Séptima Semana de Pascua

ESPERANDO AL ESPÍRITU

 

Domingo

Ven, Espíritu Santo (He 1,12-14)

Entre la ascensión de Cristo y Pentecostés, la Iglesia celebra una novena para el Espíritu Santo. Imita a los apóstoles que, tras la ascensión de Jesús, regresan a Jerusalén y, allí, permanecen en la estancia de arriba reunidos en oración, «con las mujeres, con María, la madre de Jesús, y con sus hermanos» (He 1,14) . Esperaban rezando que se cumpliera la promesa que Jesús les había hecho antes de subir al cielo: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros» (He 1,8). En la novena de Pentecostés esperamos ansiosos que el Espíritu Santo también venga sobre nosotros, sobre la Iglesia, que sin el Espíritu Santo no tiene ninguna razón de ser, y sobre cada persona, para que lo seco y marchito en nuestro interior vuelva a estar lleno de vida. Los romanos ya llevaban a cabo una oración de nueve días. Y desde el siglo XII eran populares las novenas en la religión cristiana. El número nueve muestra en muchos idiomas similitud con la palabra «nuevo» (novem-novis) . El nueve tiene un carácter transformador. Prepara el nuevo cuerpo, igual que el niño necesita pasar nueve meses en el cuerpo de la madre para nacer. El origen de toda novena cristiana es la novena de Pentecostés de los apóstoles junto a María y a las mujeres que habían acompariado a Jesús. En la novena de Pentecostés rezamos por la renovación de la Iglesia y por nuestra nueva existencia individual.

En la víspera vespertina se canta durante la novena de Pentecostés el himno Veni creator spiritus, escrito por el monje benedictino Rabano Mauro en el año 809. Lo que Rabano Mauro concibió hace casi mil doscientos años en palabras responde a lo que hoy es nuestro deseo:

«Ven Espíritu creador;
visita las almas de tus fieles.
Llena de la divina gracia los corazones
que Tú mismo has creado».

Este himno quiere atraer de nuevo a la vida que ha perdido la fuerza a causa del esfuerzo diario. Muchos anhelan hoy la vida, la verdadera vida. Tienen la impresión de que lo que viven no se corresponde con la reivindicación de la vida verdadera. Dios ha creado el mundo a través de su Espíritu. Quiere volver a crearnos. Con el aliento que aspiramos a cada instante podemos vislumbrar que Dios nos renueva continuamente a través del aliento de su Espíritu.

«Tú eres nuestro consuelo,
don de Dios altísimo,
fuente viva, fuego, caridad
y espiritual unción».

El Espíritu Santo es nuestro auxilio y nuestro consuelo, es un don del Padre. Y es para nosotros fuente viva, fuego, luz, amor y unción (fons vivus, ignis, caritas et spiritalis unctio). El Espíritu Santo es fuente de vida. Podemos tomar de esta fuente sin agotarla, porque es divina. Muchos se sienten hoy en día marchitos, agotados, apagados, porque tienen que estar dando continuamente. En la novena de Pentecostés rogamos que la fuente del Espíritu Santo vuelva a brotar en nosotros y que nos refresque y fortalezca. Pero el Espíritu Santo también es fuego y luz que nos calienta y nos ilumina. Y es unción que sana nuestras heridas y que nos llama a la tarea que nos corresponde a cada uno de nosotros.

No quiero comentar todas las estrofas de este memorable himno. Sin embargo, no puedo pasar por alto la cuarta estrofa. Dice así:

«Enciende con tu luz nuestros sentidos,
infunde tu amor en nuestros corazones
y con tu perpetuo auxilio,
fortalece nuestra frágil carne».

En latín dice literalmente que el Espíritu Santo quiere encender una luz para nuestros sentidos (Accende lumen sensibus). El Espíritu Santo no es algo puramente espiritual. Más bien encenderá nuestros sentidos, los iluminará, para que podamos percibir a Dios en este mundo con todos los sentidos. Cuando tengamos nuestros sentidos despiertos, nuestra vida será lo que es para Dios. Será entonces cuando realmente estemos presentes en este mundo. Nuestros sentidos nos ponen en contacto con la realidad. Cuando cantamos esta petición nos damos cuenta de lo embotados que están a menudo nuestros sentidos, de cómo ya no percibimos mucho de lo que tenemos alrededor porque estamos presentes con nuestros pensamientos, pero no con nuestros sentidos. Cuando el Espíritu Santo despierta los sentidos y los ilumina es cuando realmente se convierten en órganos de nuestra experiencia divina. No experimentamos a Dios con nuestra razón, sino con nuestros sentidos, con los que escuchamos las múltiples voces de Dios y vemos lo invisible.

El Espíritu Santo es también amor que se expande en nuestros corazones. Cada uno de nosotros anhela, al fin y al cabo, amar y ser amado. El Espíritu Santo nos capacita para amar, pero también es el amor del Padre, el que fluye por nuestro corazón. Por medio del Espíritu Santo podemos sentirnos amados completamente por Dios. Por medio del Espíritu Santo fluye el amor divino a través de nuestro corazón y nuestro cuerpo. El último ruego de esta estrofa es sobre nuestro cuerpo y sus debilidades. El Espíritu quiere penetrar en nuestro cuerpo con nueva fuerza. El Espíritu Santo se encarnará siempre, se establecerá en nuestra carne y la llenará de fuerza divina.

Inclúyete durante los días de la novena de Pentecostés entre los hombres y mujeres que esperan reunidos en la estancia de arriba la venida del Espíritu Santo. En este embrión de discípulos y discípulas rezando, Jesús prepara lo nuevo que pronto entrará en el mundo. La estancia de arriba es, al mismo tiempo, el vientre de la madre, en el que nace la Iglesia. Y es el vientre materno del que saldrás como un nuevo hombre. Medita sobre el himno que Rabano Mauro compuso hace mil doscientos años, y deja que las imágenes penetren en lo más profundo de ti. Quizá experimentes cómo la fuente del Espíritu Santo vuelve a brotar en ti y cómo vuelve a encenderse en ti el fuego de su amor.

 

Lunes

El Espíritu Santo como trueno (He 2,2)

Lucas describió al Espíritu Santo en Pentecostés con distintas imágenes. La imagen más impresionante es la del vigoroso trueno. Estando todos los discípulos en el mismo lugar, «de repente un ruido del cielo, como de viento impetuoso, llenó toda la casa donde estaban» (He 2,2). Los discípulos oyen un ruido como de un fuerte viento abrumador. El Espíritu Santo se hace también audible y perceptible. Por eso los oídos perciben el rugido del viento. Pero también sentimos la tormenta en nuestra piel. Sopla a través de nosotros, nos pone en movimiento, nos sacude. Desde siempre la Biblia ha descrito el Espíritu de Dios como soplo, aliento y trueno. El soplo de Dios flotaba en la creación sobre las aguas. Para mí la imagen del viento también es importante para experimentar al Espíritu Santo. Muchos piensan que el Espíritu Santo es algo impalpable, abstracto. Por eso muchos tienen problemas con El. Intentan creer en El, pero no pueden imaginarse nada bajo Él. Pero cuando me pongo al viento y percibo con todos mis sentidos cómo este se extiende sobre mi piel, entonces puedo percibir al Espíritu Santo en distintas calidades. El Espíritu Santo puede acariciarme cariñosamente como un suave soplo de viento. El vigoroso trueno me atraviesa, recorre todo lo que está cubierto de polvo en mí. O puede ponerme en movimiento y empujarme para que no pueda defenderme de la tormenta. Puedo percibir al Espíritu Santo en mi día a día. No sólo respiro aire, sino el Espíritu salvador y sanador de Dios. Y en este Espíritu de Dios respiro su amor, que me recorre. Elías tuvo que aprender que Dios no estaba en el trueno, sino en el dulce y suave susurro. Pero en Pentecostés el Espíritu Santo viene como fuerte trueno. No debemos definir al Espíritu de Dios como un trueno. También puede venir suavemente a nosotros, de forma que sólo podamos percibirlo en el silencio. Pero también puede arrastrarnos al tormentoso afán, de forma que nos deshagamos de nuestros impedimentos y tengamos que contarles sencillamente a los hombres lo que hemos vivido. El día de Pentecostés los discípulos estaban reunidos en comunidad, constituyendo el núcleo fundamental de la Iglesia. Tampoco se trata solamente de nuestra experiencia de Dios, sino del movimiento que el Espíritu Santo imprime a la Iglesia. El papa Juan XXIII describió esta escena pentecostal de encuentros cuando ante el Concilio animó a los cristianos a abrir bien la ventana para que el Espíritu Santo trajera nueva vida a la Iglesia, para que en el viciado aroma de los viejos edificios comenzara a soplar un viento suave y fresco en la comunidad. En cada festividad de Pentecostés pedimos a Dios que nos envíe a su Espíritu Santo para que la Iglesia no se desaliente, no gire sólo en torno a sí misma, ni se lama sus propias heridas, sino que tenga el valor de salir de sí misma y sea capaz de despertar el trueno del furor también en los hombres. Percibe la distinta calidad del viento, cómo a veces te acaricia suavemente, cómo mece el viento, pero cómo puede también derribar árboles, cómo azota la tierra con una fuerza irresistible. Si escuchas el viento en el bosque puedes experimentar en ocasiones una misteriosa atmósfera y en ella percibir el misterio del Espíritu Santo. Imagínate que el propio Espíritu Santo ondea en el viento y que penetra en ti. Céntrate por completo en tu respiración y siente en ella cómo el Espíritu salvador y amoroso de Dios fluye en ti con cada respiración, e impregna y transforma todo en tu interior. Entonces el Espíritu Santo ya no será abstracto ni estará fuera del mundo para ti. Lo sentirás exactamente como el viento, al que tampoco puedes ver, sino que sólo reconoces su obra en su murmullo, en el movimiento de la hierba, en el polvo que se arremolina. Confía en que el Espíritu Santo tiene tanta fuerza en ti como el viento, que puede inducir nueva vida en ti.

Martes

El Espíritu Santo como fuego (He 2,3)

La segunda imagen con la que Lucas describe el misterio de Pentecostés es el fuego: «Se les aparecieron como lenguas de fuego, que se repartían y se posaban sobre cada uno de ellos» (He 2,3). Mientras el trueno es audible, las lenguas de fuego son visibles. También se puede ver al Espíritu Santo. Ese es el misterio de Pentecostés, que lo invisible se hace visible. La imagen de las lenguas de fuego se conoce a lo largo de toda la literatura rabínica. La palabra de Dios puede posarse sobre cada uno como lengua de fuego. Con la imagen de las llamas de fuego compartidas, Lucas describe que cada individuo se verá lleno del Espíritu Santo, que el Espíritu de Dios iluminará a cada persona.

El fuego es algo sagrado en muchas culturas. Mientras el agua mana de la tierra, el fuego viene del cielo. El cielo es algo divino. No en vano existe en muchas culturas el fuego de Dios. El fuego puede purificar y renovar. Depura la imperfección. El oro se refina en el fuego. Se queman todos los residuos, para que lo que sobre sea el oro sobrante. El Espíritu Santo también quiere quemar en nosotros todo lo que nos obstaculiza en la vida. En nosotros hay mucha oscuridad, espíritus turbios como la amargura, la infelicidad, enfermedades, injurias. Todos estos espíritus turbios nos impiden vivir. No podemos tomar ninguna decisión clara. Estamos enturbiados por nuestro pesar, nuestros celos, nuestros sentimientos de inferioridad. Entonces echamos de menos el fuego del Espíritu Santo, que quema todo lo turbio y desteñido que hay en nosotros, para que podamos decidir con un corazón acendrado y limpio. El fuego prepara un nuevo nacimiento en un plano superior. Cuando arde lo viejo en nosotros puede surgir nueva vida en nosotros.

El fuego también es una metáfora de la vida. Las personas pueden tener ojos fogosos. Algo emana de ellos. Hacen saltar una chispa sobre los demás. Irradian vida, felicidad, consciencia. No se puede escapar a su carisma. Pero no sólo es un fuego templado lo que muchos ojos expresan, sino que también está el fuego trémulo que estremece. Sospechamos que hay algo malo y voluble en esa persona. Cuando pedimos el fuego del Espíritu Santo estamos pidiendo el fuego que despierta la vida, que vuelve a encender el fuego que se ha extinguido en nosotros. Muchos se sienten hoy vacíos y apagados. El síndrome del quemado abunda sobre todo entre personas que desempeñan trabajos sociales, que agotan sus fuerzas por los demás. Sólo el que arde puede apagarse. Pero estas personas han olvidado arropar, tal y como Henry Nouwen comprende como tarea de la vida espiritual. Siempre tienen abiertas las puertas de su horno. Por eso en ellos hay aún cenizas. Están resignados y decepcionados, sin fuerzas y sin fuego. Pentecostés quiere decirnos que en lo más profundo de nuestro corazón no son cenizas lo que arde, sino un fuego que es capaz de volver a encender el cuerpo y el alma. No en vano llevamos en Pentecostés las vestiduras litúrgicas rojas, para recordarnos mutuamente el fuego interior. Celebramos Pentecostés para que las ascuas de nuestro interior vuelvan a encenderse en fuego que caliente y alegre a los demás, en el que descubran su propia vida.

Cuando era joven me gustaba sentarme junto a la hoguera y cantar canciones con los demás. Contemplar juntos el fuego tiene algo fascinante. El fuego une. En el fuego se reúne la comunidad. Así, pedimos en la novena de Pentecostés que el fuego no sólo llegue a los individuos, sino que el fuego del Espíritu Santo también esté en medio, para reunir a las personas para las que la iglesia es un lugar en el que uno se sienta con los demás junto al fuego, para cantar las canciones de nuestro deseo que elevan nuestros corazones hacia Dios.

¿Cuáles son tus experiencias con el fuego? ¿Qué relacionas tú con el fuego? ¿Qué libera en ti? Confía en que el fuego del Espíritu Santo arda en ti, el fuego del amor, el fuego de la vida, la ilusión y la fuerza. Cuida ese fuego que hay en ti para que no se apague. Los antiguos germanos tenían como obligación el conservar el fuego. El que dejaba que se apagara era duramente castigado. Deja que el fuego de tu horno arda para que todo esté templado en ti, purificado y renovado, para que todo en tu interior se impregne del amor de Dios. Cuando vigilas y preservas el fuego que hay en ti, también otros pueden calentarse en tu fuego. Sus ojos comienzan a alumbrar, y en ellos brilla una nueva vida.

 

Miércoles

El Espíritu Santo y las nuevas lenguas (He 2,4-13)

La tercera imagen que Lucas utiliza para la obra del Espíritu Santo es la imagen de los idiomas: «Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas extrafias, según el Espíritu Santo les movía a expresarse» (He 2,4). Es una imagen que recurre a la confusión de los idiomas, tal y como se nos cuenta en el libro del Génesis. Al principio todas las personas hablaban «una misma lengua y usaban las mismas palabras» (Gén 11,1). Eso les concedía un enorme poder. Pero se volvieron orgullosos de su sentimiento de poder y quisieron construir una torre que llegara hasta el cielo. Por eso Dios les privó del acuerdo: «Pues bien, descendamos y confundamos su lenguaje para que no se entiendan los unos a los otros» (Gén 11,7). Cuando uno ya no entiende lo que piensan los demás, tampoco se puede seguir trabajando conjuntamente. Sin embargo, a la inversa sí se tiene éxito: si las personas hablamos el mismo idioma, entonces podemos llevar a cabo lo importante. Podemos vivir esta experiencia hoy en día en muchas agrupaciones, en las comunidades eclesiásticas, en empresas, en partidos. Si se pierde el idioma común, se desvencijan las comunidades, entonces quizá el individuo pueda llevar a cabo algo grande, pero ya no se puede hacer en conjunto.

Pentecostés es una respuesta de Dios a la confusión de idiomas de Babilonia. Dios quiere que las personas vuelvan a hablar el mismo idioma y que sean capaces de crear algo nuevo y estable. Dios concede a los hombres a través del Espíritu Santo un idioma común para que organicen responsablemente su creación, para que todos los pueblos y culturas se adhieran a una gran familia de pueblos.

Lucas utiliza en su relato de Pentecostés dos palabras para «hablar». La primera es lalein, que realmente significa «cotillear, charlar, hablar con los demás en un tono familiar». Los discípulos hablan con total naturalidad en lenguas extrañas, como en un tono familiar. Y todos pueden entenderse. Eso maravilla a las personas de distintas nacionalidades y se preguntan: «¿No son galileos todos los que hablan? Pues, ¿cómo nosotros los oímos cada uno en nuestra lengua materna?» (He 2,7-8). La otra palabra es apophtheggesthai. Significa «hablar apasionadamente, hablar extáticamente». Los discípulos no hablan de cualquier cosa, sino que anuncian «las grandezas de Dios» (He 2,11). Las personas se dejan contagiar por el entusiasmo de los discípulos: «Todos fuera de sí y desconcertados» (He 2,12).

El Espíritu Santo faculta para hablar una nueva lengua, un idioma que todos comprenden y facilita un discurso apasionado que contagia y enciende a los demás. Hoy en día, en la Iglesia nos quejamos de nuestra estupefacción. Apenas podemos hablar los unos con los otros. Nos hablamos sin entendernos, como las personas de Babilonia. Los representantes de las distintas corrientes ya no pueden comunicarse. Para los demás nuestra lengua está vacía. Ya no alcanzamos a las personas. Tienen la impresión de que el idioma eclesiástico se ha convertido en un «idioma privilegiado» que ya no emociona ni interesa a nadie. Un periodista plasmó así la futilidad del lenguaje eclesiástico: «Dios no está muerto. Sólo se ha dormido en el sermón del domingo». Evidentemente no podemos hablar de Dios como lograron hacerlo los discípulos en Pentecostés. Nuestro idioma no conmueve al corazón humano. En muchos sermones se tiene la impresión de que se habla bien, pero que no llega a las personas. No mueve nada en sus corazones.

Para Lucas hay dos requisitos necesarios para que un idioma comunique y conmueva el corazón de los hombres. Muchos se esconden tras su idioma. Pero en su propio corazón no sucede nada. No se siente lo que quieren decir realmente. Hablan sobre algo, pero no habla de ellos ni desde ellos hacia el exterior. Otros sólo entenderán nuestro idioma si sale del corazón, si decimos lo que hemos vivido, lo que hemos experimentado, vislumbrado. Quizá lo que decimos aún es confuso (como un «balbuceo», lalein). Pero si tenemos el valor de expresar lo que hay en nuestro interior, lo informe toma forma. Otros tienen entonces esta sensación: «Has plasmado exactamente lo que he estado presintiendo durante tanto tiempo, pero para lo que yo no tenía palabras». Si nuestras palabras nos provocan una reacción así, entonces nos las ha infundido el Espíritu Santo. El segundo requisito es que hablemos «apasionadamente», que nos dejemos arrancar por el Espíritu de la pura objetividad, que dejemos que la tormenta del Espíritu conmueva nuestro corazón. En nuestro discurso debe fluir algo de esta fuerza del Espíritu para que también pueda apasionar a los demás. Esto no significa que manipulemos a los demás. También existen demagogos que abusan de su idioma. Abordan las necesidades inconscientes de las personas y con su idioma obtienen poder sobre ellas. La lengua que nos inspira el Espíritu Santo ejerce un efecto sanador y liberador sobre las personas. Pone a las personas en contacto con sus más profundos anhelos y abre su corazón para que el amor de Dios pueda fluir en él. Lucas describe dos efectos de la nueva lengua. Los hombres salen de sí mismos, pierden la serenidad, se alteran, se transforman. La lengua obra algo nuevo en ellos. Incurren en un nuevo estado. Y se vuelven confusos y desconcertados. Se vuelven inseguros. Las palabras del Apóstol les dan qué pensar y qué preguntar. Se dicen unos a otros: «¿Qué significa esto?» (He 2,12).

¿Qué hay de tu habla? ¿Dices aquello que hay en tu corazón? ¿O te escondes tras esas palabras que no se dicen? ¿Puedes interesar a los demás cuando hablas? ¿O no te entienden cuando hablas?

Intenta meditar sobre los idiomas de la Biblia. Precisamente las lenguas extrañas harán que algo se mueva en ti. Deja que las palabras de las Sagradas Escrituras te saquen de ti mismo. Abandona tu antiguo estado, tu posición segura. ¿Qué quieren provocar en ti las palabras de la Biblia? ¿Hacia dónde quieren empujarte? Deja que las palabras caigan en tu corazón para que te mantengas en movimiento y continúes caminando en el camino de tu existencia humana, en el camino hacia Dios.

 

Jueves

El Espíritu Santo como auxilio (Jn 14,16)

En el evangelio de Juan Jesús promete a los discípulos en cinco pasajes que el Espíritu Santo será su auxilio. El vocablo griego parakletos significa el invocado, el «abogado» que asiste y defiende en el tribunal. Pero auxiliador también es el consolador y el alentador. Jesús promete a los discípulos un defensor que debe quedarse siempre con ellos (cf Jn 14,16-17). Llama a la defensa del Espíritu la verdad. Su tarea consiste en que les enseñe todo y les recuerde lo que Jesús les dijo (Jn 14,26). Debe defender a los discípulos cuando se les lleve ante el tribunal. Debe inspirarles las palabras correctas. Jesús ya lo prometió así en el evangelio de Mateo: «Es el Espíritu de vuestro Padre el que habla en vosotros» (Mt 10,20). Pero el Espíritu Santo no sólo es el abogado, sino también el acusador. Conduce el mundo y descubre «en qué está el pecado, la justicia y la condena» (Jn 16,8). Sin embargo, la tarea más importante del auxiliador consiste en que introduzca a los discípulos en la verdad absoluta (Jn 16,13). No les dirá nada nuevo a los discípulos, sino que les abrirá al verdadero significado de las palabras de Jesús. «Él me honrará a mí, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará» (Jn 16,14) .

Para la comunidad a la que Juan dedica su evangelio esta imagen del auxiliador significaba mucho. Les ayudaba a continuar en la atmósfera hostil de la política religiosa romana. Pero, ¿qué significado puede tener para nosotros hoy en día? Para mí es importante saber que no estoy solo con mi fe. No estoy solo contra el mundo que se cierra a la fe. Aunque en ocasiones se me ocurre que, como monje, soy una reliquia del pasado, sin embargo en lo más profundo estoy convencido de que el camino espiritual es el verdadero camino hacia la vida. El Espíritu Santo me auxilia en mi camino. Me da la seguridad que necesita mi camino. Los participantes de mis cursos a veces me cuentan que a menudo se encuentran perdidos en el mundo con su fe. En su lugar de trabajo sólo se burlan de la Iglesia. Las ideas cristianas son objeto de risa. Entonces se sienten a menudo solos, teniendo todas las de perder. La imagen del auxiliador me ayuda a confiar en todos los retos, en lo que me dice mi corazón. En mi corazón habla el Espíritu Santo. Me auxilia. Está a mi lado. Fortalece mi espalda. Puedo y debo pensar de forma distinta a las personas que me rodean. Debo hablar y vivir de otra manera. Con el Espíritu Santo a mi espalda me siento auténtico y libre.

El Espíritu Santo quiere conducirnos hacia la verdad absoluta. El Espíritu Santo levanta el velo que hay sobre todos. A menudo andamos a tientas. Hablamos sobre la realidad, pero en último término hablamos solamente sobre las ideas que nos hemos hecho sobre la realidad. Cuando el Espíritu Santo corre el velo, podemos reconocer toda la verdad. Comprendemos. Miramos la esencia. Todo se vuelve claro de una vez. Sólo a través del Espíritu Santo puedo comprender las palabras de Jesús de tal forma que se conviertan para mí en palabras de vida, palabras que me conduzcan a la vida. A veces me encuentro ante las palabras de la Biblia sin comprenderlas. Me resultan extrañas, rimbombantes, a menudo irritantes. Entonces pido al Espíritu Santo que interprete para mí estas palabras, para que me sean válidas y me hablen. Entonces debo experimentar que no sólo despunta para mí el significado de las palabras, sino que las palabras realmente son portadoras de vías y del amor, que las palabras me conducen hacia el misterio de Dios.

Recorre hoy el día con la imagen del auxiliador. Imagínate que no estás solo en tu puesto cuando tengas que soportar un conflicto, cuando otros te pidan cuentas, cuando te encuentres ante una tarea difícil, cuando te sientas abandonado con tu actitud religiosa. El Espíritu Santo te auxilia. Está cerca de ti, te observa y te inspira los pensamientos y las palabras que te ayudan.

 

Viernes

Los dones del Espíritu Santo (1 Cor 12,8-11)

En la primera Carta a los corintios, Pablo habla sobre los distintos dones de gracia que el Espíritu otorga a los cristianos. Estos dones se otorgan al individuo para que pueda utilizarlos con los demás. Pablo habla de carismas. Son dones, habilidades, atributos que Dios otorga al individuo. Heribert Mühlen califica el carisma como «una facultad del Espíritu Santo de la que mana la gracia [charis] especialmente otorgada para la vida y el servicio en la Iglesia y en el mundo» (MÜHLEN 183). No poseemos esos dones, más bien se nos conceden respectivamente en el momento, son relativos a cada situación concreta. Para Pablo es importante que todos los dones manen del Espíritu de Dios: «Así, el Espíritu a uno le concede hablar con sabiduría; a otro, por el mismo Espíritu, hablar con conocimiento profundo; el mismo Espíritu a uno le concede el don de la fe; a otro el poder de curar a los enfermos; a otro el don de hacer milagros; a otro el decir profecías; a otro el saber distinguir entre los espíritus falsos y el Espíritu verdadero; a otro hablar lenguas extrafias, y a otros saber interpretarlas. Todo esto lo lleva a cabo el único y mismo Espíritu, repartiendo a cada uno sus dones como quiere» (1Cor 12,8-11).

Hoy en día corremos el peligro de determinar solamente nuestras heridas y limitaciones. Creemos que tenemos que ponernos al día con nuestras enfermedades e incapacidades antes de poder vivir correctamente. Seguro que no podemos pasar por alto nuestras lesiones. Pero tampoco podemos estancarnos en ellas. Esta es la imagen a la que Pablo nos invita, compasiva y salvadora. Debemos contemplar los dones que el Espíritu Santo ha otorgado a cada uno de nosotros. Cada persona tiene un don especial. Cada uno ha obtenido atributos y capacidades de Dios que sólo le caracterizan a él. Cada cual puede contribuir a la vida de la comunidad. Cada uno es valioso a su manera. La cuestión es cómo reconozco esos dones que se me regalan. Veo continuamente a personas que no confían en ellas mismas. Encuentran injusto que los demás sean habilidosos. Uno es músico. El otro es inteligente y saca buenas notas. Otro siempre está sano y alegre, mientras que uno se ve sumido en la depresión y se siente inútil porque todos los demás pueden hacerlo todo mejor. En lugar de compararse con otros, estas personas deberían observar qué es lo que Dios les ha destinado a ellos. En cada uno de ellos hay algo valioso, único, especial, un don irrepetible. Reconozco cuál es el don que tengo contemplando a la propia historia de mi vida. Lo que he vivido y sufrido constituye mi don. Si me han herido mucho, quizá mi don consista en comprender y apoyar mejor a los demás. Si mis necesidades humanas no se han visto satisfechas, entonces quizá se me haya otorgado especialmente la capacidad de recorrer un camino espiritual. Si me resiento dolorosamente de mis limitaciones, quizá mi don es la indulgencia y la compasión conmigo mismo y con los demás.

Entre los dones que Pablo enumera me llama la atención que el don más valorado por los corintios figure en último lugar. Los corintios aman por encima de todo la glosolalia. La conciben como un don celestial. Pero es un idioma que sigue siendo incomprendido. Pablo critica este interesante fenómeno. Para él los dones más importantes son los que establecen relaciones. Aquel que proporciona conocimiento a los demás obra en el Espíritu Santo. Aquel que sana la enfermedad, el que alivia las heridas, tiene el don del Espíritu Santo. Pero por encima de todos estos dones, Pablo sitúa el don de gracia del amor. Sin amor, las grandes facultades permanecen inútiles y vacías (1Cor 13).

La tradición eclesiástica conoce siete dones del Espíritu Santo. Está a continuación de Is 11,1-5: espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fuerza, espíritu de conocimiento, la piedad y de temor del Serior. El siete es el número de la transformación. Estos siete dones del Espíritu deben transformar a las personas en la imagen que Dios ha destinado a cada uno de ellos. La secuencia de Pentecostés atribuye los siete dones del Espíritu que nos otorgan el pago de la virtud (virtutis meritum), salud perentoria (salutis exitum), y dicha eterna (perenne gaudium). No podemos introducir sencillamente en nosotros los siete dones del Espíritu. Son un regalo. Pero aun así debemos esforzarnos, del mismo modo en que Pablo nos habla del regalo de los dones, pero al mismo tiempo nos exhorta: «Ambicionad dones más altos» (1 Cor 12,31). Si dejamos que estos siete dones actúen en nosotros, nuestra vida tendrá éxito, será próspera y plena y estará llena de una dicha que dura más allá de la muerte.

¿Cuáles son los dones que Dios te ha otorgado? ¿Y cuáles son, entre los distintos dones, los que mejor te describen? Cada don es también una tarea. Te conduce a la vida. Pero también te capacita para construir a los demás, para ser bueno para los demás, como dice Pablo. Cuando encuentres tu don, vívelo también, aplícatelo a ti y a los demás. Concede al don tu propia singularidad para el desarrollo y sirve con ella a los hombres. Intenta averiguar dónde te necesitan hoy las personas a ti y a tus dones. Y confía en el Espíritu Santo, ya que, cuando llega el momento justo, te otorga los dones que componen a las personas, que las alza y las llena con nueva vida.

 

Sábado

El milagro de Pentecostés en la comunidad (He 4,23-31)

Lucas describe en los Hechos de los apóstoles algunas escenas en las que se repite el milagro de Pentecostés en la comunidad. Pentecostés no es un suceso aislado, sino que puede suceder continuamente cuando la comunidad se reúne con los demás en torno a Jesús y rezan al Padre junto a su Señor resucitado. Eso es lo que refleja la escena de He 4,23-31. Después de ser liberados por los Sumos Sacerdotes, Pedro y Juan fueron con los suyos y les contaron todo. La reacción de la comunidad fue elevar «por unanimidad» su voz a Dios y orar. Alaban las grandes obras de Dios, tal y como las vieron en Jesucristo, y concluyen con la petición: «Ahora, Señor, mira sus amenazas y concede a tus siervos predicar tu Palabra, y extiende tu mano para curar y obrar señales y prodigios en el nombre de tu santo siervo Jesús» (He 4,29-30). En medio de la amenaza, la comunidad rogó sobre todo por la parresía, la libertad de decir lo que el Espíritu les inspira. Creer en el Espíritu Santo significa anunciar libremente las palabras que vienen de Dios sin temor a los hombres. Y una señal del Espíritu Santo es que tengan lugar sanaciones, señales y milagros.

Dios obra un milagro de Pentecostés a partir de la oración de la comunidad: «Acabada su oración, tembló el lugar en que estaban reunidos, y quedaron todos llenos del Espíritu Santo, y anunciaban con absoluta libertad la palabra de Dios» (He 4,31). El lugar tembló, igual que en Pentecostés. Para los griegos el temblor es símbolo de que se ha escuchado la plegaria. Lucas seguramente utiliza aquí un motivo helenístico para que los griegos también comprendan el mensaje cristiano y para hacérselo atractivo. Lucas describe la obra del Espíritu Santo con el término griego sauleo. Significa «mover», «agitar», «sacudir», «estremecer», «tambalear», «temblar». El Espíritu Santo provoca un temblor en la comunidad. Los corazones se hacen uno con el resto, se mueven juntos. Se agitan y sacuden. Todos los hombres se ponen en movimiento interior. De este movimiento se origina una fuerza. Y esta fuerza muestra que ahora todos anuncian la palabra de Dios con franqueza, que no se rinden al miedo a los hombres y que dicen sin reparos lo que Dios les inspira.

Tanto en el suceso de Pentecostés del segundo capítulo como en la experiencia pentecostal del cuarto capítulo, Lucas describe en cada caso la vida de la comunidad. Para él, el Espíritu Santo es el que enseria a la Iglesia que es posible que las personas convivan de una nueva forma. Es un milagro que personas con distintos caracteres y de orígenes tan distintos puedan ser uno con el resto. «Todos los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma, y nadie llamaba propia cosa alguna de cuantas poseían, sino que tenían en común todas las cosas. Los apóstoles daban testimonio con toda firmeza de la resurrección de Jesús, el Serior. Y todos gozaban de gran simpatía» (He 4,32-33). Un rasgo de la comunidad es su disposición a compartir también sus bienes con los demás. De la comunidad emana una enorme fuerza. Es la fuerza del Espíritu, a través de la cual Jesús ha llevado a cabo sus grandes obras. Con su descripción del milagro de Pentecostés en la comunidad y la nueva unidad en ella, Lucas quiere reforzarnos y asentarnos. Hoy en día ese milagro de Pentecostés también es posible. Sólo debemos continuar orando juntos y estar dispuestos a implicarnos los unos con los otros y a compartir nuestra vida con los demás. Entonces también podría emanar hoy en día una gran fuerza de la Iglesia, una atmósfera de libertad y franqueza. Y entonces también podrían suceder hoy en día seriales y milagros, que las personas descorazonadas se levanten, que los enfermos sanen y que los desesperanzados crean en una nueva esperanza.

Quizá eches de menos hoy en día en la Iglesia estos milagros de Pentecostés. En muchos servicios religiosos no se produce ninguna vibración colectiva. La Iglesia no parece ser el refugio de la libertad ni de la animación. Pero en medio de la a menudo fatigada Iglesia puedes descubrir continuamente el resurgir del Espíritu. Existen lugares en los que la tierra se agita, en los que ocurren las señales y los milagros. Confía en que el Espíritu Santo también puede sacudir a tu comunidad, que también allí las personas encuentran sanación para sus heridas y experimentan la libertad interior. Quizá el Espíritu Santo quiere unir, liberar y sanar hoy a los hombres a través de ti.