Cordero

 

De cómo Cristo es llamado Cordero, y por qué le conviene este nombre

 

El nombre de Cordero, de que tengo de decir, es nombre tan notorio de Cristo, que es excusado probarlo. Que ¿quién no oye cada día en la misa lo que refiere el Evangelio haberle dicho el Bautista: «Éste es el Cordero de Dios, que lleva sobre sí los pecados del mundo?»

Mas si esto es fácil y claro, no lo es lo que encierra en sí toda la razón de este nombre, sino escondido y misterioso, mas muy digno de luz. Porque Cordero, pasándolo a Cristo, dice tres cosas: mansedumbre de condición, y pureza e inocencia de vida, y satisfacción de sacrificio y ofrenda, como San Pedro juntó casi en este propósito hablando de Cristo: «El que, dice, no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; que, siendo maldecido, no maldecía, y, padeciendo, no amenazaba; antes se entregaba al que juzgaba injustamente; el que llevó a la cruz sobre sí nuestros pecados.» Cosas que encierran otras muchas en sí y en que Cristo se señaló y aventajó por maravillosa manera.

Y digamos por sí de todas tres.

Pues, cuanto a lo primero, Cordero dice mansedumbre, y esto se nos viene a los ojos luego que oímos Cordero, y con ello la mucha razón con que de Cristo se dice, por el extremo de mansedumbre que tiene, así en el trato como en el sufrimiento; así en lo que por nosotros sufrió como en lo que cada día nos sufre.

Del trato, Isaías decía: «No será bullicioso ni inquieto ni causador de alboroto.» Y Él de sí mismo: «Aprended de mí, que soy manso, y de corazón humilde.» Y respondió bien con las palabras la blandura de su acogimiento con todos los que se llegaron a Él por gozarle cuando vivió nuestra vida: con los humildes, humilde; con los más despreciados y más bajos, más amoroso; y con los pecadores que se conocían, dulcísimo. La mansedumbre de este Cordero salvó a la mujer adúltera que la ley condenaba, y, cuando se la puso en su presencia la malicia de los fariseos y le consultó de la pena, no parece que le cupo en la boca palabra de muerte, y tomó ocasión para absolverla el faltarle acusador, pudiendo sólo Él ser acusador y juez y testigo. La misma mansedumbre admitió a la mujer pecadora, hizo que se dejase tocar de una infame, y consintió que le lavasen sus lágrimas, y dio limpieza a los cabellos que le limpiaban sus pies. Esa misma puso en su presencia los niños que sus discípulos apartaban de ella, y, siendo quien era, dio oídos a las largas razones de la samaritana, y fue causa que no desechase de sí a ninguno, ni se cansase de tratar con los hombres, siendo Él quien era, y siendo su trato de ellos tan pesado y tan impertinente como sabemos.

Mas ¿qué maravilla que no se enfadase entonces, cuando vivía en el suelo, el que ahora en el cielo, donde vive tan exento de nuestras miserias y declarado por Rey universal de todas las cosas, tiene por bueno de venirse en el Sacramento a vivir con nosotros, y lleva con mansedumbre verse rodeado de mil impertinencias y vilezas de hombres, y no hay aldea de tan pocos vecinos adonde no sea casi como uno de sus vecinos en su iglesia nuestro Cordero, blando, manso, sufrido a todos los estados?

Y aunque leemos en el Evangelio que castigó Cristo a algunas personas con palabras, como a San Pedro una vez, y muchas a los fariseos, y con las manos también, como cuando hirió con el azote a los que hacían mercado en su templo; mas en ninguna encendió su corazón en fiereza ni mostró semblante bravo, sino en todas, con serenidad de rostro, conservó el sosiego de mansedumbre, desechando la culpa y no desdiciendo de su gravedad afable y dulce. Que como en la divinidad, sin moverse, lo mueve todo, y sin recibir alteración, riñe y corrige; y, durando en quietud y sosiego, lo castiga y altera, así en la humanidad, que como más se le allega, así es la criatura que más se le parece, nunca turbó la dulzura de su ánimo manso el hacer en los otros lo que el desconcierto de sus razones o de sus obras pedía; y reprendió sin pasión, y castigó sin enojo, y fue aun en el reñir un ejemplo de amor.¿Qué dice la Esposa?: « Su garganta suavísima, y amable todo Él y todas las cosas.»

-Y aquella voz - dijo Sabino aquí-, ¿paréceos, Marcelo, que será muy amable: «ld, malditos de mi Padre, al fuego eterno aparejado para el demonio»? ¿O será voz que se podrá decir sin braveza u oír sin espanto? Y si tan manso es el trato todo de Cristo, ¿qué le queda para ser León, como en la Escritura se dice?

-Bien decís -respondió Marcelo-. Mas en lo primero, creo yo muy bien que les será muy espantable a los malos aquella tan horrible sentencia, y que el parecer ante el juez, y el rostro y el mirar del juez les será de increíble tormento. Mas también habéis de entender que será sin alteración del alma de Cristo, sino que, manso en sí, bramará en los oídos de aquéllos, y, dulce en sí mismo y en su rostro, les encandilará con terriblez y fiereza los ojos. Y, a la verdad, lo que más me declara el infinito mal de la obstinación del pecado es ver que trae a la mansedumbre y al amor y a la dulzura de Cristo a términos de decir tal sentencia, y que pone en aquella boca palabras de tanto amargor; y que quien se hizo hombre por los hombres y padeció lo que padeció por salvarlos, y el que dice que su deleite es su trato, y el que, vivo y muerto, mortal y glorioso, ni piensa ni trata sino de su reposo y salud, y el que todo cuanto es, ordena a su bien, los pueda apartar de sí con voz tan horrible; y que la pura fuerza de aquella no curable maldad mudará la voz al Cordero. Y siendo lo ordinario de Dios con los malos esconderles su cara, que es alzar la vista de su favor, y dejarlos para que sus designios con sus manos los labren, conforme a lo que decía el Profeta: «Ascondiste de nosotros tu cara, y con la mano de nuestra maldad nos quebrantaste», aquí el celo del castigo merecido le hace que la descubra, y que tome la espada en la mano y en la boca tan amarga y espantable sentencia.

Y a lo segundo del León, que, Sabino, dijistes, habéis de entender que, como Cristo lo es, no contradice, antes se compadece bien con él, ser para con nosotros Cordero. Porque llámase Cristo y es León por lo que a nuestro bien y defensa toca, por lo que hace con los demonios enemigos nuestros y por la manera como defiende a los suyos. Que, en lo primero, para librarnos de sus manos, les quitó el mando y derrocóles de su tiranía usurpada; y asolóles los templos e hizo que los blasfemasen los que poco antes los adoraban y servían, y bajó a sus reinos oscuros y quebrantóles las cárceles y sacóles mil prisioneros; y entonces y ahora y siempre se les muestra fiero, y los vence y les quita de las uñas la presa. A que mira San Juan para llamarle León, cuando dice: «Venció el león de Judá.»

Y en lo segundo, así como nadie se atreve a sacar de las uñas del león lo que prende, así no es poderoso ninguno a quitarle a Cristo de su mano los suyos. ¡Tanta es la fuerza de su firme querer! «Mis ovejas, dice Él, ninguno me las sacará de las manos.» E Isaías en el mismo propósito: «Porque dice el Señor: Así como cuando brama el león y el cachorro del león sobre su presa, no teme para dejarla; si le sobreviene multitud de, pastores, a sus voces no teme ni a su muchedumbre se espanta; así el Señor descenderá y peleará sobre el monte de Sión, sobre el collado suyo.» Así que ser Cristo León le viene de ser para nosotros amoroso y manso Cordero; y porque nos ama y sufre con amor y mansedumbre infinita, por eso se muestra fiero con los que nos dañan, y los desama y maltrata. Y así, cuando a aquéllos no sufre, nos sufre; y cuando es con ellos fiero, con nosotros es manso.

Y hay algunos que son mansos para llevar las importunidades ajenas, pero no para sufrir sus descomedimientos; y otros que, si sufren malas palabras, no sufren que les pongan las manos; mas Cristo, como en todo, así en esto perfecto Cordero, no solamente llevó con mansedumbre nuestro trato importuno, mas también sufrió con igualdad nuestro atrevimiento injurioso. «Como Cordero dice Isaías, delante del que le trasquila.»

¿Qué no sufrió de los hombres por amor de los hombres? ¿De qué injuria no hicieron experiencia en Él los que vivían por Él? Con palabras le trataron descomedidas, con testimonios falsísimos; pusieron sus manos sacrílegas en su divina persona; añadieron a las bofetadas azotes, y a los azotes espinas, y a las espinas clavos y cruz dolorosa, y, como a porfía, probaron en hacerle mal sus descomulgados ingenios y fuerzas. Mas ni la injuria mudó la voluntad, ni la paciencia y mansedumbre hizo mella el dolor. Y si, como dice San Agustín, mi Padre, es manso el que da vado a los hechos malvados y que no resiste al mal que le hacen, antes le vence con el bien, Cristo, sin duda, es el extremo de mansedumbre. Porque ¿contra quién se hicieron tantos hechos malvados?, ¿o en cúyo daño se esforzó más la maldad?, ¿o quién le hizo menos resistencia que Cristo, o la venció con retorno de beneficios mayores? Pues a los que le huyen busca, y a los que le aborrecen abraza, y a los que le afrentan y dan dolorosa muerte, con esa misma muerte los santifica, los lava con esa misma sangre que enemigamente le sacan. Y es puntualmente en este nuestro Cordero, lo que en el Cordero antiguo, que de él tuvo figura, que todos le comían y despedazaban y con todo él se mantenían: la carne y las entrañas y la cabeza y los pies. Porque no hubo cosa en nuestro Bien adonde no llegase el cuchillo y el diente: al costado, a los pies, a las manos, a la sagrada cabeza, a los oídos y a los ojos, y a la boca con gusto amarguísimo; y pasó a las entrañas el mal, y afligió por mil maneras su ánima santa, y le tragó con la honra la vida.

Mas con cuanto hizo, nunca pudo hacer que no fuese Cordero, y no Cordero solamente, sino provechoso Cordero, no solamente sufrido y manso, sino, en eso mismo que tan mansa e igualmente sufría, bienhechor utilísimo. Siempre le espinamos nosotros, y siempre Él trabaja por traernos a fruto. Y como Dios, en el Profeta de sí mismo dice: «Adán es mi ejemplo desde mi mocedad.» Porque como en la manera que fue por Dios sentenciado y mandado que Adán trabajase y labrase la tierra, y la tierra labrada y trabajada le fructificase abrojos y espinas, así con su mansedumbre nos sufre y nos torna a labrar, aunque le fructifiquemos ingratitud.

Y no sólo en cuanto anduvo en el suelo, mas ahora en el cielo, glorioso y Emperador sobre todo y Señor universal declarado, nos ve que despreciamos su sangre y que, cuanto es por nosotros, hacemos sus trabajos inútiles y pisamos, como el Apóstol dice, su riquísima satisfacción y pasión, y nos sufre con paciencia, y nos aguarda con sufrimiento, y nos llama y despierta y solicita con mansedumbre y amor entrañable.

Y a la verdad, porque es tan amoroso, por eso es tan manso, y porque es excesivo el amor, por eso es la mansedumbre en exceso. Porque la caridad, como el Apóstol dice, de su natural es sufrida, y así conservan una regla y guardan una medida misma el querer y el sufrir. De manera que, cuando no hubiera otro camino, por este solo del amor entendiéramos la grandeza de la mansedumbre de Cristo; porque cuanto nos quiere bien, tanto se ha con nosotros mansa y sufridamente; y quiérenos cuanto ve que su Padre nos quiere, el cual nos ama por tan rara y maravillosa manera, que dio por nuestra salud la vida de su unigénito Hijo. Que, como el Apóstol dice: «Así amó al mundo Dios, que dio su Hijo unigénito, para que no perezca quien creyere en Él.» Porque dar aquí es entregar a la muerte. Y en otro lugar: «Quien no perdonó a su Hijo propio, antes le entregó por nosotros, ¿qué cosa, de cuantas hay, dejó de darnos con Él?»

Así que es sin medida el amor que Cristo nos tiene, y por el mismo caso la mansedumbre es sin medida, porque corren a las parejas lo amoroso y lo manso. Aunque, si no lo fuera así, ¿cómo pudiera ser tan universal Señor y tan grande? Porque un señorío y una alteza de gobierno semejante a la suya, si cayera, o en un ánimo bravo, o mal sufrido y colérico, intolerable fuera, porque todo lo asolara en un punto. Y así la misma naturaleza de las cosas pide y la razón del gobierno y mando, que cuanto uno es mayor señor y gobierna a más gentes, y se encarga de más negocios y oficios, tanto sea más sufrido y más manso. Por donde la Divinidad, universal emperatriz de las cosas, sufre y espera y es mansa, lo que no se puede encarecer con palabras. Y así ella usó de muchas, cuando quiso declarar esta su condición a Moisés, que le dijo: «Soy piadoso, misericordioso, sufrido, de larguísima espera, muy ancho de narices y que extiendo por mil generaciones mi bien.» Y del mismo Moisés, que fue su lugarteniente, y cabeza puesta por Él sobre todo su pueblo, se escribe que fue mansísimo sobre todos los de su tiempo. Por manera que la razón convence que Cristo tiene mansedumbre de Cordero infinita: lo uno, porque es su poderío infinito, y lo otro, porque se parece a Dios más que otra criatura ninguna, y así le imita y retrata en esta virtud, como en las demás, sobre todos.

Y si es Cordero por la mansedumbre, ¿cuán justamente lo será por la inocencia y pureza? Que es lo segundo de tres cosas que decir propuse.

Que dice San Pedro «Redimidos, no con oro y plata que se corrompe, sino con la sangre sin mancilla del Cordero inocente.» Que en el fin porque lo dice, declara y engrandece la suma inocencia de este Cordero nuestro. Porque lo que pretende es persuadirnos que estimemos nuestra redención y que, cuando ninguna otra cosa nos mueva, a lo menos, por haber sido comprados con una vida tan justa y lavados del pecado con una sangre tan pura, porque tal vida no haya padecido sin fruto, y tal sangre no se derrame de balde, y tal inocencia y pureza, ofrecida por nosotros a Dios, no carezca de efecto, nos aprovechemos de Él y nos conservemos en Él y, después de redimidos, no queramos ser siervos. Dice Santiago que «es perfecto el que no tropieza en las palabras y lengua». Pues de nuestro Cordero dirá que «ni hizo pecado, ni en su boca fue hallado engaño», como dice San Pedro. Cierta cosa es que lo que Dios en sus criaturas ama y precia más es santidad y pureza, porque el ser puro uno es andar ajustado con la ley que le pone Dios y con aquello que su naturaleza le pide, y eso mismo es la verdad de las cosas, decir cada uno con lo que es y responder el ser con las obras. Y lo que Dios manda, eso ama; y porque de ello se contenta, lo manda; y al que es el ser mismo, ninguna cosa le es más agradable o conforme a lo que con su ser responde, que es lo verdadero y lo cierto, porque lo falso y engañoso no es. Por manera que la pureza es verdad de ser y de ley, y la verdad es lo que más agrada al que es puro ser.

Pues si Dios se agrada más de la humanidad santa de Cristo, concluido queda que es más santa y pura que todas las criaturas, y que se aventaja en esto a todas tanto, cuantas son y cuan grandes son las ventajas con que de Dios es amada. ¿Qué? ¿No es ella el Hijo de su amor, que Dios llama, y en él de quien únicamente se complace, como certificó a los discípulos en el monte, y el Amado, por cuyo amor y para cuyo servicio hizo lo visible y lo invisible que crió? Luego, si va fuera de toda comparación el amor, no la puede haber en la santidad y pureza, ni hay lengua que la declare ni entendimiento que comprenda lo que es.

Bien se ve que no tiene su grandeza medida, en la vecindad que con Dios tiene, o por decir verdad, en la unidad o en el lazo estrecho de unión con que Dios consigo mismo le enlaza. Que si es más claro lo que al sol se avecina más ¿qué resplandores no tendrá de santidad y virtud el que está y estuvo desde su principio, y estará para siempre, lanzado y como sumido en el abismo de esa misma luz y pureza? En las otras cosas resplandece Dios, mas con la humanidad que decimos está unido personalmente; las otras lléganse a Él, mas ésta tiénela lanzada en el seno; en las otras reverbera este sol, mas en ésta hace un sol de su luz. En el sol, dice, puso su morada, porque la luz de Dios puso en la humanidad de Cristo su asiento, con que quedó en puro sol transformada. Las otras centellean hermosas, ésta es de resplandor un tesoro; a las otras les adviene la pureza y la inocencia de fuera, ésta tiene la fuente y el abismo de ella en sí misma; finalmente, las otras reciben y mendigan virtud, ésta, riquísima de santidad en sí, la derrama en las otras. Y pues todo lo santo y lo inocente y lo puro nace de la santidad y pureza de Cristo, y cuanto de este bien las criaturas poseen es partecilla que Cristo les comunica, claro es, no solamente ser más santo, más inocente, más puro que todas juntas, sino también ser la santidad y la pureza y la inocencia de todas, y, por la misma razón, la fuente y el abismo de toda la pureza e inocencia.

Pero apuremos más aquesta razón, para mayor claridad y evidencia. Cristo es universal principio de santidad y virtud de donde nace toda la que hay en las criaturas santas, y bastante para santificar todas las criadas, y otras infinitas que fuese Dios continuamente criando. Y, ni más ni menos, es la víctima y sacrificio aceptable y suficiente a satisfacer por todos los pecados del mundo, y de otros mundos sin número. Luego fuerza es decir que ni hay grado de santidad ni manera de ella, que no le haya en el alma de Cristo; ni menos pecado, ni forma, ni rastro, de que del todo Cristo no carezca. Y fuerza es también decir que todas las bondades, todas las perfecciones, todas las buenas maneras y gracias que se esparcen y podrían esparcir en infinitas criaturas que hubiesen, están ayuntadas y amontonadas y unidas, sin medida ni cuenta, en el manantial de ellas, que es Cristo, y que no se aparta tanto el ser del no ser, ni se aleja tanto de las tinieblas la luz, cuanto de Él mismo toda especie, todo género, todo principio, toda imaginación de pecado, hecho o por hacer, o en alguna manera posible, está apartado y lejísimo. Porque necesario es, y la ley no mudable de la naturaleza lo pide, que quien cría santidades, las tenga, y quien quita los pecados, ni los tenga ni pueda tenerlos. Que como la naturaleza a los ojos, para que pudiese recibir los colores, cría limpios de todos ellos; y el gusto, si de suyo tuviese algún sabor infundido, no percibiría todas las diferencias del gusto, así no pudiera ser Cristo universal principio de limpieza y justicia, si no se alejara de Él todo asomo de culpa, y si no atesorara en sí toda la razón de justicia y limpieza.

Que porque había que quitar en nosotros los hechos malos que oscurecen el alma, no puede haber en Él ningún hecho desconcertado y oscuro. Y porque había de borrar en nuestras almas los malos deseos, no pudo haber en la suya deseo que no fuese del cielo. Y porque reducía a orden y a buen concierto nuestra imaginación varia y nuestro entendimiento turbado, el suyo fue un cielo sereno, lleno de concierto y de luz. Y porque había de corregir nuestra voluntad malsana y enferma, era necesario que la suya fuese una ley de justicia y salud. Y porque reducía a templanza nuestros encendidos y furiosos sentidos, fueron necesariamente los suyos la misma moderación y templanza. Y porque había de poner freno y desarraigar finalmente del todo nuestras malas inclinaciones, no pudo haber en Él ni movimiento ni inclinación que no fuese justicia. Y porque era limpieza y perdón general del pecado primero, no hubo ni pudo haber, ni en su principio ni en su nacimiento, ni en el discurso de sus obras y vida, ni en su alma, ni en sus sentidos y cuerpo, alguna culpa, ni su culpa de Él ni sus reliquias y rastros. Y porque, a la postre, y en la nueva resurrección de la carne, la virtud eficaz de su gracia había de hacer no pecables los hombres, forzoso fue que Cristo no sólo careciese de toda culpa, mas que fuese desde su principio impecable. Y porque tenía en sí bien y remedio para todos los pecados, y para en todos los tiempos, y para en todos los hombres, no sólo en todos los que son justos, mas en todos los demás que no lo son, y lo podrían ser si quisiesen, no sólo en los que nacerán en el mundo, mas en todos los que podrían nacer en otros mundos sin cuento, convino y fue menester que todos los géneros y especies del mal actual -lo de original, lo de imaginación, lo del hecho, lo que es y lo que camina a que sea, lo que será y lo que pudiera ser por el tiempo, lo que pecan los que son y lo que los pasados pecaron, los pecados venideros y los que, si infinitos hombres nacieran, pudieran suceder y venir; finalmente, todo ser, todo asomo, toda sombra de maldad o malicia- estuviese tan lejos de Él, cuanto las tinieblas de la luz, la verdad de la mentira, de la enfermedad la medicina, están lejos.

Y convino que fuese un tesoro de inocencia y limpieza, porque era y había de ser el único manantial de ella, riquísimo. Y, como en el sol, por más que penetréis por su cuerpo, no veréis sino una apurada pureza de resplandor y de lumbre, porque es de las luces y resplandores la fuente, así en este Sol de justicia, de donde manó todo lo que es rectitud y verdad, no hallaréis, por más que lo divida y penetre el ingenio, por más que desmenuce sus partes, por más agudamente que las examine y las mire, sino una sencillez pura y una rectitud sencilla, una pureza limpia, que siempre está bullendo en pureza, una bondad perfecta entrañada en cuerpo y en alma, y en todas las potencias de ambos, en los tuétanos de ellos, que por todos ellos lanza rayos de sí. Porque veamos cada parte de Cristo, y veremos cómo cada una de ellas no sólo está bañada en la limpieza que digo, mas sirve para ella y la ayuda.

En Cristo consideramos cuerpo y consideramos alma; y en su alma podemos considerar lo que es en sí para el cuerpo, y los dones que tiene en sí por gracia de Dios, y el estar unida con la propia persona del Verbo.

Y cuanto a lo primero del cuerpo, como unos cuerpos sean de su mismo natural más bien inclinados que otros, según sus composturas y formas diferentes, y según la templanza diferente de sus humores (que unos son de suyo coléricos, otros mansos, otros alegres y otros tristes, unos honestos y vergonzosos, otros poco honestos y mal inclinados, modestos unos y humildes, otros soberbios y altivos), cosa fuera de toda duda es que el cuerpo de Cristo, de su misma cosecha, era de inclinaciones excelentes, y en todas ellas fue loable, honesto, hermoso y excelente. Que se convence, así de la materia de que se compuso como del artífice que le fabricó.

Porque la materia fue la misma pureza de la sangre santísima de la Virgen, criada y encerrada en sus limpias entrañas. De la cual habemos de entender que, aun en la ley de sangre, fue la más apurada, y la más delgada y más limpia, y más apta para criarla, y más ajena de todo afecto bruto, y de más buenas calidades de todas. Porque, allende de lo que el alma puede obrar y obra en los humores del cuerpo, que sin duda los altera y califica según sus afectos, y que, por esta parte, el alma santísima de la Virgen hacía santidad en su sangre, y sus inclinaciones celestiales de ella, y los bienes del cielo sin cuento que en sí tenía la espiritualizaban y santificaban en una cierta manera, así que, allende de esto, de suyo era la flor de la sangre, quiero decir, la sangre más ajena de las condiciones groseras del cuerpo, y más adelgazada en pureza que en género de sangre, después de la de su Hijo, jamás hubo en la tierra.

Porque se ha de entender que todas las santificaciones y purificaciones y limpiezas de la ley de Moisés, el comer estos manjares y no aquéllos, los lavatorios, los ayunos, el tener en cuenta en los días, todo se ordenó para que adelgazando y desnudando de sus afectos brutos la sangre y los cuerpos, y de unos en otros apurándose siempre más, como en el arte del destilar acontece, viniese últimamente una doncella a hacer una sangre virginal por todo extremo limpísima, que fuese material del cuerpo, purísimo sobre todo extremo, de Cristo. Y todo aquel artificio viejo y antiguo fue como un destilatorio que, de un licor puro sacando otro más puro, por medio de fuego y vasos diferentes, llegue a la sutileza y pureza postrera.

Así que la sangre de la Virgen fue la flor de la sangre, de que se compuso todo el cuerpo de Cristo. Por donde, aun en ley de cuerpo y por parte de su misma materia, fue inclinado al bien perfectamente y del todo. Y no sólo esta sangre virginal le compuso mientras estuvo en el vientre sagrado, mas, después que salió de él, le mantuvo, vuelta en leche en los pechos santísimos. De donde la divina Virgen, aplicando a ellos a su Hijo de nuevo, y enclavando en Él los ojos y mirándole, y siendo mirada de él, dulcemente encendida o, a la verdad, abrasada en nuevo y castísimo amor, se la daba, si decir se puede, más santa y más pura. Y como se encontraban por los ojos las dos almas bellísimas, y se trocaban los espíritus que hacen paso por ellos con los del Hijo, deificada la Madre más, daba al Hijo más deificada su leche. Y como en la Divinidad nace luz del Padre, que es luz, así también cuanto a lo que toca a su cuerpo, nace, de pureza, pureza.

Y si esto es cuanto a la materia de que se compone, ¿qué podremos decir por parte del Artífice que le compuso? Porque, como los otros cuerpos humanos los componga la virtud del varón, que la madre con su calor contiene en su vientre, en este edificio del santísimo cuerpo de Cristo, el Espíritu Santo hizo las veces de esta virtud, y formó por su mano Él, y sin que interviniese otro ninguno, este cuerpo. Y si son perfectas todas las obras que Dios hace por sí, ésta que hizo para sí, ¿qué será? Y si el vino que hizo en las bodas fue vino bonísimo, porque sin medio de otra causa le hizo del agua Dios por su poder, a quien toda la materia, por indispuesta que sea, obedece enteramente sin resistencia, ¿qué pureza, qué limpieza, qué santidad tendrá el cuerpo que fabricó el infinitamente Santo, de materia tan santa?

Cierto es que le amasó con todo el extremo de limpieza posible, quiero decir, que le compuso, por una parte, tan ajeno de toda inclinación o principio o estreno de vicio, cuanto es ajena de las tinieblas la luz; y, por otra, tan hábil, tan dispuesto, tan hecho, tan de sí inclinado a todo lo bueno, lo honesto, lo decente, lo virtuoso, lo heroico y divino, cuanto, sin dejar de ser cuerpo en todo género de pasibilidad, se sufría.

Y de esto mismo se ve cuánto era, de su cosecha, pura su alma, y de su natural inclinada a toda excelencia de bien, que es la otra fuente de esta inocencia y limpieza de que platicamos ahora. Porque, como sabéis, Juliano, en la filosofía cierta, las almas de los hombres, aunque sean de una especie todas, pero son más perfectas en sí y en su sustancia unas que otras, por ser de su natural hechas para ser formas de cuerpos, y para vivir en ellos, y obrar por ellos, y darles a ellos el obrar y el vivir. Que como no son todos los cuerpos hábiles en una misma manera para recibir este influjo y acto del alma, así las almas no son todas de igual virtud y fuerza para ejecutar esta obra, sino medida cada una para el cuerpo que la naturaleza le da.

De manera que, cual es la hechura y compostura y habilidad de los cuerpos, tal es la fuerza y poderío natural para ellos del alma, y según lo que en cada cuerpo y por el cuerpo puede ser hecho, así cría Dios hecha y trazada y ajustada cada alma. Que estaría como violentada si fuese al revés. Y si tuviese más virtud de informar y dar ser de lo que el cuerpo, según su disposición, sufre ser informado, no sería nudo natural y suave el del alma y del cuerpo, ni sería su casa del alma la carne fabricada por Dios para su perfección y descanso, sino cárcel para tormento y mazmorra. Y como el artífice que encierra en oro alguna piedra preciosa la conforma a su engaste, así Dios labra las ánimas y los cuerpos de manera que sean conformes, y no encierra ni engasta ni enlaza en un cuerpo duro, y que no puede ser reducido a alguna obra, un alma muy virtuosa y muy eficaz para ella, sino, pues los casa, aparéalos, y pues quiere que vivan juntos, ordena cómo vivan en paz. Y como vemos en la lista de todo lo que tiene sentido, y en todos sus grados, que, según la dureza mayor o menor de la materia que los compone, y según que está organizada y como amasada mejor, así tienen unos animales naturalmente ánima de más alto y perfecto sentido (que de suyo y en sí misma la ánima de la concha es más torpe que la del pez, y el ánima de las aves es de más sentido que las de los que viven en el agua; y, en la tierra, la de las culebras es superior al gusano, y la del perro a los topos, y la de los caballos al buey, y la de los simios a todos), y pues vemos en una especie de cuerpos humanos tantas y tan notables diferencias de humores, de complexiones, de hechuras, que, con ser de una especie todos, no parecen ser de una masa, justamente diremos, y será muy conforme a razón, que sus almas, por aquella parte que mira a los cuerpos, están hechas en diferencias diversas, y que son de un grado en espíritu, y más o menos perfectas en razón de ser formas.

Pues si hay este respecto y condición en las almas, la de Cristo, fabricada de Dios para ser la del más perfecto cuerpo, y mas dispuesto y más hábil para toda manera de bien que jamás se compuso, forzosamente diremos que de suyo y de su naturaleza misma está dotada sobre todas las otras de maravillosa virtud y fuerza para toda santidad y grandeza, y que no hubo género ni especie de obras, o morales o naturales, perfectas y hermosas, a que, así como su cuerpo de Cristo era hábil, así no fuese de suyo valerosa su alma. Y como su cuerpo estaba dispuesto y fue sujeto naturalmente apto para todo valor, así su alma por la natural perfección y vigor que tenía, aspiró siempre a todo lo excelente y perfecto.

Y como aquel cuerpo era de suyo honestísimo y templado de pureza y limpieza, así el alma que se crió para él era de su cosecha esforzada a lo honesto. Y como la compostura del cuerpo era para mansedumbre dispuesta, así el alma de su misma hechura era mansa y humilde. Y como el cuerpo por el concierto de sus humores era hecho para gravedad y mesura, así el alma de suyo era alta y gravísima. Y como de sus calidades era hábil el cuerpo para lo fuerte y constante, así el alma de su vigor natural era hábil para lo generoso y valiente. Y finalmente, como el cuerpo era hecho para instrumento de todo bien, así el alma tuvo natural habilidad para ser ejecutora de toda grandeza, esto es, tuvo lo sumo en la perfección de toda la latitud de su especie.

Y si, por su natural hechura, era aquesta sacratísima alma tan alta y tan hermosa, tan vigorosa y tan buena, ¿qué podremos decir de ella con lo que en ella la gracia sobrepone y añade? Que si es condición de los bienes del cielo, cualesquiera que ellos sean, mejorar aun en lo natural su sujeto, y la semilla de la gracia, en la buena tierra puesta, da ciento por uno, en naturales no sólo tan corregidos, sino tan perfectos de suyo y tan santos, ¿qué hará tanta gracia? Porque ni hay virtud heroica, ni excelencia divina, ni belleza de cielo, ni dones y grandezas de espíritu, ni ornamento admirable y nunca visto, que no resida en su alma y no viva en ella sin medida ni tasa.

Que, como San Juan dice: «No le dio Dios con mano limitada su espíritu.»Y como el Apóstol dice: «Mora en Él la plenitud de la Divinidad toda.» E Isaías: «Y reposará sobre Él el espíritu del Señor.» Y en el Salmo: «Tu Dios te ungió, oh Dios, con unción de alegría sobre todos tus particioneros.» Y con grande razón puso más en Él que juntos en todos, pues eran particioneros suyos, esto es, pues había de venir por Él a ellos, y habían de ser ricos de sus migajas y sobras. Porque la gracia y la virtud divina que el alma de Cristo atesora, no sólo era mayor en grandeza que las virtudes y gracias finitas, y hechas una, de todos los que han sido justos, y son ahora y serán adelante, mas es fuente de donde manaron ellas, que no se disminuye enviándolas, y que tiene manantiales tan no agotables y ricos, que en infinitos hombres más, y en infinitos mundos que hubiese, podría derramar en todos y sobre todos excelencia de virtud y justicia, como un abismo verdadero de bien.

Y como este mundo criado, así en lo que se nos viene a los ojos como en lo que nos encubre su vista, está variado y lleno de todo género y de toda especie y diferencias de bienes, así esta divina alma, para quien y para cuyo servicio esta máquina universal fue criada, y que es, sin ninguna duda, mejor que ella y más perfecta, en sí abraza y contiene lo bueno todo, lo perfecto, lo hermoso, lo excelente y lo heroico, lo admirable y divino. Y como el divino Verbo es una imagen del Padre viva y expresa, que contiene en sí cuantas perfecciones Dios tiene, así esta alma soberana que, como a Él más cercana y enlazada con Él, y que, no sólo de continuo, mas tan de cerca le mira y se remira en Él, y se espeja, y, recibiendo en sí sus resplandores divinos, se fecunda y figura y viste, y engrandece y embellece con ellos, y traspasa a sí sus rayos cuanto es a la criatura posible, y le, remeda y se asemeja, y le retrae tan al vivo que, después de Él, que es la imagen cabal, no hay imagen de Dios como el alma de Cristo. Y los querubines más altos, y todos juntos y hechos uno los ángeles, son rascuños imperfectos, y sombras oscurísimas, y verdaderamente tinieblas en su comparación.

¿Qué diré, pues, de lo que se añade y sigue a esto, que es el lazo que con el Verbo divino tiene, y la personal unión? Que ella sola, cuando todo lo demás faltara, es justicia y riqueza inmensa. Porque ayuntándose el Verbo con aquella dichosa alma, y por ella también con el cuerpo, así la penetra toda y embebe en sí mismo, que con suma verdad no sólo mora Dios en Él, mas es Dios aquel hombre, y tiene aquella alma en sí todo cuanto Dios es: su ser, su saber, su bondad, su poder. Y no solamente en sí lo tiene, mas tan enlazado y tan estrechamente unido consigo mismo, que ni puede desprenderse de Él o desenlazarse, ni es posible que, mientras de Él presa estuviere, o con Él unida en la manera que digo, no viva y se conserve en suma perfección de justicia. Que, como el hierro que la fragua enciende, penetrado y poseído del fuego, y que parece otro fuego, siempre que está en la hornaza es y parece así, y, si de ella no pudiese salir, no tendría, ni tener podría, ni otro parecer ni otro ser, así lanzada toda aquella feliz humanidad y sumida en el abismo de Dios, y poseída enteramente y penetrada por todos sus poros de aquel fuego divino, y firmado con no mudable ley que ha de ser así siempre, es un hombre que es Dios, y un hombre que será Dios cuanto Dios fuere; y cuanto está lejos de no lo ser, tanto está apartada de no tener en su alma toda inocencia y rectitud y justicia.

Que como ella es medianera entre Dios y su cuerpo (porque con él se ayunta Dios por medio del alma) y como los medios comunican siempre con los extremos y tienen algo de la naturaleza de ambos, por eso el alma de Cristo que, como forma de la carne, dice con ella y se le avecina y allega, como mente criada para unirse y enlazarse con Dios, y para recibir en sí y derivar de sí en su cuerpo, así natural como místico, los influjos de la divinidad, fue necesario que se asemejase a Dios, y se levantase en bondad y justicia más ella sola que juntas las criaturas. Y convino que fuese un espejo de bien, y un dechado de aquella suma bondad, y un sol encendido y lleno de aquel sol de justicia, y una luz de luz, y un resplandor de resplandor, y un piélago de bellezas cebado de un abismo bellísimo. Y rodeado y enriquecido con toda aquesta hermosura, y justicia y inocencia y mansedumbre, nuestro santo Cordero como tal, y para serlo cabalmente y del todo, se hizo nuestro único y perfecto sacrificio, aceptando y padeciendo, por darnos justicia y vida, muerte afrentosa en la cruz. En que se ofrece a la lengua infinito; mas digamos sólo el cómo fue sacrificio, y la forma de esta expiación. Que cuando San Juan de este Cordero dice que «quita los pecados del mundo», no solamente dice que los quita, sino que, según la fuerza de la propia palabra, así los quita de nosotros, que los carga sobre sí mismo y les hace como suyos, para ser Él castigado por ellos y que quedásemos libres. De manera que cuanto al cómo fue sacrificio, decimos que lo fue no solamente padeciendo por nuestros pecados, sino tomando primero a nosotros y a nuestros pecados en sí, y juntándolos consigo y cargándose de ellos, para que, padeciendo Él, padeciesen los que con Él estaban juntos, y fuesen allí castigados. En que es gran maravilla que, si padeciéramos en nosotros mismos, doliéranos mucho y valiéranos poco. Y más: como acaece a los árboles que son sin fruto en el suelo do nacen, y trasplantados de él fructifican, así nosotros, traspasados en Cristo, morimos sin pena, y fuenos fructuosa la muerte. Que la maldad de nuestra culpa había pasado tan adelante en nosotros, y extendídose y cundido tanto en el alma, que lo tenía estéril todo y inútil, y no se quitaba la culpa sino pagando la pena, y la pena era muerte.

De manera que, por una parte, nos convenía morir, y por otra, siendo nuestra, era inútil la muerte. Y así fue necesario no sólo que otro muriese, sino también que muriésemos nosotros en otro que fuese tal y tan justo que, por ser en él, tuviese tanto valor nuestra muerte, que nos acarrease la vida. Y como esto era necesario, así fue lo primero que hizo el Cordero en sí, para ser propiamente nuestro sacrificio. Que, como en la ley vieja, sobre la cabeza de aquel animal con que limpiaba sus pecados el pueblo, en nombre de él ponía las manos el sacerdote y decía que cargaba en ella todo lo que su gente pecaba, así Él, porque era también sacerdote, puso sobre sí mismo las culpas y las personas culpadas, y las ayuntó con su alma, como en lo pasado se dijo por una manera de unión espiritual e inefable con que suele Dios juntar muchos en uno, de que los hombres espirituales tienen mucha noticia. Con la cual unión encerró Dios en la humanidad de su Hijo a los que, según su ser natural, estaban de ella muy fuera, y los hizo tan unos con Él, que se comunicaron entre sí y a veces, sus males y sus bienes y sus condiciones; y, muriendo Él, morimos de fuerza nosotros; y, padeciendo el Cordero, padecimos en Él y pagamos la pena que debíamos por nuestros pecados. Los cuales pecados, juntándonos Cristo consigo por la manera que he dicho, los hizo como suyos propios, según que en el Salmo dice: «Cuán lejos de mi salud las voces de mis delitos.» Que llama delitos suyos los nuestros, porque, de hecho, así a ellos como a los autores de ello, tenía sobre los hombros puestos, y tan allegados a sí mismo y tan juntos, que se le pegaron las culpas de ellos, y le sujetaron al azote y al castigo y a la sentencia contra ellos dada por la justicia divina. Y pudo tener en Él asiento lo que no podía ser hecho ni obrado por Él. En que se consideran con nueva maravilla dos cosas: la fuerza del amor y la grandeza de la pena y dolor. El amor, que pudo en un sujeto juntar los extremos de justicia y de culpa; la pena, que nacería en un alma tan limpia cuando se vio, no solamente vecina, sino tan por suya tanta culpa y torpeza. Que sin duda, si bien se considera, veremos ser ésta una de las mayores penas de Cristo, y, si no me engaño, de dos causas que le pusieron en agonía y en sudor de sangre en el huerto, fue ésta la una.

Porque, dejando aparte el ejército de dolores que se le puso delante, y la fuerza que en vencerlos puso, de que dijimos arriba, ¿qué sentimiento sería -¡qué digo, sentimiento!-, qué congoja, qué ansia, qué basca cuando el que es en sí la misma santidad y limpieza, y el que conoce la fealdad del pecado cuanto conocida ser puede, y el que la aborrece y desama cuanto ama su justicia y cuanto a Dios mismo, a quien ama con amor infinito, vio que tanta muchedumbre de culpas (cuantas son todas las que desde el principio hasta el fin cometen los hombres), tan graves, tan enormes, tan feas, y con tantos modos y figuras torpes y horribles, se le entraban por su casa y se le avecinaban al alma, y la cercaban y rodeaban y cargaban sobre ella, y verdaderamente se le apegaban y hacían como suyas, sin serlo ni haberlo podido ser?

¡Qué agonía y qué tormento tan grande, quien aborreció tanto este mal, y quien veía a los ojos cuánto de Dios aborrecido era y huido, verse de él tan cargado; y verse leproso el que en ese mismo tiempo era la salud de la lepra; y como vestido de injusticia y maldad el que en ese mismo tiempo es justicia; y herido y azotado y como desechado de Dios, el que en esa misma hora sanaba las heridas nuestras, y era el descanso del Padre! Así que fue caso de terrible congoja el unir consigo Cristo, purísimo, inocentísimo y justísimo, tantos pecadores y culpas, y el vestirse tal rey, de tanta dignidad, de nuestra vejez y vileza.

Y eso mismo que fue hacerse Cordero de sacrificio, y poner en sí las condiciones y cualidades debidas al Cordero que, sacrificado, limpiaba, fue en cierta manera un gran sacrificio. Y disponiéndose para ser sacrificado, se sacrificaba de hecho con el fuego de la congoja que de tan contrarios extremos en su alma nacía; y, antes de subir a la cruz, le era cruz esa misma carga que para subir a ella sobre sus hombros ponía. Y subido y enclavado en ella, no le rasgaban tanto ni lastimaban sus tiernas carnes los clavos, cuanto le traspasaban con pena el corazón la muchedumbre de malvados y de maldades que ayuntados consigo y sobre sus hombros tenía; y le era menos tormento el desatarse su cuerpo que el ayuntarse en el mismo templo de la santidad tanta y tan grande torpeza. A la cual, por una parte, su santa ánima la abrazaba y recogía en sí para deshacerse por el infinito amor que nos tiene; y, por otra, esquivaba y rehuía su vecindad y su vista, movido de su infinita limpieza, y así peleaba y agonizaba y ardía, como sacrificio aceptísimo; y en el fuego de su pena consumía eso mismo que con su vecindad le penaba, así como lavaba con la sangre que por tantos vertía esas mismas mancillas que la vertían, a que, como si fueran propias, dio entrada y asiento en su casa. De suerte que, ardiendo Él, ardieron en Él nuestras culpas, y bañándose su cuerpo de sangre, se bañaron en sangre los pecadores, y muriendo el Cordero, todos los que estaban en Él, por la misma razón, pagaron lo que el rigor de la ley requería. Que como fue justo que la comida de Adán, porque en sí nos tenía, fuese comida nuestra, y que su pecado fuese nuestro pecado, y que, emponzoñándose él, nos emponzoñásemos todos, así fue justísimo que, ardiendo en la ara de la cruz y sacrificándose este dulce Cordero, en quien estaban encerrados y como hechos uno todos los suyos, cuanto es de su parte quedasen abrasados todos y limpios.

De lo cual, Juliano, veréis con cuánta razón se llama Cristo Cordero, que fue lo que al principio declarar propuse. Y según lo mucho que hay que decir, he declarado algún tanto. Pasemos, si os parece, al nombre de Amado, que, pues tan agradable le fue a Dios el sacrificio de nuestro santo Cordero, sin duda fue amado y lo es por extraordinaria manera.

Viendo Marcelo que daban muestras los dos de gustar que pasase adelante, cobrando un poco de aliento, prosiguió diciendo:

 

Amado

 

Trátase del nombre el Amado, que se te da a Cristo en la Sagrada Escritura,

y explícanse las finezas de amor con que los suyos le aman

 

Y porque, Sabino, veáis que no me pesa de obedeceros, y porque no digáis, como soléis, que siempre os cuesta lo que me oís muchos ruegos, primero que diga del nombre que señalasteis, quiero decir de un otro nombre de Cristo, que las últimas palabras de Juliano, en que dijo ser Él lo que Dios en todas las cosas ama, me le trajeron a la memoria, y es el Amado, que así le llama la Sagrada Escritura en diferentes lugares.

-Maravilla es veros tan liberal, Marcelo -dijo Sabino entonces-, mas proseguid en todo caso, que no es de perder una añadidura tan buena.

-Digo, pues -prosiguió luego Marcelo-, que es llamado Cristo el Amado en la Santa Escritura, como parece por lo que diré. En el libro de los Cantares, la aficionada Esposa le llama con este nombre casi todas las veces; Isaías, en el capítulo quinto, hablando de Él mismo y con Él mismo, le dice: «Cantaré al Amado el cantar de mi tío a su viña.» Y acerca del mismo profeta, en el capítulo veintiséis, donde leemos: «Como la que concibió, al tiempo del parto vocea herida de sus dolores, así nos acaece delante tu cara.» La antigua traslación de los griegos lee de esta manera: «Así nos aconteció con el Amado.» Que, como Orígenes declara, es decir que el Amado, que es Cristo concebido en el alma, la hace sacar a luz y parir, lo que causa grave dolor en la carne, y lo que cuesta, cuando se pone por obra, agonía y gemidos, como es la negación de sí mismo. Y David, al Salmo cuarenta y cuatro, en que celebra los loores y los desposorios de Cristo, le intitula Cantar del Amado. Y San Pablo le llama el hijo del amor, por esta misma razón. Y el mismo Padre celestial, acerca de San Mateo, le nombra su Amado y su Hijo. De manera que es nombre de Cristo éste, y nombre muy digno de Él, y que descubre una su propiedad muy rara y muy poco advertida.

Porque no queremos decir ahora que Cristo es amable o que es merecedor del amor, ni queremos engrandecer su muchedumbre de bienes con que puede aficionar a las almas, que eso es un abismo sin suelo y no es lo propio que en este nombre se dice. Así que no queremos decir que se le debe a Cristo amor infinito, sino decir que es Cristo el Amado, esto es, el que antes ha sido y ahora es y será para siempre la cosa más amada de todas. Y, dejando aparte el derecho, queremos decir del hecho y de lo que pasa en realidad de verdad, que es lo que propiamente importa este nombre, no menos digno de consideración que los demás nombres de Cristo. Porque así como es sobre todo lo que comprende el juicio la grandeza de razones por las cuales Cristo es amable, así es cosa que admira la muchedumbre de los que siempre le amaron, y las veras y las finezas nunca oídas de amor con que los suyos le aman. Muchos merecen ser amados y no lo son, o lo son mucho menos de lo que merecen, mas a Cristo, aunque no se le puede dar el amor que se debe, diosele siempre el que es posible a los hombres. Y si de ellos levantamos los ojos y ponemos en el cielo la vista, es amado de Dios todo cuanto merece, y así es llamado debidamente el Amado, porque ni una criatura sola, ni todas juntas las criaturas, son de Dios tan amadas, y porque Él solo es el que tiene verdaderos amadores de sí. Y aunque la prueba de este negocio es el hecho, digamos primero del dicho, y, antes que vengamos a los ejemplos, descubramos las palabras que nos hacen ciertos de esta verdad, y las profecías que de ella hay en los libros divinos.

Porque lo primero, David, en el Salmo en que trata del reino de este su Hijo y Señor, profetiza como en tres partes esta singularidad de afición con que Cristo había de ser de los suyos querido. Que primero dice: «Adorarle han los reyes todos, todas las gentes le servirán.» Y después añade: «Y vivirá, y daránle del oro de Sabá, y rogarán siempre por Él; bendecirle han todas las gentes.» Y a la postre concluye: «Y será su nombre eterno, perseverará allende del sol su nombre; bendecirse han todos en Él, y daránle bienandanzas.» Que como esta afición que tienen a Cristo los suyos es rarísima por extremo, y David la contemplaba alumbrado con la luz de profeta, admirándose de su grandeza y queriendo decirla, usó de muchas palabras porque no se decía con una. Que dice que la fuerza del amor para con Cristo, que reinaría en los ánimos fieles, les derrocaría por el suelo el corazón adorándole, y los encendería con cuidado vivo para servirle, y les haría que le diesen todo su corazón hecho oro, que es decir hecho amor, y que fuese su deseo continuo rogar que su reino creciese, y que se extendiese más y allende su gloria, y que les daría un corazón tan ayuntado y tan hecho uno con Él, que no rogarían al Padre ninguna cosa que no fuese por medio de Él, y que del hervor del ánimo les saldría el ardor a la boca que les bulliría siempre en loores, a quien ni el tiempo pondría silencio, ni fin el acabarse los siglos, ni pausa el sol cuando él se parare, sino que durarían cuanto el amor que los hace, que sería perpetuamente y sin fin. El cual mismo amor les sería causa a los mismos para que ni tuviesen por bendito lo que Cristo no fuese, ni deseasen bien, ni a otro ni a sí, que no naciese de Cristo, ni pensasen haber alguno que no estuviese en Él, y así juzgasen y confesasen ser suyas todas las buenas suertes y las felices venturas.

También vio estos extremos de amor, con que amarían a Cristo los suyos, el patriarca Jacob, estando vecino a la muerte, cuando profetizando a José, su hijo, sus buenos sucesos, entre otras cosas le dice: «Hasta el deseo de los collados eternos.» Que por cuanto le había bendecido, y juntamente profetizado que en él y en su descendencia florecerían sus bendiciones con grandísimo efecto, y por cuanto conocía que al fin había de perecer toda aquella felicidad en sus hijos, por la infidelidad de ellos, al tiempo que naciese Cristo en el mundo, añadió, y no sin lástima, y dijo: «Hasta el deseo de los eternos collados.» Como diciendo que su bendición en ellos tendría suceso hasta que Cristo naciese.

Que así como cuando bendijo a su hijo Judas le dijo que mandaría entre su gente y tendría el cetro del reino hasta que viniese el Silo, así ahora pone límite y término a la prosperidad de José en la venida del que llama deseo. Y como allí llama a Cristo Silo por encubierta y rodeo, que es decir el enviado o el hijo de ella, o el dador de la abundancia y de la paz, que todas son propiedades de Cristo, así aquí le nombra el deseo de los collados eternos, porque los collados eternos aquí son todos aquellos a quienes la virtud ensalzó, cuyo único deseo fue Cristo. Y es lástima, como decía, que hirió en este punto el corazón de Jacob con sentimiento grandísimo, que viniese a tener fin la prosperidad de sus hijos cuando salía a la luz la felicidad deseada y amada de todos, y que aborreciesen ellos para su daño lo que fue el suspiro y el deseo de sus mayores y padres, y que se forjasen ellos por sus manos su mal en el bien que robaba para sí todos los corazones y amores.

Y lo que decimos deseo aquí, en el original es una palabra que dice una afición que no reposa y que abre de continuo el pecho con ardor y deseo. Por manera que es cosa propia de Cristo, y ordenada para sólo Él, y profetizada de Él antes que naciese en la carne, el ser querido y amado y deseado con excelencia como ninguno jamás ha sido ni querido ni deseado ni amado. Conforme a lo cual fue también lo de Ageo, que hablando de aqueste general objeto de amor y de este señaladamente querido, y diciendo de las ventajas que había de hacer el templo segundo, que se edificaba cuando él escribía, al primer templo que edificó Salomón y fue quemado por los caldeos, dice, por la más señalada de todas, que «vendría a él el deseado de todas las gentes, y que le henchiría de gloria.» Porque así como el bien de todos colgaba de su venida, así le dio por suerte Dios que los deseos e inclinaciones y aficiones de todos se inclinasen a Él. Y esta suerte y condición suya, que el Profeta miraba, la declaró llamándole el deseado de todos.

Mas ¿por ventura no llegó el hecho a lo que la profecía decía, y Él, de quien se dice que sería el deseado y amado, cuando salió a luz no lo fue? Es cosa que admira lo que acerca de esto acontece, si se considera en la manera que es. Porque lo primero puédese considerar la grandeza de una afición en el espacio que dura, que esa es mayor la que comienza primero, y siempre persevera continua, y se acaba o nunca o muy tarde. Pues si queremos confesar la verdad, primero que naciese en la carne Cristo, y luego que los hombres o luego que los ángeles comenzaron a ser, comenzó a prender en sus corazones de ellos su deseo y su amor. Porque, como altísimamente escribe San Pablo, cuando Dios primeramente introdujo a su Hijo en el mundo, se dijo: «Y adórenle todos sus ángeles.» En que quiere significar y decir que, luego y en el principio que el Padre sacó las cosas a luz y dio ser y vida a los ángeles, metió en la posesión de ello a Cristo, su Hijo, como a heredero suyo y para quien se crió, notificándoles algo de lo que tenía en su ánimo acerca de la Humanidad de Jesús, señora que había de ser de todo y reparadora de todo, a la cual se la propuso como delante los ojos, para que fuese su esperanza y su deseo y su amor.

Así que, cuanto son antiguas las cosas, tan antiguo es ser Jesucristo amado de ellas, y, como si dijésemos, en sus amores de Él se comenzaron los amores primeros, y en la afición de su vista se dio principio al deseo, y su caridad se entró en los pechos angélicos, abriendo la puerta ella antes que ningún otro que de fuera viniese. Y en la manera que San Juan le nombra «Cordero sacrificado desde el origen del mundo», así también le debemos llamar bien amado y deseado desde luego que nacieron las cosas; porque así como fue desde el principio del mundo sacrificado en todos los sacrificios que los hombres a Dios ofrecieron desde que comenzaron a ser, porque todos ellos eran imagen del único y grande sacrificio de este nuestro Cordero, así en todos ellos fue este mismo Señor deseado y amado. Porque todas aquellas imágenes, y no solamente aquellas de los sacrificios, sino otras innumerables que se compusieron de las obras y de los sucesos y de las personas de los padres pasados, voces eran que testificaban este nuestro general deseo de Cristo, y eran como un pedírsele a Dios, poniéndole devota y aficionadamente tantas veces su imagen delante. Y como los que aman una cosa mucho, en testimonio de cuánto la aman, gustan de hacer su retrato y de traerlo siempre en las manos, así el hacer los hombres tantas veces y tan desde el principio imágenes y retratos de Cristo, ciertas señales eran del amor y el deseo de Él que les ardía en el pecho. Y así las presentaban a Dios para aplacarle con ellas, que las hacían también para manifestar en ellas su fe para con Cristo y su deseo secreto.

Y este deseo y amor de Cristo, que digo que comenzó tan temprano en hombres y en ángeles, no feneció brevemente; antes se continuó con el tiempo y persevera hasta ahora, y llegará hasta el fin y durará cuando la edad se acabare, y florecerá fenecidos los siglos, tan grande y tan extendido cuanto la eternidad es grande y se extiende, porque siempre hubo y siempre hay y siempre ha de haber almas enamoradas de Cristo. Jamás faltarán vivas demostraciones de este bienaventurado deseo; siempre sed de Él, siempre vivo el apetito de verle, siempre suspiros dulces, testigos fieles del abrasamiento del alma. Y como las demás cosas, para ser amadas, quieran primero ser vistas y conocidas, a Cristo le comenzaron a amar los ángeles y los hombres sin verle y con solas sus nuevas. Las imágenes y las figuras suyas, o, diremos mejor aún, las sombras oscuras que Dios les puso delante y el rumor sólo suyo y su fama, les encendió los espíritus con increíbles ardores. Y por eso dice divinamente la Esposa: «En el olor de tus olores corremos, las doncellicas te aman.» Porque sólo el olor de este gran bien, que tocó en los sentidos recién nacidos y como donceles del mundo, les robó por tal manera las almas, que las llevó en su seguimiento encendidas. Y conforme a esto es también lo que dice el Profeta: «Esperamos en Ti; tu nombre y tu recuerdo, deseo del alma; mi alma te deseó en la noche.» Porque en la noche, que es, según Teodoreto declara, todo el tiempo desde el principio del mundo hasta que amaneció Cristo en él como luz, cuando a malas penas se divisaba, llevaba a sí los deseos; y su nombre, apenas oído, y unos como rastros suyos impresos en la memoria, encendían las almas.

Mas ¿cuántas almas?, pregunto. ¿Una o dos, o a lo menos no muchas? Admirable cosa es los ejércitos sinnúmero de los verdaderos amadores que Cristo tiene y tendrá para siempre. Un amigo fiel es negocio raro y muy dificultoso de hallar. Que, como el Sabio dice: «El amigo fiel es fuerte defensa; el que le hallare, habrá hallado un tesoro.» Mas Cristo halló y halla infinitos amigos, que le aman con tanta fe, que son llamados los fieles entre todas las gentes, como con nombre propio y que a ellos solos conviene. Porque en todas las edades del Siglo y en todos los años de él, y podemos decir que en todas sus horas, han nacido y vivido almas que entrañablemente le amen. Y es más hacedero y posible que le falte la luz al sol, que faltar en el mundo hombres que le amen y adoren. Porque este amor es el sustento del mundo, y el que le tiene como de la mano para que no desfallezca. Porque no es el mundo más de cuanto se hallare en él que quien por Cristo se abrase.

Que en la manera como todo lo que vemos se hizo para fin y servicio y gloria de Cristo, según que dijimos ayer, así en el punto que faltase en el suelo quien le reconociese y amase y sirviese, se acabarían los siglos, como ya inútiles para aquello a que son. Pues si el sol, después que comenzó su carrera, en cada una vuelta suya produce en la tierra amadores de Cristo, ¿quién podrá contar la muchedumbre de los que amaron y aman a Cristo?

Y aunque Aristóteles pregunta si conviene tener uno muchos amigos, y concluye que no conviene -pero sus razones tienen fuerza en la amistad de la tierra, adonde, como en sujeto no propio, prende siempre y fructifica con imperfección el amor-, mas esa es la excelencia de Cristo, y una de las razones por donde le conviene ser amado con propiedad: que da lugar a que le amen muchos como si le amara uno solo, sin que los muchos se estorben y sin que Él se embarace en responderse con tantos. Porque si los amigos, como dice Aristóteles, no han de ser muchos, porque para el deleite bastan pocos, porque el deleite no es el mantenimiento de la vida, sino como la salsa de ella, que tiene su límite, en Cristo esta razón no vale, porque sus deleites, por grandes que sean, no se pueden condenar por exceso.

Y si teniendo respeto al interés, que es otra razón, no nos convienen porque hemos de acudir a sus necesidades, a que no puede bastar la vida ni la hacienda de uno si los amigos son muchos, tampoco tiene esto lugar, porque su poder de Cristo, haciendo bien, no se cansa, ni su riqueza repartida se disminuye, ni su alma se ocupa aunque acuda a todos y a todas sus cosas. Ni menos impide aquí lo que entre los hombres estorba: que (y es la tercera razón) no se puede tener amistad con muchos si ellos también entre sí no son amigos. Y es dificultoso negocio que muchos entre sí mismos y con un otro tercero, guarden verdadera amistad. Porque Cristo, en los que le aman, Él mismo hace el amor y se pasa a sus pechos de ellos y vive en sus almas, y por la misma razón hace que tengan todos una misma alma y espíritu. Y es fácil y natural que los semejantes y los unos se amen. Y si nosotros no podemos cumplir con muchos amigos, porque acontecería en un mismo tiempo, como el mismo filósofo dice, ser necesario sentir dolor con los unos y placer con los otros, Cristo, que tiene en su mano nuestro dolor y placer, y que nos le reparte cuando y como conviene, cumple a un mismo tiempo dulcísimamente con todos. Y puede Él, porque nació para ser por excelencia el Amado, lo que no podemos los hombres, que es amar a muchos con estrechez y extremo. Que el amor no lo es, si es tibio o mediano, porque la amistad verdadera es muy estrecha, y así nosotros no valemos sino para con pocos. Mas Él puede con muchos, porque tiene fuerza para lanzarse en el alma de cada uno de los que le aman, y para vivir en ella y abrazarse con ella cuan estrechamente quisiere.

De todo lo cual se concluye que Cristo, como a quien conviene el ser amado entre todos, y como aquél que es el sujeto propio del amor verdadero, no solamente puede tener muchos que le amen y con estrecha amistad, mas debe tenerlos, y así de hecho los tiene porque son sus amadores sin cuento. ¿No dice en los Cantares la Esposa: «Sesenta son sus reinas y ochenta sus aficionadas, y de las doncellicas que le aman no hay cuento»? Pues la Iglesia ¿qué le dice cuando le canta que se recrea entre las azucenas, rodeado de danzas y de coros de vírgenes?

Mas San Juan, en su revelación, como testigo de vista, lo pone fuera de toda duda, diciendo que vio «una muchedumbre de gente que no podía ser contada, que delante del trono de Dios asistían ante la faz del Cordero, vestidos de vestiduras blancas y con ramos de palma en las manos.» Y si los aficionados que tiene entre los hombres son tantos, ¿qué será si ayuntamos con ellos a todos los santos ángeles, que son también suyos en amor y en fidelidad y en servicio? Los cuales, sin ninguna comparación, exceden en muchedumbre a las cosas visibles, conforme a lo que Daniel escribía: que asisten a Dios, y le sirven millares de millares, y de cuentos y de millares. Cosa, sin duda, no solamente rara y no vista, sino ni pensada ni imaginada jamás, que sea uno amado de tantos, y que una naturaleza humana de Cristo ábrase en amor a todos los ángeles, y que se extienda tanto la virtud de este bien, que encienda afición de sí casi en todas las cosas.

Y porque dije casi en todas, podemos, Juliano, decir que las que ni juzgan ni sienten, las que carecen de razón y las que no tienen ni razón ni sentido, apetecen también a Cristo y se le inclinan amorosamente, tocadas de este su fuego, en la manera que su natural lo consiente. Porque lo que la Naturaleza hace (que inclina a cada cosa al amor de su propio provecho sin que ella misma lo sienta), eso obró Dios, que es por quien la naturaleza se guía, inclinando al deseo de Cristo aun a lo que no siente ni entiende. Porque todas las cosas guiadas de un movimiento secreto, amando su mismo bien, le aman también a Él y suspiran con su deseo y gimen por su venida, en la manera que el Apóstol escribe: «La esperanza de toda la criatura se endereza a cuándo se descubrirán los hijos de Dios: que ahora está sujeta a corrupción fuera de lo que apetece, por quien a ello le obliga y la mantiene con esta esperanza. Porque cuando los hijos de Dios vinieren a la libertad de su gloria, también esta criatura será libertada de su servidumbre y corrupción. Que cosa sabida es que todas las criaturas gimen y están como de parto hasta aquel día.» Lo cual no es otra cosa sino un apetito y un deseo de Jesucristo, que es el autor de esta libertad que San Pablo dice y por quien todo vocea. Por manera que se inclinan a Él los deseos generales de todo, y el mundo con todas sus partes le mira y abraza.

Conforme a lo cual, y para significación de ello, decía en los Cantares la Esposa que «Salomón hizo para sí una litera de cedro, cuyas columnas eran de plata, y los lados de la silla de oro, y el asiento de púrpura, y, en medio, el amor de las hijas de Jerusalén.» Porque esta litera, en cuyo medio Cristo reside y se asienta, es lo mismo que este templo del universo, que, como digo, Él mismo hizo para sí en la manera como para tal Rey convenía, rico y hermoso, y lleno de variedad admirable, y compuesto, y, como si dijésemos, artizado con artificio grandísimo. En el cual se dice que anda Él como en litera, porque todo lo que hay en él le trae consigo, y le demuestra y le sirve de asiento. En todo está, en todo vive, en todo gobierna, en todo resplandece y reluce. Y dice que está en medio, y llámale por nombre el amor encendido de las hijas de Jerusalén, para decir que es el amor de todas las cosas, así las que usan de entendimiento y razón, como las que carecen de ella y las que no tienen sentido. Que a las primeras llama hijas de Jerusalén, y en orden de ellas le nombra amor encendido, para decir que se abrasan amándole todos los hijos de paz, o sean hombres o ángeles. Y las segundas demuestra por la litera, y por las partes ricas que la componen -la caja, las columnas, el recodadero y el respaldar, y la peana y asiento- respecto de todo lo cual dice que este amor está en medio, para mostrar que todo ello le mira, y que, como al centro de todo, su peso de cada uno le lleva a Él los deseos de todas las partes derecha y fielmente, como van al punto las rayas desde la vuelta del círculo.

Y no se contentó con decir que Cristo tiene el medio y el corazón de esta universalidad de las cosas, para decir que le encierran todas en sí, ni se contentó con llamarle amor de ellas, para demostrar que todas le aman, sino añadió más, y llamóle amor encendido con una palabra de tanta significación como es la original que allí pone, que significa, no encendimiento como quiera, sino encendimiento grande e intenso y como lanzado en los huesos, y encendimiento cual es el de la brasa, en que no se ve sino fuego. Y así diremos bien aquí: el amor abrasado o el amor que convierte en brasa los corazones de sus amigos, para encarecer así mejor la fineza de los que le aman.

Porque no es tan grande el número de los amadores que tiene este Amado, con ser tan fuera de todo número como dicho tenemos, cuanto es ardiente y firme y vivo, y por maravilloso modo entrañable el amor que le tienen. Porque, a la verdad, lo que más aquí admira es la viveza y firmeza y blandura, y fortaleza y grandeza de amor con que es amado Cristo de sus amigos. Que personas ha habido, unas de ellas naturalmente bienquistas, otras que, o por su industria o por sus méritos, han allegado a sí las aficiones de muchos, otras que, enseñando sectas y alcanzando grandes imperios, han ganado acerca de las naciones y pueblos reputación y adoración y servicio. Mas, no digo uno de muchos, pero ni uno de otro particular íntimo amigo suyo, fue jamás amado con tanto encendimiento y firmeza y verdad, como Cristo lo es de todos sus verdaderos amigos, que son, como dicho hemos, sin número.

Que si, como escribe el Sabio, «el amigo leal es medicina de vida, y hállanle los que temen a Dios; que el que teme a Dios hallará amistad verdadera, porque su amigo será otro como él», ¿qué podremos decir de la leal y verdadera amistad de los amigos que Cristo tiene y de quien es amado, si han de responder a lo que Él ama a Dios, y si le han de ser semejantes a otros tales como Él? Claro es que, conforme a esta regla del Sabio, quien es tan verdadero y tan bueno ha de tener muy buenos y muy verdaderos amigos; y que quien ama a Dios y le sirve según que es hombre, con mayor intención y fineza que todas las criaturas juntas, es amado de sus amigos más firme y verdaderamente que lo fue jamás criatura ninguna. Y claro es que el que nos ama y nos recuesta, y nos solicita y nos busca, y nos beneficia y nos allega a sí y nos abraza con tan increíble y no oída afición, al fin no se engaña en lo que hace ni es respondido de sus amigos con amor ordinario.

Y conócese aquesto aún por otra razón: porque Él mismo se forja los amigos y les pone en el corazón el amor en la manera que Él quiere. Y cuanto de hecho quiere ser amado de los suyos, tanto los suyos le aman, pues cierto es que quien ama tanto como Cristo nos ama, quiere y apetece ser amado de nosotros por extremada manera. Porque el amor solamente busca y solamente desea el amor. Y cierto es que, pues nos hace que le seamos amigos, nos hace tales amigos cuales nos quiere y desea, y que, pues enciende este fuego, le enciende conforme a su voluntad, vivo y grandísimo.

Que si los hombres y los ángeles amaran a Cristo de su cosecha, y a la manera de su poder natural, y según su sola condición y sus fuerzas, que es decir al estilo tosco suyo y conforme a su aldea, bien se pudiera tener su amor para con Él por tibio y por flaco. Mas si miramos quién los atiza de dentro, y quién los despierta y favorece para que le puedan amar, y quién principalmente cría el amor en sus almas, luego vemos no solamente que es amor de extraordinario metal, sino también que es incomparablemente ardentísimo, porque el Espíritu Santo mismo, que es de su propiedad el amor, nos enciende de sí para con Cristo, lanzándose por nuestras entrañas, según lo que dice San Pablo: «La caridad de Dios nos ha sido derramada por los corazones por el Espíritu Santo, que nos han dado.»

Pues ¿qué no será, o cuáles quilates le faltarán, o a qué fineza no allegará el amor que Dios en el hombre hace, y que enciende con el soplo de su Espíritu propio? ¿Podrá ser menos que amor nacido de Dios y, por la misma razón, digno de Él, y hecho a la manera del cielo, adonde los serafines se abrasan? O ¿será posible que la idea, como si dijésemos, del amor, y el amor con que Dios mismo se ama críe amor en mí que no sea en firmeza fortísimo, y en blandura dulcísimo, y en propósito determinado para todo y osado, y en ardor fuego, y en perseverancia perpetuo y en unidad estrechísimo? Sombra son sin duda, Sabino, y ensayos muy imperfectos de amor, los amores todos con que los hombres se aman, comparados con el fuego que arde en los amadores de Cristo, que por eso se llama por excelencia el Amado, porque hace Dios en nosotros, para que le amemos, un amor diferenciado de los otros amores, y muy aventajado entre todos.

Mas ¿qué no hará por afinar el amor de Cristo en nosotros quien es Padre de Cristo, quien le ama como a único Hijo quien tiene puesta en sólo Él toda su satisfacción y su amor? Que así dice San Pablo de Dios, que Jesucristo es su Hijo de amor, que es decir, según la propiedad de su lengua, que es el Hijo a quien ama Dios con extremo. Pues si nace de este divino Padre que amemos nosotros a Cristo, su Hijo, cierto es que nos encenderá a que le amemos, si no en el grado que Él le ama, a lo menos en la manera que le ama Él. Y cierto es que hará que el amor de los amadores de Cristo sea como el suyo, y de aquel linaje y metal único, verdadero, dulce, cual nunca en la tierra se conoce ni ve: porque siempre mide Dios los medios con el fin que pretende. Y en que los hombres amen a Cristo, su Hijo, que les hizo Hombre, no sólo para que les fuese Señor, sino para que tuviesen en Él la fuente de todo su bien y tesoro; así que en que los hombres le amen, no solamente pretende que se le dé su debido, sino pretende también que, por medio del amor, se hagan unos con Él y participen sus naturalezas humana y divina, para que de esta manera se les comuniquen sus bienes. Como Orígenes dice: «Derrámase la abundancia de la caridad en los corazones de los santos para que por ella participen de la naturaleza de Dios, y para que, por medio de este don del Espíritu Santo, se cumpla en ellos aquella palabra del Señor: Como Tú, Padre, estás en Mí y Yo en Ti, sean éstos así unos en nosotros: conviene a saber, comunicándoseles nuestra naturaleza por medio del amor abundantísimo que les comunica el Espíritu.»

Pregunto, pues: ¿qué amor convendrá que sea el que hace una obra tan grande? ¿Qué amistad la que llega a tanta unidad? ¿Qué fuego el que nos apura de nuestra tanta vileza, y nos acendra y nos sube de quilates hasta allegamos a Dios? Es, sin duda, finísimo, y, como Orígenes dice, abundantísimo, el amor que en los pechos enamorados de Cristo cría el Espíritu Santo. Porque lo cría para hacer en ellos la mayor y más milagrosa obra de todas, que es hacer dioses a los hombres, y transformar en oro fino nuestro lodo vil y bajísimo. Y como si en el arte de alquimia, por sólo el medio del fuego, convirtiese uno en oro verdadero un pedazo de tierra, diríamos ser aquel fuego extremadamente vivo y penetrable y eficaz y de incomparable virtud, así el amor con que de los pechos santos es amado este Amado, y que en Él los transforma, es sobre todo amor entrañable y vivísimo, y es, no ya amor, sino como una sed y una hambre insaciable con que el corazón que a Cristo ama se abraza con Él y se entraña y, como Él mismo lo dice, le come y le traspasa a las venas.

Que para declarar la grandeza de él y su ardor, el amar los santos a Cristo llama la Escritura comer a Cristo. «Los que me comieren, dice, aún tendrán hambre de mí.» Y: «Si no comiereis mi carne y bebiereis mi sangre, no tendréis vida en vosotros.» Que es también una de las causas por que dejó en el Sacramento de la Hostia su cuerpo, para que en la manera que con la boca y con los dientes, en aquellas especies y figuras de pan, comen los fieles su carne y la pasan al estómago y se mudan en ella ellos, como ayer se decía, así en la misma manera en sus corazones, con el fuego del amor, le coman y le penetren en sí, como de hecho lo hacen los que son sus verdaderos amigos, los cuales, como decíamos, abrasándose en Él, andan si lo debemos decir así, desalentados y hambrientos por Él.

Porque, como dice el Macario: «Si el amor que nace de la comunicación de la carne divide del padre y de la madre y de los hermanos, y toda su afición pone en el consorte, como es escrito: por tanto, dejará el hombre al padre y a la madre, y se juntará con su mujer y serán un cuerpo los dos, pues si el amor de la carne así desata al hombre de todos los otros amores, ¿cuánto más todos los que fueren dignos de participar con verdad aquel don amable y celestial del espíritu quedarán libres y desatados de todo el amor de la tierra, y les parecerán todas las cosas de ella superfluas e inútiles, por causa de vencer en ellos y ser rey en sus almas el deseo del cielo? Aquello apetecen, en aquello piensan de continuo, allí viven, allí andan con sus discursos, allí su alma tiene todo su trato, venciéndolo todo y levantando bandera en ellos el amor celestial y divino, y la afición del espíritu.»

Mas veremos evidentemente la grandeza no medida de este amor que decimos, si miráremos la muchedumbre y la dificultad de las cosas que son necesarias para conservarle y tenerle. Porque no es mucho amar a uno si, para alcanzar y conservar su amistad, es poco lo que basta. Aquel amor es verdaderamente grande y de subidos quilates, que vence grandes dificultades. Aquél ama de veras que rompe por todo, que ningún estorbo le puede hacer que no ame; que no tiene otro bien sino al que ama; que, con tenerle a él, perder todo lo demás no lo estima; que niega todos sus propios gustos por gustar del amor solamente; que se desnuda todo de sí para no ser más de amor, cuales son los verdaderos amadores de Cristo.

Porque para mantener su amistad es necesario, lo primero, que se cumplan sus mandamientos. «Quien me ama a Mí, dice, guardará lo que Yo le mando», que es, no una cosa sola, o pocas cosas en número, o fáciles para ser hechas, sino una muchedumbre de dificultades sin cuento porque es hacer lo que la razón dice, y lo que la justicia manda y la fortaleza pide, y la templanza y la prudencia y todas las demás virtudes estatuyen y ordenan. Y es seguir en todas las cosas el camino fiel y derecho, sin torcerse por el interés, ni condescender por el miedo, ni vencerse por el deleite, ni dejarse llevar de la honra, y es ir siempre contra nuestro mismo gusto, haciendo guerra al sentido. Y es cumplir su ley en todas las ocasiones, aunque sea posponiendo la vida. Y es negarse a sí mismo, y tomar sobre sus hombros su cruz y seguir a Cristo esto es, caminar por donde Él caminó y poner en sus pisadas las nuestras. Y, finalmente, es despreciar lo que se ve y desechar los bienes que con el sentido se tocan, y aborrecer lo que la experiencia demuestra ser apacible y ser dulce, y aspirar a sólo lo que no se ve ni se siente, y desear sólo aquello que se promete y se cree, fiándolo todo de su sola palabra.

Pues el amor que con tanto puede, sin duda tiene gran fuerza. Y sin duda es grandísimo el fuego a quien no amata tanta muchedumbre de agua. Y sin duda lo puede todo, y sale valerosamente con ello, este amor que tienen con Jesucristo los suyos. ¿Qué dice el Esposo a su Esposa?: «La muchedumbre del agua no puede apagar la caridad, ni anegarla los ríos.» Y San Pablo, ¿qué dice?: «La caridad es sufrida, bienhechora; la caridad carece de envidia, no lisonjea ni tacañea, no se envanece, ni hace de ninguna cosa caso de afrenta; no busca su interés, no se encoleriza; no imagina hacer mal ni se alegra del agravio, antes se alegra con la verdad; todo lo lleva, todo lo cree, todo lo sufre.» Que es decir que el amor que tienen sus amadores con Cristo no es un simple querer ni una sola y ordinaria afición, sino un querer que abraza en sí todo lo que es bien querer, y una virtud que atesora en sí juntas las riquezas de las virtudes, y un encendimiento que se extiende por todo el hombre y le enciende en sus llamas.

Porque decir que es sufrida, es decir que hace un ánimo ancho en el hombre, con que lleva con igualdad todo lo áspero que sucede en la vida, y con que vive entre los trabajos con descanso, y en las turbaciones quieto, y en los casos tristes alegre, y en las contradicciones en paz, y en medio de los temores sin miedo. Y que, como una centella, si cayese en la mar, ella luego se apagaría y no haría daño en el agua, así cualquier acontecimiento duro, en el alma a quien ensancha este amor, se deshace y no empece. Que el daño, si viniere, no conmueve esta roca, y la afrenta, si sucediere, no desquicia esta torre, y las heridas, si golpearen, no doblan a este diamante. Y añadir que es liberal y bienhechora, es afirmar que no es sufrida para ser vengativa, ni calla para guardarse a su tiempo, ni ensancha el corazón con deseo de mejor sazón de venganza, sino que, por imitar a quien ama, se engolosina en el hacer bien a los otros. Y que vuelve buenas obras a aquellos de quienes las recibe muy malas. Y porque este su bien hacer es virtud y no miedo, por eso dice luego el Apóstol que no lisonjea ni es tacaña, esto es, que sirve a la necesidad del prójimo, por más enemigo que le sea, pero que no consiente en su vicio ni le halaga por de fuera y le aborrece en el alma, ni le es tacaña e infiel. Y dice que no se envanece, que es decir que no hace estima de sí, ni se hincha vanamente, para descubrir en ello la raíz del sufrimiento y del ánimo largo que tiene este amor.

Que los soberbios y pundonorosos son siempre mal sufridos, porque todo les hiere. Mas es propiedad de todo lo que es de veras amor, ser humildísimo con aquello a quien ama. Y porque la caridad que se tiene con Cristo, por razón de su incomparable grandeza, ama por Él a todos los hombres, por el mismo caso desnuda de toda altivez al corazón que posee y le hace humilde con todos. Y con esto dice lo que luego se sigue, que no hace de ninguna cosa caso de afrenta. En que no solamente se dice que el amor de Jesucristo en el alma, las afrentas y las injurias que otros nos hacen, por la humildad que nos cría y por la poca estima nuestra que nos enseña, no las tiene por tales, sino dice también que no se desdeña ni tiene por afrentoso o indigno de sí ningún ministerio, por vil y bajo que sea, como sirva en él a su Amado en sus miembros.

Y la razón de todo es lo que añade tras esto: que no busca su interés, ni se enoja de nada. Toda su inclinación es al bien, y por eso el dañar a los otros aun no lo imagina; los agravios ajenos y que otros padecen son los que solamente le duelen, y la alegría y felicidad ajena es la suya. Todo lo que su querido Señor le manda hace, todo lo que le dice lo cree, todo lo que se detuviere le espera, todo lo que le envía lo lleva con regocijo, y no halla ninguno, si no es en sólo Él, a quien ama.

Que como un grande enamorado bien dice: «Así como en las fiebres el que está inflamado con calentura aborrece y abomina cualquier mantenimiento que le ofrecen, por más gustoso que sea, por razón del fuego del mal que le abrasa y se apodera de él y le mueve, por la misma manera, aquellos a quien enciende el deseo sagrado del Espíritu celestial, y a quien llaga en el alma el amor de la caridad de Dios, y en quienes se enviste, y de quien se apodera el fuego divino que Cristo vino a poner en la tierra, y quiso que con presteza prendiese, y lo que se abrasa, como dicho es, en deseos de Jesucristo, todo lo que se precia en este siglo, él lo tiene por desechado y aborrecible, por razón de fuego de amor que le ocupa y enciende. Del cual amor no los puede desquiciar ninguna cosa, ni del suelo, ni del cielo, ni del infierno. Como dice el Apóstol: ¿Quién será poderoso para apartarnos del amor de Jesucristo?, con lo que se sigue. Pero no se permite que ninguno halle al amor celestial del espíritu si no se enajena de todo lo que este siglo contiene, y se da a sí mismo a sola la inquisición del amor de Jesús, libertando su alma de toda solicitud terrenal, para que pueda ocuparse solamente en un fin, por medio del cumplimiento de todo cuanto Dios manda.»

Por manera que es tan grande este amor que desarraiga de nosotros cualquiera otra afición, y queda él señor universal de nuestra alma; y como es fuego ardentísimo, consume todo lo que se opone, y así destierra del corazón los otros amores de las criaturas, y hace él su oficio por ellos, y las ama a todas mucho más y mejor que las amaban sus propios amores. Que es otra particularidad y grandeza de este amor con que es amado Jesús, que no se encierra en sólo Él, sino en Él y por Él abraza a todos los hombres y los mete dentro de sus entrañas con una afición tan pura, que en ninguna cosa mira a sí mismo; tan tierna, que siente sus males más que los propios; tan solícita, que se desvela en su bien; tan firme, que no se mudará de ellos si no se muda de Cristo.

Y como sea cosa rarísima que un amigo, según la amistad de la tierra, quiera por su amigo padecer muerte, es tan grande el amor de los buenos con Cristo que, porque así le place a Él, padecerán ellos daños y muerte, no sólo por los que conocen, sino por los que nunca vieron, y no sólo por los que los aman, sino también por quien los aborrece y persigue. Y llega este Amado a ser tan amado, que por Él lo son todos. Y en la manera como, en las demás gracias y bienes, es Él la fuente del bien que se derrama en nosotros, así en esto lo es. Porque su amor, digo el que los suyos le tienen, nos provee a todos y nos rodea de amigos que, olvidados por nosotros, nos buscan; y, no conocidos, nos conocen; y, ofendidos, nos desean y nos procuran el bien, porque su deseo es satisfacer en todo a su Amado, que es el Padre de todos. Al cual aman con tan subido querer cual es justo que lo sea el que hace Dios con sus manos, y por cuyo medio nos pretende hacer dioses, y en quien consiste el cumplimiento de todas sus leyes, y la victoria de todas las dificultades, y la fuerza contra todo lo adverso, y la dulzura en lo amargo, y la paz y la concordia, y el ayuntamiento y abrazo general y verdadero con que el mundo se enlaza.

Mas ¿para qué son razones en lo que se ve por ejemplos? Oigamos lo que algunos de estos enamorados de Cristo dicen, que en sus palabras veremos su amor y, por las llamas que despiden sus lenguas, conoceremos el infinito fuego que les ardía en los pechos. San Pablo, ¿qué dice?: «¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, por ventura, o la angustia, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la persecución, o la espada?» Y luego: «Cierto soy que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni los poderíos, ni lo presente ni lo porvenir, ni lo alto ni lo profundo, ni, finalmente, criatura ninguna nos podrá apartar del amor de Dios en Nuestro Señor Jesucristo.» ¡Qué ardor! ¡Qué llama! ¡Qué fuego!

Pues el del glorioso Ignacio ¿cuál era? «Yo escribo, dice, a todos los fieles, y les certifico que muero por Dios con voluntad y alegría. Por lo cual os ruego que no me seáis estorbo vosotros. Ruéganos mucho que no me seáis malos amigos. Dejadme que sea manjar de las fieras, por cuyo medio conseguiré a Jesucristo. Trigo suyo soy, y tengo de ser molido con los dientes de los leones para quedar hecho pan limpio de Dios. No pongáis estorbo a las fieras; antes las convidad con regalo, para que sean mi sepultura y no dejen fuera de sí parte de mi cuerpo ninguna. Entonces seré discípulo verdadero de Cristo, cuando ni mi cuerpo fuere visto en el mundo. Rogad por mí al Señor que, por medio de estos instrumentos, me haga su sacrificio. No os pongo yo leyes como San Pedro o San Pablo, que aquellos eran apóstoles de Cristo, y yo soy una cosa pequeña; aquéllos eran libres como siervos de Cristo, yo hasta ahora solamente soy siervo. Mas si, como deseo, padezco, seré siervo libertado de Jesucristo y resucitaré en Él del todo libre. Ahora, aprisionado por Él, aprendo a no desear cosa alguna vana y mundana. Desde Siria hasta Roma voy echado a las bestias. Por mar y por tierra, de noche y de día, voy atado a diez leopardos que, bien tratados, se hacen peores. Mas sus excesos son mi doctrina, y no por eso soy justo. Deseo las fieras que me están aguardando, y ruego verme presto con ellas, a las cuales regalaré y convidaré que me traguen de presto, y que no hagan conmigo lo que con otros, que no osaron tocarlos. Y si ellas no quisieren de su voluntad, yo las forzaré que me coman. Perdonadme, hijos, que yo sé bien lo que me conviene. Ahora comienzo a aprender a no apetecer nada de lo que se ve o no se ve, a fin de alcanzar al Señor. Fuego y cruz y bestias fieras, heridas, divisiones, quebrantamientos de huesos, cortamientos de miembros, desatamiento de todo el cuerpo, y cuanto puede herir el demonio venga sobre mí, como solamente gane yo a Cristo. Nada me servirá toda la tierra, nada los reinos de este siglo. Muy mejor me es a mí morir por Cristo, que ser rey de todo el mundo. Al Señor deseo, al Hijo verdadero de Dios, a Cristo Jesús, al que murió y resucitó por nosotros. Perdonadme, hermanos míos, no me impidáis el caminar a la vida, que Jesús es la vida de los fieles. No queráis que muera yo, que muerte es la vida sin Cristo.»

Mas veamos ahora cómo arde San Gregorio el teólogo. «¡Oh luz del Padre! dice, ¡oh palabra de aquel entendimiento grandísimo, aventajado sobre toda palabra! ¡Oh luz infinita de luz infinita! Unigénito, figura del Padre, sello del que no tiene principio, resplandor que juntamente resplandece con Él, fin de los siglos, clarísimo, resplandeciente, dador de riquezas inmensas, asentado en trono alto, celestial, poderoso, de infinito valor, gobernador del mundo, y que das a todas las cosas fuerza que vivan. Todo lo que es y lo que será, Tú lo haces. Sumo artífice, a cuyo cargo está todo. Porque a Ti ¡oh Cristo! se debe que el sol en el cielo con sus resplandores quite a las estrellas su luz, así como en comparación de tu luz son tinieblas los más claros espíritus. Obra tuya es que la luna, luz de la noche, vive a veces y muere, y torna llena después, y concluye su vuelta. Por Ti, el círculo que llamamos Zodiaco, y aquella danza, como si dijésemos, tan ordenada del cielo, pone sazón y debidas leyes al año, mezclando sus partes entre sí, y templándolas, como sin sentir, con dulzura. Las estrellas, así las fijas como las que andan y tornan, son pregoneros de tu saber admirable. Luz tuya son todos aquellos entendimientos del cielo que celebran la Trinidad con sus cantos. También el hombre es tu gloria, que colocaste en la tierra como ángel tuyo pregonero y cantor. ¡Oh lumbre clarísima, que por mí disimulas tu gran resplandor! ¡Oh inmortal, y mortal por mi causa! Engendrado dos veces. Alteza libre de carne, y a la postre, para mi remedio, de carne vestida. A Ti vivo, a Ti hablo, soy víctima tuya; por Ti la lengua encadeno, y ahora por Ti la desato: pídote, Señor, que me des callar y hablar como debo.»

Mas oigamos algo de los regalos de nuestro enamorado Augustino. «¿Quién me dará, dice, Señor, que repose yo en Ti? ¿Quién me dará que vengas, Tú, Señor, a mi pecho y que le embriagues, y que olvide mis males y que abrace a Ti sólo, mi bien? ¿Quién eres, Señor, para mí (dame licencia que hable), o quién soy yo para Ti, que mandas que te ame y, si no lo hago, te enojas conmigo, y me amenazas con grandes miserias, como si fuese pequeña el mismo no amarte? ¡Ay triste de mí! Dime, por tus piedades, Señor y Dios mío quién eres para mí. Di a mi alma: Yo soy tu salud. Dilo como lo oiga. Ves delante de Ti mis oídos del alma; Tú los abre, Señor, y dile a mi espíritu: Yo soy tu salud, Correré en pos de esta voz y asiréte. No quieras, Señor, esconderme tu cara. Moriré para no morir si la viere. Estrecha casa es mi alma para que a ella vengas, más ensánchala Tú. Caediza es, mas Tú la repara. Cosas tiene que ofenderán a tus ojos: sélo y confiésolo. Mas ¿quién la hará limpia, o a quién vocearé sino a Ti? Límpiame, Señor, de mis encubiertas, y perdona a tu siervo sus demasías.»

No tiene este cuento fin, porque se acabará primero la vida que el referir todo lo que los amadores de Cristo le dicen para demostración de lo que le aman y quieren. Baste por todos los que la Esposa dice, que sustenta la persona de todos. Porque si el amor se manifiesta con palabras, o las suyas lo manifiestan, o no lo manifiestan ningunas. Comienza de esta manera: «Béseme de besos de su boca; que mejores son tus amores que el vino.» Y prosigue diciendo: «Llévame en pos de Ti, y correremos.» Y añade: «Dime, oh amado del alma, adónde sesteas y adónde apacientas al medio día.» Y repite después: «Ramillete de flores de mirra el mi Amado para mí, pondréle entre mis pechos.»

Y después, siendo alabada de Él, le responde: «¡Oh, cómo eres hermoso, Amado mío, y gentil y florida nuestra cama, y de cedro los techos de nuestros retretes.» Y compárala al manzano, y dice cuánto deseó estar asentada a su sombra y comer de su fruta. Y desmáyase luego de amor, y, desmayándose, dice que la socorran con flores porque desfallece, y pide que el Amado la abrace, y dice en la manera cómo quiere ser abrazada. Dice que le buscó en su lecho de noche y que, no le hallando, levantada, salió de su casa en su busca, y que rodeó la ciudad acuitada y ansiosa, y que le halló, y que no le dejó hasta tornarle a su casa. Dice que en otra noche salió también a buscarle, que le llamó por las calles a voces, que no oyó su respuesta, que la maltrataron las rondas, que les dijo a todos los que oyeron sus voces: «¡Conjúroos, oh hijas de Jerusalén, si sabréis de mi Amado, que le digáis que desfallezco de amor!» Y, después de otras muchas cosas, le dice: «Ven, Amado mío, y salgamos al campo, hagamos vida en la aldea, madrugaremos por la mañana a las viñas; veremos si da fruto la viña, si está en cierne la uva, si florecen los granados, si las mandrágoras esparcen olor. Allí te daré mis amores; que todos los frutos, así los de guarda como los de no guarda, los guardo yo para Ti.» Y finalmente, abrasándose en vivo amor toda, concluye y le dice: «¿Quién te me dará a Ti como hermano mío mamante los pechos de mi madre? Hallaríate fuera, besaríate, y no me despreciaría ninguno, no haría befa de mí; asiría de Ti, meteríate en casa de mi madre, avezaríasme, y daríate yo del adobado vino y del arrope de las granadas; tu izquierda debajo de mi cabeza, y tu derecha me ceñiría en derredor.»

Pero excusadas son las palabras adonde vocean las obras, que siempre fueron los testigos del amor verdaderos. Porque hombre jamás, no digo muchos hombres, sino un hombre solo, por más amigo suyo que fuese, ¿hizo las pruebas de amor que hacen y harán innumerables gentes por Cristo en cuanto los siglos duraren? Por amor de este Amado y por agradarle, ¿qué prueba no han hecho de sí infinitas personas? Han dejado sus naturales, hanse despojado de sus haciendas, hanse desterrado de todos los hombres, hanse desencarnado de todo lo que se parece y ve; de sí mismos mismos, de todo su querer y entender, hacen cada día renunciación perfectísima. Y, si es posible enajenarse un hombre de sí, y dividirse de sí misma nuestra alma, y en la manera que el espíritu de Dios lo puede hacer y nuestro saber no lo entiende, se enajenan y se dividen amándole. Por Él les ha sido la pobreza riqueza, y paraíso el desierto, y los tormentos deleite, y las persecuciones descanso; y para que viva en ellos su amor, escogen el morir ellos a todas las cosas, y llegan a desfigurarse de sí, hechos como un sujeto puro sin figura ni forma, para que el amor de Cristo sea en ellos la forma, la vida, el ser, el parecer, el obrar y, finalmente, para que no se parezca en ellos más de su amado. Que es sin duda el que sólo es amado por excelencia entre todo.

¡Oh grandeza de amor! ¡Oh el deseo único de todos los buenos! ¡Oh el fuego dulce por quien se abrasan las almas! Por Ti, Señor, las tiernas niñas abrazaron la muerte, por Ti la flaqueza femenil holló sobre el fuego. Tus dulcísimos amores fueron los que poblaron los yermos. Amándote a Ti, oh dulcísimo bien, se enciende, se apura, se esclarece, se levanta, se arroba, se anega el alma, el sentido, la carne.

Y paró Marcelo aquí, quedando como suspenso; y, poco después, bajando la vista al suelo y encogiéndose todo:

-Gran osadía -dice- mía es querer alcanzar con palabras lo que Dios hace en el alma que ama a su Hijo, y la manera cómo es amado y cuánto es amado. Basta para que se entienda este amor, saber que es don suyo amarle; y basta para conocer que en el amarle consiste nuestro bien todo, para conocer que el amor suyo, que vive en nosotros, no es una grandeza sola, sino un amontonamiento de bienes y de dulzuras y de grandezas innumerables, y que es un sol vestido de resplandores que, por mil maneras, hermosean el alma.

Y para ver que se nombra debidamente Cristo el Amado, basta saber que le ama Dios únicamente. Quiero decir, que no solamente le ama mucho más que a otra cosa ninguna, sino que a ninguna ama sino por su respeto; o, para decirlo como es, porque no ama sino a Cristo en las cosas que ama. Porque su semejanza de Cristo, en la cual, por medio de la gracia, que es imagen de Cristo, se transforma nuestra alma, y el mismo espíritu de Cristo que en ella vive, y así la hace una cosa con Cristo, es lo que satisface a Dios en nosotros. Por donde sólo Cristo es el Amado, por cuanto todos los amados de Dios son Jesucristo, por la imagen suya que tienen impresa en el alma, y porque Jesucristo es la hermosura con que Dios hermosea, conforme a su gusto, a todas las cosas, y la salud con que les da la vida, y por eso se llama Jesús, que es el nombre de que diremos ahora.

Y calló Marcelo, y habiendo tomado algún reposo, tornó a hablar de esta manera, puestos en Sabino los ojos: