialmente pudiera creerse, y comprendía muchos más libros que los de la Biblia, y no es poco mérito de Prisciliano el haber reparado en esto; pero no prueba de ningún modo lo que él pretende; es a saber, que todos esos libros, ni siquiera los que llevaban nombres de profetas, hubiesen sido compuestos por especial inspiración divina. Dios no [199] hubiera consentido que se perdiese su palabra. La santidad y el don de profecía que tuvieron algunos de esos autores daba, sin duda, grande autoridad a sus libros, que parecen haber sido principalmente históricos: anales, memorias, genealogías; pero nunca penetraron en el canon de los hebreos, que estaba ya fijado en tiempo de Esdras, a lo menos según la opinión tradicional y antiquísima, de la cual ciertamente no se apartaba Prisciliano, pues hasta admitía (como algunos Padres de los primeros siglos) la fabulosa narración del apócrifo libro cuarto de Esdras, en que se atribuye a aquel escriba el haber restaurado milagrosamente en cuarenta días los libros de la Ley por haber perecido todos los ejemplares en el incendio del templo (266).

     Tal es, en su parte sustancial, este tratado, el más importante, sin duda, de los de Prisciliano, hasta por las condiciones del estilo, que en medio de su barbarie cobra inusitado color y elocuencia en algunos pasajes y nos hace entrever las condiciones de propagandista que en su autor reconocieron amigos y adversarios, y sin las cuales no se comprendería la rápida difusión de su doctrina y el fanatismo que inspiró a sus adeptos llevándolos hasta el martirio. Estas páginas son, además, el primero, aunque tenue albor de la exégesis bíblica en España; su respetable antigüedad las hace dignas de consideración aun en la historia general de las ciencias eclesiásticas; y si es verdad que no aportan ningún dato nuevo para determinar los libros apócrifos que leían los priscilianistas, tienen, en cambio, la ventaja de marcar con entera claridad la posición teológica del jefe de la secta en esta cuestión, mucho más importante de lo que a primera vista parece. No quisiéramos falsear su pensamiento ni atribuirle conceptos demasiado modernos; pero nos parece que, a despecho de sus salvedades y de su respeto, quizá afectado, a la letra de la Escritura, lo que Prisciliano reivindica no es sólo el libre uso y lectura de los apócrifos en la Iglesia, sino la omnímoda libertad de su pensamiento teológico, lo que él llama la libertad cristiana, torciendo a su propósito palabras de San Pablo (267). Para Prisciliano, además de la revelación escrita de los libros canónicos, hubo otra revelación perenne y continua [200] del Verbo en el mundo. No solamente fue anunciado Cristo por todos los profetas, no sólo esperaron en su venida todos los patriarcas de la Ley Antigua, sino que todo hombre tuvo noticia de él y supo o adivinó que Dios había de venir en carne mortal (268). Siendo la plenitud de la fe el conocimiento de la divinidad de Cristo, sólo el que no ama a Cristo merece anatema.

     Estas ideas son profundamente gnósticas, aunque, benignamente interpretadas, acaso pudieron caber dentro de aquella gnosis cristiana que preconizó Clemente de Alejandría y parezcan tener antecedente más remoto en la doctrina de San Justino (Apol. II c. 8-10) sobre el logos spermatikós, derramado por la Sabiduría Eterna en todos los espíritus, para que pudieran elevarse, aun por las solas fuerzas naturales, a una intuición o conocimiento parcial del Verbo diseminado en el mundo, aunque su completa manifestación y comunicación por obra de gracia sólo se cumpla mediante la revelación de Cristo.

     Los restantes opúsculos del códice de Würzbourg carecen del interés histórico que tienen los tres primeros, y, como tampoco su valor teológico es grande, podremos hacer de ellos una exposición mucho más sucinta.

 

 

V

 

     A falta de otro mérito, tienen los últimos tratados del códice de Würzbourg la importancia de ser trasunto de la enseñanza oral y pública de Prisciliano, puesto que todos están compuestos en forma de exhortaciones y pláticas dirigidas al pueblo, y aun dos de ellos lo declaran en sus títulos (Tractatus ad populum I, Tractatus ad Populum II). Pero dentro de esta general categoría hay que distinguir los puramente parenéticos (cuales son, además de los dos citados, el Tractatus Paschae y la Benedictio super fideles) de los exegéticos o expositivos, como son las homilías sobre el Génesis, sobre el Éxodo y sobre los salmos primero y tercero. La originalidad de estos escritos es muy corta, y ciertamente que en ellos no aparece Prisciliano como el terrible reformador cuya trágica historia teníamos aprendida. Schepss prueba, mediante un cotejo seguido al pie de las páginas, que Prisciliano tomaba literalmente no sólo su doctrina, [201] sino hasta sus frases, de los libros De Trinitate de San Hilario, cuyo método alegórico seguía en la interpretación de las Sagradas Escrituras, zurciendo las palabras del santo obispo de Poitiers con los innumerables pasajes bíblicos de que está literalmente empedrado su estilo. Quizá un teólogo muy sabio y atento podrá descubrir en estos opúsculos alguna proposición que tenga que ver con las doctrinas imputadas de antiguo a Prisciliano; yo no he acertado a encontrar sino el ascetismo más rígido, un gran desdén hacia la sabiduría profana y cierto singular estudio en evitar la acusación de maniqueísmo (269), acaso por ser la que con más frecuencia se fulminaba contra él. En el Tractatus Genesis reprueba con igual energía a los filósofos que enseñan la eternidad del mundo, a los idólatras que divinizan los cuerpos celestes y les otorgan potestad sobre los destinos del género humano, y a los sectarios pesimistas que suponen la creación obra de un espíritu maligno, a quien cargan la responsabilidad de sus propias acciones, torpes e ilícitas. En el Tractatus Exodi formula enérgicamente su ideal ascético: castificación (sic) de la carne terrenal y del espíritu, y expone la doctrina del beneficio de Cristo, prefigurado en el símbolo pascual de la Ley Antigua (270). Acaso en las fórmulas de su cristología [202] pueda encontrarse algún resabio de panteísmo místico, análogo al que en tiempos más modernos profesó Miguel Servet; pero debe advertirse que en tiempo de Prisciliano no estaba fijada aún la terminología teológica con el rigor y precisión con que lo ha sido después por obra de los escolásticos, y podrían pasar por audacias de doctrina, en los escritores de los primeros siglos, las que son meras efusiones de piedad o, a lo sumo, leves impropiedades de expresión.

     A este tratado, que es realmente una exhortación espiritual en tiempo de Pascua, siguen otros dos sobre los salmos primero y tercero. En uno y otro, Prisciliano prescinde casi enteramente del sentido literal, por atender al alegórico; y en uno y otro acentúa más y más el carácter íntimo de su cristianismo, basado en la renovación moral, en la purificación del alma para convertirla en templo digno de Cristo. Esta religión de la conciencia, avivada por la continua lección de las epístolas de San Pablo, le inspira frases enérgicas que, a pesar de su origen enteramente cristiano, recuerdan el estoicismo de Séneca en sus mejores momentos: «Somos templos de Dios, y Dios habita en nosotros: mayor y más terrible pena del pecado es tener a Dios por cotidiano testigo que por juez; y ¡cuán horrible será deber la muerte a quien reconocemos como autor de la vida!» (271)

     El comentario al salmo tercero está incompleto: lo está también la primera de las pláticas de Prisciliano al pueblo; pero ni en ella, ni en la segunda, ni en la Benedictio super fideles, que es el último de los libros del códice de Würzbourg, encontramos nada que no hayamos visto hasta la saciedad en los tratados anteriores. La Benedictio es curiosa por su estilo oratorio y redundante y por cierta elevación metafísica; pero los principales conceptos y frases, aun los que pudieran parecer más atrevidos, están tomados de San Hilario, según costumbre (272).

     Tales son los opúsculos cuyo feliz descubrimiento debemos al Dr. Jorge Schepss; pero hay otro libro de Prisciliano, conocido desde antiguo, que apenas había sido tomado en cuenta por los historiadores eclesiásticos y cuyo verdadero valor no era fácil apreciar antes del novísimo hallazgo. Con el título de Priscilliani in Pauli Apostoli Epistulas (sic) Canones a Peregrino [203] Episcopo emendati, existe una compilación, de la cual se conocen gran número de códices porque en las antiguas Biblias españolas solían copiarse al frente de las epístolas de San Pablo, lo cual es un indicio verdaderamente singular del crédito y reputación que todavía lograban los trabajos escriturarios de Prisciliano siglos después de haber sido condenada su doctrina.

     Otros diversos ejemplares ha consultado el Dr. Schepss para reproducirlos; los más antiguos se remontan al siglo IX. En España tenemos tres del siglo X: dos en la ciudad de León (bibliotecas del cabildo y de la colegiata de San Isidoro) (273) y otro en la Nacional de Madrid, procedente de la de Toledo (274). Figuran también estos cánones en las Biblias llamadas de Teodulfo, preclaro obispo de Orleans y elegantísimo poeta, por quien la cultura de la España visigótica retoñó en la Francia carolingia.

     Claro es que, siendo tan numerosos los códices de la Sagrada Escritura en que los cánones paulinos de Prisciliano se conservan, no habían podido ocultarse a las investigaciones de los eruditos del siglo pasado y del presente; y vemos, en efecto, que, con más o menos corrección y más o menos completos, los publicaron el P. Zaccaria en su Bibliotheca Pistoriensis (275), y el cardenal Angelo Mai en el tomo IX de su Spicilegium Romanum (276). Pero, aparte de los defectos materiales, que difícilmente podían evitarse en ediciones hechas sobre un solo códice, este texto no había sido comentado aún ni utilizado siquiera por los historiadores del priscilianismo.

     Hay que advertir, ante todo, que el texto que poseemos no es el genuino de Prisciliano, sino otro refundido y expurgado en sentido ortodoxo por un obispo llamado Peregrino, [203] que antepuso a estos cánones un breve y sustancioso proemio en que declara haber corregido las cosas que estaban escritas con pravo sentido y haber conservado únicamente las de buena doctrina, añadiendo algunas de su cosecha (277). [204]

     Nada se sabe de este obispo Peregrino; pero acaso podría identificársele, como han propuesto el docto canónigo Ferreiro y otros escritores, con aquel monje Bacchiario que residía en Roma a principios del siglo V y que, para librarse de la nota o sospecha de priscilianismo que recaía en él por su patria gallega (278), compuso una profesión de fe en que, hablando de sí mismo, se califica de peregrino: «Peregrinus ego sum...»

     Resta, sin embargo, la dificultad de que Bacchiario no consta que fuese obispo, sino meramente monje; y, además, la calidad de peregrino o forastero es demasiado general para que pueda parecer verosímil que se convirtiera en nombre propio de nadie.

     Pero más importante que poner en claro la personalidad del tal Peregrino sería averiguar qué género de enmiendas introdujo en los cánones de Prisciliano y cuáles fueron las cosas de prava doctrina que suprimió. Y aquí, desgraciadamente, nos falta todo medio de comparación, pues, una vez corregidos los cánones en sentido católico, desapareció la obra auténtica de Prisciliano, no siendo pequeña maravilla que el nombre de un heresiarca penado con el último suplicio se conservase por tantos siglos en la Iglesia española, y aun fuera de ella, nada menos que en preámbulos de los Sagrados Libros y alternando con el nombre de San Jerónimo.

     Tales como están ahora estos Cánones (y Paret lo demuestra admirablemente en su tesis), constituyen un tratado de polémica antimaniquea, una impugnación, no por indirecta menos sistemática y enérgica, del dualismo oriental, de la oposición entre los dos principios y los dos Testamentos. Prisciliano no emplea nunca argumentos propios: no habla jamás en su propio nombre, excepto en el preámbulo, sino que se vale tan sólo de textos de las Epístolas del Apóstol de las Gentes, hábilmente eslabonados para que de ellos resulte un cuerpo de enseñanza teológica que no es otra que la doctrina de la justificación mediante el beneficio de Cristo, fundamento de la vida cristiana en Él y por Él.

     Pero ¿cuál es la parte de Prisciliano, cuál la de Peregrino en estos Cánones? El problema es por ahora insoluble y lo será siempre si la casualidad no nos proporciona algún ejemplo de los primitivos Cánones de Prisciliano, descubrimiento cuya esperanza no debemos perder del todo, puesto que está tan reciente el todavía más inesperado de sus opúsculos. Entre tanto, conviene usar con parsimonia de este texto en las cuestiones priscilianistas, pero no prescindir de él, porque tiene un carácter de unidad de pensamiento que hace inverosímil la idea de una refundición [205] total, en que lo negro se hubiese vuelto blanco por virtud de Bacchiario, de Peregrino o de quien fuese. En todo este trabajo se ve la huella de un espíritu teológico algo estrecho, pero firme, consecuente y sistemático. Además, en el segundo proemio de los Cánones, Prisciliano hace alarde de la misma aversión a las especulaciones filosóficas que en sus opúsculos auténticos manifiesta, y el estilo y las ideas de este trozo son enteramente suyos (279).

     En el próximo artículo (280), último de esta serie, apuntaremos las consecuencias que se deducen del árido y prolijo trabajo que venimos haciendo.


 

- IX -

 

El origenismo. -Los dos Avitos.

 

     Cuando infestaba a Galicia el priscilianismo, dos presbíteros bracarenses, llamados los dos Avitos, salieron de España, el uno para Jerusalén, el otro para Roma. Adoptó el segundo las opiniones de Mario Victorino (filósofo platónico y orador, convertido en tiempo de Juliano y autor de una impugnación de los maniqueos y de un libro De Trinitate), que abandonó muy luego para seguir las de Orígenes, cuyos libros (281) y doctrina trajo de Oriente el otro Avito. Vueltos a España, impugnaron vigorosamente el priscilianismo, enseñando sana doctrina sobre la Trinidad, el origen del mal y la creación ex nihilo. Con esto y el buen uso que hacían de las Escrituras, convirtieron a muchos gnósticos, que sólo se mostraron reacios en cuanto a la creación de la nada.

     Por desgracia, los libros del grande Orígenes, que eran el [206] principal texto de los Avitos, contenían algunos yerros o (si creemos a los apologistas de aquel presbítero alejandrino) opiniones que fácilmente pudieran torcerse en mal sentido. No es éste lugar oportuno para entrar de nuevo en cuestión tan debatida. Adviértase sólo que los errores de Orígenes (dado que los cometiera) nunca nacieron de un propósito dogmático, sino de la oscuridad que en los primeros siglos de la Iglesia reinaba sobre puntos no definidos todavía.

     Los dos origenistas españoles profesaron la teoría platónica de las ideas, pero en sentido menos ortodoxo que Orígenes, afirmando que en la mente de Dios estaban realmente (factae) todas las cosas antes de aparecer en el mundo externo. A este realismo extremado unieron concepciones panteístas, como la de afirmar que era uno el principio y la sustancia de los ángeles, príncipes, potestades, almas y demonios, a pesar de lo cual suponían una larga jerarquía angélica, fundada en la diferencia de méritos. Del todo platónica era su doctrina acerca del mundo, que consideraban como lugar de expiación para las almas que habían pecado en existencias anteriores. Combatieron asimismo la eternidad de las penas, llegando a afirmar que no había otro infierno que el de la propia conciencia y que el mismo demonio podría finalmente salvarse quoad substantiam, porque la sustancia era buena, una vez consumida por el fuego la parte accidental y maléfica. Admitían una serie de redenciones para los ángeles, arcángeles y demás espíritus superiores antes de la redención humana, no sin advertir que Cristo había tomado la forma de cada una de las jerarquías que iba a rescatar. Tenían por incorruptibles, animados y racionales los cuerpos celestes.

     Extendióse rápidamente la nueva herejía en las comarcas dominadas por el priscilianismo; pero de sus progresos no tenemos noticia sino en una carta de Orosio, bracarense (282), lo mismo que los Avitos (según la opinión más plausible). El cual salió de España llevado, como él dice, por invisible fuerza (occulta quadam vi actus) para visitar a San Agustín en Hipona, y le presentó su Commonitorium o consulta sobre los errores de priscilianistas y origenistas, en el cual refiere todo lo dicho y protesta de la verdad. (Est veritas Christi in me). Corría el año de 415 cuando Orosio ordenó este escrito, que fue contestado por San Agustín en el tratado que impropiamente llaman Contra Priscillianistas et Origenistas. De la doctrina de Prisciliano apenas dice nada, refiriéndose a lo que había escrito en sus obras contra los maniqueos. Hácese cargo de los que negaban la creación ex nihilo, fundados en que la voluntad de Dios era aliquid: sofisma fácil de disolver, como San Agustín lo hizo, mediante la distinción entre el fiat creator y la materia subiecta, entre el poder activo y la nada pasiva. Con argumentos de autoridad [207] y de razón defiende luego la eternidad de las penas, clara y manifiesta en la Escritura (ignis aeternus) y correspondiente a la intrínseca malicia del pecado como ofensa al bien sumo y trastorno de la universal armonía. Ni puede tenerse por única pena, como aseveraban nuestros origenistas y repiten algunos modernos, el tormento de la conciencia, que tanto llega a oscurecerse y debilitarse en muchos hombres.

     En cuanto a la teoría de las ideas, San Agustín está felicísimo. También él era platónico, pero niega que en Dios estén las cosas ya hechas (res factae), sino los tipos, formas o razones de todas las cosas (rationes rerum omnium), a la manera que en la mente del artífice está la idea de la casa que va edificar, sin que esté la casa misma. Quizá sería ésta, en el fondo, la doctrina de los Avitos; pero como no acertaban a expresarla con la lucidez y rigor científico que el prelado hiponense, podía inducir a graves yerros y hasta a negar la creación y la individualidad de los seres, que fuera de la mente divina tendrían sólo una existencia aparente.

     Del África pasó Orosio a Tierra Santa para consultar a San Jerónimo sobre el origen del alma racional. Devorábale el anhelo de saber y no le arredraban largos y trabajosos viajes para satisfacerle. Allí habitó en la gruta de Belén a los pies de San Jerónimo, como dice él mismo, creciendo en sabiduría y en temor de Dios; y aunque ignorado, extranjero y pobre, tuvo parte en el concilio reunido en la Santa Hierosolyma contra los errores de Pelagio. Por este tiempo fueron encontrados los restos del protomártir San Esteban, de cuya invención escribió en griego un breve relato el presbítero Luciano. Tradújolo al latín un Avito bracarense que entonces moraba en Jerusalén, distinto de los dos Avitos herejes, como demostraron claramente Dalmases y el P. Flórez. El Avito traductor del opúsculo de las reliquias de San Esteban no conocía aún en 409 el libro De principiis, de Orígenes, puesto que en dicho año se lo envió San Jerónimo con una carta en que mostraba los errores introducidos en dicho tratado, contra la voluntad y parecer de Orígenes, por los que se llamaban discípulos suyos.

     Desde los tiempos de Orosio no se vuelve a hablar de origenismo en nuestra Península. Ni sabemos que en la época romana se desarrollasen más herejías que las antedichas, dado que Vigilancio, a quien refutó San Jerónimo, no nació en Calahorra, sino en la Galia aquitánica, como es notorio (283) aunque también lo es que predicó sin fruto sus errores en tierra de Barcelona (284). [208]



 

- X -

 

Polémica teológica en la España romana. -Impugnaciones de diversas herejías.

 

     Incompleto sería el cuadro religioso que de esta época (en la cual incluyo el laborioso período de transición a la monarquía visigoda) he presentado si no diese alguna noticia de las refutaciones de varias herejías por teólogos ibéricos; nueva y fehaciente demostración del esplendor literario de aquella edad, olvidada o desconocida. Servirános además de consuelo, mostrando que nunca enfrente del error, propagado dentro o fuera de casa, dejó la Iglesia española de armar invictos campeones y lanzarlos al combate.

     El primero de esta gloriosa serie de controversistas fue San Gregorio Bético, obispo de Ilíberis (285), que escribió un elegante [209] tratado, De fide seude Trinitate, contra los arrianos y macedonianos, según refiere San Jerónimo (De viris Illustribus c. 105). Más que dudosa es la identidad de esta obra con los siete libros [210] De Trinitate, que a nombre de Gregorio publicó en 1575 el docto humanista portugués Aquiles Estaço y que más bien parecen obra de Faustino, presbítero luciferiano, dedicada por él [211] a la reina Flaccila, mujer de Teodosio, y no a Gala Placidia, como se lee en el texto impreso por Estaço (286).

     El Idacio emeritense, perseguidor de los priscilianistas, es diverso del autor de un tratadito, Adversus Warimadum Arianum, que se lee en el tomo IV de la Bibliotheca Veterum Patrum (287). Redúcese a una exposición de los lugares difíciles de la Escritura acerca de la Trinidad, y el autor advierte que compuso esta obrilla en Nápoles, ciudad de Campania.

     En Gennadio, De scriptoribus ecclesiasticis (c. 14), hallamos esta noticia: «Audencio, obispo español, dirigió contra los maniqueos, sabelianos y arrianos, pero especialmente contra los fotinianos, que ahora llaman bonosiacos, un libro De fide adversus omnes haereticos, en el cual demostró ser el Hijo de Dios [212] coeterno al Padre y no haber comenzado su divinidad cuando el Hombre-Jesús fue concebido por obra y gracia de Dios y nació de María Virgen.»

     Contra los arrianos lidió asimismo Potamio, obispo ulissiponense, amigo y secuaz de Osio, y acusado, como él, de prevaricación por los que amparaban el cisma de Lucifero. Queda una Epistola Potamii ad Athanasium, ab Arianis impetitum, postquam in Concilio Ariminensi subscripserunt, publicada la primera vez por el benedictino D'Achery (288).La suscripción determina su fecha, posterior al 359. El estilo es retumbante, oscuro y de mal gusto; pero el autor se muestra razonable teólogo y docto en los sagrados Libros. El P. Maceda le ilustró ampliamente.

     Carterio, uno de los prelados asistentes al concilio de Zaragoza, escribió, al decir de San Jerónimo (289), un tratado contra Helvidio y Joviniano, que negaban la perpetua virginidad de Nuestra Señora. Sabemos de Carterio (por testimonio de San Braulio en carta a San Fructuoso) que era gallego y que alcanzó larga vida con fama de santidad y erudición: laudatae senectutis et sanctae eruditionis pontificem. Por una carta de San Jerónimo (290) escrita hacia el año 400 y dirigida al patricio Oceano, consta que por entonces estaba Carterio en Roma y que los priscilianistas le tenían por indigno del sacerdocio, porque antes de su ordenación había sido casado dos veces, contraviniendo al texto de San Pablo: Unius uxoris virum. A lo cual contesta San Jerónimo que el primer matrimonio de Carterio había sido antes de recibir el bautismo y, por lo tanto, no debía contarse (291).

     Mucho más esclarecido en la historia del cristianismo y en la de las letras es el nombre del papa San Dámaso, gloria de España, como lo demostró Pérez Bayer. Reunió este Pontífice contra diversos herejes cinco concilios. El primero rechazó la fórmula de Rímini y las doctrinas de Auxencio, obispo de Milán, que había caído en el arrianismo; el segundo, las de Sabelio, Eunomio, Audeo, Fotino y Apolinar, que volvió a ser anatematizado en el tercero; el cuarto confirmó la decisión del sínodo de Antioquía respecto a los apolinaristas, y el último y segundo de los ecuménicos, llamado Constantinopolitano (famosísimo a par del de Nicea), túvose en 381 contra la herejía de Macedonio, que negaba la divinidad del Espíritu Santo (292). Si un español había redactado el símbolo niceno, que [213] afirmó la consustancialidad del Hijo, a otro español fue debida la celebración del sínodo que definió la consustancialidad del Espíritu Santo. Osio y Dámaso son las dos grandes figuras de nuestra primitiva historia eclesiástica.

     No muy lejano de ellos brilla San Paciano, obispo de Barcelona, entre cuyas obras, por dicha conservadas, hay tres epístolas contra Novaciano y Semproniano (293), su discípulo. Novaciano, antipapa del siglo III, había sostenido el error de los rebautizantes, condenaba las segundas nupcias y el admitir a penitencia a quien pecara después del bautismo si no volvía a recibir este sacramento. Con su Paraenesis, o exhortación a la penitencia, y con el Sermón a los fieles y catecúmenos acerca del bautismo (obras en verdad ingeniosas y elegantes), se opuso San Paciano a los progresos de tal herejía; pero la atacó más de propósito en las cartas citadas, contestación a dos tratados de Semproniano, uno De Catholico nomine, esto es, Cur Catholici ita vocarentur, y otro De venia poenitentiae sive de reparatione post lapsum (294).

     Se ha perdido la obra que Olimpio, a quien dicen sucesor de Paciano en la sede barcinonense, escribió contra los negadores del libre albedrío, (Qui naturam et non arbitrium in culpam vocant cap. III) y los que suponían el mal eterno (295). San Agustín (Contra Iulianum) cita con grande encomio esta refutación del fatalismo maniqueo, llamando a Olimpio varón gloriosísimo en la Iglesia y en Cristo. Es seguro que el tratado del obispo barcelonés se dirigía en modo especial contra los priscilianistas, única rama maniquea que llegó a extenderse en España. [214]

     Dulce es ahora traer a la memoria el nombre de Prudencio, poeta lírico el más inspirado que vio el mundo latino después de Horacio y antes de Dante (296). Pero no he de recordar aquí los maravillosos himnos en que celebró los triunfos de confesores y de mártires, a la manera que Píndaro había ensalzado a los triunfadores en el estadio y en la cuadriga, ni he de hacer memoria de su poema contra Símmaco, rico de altas y soberanas bellezas de pensamiento y de expresión, que admira encontrar en autor tan olvidado, ni de la Psycomaquia, que, aparte de su interés filosófico, coloca a Prudencio entre los padres del arte alegórico, sino de otros dos poemas teológicos, la Apoteosis y la Hamartigenia, que son formales refutaciones de sistemas heréticos.

     En cuatro partes puede considerarse dividida la Apoteosis. Enderézasela primera (v.1-178) contra los patripasianos, que, no admitiendo distinción entre las Personas de la Trinidad, atribuían la crucifixión al Padre. Del vigor con que está escrita esta parte del poema, sin que la argumentación teológica dañe ni entorpezca al valiente numen de Prudencio, da muestra este pasaje, en que expone la unión de las dos naturalezas en Cristo.

                                   

Pura [divinitas] serena, micans, liquido praelibera motu

 

subdita nec cuiquam, dominatrix utpote rerum;

 

cui non principium de tempore, sed super omne

 

tempus, et ante diem maiestas cum Patre summo,

 

immo animus Patris, et ratio, et via consiliorum

 

quae non facta manu, nec voce creata iubentis,

 

protulit imperium, Patrio ructata profundo.

 

.............................................................................

 

His affecta caro est hominis, quem foemina praegnans

 

enixa est sub lege uteri, sine lege mariti.

 

Ille famem patitur, fel potat, et haurit acetum:

 

ille pavet mortis faciem, tremit ille dolorem.

 

Dicite, sacrilegi Doctores, qui Patre summo

 

desertum iacuisse thronum contenditis illo

 

tempore, quo fragiles Deus est illapsus in artus:

 

Ergo Pater passus? Quid non malus audeat error?

 

Ille puellari conceptus sanguine crevit?

 

Ipse verecundae distendit virginis alvum? (297)

 

(V. 87)

     La segunda división del poema defiende el dogma de la Trinidad contra los sabelianos o unionistas y comienza en el verso:

                              

Cede prophanator Christi, iam cede, Sabelli...

 

(V. 178)

     Pocas páginas adelante se tropieza con esta feliz expresión, aplicada a la dialéctica de Aristóteles:

                            

Texit Aristoteles torta vertigine nervos...

 

(V. 202.) [215]

     Contra los judíos se dirige la tercera parte (v. 321-552), y es la que tiene más color poético, aunque no nos interesa derechamente ahora. Pero séame lícito recordar los breves y enérgicos rasgos en que describe el poeta celtíbero la propagación del cristianismo y la ruina de las antiguas supersticiones:

                                   

Audiit adventum Domini, quem solis iberi

 

vesper habet, roseus et quem novus excipit ortus.

 

Laxavit Scythicas verbo penetrante pruinas

 

vox evangelica, hyrcanas quoque fervida brumas

 

solvit, ut exutus glaciel iam mollior amnis

 

Caucassea de cote fluat Rhodopeius Hebrus.

 

Mansuevere getae feritasque cruenta Geloni...

 

Libatura sacros Christi de sanguine potus...

 

Delphica damnatis tacuerunt sortibus antra,

 

non tripodas cortina regit, non spumat anhelus

 

lata siby1linis fanaticus edita libris.

 

Perdidit insanos mendax Dodona vapores,

 

mortua iam mutae lugent oracula Cumae.

 

Nec responsa refert Libycis in syrtibus Ammon:

 

Ipsa suis Christum capitolia Romula moerent

 

principibus lucere Deum, destructaque templa

 

imperio cecidisse ducum: iam purpura supplex

 

sternitur Aeneadae rectoris ad atria Christi,

 

vexillumque crucis summus dominator adorat!(V. 424.)

     El que en medio de una árida discusión teológica encontraba tales acentos, no era poeta de escuela, como ha osado decir Comparetti, sino el primero de los poetas cristianos de Occidente, como afirma Villemain; el que a veces emula a Lucrecio, en concepto de Ozanam; el Horacio cristiano, como decían los sabios del Renacimiento; aquél de quien Vives afirmó que tenía cosas iguales a los antiguos y algunas también en que los vencía.

     Tiene por objeto la cuarta parte de la Apoteosis combatir el error de los ebionitas, marcionitas, arrianos y de todo hereje que niega la divinidad del Verbo. ¡Y quién creyera que ni aun en estas arduas y dogmáticas materias pierde el poeta sus condiciones de tal y no sólo muestra grandeza, sino hasta amenidad y gracia, como en estos versos!:

                              

Estne Deus cuius cunas veneratus Eous

 

lancibus auratis regalia fercula supplex,

 

virginis ad gremium pannis puerilibus offert!

 

Quis tam pennatus, rapidoque simillimus Austro

 

nuncius Aurorae populos, atque ultima Bactra

 

attigit, illuxisse diem, lactantibus horis,

 

qua tener innupto penderet ab ubere Christus?

 

(V. 608.)

     Mientras ilustres doctores griegos, como Sinesio, tropezaban en el panteísmo y tenían el alma por partícula de la divina esencia; mientras otros la juzgaban corpórea, aunque de materia [216] sutilísima, Prudencio evita diestramente ambos escollos en poco más de un verso:

                              

Sed speculum Deitatis homo est. In corpore discas

 

rem non corpoream...(V. 834.)

     Así argumenta contra el panteísmo:

                              

Absurde fertur [anima] Deus, aut pars esse Dei, quae

 

divinum summumque bonum de fonte perenni

 

nunc bibit obsequio, nunc culpa, aut crimine perdit,

 

et modo supplicium recipit, modo libera calcat.

 

(V. 884.)

     Sobre el origen de las almas, objeto de duda para San Agustín, no duda Prudencio, sino que, desde luego, combate la idea de los que las suponían derivadas de Adam por generación, de igual suerte que la doctrina emanatista. Su explicación de la manera como el pecado original se transmite, confórmase estrictamente a la ortodoxia:

                                   

Quae quamvis infusa [anima] novum penetret nova semper

 

figmentum, vetus illa tamen de crimine avorum

 

ducitur: illuto quoniam concreta veterno est.

 

(V. 92l.)

     En la última sección de la Apoteosis se impugna al doketismo de los maniqueos:

                              

Aerium Manichaeus ait sine corpore vero

 

pervolitasse Deum, mendax phantasma, cavamque

 

corporis effigiem, nil contrectabile habentem.

 

(V. 957.)

     Contra el dualismo de Marción y de la mayor parte de los gnósticos escribió Prudencio el poema de la Hamartigenia o Del origen del pecado. Enfrente del error que separa y distingue el Dios de Moisés del del Evangelio, afirma nuestro poeta que el Hijo es la forma del Padre, entendiendo por forma el logos o verbo, a la manera de algunos peripatéticos. Para Prudencio, la forma es inseparable de la esencia:

                                   

Forma Patris veri verus stat Filius, ac se

 

unum rite probat, dum formam servat eamdem.(V. 51.)

     La forma no implica sólo similitud, sino identidad de existencia. Desarrolla Prudencio esta gallarda concepción y pasa luego al origen del mal por el pecado del ángel y del hombre, haciendo una hermosa pintura del trastorno introducido en el mundo de la naturaleza y en el del espíritu. Acaba esta larga descripción con versos que parecen imitados de un célebre pasaje de las Geórgicas:

                                  

Felix qui indultis potuit mediocriter uti

 

muneribus, parcumque modum servare fruendi! [217]

 

Quem locuples mundi species et amoena venustas,

 

et nitidis fallens circumflua copia rebus

 

non capit, ut puerum, nec inepto addicit amori.

 

(V. 330.)

     Con expresivas imágenes muestra el absurdo de suponer un principio malo, sustancial y eterno:

                              

Nil luteum, de fonte fluit, nec turbidus humor

 

nascitur, aut primae violatur origine venae:

 

sed dum liventes liquor incorruptus arenas

 

praelambit, putrefacta inter contagia sordet.

 

(V. 354.)

     El libre albedrío queda enérgicamente defendido en este poema, que cierra el teólogo aragonés con una ferviente plegaria a Cristo, en que con humildad pide no los goces de la gloria, de que se considera indigno, sino las llamas del purgatorio:

                                  

Oh Dee cunctiparens, animae dator, oh Dee Christe,

 

cuius ab ore Deus subsistit Spiritus unus:

 

te moderante regor, te vitam principe duco...

 

......................................quam flebilis hora

 

clauserit hos orbes, et conclamata iacebit

 

materies, oculisque suis mens nuda fruetur...

 

......................................non poseo beata

 

in regione domum: sint illic casta virorum

 

agmina, pulvereum quae dedignantia censum,

 

divitias petiere tuas: sit flore perenni

 

candida virginitas...

 

At mihi tartarei satis est, si nulla ministri

 

occurrat facies...

 

Lux immensa alios, et tempora vincta coronis

 

glorificent: me poema levis clementer adurat.

 

(V. 93l.)

     Literariamente, la Hamartigenia vale aún más que la Apoteosis; pero el estudio de entrambos libros bajo tal aspecto, así como en la relación filosófica, quédese para el día en que pueda yo publicarlos traducidos e ilustrados, juntamente con las demás inspiraciones de Prudencio.

     Aquí conviene hacerse cargo de las acusaciones de heterodoxia que alguna vez se han dirigido al poeta cesaraugustano. Han supuesto Pedro Bayle y otros que Prudencio, al calificar el alma de líquida y llamarla elemento (en el himno 10 del Cathemerinon, en el libro II Contra Simmaco y en otras partes) la tenía por material y perecedera. Fúndase interpretación tan fuera de camino en estos versos:

                              

Humus excipit arida corpus,

 

animae rapit aura liquorem.(Cath. X v. 11.)

     Pero ¿quién no ve que el alma líquida y el aura que la lleva [218] son expresiones figuradas en boca del poeta, que en el mismo himno dice:

                         

Sed dum resolubile corpus

 

revocas, Deus, atque reformas,

 

quanam regione iubebis

 

animam requiescere puram?

 

(Cath. X v. 149)

y que en la Apoteosis distinguía, como vimos, in corpore rem non corpoream? ¿Cómo pudo decir Bayle, sino arrastrado por su amor a la paradoja, que la doctrina de nuestro poeta en este lugar difería poco de la de Lucrecio cuando afirma:

                              

Nec sic interimit mors res, ut materiai

 

corpora confaciat, sed coetum dissupat ollis:

 

inde aliis aliud coniungit, et efficit, omnes

 

res ita convortant formas, mutentque colores...?

 

(Luc. II v. 1001.)

     En cuanto a la palabra elemento, ¿cómo dudar que Prudencio la aplica a todo principio, no sólo a los materiales, de la misma suerte que Lactancio en el libro III, capítulo 6 de sus Instituciones divinas: Ex his duobus constamus elementis quorum alterum luce praeditum est, alterum tenebris, donde claramente se ve que alude a la unión del principio racional y de la materia? ¿No dijo Cicerón en las Cuestiones académicas que la voz elementa era sinónima de initia y traducciones las dos del a)rxai/ griego?

     Tampoco puede creerse con Juan Le Clerc que Prudencio se incline al error de los maniqueos en cuanto a la absoluta prohibición de las carnes, pues aunque diga en el himno III del

                           

Cathemerinon:

 

Absit enim procul illa fames,

 

caedibus ut pecudum libeat

 

sanguineas lacerare dapes.

 

Sint fera gentibus indomitis

 

prandia de nece quadrupedum;

 

 (Cath. III 58.)

deduciremos que recomienda como mayor perfección la abstinencia practicada por innumerables cristianos de aquellos siglos, pero no otra cosa.

     De impía han tachado algunos la oración final de la Hamartigenia que transcribí antes. Creyeron que allí solicitaba nuestro poeta el fuego del infierno y no el del purgatorio, lo cual no fuera petición humilde, como dijo Bayle, sino impía y desesperada, semejante a la de Felipe Strozzi, que antes de matarse pedía al Señor que pusiese su alma con la de Catón de Útica y otros antiguos suicidas. Entre esto y el Moriatur anima mea morte philosophorum, atribuido en las escuelas a Averroes, hay poca [219] diferencia. Pero como Prudencio no habla del Tártaro, sino del purgatorio, desaparece toda dificultad y sólo hemos de ver en sus palabras la expresión modesta del espíritu que no se juzga digno de entrar en la celeste morada sin pasar antes por las llamas que le purifiquen. Si algún exceso hay en esto, será exceso de devoción o de libertad poética.

     Así calificó el cardenal Belarmino la singular doctrina de Prudencio en el himno V del Cathemerinon, donde dice que en la noche del sábado de Pascua los condenados mismos se regocijan y sienten algún alivio en sus tormentos:

                              

Marcent suppliciis Tartara mitibus:

 

exultatque sui carceris otio

 

umbrarum populus, liber ab ignibus...

 

(Cath. V v. 133.)

     Esta opinión, hoy insostenible, no era rara en tiempos de Prudencio, y San Agustín (De civitate Dei l. 21 c. 24) no se atreve a rechazarla, pues, aunque las penas sean eternas (dice), puede consentir Dios que en algunos momentos se hagan menos agudas y llegue cierta especie de misericordia y consuelo a las regiones infernales. El Índice expurgatorio de Roma del año 1607 ordena que al margen de esos versos prudencianos se ponga la nota Caute legendi.

     Si algunos han tenido por sospechosos conceptos y frases de Prudencio, otros han tomado el partido de los herejes que él atacaba, y Pedro Bayle le acusa de contestar a los maniqueos con una petición de principio. ¿Por qué no impide Dios el mal?, preguntaban aquéllos: quien no impide el mal es causa de él. Y Prudencio no contesta, como Bayle supone, porque el hombre peca libremente, sino porque el hombre fue creado libre para que mereciese premio. Y como es más digno de la Providencia crear seres libres que fatales, la contestación de Prudencio ni es petitio principii ni tan fácil de resolver como el escéptico de Amsterdam imagina (298).

     Al combatir a los maniqueos, marcionistas, patripasianos, etc., no es dudoso que Prudencio tenía en mientes a los priscilianistas, que comulgaban (como diría un discípulo de Krause) en las mismas opiniones que estos herejes. Sin embargo, en la Hamartigenia sólo nombra a Marción, y en la Apoteosis, a Sabelio, por lo cual no le he colocado entre los adversarios directos del priscilianismo.

     Contra el francés Vigilancio, que negaba la intercesión de los santos, la veneración a las reliquias de los mártires, etcétera, y predicó estas doctrinas en el país de los vectones (o, como otros leen, vascones), arevacos, celtíberos y laletanos, levantóse Ripario, presbítero de Barcelona, que dio a San Jerónimo noticias [220] de los errores de aquel heresiarca, a las cuales contestó el santo en una epístola rogándole que le enviase, a mayor abundamiento, los escritos de Vigilancio. Así lo hizo Ripario y con él otro presbítero, Desiderio, y de tales datos se valió San Jerónimo en su duro y sangriento Apologeticon adversus Vigilantium. No se conservan las cartas de Ripario y Desiderio ni sabemos que esta herejía tuviese muchos prosélitos en España (299).

     No me atrevo a incluir entre los controversistas españoles a Filastrio, obispo de Brescia, autor de un conocido Catálogo de herejías, por más que Ulghelli en la Italia sacra, y con él otros extranjeros, le den por coterráneo nuestro.

     Contra los pelagianos esgrimió Orosio su valiente pluma en la apología De arbitrii libertate, aunque algunos, entre ellos Jansenio, han dudado que esta obra le pertenezca (300).

     Evidente parece que el monje Bacchiario, autor de dos opúsculos muy notables uno De reparatione lapsi y otro que pudiéramos titular Confessio fidei, no era inglés ni irlandés, sino español y gallego, como demostraron Francisco Flori, canónigo de Aquilea, y el P. Flórez (301). Salió Bacchiario de su patria en peregrinación a Roma; y como allí le tuviesen por sospechoso de priscilianismo, escribió la referida Confesión de fe, en que, tras de quejarse de los que le infaman por su patria (Suspectos nos facit non sermo, sed regio: qui de fide non erubescimus, de provincia confundimur), manifiesta su sentir católico en punto a la Trinidad, encarnación, resurrección de la carne, alma racional, origen del pecado, matrimonio, uso de las carnes, ayuno, etc., oponiendo siempre sus doctrinas a las de los priscilianistas, aunque sin nombrarlos, y copiando a veces hasta en las palabras la Regula fidei del concilio Toledano, como fácilmente observará el curioso que los coteje. También rechaza los errores de Helvidio y Joviniano. El Sr. Ferreiro opina que Bacchiario es el peregrino citado por Zaccaria, pues en alguna parte dice nuestro monje: Peregrinus ego sum. [221]
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NOTAS DEL CAPÍTULO 2

126.       Bórrese la palabra racionalismo, porque es anfibológica y puede inducir a contradicción. Los gnósticos no procedían dialécticamente, pero eran racionalistas, en cuanto que todo lo fiaban a la razón.


127.       Ko\smoj en el original (N. del E.).


128.       Véase La Kabbale ou philosophie religieuse des Hébreux, por FRANCK, y los Diálogos sobre la Cábala y el Zohar (1852), escritos por el sabio judío LUZZATTO.


129.       Gnosticismo. SCHMIDT, Die griechischen christlichen Schriftsteller: koptischgnostiche Schriften: erster Band: Die Pistis Sophia, die beiden Bächber des Jeu, Undekantes altgnostiches Werk, von Lic. Carl Schmidt (Leipzig, 1905, 4.º).


130.       Histoire critique du gnosticisme et de son influence sur les sectes religieuses et philosophiques des six premiers siècles de l'êre chrétienne..., par JACQUES MATTER (París 1828), tres tomos en 8.º La segunda edición, Estrasburgo, viuda LEVRAULT, tres tomos en 8.º, está muy aumentada.


131.       Gnósticos. TERTULIANO (De Praescriptionibus haereticorum c. 17): «Ista haeresis non recipit quasdam Scripturas (sacras); et si quas recipit, non recipit integras; adiectionibus et detractionibus ad dispositionem instituti sui intervenit: et si aliquatenus integras praestat nihilominus diversas expositiones commenta convertit


132.       Matter trae buen número en el tercer tomo de su obra.


133.       Matter hace notar las relaciones de la gnosis siria con la teología y la cosmología de los fenicios, tal como las conocemos por los fragmentos de Sanchoniaton. Yo no puedo detenerme en tantos pormenores.


134.       Distinguiendo entre el hombre hylico y el pneumático.


135.       Ek , con mayúscula y sin espíritu, en el original (N. del E.).


136.       Dictionnaire des Apocryphes, del abate MIGNE, t. 2.


137.       ¡Hermosa alegoría de la ciencia humana, perdida siempre por investigar más de lo justo!


138.       Los ofitas tenían una representación gráfica (schema, que dicen los pedantes krausistas) del mundo intelectual, según su sistema. Llamábase diagramma; la describe ORÍGENES (l. 6 Contra Celso) y la reproduce en una lámina Matter.


139.       Frase del célebre poeta TOMÁS MOORE (Travels of irish gentleman in research of religion).


140.       La doctrina maniquea fue expuesta por el maestro mismo en la epístola Fundamenti, que nos ha conservado San Agustín en su refutación, y en otra epístola que copia SAN EPITAFIO (Haeres. 66). De Fausto hay un escrito, que reproduce San Agustín en el libro contra aquel hereje.

     Véanse, además, para la parte histórica, BEAUSOBRE, Histoire critique du Manicheisme, y MATTER, Histoire critique du gnosticisme.

     Pueden consultarse también con fruto: LEWALD, Commentatio de doctrina gnostica (Heidelberg 1818); NEANDER, Desarrollo genético de los principales sistemas del gnosticismo (en alemán, Berlín 1818); BELLERMAN, Sobre las piedras abraxas (en alemán, Berlín 1920 ss.). Todas estas obras, y aun la primera edición de Matter, son anteriores al [132] descubrimiento de la fuente capital sobre el gnosticismo, que es: Origenis Philosophumena sive omnium haeresum refutatio. E codice Parisino nunc primum edidit Emmanuel Miller. Oxonii e Typographeo Academico, MDCCCLI, XII + 348 páginas.

     Desde el l. 5 en adelante comienza a hablar de los gnósticos. Muchos atribuyen esta obra, no a Orígenes, sino a San Hipólito.

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141.       Véase en el apéndice lo que San Ireneo dice de este teósofo Marco, para que se compare su doctrina con la de los gnósticos españoles.

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142.       Exposición de MATTER (t. 2 p. 311).

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143.       «Qui (gnostici) per Marcum Aegyptium Galliarum primum circa Rhodanum, deinde Hispaniarum nobiles foeminas deceperunt» (In Isaiam c. 64). Esto dice San Jerónimo con referencia a San Ireneo (l. 1 c. 9), que indudablemente se refiere al otro Marco: «Talia autem dicentes et operantes... et in iis quoque, quae sunt secundum nos regiones Rhodanenses, multas seduxerunt mulieres

     Primus eam (gnosticorum haeresim) intra Hispanias Marcus intulit Aegypto profectus, Memphi ortus. Huius auditores fuere Agape quaedam non ignobilis mulier et rhetor Helpidius. Ab his Priscillianus est institutus...» (SEVERO SULPICIO, Hist. Sac. l. 11).

     «In Hispania Agape Elpidium, mulier virum, caecum caeca duxit in foveam, successoremque sui Priscillianum habuit» (SAN JERÓNIMO, ep. Ad Ctesiphontem, 43 en la ed. de SAN MAURO).

     «Ostendens... Marcum quemdam, Memphiticum, magicae artis scientissimum, discipulum fuisse Manis et Priscilliani magistrum» (SAN ISIDORO, De viris illustribus c. 15). Dice esto el Doctor de las Españas refiriéndose a Itacio.

     Paréceme que el mismo San Jerónimo no está libre de confusión en lo que se refiere a los dos Marcos; el primero vivió en el siglo II, al paso que el maestro de Prisciliano debió florecer en los principios del siglo IV. Claro es que San Ireneo no podía hablar de él como no fuera en profecía. Todo lo que dice de Marco tiene que referirse al discípulo de Valentino. Girvés los distingue bien, y le sigue Ferreiro.

     Si San Jerónimo no los confundió, hay que admitir forzosamente que también el primitivo Marco estuvo en las Galias y en España. Véase, si no, este párrafo de la carta de San Jerónimo a Teodora, viuda de Lucinio (53 de la edición de San Mauro):

     «Et quia haereseos semel fecimus mentionem qua Lucinius noster dignae eloquentiae tuba praedicari potest, qui spurcissima per Hispanias Basilidis haeresi saeviente et instar pestis et mortis totas intra Pyrenaeum et Oceanum vastante provincias, fidei ecclesiasticae tenuit puritatem, nequaquam suscipiens Armagil, Barbelon, Abraxas, Balsamum, et ridiculum Leusiboram, caeteraque magis portenta quam nomina quae ad imperitorum, et muliercularum animos concitandos, et quasi de Hebraicis fontibus hauriunt barbaro simplices quosque terrentes sono, ut quod non intelligunt, plus mirentur? Refert Irenaeus, vir Apostolicorum temporum, et Papiae auditoris Evangelistae Johannis discipulus. Episcopusque Ecclesiae Lugdunensis, quod Marcos quidam de Basilidis Gnostici stirpe descendens, primum ad Gallias venerit, et eas partes per quas Rhodanus et Garumna fiuunt, sua doctrina maculaverit; maxime nobiles feminas, quaedam in occulto mysterio repromittens hoc errore seduxerit, magicis artibus et secreta corporum voluptate amorern sui concilians. Inde Pyrenaeum transiens, Hispanias occupavit, et hoc studio habuerit ut divitum domus, et in ipsis feminas maxime appeteret...» (y se refiere a la obra Adversus omnes haereses).

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144.       Consta esta fecha por el Cronicón de SAN PRÓSPERO DE AQUITANIA.

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145.       «Ab his Priscillianus est institutus, familia nobilis, praedives opibus, acer, inquiens, facundus, multa lectione eruditus, disserendi ac disputandi promptissimus. Felix profecto si non pravo studio corrupisset optimum ingenium: prorsus multa in eo animi et corporis bona cerneres. Vigilare multum, famem ac sitim ferre poterat, habendi minime cupidus, utendi parcissimus. Sed idem vanissimus et plus iusto inflatior prophanarum scientia: quin et magicas artes ab adolescentia eum exercuisse creditum est» (SULP. SEV., Historia Sagrada, l. 2, en el t. 16 de la Bibliotheca Veterum Patrum). Sigo la edición lugdunense.

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146.       Ep. Ad Ctesiphontem adversus Pelagium.

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147.       Dábales Prisciliano nombres simbólicos, v.gr., Bálsamo, Barbelón, Tesoro, Leusibora.

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148.       Véase acerca de este obispo el t. 10 de la España Sagrada pp. 208-212.

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149.       Dícelo Sulpicio Severo, pero no está en los cánones que hoy tenemos (cf. Collectio canonum Ecclesie Hispanae, ed. 1808 p. 303), señal indudable de haberse perdido algunos.

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150.       La fecha del concilio Cesaraugustano es en las colecciones de Loaysa y de Labbe la de 380 (era 418), aunque ni el códice Emilianense ni el Vigilano tienen ninguna. Binio y Girves la ponen en 381; Mansi, en 379. Pagi, Tillemont (España Sagrada t. 30; siguen la común opinión, que parece verosímil, puesto que Prisciliano había comenzado a esparcir su herejía en 379, siendo cónsules Ausonio y Olybrio (S. Prosperi Aquitani Chronicon).

     Vanamente dudó Ambrosio de Morales (que también sabían pecar de exceso de duda nuestros historiadores del gran siglo) que el concilio cuyas actas tenemos fuese el mismo que se celebró contra los priscilianistas. Cierto que en los cánones conservados (que de seguro no son todos, porque es imposible que los Padres cesaraugustanos dejasen de condenar la parte dogmática de la herejía) no se nombra a Prisciliano; pero se alude evidentísimamente a sus errores, según todo lo que de ellos sabemos (cf. MORALES, l. 10 c. 44). Los obispos de que hace memoria Sulpicio como perseguidores de Prisciliano, suscriben las actas de Zaragoza, juntamente con algunos de Aquitania; circunstancia conforme también con la narración del historiador eclesiástico (cf. RISCO, t. 30 p. 234).

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151.       Abulensi, no Labinensi, ha de leerse en el texto de Sulpicio Severo, que está lleno de errores en los nombres españoles (Sossubensi por Ossonobensi, etc.).

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152.       Cuncta venalia erant, dice Sulpicio.

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153.       El obispo San Delfino se negó a admitirlos, y entonces se dirigieron a las heredades de Prócula.

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154.       Dicen (y Sulpicio lo apunta) que Prócula acudió al aborto por medio de hierbas para ocultar su deshonra. Fuit in sermone hominum... partum sibi graminibus abegisse.

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155.       Reproduzco, en el apéndice de documentos relativos al priscilianismo, los textos de Sulpicio, San Jerónimo, San Próspero, etc., evitando así notas y referencias que distraigan la atención al pie de cada página.

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156.       Decimi Magni Ausonii Burdigalesis Opera, Iacobus Tollius recensuit... (Parisiis 1693).

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157.       Panegyrici Veteres... (Parisiis 1767, ed. DE LA BAÙNE) p. 334 n. 29 del Panegírico de LATINO PACATO. Léase todo.

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158.       No se puede adivinar cuál fue, quizá por lo corrompido de los nombres en el texto de Sulpicio. Dice que estaba ultra Britanniam.

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159.       S. Prosperi Chronicon.

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160.       «Dolore percitus quod Hyginum Episcopum senem in exilium duci comperi, cui nihil iam nisi extremus superesset spiritus. Cum de eo convenirem comites eius, ne sine veste, sine plumatis paterentur extradi, extrusus ipse sum» (S. Ambrosii Opera ep. 36).

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161.       Circunstancias que constan, lo mismo que las siguientes, en la sentencia definitiva del primer concilio Toledano (cf. apéndice de este capítulo). En ellas se habla vagamente de un concilio de Zaragoza, al cual asistió sólo un día Sinfosio, siendo excomulgado él y sus compañeros por el sínodo. Ferreiro le supone celebrado en 396.

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162.       «Quoniam singuli coepimus in Ecclesiis nostris facere diversa, et inde tanta scandala sunt quae usque ad schisma perveniunt, si placet, communi consilio decernamus quid ab omnibus Episcopis in ordinandis clericis sit sequendum. Mihi autem placet constituta primitus Nicaeni Concilii perpetuo esse servanda, nec ab bis esse recedendum. Universi Episcopi dixerunt: Hoc nobis placet, ita ut si quis, cognitis gestis Nicaeni Concilii, aliud quam statutum est, facere praesumpserit... hic excommunicatus habeatur...» (Collectio canonum Ecclesiae... Hispanae, ed. de la Biblioteca Real, 1808, p. 321).

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163.       Pongo su texto latino en el apéndice.

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164.       Los eones gnósticos.

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165.       Condenación del doketismo.

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166.       Condenación del panteísmo y del sistema de la emanación.

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167.       Las antítesis, de MARCIÓN.

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168.       Véanse las atinadas observaciones de FLÓREZ, España Sagrada t. 6.

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169.       A Isonio, cuando aún era catecúmeno, le había hecho obispo Sinfosio.

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170.       Las firmas de este concilio aparecen por el orden siguiente: Patruinio, Marcelo, Afrodisio, Liciniano, Iucundo, Severo, Leonas, Hilario, Olympio, Orticio, Asturio, Lampio, Sereno, Floro, Leporio, Eustoquio, Aureliano, Lampadio, Exuperancio.

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171.       Jacobo Sirmond la publicó íntegra por primera vez. Puede leerse en el apéndice 3 t. 6 de la España Sagrada pp. 325-30.

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172.       Et in ipso sinu Fidei violatam intra provinciam pacem, disciplinae rationem esse confusam, et multa contra Canones Patrum, contempto ordine, regalisque neglectis, in usurpatione Ecclesiarum fuisse commisa.

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173.       «Quaero enim, quare doluerint Symphosium atque Dictinium, aliosque qui detestabilem haeresim damnaverunt, receptos in fidem Catholicam tunc fuisse? Num quod non aliquid de honoribus amiserint quos habebant? Quod si quos hoc pungit aut stimulat, legant Petrum Apostolum post lacrymas hoc fuisse quod fuerat, considerent Thomam post dubitationem illam nihil de prioribus meritis omisisse; denique David Prophetam egregium post manifestam confessionem suam, prophetiae suae meritis nos fuisse privatum. Quare... in unitate Catholicae Fidei omnes qui dispersi sunt congregentur, et esse inexpugnabile unum corpus incipiat, quod si separetur in partes, ad omnes patebit lacerationis iniurias

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174.       Cod. Theod. l. 43.

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175.       También la inserta traducida al castellano el señor LÓPEZ FERREIRO (Estudios histórico-críticos sobre el priscilianismo..., Santiago 1878). Obra excelente que ha llegado a mis manos en el momento de revisar este capítulo. Es más exacta y completa que la de Girvés.

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176.       El P. Flórez duda de su existencia. El señor Ferreiro, muy inclinado a multiplicar concilios, la admite.

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177.       Suprimo la acostumbrada fórmula, como los maniqueos y Prisciliano dijeron, porque de aquí adelante no varía.

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178.       Por ejemplo, el concilio IV de Toledo condena a los lectores que en Galicia no se tonsuraban y llevaban el pelo largo, con una coronilla en medio de la cabeza, según costumbre de los herejes.

     El concilio Bracarense III (era 713) habla de los que consagraban con leche o uvas, y no con vino, y de los que llevaban la profanación hasta servirse la comida en vasos sagrados, todo lo cual se califica expresamente de resabio de priscilianismo.

     El Toledano IV habla de la costumbre que en algunas iglesias de Galicia se observaba de cerrar las puertas de las basílicas el Viernes Santo y no celebrar los oficios ni guardar el ayuno, antes comer opíparamente a la hora de nona. En otras iglesias no se bendecían los cirios ni las lámparas el día de Pascua (cán.7, 8 y 9). San Braulio escribía a San Fructuoso, que estaba en Galicia: Cavete autem illius patriae venenatum Priscilliani dogma (España Sagrada t. 30 ap. 3 ep. 44).

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179.       Fuentes que he consultado para la historia del priscilianismo: Sulpicii Severi Historia Sacra. -Dialogi (en el t. 6 de la Collectio maxima Veterum Patrum. Lugduni 1677); S. Prosperi Aquitani Chronicon, en el t. 8 de las obras de SAN JERÓNIMO, ed. de VALLART (Verona 1738); S. Hieronymi Opera, ed. citada, t. 1, Epistolar. clas. 3.ª carta 75; De viris illustribus c. 12l, 122 y 123 (t. 2) y en el t. 2, Dialogus adversus Pelagianos, etc.; Idatii Chronicon, en el t. 4 de la España Sagrada; Concilios de Zaragoza, Toledo y Braga, en el t. 2 de la Collectio maxima de AGUIRRE o en el 3 de la de CATALANI (Roma 1753); S. Isidori, De viris illustribus c. 15 (Itacio), en la ed. de ARÉVALO; la decretal [152] del papa Inocencio (ep. 23 ad Toletanos), en el t. 3 de la Colección de concilios de MANSI y en el 6 de la España Sagrada; GIRVÉS, De secta Priscillianistarum dissertatio (Romae 1750) apud IOANNEM GENEROSUM. (Es el mejor trabajo sobre la materia); FLÓREZ, España Sagrada t. 6 (Iglesia de Toledo: Concilios), 13 (Iglesia de Mérida), 14 (Iglesias de Ávila, Ossonoba, etc.), 15 (Iglesia Bracarense), 16 (Iglesia de Astorga), y por incidencia en las de Orense, Lugo y otras; RISCO, España Sagrada t. 30 (Iglesia de Zaragoza); LA FUENTE (D. VICENTE), Historia eclesiástica de España t. 1 ed. 2.ª (Obra excelente); MURGUÍA, Historia de Galicia t. 2 (por apéndice lleva el rescripto de Honorio), etc.; MATTER, Histoire critique du gnosticisme t. 2 ed. 2.ª; omito a Tillemont, Baronio y demás historiadores generales.

     Añádase la reciente obra del Sr. D. ANTONIO LÓPEZ FERREIRO, intitulada Estudios histórico-críticos sobre el Priscilianismo, por D. ..., canónigo de la S. I. C. de Santiago (Santiago 1878) 4.º, 254 págs. Esta preciosa monografía se publicó primero como folletín en El Porvenir, diario católico de aquella ciudad.

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180.       Algunos leen divinarum virtutum intelligere naturas, lo cual altera en buena parte el sentido.

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181.       Este final es oscuro y la lección varía en las diversas ediciones. Paréceme la más acertada la que va en el texto.

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182.       Occultandae religionis causa esse mentiendum.

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183.       T. 6 de la ed. maurina.

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184.       Cartas 205 y 210 de San Agustín.

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185.       Acta Apostolorum Apocrypha ex triginta antiquis codicibuss graecis (Leipzig 1851).

     Sigo constantemente esta edición, que parece la más completa en lo relativo a apócrifos griegos. Pueden verse además: J ALBERTI FABRICII, Codex Pseudepigraphus Novi Testamenti (Hamburgo 1703), y la Nova Collectio, de THILO (Leipzig 1832).

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186.       Apocryphal Acts of the Apostles, edited from Syriac manuscripts in the British Museum and other libraries by W. Wright (London 1871). T. 1: textos siríacos. T. 2, traduc. inglesa, pp. 146-298: están las Actas de Judas, Tomás.

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187.       También está en la de THILO, y en el Dictionnaire des Apocryphes del abate MIGNE, compilación extensa, pero incompleta, y que, por desgracia, no incluye los textos originales, sino la traducción francesa.

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188.       En otra publicación de TISCHENDORF (Apocalyses Apocryphae Mosis, Esdrae, Pauli, Ioannis, etc. [Lipsiae, Mendelssohn, 1866] pp. 156-161) se insertan fragmentos de otro texto griego de las Actas de Santo Tomás, conservados en un códice de la Biblioteca de Munich y en otro de la Bodleiana.

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189.       J. FLAMION, Les Actes Apocryphes de Pierre pp. 230 ss. Importante discusión sobre los libros apócrifos usados por los priscilianistas.

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190.       Como testimonio de la antigüedad de los himnos en las comunidades cristianas alegan algunos el texto de PLINIO EL JOVEN (Ep. l. 10 ep. 97): «Carmenque Christo tamquam Deo dicere secum invicem, seque sacramento non in scelus aliquod obstringere, sed ne furta, ne latrocinia, ne adulteria committerent, ne fidem fallerent, ne depositum appellati abnegarent...»

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191.       SINESIO, himno 1. Traducción del que esto escribe.

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192.       En una reciente memoria sobre la poesía religiosa, leída en ese Ateneo de Madrid donde tantos buenos ingenios naufragan y se pierden, he visto que se censura a la Iglesia por haber acabado con los himnos de nuestros heterodoxos, y especialmente con los de los gnósticos, en sus ramas montanista, maniquea y priscilianista. Con haberme [160] dedicado un poco a estas investigaciones, ignoraba, hasta que leí esto, que en España hubiese habido montanistas, y que los montanistas fuesen gnósticos, cuando precisamente Tertuliano, el más célebre de ellos, fue el mayor enemigo del gnosticismo. Ignoraba asimismo que en España hubiese habido otros maniqueos que los priscilianistas, puesto que Pacencio fue extranjero y no tuvo secuaces. Cada día averigua uno cosas nuevas y estupendas. ¿Qué montanistas españoles serían ésos que tenían himnos? Muchas veces he dicho, y lo repito, que el Ateneo es la mayor rémora para nuestra cultura, por lo que distrae los ánimos de nuestra juventud, habituándola a hablar y discurrir de todo sin preparación suficiente y con lugares comunes. Y esto sea dicho en general, no por lo que hace relación al autor de la memoria, amigo mío, a quien hago aquí el mayor favor que puedo en no nombrarle. ¡Él, que ha hecho la historia de santuarios y de imágenes, convertido ahora en eco de la impiedad y del volterianismo trasañejo! ¡Dios nos tenga de su mano! Y repito que la advertencia es amistosa.

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193.       Ep. 237 de la ed. de SAN MAURO, t. 2.

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194.       «Hymnus Domini, quem dixit secrete Sanctis Apostolis discipulis suis, quia scriptum est in Evangelio (Mt 26,30): Hymno dicto ascendit in montem, et qui in Canone non positus est propter eos qui secundum se sentiunt et non secundum spiritum et veritatem Dei; eo quod scriptum est: Sacramentum Regis bonum est abscondere, opera autem Dei revelare honorificum est

     I. Solvere volo et solvi volo.

     II. Salvare volo et salvari volo.

     III. Generari volo.

     IV. Cantare volo, saltate cuncti.

     V. Plangere volo, tundite vos omnes.

     VI. Ornare volo et ornari volo.

     VII. Lucerna sum tibi, ille qui me vides.

     VIII. Janua sum tibi, quicumque me pulsas.

     IX. Qui vides quod ago, tace opera mea.

     X. Verbo illusi cuncta, et non sum illusus in totum.

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195.       Ep. 237 de lai ed. maurina, t. 2.

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196.       Histoire critique du Gnosticisme. Planches, planche 8 fig.8.

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197.       La llamada Cruz de los Ángeles, de Ovidio, tiene dos de estos amuletos o piedras basilídicas o priscilianistas, según la opinión más probable (ed. Monumentos arquitectónicos de España).

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198.       Lucinio Bético, que debe de ser el marido de Teodora, gran perseguidor de priscilianistas, consultó a San Jerónimo por los años de 396: 1.º, si era obligatorio ayunar todos los días; 2.º, si debía recibirse diariamente la Eucaristía, como se practicaba en algunas iglesias. El doctor estridonense respondió que se siguiera la tradición de cada provincia, y que «la Eucaristía debe tomarse siempre que la conciencia no nos remuerda»f. Opina el Sr. Ferreiro que las preguntas de Lucinio tenían que ver con las cuestiones priscilianistas.

     En lo que no estoy conforme con el moderno historiador de esta herejía, es en suponer que fuesen españoles Casulano, Januario y Máximo, que dirigieron a San Agustín consultas sobre el ayuno del sábado,a la comunión frecuente, los oficios de Jueves Santo, el día de la celebración de la Pascua, las suertes evangélicas, o adivinación por medio de las páginas del Evangelio, y el dogma de la Encarnación. No hay en las respuestas de San Agustín alusión positiva a España, ni se nombra más que una vez, y de pasada, a los priscilianistas, ni las cuestiones de que se trata eran debatidas únicamente por éstos. Por lo que hace a Casulano, sabemos que su consulta nació de un opúsculo del maniqueo Romano. Maniqueos y priscilianistas profesaban en esto de los ayunos los mismos principios.

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     f Cf. ep. 52 t. 5.

     a Cf. ep. 36 (t. 2 de la ed. maurina), 54 y 55 (Ab inquisitionis Ianuarii...) Y ep. 264.

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199.       Orosio confirma el antitrinitarismo de los priscilianistas: «Trinitatem autem solo verbo loquebatur, nam unionem absque ulla existentia aut proprietate asserens, sublato et Patre et Filio et Spiritu Sancto, hunc esse unum Christum dicebat» (Commonitorium).

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200.       Toda esta exposición se funda en los textos de Orosio, San Agustín, San León, etc., que van en el apéndice, y que no cito a cada paso para evitar prolijidad.

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201.       SAN JERÓNIMO, diálogo Adversus Pelagianos.

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202.       «La Iglesia, a pesar de la franqueza con que en sus primeros días permitió a los fieles que tocasen la santa Eucaristía, y la llevasen a sus casas, y que con la sangre del Señor, luego que la recibían, se ungiesen la frente y los ojos, como lo atestigua SAN CIRILO (Catech. mystag. V), viendo el abuso que de esta práctica hacían con sus encantos y supersticiones los priscilianistas y otros herejes, la cortó enteramente, hasta el extremo de no manifestar el Santísimo Sacramento durante el mismo sacrificio con especialidad en el Occidente, donde dice SAN GREGORIO DE TOURS (l. 7 c. 22) que, acabada la consagración, se ocultaba la hostia debajo del corporal; de cuya práctica, observada en parte aún en el siglo XII, hace memoria un célebre escritor de aquel tiempo, diciendo: statim post... elevationem demitti Sacramentum a Sacerdote solitum, et operiri sindone» (GUIBERT, De pignor. Sanct. c. 2).

     Nota de D. Joaquín Lorenzo Villanueva, en el t. 1 del Viaje literario a las iglesias de España, de su hermano FR. JAIME, p. 64.

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203.       Algunos atribuyen la difusión del priscilianismo a lo muy extendido que se hallaba en la Península el culto mithriaco. De esta opinión, que parece verosímil, es el sapientísimo P Fita.

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204.       «Nec habitent in latibulis cubiculorum aut montium qui in suspicionibus (quiza superstitionibus) perseverant» (can. 2).

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205.       Así lo ha estimado el eruditísimo DR. D. VICENTE DE LA FUENTE, en su Historia de las sociedades secretas, t. 1.

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206.       Fuentes para la exposición de la doctrina priscilianista:

     a) S. Aurelii Augustini Episcopi operum, tomus VI, continens... ta\ polemika\. Coloniae Agrippinae, sumptibus A. Hierati, 1616. En el tratado De haeresibus, dedicado al diácono Quod-vult-Deus; en la Consultatio o Commonitorium de Orosio (p. 233 col. 1) y en el tratado de SAN AGUSTÍN Contra Priscillianistas et Origenistas, que le sirve de respuesta.

     S. Leonis Papae Primi opera omnia... auctiora (Lugduni 1700, ed. de QUESNEL), pp. 226-232 (ep. a Toribio, seguido por la de éste a Idacio y a Ceponio).h

     b) Aquí cumple notar dos increíbles errores de distinguidos escritores franceses. ROUSSELOT, en su libro Les mystiques espagnols, que fuera muy digno de aprecio si pudiéramos arrancarle las 73 páginas de introducción, llenas de gravísimos yerros [173] sobre nuestra historia científica, dice textualmente (¡asómbrense los lectores!): «Sería inútil recordar los antiguos errores de Félix de Urgel y de Prisciliano, anteriores a la conversión de la España arriana al catolicismo». Ni cuando Prisciliano dogmatizó habían traído los bárbaros el arrianismo, ni España ha sido nunca arriana; porque los visigodos no eran españoles, y la raza hispanorromana no adoptó jamás su religión, ni Félix de Urgel es anterior (¡¡¡) a la conversión de Recaredo, puesto que vivió en el siglo VIII, después de la conquista árabe.

     MATTER, en la Histoire du Gnosticisme (t. 2), pondera el priscilianismo, que apareció cuando la teología se petrificaba en España y los teólogos caían en la más deplorable ignorancia. Lejos de petrificarse, tenía entonces la ciencia teológica exceso de vida, y la tendencia no era a la inmovilidad, sino a la anarquía y al desorden. Lo de la deplorable ignorancia de los teólogos españoles, como si dijéramos de Osio, de San Gregorio Bético, de Olimpio, de Patruino, de Sin Dámaso, de Paciano, de Carterio, de Audencio..., es uno de tantos favores como cada día nos hacen los sabios extranjeros. Esos deplorables teólogos firmaban los primeros en los concilios ecuménicos; uno de ellos redactó el Símbolo de Nicea; otro fue encargado de resolver la cuestión donatista; el de más allá infundía temor a San Jerónimo cuando tenía que responder a sus cartas... et sic de caeleris. No hay noticia de que viniese ningún francés ni alemán a sacarnos de esa ignorancia. ¡Dios perdone a esos señores tan doctos y tan graves la buena voluntad que nos tienen, y que les hace infringir a la continua el octavo mandamiento de la ley de Dios!

     c) No he querido hacer memoria de las fábulas que acerca de Prisciliano y sus discípulos contienen los falsos Cronicones, especialmente el de Dextro. Nicolás Antonio las redujo a polvo en el c. 5 l. 2 de su Bibliotheca Vetus.

____________________________

     h Revue d'Histoire Ecclésiastiqtie, de la Universidad Católica de Lovaina, año 11, n. 2, 15 de abril de 1910.

     Babut. -Priscillien et Paulin de Nole en la Revue d'histoire religieuse de mars-avril de 1910.

     Polybiblion de abril de 1910: Partie technique.

     COSTA (ast. en España Moderna de 1.º de mayo de 1910) habla de Prisciliano y de su doctrina.

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207.       Este obispo Theognosto llegó a excomulgar a Itacio y a los suyos.

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208.       Sulpicio Severo, diálogo 3 (p. 369 de la Bibliotheca Veterum Patrum t. 6), y en nuestro apéndice a este capítulo.

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209.       «Ob necem Priscilliani Ecclesiae communione privatus, exilio condemnatur, ibique die ultima fungitur, Theodosio Maiore et Valentiniano regnantibus» (SAN ISIDORO, De viris illustribus c. 15).

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210.       Véase, acerca de Idacio y la iglesia ossonobense, el t. 14 de la España Sagrada.

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211.       Véase acerca de Idacio el t. 13 de la España Sagrada.

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212.       SULPICIO SEVERO, De vita B. Martini n. 25.

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213.       Véase la lista completa de los documentos y autores que extracta:

     Acta Conciliorum. -Ambrosius. -Augustinus. -Bachiaritis. -Damasus. -Hieronimus. -Idatius. -Innocentius. -Isidorus. -Leo Magnus. -Maximus imperator. -Montanus. -Orosius. -Pacatus. -Philastrius. -Praedestinatus. -Prosper. -Prudentius. -Siricius. -Sulpicius Severus. -Theodosianus codex. -Turribius. -Vincentius Lerinensis.

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214.       Origenis Philosophumena sive omnium heresum Refutatio. E codice Parisino nunc primum edidit Emmanuel Miller. Oxonii, e Typographeo Academico (1851) 4.º El códice era relativamente de poca antigüedad (siglo XIV).

     Pistis Sophia. Opus Gnosticum Valentino adiudicatum, e Codice manuscripto Londinensi. Descripsit et Latine vertit M. G. Schwartze. Edidit H. Petermann. Berolini, in Frid. Duemleri Libraria (1851). Texto copto y traducción latina. Petermann dice en el prólogo: «Tantum abest ut ego Valentinum auctorem agnoscam, ut re ab ullo quidem eius assecla, sed ab ophita quodam seriore potius scriptum esse arbitror».

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215.       Priscillian. Ein Neuaufgefundener Lat. Schriftsteller des 4. Jahrhunderts. Vortrag gehalten am 18 Mai 1886 in de Philologisch-Historischen Gesellschaft zu Würtzburg von Dr. Georg Schepss, X. Studienlehrer am Humanist. Gymnasium. Mit einem Blatt in Originalgrösse facsimiledruck des Manuscriptes Würzburg, A. Stuber's Verlagsbuchhandlung (1886).

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216.       Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum editum consilio et impensis Academiae Litterarum Caesareae Vindobonensis. Vol. XVIII. Priscilliani quae supersunt. Recensuit Georgius Schepss. Accedit Orosii Commonitorium de errore Priscillianistarum et Origenistarum. Vindobonae, F. Tempsky (1889).

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217.       Priscillianus. Ein Reformator des vierten Jahrhunderts. Eine Kirchengeschitliche Studie zugleich ein Kommentar zu den erhaltenen Schriften Priscillians von Friedrich Paret, Dr. Phil. Repetent am Evang. -Theol. Seminar in Tübingen; Würzburg, A. Stuber's Verlagsbuchhandlung (1891).

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218.       Le Temps, 17 y 18 de febrero de 1891. Une Résurrection. Dos artículos firmados por ANDRÉS LAVERTUJON.

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219.       «Sacrilegii nefas in aures nostras legeris Itacius induxit.» Este pasaje del primer tratado haría creer que Prisciliano oyó leer en el concilio de Zaragoza el libelo de Itacio, si no estuviese contradicho por la declaración mucho más explícita del Liber ad Damasum: «Denique in conventu episcopali qui Caesaraugustae fuit nemo e nostris reus factus tenetur, nemo accusatus, nemo convictus, nemo damnatus est... nemo ut evocaretur non dicam necessitatem sed nec sollicitudinem habuit. Datum nescio quod ab Hydatio ibi commonitorium est quod velut agendae vitae poneret disciplinam... Nos tamen, etsi absentes ibi fuimus...»

     Estas últimas palabras no dejan lugar a ninguna duda.

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220.       «Etsi fides nostra offendiculis impedita securum catholicae dispositionis iter tenens ad Deum libera sit, tamen quia zabolica (sic) obtrectatione pulsata in eo quod percutitur plus probatur, gloriosum nobis vidimus, beatissimi sacerdotes, ut non redarguente conscientia, quamvis frequentibus libellis locuti fidem nostram, hereticorum omnium docmata (sic) damnaverimus, et libello fratrum nostrorum Tiberiani, Asarbi et ceterorum, cum quibus nobis una fides et unus est sensus, cuncta docmata quae contra Christum videantur esse damnata sint et probata quae pro Christo, tamen etiam nunc quia id vultis, sicut scribtum (sic) est, parati semper ad confessionem omni poscenti nos rationem de fide et spe quae est in nobis, tacere noluimus quod iubetis

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221.       «Nulla tenebrosae conversationis secreta sectemur

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222.       «Quamvis enim gloriari in his quae fuimus non oporteat, tamen non ita obscuro editi ad saeculum loco aut insipientes vocati sumus, ut fides Christi et eruditio credendi mortem nobis potius adferre potuerit quam salutem. Ad haec enim, ut ipsi novitis, peractis omnibus humanae vitae experimentis et malorum nostrorum conversationibus repudiatis, tanquam in portum securae quietis intravimus. Agnoscentes enim quoniam nemo nisi ex aqua et spiritu sancto renatus ascenderet in regna caelorum, castificavimus animas nostras ad obaudiendum fidei per spiritum, et repudiatis prioris vitae desideriis, in quibus erubescebamus, ad innovatae iter gratiae symbolum catholicae observationis accepimus quod tenemus, ut intrantes lavacrum, redemptionem corporis nostri et baptizati in Christo induti Christum, inanem saeculi gloriam respuentes, ipsi uni vitam nostram sicut dedimus dederemus

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223.       «Familia nobilis, praedives opibus, acer, facundus, multa lectione eruditus, disserendi ac disputandi promptissimus

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224.       «Quis enim est qui legeat scribturas (sic) et unam fidem, unum baptisma, unum Deum credens, hereticorum dogmata stulta non damnet, qui dum volunt humanis comparare divina, dividunt unitam in Dei virtute substantiam, et magnitudinem Christi tripartito Ecclesiae fonte venerabilem Binionitarum scelere partiuntur?»

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225.       «Ipse est enim qui fuit et futurus est et visus a saeculis, verbum caro factum inhabitavit in nobis, et crucifixus, devicta morte, heres effectus est, ac tertia die resurgens factus futuri forma, spem nostrae resurrectionis ostendit, et ascendens in caelos venientibus ad se iter construit, totus in Patre et Pater in ipso

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226.       «Anathema enim sit qui Patripassianae heresis malum credens, catholicam fidem vexat... Nobis autem unus Des Pater, ex quo omnia et nos in ipso, et unus dominus Iesus Christus, per quam omnia et nos per ipsum

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227.       «At quorum stultitiam Novatiana accedit heresis, quasi vero crudescente semper errore peccati repetitis baptismatibus purgarentur, cum unum baptisma, nam fidem, unum Deum apostolica scriptura testetur...»

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228.       «Qui autem negat Iesum Christum in carnem venisse, hic Antechristus est, et perditio eius non indormiet... Anathema autem sit doctrina Nicholaitorum partemque cum Sodoma habeat et Gomora quisque odibilia Deo sacrilegia aut instituit aut sequitur

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229.       «Anathema sit qui legens grifos, aquilas, asinos, elefantas, serpentes et bestias supervacuas confusibilis observantiae vanitate captivus, velut mysterium divinae religionis adstruxerit; quorum opera et formarum detestabilitas natura daemoniorum, non divinarum veritas gloriarum est. Hi sunt enim «quorum Deus venter est, et gloria in pudendis eorum»; hi sunt qui dubios evertunt et ad perditionis suae excidia deducunt, et sacramentum vocant quod, secundum scripturas Dei; perditionis nesciunt esse mysterium... Et digni sunt quorum deus Sol sit. Nos autem divinarum Scripturarum edocti verbis, et si scimus quia nihil idolum est in hoc mundo, sed quae sacrificant, daemonis sacrificant, et non Deo, elaboramus tamen ut sicut scribtum (sic) est intellegentes (sic) versutias sermonum et interpraetationes parabolarum, et operantes, quod in Deo sumus, nihil in nobis bestiarum figura habeat, sed totum Christi Dei teneat disciplina

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230.       «Illud autem, beatissimi sacerdotes, quod idolicas formas, Saturnum, Venerem, Mercurium, Iovem, Martem, ceterosque deos gentilium protulerunt, etiam si tam otiosi ad Deum et nulla eruditi per scripturas fide viveremus, tamen cum adhuc in conversatione mundialis scientiae delectaremur, sapientia saeculari licet adhuc inutiles nobis, haec tamen fidei nostrae adversa cognovimus, et deos gentilium depraehendentes risimus stultitias saeculares et infelicitates, quorum tanquam ad ingenii instrumentum opera legebamus. Sed si etiam in his professionis nostrae fides quaeritur, anathema sit et fiat mensa eorum in laqueum et in scandalum his qui Solem, et Lunam, Iovem, Martem, Mercurium, Venerem vel Saturnum, omnemque militiam caeli, quos sibi in caerimoniis Sacrorum ritus et ignarus deo gentilium error adscivit, deos dixerit, et qui eos, cum sint idola detestanda gehennae digna, veneratur

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231.       «Dicant deum Solem quibus gehennae ignis habitatio est, et eius se confiteantur aclementum (sic), qui deum Christum nolunt sibi esse principium... Confiteantur in malis suis deum Lunam qui circumducti omni vento doctrinae, dies, tempora et annos et menses observare disponunt... Colant Mercurium deum qui terrenorum thesaurorum tiniantes, saeculos adquirentes, caduceum eius venerantur aut saeculum... Venerem autem velut deum venerentur qui operantur turpitudines et reciprocam mercedem erroris quod oportet expectant

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232.       «Anathema sit qui Saclam, Nebroel, Samael, Belzebuth, Nasbodeum, Beliam omnesque tales, quia daemones sunt, infelici, caeremoniarum sanctificatione venerantur aut dicunt esse venerandos... In qualibet enim se species, formas, nuncupationes zabolus inmutet, scimus quia nihil aliud potest esse quam zabolus, et sive Abaddon hebraice sive Apolleon graece sive latine Exterminans nuncupetur, sive bestia habens septem capita et decem cornua, sive serpens ponatur aut draco, scimus quia zabolus est

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233.       «Anathema sit qui Maneten et opera eius, doctrinas atque instituta non damnat, cuius peculiariter turpitudines persequentes gladio, si fieri posset, ad inferos mitteremus ac si quid est deterius gehenna tormentoque pervigili... Quorum divino iudicio [186]ut impuritas non lateret, etiam saecularibus iudiciis mala prodita sunt. Extra enim ea quae erraticis sensibus adserentes. Solem et Lunam rectores orbis terrarum deos putaverunt... Ita infelicium sacrilegiorum stultitias ampliarunt, ut obpressas caecitate mentes, quo nefarius obligarent, religiosius consecrare se dicerent.»

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234.       «Anathema sit qui Nicolaitarum fornicationes et multimoda ostensa in scribturis cum discipulis et doctoribus suis daemonia non damnat vel qui eorum opera sectantur. Pereant qui Ofitarum in se perfidiam receperunt et filii viperarum facti, similem deum suum et dominum confitentur

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235.       «Et quia longum est ire per singula, omnes hereses, quas sibi homines mente corrupti et naufragi a fide, vel ex canonicis scripturis vel ex apocrifis fabricarunt supra ea quae scripta sunt, unus adversus alterum inflatus pro alio, et quidquid aut Saturnina heresis induxit aut Novatiana protulit aut Basilide docente monstravit aut Patrepassiana erudiit aut Homuncionita mentita est aut Catafriga persuasit aut arripuit Borborita...»

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236.       Nobis autem scientibus quoniam non est aliud nomen praeter Christum Iesum sub coelo datum hominibus, in quo oporteat fieri neque Armaziel neque Mariame neque Ioel neque Balsamus neque Barbilon deus est, sed Christus Iesus

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237.       «Si qui autem inflati sunt nihil scientes et extra quatuor evangelica quintum aliquod Evangelium vel fingunt vel confitentur, cum hoc ad nostram, qui talium respuimus infelicitates, profertur invidiam

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238.       «Inter quae tamen novum dictum, et non dicam facto, sed et relatione damnabile nec ullo ante hoc heretico auctore prolatum sacrilegii nefas in aures nostras legens Itacius induxit, magicis praecantionibus primitivorum fructumn vel expiari vel consecrari oportere gustatus unguentumque maledicti Soli et Lunae, cum quibus deficiet, consecrandum: quod qui legit, protulit, credidit, fecit, habuit, induxit, non solum anathema maranhata, sed etiam gladio persequendus est, quoniam scriptum est: "maleficos non sinatis vivere"

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239.       «Illi, legentes scripturas, saxeum, corneum, lapideum deum putent: Illis enim, sicut ab infelicibus dicitur, masculo-femina putetur Deus... Opus non erratico et carnis sensu confusibilibus carnalium luxuriarum typis divini sermonis aestimare naturam...»

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240.       «Et ideo, beatissimi sacerdotes, si satisfactum, damnatis heresibus et dogmatibus et fidei expedita abseveratione, et Deo putatis et vobis, dantes testimonium veritati, invidia nos malivolae obtrectationis absolvite et referentes ad fratres vestros ea quae maledicorum sunt verbis vexata sanate, quoniam fructus vitae est probari ab his qui fidem veri expetunt, non qui sub nomine religiosorum domesticas inimicitias persequuntur

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241.       «Parum sanis consiliis iudices saeculares adeunt... Extra omnes terras, propelli iubebantur

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242.       «Ut apud Damasum... obiecta purgarent

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243.       «Etsi catholica fides dati per Deum symboli iter possidens, credendi gloriam potius expedit quam loquendi, quoniam quae veritate sui enixa interpraetandi ingenium non requirunt... tamen, temporis necessitate cogente, quam nobi inrogata per Hydatium episcopum imposuit iniuria, licet semper patientiae partes secuti simus fueritque in studio sustinere potius aliquem quam movere, gratulamur sic rerum venisse rationem, ut apud te, qui senior omnium nostrum es et ad Apostolicae sedis gloriam vitae experimentis nutritus beato Petro exhoratore venisti, quod credimus et loquamur

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244.       «In quo et nos, baptizati in Christo Christum induentes, et fidem veri multiplici quidem dispositione sublimem sed unita unius Dei potestate venerabilem, sicut corde [189] credimus, ita ad omnium salutem qui falsiloquo sermonum in scandalum missi sunt confitemur.».

     «Cuius symboli iter custodientes, omnes hereses, docrinas instituta vel docmata, quae sibi altercationem non ingenia, sed studia fecerunt, catholico ore damnamus.

     »Et quamvis longum sit ire per singula, et aspernabile sit Christianis sensibus talium miseriarum vel repetere doctrinas, tamen haec ideo apud venerabilem coronam tuam dicimus, ut si in ea quae damnamus incurrimus, opsa libelli nostri professione damnetur.

     »Quis enim potest catholicis auribus Arrianae heresis nefas credere, qui dividentes quod unum est et plures volentes Deos, profetici sermonis lumen incestant?...

     »Quis Patripassianos hereticos ferat... quorum tanta infelicitas est, ut etiam daemoniaca confessione damnentur?... Quis Ofitas vel insipiens incidat volens Deum habere serpentem?... Quis velit Novatianorum baptismata repetita, cum scribtum (sic) sit: una fides, unum baptisma, unus Deus

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245.       «Quarum tamen sectarum infelicitatem testes deo Christo quia ex fabulis vulgi, non ex aliqua contentionis conlatione cognovimus, quia cum his vel contendisse peccatum est, unum hoc scientes, quod qui sibi sectarum nomen imponunt Christiani nomen amittunt: inter quae tamen omnia Manicacos, iam non hereticos, sed idolatras et maleficios servos Solis et Lanae... cum omnibus auctoribus. Nobis enim Christus Deu Dei Filius passus in carnem secundum fidem symboli baptizatis et electis ad sacerdotium in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti tota fides, tota vita, tota veneratio est.».

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246.       «Nam cum ante conplures annos vivi lavacri regeneratione reparati et sordentes saecularium actuum tenebra respuentes totos nos dedissemus Deo, legentes quod qui quemquam amplios quam Deum diligeret discipulus eius esse non potest, alii nostrum iam, in ecclesiis electi Deo, alii vita elaborantes ut eligeremur, catholicae pacis sequebamus quietem; verum cum repente sive necessaria redargutione sive aemulatione vitae seu novissimi temporis potestate orirentur contentiones, nos charitatem Christi dei optantes et pacem, etsi conscientia confidebamus, timebamus tamen, ne quid, sicut factum est, contentio animorum faceret quod pax ecclesiastica non teneret. Deo tamen qui unus et in omnibus verus est inter haec gratias quod nullus e nostris qui libellum tradidimus usque in hoc tempus vel accusatorem reprehensibilis adhuc vitae potuit habere vel iudicem, licet obtrectari non semper nocentium sit, sed sit aliquotiens quietorum. Denique in convento episcopali qui Caesaraugustae fuit nemo e nostris reus factus tenetur, nemo accusatus, nemo convictus, nemo damnatus est, nullum nomini nostro vel proposito vel vitae crimen obiectum est, nemo ut evocaretur, non dicam necessitatem sed nec sollicitudinem habuit datum nescio quod ab Hydatio ibi commonitoritun est quod velut agendae vitae poneret disciplinam: nemo illic nostrum inter illa repraehensus, tua notissimum epistula contra improbos praevalente, in qua iuxta evangelica iussa praeceperas, ne quid in absentes et inauditos decerneretur

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247.       «Nos tamen, etsi absentes ibi fuimus, semper hoc in ecclesiis et admonuimus et admonemus, ut improbi mores et indecentia instituta vivendi vel quae contra Christi dei fidem pugnant probabilis et Christianae vitae amore damnentur, nec prohibere si quis contemptis parentibus, liberis, facultatibus, dignitate et adhuc et anima sua Deum malluerit amare quam saeculum, nec spent veniae tollere his, qui, si ea quae prima sunt non queunt, vel in mediis tertiisque consistant... etiamsi adimplendi perfecti operis non habeant facultatem

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248.       «In hac ergo veritate fidei et in hac simplicitate viventibus nobis, a Caesaragustana synhodo Hydatius redit, nihil contra nos referens, quippe quos et ipse in ecclesiis nostris secum etiam communicantes demiserat et quos nemo nec absentes quidem [191] praesumpta accusatione damnaverat. Sed ut sciat corona venerabilitatis tuae, unde excandescentiae eius dolor, unde debachans toto orbe etiam in ecclesias furor fuerit: reversus e synhodo et in media ecclesia sedens, reus a presbytero suo actis ecclesiasticis petitur; datus etiam post dies parvos in ecclesiis nostris a quibusdam libellus, et deteriora quam prius a praesbytero obiecta fuerant obponuntur; segregant se de clericis ipsis plurimi, profitentes non nisi purgato sacerdoti se communicaturos.» [ Demnaverat en el original (N. del E.)].

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249.       «Hinc nos conventi damus id Hyginurn et Symposium episcopos; quorum vitam ipse novisti, huiusmodi litteras: omnia subito fuisse turbata, provideri oportere, qualiter eccelesiarum pax composita duraret. Rescribtum est, ut verbis ipsis loquamur: quantum ad laicos pertineret, si illis suspectus Hydatius esset, sufficeret apud nos sola de catholica professione testatio. De reliquo dandum pro ecclesiarum pace concilium; nullum autem in Caesaraugustana synhodo fuisse damnatum. Quis non consacerdotibus crederet, praesertim cum in eadem synhodo vir religiosus qui haec scribebat Symposius adfuisset?»

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250.       «Capimus tamen inter ista consilium, ut euntes ad Hemeretensium civitatem praesentes ipsi videremus Hydatium, pacis potius, Deo teste, quam contentionis auctores. Si enim iniuria et non obsequium fuit consulere potius praesentem tamquam fratrem velle quam velut reum evocare, rei sumus; sin vero venientes er ingredientes in ecclesiam turbis et populis concitatis non solum in presbyterium non admissi, sed etiam adflicti verberibus sumus, putamus caedentem potius iniuriam fecisse, non caesos

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251.       «Nos tamen quibus cordi pax erat, accipientes professionem laicorum, quam reprobare, quia esset Catholica, non poteramus, ad omnes prope coepiscopos nostros, quid sacerdotalis reverentia passa fuisset scribsimus (sic) mittentes etiam gesta rerum et fidem professionum, nec hoc tacentes quod multi ex his post professionem ad sacerdotium [192] peterentur. Rescribitur ad nos dandum super ista Concilium: credendum habitae professioni, et sicut dedicationem sacerdotis in sacerdote, sic electionem consistere petitionis (in) plebe. Hinc ille plus quam oportebat timens concinnat preces falso et rei gestae fabulam texens, dissimultatis nominibus nostris, rescribtum contra pseudo-episcopos et manichaeos petit et necessario impetrat...»

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252.       «Viro etiam spectabili fatri tuo Ambrosio episcopo tota mentitur, et cum relato sibi rescribto sub specie sectae quam nostrum nemo non damnat in omnes tueret Christianos, hereticum etiam Hyginum nobiscum vocans, sicut epistolae ipsius missae ad ecclesias prolocuntur, agens scilicet, ne iudices haberet, si omnes diversis obtrectationibus infamasset, ecclesias nostras commendavimus Deo, quarum communicatorias ad te epistolas detulimus totius clari et plebis suscribtione transmissas, et ad te qui potuimus venientes voluimus quidem absentes supplicare, ut si haberet quod Hydatius obiiceret sacerdotum audientiam postulantes nec refugientes tamen iudicium publicum, si ipse malluiset. De nullo autem metuit audiri qui optat probari; sed studio factum fuerit an malo voto, Deus indicabit, ut quaestor, cum iustas preces diceret, respodere tardaret.

     »Nos tamen, non omittentes in causa fidei sanctorum indicium malle quam saeculi, venimus Romam, nulli graves, hoc solum desiderantes ut te primum adiremus, ne taciturnitas metus conscientiae iudicaretur, sed magis libellum tradentes rei gestae ordinem et, quod omnibus maius est, fidem catholicam in qua vivimus panderemus.

     »Nam et si scribturis quibusdam, quas Hydatius de armario suo proferens in calumniosas fabulas misit, quaeritur de nobis sententia, id nobis cordi est et semper fuit ut omnia in scribturis sub cuiuslibet apostoli, profetae, episcopi auctoritate prolatis, quae Christum deum Dei filium profetant aut praedicant et consentiunt canoni evangeliis vel profetis non posse damnari: quae autem contra canonem et contra fidem catholicam sentiunt vel loquuntur, cum omnibus doctoribus discipulisque damnanda.» (Sobre esta importante cuestión de los libros apócrifos, trataremos de propósito en el artículo que sigue, puesto que a ella se refiere íntegramente el tercer opúsculo de Prisciliano.)

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253.       «Propter quod venerabiles sensus tuos petimus, ut, si fides professionis nostrae, secundum quod tu relictam tibi de apostolis tradis, in Deo constat, si ecclesiarum nostrarum testimonia pacificis epistulis scribta (sic) non desunt, si de scribturis aliud nec sentire possumus nec debemus, si nemo nostrum reus factus, nemo auditus, nemo in Concilio depositus, nemo etiam cum esset laicus, obiecti criminis probatione damnatus est, licet noxio sacerdotium nihil prosit et possit sacerdos deponi qui laicus meruit ante damnari, praestes audientiam, deprecamur, quia omnibus senior et primus es; Hydatium facias conveniri, ac si confidet aliquid probare de nobis, coronam aeterni sacerdotii non omittat... Vel si insitae tibi benignitatis adfectu nulli vis iniuriam quam ille nobis imposuit inrogare, des ad fratres tuos Hispanienses episcopos litteras depraecamur. Omnes enim petimus, ne cui iniuriam fecerimus, ut concilio constituto et Hydatio evocato quos reos factos in praesentes legerint, non audiant inauditos

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254.       Véanse en mis Heterodoxos (t. 1 pp. 125-137. [En Ed. Nac., vol. 1 p. 211]) el capítulo titulado Literatura priscilianista, donde trato extensamente esta materia y reúno los textos concernientes a ella, por lo cual excuso repetirlos aquí.

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255.       «Videamus ergo, si apostoli Christi Iesu magistri nostrae conversatonis et vitae extra canonem nil legerunt... Quis est hic Enoc quem in testimonium profetiae apostolus Iudas adsumpsit? An qui profetasset de deo, alium non habebat nisi profetiam huius poneret, quam, si vera dicuntur, canonica ipse ordinatione damnasset? Aut fortassis Enoc profeta esse non meruit quem Paulus in epistula ad Hebreos facta ante translationem testimonium habuisse testatur, aut quem in principio generis, cura achuc mundi forma et natura rudis saeculi, peccatum decepti hominis retinens, futuram conversionem ad deum post peccata non crederet, transferre inter suos deus maluit quam perire. De quo si non ambigitur et apostolis creditur quod profeta est... praedicans deum, propheta damnatur? Aut numquid de trivialibus rebus agimus, et tesserae inter manus nostras sunt aut scaenae ludibria tractamus, ut, dum homines huius saeculi sequimur, apostolorum dicta damnemus?»

     Nótese la curiosa alusión a los espectáculos teatrales, tanto más digna de recogerse cuanto son más raras las alusiones de este género en escritores hispanorromanos de época tan tardía como Prisciliano.

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256.       «Quando in canone profetae Noe liber lectus est? quis inter profetas dispositi canonis Abrahae librum legit? quis quod aliquando Isac profetasset edocuit? Quis profetiam [195] Iacob quod in canone poneretur audivit? Quos si Tobia legit et testimonium prophetiae in canone promeruit, qualiter, quod illi ad testimonium emeritae virtutis datur, alteris ad occasionem iustae damnationis adscribitur? Inter quae ignoscant singuli quiqui, si damnari cum prophetis dei malumus, quam cum his qui incauta prasumunt ea quae sunt religiosa damnemus. Quis enim accusatore Noe divini iudicii disceptatione non timeat?»

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257.       «In quibus tamen omnibus libris non est metus, si qua ab infelicibus hereticis sunt inserta, delere et (quae) profetis vel evangeliis non inveniuntur consentire respuere... Meliusque est zezania de frugibus tollere quam spem boni fructus propter zizania perdidisse, quod proterea cum suis inter sancta zabolus inseruit, ut, nisi sub cauto messore, cum zezaniis frux periret, et bona faceret occidere cum pessimis, una sententia adstringens cum qui pessima cum bonis iungit quam qui bona cum malis perdit

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258.       Kata Lucanum. Esta forma rara y antigua usada por Prisciliano se halla en códices del Nuevo Testamento, tales como el de Viena, publicado por Belshein en 1185; el Useriano (ed. ABBOT 1884), el Ambrosiano (ed. CERIANI 1861) y el Germánico (ed. sólo en parte, Wordsworth 1883). Cf. Schepss, 47 nota.

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259.       No necesito encarecer la importancia y novedad de este texto. ¿A qué pintores, a qué poetas aludirá Prisciliano?

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260.       «Quis est iste Abel profeta, ex quo sanguis profetarum sumpsit exordium, cuius principium in Zacchariam finit? Qui sunt illi medii qui videntur occisi? Si enim omne quod dicitur in libris canonis quaeritur et plus legisse peccare est, nullum ab his in canone constituti sunt profetam legimus occisum, ac si extra auctoritatem canonis nihil vel adsumendum est vel tenendum, non possumus tantum fabulis credere et non historiam scripti factorum probatione retinere. Fortasse enim aliquis exsiliat et dicat Esaiam fuisse dissectum; si quis ille est inter huiusmodi qui ista damnaverint, os suum claudat aut certe historiam factae rei proferens picturis se dicat credere vel poetis, quoniam iam facilius admittunt quod philosophorum studia mentiuntur... Quae si evangelista legens recte ad testimonium protulit dicens: scrutale scribturas, etiam me ut ea legerem quae legerat traxit

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261.       «Quis est iste profeta, quem in canone non legimus, cuius profetiae fidem velut fideiiussor promissi numeris dominus inplevit?»

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262.       Bibliothéque de l'Ecole des Chartes. Mayo y agosto 1910, pp. 332-334, artículo de ANDRÉS LESORT: «Je n'oserais cependant me porter garant de l'orthodoxie de Priscillien avec autant d'assurance que le fait M. Babut. Concevoir «la vie chrétienne comme un commerce continuel avec Dieu», ce n'est pas la un trait particulier à Priscillien, mais sa manière de concevoir ce commerce a pu être personnel et l'être même un point de cesser d'être orthodoxe. Assurement il a toujours proclamé la pureté de sa foi et la fermeté de son attachement à la doctrine catholique; mais une telle affirmation ne constitue pas, il s'en faut de beaucoup, une preuve d'orthodoxie, et M. Babut n'est parfois pas bien loin de le reconnaître lui-même. Il rejette, par exemple, l'accusation de manichéisme portée contra Priscillien, mais il avoue que cet auteur a poussé si loin l'antithèse entre le bien et le mal et l'a exprimée dans des termes tels qu'elle paraît presque se confondre avec l'antinomie métaphysique entre deux substances eternelles, et d'autre part, ce droit exclusif que revendiquent les priscillianistes d'interpreter les Ecritures en leur qualité des «saints», n'est il pas en opposition avec l'authorité doctrinale de l'Eglise? D'ailleurs, pour si hostile qu'il ait été à la condamnatio capitale de Priscillien et de ses partisans, saint Ambrose n'hésite pas à reconnaître dans leurs théories des tendances nettement hérétiques

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263.       «Scribtura dei res solida, res vera est nec ab homine electa, sed homini de deo tradita... Inde denique heresis, dum singuli quique ingenio suo potius quam deo serviunt, et non sequi symbolum, sed de symbolo disputare disponunt, cum, si fidem nossent, extra symbolum nil tenerent. Symbolum enim signatura rei verae est, et designare symbolum est disputare de symbolo malle quam credere: symbolum opus domini est..

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264.       «Quis ergo huiusmodi fluctus patienter accipiat? Hinc una ex parte indocta urgent insania, furor exigit imperitus nihil dicens aliud nisi..., 'damna quae ego nescio, damna quod ego non lego, damna quod studio pigriscentis otii non requiro. Hinc ex parte altera divinum urget eloquium: scrutate, inquit, scribturas... Habeo testimonium dei, habeo Apostolorum, habeo profetarum: si quaero quod Christiani hominis est, si quod ecclesiasticae dispositionis, si quod dei Christi, est, in his invenio qui deum predicant, in his invenio qui profetant. Non est timor, fides est, quod diligimus meliora et deteriora respuimus'».

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265.       Indico estos libros como los cita la Vulgata actual; pero creo interesante dar a conocer la forma en que los alega Prisciliano, para que se vean en este ejemplo las profundas diferencias de la versión bíblica que él seguía: «Sic et in libris Paralipomenom Nathan profetam, Achiam Selonitam, visiones Laedam, verba Zeu filii Anani ad fidem veri et eorum quae gesserunt auctoritatem invenimus edicta, dicente scriptura: Et reliqui Sermones Iosafat primi et novissimi ecce scribti sunt in Sermonibus Zeu filii Anani qui prescribsit in libro reges Istrahel. Et haec scripta in libris canonis non legimus, sed recepta a canone comprobamus; sicut et ibi ait: Et reliqui Sermones Solomonis primi et novissimi ecce scribti sunt in verbis Nathae profetae et in verbis Achiae Selonitae et in visionibus Laedam, quae videbat de Heiorobeam filio Nabat. Et item ibi: Et reliqui Sermones Roboam primi et novissimi nonne scripti sunt in verbis Sameae profetae et Edom videntis et omnes actus eius? Et item ibi: Et reliqui Sermones Abdiae et actus eius et verba eius scribta sunt in libro Edom profetae. Et item ibi: Et reliqui Sermones Amessiae primi et novissimi nonne ecce scribta sunt in libro dierum regum Iuda? Item ibi: Et reliqui Sermones Mannasse et oratio eius quam oravit ad dominum in nomine dei Istrahel ecce scribta sunt in sermonibus orationis eius et in sermonibus videntium

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266.       «Denique in antiquis librorum monumentis cum testamentum scribturarum diabolus invideret, Hierusalem capta, polluto altario domini, distrui templum satis non fuit; nam, quia facile erat, ut quae manufacta erant in manufactis homo redderet, arca incensa est testamenti, sciente diabolo quod facile natura hominum obligata saeculo fidem perderet, si ad praedicationem divini nominis scribturarum testimonia non haberet. Sed argutior divini mysterii natura quam diabuli, quae, ut quid deus in homine posset ostenderet, reservari Hesdram voluit qui illa quae fuerant incensa rescribsit. Quae si vere incensa et vere credimus fuisse rescribta, quamvis incensum testamentum legatur in canone, rescriptum ab Hesdra in canone non legitur, tamen, quia post incensum testamentum reddi non potuit nisi fuisset scribtum, recte illi libro fidem damus, qui Hesdra auctore prolatus, etsi in canone non ponitur, ad elogium redditi divini testamenti digna rerum veneratione retinetur; in quo tamen legimus scriptum, Spiritum Sanctum ab initio saeculi et hominum et rerum gesta retinentem cor electi hominis intrasse et, quod vix ad humanam memoriam scribti forma retineret, ordine numero ratione repetita, cum 'per diem loquens et nocte non tacens' scriberet, omnia quae gesta videntur esse vel legimus scribta, ad humanam memoriam condidisse

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267.       «Et ideo, quia ubi libertas ibi Christus, libet me unum clamare pro totis, quia et ego Spiritum Domini habeo

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268.       «Quis enim non delectetur Christum ante saecula non a paucis, sed ab omnibus profetatum? aut quis divinae magnitudinis et tam incredibilis miraculi deum nasci habere et virginalem metram in ministerium divini verbi ad concipiendum vel parturiendum habitaculum corporis patuisse tam sterilis aestimator est, ut putet non in omnem terram atque in omnem hominem divini sensus secreta clamasse, cum scribtum sit omnis lingua confiteatur quoniam dominus Iesus in gloriam dei patris?...

     »Cesset invidia diaboli! Ab omnibus adnuntiatus est dominus, ab omnibus profetatus est Christus, ab Adam Sed Noe Abraham Isac Iacob et a ceteris qui ab initio seculi profetaverunt, et intrepidus dico quod invidet diabolus: venturum in carne deum omnis homo scivit, non dicam hi quos in dispositione generationis suae in evangelio deus posuit et divinae naturae fidem et numerum canoni praestaturos...

     »Omnibus enim nobis qui deum Christum credimus plenitudo fidei dies domini est et lex vitae apostolici forma praecepti est... Mihi certe servo domini consideranti haec unus hic sensus est, quoniam qui non amat Christum anathema maranata

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269.       «Videns ergo futura haereticorum dogmata et diversa ingenia disputandum, quod alii amant non factum sed perpetuum fuisse mundum et ideo cuius non sit initium futurum semper aeternum, alii sibimet in voluptatibus blandientes, dum omne quod peccant non sibi sed malitiae diaboli volunt imputare vel saeculi... sic mundi per haec accusantes naturam, propter quod hoc malum iudicant, nihil in his quae apparent deum fecisse confirmant, et corporalibus concupiscentiis delectantes facturam corporis sui adsignantes diabolo, putant se nescire quae faciunt et quae in corporibus suis peccant divinae dispositionis sollicitudine non teneri... alii solem et lunam luminaria ad ministerium hominum constituta aestimantes, deos principatibus mundi aelementorum tribuunt potestatem... Sed hii omnes, dilectissimi fratres, ignorantiae tenebris involuti dubios evertunt, et consentientes ad perditionis suae pericia deducunt... Propter quod vos hortor et moneo, ut qui baptizati in Christo Christum induistis, reiectis saeculi tenebris tamquam in die honeste ambuletis, et sicut apostolus ait, nemo vos depraedetur secundum philosophiam mundi et non secundum Christum; sapientia enim huius mundi stultitia est apud Deum, et quae videntur mortalia sunt, nam quae non videntur aeterna» (Tratatus Genesis 63-65).

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270.       «Ut per legis umbram reformati in spiritu et desecandae carnis operibus inbuti, sollemnia paschae caelestis intremus et excitati ex morte, Christo pro nobis ex inmortalitate moriente, intellegamus quod factus pro nobis omnia, dum in oblationes suas dies menses formas pecorum, animalium naturas, differentias arborum, fructus terrenorum seminum poscit, non quae sunt aelementorum aut terrena desiderat, sed omnia sua esse demonstrans, castificationem terrenae carnis et spiritus, propter quod et ipse pro nobis passus in carne est, in triunfum peccati operantis exposcit et per omnium rerum natura totum se loquens, non tam coli vult mundi instituta quam distrui... Quamvis enim divini gratia sacramenti paschalis mysterii opus dirigens et testamenti veteris lege praemissa velut futurum salutis nostrae iter construens, venientis in novam lucem passuri dei constituat ingressum et in praeparationem paschalis diei occidi agnum postulet, loquens Christum hocque pascha Domini, illud Christi inmolatio nuncupetur ac satis a se diversum sit pecus terrae et deus gloriae, quoniam quidem hoc terrenum mortale deciduum et in usum formati saeculi praecepto animae viventis animatum est, Christus autem origo omnium totus in sese nec quod est aliud praesumens sine principio, sine fine, quem si per universa consideres, unum invenies in totis et facilius de eo sermo deficiet quam natura, quoniam quod semper est nec desistentis terminum in deo nec inchoare coepit exhordium, sed omne hoc pro nobis venturus in carnem vel passus in carne est...

     »Qui enim haec intellegit (sic), confirmatus ad fidem et consepultus Christo in baptismum per mortem, absolutus diebus temporibus mensibus numerum dei meretur esse non saeculi, et ea quae vivunt terrena despiciens, ambulans in carne nec secundum carnem militans, pascha fit domini et regeneratus in novo testamento consimilatus corpori dei, ubi se in olochaustum obtulerit deo, tunc in eo quod patiebatur pascha suum Christum immolatum esse cognoscit...» [Aliude en el original (N. del E.)].

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271.       «Si Christum omnium scimus esse principium et hominem Christi agnoscamus habitaculum, dignum tali habitatori domicilium praeparemus quod non ambitionis saecularis error inclinet aut concupiscencia depravet aut avaritia decoloret, sed quod parennis vitae splendore ditatum et Christi dei templum et legis testamentum et salvatoris dignum invenietur habitaculum...

     »Quod intellegentes scimus quoniam templum Dei sumus et Deus habitat in nobis; maior metus criminis est et evidentior poena peccati eundem cotidianum testem habere quam iudicem, illique debere mortem quem vitae intellegimus auctorem.»

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272.       Tal sucede, por ejemplo, con esta exposición del concepto de la Divinidad, que, leída aisladamente, hubiera podido hacer sospechar en Prisciliano una tendencia filosófica que, por otra parte, está ausente de todos sus escritos: «Tu enim es deus, qui cum omnibus originibus virtutum intra extraque et supereminens et internus et circumfusus et infusus in omnia unus deus crederis.» Cf. SAN HILARIO (De Trinitate I 6): «Ut in eis cunctis originibus creaturarum deus intra extraque et supereminens et internus idest circumfusus et infusus in omnia nosceretur.»

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273.       Noticias bibliográficas y Catálogo de los códices de la santa iglesia catedral de León, por RODOLFO BEER y J. ELOY DÍAZ JIMÉNEZ (León 1888) pp. 5-8. El códice de la catedral perteneció antes al convento de los Santos Cosme y Damián, en el valle de Torío. El copista Juan Diácono se encomienda repetidas veces a las oraciones de los lectores. Los cánones de Prisciliano se leen desde el folio 231 en adelante. Según la suscripción final, esta Biblia fue escrita en el año 958 de la era visigótica, 920 de la era vulgar.

     La Biblia de la colegiata de San Isidoro fue escrita, según en ella consta, a notario Sanctioni, presbytero, en el año 960: y por el primor caligráfico y por la belleza de las iluminaciones sobrepuja a todos los códices bíblicos existentes en España, según el autorizado testimonio de Rodolfo Beer, que los examinó casi todos.

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274.       El códice toledano fue ya descrito por el P. Burriel (cf. ARÉVALO, Isidoriana I 306), y más detalladamente lo ha sido por Gustavo Loewe (apud HARTEL, Bibliotheca Hispaniensis [1886] pp. 689-691). La parte del Nuevo Testamento fue coleccionada por Wordsworth en 1882.

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275.       Augustae Taurinorum (Turín 1752) pp. 67-77.

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276.       Pars posterior (1843) pp. 714 ss.

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277.       Pröemium Peregrini Episcopi in Epistulas Pauli Apostoli.

     «Prologum subter adiectum sive canones qui subsecuntur nemo putet ab Hieronymo factos, sed potius a Prisciliano sciat esse conscriptos. Et quia erant ibi plurima valde necessaria, correctis bis quae pravo sensu posita fuerant, alia, ut erant utiliter ordinata, [204] prout oportebat intelligi iuxta sensum fidei catolicae exemplavi. Quod probare poterit qui vel illud opus quod ipse iuxta sensum suum male in aliquibus est interpretatus discusserit, vel hoc quod sanae doctrinae redditum est sagaci mente perlegerit

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278.       «Suspectos nos, quantum vides, facit non sermo, sed regio; et qui de fide non erubescimus, de provincia confundimur... Nos patriam etsi secundum carnem novimus,sed nunc iam non novimus; et desiderantes Abrahae filii fieri, terram nostram cognationemque reliquimus» (España Sagrada t. 15, apéndices, p. 476).

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279.       Véanse los principales pasajes de este curioso documento.

     Prologus Priscilliani in Canones Epistolarum Pauli Apostoli.

     «Postulaveras enim, ut contra haereticorum versutam fallaciam firmissimum aliquod propugnaculum in divinis scripturis sagaci indagine reperirem, quod non tam prolixum vel fastidiosum esset quam concinnum ac venustum existeret, per quod velocius eorum prosterneretur inpudentia qui obiectu sibi verissima testimonia in suum pravissimum sensum ea interpretari nituntur aut certe neget haec esse scripta. Ideoque contra eos tale aliquid excogitandum esse dicis, quod non versuta oratoris eloquentia turgescat vel lubricis dialecticae syllogismis involvatur... sed tale sit vis, quod mera veritate effulgeat atque mira constet scripturarum auctoritate. Illa vero vitari debere quae sunt spirituali et innocuae fidei Christianae contraria atque inimica, quippe quae mundi existens sapientia ab Apostolo sit stultitia nuncupata

     »Haec te saepissime audiens et alia his similia mihi scribente, e re mihi visum est ipsas scripturas in medio positas, idest quatuordecim epistulas beatissimi Pauli apostoli in earum textu sensus testimoniorum distinguere ipsisque testimoniis numeros ordinare, quosque numeros unicuique epistularum ab uno incipiens usque in finem quantitatis suae modum sequaciter atramento supernotare. Praeterea ex ipsis testimoniis quaedam verba decerpens, Canones iisdem concinnavi, ipsorum testimoniorum constantes. Quibus Canonibus epistularum titulos et ipsorum testimoniorum numeros subter adnotavi, ut ubi vel quotum quaeres testimonium, per eundem Canonem cui haec subdita sunt facillime reperias. Ipsi autem Canones proprios habent numeros mineo descriptos, idest in quatuordecim epistulas Canones nonaginta; quosque numeros in omnem textum Scripturae convenientibus sibi testimoniis supernotatos invenies, nulli videlicet, unde unicuique Canoni pauca verba necessaria esse videntur...

     »Hoc enim me elaborasse volo intellegas, quo fideliter continentiam scripturarum palam facerem, nulli existens inimicus et ut errantium velocius, sicut postulasti, corrigerentur mentes

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280.       Nota del colector.-Este último artículo no se publicó y, probablemente, ni lo escribió Menéndez y Pelayo.

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281.       Principalmente el Peri-archon y los comentarios a la Escritura.

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282.       Su patria gallega está comprobada por una epístola de San Braulio a San Fructuoso de Braga.

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283.       Cf. el Commonitorium de OROSIO y la carta de San Agustín, ya citados; DALMASES y ROS, Disertación histórica por la patria de Paulo Orosio (Barcelona 1702) pp. 157-179; FLÓREZ, España Sagrada t. 15, Iglesia de Braga pp. 306-328; MORNER, De Orosii vita (1844).

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284.       Cf. el párrafo siguiente.

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285.       J WILLMART (Dom A.), de la Orden de San Benito, La tradición de los opúsculos dogmáticos de Foebadius, Gregorius Illiberitanus, Faustinus (Sitzungsberichte der Kais. Akademie der Wissenschaften in Wien. Philos. Histor. Klasse, t. 159 fasc. 1 Viena, Alfredo Hölder, 1908, 8.º, 34 pp.).

     Son los prolegómenos a una nueva edición de los tres opúsculos contra los arrianos de Febadio, de Gregorio de Ilíberis y de Faustino.

     Del escrito de Febadio parece que no existe más que un manuscrito, el mismo que sirvió para la editio princeps de TEODORO DE BAEZA (1570). En cambio, hay una serie entera de manuscritos del tratado de Gregorio de Ilíberis. Este opúsculo da lugar a un problema muy complicado: no sólo se le ha atribuido a cuatro autores diferentes, sino que existen dos recensiones de él. El libro De fide de FAUSTINO se atribuye también en los manuscritos a diferentes autores, pero la composición por Faustino no sufre duda.

     Revue Bénédictine n. 3.º de julio de 1908:

     DOM ANDRÉ WILLMART, La tradition des opuscules dogmatiques de Foebadius, Gregorius Illiberitanus, Faustinus (Sitzungsberichte de la Academia de Viena, t. 159, Viena, A. Hölder, 1908):

     La cuestión de autenticidad no estaba clara respecto del tratado De fide de GREGORIO DE ILÍBERIS. A Dom Willmart corresponde el mérito de haberla resuelto, gracias sobre todo a su brillante discurso sobre los Tractatus Origenis. Ha reivindicado, además, para el autor del De fide diversas fórmulas emparentadas con ésta, especialmente la Fides romanorum. Algunos lamentarán que la Academia no haya juzgado oportuno reunir en un solo volumen todos los opúsculos del obispo de Ilíberis, cuya autenticidad resulta precisamente de la comparación; entre tanto, el De fide podrá bastar. Su futuro editor ha distinguido claramente dos recensiones y formado la historia de los testimonios de cada una: en cuanto a la primera, estos testimonios se remontan a un antepasado del siglo VI; en cuanto al segundo, a un trabajo de Rufino de los años 399 a 400» (D. G. Morin).

     San Gregorio Iliberitano (siglo IV).

     Revue Bénédictine, 4 de octubre de 1908. Art. de P. LOJAY, L'heritage de Grégoire d'Elvire:

     «En 1900, cuando acababan de publicarse los Tractatus Origenis, Dom Morin indicaba a Gregorio de Ilíberis como su autor. Esta atribución fue tan controvertida que Dom Morin se retractó. Veinte hipótesis se sucedieron. En 1906, Dom Willmart, gracias a un favorable descubrimiento, demostraba la exactitud de la proposición de Dom Morin.

     Todo lo que sabemos de la carrera de Gregorio, obispo de Ilíberis (Granada), pertenece a la segunda mitad del siglo IV. Después de 537 se levanta contra el vicio Osio de Córdoba, firmante de la blasfemia de Syrmio, y hace eco a las quejas de Hilario de Poitiers. En 362, el sínodo de Alejandría intenta un acuerdo, al cual se opone el fogoso Lucifer de Cagliari. Gregorio se pone del lado de Lucifer y se convierte después de su muerte (370-371) en jefe de los rigoristas. En 383, los presbíteros luciferianos Faustino y Marcelino dirigen a los emperadores una petición: el Libellus precum. Es una apología de Gregorio y un acto de acusación contra Osio. Teodosio le responde al año siguiente por un rescripto favorable. En 392, San Jerónimo redacta una noticia sobre Gregorio, de que después de esta fecha no tenemos noticia alguna.

     (Copia de la noticia de San Jerónimo.) En su brevedad esta noticia es preciosa. Gregorio vive todavía: hodieque superesse dicitur. Es muy viejo: usque ad extremam [209] senectutem, lo que debe entenderse con alguna libertad. Ha escrito dos especies de obras: Tractatus mediocri sermone y De fide elegantem librum.

     Estos términos deben pesarse. En la lengua literaria de San Jerónimo, elegans designa una obra adornada con todos los recursos de la retórica tradicional... A esta obra escrita se oponen los tractatus mediocri sermone... En la época de San Jerónimo no había más que dos especies de estilo, el que se ajustaba a las reglas y tomaba los adornos de la retórica y el que expresaba el pensamiento sin afectación, y en que, por decirlo así la retórica era inconsciente. Este último es el que San Jerónimo llama mediocris. «Tractatus» puede tener varios sentidos. Pero se emplea, sobre todo, a propósito de comentarios bíblicos... San Jerónimo le emplea para designar sus propias exposiciones de los Salmos. El tractatus no excluye, en ocasiones, la elegancia y la pulcritud de estilo. Pero este nombre conviene, sobre todo, a las exposiciones familiares de la Escritura, medio improvisadas, donde el predicador sigue el hilo del texto sin pretensiones de elocuencia ni de profundidad... juntando mediocri sermone a tractatus, San Jerónimo no deja ninguna duda sobre la naturaleza de los comentarios de Gregorio de Ilíberis.

     Esta noticia es un excelente punto de partida. Dom Willmart no ha tenido gran trabajo en encontrar el De fide. Ha tenido el mérito de identificar dos series de tractatus. Estas investigaciones, admirablemente conducidas, resuelven el enigma de los tractatus Origenis.» (Cf. A. WILLMART, Les «Tractatus» sur le Cantique atribués a Grégorie d'Elvire, en el Bulletin de littérat. éclés. de Toulouse, 1906.)

     En la Bibliotheca anecdotorum, de G. HEINE (1848), se publicaron cinco Tractatus de Gregorio de Ilíberis sobre el Cántico de los Cánticos (Explicit explanatio Gregorii Eliberitani episcopi in Cantica Canticorum).

     No hay ninguna razón para dudar de esta atribución. Estamos en país de España. Los tres manuscritos que han servido a Heine para su edición son de la Península: un manuscrito de San Vicente de Roda, en la provincia de Huesca; otro de Barcelona y otro de Oporto. Sabemos el contenido de los dos primeros: colocan los Tractatus en un medio enteramente español, con San Isidoro de Sevilla, Justo de Toledo, Iñigo de Urgel, y compilaciones de extractos de San Gregorio el Magno, que se encuentran en otros manuscritos españoles. Apringio, en el siglo VI, explota la tercera homilía; San Isidoro de Sevilla, en el siglo VII, saca de la primera su definición del Cántico de los Cánticos; el primer tractatus fue utilizado en 785 por Eterio de Osma y San Beato de Liébana, que le insertan en gran parte al fin de su libro Adversus Elipandum.

     «Hemos perdido muchos comentarios occidentales de este poema. Pero al lado de Aponio, cuya nacionalidad es incierta, nos queda Justo de Urgel. Y estos Tractatus forman el primero en fecha de los comentarios conocidos, conservados o perdidos, que el Occidente latino haya consagrado al Cántico. De la misma suerte la exégesis aplicada por los Ticonios y los Primasios al Apocalipsis pasa a España con muchos otros productos africanos. Este gusto por las sutilezas exegéticas y los libros menos sencillos de la Biblia se encuentra en otros países, pero es característico de la patria de Prisciliano.»

     «Pues bien: los Tractatus sobre el Cántico y los Tractatus Origenis tienen el mismo autor. Dom Willmart ha acumulado las comparaciones. Algunas deben ser sacrificadas, porque no prueban nada, pero quedan otras que son concluyentes.»

     «Las expresiones favoritas no dan una prueba absoluta, y tomadas separadamente no tienen ningún valor. Pero reunidas en buen número, constituyen una verosimilitud. No daré ninguna importancia a ciertos giros que la escuela había hecho vulgares; ciertas fórmulas de argumentación, ciertas llamadas de atención, pertenecen al tono familiar del discurso. Dom Morin ha notado estos giros de esta clase en San Jerónimo y algunos hacen pensar en la predicación enteramente sencilla de Cesáreo de Arlés. Las palabras de razonamiento y las articulaciones de la frase, cuando son numerosas, tienen un poco más valor.»

     «Pero lo que parece tener más fuerza son las comparaciones que suponen los mismos matices del pensamiento, la misma progresión intelectual, preocupaciones idénticas. (Cita varios ejemplos de interpretación simbólica, idénticos o muy análogos en los Tractatus Origenis y en los Tractatus in Canticis.)»

     «Una de las ideas más extrañas del autor de los Tractatus Origenis es que la Iglesia es primero y realmente «la carne de Cristo, la humanidad por él asumida y santificada, antes de encontrarse extendida y multiplicada en los fieles». Ha tomado al pie de la letra una imagen de San Pablo: Vos estis corpus Christi et membra de membro (1 Cor 12,17). Dice a su vez: «la Iglesia es la carne de Cristo». Llega a trastocar los términos y a decir: «Cristo es el cuerpo perfecto de la Iglesia entera: Ipse est corpus integrum totius Ecclesiae.» En el comentairio del Cántico encontramos la misma idea en los términos siguientes: «Ecclesia enim, ut apostolus definivit, caro Christi est... Cui tunc osculum ad osculum fide et caritate impressum est, quando duo in una carne coniuncti sunt: id est veritas et pax sibi invicem mutuis complexibus adhaeserunt, dicente David: Veritas et pax complexae sunt se: Veritas, inquit, de terra orta est, id est, caro Christi de matre virgine nata, cuius origo terrena est. Pax de caelo prospexit, id est, verbum Dei, qui dixit: Ego sum pax, et de quo dixit apostolus: Qui est pax nostra

     Este trozo, tejido casi únicamente de palabras bíblicas, es de los más curiosos cuando [210] se le traduce en lenguaje ordinario. El Verbo de Dios ha descendido del cielo a la tierra. Ha tomado cuerpo en el seno de una Virgen. Este cuerpo carnal es, al mismo tiempo, la Iglesia. La unión del Verbo y de un cuerpo humano es la unión misma de Cristo con su Iglesia: es el beso místico por el cual se unen en una sola carne, la carne de Cristo que es la Iglesia. Y esta carne, es decir, la Iglesia, es la que el predicador nos muestra un poco más lejos introducida en el cielo por el Cristo glorioso. «Quis etenim nesciat illuc (in coelestis regni secretum) Christum Ecclesiam suam id est carnem suam, introduxisse, unde sine carne descenderat, id est, in aditum coelorum.»

     Esta teología estaba en germen en las aserciones de los Tractatus. La primera homilía sobre el Cántico nos la hace conocer en toda su sutileza.

     «Las concordancias de pensamiento y de exposición son a la vez tan numerosas y tan libres, que no se ve a un plagiario o a un rapsodista que se condena a un trabajo más penoso que la composición original.»

     «Hay una contraprueba necesaria. Las concordancias entre los Tractatus in Canticis y los Tractatus Origenis no probarían la identidad de autor si se encontrasen iguales en un tercer tomo históricamente definido. Este tercer tomo daría el nombre del autor real de las tres obras o el nombre del autor explotado en los Tractatus. Esta hipótesis se encuentra apartada por el método mismo que sigue el autor de los Tractatus. No se jacta de ninguna especie de originalidad. Se sabe cómo ha saqueado a Novaciano. Ha copiado también a otros, a Minucio Félix, Tertuliano, Sin Hilario de Poitiers, Lucifer de Cagliari, y se ignora a través de qué adaptaciones latinas, Orígenes e Hipólito. Hay muchas fuentes. No hay una tercera única que sirva de intermediaria.»

     «Dom Morin presenta una lista de los símbolos bíblicos expuestos por el Tractator. Estos datos pueden servir de punto de partida para investigaciones en otros autores. Poco a poco se determinarán todos los puntos de contacto entre el Tractator, sus orígenes y sus derivaciones.»

     «A la comparación de los desarrollos y de las fórmulas en las dos series de Tractatus hay que añadir el empleo de un texto común y muy especial de la Biblia latina... Los textos se encuentran deformados por combinación o contaminación. (Cf. Willmart, que dice: 'Los Tractatus, antiguos y nuevos, representan una versión bíblica sui generis, a medio camino, por decirlo así, entre el texto africano y los textos llamados europeos, muy digno de ser examinado con tanto cuidado como aquéllos, verdaderamente menos originales, de Prisciliano, Lucifer, San Hilario y San Ambrosio... El texto de la Escritura en que se apoyaban era ya bastante antiguo, o a lo menos había vivido bastante ya entre las manos del Tractador, ya antes de haber llegado a ellos, por haberse cargado de variantes y, sobre todo, de referencias intrabíblicas, determinando casos notables de conflación.'»

     «Restaría probar que los Tractatus Origenis nos transportan a un medio español como los tractatus in Canticis.» El estado de los datos no lo permite todavía, pero pueden notarse algunos indicios.

     «Encontramos, ante todo, que tuvieron los mismos lectores: San Beato de Liébana, San Isidoro de Sevilla.»

     «La lengua da un pequeño número de expresiones más peculiares del latín de España: miniatum, tabanus, pandus

     «Aunque los manuscritos de los T. Or. son de procedencia francesa (uno de H. Bertin, otro de Fleury sur Loire), presentan rastros de los hábitos particulares de ortografía propios de la escritura visigótica, en que se escribía quum y quur y en vez de per se usaba de una abreviatura análoga a la que en otras partes significa pro. Esto basta para establecer que el texto procedía de España.»

     «La conclusión de Dom Willmart parece, pues, segura. Los Tractatus Origenis son del mismo autor que los Tractatus in Canticis, y las dos series de Tractatus son obra del obispo español Gregorio de Ilíberis, y no de Novaciano, a quien se los atribuía M. JORDÁN (Die Theologie der neuendeckten Predigen Novatians, eine dogmengeschichtliche Untersuchung, Leipzig 1902).»

     «La comparación con un autor tan antiguo y tan fácil de conocer como Novaciano permite medir la diferencia de los tiempos y la cantidad de novedades que siglo y medio pueden producir.»

     «Las fórmulas que expresan la relación del Verbo con el Padre tienen una precisión nicena que inútilmente se buscaría en NOVACIANO (Filius Dei, Deus verus de Deo vero, unigenitus ab unigenito, verus Deus et verus Filius unigenitus, de ingenito natus.) La relación de las tres personas divinas estaba enunciada con brevedad, pero en conformidad con la ortodoxia de mitad del siglo IV. (Nemo enim vincit qui Patrem et Filium et Spiritum Sanctum aequali potestate et indifferente virtute crediderit.) La relación entre el Hijo y Dios es mucho más estrecha en el Tractator que en Novaciano. El Tractator afirma dondequiera la unidad de naturaleza. (Natura Patris in Filio est.) Donde habla Novaciano de unión moral, habla Gregorio de Elvira de unidad de naturaleza. Notemos, finalmente, que Novaciano emplea la voz substantia, Gregorio la [211] palabra naturaleza: hasta la terminología es diferente. No hay huella de subordinacionismo en los Tractatus. Las voces que indican esta idea en Novaciano subditus, subiectus no se encuentran en los Tractatus. Esto tiene tanta más significación cuanto que el autor se ha inspirado en Novaciano, pero le ha copiado con una conciencia ilustrada por la teología de fines del siglo IV.»

     «No es esto decir que Gregorio no tenga las vacilaciones e incertidumbres propias de su tiempo. El problema de la persona de Cristo no está todavía enteramente dilucidado por él. Hemos visto ya un desarrollo curioso, a la vez realista y místico sobre la carne de Cristo, que es al mismo tiempo la Iglesia. Se ha podido notar que en este pasaje intenta explicar la coexistencia de las dos naturalezas y la razón de la Encarnación, y que, sin embargo, de la naturaleza humana asumida por Cristo no menciona más que el cuerpo. Esta enseñanza es conforme a todo el conjunto de su predicación. Parece reducir al cuerpo toda la humanidad de Cristo. En un solo pasaje menciona el alma, y este último pasaje no es concluyente... Gregorio podía creer en la existencia de un alma material, poco diferente del cuerpo.»

     «Gregorio de Elvira habla varias veces del Espíritu Santo, pero como de un principio de acción (verus est enim Deus et Sermo ipsius, id est Dei Filius, et unus Spiritus Sanctus, qui operatur omnia in omnibus).»

     «Jordan ha notado que si Gregorio dice Spiritus Dei, en ninguna parte afirma claramente que es Dios. Además le hace intervenir de una manera singular en la Encarnación. Dom Willmart nos advierte que la proposición Spiritus Dei... venit ad virginem ut hominem sibi exinde in virginis utero plasmaret es sabeliana, quiérase o no.»

     «Los Tractatus, como es natural en un libro de fines del siglo IV, conocen la bajada de Cristo a los infiernos. De este misterio nada se dice en Novaciano.»

     «El rigorismo de los Tractatus es conocido. Sirve para establecer su origen novaciano. Se explica ahora por la severidad y estrecho espíritu de la facción luciferiana. Gregorio excluye de su Iglesia enteramente santa a los pecadores porque Jesucristo dijo a San Pedro: Pasce oves meas y no pasce haedos meos

     «El Tractatus de fide de Gregorio es seguramente el atribuido a Febadio de Agen, lo cual nada tiene de extraño porque Gregorio ha explotado el Contra Arianos de Febadio... Dom Willmart ha mostrado los puntos de contacto entre el De fide y los Tractatus. El De fide, exposición sistemática de doctrina, tiene más rigor y precisión, pero se encuentran en él los mismos símbolos exegéticos (el león, el arado, la red, el cordero, el águila, la piedra, la sabiduría, el brazo, el tesoro, la fuente de agua viva, el camino, la verdad, la vida, etc.)

     «Las indicaciones del De fide son como un resumen y una concentración de los fragmentos esparcidos en los Tractatus... Otras semejanzas de fórmulas y de ideas se añaden a estas relaciones y completan la demostración.»

     «Por fin, en una larga nota sabia, Dom Willmart indica como obra de Gregorio el Libellus fidei que va a continuación del De fide. Marca sus relaciones con la colección rufiniana de las homilías de San Gregorio Nacianceno, con el De Trinitate del Seudo-Atanasio, con el sermón 235 del apéndice agustiniano, con el Tomus Damasi de 380. Este libellus, que es simplemente un símbolo, es una pieza importante en la historia de los orígenes del Quicumque vult

     «La noticia de San Jerónimo se encuentra, pues, documentada de una manera precisa. Gregorio de Elvira puede ahora reclamar, con el De fide, dos series de Tractatus, los Tractatus in Canticis o de Epitalamio y los Tractatus Origenis. El descubrimiento de Dom Willmart cierra el debate abierto hace ocho años.»

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286.       NICOLÁS ANTONIO (Biblioth. Vetus 1.2 c. 2) insiste en atribuir este libro a Gregorio. Niégalo con fortísimas razones el P. FLÓREZ en el t. 12 de la España Sagrada tr. 37.

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287.       Ed. de París.

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288.       Spicilegium, etc., t. 3 (París 1723) p. 299; FLÓREZ, España Sagrada t. 14 pp. 386-389; MACEDA, Hosius pp. 383 ss.

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289.       Contra Helvidium.

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290.       Ep. 82 ad Oceanum.

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291.       «Nunquam, fili Oceane, fore putabam ut indulgentia Principis calumniam sustineret reorum, et de carceribus exeuntes, post sordes se vestigia catenarum dolerent alios relaxatos... Carterius Hispaniae Episcopus, homo aetate vetus et sacerdotio, unam antequam baptizaretur, alteram post lavacrum, priore mortua, duxit uxorem et arbitraris eum contra Apostoli fecisse sententiam», etc., etc.

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292.       Véase en la edición de las obras de San Dámaso anotada por Antonio Martín Merenda (Roma 1754) el Exemplum Synodi habitae Romae Episcoporum XCIII ex [213] rescripto imperiali. Esta carta sinódica fue dirigida a los obispos católicos de Oriente por San Dámaso y demás obispos de Italia y Francia, congregados en Roma de orden del emperador para tratar de la causa de Auxencio y hacer una profesión de fe católica. La conservó en versión griega Teodoreto.

     Siguen dos fragmentos, que Mansi y otros colectores de concilios y también el analista Pagi, continuador de Baronio, juzgan pertenecer a una misma epístola sinódica escrita el año 377. Pero Merenda opina que fueron entresacados de dos cartas distintas, una del 374 y otra del 376, y presentadas en esta forma por el diácono Doroteo en el sínodo congregado en Antioquía por Melesio en el año 379, 14 del pontificado de San Dámaso, en cuyas actas aparecen intercaladas. (Expositio fidei in synodo Romana sub Damaso papa editae et transmissae in Orientem.)

     Siguen en la colección de Merenda: Epistola III Damasi Papae urbis Romae ad Paulinum Episcopum Antiochenae civitatis. Epistola IV. Confessio fidei catholicae, quam papa Damasus misit ad Paulinum Antiochenum Episcopum.

     Merencia separó, también con autoridad de antiguos códices, estas dos piezas que Holstenio, Quesnel y otros habían considerado como una sola. La profesión de fe fue hecha en el concilio IV, congregado en Roma en 380, por causa de la herejía de los secuaces de Macedonio. Ésta es epístola sinódica y la anterior puramente familiar.

     La epístola 5.ª, dirigida a los obispos de Macedonia antes de la celebración del sínodo Constantinopolitano, se refiere a la condenación y deposición de Máximo Cynico y también la 6.ª La 7.ª, que es una sinódica a los obispos de Oriente, trata de la condenación de Timoteo, discípulo de Apolinar. Cf. también MASDÉU, Historia crítica t. 8.

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293.       Paciani quae extant opera, nimirum Paraenesis. Epistolae ac de Baptismo (Valencia 1780), con traducción castellana y un erudito discurso preliminar de D. Vicente Noguera y Ramón.

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294.       Parece que fue anterior y que se le ha confundido con Lampio, verdadero sucesor de San Paciano. Olimpio ocupó aquella sede poco después de San Severo, por los años 316.

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295.       Cf. GENNADIO, De Scrip. eccles. c. 23.

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296.       Villemain.

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297.       Marco Aurelii Prudenti Clementii Opera omnia t. 1, ed. de Arévalo, pp. 410 y 411

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298.       Véanse, en vindicación de Prudencio, los c. 15-20 de la excelente Prudentina del P. Arévalo, que antecede a lat edición de Roma 1788, que es la que siempre sigo.

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299.       Cf. acerca de Vigilancio y sus impugnadores la preciosa disertación del cancelario de Cervera, D. RAMÓN LÁZARO DE DOU, De tribuendo cultu. SS. martyrum reliquiis, in Vigilantium et recentiores haereticos... Accessit praevia de Vigilantii patria, vita et haeresibus dissertatio. -Cerveriae 1767, typ. Acad.

     Y la España Sagrada t. 29 n. 200.

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300.       Defiende bien su autenticidad JUAN GARNER, Dissert. VI de Scriptoribus adversus haeresim pelagianam c. 3.

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301.       La primera edición de la Confessio fidei fue hecha en Milán por MURATORI (1698). La segunda, por FLORI en Roma (1748). La tercera, por el P. FLÓREZ en el tomo 15 de la España Sagrada (apéndices), juntamente con el De reparatione lapsi, que anda en la Biblioteca Veterum Patrum.

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