Se
da solución a algunos reparos que se hicieron sobre los dos libros anteriores,
y se hace la apología del castellano
De
los dos libros pasados que publiqué para probar en ellos lo que se juzgaba de
aqueste escribir, he entendido, muy ilustre Señor, que algunos han hablado
mucho y por diferente manera. Porque unos se maravillan que un teólogo, de
quien, como ellos dicen, esperaban algunos grandes tratados llenos de profundas
cuestiones, haya salido al fin con un libro en romance. Otros dicen que no eran
para romance las cosas que se tratan en estos libros, porque no son capaces de
ellas todos los que entienden romance. Y otros hay que no los han querido leer,
porque están en su lengua; y dicen que, si estuvieran en latín, los leyeran. Y
de aquellos que los leen, hay algunos que hallan novedad en mi estilo, y otros
que no quisieran diálogos, y otros que quisieran capítulos; y que, finalmente,
se llegaran más a la manera de hablar vulgar y ordinaria de todos, porque
fueran para todos más tratables y más comunes.
Y
porque juntamente con estos libros publiqué una declaración del capítulo
último de los Proverbios, que intitulé La perfecta casada, no ha
faltado quien diga que no era de mi persona ni de mi profesión decirles a las
mujeres casadas lo que deben hacer. A los cuales todos responderé, si son
amigos, para que se desengañen; y, si no lo son, para que no se contenten. A
los unos, porque justo es satisfacerlos; y a los otros, porque gusten menos de
no estar satisfechos; a aquéllos, para que sepan lo que han de decir; a éstos,
para que conozcan lo poco que nos dañan sus dichos.
Porque
los que esperaban mayores cosas de mí, si las esperaban porque me estiman en
algo, yo les soy muy deudor; mas, si porque tienen en poco éstas que he
escrito, no crean ni piensen que en la Teología, que llaman, se tratan ningunas
ni mayores que las que tratamos aquí, ni más dificultosas, ni menos sabidas,
ni más dignas de serlo. Y es engaño común tener por fácil y de poca estima
todo lo que se escribe en romance, que ha nacido o de lo mal que usamos de
nuestra lengua, no la empleando sino en cosas sin ser, o de lo poco que
entendemos de ella creyendo que no es capaz de lo que es de importancia. Que lo
uno es vicio y lo otro engaño, y todo ello falta nuestra, y no de la lengua ni
de los que se esfuerzan a poner en ella todo lo grave y precioso que en alguna
de las otras se halla.
Así
que no piensen, porque ven romance, que es de poca estima lo que se dice; mas,
al revés, viendo lo que se dice, juzguen que puede ser de mucha estima lo que
se escribe en romance, y no desprecien por la lengua las cosas, sino por ellas
estimen la lengua, si acaso las vieron, porque es muy de creer que los que esto
dicen no las han visto ni leído. Más noticia tienen de ellas, y mejor juicio
hacen los segundos que las quisieran ver en latín, aunque no tienen más razón
que los primeros en lo que piden y quieren. Porque, pregunto: ¿por qué las
quieren más en latín? No dirán que por entenderlas mejor, ni hará tan del
latino ninguno que profese entenderlo mas que a su lengua; ni es justo decir
que, porque fueran entendidas de menos, por eso no las quisieran ver en romance,
porque es envidia no querer que el bien sea común a todos, y tanto más fea
cuanto el bien es mejor.
Mas
dirán que no lo dicen sino por las cosas mismas que, siendo tan graves, piden
lengua que no sea vulgar, para que la gravedad del decir se conforme con la
gravedad de las cosas. A lo cual se responde que una cosa es la forma del decir,
y otra la lengua en que lo que se escribe se dice. En la forma del decir, la
razón pide que las palabras y las cosas que se dicen por ellas sean conformes,
y que lo humilde se diga con llaneza, y lo grande con estilo más levantado, y
lo grave con palabras y con figuras cuales convienen. Mas, en lo que toca a la
lengua, no hay diferencia, ni son unas lenguas para decir unas cosas, sino en
todas hay lugar para todas; y esto mismo de que tratamos no se escribiera como
debía por sólo escribirse en latín, si se escribiera vilmente; que las
palabras no son graves por ser latinas, sino por ser dichas como a la gravedad
le conviene, o sean españolas o sean francesas.
Que
si, porque a nuestra lengua la llamamos vulgar, se imaginan que no podemos
escribir en ella sino vulgar y bajamente, es grandísimo error; que Platón
escribió no vulgarmente ni cosas vulgares en su lengua vulgar, y no menores ni
menos levantadamente las escribió Cicerón en la lengua que era vulgar en su
tiempo; y, por decir lo que es más vecino a mi hecho, los santos Basilio y
Crisóstomo y Gregorio Nacianceno y Cirilo, con toda la antigüedad de los
griegos, en su lengua materna griega (que, cuando ellos vivían, la mamaban con
la leche los niños y la hablaban en la plaza las vendedoras), escribieron los
misterios más divinos de nuestra fe, y no dudaron de poner en su lengua lo que
sabían que no había de ser entendido por muchos de los que entendían la
lengua: que es otra razón en que estriban los que nos contradicen, diciendo que
no son para todos los que saben romance estas cosas que yo escribo en romance.
Como si todos los que saben latín, cuando yo las escribiera en latín, se
pudieran hacer capaces de ellas, o como si todo lo que se escribe en castellano,
fuese entendido de todos los que saben castellano y lo leen. Porque cierto es
que en nuestra lengua, aunque poco cultivada por nuestra culpa, hay todavía
cosas, bien o mal escritas, que pertenecen al conocimiento de diversas artes,
que los que no tienen noticia de ellas, aunque las lean en romance, no las
entienden.
Mas
a los que dicen que no leen estos mis libros por estar en romance, y que en
latín los leyeran, se les responde que les debe poco su lengua, pues por ella
aborrecen lo que, si estuviera en otra, tuvieran por bueno.
Y
no sé yo de dónde les nace el estar con ella tan mal; que ni ella lo merece,
ni ellos saben tanto de la latina que no sepan más de la suya, por poco que de
ella sepan, como de hecho saben de ella poquísimo muchos. Y de éstos son los
que dicen que no hablo en romance porque no hablo desatadamente y sin orden, y
porque pongo en las palabras concierto, y las escojo y les doy su lugar; porque
piensan que hablar romance es hablar como se habla en el vulgo; y no conocen que
el bien hablar no es común, sino negocio de particular juicio, así en lo que
se dice como en la manera como se dice. Y negocio que de las palabras que todos
hablan elige las que convienen, y mira el sonido de ellas, y aun cuenta a veces
las letras, y las pesa, y las mide y las compone, para que, no solamente digan
con claridad lo que se pretende decir, sino también con armonía y dulzura. Y
si dicen que no es estilo para los humildes y simples, entiendan que, así como
los simples tienen su gusto, así los sabios y los graves y los naturalmente
compuestos no se aplican bien a lo que se escribe mal y sin orden, y confiesen
que debemos tener cuenta con ellos, y señaladamente en las escrituras que son
para ellos solos, como aquesta lo es.
Y
si acaso dijeren que es novedad, yo confieso que es nuevo y camino no usado para
los que escriben en esta lengua poner en ella número, levantándola del
decaimiento ordinario. El cual camino quise yo abrir, no por la presunción que
tengo de mí -que sé bien la pequeñez de mis fuerzas-, sino para que los que
las tienen, se animen a tratar de aquí adelante su lengua como los sabios y
elocuentes pasados, cuyas obras por tantos siglos viven, trataron las suyas; y
para que la igualen en esta parte que le falta con las lenguas mejores, a las
cuales, según mi juicio, vence ella en otras muchas virtudes. Y por el mismo
fin quise escribir en diálogo, siguiendo en ello el ejemplo de los escritores
antiguos, así sagrados como profanos, que más grave y elocuentemente
escribieron.
Resta
decir algo a los que dicen que no fue de mi cualidad ni de mi hábito el
escribir del oficio de la casada, que no lo dijeran si consideraran primero que
es oficio del sabio, antes que hable, mirar bien lo que dice. Porque pudieran
fácilmente advertir que el Espíritu Santo no tiene por ajeno de su autoridad
escribirles a los casados su oficio, y que yo, en aquel libro, lo que hago
solamente es poner las mismas palabras que Dios escribe y declarar lo que por
ellas les dice, que es propio oficio mío, a quien por título particular
incumbe el declarar la Escritura.
Demás
de que del teólogo y del filósofo es decir a cada estado de personas las
obligaciones que tienen; y, si no es del fraile encargarse del gobierno de las
casas ajenas, poniendo en ello sus manos, como no lo es sin duda ninguna, es
propio del fraile sabio y del que enseña las leyes de Dios, con la
especulación traer a luz lo que debe cada uno hacer, y decírselo. Que es lo
que yo allí hago, y lo que hicieron muchos sabios y santos, cuyo ejemplo, que
he tenido por blanco así en esto como en lo demás que me oponen, puede conmigo
más para seguir lo comenzado que para retraerme de ello estas imaginaciones y
dichos que, además de ser vanos, son de pocos. Y cuando fueran de muchos, el
juicio sólo de V. M. y su aprobación es de mayor peso que todos. Con lo cual
alentado, con buen ánimo proseguiré lo que resta, que es lo que los de Marcelo
hicieron y platicaron después, que fue lo que ahora sigue.
El
día que sucedió, en que la Iglesia hace fiesta particular al apóstol San
Pablo, levantándose Sabino más temprano de lo acostumbrado, al romper del alba
salió a la huerta, y, de allí, al campo que está a mano derecha de ella,
hacia el camino que va a la ciudad, por donde, habiendo andado un poco rezando,
vio a Juliano que descendía para él de la cumbre de la cuesta que, como dicho
he, sube junto a la casa. Y maravillándose de ello, y saliéndole al encuentro,
le dijo:
-No
he sido yo el que hoy ha madrugado, que, según me parece, vos, Juliano, os
habéis adelantado mucho más, y no sé por qué causa.
-Como
el exceso en las cenas suele quitar el sueño -respondió Juliano-, así,
Sabino, no he podido reposar esta noche, lleno de las cosas que oímos ayer a
Marcelo, que, demás de haber sido muchas, fueron tan altas que mi
entendimiento, por apoderarse de ellas, apenas ha cerrado los ojos. Así que,
verdad es que os he ganado por la mano hoy, porque mucho antes que amaneciese
ando por estas cuestas.
-Pues
¿por qué por las cuestas? -replicó Sabino-. ¿No fuera mejor por la ribera
del río en tan calurosa noche?
-Parece
-respondió Juliano- que nuestro cuerpo naturalmente sigue el movimiento del
sol, que a esta hora se encumbra, y a la tarde se derrueca en la mar; y así es
más natural el subir a los altos por las mañanas, que el descender a los
ríos, a que la tarde es mejor.
-Según
eso -respondió Sabino-, yo no tengo que ver con el sol, que derecho me iba al
río si no os viera.
-Debéis
-dijo Juliano- de tener que ver con los peces.
-Ayer
-dijo Sabino- decía que yo era pájaro.
-Los
pájaros y los peces -respondió Juliano- son de un mismo linaje, y así viene
bien.
-¿Cómo
de un linaje mismo? -dijo Sabino.
-Porque
Moisés dice -respondió Juliano- que crió Dios en el quinto día, del agua,
las aves y los peces.
-Verdad
es que lo dice -dijo Sabino-, mas bien disimulan el parentesco, según se
parecen poco.
-Antes
se parecen mucho -respondió Juliano entonces-, porque el nadar es como el
volar, y, como el vuelo corta el aire, así el que nada hiende por el agua; y
las aves y los peces por la mayor parte nacen de huevos; y, si miráis bien, las
escamas en los peces son como las plumas en las aves, y los peces tienen
también sus alas, y con ellas y con la cola se gobiernan cuando nadan, como las
aves cuando vuelan lo hacen.
-Mas
las aves -dijo riendo Sabino- son por la mayor parte cantoras y parleras, y los
peces todos son mudos.
-Ordenó
Dios esa diferencia -respondió Juliano- en cosas de un mismo linaje para que
entendamos los hombres que, si podemos hablar, debemos también poder y saber
callar, y que conviene que unos mismos seamos aves y peces, mudos y elocuentes,
conforme a lo que el tiempo pidiere.
-El
de ayer a lo menos -dijo Sabino-, no sé si pedía, siendo tan caluroso, que se
hablase tanto; mas yo, que lo pedí, sé que deseo algo más.
-¿Más
decís? Y ¿qué hubo en aquel argumento que Marcelo no lo dijese?
-En
lo que se propuso -dijo Sabino-, a mi parecer habló Marcelo como ninguno de los
que yo he visto hablar. Y aunque le conozco, como sabéis, y sé cuánto se
adelanta en ingenio, cuando le pedí que hablase, nunca esperé que hablara en
la forma y con la grandeza que habló; mas lo más que digo es, no en los
nombres de que trató, sino en uno que dejó de tratar; porque, hablando de los
nombres de Cristo, no sé cómo no apuntó en su papel el nombre propio de
Cristo, que es Jesús: que de razón había de ser o el principal o el primero.
-Razón
tenéis -respondió Juliano- y será justo que se cumpla esa falta, que de tal
nombre aun el sonido sólo deleita; y no es posible sino que Marcelo, que en los
demás anduvo tan grande, tiene acerca de este nombre recogidas y advertidas
muchas grandezas. Mas ¿qué medio tendremos que parece no buen comedimiento
pedírselo, que estará muy cansado, y con razón?
-El
medio está en vuestra mano, Juliano -dijo Sabino luego.
-¿Cómo
en mi mano? -respondió.
-Con
hacer vos -dijo Sabino- lo que no os parece justo que se pida a Marcelo; que
estas cuestas y esta vuestra madrugada tan grande, no son en balde, sin duda.
-La
causa fue -respondió Juliano- la que dije; y el fruto, el asentar en el
entendimiento y en la memoria lo que oí con vos juntamente; y si, fuera de
ello, he pensado en otra cosa, no toca a ese nombre, que nunca advertí hasta
ahora en el olvido que de él se tuvo ayer. Mas atrevámonos, Sabino, a Marcelo;
que, como dicen, a los osados la fortuna.
-En
buena hora -dijo Sabino.
Y
con esta determinación ambos se volvieron a la huerta, y en la casa supieron
que no se había levantado Marcelo; y, entendiendo que reposaba, y no le
queriendo desasosegar, se tornaron a la huerta, paseándose por ella por un buen
espacio de tiempo; hasta que, viendo que Marcelo no salía y que el sol iba bien
alto, Sabino, con algún recelo de la salud de Marcelo, fue a su aposento, y
Juliano con él. Adonde, entrados, le hallaron que estaba en la cama; y
preguntándole si se detenía en ella por alguna mala disposición que sintiese,
y respondiéndoles él que solamente se sentía un poco cansado y que en lo
demás estaba bueno, Sabino añadió:
-Mucho
me pesara, Marcelo, que no fuera así, por tres cosas: por vos principalmente, y
después por mí que os había dado ocasión, y lo postrero porque se nos
desbarataba un concierto.
Aquí
Marcelo, sonriéndose un poco, dijo:
-¿Qué
concierto, Sabino? ¿Habéis por caso hallado hoy otro papel?
-No
otro -dijo Sabino-, mas en el de ayer he hallado qué culparle, que entre los
nombres que puso olvidó el de Jesús, que es el propio de Cristo, y así es
vuestro lo el suplir por él. Y habemos concertado Juliano y yo que sea hoy, por
hacer con ello, en este día suyo, fiesta a San Pablo, que sabéis cuán devoto
fue de este nombre, y las veces que en sus escritos le puso, hermoseándolos con
él como se hermosea el oro con los esmaltes y con las perlas.
-¡Bueno
es -respondió Marcelo- hacer concierto sin la parte! Ese santo nombre dejóle
el papel, no por olvido, sino por lo mucho que han escrito de él algunas
personas; mas si os agrada que se diga, a mí no me desagradará oír lo que
Juliano acerca de él nos dijere, ni me parece mal el respeto de San Pablo y de
su día que, Sabino, decís.
-Ya
eso está andado -respondió al punto Sabino- y Juliano se excusa.
-Bien
es que se excuse hoy -dijo Marcelo- quien puso ayer su palabra y no la cumplió.
Aquí,
como Juliano dijese que no la había cumplido por no hacer agravio a las cosas,
y como pasasen acerca de esto algunas demandas y respuestas entre los dos,
excusándose cada uno en lo más que podía, dijo Sabino:
-Yo
quiero ser juez en este pleito, si me lo consentís, y si os ofrecéis a pasar
por lo que juzgare.
-Yo
consiento -dijo Juliano.
Y
Marcelo dijo que también consentía, aunque le tenía por algo sospechoso juez,
y Sabino respondió luego:
-Pues
porque veáis, Marcelo, cuán igual soy, yo os condeno a los dos: a vos que
digáis del nombre de Jesús, y a Juliano que diga de otro o de otros nombres de
Cristo, que yo le señalaré o que él se escogiere.
Riéronse
mucho de esto Juliano y Marcelo y, diciendo que era fuerza obedecer al juez,
asentaron que, caída la siesta, en el soto, como el día pasado, primero
Juliano y después Marcelo dijesen. Y en lo que tocaba a Juliano, que dijese del
nombre que le agradase más. Y con esto, se salieron fuera del aposento Juliano
y Sabino, y Marcelo se levantó.
Y
después de haber dado a Dios lo que el día pedía, pasaron hasta que fue hora
de comer en diversas razones, las más de las cuales fueron sobre lo que había
juzgado Sabino, de que se reía Marcelo mucho. Y así, llegada la hora, y
habiendo dado su refección al cuerpo con templanza y al ánimo con alegría
moderada, poco después, Marcelo se recogió a su aposento a pasar la siesta, y
Juliano se fue a tenerla entre los álamos que en la huerta había, estanza
fresca y apacible; y Sabino, que no quiso escoger ni lugar ni reposo, como más
mozo, decía que advirtió de Juliano que todo el tiempo que estuvo en la
alameda, que fue más de dos horas, lo pasó sin dormir, unas veces arrimado y
otras paseándose, y siempre metidos los ojos en el suelo y pensando
profundísimamente. Hasta que él, pareciéndole hora, despertó al uno de su
pensamiento y al otro de su reposo; y diciéndoles que su oficio era, no sólo
repartirles la obra, sino también apresurarlos a ella y avisarlos del tiempo,
ellos con él, y en el barco, se pasaron al soto y al mismo lugar del día de
antes. Adonde, asentados, Juliano comenzó así:
De cuán propiamente se llama Cristo Hijo de Dios,
por
hallarse en Él todas las condiciones que se requieren para serlo
-Pues
me toca el hablar primero, y está en mi elección lo de que tengo que hablar,
paréceme tratar de un nombre que Cristo tiene, demás de los que ayer se
dijeron de Él, y de otros muchos que no se han dicho, y éste es el nombre de Hijo,
que así se llama Cristo por particular propiedad. Y si hablara de mi voluntad,
o no hablara delante de quien tan bien me conoce, buscara alguna manera con que,
deshaciendo mi ingenio y excusando mis faltas, y haciéndome opinión de
modestia ganara vuestro favor. Mas, pues esto no sirve, y vuestra atención es
cual las cosas lo piden, digamos en buen, punto, y con el favor que el Señor
nos diere, eso mismo que Él nos ha dado a entender.
Pues
digo que este nombre de Hijo se le dan a Cristo las divinas Letras en
muchos lugares. Y es tan común nombre suyo en ellas, que por esta causa casi no
lo echamos de ver cuando las leemos, con ser cosa de misterio y digna de ser
advertida.
Mas
entre otros, en el Salmo setenta y uno, adonde, debajo de nombre de Salomón,
refiere David y celebra muchas de las condiciones y accidentes de Cristo, le es
dado este nombre por manera encubierta y elegante. Porque donde leemos: «Y su
nombre será eternamente bendito, y delante del sol durará siempre su nombre»,
por lo que decimos durar o perseverar, la palabra original a quien éstas
responden dice propiamente lo que en castellano no se dice con una voz; porque
significa el adquirir uno, naciendo, el ser y el nombre de hijo, o el ser hecho
y producido, y no en otra manera que hijo. Por manera que dirá así: «Y antes
que el sol, le vendrá por nacimiento el tener nombre de Hijo.» En que
David no solamente declara que es hijo Cristo, sino dice que su nombre es ser Hijo.
Y no solamente dice que se llama así por haberle sido puesto este nombre, sino
que es nombre que le viene de nacimiento y de linaje y de origen; o, por mejor
decir, que nace en Él y con Él este nombre, y no sólo que nace en Él ahora,
o que nació con Él al tiempo que Él nació de la Virgen, sino que nació con
Él aún cuando no nacía el sol, que es decir antes que fuese el sol o que
fuesen los siglos.
Y
ciertamente, San Pablo, en la epístola que escribe a los Hebreos, comparando a
Cristo con los ángeles y con las demás criaturas, y diferenciándole de ellas
y aventajándole a todas, usa de este nombre de Hijo y toma argumento de
él para mostrar, no solamente que Cristo es Hijo de Dios, sino que,
entre todos, le es propio a Él este nombre. Porque dice de esta manera: «Y
hízole Dios tanto mayor que los ángeles, cuanto por herencia alcanzó sobre
ellos nombre diferente. Porque, ¿a cuál de los ángeles dijo: Tú eres mi
Hijo, yo te engendré hoy?» En que se debe advertir que, según lo que San
Pablo dice, Cristo no solamente se llama Hijo, sino, como decíamos, se
llama así por herencia, y que es heredad suya, y como su legítima, el ser
llamado Hijo entre todos. Y que con ser así que en la divina Escritura llama
Dios a algunos hombres sus hijos, como a los judíos en Isaías, cuando les
dice: «Engendré hijos, y ensalcé los que me despreciaron después»; y en el
otro Profeta que dice: «Llamé a mi Hijo de Egipto»; y, con ser también los
ángeles nombrados hijos, como en el libro de Job, y en el libro de la
Creación, y en otros muchos lugares, dice osadamente y a boca llena San Pablo,
y como cosa averiguada y en que no puede haber duda, que Dios a ninguno, sino a
sólo Cristo, lo llamó Hijo suyo.
Mas
veamos este secreto, y procuremos, si posible fuere entender por qué razón o
razones, entre tantas cosas a quien les conviene este nombre, le es propio a
Cristo el ser y llamarse Hijo; y veamos también qué será aquello que,
dándole a Cristo este nombre, nos enseña Dios a nosotros.
Aquí
Sabino:
-Cuanto
a la naturaleza divina de Cristo -dice-, no parece, Juliano, gran secreto el por
qué Cristo, y sólo Cristo, se llama Hijo, porque en la divinidad no hay
más de uno a quien le puede convenir este nombre.
-Antes
-respondió Juliano- lo oscuro y lo hondo, y lo que no se puede alcanzar de este
secreto, es eso mismo que, Sabino, decís; conviene saber: ¿cómo, o por qué
manera y razón, la persona divina de Cristo, sola ella en la divinidad, es Hijo
y se llama así, habiendo en la divinidad la persona del Espíritu Santo, que
procede del Padre también, y le es semejante, no menos que el Hijo lo es? Y
aunque muchos, como sabéis, se trabajan por dar de esto razón, no sé yo ahora
si es razón de las que los hombres no pueden alcanzar; porque, a la verdad, es
de las cosas que la fe reserva para sí sola. Mas no turbemos la orden sino
veamos primero qué es ser hijo, y sus condiciones cuáles son, y qué cosas se
le consiguen como anejas y propias; y veremos luego cómo se halla esto en
Cristo, y las razones que hay en Él para que sea llamado Hijo a boca
llena entre todos.
Y
cuanto a lo primero, hijo, como sabéis, llamamos, no lo que es hecho de
otro como quiera, sino lo que nace de la sustancia de otro, semejante en la
naturaleza al mismo de quien nace, y semejante así que el mismo nacer le hace
semejante y le pinta, como si dijésemos, de los colores y figuras del padre, y
pasa en él sus condiciones naturales. Por manera que el mismo ser engendrado
sea recibir un ser, no como quiera, sino un ser retratado y hecho a la imagen de
otro. Y, como en el arte, el pintor que retrata en el hacer del retrato mira al
original, y por la obra del arte pasa sus figuras en la imagen que hace, y no es
otra cosa el hacer la imagen sino el pasar en ella las figuras originales, que
se pasan a ella por esa misma obra con que se forma y se pinta, así en lo
natural el engendrar de los hijos es hacer unos retratos vivos que, en la
sustancia de quien los engendra, su virtud secreta, como en materia o como en
tabla dispuesta, los va figurando semejantes a su principio. Y eso es el
hacerlos: el figurarlos y el asemejarlos a sí.
Mas
como, entre las cosas que son, haya unas de vida limitada y otras que permanecen
sin fin, las primeras ordenó la naturaleza que engendrasen y tuviesen hijos
para que en ellos, como en retratos suyos y del todo semejantes a ellos, lo
corto de su vida se extendiese y lo limitado pasase adelante, y se perpetuasen
en ellos los que son perecederos en sí; mas en las segundas, cuando los tienen,
o las que de ellas los tienen, el tenerlos y el engendrarlos no se encamina a
que viva el que es padre en el hijo, sino a que se demuestre en él y parezca y
salga a luz y se vea.
Como
en el sol lo podemos ver, cuyo fruto, o, si lo hemos de decir así, cuyo hijo es
el rayo que de él sale, que es de su misma calidad y sustancia, y tan lucido y
tan eficaz como él. En el cual rayo no vive el sol después de haber muerto, ni
se le dio ni le produce él para fin de que quedase otro sol en él cuando el
sol pereciese, porque el sol no perece; mas si no se perpetúa en él, luce en
él y resplandece y se nos viene a los ojos; y así, le produce, no para vivir
en él, sino para mostrarse en él y para que, comunicándole toda su luz,
veamos en el rayo quién es el sol. Y no solamente le veamos en el rayo, mas
también le gocemos y seamos particioneros de todas sus virtudes y bienes. Por
manera que el hijo es como un retrato vivo del padre, retratado por él en su
misma sustancia, hecho en las cosas que son eternas y perpetuas, para el fin de
que el padre salga afuera en el hijo, y aparezca y se comunique.
Y
así, para que uno se diga y sea hijo de otro, conviene, lo primero, que sea de
su misma sustancia; lo segundo, que le sea en ella igual y semejante del todo;
lo tercero, que el mismo nacer le haya hecho así, semejante; lo cuarto, que, o
sustituya por su padre cuando faltare él, o, si durare siempre, le represente
siempre en sí y le haga manifiesto y le comunique con todos. A lo cual se
consigue que ha de ser una voluntad y un mismo querer el del padre y del hijo;
que su estudio de él y todo su oficio ha de ser emplearse en lo que es
agradable a su padre; que no ha de hacer sino lo que su padre hace porque, si es
diferente, ya no le es semejante, y, por el mismo caso, en aquello no es hijo;
que siempre mire a él como a su dechado, no sólo para figurarse de él, sino
para volverle con amor lo que recibió con deleite, y para enlazarse en un
querer puro y ardiente y recíproco el hijo y el padre.
Pues
siendo esto así, y en la forma que dicho hemos, como de hecho lo es, claramente
se ve la razón por que Cristo, entre todas las cosas, es llamado Hijo de
Dios a boca llena. Pues es manifiesto que concurren en sólo Él todas las
propiedades de hijo que he dicho, y que en ninguno otro concurren. Porque lo
primero, Él sólo, según la parte divina que en sí contiene, nace de la
sustancia de Dios, semejante por igualdad a Aquel de quien nace, y semejante
porque el mismo nacer y la misma forma y manera como nace Dios, le asemeja a
Dios y le figura como Él, tan perfecta y acabadamente que le hace una misma
cosa con Él; como Él mismo lo dice: «Yo y el Padre somos una cosa», de que
diremos después más copiosamente.
Pues
según la otra parte nuestra que en sí tiene, ya que no es de la sustancia de
Dios, mas, como Marcelo ayer decía, parécese mucho a Dios, y es casi otro Él
por razón de los infinitos tesoros de celestiales y divinísimos bienes que
Dios en ella puso; por donde Él mismo decía: «Felipe, quien a mí me ve, a mi
Padre ve.» Demás de esto, el fin para que las cosas eternas, si tienen hijo,
le tienen (que es para hacerse manifiestas en él y, como si dijésemos, para
resplandecer por él en la vista de todos), Cristo sólo es el que lo puede
poner por obra y el que de hecho lo pone. Porque Él sólo nos ha dado a conocer
a su Padre, no solamente poniendo su noticia verdadera en nuestros
entendimientos, sino también metiendo y asentando en nuestras almas con suma
eficacia sus condiciones de Dios, y sus mañas y su estilo y virtudes. Según la
naturaleza divina, hace este oficio; y, según que es hombre, sirvió y sirve en
este ministerio a su Padre: que en ambas naturalezas es voz que le manifiesta, y
rayo de luz que le descubre, y testimonio que le saca a luz, e imagen y retrato
que nos le pone en los ojos.
En
cuanto Dios, escribe San Pablo de Él que «es resplandor de la gloria, y figura
de su Padre y de su sustancia.» En cuanto hombre, dice Él mismo de sí: «Yo
para esto vine al mundo: para dar testimonio de la verdad.» Y en otra parte
también: «Padre, manifesté a los hombres tu nombre.» Y conforme a esto es lo
que San Juan escribe de Él: «Al Padre nadie lo vio jamás; el Unigénito, que
está en su seno, ése es el que nos dio nuevas de Él.» Y como Cristo es Hijo
de Dios solo y singular en lo que hemos dicho hasta ahora, asimismo lo es en
lo que resta y se sigue. Porque Él solo, según ambas naturalezas, es de una
voluntad y querer con Él mismo. ¿No dice Él de sí: «Mi mantenimiento es el
hacer la voluntad de mi Padre», y David de Él en el Salmo: «En la cabeza del
libro está escrito de Mí que hago tu voluntad, y que tu ley reside en medio de
mis entrañas»? Y en el huerto, combatido de todas partes, ¿qué dice?: «No
lo que me pide el deseo, sino lo que Tú quieres, eso, Señor, se haga.»
Y
por la misma manera, siempre hace y siempre hizo solamente aquello que vio hacer
a su Padre. «No puede el Hijo, dice, hacer de sí mismo ninguna cosa más de lo
que ve que su Padre hace.» Y en otra parte: «Mi doctrina no es mi doctrina,
sino de Aquel que me envía.» Su Padre reposa en Él con un agradable descanso
y Él se retorna todo a su Padre con una increíble dulzura, y van y vienen del
uno al otro llamas de amor ardientes y deleitosas. Dice el Padre: «Este es mi
querido Hijo, en quien me satisfago y descanso.» Dice el Hijo: «Padre, Yo te
he manifestado sobre la tierra, ca perfeccionado he la obra que me encomendaste
que hiciese.»
Y
si el amor es obrar, y si en la obediencia del que ama a quien ama se hace
cierta prueba de la verdad del amor, ¿cuánto amó a su Padre quien así le
obedeció como Cristo? «Obedecióle, dice, hasta la muerte, y hasta la muerte
de cruz», que es decir no solamente que murió por obedecer, sino que, por
servir a la obediencia, el que es fuente de vida dio en sí entrada a la muerte,
y halló manera para morir el que morir no podía, y que se hizo hombre mortal
siendo Dios, y que, siendo hombre libre de toda culpa, y por la misma razón
ajeno de la pena de muerte, se vistió de todos nuestros pecados para padecer
muerte por ellos; que puso en cárcel su valor y poder para que le pudiesen
prender sus contrarios; que se desamparó, si se puede decir, a sí mismo para
que la muerte cortase el lazo que anudaba su vida.
Y
porque ni podía morir Dios, ni al hombre se le debía muerte, sino en pena de
culpa, ni el alma, que vivía de la vista de Dios, según consecuencia natural
podía no dar vida a su cuerpo, se hizo hombre, se cargó de las culpas del
hombre, puso estanco a su gloria para que no pasase los límites de su alma ni
se derramase a su cuerpo, exentándole de la muerte; hizo maravillosos ingenios
sólo para sujetarse al morir, y todo por obedecer a su Padre, del cual Él
sólo con justísima razón es llamado Hijo entre todas las cosas, porque
Él solo le iguala y le demuestra, y le hace conocido e ilustre, y le ama y le
remeda, y le sigue y le respeta, y le complace y le obedece tan enteramente,
cuanto es justo que el Padre sea obedecido y amado. Esto quede dicho en común.
Mas descendamos ahora a otras más particulares razones.
Tiene
nombre de Hijo Cristo porque el hijo nace y porque le es a Cristo tan
propio y, como si dijésemos, tan de su gusto el nacer, que sólo Él nace por
cinco diferentes maneras, todas maravillosas y singulares. Nace, según la
divinidad, eternamente del Padre. Nació de la madre Virgen, según la
naturaleza humana, temporalmente. El resucitar después de muerto a nueva y
gloriosa vida para más no morir, fue otro nacer. Nace, en cierta manera, en la
Hostia cuantas veces en el altar los sacerdotes consagran aquel pan en su
cuerpo. Y últimamente nace y crece en nosotros mismos siempre que nos santifica
y renueva. Y digamos por su orden de cada uno de estos nacimientos por sí.
-Grande
tela -dijo al punto Sabino- me parece, Juliano, que urdís; y, si no me engaño,
maravillosas cosas se nos aparejan.
-Maravillosas
son, sin duda, las que se encierran en lo que ahora propuse -respondió
Juliano-, mas ¿quién las podrá sacar todas a luz? Y en caso que alguno pueda,
conocido tenéis, Sabino, que yo no seré. De la grandeza de Marcelo, si vos
fuereis buen juez, era propiamente este argumento.
-Dejad
-dijo Sabino- a Marcelo ahora, que ayer le cansamos y hoy se cansará. Y vos no
sois tan pobre de lo que Marcelo con tanta ventaja tiene, que os sea necesaria
su ayuda.
Marcelo
entonces dijo, sonriéndose:
-Hoy
el mandar es de Sabino, y nuestro el obedecer; seguid, Juliano, su voluntad, que
el descanso que me ordena a mí, le recibo, no tanto en callar yo, como en
oíros vos.
-Yo
la seguiré -dijo.
Y
tornó luego a callar, y deteniéndose un poco, comenzó a decir así:
-Cristo
Dios nace de Dios, y es verdadera y propiamente Hijo suyo. Y así en la
manera del nacer, como en lo que recibe naciendo, como en todas las
circunstancias del nacimiento, hay infinitas cosas de consideración admirable.
Porque aunque parecerá a alguno, como a los fieles parece, que a Dios, siendo
como es en el vivir eterno y en la perfección infinito y cabal en sí mismo, ni
le era necesario el tener Hijo, ni menos le convenía engendrarlo, pero
considerando, por otra parte, como es la verdad, que la esterilidad es un
género de flaqueza y pobreza, y que, por la misma causa, lo rico y lo perfecto
y lo abundante y lo poderoso y lo bueno, conforme a derecha razón, anda siempre
junto con lo fecundo, se ve luego que Dios es fecundísimo, pues no es solamente
rico y poderoso, sino tesoro infinito de toda la riqueza y poder, o, por mejor
decir, la misma bondad y poderío y riqueza infinita. De manera que, por ser
Dios tan cabal y tan grande, es necesario que sea fecundo y que engendre, porque
la soledad era cosa tristísima. Y porque Dios es sumamente perfecto en todo
cuanto es, fue menester que la manera como engendra, y pone en ejecución la
infinita fecundidad que en sí tiene fuese sumamente perfecta, de arte que, no
sólo careciese de faltas, sino también se aventajase a todas las otras cosas
que engendran, con ventajas que no se pudiesen tasar.
Porque,
lo primero, es así que Dios, para engendrar a su Hijo, no usa de tercero de
quien lo engendre con su virtud, como acontece en los hombres, mas engéndralo
de sí mismo y prodúcelo de su misma sustancia con la fuerza de su fecundidad
eficaz. Y porque es infinitamente fecundo Él mismo, como si dijésemos, se es
el padre y la madre.
Y
así, para que lo entendiésemos en la manera que los hombres podemos (que
entendemos solamente lo que el cuerpo nos pinta), la sagrada Escritura le
atribuye vientre a Dios; y dice en ella Él a su Hijo en el Salmo, según
la letra latina: «Del vientre, antes que naciese el lucero, Yo te engendré.»
Para que, así como en llamarle Padre la divina Escritura nos dice que es su
virtud la que engendra, así, ni más ni menos, en decir que le engendra en su
vientre, nos enseña que lo engendra de su sustancia misma, y que Él basta
sólo para producir este bien. Lo otro, no aparta Dios de sí lo que engendra,
que eso es imperfección de los que engendran así, porque no pueden poner toda
su semejanza en lo que de sí producen, y así es otro lo que engendran. Y el
hombre, aunque engendra hombre, engendra otro hombre apartado de sí; que, dado
que se le parece y allega en algunas cosas, en otras se le diferencia y desvía,
y al fin se aparta y divide y desemeja, porque la división es ramo de
desemejanza y principio de disensión y desconformidad.
Por
donde, así como fue necesario que Dios tuviese Hijo, porque la soledad no es
buena, así convino también que el Hijo no estuviese fuera del Padre, porque la
división y apartamiento es negocio peligroso y ocasionado y porque en la
verdad, el Hijo, que es Dios, no podía quedar sino en el seno, y, como si
dijésemos, en las entrañas de Dios, porque la divinidad forzosamente es una y
no se aparta ni divide. Y así dice Cristo de sí que Él está en su Padre, y
su Padre en Él. Y San Juan dice de Él mismo que está siempre en el seno de su
Padre. Por manera que es Hijo engendrado, y está en el seno del que lo
engendra. En que, por ser Hijo engendrado, se concluye que no es la misma
persona del Padre que le engendró, sino otra y distinta persona; y por estar en
el seno de Él, se convence que no tiene diferente naturaleza de Él ni
distinta. Y así el Padre y el Hijo son distintos en personas para compañía y
uno en esencia de divinidad para descanso y concordia.
Lo
tercero, esta generación y nacimiento no se hace partidamente ni poco a poco,
ni es cosa que se hizo una vez y quedó hecha y no se hace después, sino, por
cuanto es en sí limitado todo lo que se comienza y acaba, y lo que es Dios no
tiene límite, desde toda la eternidad el Hijo ha nacido del Padre y eternamente
está naciendo, y siempre nace todo y perfecto, y tan grande como es grande su
Padre. Por donde a este nacimiento, que es uno, la sagrada Escritura le da
nombre de muchos. Como es lo que escribe Miqueas, y dice: «De ti, Belén, me
saldrá capitán para ser rey en Israel, y sus manantiales desde ya antes, desde
los días de la eternidad.» Sus manantiales dice, porque manó y mana y
manará, o por mejor decir, porque es un manantial que siempre manó y que mana
siempre. Y así parecen muchos, siendo uno y sencillo, que siempre es todo, y
que nunca se comienza ni nunca se acaba.
Lo
otro, en esta generación no se mezcla pasión alguna ni cosa que perturbe la
serenidad del juicio; antes se celebra toda con pureza y luz y sencillez, y es
como un manar de una fuente y como una luz que sale con suavidad del cuerpo que
luce y como un olor que, sin alterarse, expiran de sí las rosas. Por lo cual la
Escritura dice de este divino Hijo, en una parte: «Es un vapor de la
virtud de Dios y una emanación de la claridad del Todopoderoso, limpia y
sincera.» Y en otra: «Yo soy como canal de agua perpetua, como regadera que
salió del río, como arroyo que sale del paraíso.» De arte que aquí no se
turba el ánimo, ni el entendimiento se anubla.
Antes,
y sea lo quinto, el entendimiento de Dios, espejado y clarísimo, es el que la
celebra, como los santos antiguos lo dicen expresamente y como las sagradas
Letras lo dan bien a entender. Porque Dios entiende, por cuanto todo Él es
mente y entendimiento, y se entiende a sí mismo porque en Él sólo se emplea
su entendimiento como debe. Y entendiéndose a sí, y siéndole natural, por ser
suma bondad, el apetecer la comunicación de sus bienes, ve todos sus bienes,
que son infinitos, y ve y comprende según qué formas los puede comunicar, que
son también infinitas, y de sí y de todo esto que ve en sí dice una palabra
que lo declara, esto es, forma y dibuja en sí mismo una imagen viva, en la cual
pone a sí y a todo lo que ve en sí, así como lo ve menuda y distintamente; y
pasa en ella su misma naturaleza entendida y cotejada entre sí misma y
considerada en todas aquellas maneras que comunicarse puede, y, como si
dijésemos, conferida y comparada con todo lo que de ella puede salir. Y esta
imagen producida en esta forma es su Hijo.
Porque,
como un grande pintor, si quisiese hacer una imagen suya que lo retratase,
volvería los ojos a sí mismo primero, y pondría en su entendimiento a sí
mismo, y, entendiéndose menudamente, se dibujaría allí primero que en la
tabla y más vivamente que en ella, y este dibujo suyo, hecho, como decimos, en
el entendimiento y por él, sería como un otro pintor y, si le pudiese dar
vida, sería un otro pintor de hecho, producido del primero, que tendría en sí
todo lo que el primero tiene y lo mismo que el primero tiene, pero allegado y
hecho vecino al arte y a la imagen de fuera, así Dios, que necesariamente se
entiende y que apetece el pintarse, desde que se entiende, que es desde toda su
eternidad, se pinta y se dibuja en sí mismo; y después, cuando le place, se
retrata de fuera. Aquella imagen es el Hijo; el retrato que después hace
fuera de sí son las criaturas, así cada una de ellas como todas las allegadas
y juntas. Las cuales, comparadas con la figura que produjo Dios en sí y con la
imagen del arte, son como sombras oscuras y como partes por extremo pequeñas, y
como cosas muertas en comparación de la vida.
Y
como, insistiendo todavía en el ejemplo que he dicho, si comparamos el retrato
que de sí pinta en la tabla el pintor con el que dibujó primero en sí mismo,
aquél es una tabla tosca y unos colores de tierra y unas rayas y apariencias
vanas que carecen de ser en lo secreto, y éste, si es vivo como dijimos, es un
otro pintor, así toda esta criatura es una ligera vislumbre y una cosa vana y
más de apariencia que de sustancia, en comparación de aquella viva y expresa y
perfecta imagen de Dios. Y, por esta razón, todo lo que en este mundo inferior
nace y se muere, y todo lo que en el cielo se muda y, corriendo siempre en
torno, nunca permanece en un ser, en esta imagen de Dios tiene su ser sin
mudanza y su vida sin muerte, y es en ella de veras lo que en sí mismo es cuasi
de burlas. Porque el ser que allí las cosas tienen es ser verdadero y macizo,
porque es el mismo de Dios; mas el que tienen en sí es trefe y baladí, y como
decimos, en comparación de aquél es sombra de ser. Por donde ella misma dice
de sí: «En mí está la manida de la vida y de la verdad, en mí toda la
esperanza de la vida y de la virtud.»
En
que, diciendo que está toda la vida en ella, manifiesta que tiene ella en sí
el ser de las cosas, y diciendo que está la verdad, dice la ventaja que el ser
de las cosas que tiene hace al que ellas mismas tienen en sí mismas: que aquél
es verdad y éste, en su comparación, es engaño. Y para la misma ventaja dice
también: «Yo moro en las alturas y me asiento sobre la columna de nube; como
cedro del Líbano me empiné, y como en el monte Sión el ciprés; ensalcéme
como la palma de Gades y como los rosales de Jericó, como la oliva vistosa en
los campos y como el plátano a las corrientes del agua.» Y San Juan dice de
ella, en el capítulo primero de su Evangelio que «todo lo hecho era vida en el
Verbo»; en que dice dos cosas: que estaba en esta imagen lo criado todo, y que,
como en ella estaba, no solamente vivía como en sí vive, sino que era la vida
misma.
Y
por la misma razón, esta viva imagen es sabiduría puramente, porque es todo lo
que sabe de sí Dios, que es el perfecto saber, y porque es el dechado y, como
si dijésemos, el modelo de cuanto Dios hacer sabe, porque es la orden y la
proporción, y la medida y la decencia y la compostura y la armonía y el
límite, y el propio ser y razón de todo lo que Dios hace y puede. Por lo cual
San Juan, en el principio de su Evangelio, le llama Logos por nombre, que, como
sabéis, es palabra griega que significa todo esto que he dicho. Y por
consiguiente, esta imagen puso las manos en todo cuando Dios lo crió, no
solamente porque era ella el dechado a quien miraba el Padre cuando hizo las
criaturas, sino porque era dechado vivo y obrador y que ponía en ejecución el
oficio mismo que tiene.
Que,
aunque tornemos al ejemplo que he puesto otra y tercera vez, si la imagen que el
pintor dibujó en sí de sí mismo tuviese ser que viviese, y si fuese sustancia
capaz de razón, cuando el pintor se quisiese retratar en la tabla, claro es que
no solamente menearía el pintor la mano mirando a su imagen, mas ella misma,
por sí misma, le regiría el pincel, y se pasaría ella a sí misma en la
tabla; pues así San Pablo dice de esta imagen divina que hizo el Padre por ella
los siglos. Y ella ¿qué dice?: «Yo salí de la boca del Alto, engendrada
primero que criatura ninguna; Yo hice que naciese en el cielo la luz que nunca
se apaga, y como niebla me extendí por toda la tierra.»
Y,
ni más ni menos, de aquesto se ve con cuánta razón esta imagen es llamada Hijo,
y Hijo por excelencias, y solo Hijo entre todas las cosas. Hijo
porque procede, como dicho es, del entendimiento del Padre, y es la misma
naturaleza y sustancia del Padre, expresada y viva con la misma vida de Dios. Hijo
por excelencia, no solamente porque es el primero y el mejor de los hijos de
Dios, sino porque es el que más iguala a su Padre entre todos. Hijo
solo, porque Él solo representa enteramente a su Padre, y porque todas las
criaturas que hace Dios, cada una por sí, en este Hijo las parió, como
si digamos, primero todas mejoradas y juntas, y así Él solo es el parto de
Dios cabal y perfecto, y todo lo demás que Dios hace nació primero en este su Hijo.
Y
de la manera que lo que en las criaturas tiene nombre de padre y de primera
origen y de primero principio, lo tiene según que el Padre del cielo se
comunica con Él, y la paternidad criada es una comunicación de la paternidad
eternal, como el Apóstol significa do dice: «De quien se deriva toda la
paternidad de la tierra y del cielo»; por la misma manera, cuanto en lo criado
es y se llama hijo de Dios, de este Hijo le viene que lo sea; porque en
Él nació todo primero, y por eso nace en sí mismo después, porque nació
eternamente primero en Él.
¿Qué
dice acerca de esto San Pablo?: «Es imagen de Dios invisible, primogénito de
todas las criaturas, porque todas se produjeron por Él, así las de los cielos
como las de la tierra, las visibles y las invisibles.» Dice que es imagen de
Dios, para que se entienda que es igual a Él y Dios como Él. Y porque
consideréis el ingenio del Apóstol San Pablo, y el acuerdo con que pone las
palabras que pone, y cómo las ordena y las traba entre sí, dice que esta
imagen es imagen de Dios invisible, para dar a entender que Dios, que no
se ve, por esta imagen se muestra, y que su oficio de ella es, según que
decíamos, sacar a luz y poner en los ojos públicos lo que se encubre sin ella.
Y porque dice que era imagen, añade que es engendrado, porque, como está
dicho, siempre lo engendrado es muy semejante. Y dice que es engendrado primero,
o que es primogénito, no sólo para decir que antecede en tiempo el que es
eterno en nacer, sino para decir que es el original universal engendrado, y como
la idea eternamente nacida de todo lo que puede por el discurso de los tiempos
nacer, y el padrón vivo de todo, y el que tiene en sí y el que deriva de sí a
todas las cosas su nacimiento y origen. Y así, porque dice esto, añade luego a
propósito de ello y para declararlo mejor: «Porque en Él se produjeron todas
las cosas, así las de los cielos como las de la tierra, las visibles y las
invisibles.» En Él, dice; que quiere decir: en Él y por Él. En Él primero y
originalmente, y por Él después como por maestro y artífice.
Así
que, comparándolo con todas las criaturas, Él solo sobre todas es Hijo;
y comparándolo con la tercera persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, sola
esta imagen es la que se llama Hijo con propiedad y verdad. Porque aunque el
Espíritu Santo sea Dios como el Padre, y tenga en sí la misma divinidad y
esencia que Él tiene, sin que en ninguna cosa de ella se diferencie ni desemeje
de Él, pero no la, tiene como imagen y retrato del Padre, sino como
inclinación a Él y como abrazo suyo; y así, aunque sea semejante, no es
semejanza según su relación particular y propia, ni su manera de proceder
tiene por blanco el hacer semejante, y, por la misma razón, no es engendrado ni
es hijo.
Quiero
decir que, como yo me puedo entender a mí mismo, y me puedo amar después de
entendido, y como del entenderme a mí nace de mí una imagen de mí, y del
amarme se hace también en mí un peso que me lleva a mí mismo, y una
inclinación a mí que se abraza conmigo, así Dios desde su eternidad se
entiende y se ama, y, entendiéndose, como dijimos, y comprendiendo todo lo que
su infinita fecundidad comprende engendra en sí una imagen viva de todo aquello
que entiende; y de la misma manera, amándose a sí mismo, y abrazando en sí a
todo cuanto en sí entiende, produce en sí una inclinación a todo lo que ama
así, y produce, como dicho hemos, un abrazo de todo ello.
Mas
diferimos en esto: que en mí esta imagen y esta inclinación son unos
accidentes sin vida y sin sustancia, mas en Dios, a quien no puede advenir por
accidente ninguna cosa, y en quien, todo lo que es, es divinidad y sustancia,
esta imagen es viva y es Dios, y esta inclinación o abrazo que decimos es
abrazo vivo y que está sobre sí.
Aquella
imagen es Hijo, porque es imagen, y esta inclinación no es hijo porque
no es imagen, sino Espíritu, porque es inclinación puramente. Y estas tres
personas, Padre y Hijo y Espíritu Santo, son Dios y un mismo Dios, porque hay
en todos tres una naturaleza divina sola, en el Padre de suyo, en el Hijo
recibida del Padre, en el Espíritu recibida del Padre y del Hijo. Por manera
que esta única naturaleza divina, en el Padre está como fuente y original, y
en el Hijo como en retrato de sí misma, y en el Espíritu como en inclinación
hacia sí. Y en un cuerpo, como si dijésemos, y en un bulto de luz,
reverberando ella en sí misma por inefable y diferente manera, resplandecen
tres cercos. ¡Oh sol inmenso y clarísimo!
Y
porque dije, Sabino, sol, ninguna de las cosas visibles nos representa
más claramente que el sol las condiciones de la naturaleza de Dios y de esta su
generación que decimos. Porque así como el sol es un cuerpo de luz que se
derrama por todo, así la naturaleza de Dios, inmensa, se extiende por todas las
cosas. Y así como el sol, alumbrando, hace que se vean las cosas que las
tinieblas encubren y que, puestas en oscuridad, parecen no ser, así la virtud
de Dios, aplicándose, trae del no ser a la luz del ser a las cosas. Y así como
el sol de suyo se nos viene a los ojos, y, cuanto de su parte es, nunca se
esconde porque es él la luz y la manifestación de todo lo que se manifiesta y
se ve, así Dios siempre se nos pone delante y se nos entra por nuestras puertas
si nosotros no le cerramos la puerta, y lanza rayos de claridad por cualquiera
resquicio que halle. Y como al sol juntamente le vemos y no le podemos mirar (vémosle,
porque en todas las cosas que vemos, miramos su luz; no le podemos mirar,
porque, si ponemos en él los ojos, los encandila), así de Dios podemos decir
que es claro y oscuro, oculto y manifiesto. Porque a Él en sí no le vemos y,
si alzamos el entendimiento a mirarle, nos ciega; y vémosle en todas las cosas
que hace, porque en todas ellas resplandece su luz.
Y
(porque quiero llegar esta comparación a su fin) así como el sol parece una
fuente que mana y que lanza claridad de continuo con tanta prisa y agonía que
parece que no se da a manos, así Dios, infinita bondad, está siempre como
bullendo por hacemos bien, y enviando como a borbollones bienes de sí sin parar
ni cesar. Y, para venir a lo que es propio de ahora, así como el sol engendra
su rayo (que todo este bulto de resplandor y de luz que baña el cielo y la
tierra, un rayo sólo es que envía de sí todo el sol), así Dios engendra un
solo Hijo de sí, que reina y se extiende por todo. Y como este rayo del
sol que digo tiene en sí toda la luz que el sol tiene y esa misma luz que tiene
el sol, y así su imagen del sol es su rayo, así el Hijo que nace de
Dios tiene toda la sustancia de Dios, y esa misma sustancia que Él tiene, y es,
como decíamos, la sola y perfecta imagen del Padre. Y así como en el sol, que
es puramente luz, el producir de su rayo es un enviar luz de sí, de manera que
la luz, dando luz, le produce, esto es, que le produce la luz figurándose y
pintándose y retratándose, así el Padre Eterno, figurándose su ser en sí
mismo, engendra a su Hijo. Y como el sol produce siempre su rayo, que no
lo produjo ayer y cesó hoy de producirlo, sino siempre le produce y, con
producirle siempre, no le produce por partes, sino siempre y continuamente sale
de él entero y perfecto, así Dios siempre, desde toda su eternidad, engendró
y engendra y engendrará a su Hijo, y siempre enteramente. Y como,
estándose en su lugar, su rayo nos le hace presente, y, en él y por él, se
extiende por todas las cosas el sol, y es visto y conocido por él, así Dios,
de quien San Juan dice que no es visto de nadie, en el Hijo suyo que
engendra nos resplandece y nos luce, y, como Él lo dice de sí, Él es el que
nos manifiesta a su Padre. Y finalmente, así como el sol, por la virtud de su
rayo, obra adonde quiera que obra, así Dios lo crió todo y lo gobierna todo en
su Hijo, en quien, si lo podemos decir, están como las simientes de
todas las cosas.
Mas
oigamos en qué manera, en el libro de los Proverbios, Él mismo dice
aquesto mismo de sí: «El Señor me adquirió en el principio de sus caminos.
Antes de sus obras, desde entonces. Desde siempre fui ordenada, desde el
comienzo, de enantes de los comienzos de la tierra. Cuando no abismos, concebida
Yo; cuando no fuentes, golpes grandes de aguas. Enantes que se aplomasen los
montes, primero Yo que los collados formada. Aún no había hecho la tierra, los
tendidos, las cabezas de los polos del mundo. Cuando aparejaba los cielos, allí
estaba Yo; cuando señalaba círculo en redondo sobre la haz del abismo. Cuando
fortificaba el cielo estrellado en lo alto, y ponía en peso las fuentes del
agua. Cuando Él ponía su ley a los mares, y a las aguas que no traspasasen su
orilla. Cuando establecía el cimiento a la tierra. Y junto con Él estaba Yo
componiéndolo; y un día y cada día era dulces regalos. Jugando delante de Él
de continuo, jugando en la redondez de su tierra; y deleites míos con hijos de
hombres.»
En
las cuales palabras, en lo primero que dice, que la adquirió Dios en la cabeza
de sus caminos, lo uno entiende que no caminara Dios fuera de sí, quiero decir,
que no hiciera fuera de sí las criaturas que hizo, a quienes comunicó su
bondad, si antes y desde toda la eternidad no engendrara a su Hijo que,
como dicho tenemos, es la razón y la traza, y el artificio y el artífice de
todo cuanto se hace. Y lo otro, decir que la adquirió, es decir que usó de
ella Dios cuando produjo las cosas, y que no las produjo acaso o sin mirar lo
que hacía, sino con saber y con arte. Y lo tercero, pues dice que Dios la
adquirió, da bien a entender que ni la engendró apartada de sí, ni,
engendrándola en sí, le dio casa aparte después, sino que la adquirió, esto
es, que, nacida de Él, queda dentro del mismo.
Y
dice con propiedad adquirir, que es allegar y ayuntar por menudo. Porque,
como dijimos, no engendra a su Hijo el Padre entendiendo a bulto y
confusamente su esencia, sino entendiéndola apuradamente y con cabal
distinción, y con particularidad de todo aquello a que se extiende su fuerza. Y
porque lo que digo adquirir, en el original es una palabra que hace
significación de riquezas y de tesoro que se posee, podríamos decir de esta
forma que Dios en el principio la atesoró, para que se entendiese que hizo
tesoro de sí el Padre engendrando su Hijo. De sí, digo, y de todo lo
que de Él puede salir, por cualquiera manera que sea, que es el sumo tesoro. Y,
como decimos que Dios la adquirió en el principio de su camino, el original da
licencia que digamos también, como dijeron los que lo trasladaron en griego,
que Dios la formó principio y cabeza de su camino, que es decir que el Hijo
divino es el príncipe de todo lo que Dios cría después, porque están en Él
las razones de ello y su vida. Y ni más ni menos, en lo que se sigue: «Antes
de sus obras, desde entonces»; se puede decir también: «Soy la antigüedad de
sus obras.» Porque, en lo que de Dios procede, lo que va con el tiempo es
moderno, la antigüedad es lo que eternamente procede de Él; y porque estas
mismas obras presentes y que saca a luz a sus tiempos, que en sí son modernas,
son en el Hijo muy ancianas y antiguas.
Pues
en lo que añade: «Desde siempre fui ordenada», lo que dice nuestro texto ordenada,
se debe entender que es palabra de guerra, conforme a lo que se hace en ella
cuando se ponen los escuadrones en orden, en que tiene sobre todos su lugar el
capitán. Y así, ordenada es aquí lo mismo que puesta en el grado más
alto, y como en el tribunal y en el principado de todo; porque la palabra
original quiere decir hacer príncipe. Y porque significa también lo que
los plateros llaman vaciar, que es infundir en el molde el oro o la plata
derretida para hacer la pieza principal que pretenden, entrando el metal en el
molde y ajustándose a él, podremos decir aquí que la sabiduría divina dice
de sí que fue vaciada por el Padre desde la eternidad, porque es imagen suya,
que la pintó, no apartándola de sí, sino amoldándola en sí y ajustándose
del todo con ella.
Y,
en lo que dice después, acrecienta lo general que había dicho,
especificándolo por sus partes en particular, y diciendo que la engendró
cuando no había comienzos de tierra, ni abismos ni fuentes; antes que los
montes se afirmasen con su peso natural, y que los collados subiesen, y que se
extendiesen los campos, y que los quicios del mundo tuviesen ser. Y dice no
solamente que había nacido de Dios antes que Dios hiciese estas cosas, sino
que, cuando las hizo, cuando obró los cielos y fijó las estrellas y dio su
lugar a las nubes y enfrenó el mar y fundó la tierra, estaba en el seno del
Padre y junto con Él componiéndolas.
Y
como decimos componiéndolas, da licencia el original que digamos alentándolas
y abrigándolas y regalándolas y trayéndolas en los brazos, como el que
llamamos ayo, o ama de cría, suele traer a su niño. Que como nacían en su
principio tiernas y como niñas las criaturas entonces, respondiendo a esta
semejanza, dice la divina Sabiduría de sí que no sólo las crió con el Padre,
sino que se apropió a sí el oficio de ser como su aya de ellas o como su ama.
Y, llevando la semejanza adelante, dice que era ella dulzuras y regocijos todos
los días; esto es, que como las amas dicen a sus niños dulzuras, y se estudian
y esmeran en hacerles regalos, y los muestran, y a los que los muestran les
dicen que «miren ¡cuán lindos!», así se esmeraba ella, al criar de las
cosas, en regalar las criadas y en hacer como regocijos con ellas, y en decir,
como quien las toma en la mano y las muestra y enseña, que eran buenas, muy
buenas. «Y vio, dice, Dios todo lo que hecho había, y era muy bueno.» Que a
este regalo, que al mundo reciente se debía, miró, Sabino, también vuestro
Poeta donde dice:
|
Y
dice, según la misma forma e imagen, que hacía juegos de continuo delante del
Padre, como delante de los padres hacen las amas que crían. Y concluye con esta
razón, porque dice: «Y mis deleites, hijos de hombres», como diciendo que
entendía en su regalo porque se deleitaba de su trato; y deleitábase de
tratarlos porque tenía determinado consigo de, venido su tiempo, nacer uno de
ellos.
Del
cual nacimiento segundo que nació este divino Hijo en la carne, es bien
que ya digamos, pues hemos dicho del primero; que aunque es también segundo en
quilates, no por eso no es extraño y maravilloso por dondequiera que le
miremos, o miremos el qué, o el cómo o el porqué.
Y
diciendo de lo primero, el qué de este nacimiento o lo que en este
nacimiento se hizo, todo ello es nuevo, no visto antes ni imaginado que podía
ser visto, porque en él nace Dios hecho hombre. Y con tener las personas
divinas una sola divinidad, y con ser tan uno todas tres, no nacieron hechas
hombres todas tres, sino la persona del Hijo solamente. La cual así se
hizo hombre, que no dejó de ser Dios, ni mezcló con la naturaleza del hombre
la naturaleza divina suya, sino quedó una persona sola en dos distintas
naturalezas: una que tenía Dios, y otra que recibió de los hombres de nuevo.
La cual no la crió de nuevo ni la hizo de barro, como formó la primera, sino
hízola de la sangre virgen de una Virgen purísima, en su vientre de ella
misma, sin amancillar su pureza, y hizo que fuese la naturaleza del linaje de
Adán y sin la culpa de Adán, y formó, de la sangre que digo, carne, y de la
carne hizo cuerpo humano con todos sus miembros y órganos, y en el cuerpo puso
alma de hombre dotada de entendimiento y razón, y con el entendimiento y con el
alma y con el cuerpo ayuntó su persona, y derramó sobre el alma mil tesoros de
gracia, y diole juicio y discurso libre, y hízola que viese y que gozase de
Dios, y ordenó que la misma que gozaba de Dios con el entendimiento, sintiese
disgusto en los sentidos, y que fuese juntamente bienaventurada y pasible.
Y
toda esta compostura de cuerpo y infusión de alma y ayuntamiento de su persona
divina, y la santificación y el uso de la razón, y la vista de Dios y la
habilidad para sentir dolor y pesares que dio a lo que a su persona ayuntaba, lo
hizo todo en un momento y en el primero en que se concibió aquella carne; y de
un golpe y en un instante sólo, salió en el tálamo de la Virgen a la luz de
esta vida un Hombre Dios, un niño ancianísimo, una suma santidad en miembros
tiernos de infante, un saber perfecto en un cuerpo que aun hablar no sabía, y
resultó en un punto, con milagro nunca visto, un niño y gigante, un flaco muy
fuerte, un saber, un poder, un valor no vencible, cercado de desnudez y de
lágrimas.
Y
lo que en el vientre santo se concibió, corriendo los meses, salió de él sin
poner dolor en él y dejándole santo y entero. Y como el que nacía era, según
su divinidad rayo, como ahora decíamos, y era resplandor que manaba con pureza
y sencillez de la luz de su Padre, dio también a su humanidad condiciones de
luz, y salió de la madre como el rayo del sol pasa por la vidriera sin daño, y
vimos una mezcla admirable: carne con condiciones de Dios y Dios con condiciones
de carne, y divinidad y humanidad juntas, y hombre y Dios, nacido de padre y de
madre, y sin padre y sin madre -sin madre en el cielo y sin padre en la tierra-
y, finalmente, vimos junta en uno la universalidad de lo no criado y criado.
¿Qué
dice San Juan? «El Verbo se hizo carne, y mora en nosotros lleno de gracia y de
verdad; y vimos su gloria, gloria cual convenía a quien es Unigénito del Padre
Eterno.». Y Isaías, ¿qué dice? «El nacido nos ha nacido a nosotros, y el Hijo
a nosotros es dado, y sobre su hombro su mando, y su nombre será llamado Admirable,
Consejero, Dios, Valiente, Padre de la eternidad, Príncipe de paz.» El nacido,
dice, no es nacido; esto es, el engendrado eternalmente de Dios ha nacido
por otra manera diferente para nosotros; y el que es Hijo, en quien
nació todo el edificio del mundo, se nos da nacido entre los del mundo
como Hijo. Y aunque niño, es rey, y aunque es recién nacido, tiene
hombros para el gobierno: que se llama Admirable por nombre, porque es
una maravilla todo Él, compuesto de maravillas grandísimas. Y llámase
también Consejero porque es el ministro y la ejecución del consejo
divino, ordenado para la salud de los hombres. Y es Dios, y es Valiente,
y Padre del nuevo siglo, y único autor de reposo y de paz.
Y
lo que dijimos, que no tuvo padre humano en este segundo nacer, ayer lo probó
bastantemente Marcelo. Y que, naciendo, no puso daño en su madre, ¿por ventura
no lo vio Salomón cuando dijo: «Tres cosas se me esconden, y cuatro de que
nada no sé; el camino del águila por el aire, el camino de la culebra en la
peña, el camino de la nave en la mar, y el camino del varón en la Virgen?» En
que, por comparación de tres cosas que, en pasando, nadie puede saber por
dónde pasaron porque no dejan rastro de sí, significa que cuando salió este
niño varón, que decimos, del sagrario virginal de su Madre, salió sin quebrar
el sagrario y sin hacer daño en él ni dejar de su salida señal; como ni la
deja de su vuelo el ave en el aire, ni la serpiente de su camino en la peña, ni
en los mares la nave. Esto, pues, es el qué de este nacimiento
santísimo.
El
cómo se hizo, esto es de las cosas que no se pueden decir. Porque las
maneras ocultas por donde sabe Dios aplicar su virtud para los efectos que
quiere, ¿quién las sabe entender? Bien dice San Agustín que en estas cosas, y
en las que son como éstas, la manera y la razón del hecho es el infinito poder
del que lo hace. ¿En qué manera se hizo Dios hombre? Porque es de poder
infinito. ¿Cómo una misma persona tiene naturaleza de hombre y naturaleza de
Dios? Porque es de poder infinito. ¿Cómo crece en el cuerpo y es perfecto
varón en el alma, tiene los sentidos de niño, y ve a Dios con el
entendimiento, se concibe en mujer y sin hombre, sale naciendo de ella y la deja
virgen? Porque es de poder infinito. No hiciera Dios por nosotros mucho, si no
hiciera más de lo que nuestro sentido traza y alcanza.
¿Qué
cosa es hacer mercedes a gentes de poco saber y de pecho angosto que, porque
exceden a lo que ellos hicieran, ponen en duda si se las hacen? ¿Cómo se hizo
Dios hombre? Digo que amando al hombre. ¿Por ventura es cosa nueva que el amor
vista del amado al que ama, que le ayunte con él, que le transforme? Quien se
inclina mucho a una cosa, quien piensa en ella de continuo, quien conversa
siempre con ella, quien la remeda, fácilmente queda hecho ella misma. ¿Qué
decía poco ha el Verbo de sí? ¿No decía que era su deleite el tratar con los
hombres? Y no solamente tratar con ellos, mas vestirse de su figura aun antes
que tomase su carne. Que con Adán habló en el paraíso en figura de hombre,
como San León papa y otros muchos doctores santos lo dicen; y con Abraham
cuando descendió a destruir Sodoma, y con Jacob en la lucha, y con Moisés en
la zarza, y con Josué, el capitán de Israel. Pues salióle el trato a la cara
y, haciendo del hombre, salió hecho hombre, y, gustando de disfrazarse con
nuestra máscara, quedó con la figura verdadera a la fin, y pararon los ensayos
en hechos.
¿Cómo
está la deidad en la carne? Responde el divino Basilio: «Como el fuego en el
hierro, no mudando lugares, sino derramando sus bienes; que el fuego no camina
hacia el hierro, sino, estando en él, pone en él su cualidad, y, sin
disminuirse en sí, le hinche todo de sí y le hace partícipe. Y el Verbo de
Dios de la misma manera hizo morada en nosotros, sin mudar la suya y sin
apartarse de sí. No te imagines algún descendimiento de Dios, que no se pasa
de un lugar a otro lugar como se pasan los cuerpos; ni pienses que la deidad,
admitiendo en sí alguna mudanza, se convirtió en carne, que lo inmortal no es
mudable. Pues ¿cómo nuestra carne no le pegó su infección? Como ni el fuego
recibe las propiedades del hierro. El hierro es frío y es negro, mas, después
de encendido, se viste de la figura del fuego y toma luz de él y no le
ennegrece, y arde con su calor y no le comunica su frialdad. Y, ni más ni
menos, la carne del hombre: ella recibió cualidades divinas, mas no apegó a la
divinidad sus flaquezas. ¿Qué? ¿No concederemos a Dios que obre lo que obra
este fuego que muere?» Esto dice Basilio.
Y,
porque los ejemplos dan luz, como el arca del Testamento era de madera y de oro,
de madera que no se corrompía y de oro finísimo; ella, hecha de madera y
vestida de oro por todas partes, de arte que era arca de madera y arca de oro, y
era una arca sola, y no dos, así en este nacimiento segundo, el arca de la
humanidad inocente salió ayuntada a la riqueza de Dios. La riqueza la cubría
toda, mas no le quitaba el ser ni ella lo perdía, y, siendo dos naturalezas, no
eran dos personas, sino una persona.
Y
como en el monte de Siná, cuando daba Dios la ley a Moisés en lo alto, estaba
rodeado de llamas del cielo y se vestía de la gloria de Dios que allí reposaba
y hablaba, y en las raíces padecía temblores y humo, así Cristo, naciendo
hombre, que es monte, en lo alto de su alma ardía todo en llamas de amor y
gozaba de la gloria de Dios alegre y descansadamente, mas en la parte suya más
baja temblaba y humeaba, dando lugar en sí a las penalidades del hombre. Y como
el patriarca Jacob cuando, en el camino de Mesopotamia, ocupado de la noche, se
puso a dormir en el campo, en el parecer de fuera era un mozo pobre que, tendido
en la tierra dura y tomando reposo, parecía estar sin sentido, mas en lo
secreto del alma contemplaba en aquella misma sazón el camino abierto desde la
tierra hasta el cielo, y a Dios en él y a los ángeles que andaban por él,
así, en este nacimiento, apareció por de fuera un niño flaco puesto en un
pesebre, que no hablaba y lloraba, y en lo secreto vivía en Él la
contemplación de todas las grandezas de Dios. Y como en el río Jordán, cuando
se puso en medio de él el arca de la ley vieja para hacer paso al pueblo que
caminaba al descanso, en la parte de arriba de él las aguas que venían se
amontonaron creciendo, lo en la parte de abajo siguieron su curso natural y
corrieron, así, naciendo en la naturaleza humana de Cristo Dios, y entrándose
en ella, lo alto de ella siempre miró para el cielo, mas en lo inferior corrió
como corremos todos, cuanto a lo que es padecer dolores y males.
Por
donde, debidamente, en el Apocalipsis, San Juan, al Verbo nacido hombre
le ve como cordero y como degollado cordero, que es lo sencillo y lo simple y lo
manso de él, y lo muy sufrido que en él se descubría a la vista, y juntamente
le vio que tenía siete ojos y siete cuernos, y que Él solo llegaba a Dios y
tomaba de sus manos el libro sellado y le abría, que es lo grande, lo fuerte,
lo sabio, lo poderoso que encubría en sí mismo y que se ordenaba para abrir
los siete sellos del libro, que es el por qué se hizo este nacimiento, y la
tercera y última maravilla suya; porque fue para poner en ejecución y para
hacer con la eficacia de su virtud claro y visible el consejo de Dios, oculto
antes y escondido y como sellado con siete sellos.
En
el cual, siendo abierto, lo primero que se descubre es un caballo y caballero
blancos con letra de victoria; y luego otro bermejo, que deshacía la paz del
suelo y lo ponía en discordia; y otro en pos de éste, negro, que pone peso y
tasa en lo que fructifica la tierra; y después otro descolorido y ceniciento, a
quien acompañaban el infierno y la muerte; y en el quinto lugar se descubrieron
los afligidos por Dios, que le piden venganza, y se les daba un entretenimiento
y consuelo, y en el sexto se estremece todo y se hunde la tierra; y en el
séptimo queda sereno el cielo y se hace silencio.
Porque
el secreto sellado de Dios es el artificio que ordenó para nuestra
santificación y salud. En la cual, lo primero, sale y viene a nuestra alma la
pureza blanca de la gracia del cielo, con fuerza para vencer siempre; sucédele
lo segundo el celo de fuego que rompe la mala paz del sentido y mete guerra
entre la razón y la carne, a quien ya no obedece la razón, antes le va a la
mano y se opone a sus desordenados deseos. A este celo se sigue el estudio de la
mortificación triste y denegrido, y que pone en todo estrecha tasa y medida.
Levántase aquí luego el infierno y hace alarde de sus valedores que, armados
de sus ingenios y fuerzas, acometen a la virtud y la maltratan y turban,
afligiendo muchas veces y derrocando por el suelo a los que la poseen, y
haciendo de su sangre de ellos y de su vida su cebo.
Mas
esconde Dios, después de esto, debajo de su altar a los suyos y,
defendiéndoles el alma debajo de la paciencia de su virtud, adonde le
sacrifican la vida, consuélalos y entretiénelos y, con particulares gozos, los
rodea y los viste en cuanto se llega el tiempo de su buena y perfecta ventura. Y
probados y aprobados así, alarga a su misericordia la rienda, y estremece todo
lo que contra ellos se empinaba en el suelo, y va al hondo la tierra maldita,
condenada a dar fruto de espinas. Después de lo cual, para todo en sosiego y en
un silencio del cielo. Mas porque ninguna criatura, como San Juan dice, no
podía abrir estos sellos ni poner en luz y en efecto esta obra, convino que el
que los hubiese de abrir y de poner en ejecución su virtud, fuese cordero, que
es flaco y sencillo, por una parte; y, por otra, tuviese siete ojos y siete
cuernos, que son todo el saber y poder, y que se juntasen en uno la fortaleza de
Dios con la flaqueza del hombre, para que, por ser hombre flaco, pudiese morir,
y, por ser masa santa, fuese su morir aceptable, y por ser Dios fuese para
nosotros su muerte vida y rescate.
De
manera que nació Dios hecho carne, como Basilio dice, «para que diese muerte a
la muerte que en ella se escondía; que, como las medicinas que son contra el
veneno, ayuntadas al cuerpo, vencen lo venenoso y mortal, y como las tinieblas
que ocupan la casa, metiendo en ella la luz, desaparecen, así la muerte que se
apoderaba del hombre, juntándose Dios con él, se deshizo. Y como el hielo se
enseñorea en el agua en cuanto dura la oscuridad de la noche, mas, luego que el
sol sale y calienta, le deshace su rayo, así la muerte reinó hasta que Cristo
vino; mas después que apareció la gloria saludable de Dios, y después que
amaneció el Sol de Justicia, quedó sumida en su victoria la muerte, porque no
pudo hacer presa en la vida. ¡Oh grandeza de la bondad y del amor de Dios con
los hombres! Somos libertados, ¿y preguntamos cómo y para qué,
debiendo gracias por beneficio tan grande? ¿Qué te hemos, hombre, de hacer?
¿No buscabas a Dios cuando se escondía en el cielo, no le recibes cuando
desciende y te conversa en la tierra, sino preguntas en qué manera o para qué
fin se quiso hacer como tú? Conoce y aprende: por eso es Dios carne, porque era
necesario que esta carne tuya, que era maldita carne, se santificase; esta flaca
se hiciese valiente; esta enajenada de Dios se hiciese semejante con Él; ésta,
a quien echaron del paraíso, fuese puesta en el cielo.» Hasta aquí ha dicho
Basilio.
Y,
a la verdad, es así que, porque Dios quería hacer un reparo general de lo que
estaba perdido, se metió Él en el reparo para que tuviese virtud. Y porque el
Verbo era el artífice por quien el Padre crió todas las cosas, fue el Verbo el
que se ayuntó con lo que se hacía para el reparo de ellas. Y porque, de lo que
era capaz de remedio, el más dañado era el hombre, por eso lo que se ordenó
para medicina de lo perdido fue una naturaleza de hombre. Y porque lo que se
hacía para dar a lo enfermo salud había de ser en sí sano, la naturaleza que
se escogió fue inocente y pura de toda culpa. Y porque el que era una persona
con Dios convenía que gozase de Dios, por eso, desde que comenzó a tener ser
aquella dichosa alma, comenzó también a ver la divinidad que tenía. Y porque,
para remediar nuestros males, le convenía que los sintiese, así gozaba de Dios
en lo secreto de su seno, que no cerraba por eso la puerta a los sentimientos
amargos y tristes. Y porque venía a reparar lo quebrado, no quiso hacer ninguna
quiebra en su Madre. Y porque venía a ser limpieza general, no fue justo que
amancillase su tálamo en alguna manera. Y porque era Verbo que nació con
sencillez de su Padre y sin poner en Él ninguna pasión, nació también de su
Madre, hecho carne con pureza y sin dolor de ella. Y finalmente, porque en la
divinidad es uno en naturaleza con el Padre y con el Espíritu Santo, y
diferente en persona, cuando nació hecho hombre, en una persona juntó a la
naturaleza de su divinidad la naturaleza diferente de su alma y su cuerpo. Al
cual cuerpo y a la cual alma, cuando la muerte las apartó, consintiéndolo Él,
Él mismo las tomó a juntar con nuevo milagro después de tres días, y hizo
que naciese a luz otra vez lo que ya había desatado la muerte.
Del
cual nacimiento suyo, que es el tercero de los cinco que puse al principio, lo
primero que ahora decir debemos es que fue nacimiento de veras, quiero decir
nacimiento que se llama así en la Sagrada Escritura. Porque, como ayer se
decía, el Padre, en el Salmo segundo hablando de esta resurrección de su Hijo,
como San Pablo lo declara, le dice: «Tú eres mi Hijo que en este día
te engendré.» Porque así como formó la virtud de Dios, en el vientre de la
Virgen y de su sangre sin mancilla, el cuerpo de Jesucristo con disposición
conveniente para que fuese aposento del alma, ni más ni menos en el sepulcro,
cuando se llegó la sazón al cuerpo, a quien las causas de la muerte habían
agujereado y herido y quitado la sangre, sin la cual no se vive, y la muerte
misma lo había enfriado y hecho morada inútil del alma, el mismo poder de
Dios, abrazándolo y fomentándolo en sí, lo tornó a calentar, y le regó con
sangre las venas, y le encendió la fornaza del corazón nuevamente, en que se
tornaron luego a forjar espíritus que se derramaron por las arterias palpitando
y bulliendo; y luego el calor de la fragua alzó las costillas del pecho, que
dieron lugar al pulmón, y el alma se lanzó luego en él como en conveniente
morada, más poderosa y eficaz que primero. Porque dio licencia a su gloria que
descendiese por toda ella, y que se comunicase a su cuerpo y que la bañase del
todo, con que se apoderó de la carne perfectamente, y redujo a su voluntad
todas sus obras, y le dio condiciones y cualidades de espíritu; y, dejándole
perfecto el sentir, la libró del mal padecer, y a cada una de las partes del
cuerpo les conservó ella por sí, con perpetuidad no mudable, el ser en que las
halló, que es el propio de cada una.
De
manera que, sin mantenimiento, da sustancia a la carne y tiene vivo el calor del
corazón sin cebarle, y sustenta los espíritus sin que se evaporen o se
consuman del uso. Y así desarraigó de allí todas las raíces de muerte, y
desterróla del todo y destruyóla en su reino, y cuando se tenía por fuerte. Y
traspasó su gloria por la carne, que, como dicho he, la tenía apurada y sujeta
a su fuerza; y resplandecióle el rostro y el cuerpo, y descargóla de su peso
natural, y diole alas y vuelo, y renació el muerto más vivo que nunca, hecho
vida, hecho luz, hecho gloria, y salió del sepulcro, como quien sale del
vientre, vivo, y para vivir para siempre, poniendo espanto a la naturaleza con
ejemplo no visto.
Porque
en el nacimiento segundo que hizo en la carne, cuando nació de la Virgen,
aunque muchas cosas de él fueron extraordinarias y nuevas, en otras se guardó
en él la orden común: que la materia de que se formó el cuerpo de Cristo fue
sangre, que es la natural de que se forman los otros; y, después de formado, la
Virgen, con la sangre suya y con sus espíritus, hinchó de sangre las venas del
cuerpo del Hijo y las arterias de espíritu como hacen las otras madres;
y su calor de ella, conforme a lo natural, abrigó a aquel cuerpo tiernísimo y
se lanzó todo por él y le encendió fuego de vida en el corazón, con que
comenzó a arder en su obra, como hace siempre la madre.
Ella
de su sustancia le alimentó, según lo que se usa, en cuanto le tuvo en su
vientre, y Él creció en el cuerpo por todo aquel tiempo por la misma forma que
crecen los niños. Y así como hubo en esta generación mucho de lo natural y de
lo que se suele hacer, así lo que fue engendrado por ella salió con muchas
condiciones de las que tienen los que por vía ordinaria se engendran: que tuvo
necesidad de comer para reparo de lo que en Él gastaba el calor y obraba en el
mantenimiento su cuerpo, y le cocía, y le coloraba, y le apuraba hasta mudarle
en sí mismo, y sentía el trabajo, y conocía el hambre, y le cansaba el
movimiento excesivo, y podía ser herido y lastimado y llagado; y, como los
nudos con que se ataba aquel cuerpo los había anudado la fuerza natural de su
madre, podían ser desatados con la muerte, como de hecho lo fueron.
Mas
en este nacimiento tercero todo fue extraordinario y divino: que ninguna fuerza
natural pudo dar calor al cuerpo helado en la huesa, ni fue natural el tomar a
él la sangre vertida, ni los espíritus que discurren por el cuerpo y le avivan
se los pudo prestar ningún otro tercero; el poder sólo de Dios y la fuerza
eficaz de aquella dichosa alma, dotada de gloriosísima vida, encendió
maravillosamente lo frío, y hinchó lo vacío, y compuso lo maltratado, y
levantó lo caído, y ató lo desatado con nudo inmortal, y dio abastanza en un
ser a lo mendigo y mudable. Y como ella estaba llena de la vida de Dios, y
sujeta a Él, y vestida de Él, y arraigada en Él con firmeza que mudar no se
puede, así hizo lleno de vida a su cuerpo, y le bañó todo de alma, y le
penetró enteramente, y le puso debajo de su mano de tal manera que nadie se le
puede sacar; y le vistió finalmente de sí, de su gloria, de su resplandor,
desde la cabeza a los pies, lo secreto y lo público, el pecho y la cara, que de
sí lanzaba más claros resplandores que el sol. Por donde mucho antes David,
hablando de este hecho, decía: «En resplandores de santidad, del vientre y de
la aurora, el rocío de tu nacimiento contigo.» Que aunque ayer por la mañana
lo declarasteis, Marcelo, y con mucha verdad, del nacimiento de Cristo en la
carne, bien entendéis que con la misma verdad se puede entender de este
nacimiento también.
Porque
el Espíritu Santo, que lo ve todo junto, junta muchas veces en unas palabras
muchas y diferentes verdades. Pues dice que nació Cristo cuando resucitó del
vientre de la tierra, en el amanecer de la aurora, por su propia virtud, porque
tenía consigo el rocío de su nacimiento, con que reverdecieron y florecieron
sus huesos. Y esto en resplandores de santidad, o, como podemos también decir,
en hermosuras santísimas, porque se juntaron en Él entonces y enviaron sus
rayos e hicieron públicas sus hermosuras tres resplandores bellísimos: la
divinidad, que es la lumbre; el alma de Cristo, santa y rodeada de luz; el
cuerpo, también hermoso y como hecho de nuevo, que echaba rayos de sí. Porque
el resplandor infinito de Dios reverberaba su hermosura en el alma, y el alma,
con este resplandor hecha una luz, resplandecía en el cuerpo que, vestido de
lumbre, era como una imagen resplandeciente de los resplandores divinos.
Y
aún dice que entonces nació Cristo con resplandores de santidad o con
bellezas, santas, porque, cuando así nació del sepulcro, no nació solo Él,
como cuando nació de la Virgen en carne, sino nacieron juntamente con Él y en
Él las vidas y las santidades y las glorias resplandecientes de muchos, lo uno
porque trajo consigo a vida de luz y a libertad de alegría las almas santas,
que sacó de las cárceles; lo otro y más principal, porque, como ayer de vos,
Marcelo, aprendí, en el misterio de la última cena, y cuando caminaba a la
cruz, ayuntó consigo por espiritual y estrecha manera a todos los suyos, y,
como si dijésemos, fecundóse de todos y cerrólos a todos en sí para que, en
la muerte que padecía en su carne pasible, muriese la carne de ellos mala y
pecadora, y por eso condenada a la muerte, y para que, renaciendo Él glorioso
después, renaciesen también ellos en Él a vida de justicia y de gloria.
Por
donde, por hermosa semejanza, a propósito de este nacimiento, dice Él de sí
mismo: «Si el grano de trigo puesto en la tierra no muere, quédase él; mas si
muere, produce gran fruto.» Porque así como el grano sembrado, si atrae para
sí el humor de la tierra y se impregna de su jugo y se pudre, saca en sí a luz
cuando nace mil granos, y sale ya no un grano solo, sino una espiga de granos,
así y por la misma manera Cristo, metido muerto en la tierra, por virtud de la
muerte allegó la tierra de los hombres a sí y, apurándola en sí y
vistiéndola de sus cualidades, salió resucitando a la luz, hecho espiga, y no
grano.
Así
que no nació un rayo solo la Mañana que amaneció del sepulcro este Sol, mas
nacieron en Él una muchedumbre de rayos y un amontonamiento de resplandores
santísimos, y la vida y la luz y la reparación de todas las cosas, a las
cuales todas abrazó consigo muriendo, para sacarlas, resucitando, todas vivas
en sí. Por donde aquel día fue de común alegría, porque fue día de
nacimiento común. El cual nacimiento hace ventaja al primero que Cristo hizo en
la carne, no solamente en que, como decimos, en aquél nació pasible y en éste
para más no morir, y no solamente en que lo que se hizo en éste fue todo
extraordinario y maravilloso, y hecho por solas las manos de Dios, y en aquél
tuvo la naturaleza su parte, y no solamente en que fue nacimiento, no de uno
solo, como el primero, sino de muchos en uno, mas también le hace ventaja en
que fue nacimiento después de muerte, y gloria después de trabajos, y bonanza
después de tormenta gravísima. Que a todas las cosas la vecindad y el cotejo
de su contrario las descubre más y las hace salir. Y la buena suerte es mayor
cuando viene después de alguna desventura muy grande.
Y
no solamente es más agradable este nacimiento porque sucede a la muerte, sino,
en realidad de verdad, la muerte que le precede le hace subir en quilates,
porque en ella se plantaron las raíces de esta dichosa gloria, que fueron el
padecer y el morir. Que porque cayó se levantó, y porque descendió torna a
subir en alto, y porque bebió del arroyo alzó la cabeza y porque obedeció
hasta la muerte vivió para enseñorearse del cielo. Y así, cuanto fueron
mayores los fundamentos y más firmes las raíces, tanto hemos de entender que
es mayor lo que de estas raíces nace. Y a la medida de aquellos tantos dolores,
de aquel desprecio no visto, de aquellas invenciones de penas, de aquel
desamparo, de aquel escarnio, de aquella fiera agonía, entendamos que la vida a
que Cristo nació por ello, es por todo extremo altísima y felicísima vida.
Mas
¡cuán no comprensibles son las maravillas de Dios! El que nació, resucitando,
tan claro, tan glorioso, tan grande, y el que vive para siempre dichoso en
resplandores y en luz, halló manera para tornar a nacer cada día encubierto y
disimulado en las manos del sacerdote en la Hostia, como saboreándose en nacer
este solo Hijo, este propiamente Hijo, este Hijo que tantas
veces y por tantas maneras es Hijo. Porque el estar Cristo en su
Sacramento, y el comenzar a ser cuerpo suyo lo que antes era pan y, sin dejar el
cielo y sin mudar su lugar, comenzar de nuevo a ser allí adonde antes no era,
convirtiendo toda la sustancia del pan en su santísima carne, mostrándose la
carne como si fuese pan, vestida de sus accidentes, es como un nacer allí en
cierta manera. Así que parece que Cristo nace allí, porque comienza a ser de
nuevo allí, cuando el sacerdote consagra. Y parece que la Hostia es como el
vientre adonde se celebra este nacimiento, y que las palabras son como la virtud
que allí le pone, y que es, como la sustancia, toda la materia y toda la forma
del pan que en Él se convierte. Y es señal y prueba de que este nacimiento lo
es en la forma que digo, el llamar a Cristo Hijo la sagrada Escritura en
este mismo caso y artículo. Porque bien sabéis que en el Salmo setenta y dos
leemos así: «Y habrá firmeza en la tierra, en las cumbres de los collados.»
Adonde la palabra firmeza, según la verdad, significa el trigo. Que la
Escritura lo suele llamar firmeza, porque da firmeza al corazón, como
David en otro Salmo lo dice. Y bien sabéis que muchos de los nuestros, y aun
algunos de los que nacieron antes que viniese Cristo, entienden este paso de
este sagrado pan del altar.
Y
bien sabéis que las palabras originales, por quien nosotros leemos firmeza, son
éstas: PISATH-BAR, que quieren puntualmente decir partecilla o puñado de trigo
escogido; y que BAR, como significa trigo escogido y mondado, también significa
hijo. Y así dice el Profeta que en el reino del Mesías, y cuando
floreciere su ley, entre muchas cosas singulares y excelentes, habrá también
un puñado o una partecilla de trigo y de hijo, esto es, que será el hijo lo
que parecerá un limpio y pequeño trigo, porque saldrá a luz en figura de él,
y le veremos así hecho y amoldado como si fuese un panecito pequeño.
Y
no solamente este consagrarse Cristo en el pan es un cierto nacer, mas es como
una suma de sus nacimientos los otros en que hace retrato de ellos, y los dibuja
y los pinta. Porque así como en la Divinidad nace como palabra que la dice el
entendimiento divino, así aquí se consagra y comienza a ser de nuevo en la
Hostia por virtud de la palabra que el sacerdote pronuncia. Y como en la
resurrección nació del sepulcro con su carne verdadera, pero hecha a las
condiciones del alma y vestida de sus maneras y gloria, así consagrado en la
Hostia está la verdad de su cuerpo en realidad de verdad, mas está como si
fuera espíritu, todo en la Hostia toda, y en cada parte de ella todo también.
Y como cuando nació de la Virgen salió bienaventurado en la más alta parte
del alma, y pasible en el cuerpo, y sujeto a dolores y muerte -y en lo secreto
era la verdadera riqueza, y en la apariencia y en lo que de fuera se veía era
un pobre y humilde-, así aquí por de fuera parece un pequeño pan despreciado,
y en lo escondido es todos los tesoros del cielo. Según lo que parece, puede
ser partido y quebrado y comido; mas según lo que encubre, no puede ni el mal
ni el dolor llegar a Él.
Y
como cuando nació de Dios se forjaron en Él, como en sus ideas, las criaturas
en la manera que he dicho, y cuando nació en la carne la recibió para limpiar
y librar la del hombre, y cuando nació del sepulcro nos sacó a la vida a todos
juntamente consigo, y en todos sus nacimientos siempre hubo algún respeto a
nuestro bien y provecho, así en este de la consagración de su cuerpo tuvo
respeto al mismo bien. Porque puso en él no solamente su cuerpo verdadero, sino
también el místico de sus miembros, y, como en los demás nacimientos suyos
nos ayuntó siempre a sí mismo, también en éste quiso contenemos en sí, y
quiso que, encerrados en Él y pasando a nuestras entrañas su carne, nos
comunicásemos unos con otros, para que por Él viniésemos todos a ser, por
unión de espíritu, un cuerpo y un alma.
Por
lo cual, el pan caliente que estaba de continuo en el templo y delante del arca
de Dios (que tuvo figura de este pan divinísimo) le llama pan de faces
la Sagrada Escritura, para enseñar que este pan verdadero, a quien aquella
imagen miraba, tiene faces innumerables, quiero decir que contiene en sí a sus
miembros y que, como en la Divinidad abraza en sí por eminente manera todas las
criaturas, así en la humanidad y en este Sacramento santísimo, donde se
encierra, encierra consigo a los suyos. Y así, hizo en éste lo que en los
demás nacimientos hizo, que fue nuestro bien, que consiste en andar siempre
juntos con Él, o, por decir lo que parece más propio, trajo a efecto y puso
como en ejecución lo que se pretendía en los otros.
Porque
aquí, hecho mantenimiento nuestro, y pasándose en realidad de verdad dentro de
nuestras entrañas, y juntando con nuestra carne la suya, si la halla dispuesta,
mantiene el alma y purifica la carne, y apaga el fuego vicioso, y pone a
cuchillo nuestra vejez, y arranca de raíces el mal, y nos comunica su ser y su
vida, y, comiéndole nosotros, nos come Él a nosotros y nos viste de sus
cualidades y, finalmente, casi nos convierte en sí mismo. Y trae aquí a fruto
y a espiga lo que sembró en los demás nacimientos primeros. Y como dice en el
salmo David: «Hizo memorial de sus maravillas el Señor misericordioso y
piadoso: dio a los que le temen manjar.»
Porque
en este manjar, que lo es propiamente para los que le temen, recapituló todas
sus grandezas pasadas que en Él hizo ejemplo clarísimo de su infinito poder,
ejemplo de su saber infinito y de su misericordia y de su amor con los hombres;
ejemplo jamás oído ni visto. Que no contento ni de haber nacido hombre por
ellos, ni de haber muerto por ponerlos en vida, ni de haber renacido para
subirlos a la gloria, ni de estar juntos siempre y a la diestra del Padre para
su defensa y amparo, para su regalo y consuelo, y para que le tengan siempre no
solamente presente, sino le puedan abrazar consigo mismos, y ponerlo en su pecho
y encerrarlo dentro de su corazón, y como chuparle sus bienes y atraerlos a
sí, se les presenta en manjar y, como si dijésemos, les nace en figura de
trigo para que así le coman y traguen y traspasen a sus entrañas, adonde
encerrado y ceñido con el calor del espíritu, fructifique y nazca en ellos en
otra manera, que será ya la quinta y la última de las que prometimos decir, y
de que será justo que ya digamos si, Sabino, os parece.
Y
calló.
Y
Sabino dijo, sonriéndose:
-Huelgo,
Juliano, que me conozcáis por mayor. Y bien decía yo que urdíais grande tela,
porque, sin duda, habéis dicho grandes cosas hasta ahora, sin lo que os resta,
que no debe ser menos; aunque en ello tengo una duda aun antes que lo digáis.
-¿Qué?
-respondió Juliano-. ¿No entendéis que nace en nosotros Cristo cuando Dios
santifica nuestra alma?
-Bien
entiendo -dijo Sabino- que San Pablo dice a los Gálatas: «Hijuelos míos, que
os torno a parir hasta que se forme Cristo en vosotros», que es decir que, así
como el alma que era antes pecadora se convierte al bien y se va desnudando de
su malicia, así Cristo se va formando en ella y naciendo. Y de los que le aman
y cumplen su voluntad dice Cristo que son su Padre y su Madre. Pero, como cuando
el ánima que era mala se santifica, se dice que nace en ella Jesucristo, así
también se dice que ella nace en Él; por manera que es lo mismo, a lo que
parece, nacer nosotros en Cristo y nacer Cristo en nosotros, pues la razón por
que se dice es la misma; y de nuestro nacimiento en Jesucristo ayer dijo Marcelo
lo que se puede decir. Y así no parece, Juliano, que tenéis más que decir en
ello. Y esta es mi duda.
Juliano
entonces dijo:
-En
eso que dudáis, Sabino, habéis dado principio a mi razón; porque es verdad
que esos nacimientos andan juntos, y que siempre que nacemos nosotros en Dios,
nace Cristo en nosotros; y que la santidad y la justicia y la renovación de
nuestra alma es en medio de ambos nacimientos. Mas aunque por andar juntos
parecen uno, todavía el entendimiento atento y agudo los divide, y conoce que
tienen diferentes razones. Porque el nacer nosotros en Cristo es propiamente,
quitada la mancha de culpa con que nuestra alma se figuraba como demonio,
recibir la gracia y la justicia que cría Dios en nosotros, que es como una
imagen de Cristo, y con que nos figuramos de su manera. Mas nacer Cristo en
nosotros es no solamente venir el don de la gracia a nuestra alma, sino el mismo
espíritu de Cristo venir a ella y juntarse con ella, y, como si fuese alma del
alma, derramarse por ella; y derramado y como embebido en ella, apoderarse de
sus potencias y fuerzas, no de paso ni de corrida ni por un tiempo breve, como
acontece en los resplandores de la contemplación y en los arrobamientos del
espíritu, sino de asiento y con sosiego estable, y como se reposa el alma en el
cuerpo. Que Él mismo lo dice así: «El que me amare será amado de mi Padre, y
vendremos a él y haremos asiento en él.»
Así
que nacer nosotros en Cristo es recibir su gracia y figurarnos de ella; mas
nacer en nosotros Él, es venir Él por su espíritu a vivir en nuestras almas y
cuerpos. Venir, digo, a vivir, y no sólo a hacer deleite y regalo. Por lo cual,
aunque ayer Marcelo dijo de cómo nacemos nosotros en Dios, queda lugar para
decir hoy del nacimiento de Cristo en nosotros. Del cual, pues hemos ya dicho
que se diferencia y cómo se diferencia del nuestro, y que propiamente consiste
en que comience a vivir el espíritu de Cristo en el alma, para que se entienda
esto mismo mejor, digamos, lo primero, cuán diferentemente vive en ella cuando
se le muestra en la oración; y después diremos cuándo y cómo comienza Cristo
a nacer en nosotros, y la fuerza de este nacer y vivir en nosotros, y los grados
y crecimiento que tiene.
Porque,
cuanto a lo primero, entre esta venida y ayuntamiento del espíritu de Cristo a
nosotros, que llamamos nacimiento suyo, y entre las venidas que hace al alma del
justo y las demostraciones que en el negocio de la oración le hace de sí, de
las diferencias que hay, la principal es, que en esto que llamamos nacer, el
espíritu de Cristo se ayunta con la esencia del alma y comienza a ejecutar su
virtud en ella, abrazándose con ella sin que ella lo sienta ni entienda, y
reposa allí como metido en el centro de ella, como dice Isaías: «Regocijate:
y alaba hija de Sión, porque el Señor de Israel está en medio de ti.» Y
reposando allí como desde el medio, derrama los rayos de su virtud por toda
ella, y la mueve secretamente y con su movimiento de Él y con la obediencia del
alma a lo que es de Él movida, se hace por momentos mayor lugar en ella, y más
ancho y más dispuesto aposento.
Mas
en las luces de la oración y en sus gustos, todo su trato de Cristo es con las
potencias del alma, con el entendimiento, con la voluntad y memoria, de las
cuales, a las veces, pasa a los sentidos del cuerpo y se les comunica por
diversas y admirables maneras, en la forma que les son posibles estos
sentimientos a un cuerpo. Y de la copia de dulzores que el alma siente y de que
está colmada, pasan al compañero las sobras. Por donde esas luces o gustos, o
este ayuntamiento gustoso del alma con Cristo en la oración, tiene condición
de relámpago; digo que luce y se pasa en breve. Porque nuestras potencias y
sentidos, en cuanto esta vida mortal dura, tienen precisa necesidad de
divertirse a otras contemplaciones y cuidados, sin los cuales ni se vive ni se
puede ni debe vivir.
Y
júntase también con esta diferencia otra diferencia: que en el ayuntamiento
del espíritu de Cristo con el nuestro, que llamamos nacimiento de Cristo, el
espíritu de Cristo tiene vez de alma respecto de la nuestra, y hace en ella
obra de alma, moviéndola a obrar como debe en todo lo que se ofrece, y pone en
ella ímpetu para que se menee, y así obra Él en ella y la mueve, que ella,
ayudada de Él, obra con Él juntamente. Mas en la presencia que de sí hace en
la oración a los buenos por medio de deleite y de luz, por la mayor parte, el
alma y sus potencias reposan, y Él solo obra en ellas por secreta manera un
reposo y un bien que decir no se puede. Y así, aquel primer ayuntamiento es de
vida, mas este segundo es de deleite y regalo; aquél es el ser y el vivir,
éste es lo que hace dulce el vivir; allí recibe vivienda y estilo de Dios el
alma, aquí gusta algo de su bienandanza; y así, aquello se da con asiento y
para que dure, porque, si falta, no se vive; mas esto se da de paso y a la
ligera, porque es más gustoso que necesario, y porque en esta vida, que se nos
da para obrar, este deleite, en cuanto dura, quita el obrar y le muda en gozar.
Y sea esto lo uno.
Y
cuanto a lo segundo que decía, digo de esta manera: Cristo nace en nosotros
cuando quiera que nuestra alma, volviendo los ojos a la consideración de su
vida, y viendo las fealdades de sus desconciertos, y aborreciéndolos, y
considerando el enojo merecido de Dios, y doliéndose de él, ansiosa por
aplacarle, se convierte con fe, con amor, con dolor a la misericordia de Dios y
al rescate de Cristo. Así que Cristo nace en nosotros entonces. Y dícese que
nace en nosotros, porque entonces entra en nuestra alma su mismo espíritu, que,
en entrando, se entraña en ella, y produce luego en ella su gracia, que es como
un resplandor y como un rayo que resulta de su presencia, y que se asienta en el
alma y la hace hermosa. Y así comienza a tener vida allí Cristo, esto es,
comienza a obrar en el alma y por el alma lo que es justo que obre Cristo,
porque lo más cierto y lo más propio de la vida es la obra.
Y
de esta manera, Él que es en sí siempre, y Él que vive en el seno del Padre
antes de todos los siglos, comienza, como digo y cuando digo, a vivir en
nosotros; y Él que nació de Dios perfecto y cabal, comienza a ser en nosotros
como niño. No porque en sí lo sea, o porque en su espíritu, que está hecho
alma del nuestro, haya en realidad de verdad alguna disminución o menoscabo,
porque el mismo que es en sí, ese mismo es el que en nosotros nace tal y tan
grande, sino porque, en lo que hace en nosotros, se mide con nuestro sujeto, y
aunque está en el alma todo Él, no obra en ella luego que entra en ella todo
lo que vale y puede, sino obra conforme a como se le rinde y se desnuda de su
propiedad, para el cual rendimiento y desnudez Él mismo la ayuda; y así
decimos que nace entonces como niño. Mas cuanto el alma, movida y guiada de
Él, se le rinde más y se desnuda más de lo que tiene por suyo, tanto crece en
ella más cada día, esto es, tanto va ejecutando más en ella su eficacia y
descubriéndose más y haciéndose más robusto, hasta que llega en nosotros,
como dice San Pablo, «a edad de perfecto varón, a la medida de la grandeza de
Cristo», esto es, hasta que llega Cristo a ser, en lo que es y hace en nosotros
y con nosotros, perfecto cual lo es en sí mismo.
Perfecto,
digo, cual es en sí, no en igualdad precisa, sino en manera semejante. Quiero
decir que el vivir y el obrar que tiene en nuestra alma Cristo, cuando llega a
ser en ella varón perfecto, no es igual en grandeza al vivir y al obrar que
tiene en sí, pero es del mismo metal y linaje. Y así, aunque reposa en nuestra
alma todo el espíritu de Cristo desde el primer punto que nace en ella, no por
eso obra luego en ella todo lo que es y lo que puede, sino primero como niño, y
luego como más crecido, y después como valiente y perfecto. Y de la manera que
nuestra alma en el cuerpo, desde luego que nace en él, nace toda, mas no hace,
luego que en él nace, prueba de sí totalmente, ni ejercita luego toda su
eficacia y su vida, sino después y sucesivamente, así como se van enjugando
con el calor los órganos con que obra, y tomando firmeza hábil para servir al
obrar, así es lo que decimos de Cristo, que aunque pone en nosotros todo su
espíritu cuando nace, no ejercita luego en nosotros toda su vida, sino conforme
a como, movidos de Él, le seguimos y nos apuramos de nosotros mismos, así Él
va en su vivir continuamente subiendo. Y como cuando comienza a vivir en nuestra
alma se dice que nace en ella, así se dice que crece cuando vive más; y cuando
llega a vivir allí al estilo que vive en sí, entonces es lo perfecto.
De
suerte que, según esto, tiene tres grados este nacimiento y crecimiento de
Cristo en nosotros. El primero de niño, en que comprendemos la niñez y la
mocedad, lo principiante y lo aprovechante, que decir solemos; el segundo, de
más perfecto; el último, de perfecto del todo. En el primero nace y vive en la
más alta parte del alma; en el segundo, en aquella y en la que llamamos parte
inferior; en el tercero, en esto y en todo el cuerpo del todo. Al primero
podemos llamar estado de ley por las razones que diremos luego; el segundo es
estado de gracia; y el tercero y último, estado de gloria.
Y
digamos de cada uno por sí, presuponiendo primero que en nuestra alma, como
sabéis, hay dos partes: una divina, que de su hechura y metal mira al cielo y
apetece cuanto de suyo es (si no la estorban o oscurecen o llevan) lo que es
razón y justicia; inmortal de su naturaleza, y muy hábil para estar sin
mudarse en la contemplación y en el amor de las cosas eternas. Otra de menos
quilates, que mira a la tierra y que se comunica con el cuerpo, con quien tiene
deudo y amistad, sujeta a las pasiones y mudanzas de él, que la turban y
alteran con diversas olas de afectos; que teme, que se acongoja, que codicia,
que llora, que se engríe y ufana, y que, finalmente, por el parentesco que con
la carne tiene, no puede hacer sin su compañía estas obras.
Estas
dos partes son como hermanas nacidas de un vientre, en una naturaleza misma, y
son de ordinario entre sí contrarias, y riñen y se hacen guerra. Y siendo la
ley que esta segunda se gobierne siempre por la primera, a las veces, como
rebelde y furiosa, toma las riendas ella del gobierno y hace fuerza a la mejor,
lo cual le es vicioso, así como le es natural el deleite y el alegrarse y el
sentir en sí los demás afectos que la parte mayor le ordenare; y son
propiamente la una como el cielo, y la otra como la tierra, y como un Jacob y un
Esaú concebidos juntos en un vientre, que entre sí pelean, como diremos más
largamente después.
Esto
así dicho, decimos ahora que cuando el alma aborrece su maldad, y Cristo
comienza a nacer en ella, pone su espíritu, como decíamos, en el medio y en el
centro, que es en la sustancia del alma, y prende luego su virtud en la primera
parte de ella, la parte que de estas dos que decíamos es la más alta y la
mejor. Y vive Cristo allí en el primer estado de este nacimiento, ejercitando
en aquella parte su vida, esto es, alumbrándola y enderezándola y renovándola
y componiéndola y dándole salud y fuerzas para que con valor ejercite su
oficio. Mas a la otra parte menor, en este primer estado, el espíritu de
Cristo, que en lo alto del alma vive, no le desarraiga sus bríos, porque aún
no vive en esta parte baja; mas aunque no viva en ella como señor pacífico,
dale ayo y maestro que gobierne aquella niñez, y el ayo es la parte mayor en
que él ya vive, o él mismo, según que vive en ella, es el ayo de esta parte
menor, que desde su lugar alto le da leyes por donde viva, y le hace que se
conozca, y le va a la mano si se mueve contra lo que se le manda, y la riñe y
la aflige con amenazas y miedos; de donde resulta contradicción y agonía, y
servidumbre y trabajo.
Y
Cristo, que vive en nosotros, y desde el lugar donde vive, en este artículo se
ha con esta menor parte como Moisés, que le da ley, y la amonesta y la riñe, y
la amenaza y la enfrena, mas aún no la libra de su flaqueza ni la sana de sus
malos movimientos, por donde a este grado o estado le llamamos de ley. En que,
como Moisés en el tiempo pasado gozaba del habla de Dios, y en la cumbre del
monte conversaba con Él, y recibía su gracia, y era alumbrado de su lumbre, y
descendía después al pueblo carnal e inquieto y sujeto a diferentes deseos, y
que estaba a la falda de la sierra, adonde no veía sino el temblor y las nubes,
y, descendiendo a él, le ponía leyes de parte de Dios, y le avisaba que
pusiese a sus deseos freno, y él se los enfrenaba cuanto podía con temores y
penas, así la parte más alta nuestra, luego al principio que Cristo en ella
nace, santificada por Él y viviendo por su espíritu como subida en el monte
con Dios, al pueblo que está en la falda, esto es, a la parte inferior, que,
por los muchos movimientos de apetitos y pasiones diferentes que bullen en ella,
es una muchedumbre de pueblo bullicioso y carnal e inclinado a hacer lo peor, le
escribe leyes y le enseña lo que le conviene hacer o huir, y le gobierna las
riendas, a veces alargándolas, y a veces recogiéndolas hacia sí, y finalmente
la hinche de temor y de amenazas.
Y
como contra Moisés se rebeló por diferentes veces el pueblo, y como siempre
con dificultad puso al yugo su mal domada cerviz, de donde nacieron
contradicciones en ellos y alborotos y ejemplos de señalados castigos, así
esta parte baja, en el estado que digo, oye mal muchas veces las amonestaciones
de su hermana mayor, en que ya Cristo vive, y luchan las dos a veces, y
despiertan entre sí crueles peleas. Mas como Moisés, para llevar aquella gente
al asiento de su descanso, les persuadió primero que saliesen de Egipto, y los
metió en la soledad del desierto, y los guió haciendo vueltas por él por
largo espacio de tiempo, y con quitarles el regalo y el amparo de los hombres y
darles el amparo de Dios en la nube, en la columna de fuego, en el maná que les
llovían los cielos y en el agua que les manaba la piedra, los iba levantando
hacia Dios, hasta que al fin pasaron con Josué, su capitán, el Jordán y
limpiaron de enemigos la tierra, y reposaron en ella hasta que vino últimamente
Cristo a nacer en su carne, así su espíritu, que ha nacido ya en lo que es
principal en el alma, para reducir a su obediencia la parte que resta, que tiene
las condiciones y flaquezas y carnalidades que he dicho, desde la razón donde
vive, como otro Moisés, induciéndola a que se despida de los regalos de
Egipto, y lavándola con las tribulaciones, y destetándola poco a poco de sus
toscos consuelos, y quitándole de los ojos cada día más las cosas que ama, y
haciéndola a que ame la pobreza y la desnudez del desierto, y dándole allí su
maná, y pasando a cuchillo a muchas de sus enemigas pasiones, y
acostumbrándola al descanso y reposo santo, va creciendo en ella y aprovechando
y mitigando sus bríos, y haciéndola cada día más hábil para poner su vida
en su carne, y al fin la pone y, como si dijésemos, se encarna en ella y la
hinche de sí como hizo a la mayor y primera, y no le quita lo que le es
natural, como son los sentimientos medidos, y el poder padecer y morir, sino
desarráigale lo vicioso, si no del todo, a lo menos casi del todo.
Y
este es el grado segundo que dijimos, en el cual el espíritu de Cristo vive en
las dos partes del alma: en la primera, que es la celestial, santificándola, o,
si lo hemos de decir así, haciéndola como Dios; y en la segunda, que mira a la
carne, apurándola y mortificándola de lo carnal y vicioso, y, en vez de la
muerte que ella solía dar con su vicio al espíritu, Cristo ahora pone en ella
a cuchillo casi todo lo que es contumaz y rebelde. Y como se hubo con sus
discípulos cuando anduvo con ellos, que los conversó primero y, dado que los
conversaba, duraban en ellos los afectos de carne, de que los corregía poco a
poco por diferentes maneras, con palabras, con ejemplos, con dolores y penas; y
finalmente, después de su resurrección, teniéndolos ya conformes y humildes y
juntos en Jerusalén, envió sobre ellos en abundancia su espíritu, con que los
hizo perfectos y santos, así, cuando en nosotros nace, trata primero con la
razón y fortifícala para que no la venza el sentido y, procediendo después
por sus pasos contados, derrama su espíritu como dice Joel «sobre toda la
carne», con que se rinde y se sujeta al espíritu.
Y
cúmplese entonces lo que en la oración le pedimos, «que se haga su voluntad,
así como en el cielo, en la tierra», porque manda entonces Dios en el cielo
del alma, y en lo terreno de ella es obedecido casi ni más ni menos, y baña el
corazón de sí mismo, y hace ya Cristo en toda el alma oficio enteramente de
Cristo, que es oficio de ungir, porque la unge desde la cabeza a los pies, y la
beatifica en cierta manera. Porque, aunque no le comunica su vista, comunícale
mucho de la vida que le ha de durar para siempre, y sostiénela ya con el vivir
de su espíritu, con que ha de ser después sostenida sin fin. Y este es el
mantenimiento y el pan que por consejo suyo pedimos a Dios cada día cuando
decimos «y nuestro pan», como si dijésemos «el de después» -que eso quiere
decir la palabra del original griego epiosión-, «dánosle hoy», esto
es, aquel pan nuestro: nuestro, porque nos le promete; nuestro, porque sin él
no se vive; nuestro, porque sólo él hinche nuestro deseo. Así que este pan y
esta vida que prometida nos tienes, acorta los plazos, Señor, y dánosla ya, y
viva ya tu Hijo en nosotros del todo, dándonos entera vida, porque Él
es el pan de la vida.
De
manera que, cuando viene a este estado el nacimiento de Cristo en nosotros, y
cuando su vida en mí ha subido a este punto, entonces Cristo es lisamente en
nosotros el Mesías prometido de Dios, por la razón sobredicha. Y el estado es
de gracia, porque la gracia baña a casi toda el alma; y no es estado de ley ni
de servidumbre ni de temor, porque todo lo que se manda se hace con gusto:
porque en la parte que solía ser rebelde y que tenía necesidad de miedo y de
freno, vive ya Cristo que la tiene casi pura de su rebeldía.
Y
es estado de Evangelio, porque el nacer y vivir Cristo en ambas las partes del
alma, y la santificación de toda ella con muerte de lo que era en ella vejez,
es el efecto de la buena nueva del Evangelio, y el reino de los cielos que en
él se predica, y la obra propia y señalada y que reservó para sí solo el Hijo
de Dios y el Mesías que la ley prometía. Como Zacarías en su cántico dice:
«Juramento que juró a Abraham, nuestro padre, de darse a nosotros, para que,
librándonos de nuestros enemigos, le sirvamos sin miedo, le sirvamos en
santidad y justicia y en su presencia la vida toda.»
Y
es estado de gozo, por cuanto reina en toda el alma el espíritu, y así hace en
ella sin impedimento sus frutos, que son, como San Pablo dice, «caridad y gozo,
y paz, y paciencia, y larga esperanza en los males.» Por donde, en persona de
los de este grado, dice el Profeta Isaías: «Gozando me gozaré en el Señor, y
regocijaráse mi alma en el Dios mío, porque me vistió vestiduras de salud y
me cercó con vestidura de justicia; como a esposo me hermoseó con corona, y
como a esposa adornada con sus joyeles.»
Y
también, en cierta manera, es estado de libertad y de reino, porque es el que
deseaba San Pablo a los Colosenses en el lugar donde escribe: «Y la paz de Dios
alce bandera y lleve la corona en vuestros corazones.» Porque en el primer
grado estaba la gracia y paz de Dios, como quien residía en frontera y vecina a
los enemigos, encerrada y recatada y solícita; mas ahora ya se espacia y se
alegra y se extiende como señora ya del campo.
Y
ni más ni menos, es estado de muerte y de vida; porque la vida que Cristo vive
en los que llegan aquí, da vida a lo alto del alma, y da muerte y degüella a
casi todos los afectos y pasiones malas del cuerpo, de que dice el Apóstol:
«Si Cristo está en vosotros, vuestro cuerpo, sin duda, ha muerto cuanto al
pecado, mas el espíritu vive por virtud de la justicia.»
Y
finalmente, es estado de amor y de paz, porque se hermanan en él las dos partes
del alma que decimos, y el sentido ama servir a la razón, y Jacob y Esaú se
hacen amigos, que fueron imagen de esto, como antes decía. Porque, Sabino, como
sabéis, Rebeca, mujer de Isaac, concibió de un vientre estos dos hijos, que,
antes que naciesen, peleaban entre sí mismos; por donde ella, afligida,
consultó el caso con Dios, que le respondió que tenía en su vientre dos
linajes de gentes contrarias, que pelearían siempre entre sí, y que el menor
en salir a luz vencería al que primero naciese.
Llegado
el tiempo, nació primero un niño bermejo y velloso; y, después de él y asido
de su pie de él, nació luego otro de diferente calidad del primero. Este
postrero fue llamado Jacob, y el primero Esaú. Su inclinación fue diferente,
así como su figura lo era. Esaú, aficionado a la caza y al campo; Jacob, a
vivir en su casa. En ella compró un día, por cierto caso, a su hermano el
derecho del mayorazgo, que se le vendió por comer. Poco después, con
artificio, le ganó la bendición de su padre, que creyó que bendecía al
mayor. Quedaron por esta causa enemigos; aborrecía de muerte Esaú a Jacob;
amenazábale siempre. El mozo santo, aconsejado de la madre, huyó la ocasión,
desamparó la casa del padre, caminó para Oriente, vio en el camino el cielo
sobre sí abierto, sirvió en casa de su suegro por Lía y por Raquel, y casado,
tuvo abundancia de hijos y de hacienda; y, volviendo con ella a su tierra,
luchó con el ángel, y fue bendecido de él; y, enflaquecido en el muslo, mudó
el andar con el nombre, y luego le vino al encuentro Esaú, su hermano, ya amigo
y pacífico.
Pues
conforme a esta imagen, son de un parto las dos partes del alma y riñen en el
vientre, porque de su naturaleza tienen apetitos contrarios, y porque, sin duda,
después nacen de ellas dos linajes de gentes enemigas entre sí: las que siguen
en el vivir el querer del sentido, y las que miden lo que hacen por razón y
justicia. Nace el sentido primero, porque se ve su obra primero; tras él viene
luego el uso de la razón. El sentido es teñido de sangre y vestido de los
frutos de ella, y ama el robo, y sigue siempre sus pasiones fieras por
alcanzarlas, mas la razón es amiga de su morada, adonde reposa contemplando la
verdad con descanso. Aquí le vienen a las manos la bendición y el mayorazgo.
Mas enójanse los sentidos y descubren sus deseos sangrientos contra el hermano,
que, guiado de la sabiduría para vencerlos, los huye y corta las ocasiones del
mal; y enajénase el hombre de los padres y de la casa, y, puestos los ojos en
el Oriente, camina a él la razón, a la cual en este camino se le aparece Dios
y le asegura su amparo, y con esto le mueve y guía a servir muchos años y con
mucho fruto por Raquel y por Lía; hasta que, finalmente, acercándose ya a su
verdadera tierra, viene a abrazarse con Dios y como a luchar con el ángel,
pidiéndole que le santifique y bendiga y ponga en paz sus sentidos; y sale con
su porfía al fin, y con la bendición muere el muslo, porque en el morir del
sentido vicioso consiste el quedar enteramente bendito; y cojea luego el hombre,
y es Israel. Israel, porque se ve en él y se descubre la eficacia de la vida
divina que ya posee; cojo, porque anda en las cosas del mundo con sólo el pie
de la necesidad, sin que le lleve el deleite. Y así, en llegando a este punto
el sentido, sirve a la razón y se pacifica con ella y la ama, y gozan ambas,
cada una según su manera, de riquezas y bienes, y son buenos hermanos Esaú y
Jacob, y vive, como en hermanos conformes, el espíritu de Cristo que se derrama
por ellos. Que es lo que se dice en el Salmo: «Cuán bueno es, y cuán lleno de
alegría, el morar en uno los hermanos, como el ungüento bueno sobre la cabeza,
que desciende a la barba, a la barba del sacerdote, y desciende al gorjal de su
vestidura; como rocío en Hermón, que desciende sobre los montes de Sión.
Porque allí instituyó el Señor la bendición, las vidas por los siglos.»
Porque todo el descanso y toda la dulzura y toda la utilidad de esta vida
entonces es: cuando estas dos partes nuestras, que decimos hermanas, viven
también como hermanas en paz y concordia.
Y
dice que es suave y provechosa esta paz, como lo es el ungüento oloroso
derramado, y el rocío que desciende sobre los montes de Hermón y de Sión,
porque en el hecho de la verdad, el Hijo de Dios que nace y que vive en
estas dos partes, y que es unción y rocío, como ya muchas veces decimos,
derramándose en la primera de ellas, y de allí descendiendo a la otra y
bañándola, hace en ellas esta paz provechosa y gustosa. De las cuales partes
la una es bien como la cabeza, y la otra como la barba áspera y como la boca o
la margen de la vestidura; y la una es verdaderamente Sión, adonde Dios se
contempla, y la otra Hermón, que es asolamiento, porque consiste su salud en
que se asuele en ella cuanto levanta el demasiado y vicioso deseo.
Y
cierto, cuando Cristo llega a nacer y vivir en alguno de esta manera, aquel en
quien así vive dice bien con San Pablo: «Vivo yo, ya no yo, pero vive en mí
Jesucristo.» Porque vive y no vive: no vive por sí, pero vive porque en él
vive Cristo, esto es, porque Cristo, abrazado con él y como infundido por él,
le alienta y le mueve, y le deleita y le halaga, y le gobierna las obras y es la
vida de su feliz vida. Y de los que aquí llegaron dice propiamente Isaías: «Alegráronse
con tu presencia como la alegría en la siega, como se regocijaron al dividir
del despojo.» De la siega dice que es señalada alegría porque se coge en ella
el fruto de lo trabajado, y se conoce que la confianza que se hizo del suelo no
salió vacía, y se halla, como por la largueza de Dios, mejorado y acrecentado
lo que parecía perdido. Y así es alegría grandísima la de los que llegan
aquí, porque comienzan a coger el fruto de su fe y penitencia, y ven que no les
burló su esperanza, y sienten la largueza de Dios en sí mismos y un
amontonamiento de no pensados bienes.
Y
dice del dividir los despojos, porque entonces alegran a los vencedores tres
cosas: el salir del peligro, el quedar con honra, el verse con tanta riqueza. Y
las mismas alegran a los que ahora decimos; porque, vencido y casi muerto del
todo lo que en el sentido hace guerra, y esto porque el espíritu de Cristo nace
y se derrama por él, no solamente salen de peligro, sino se hallan
improvisamente dichosos y ricos. Y por eso dice que se alegran en su presencia,
porque la presencia suya en ellos, que es el nacer y vivir de Cristo en toda su
alma, les acarrea este bien, que es el que añade luego, diciendo: «Porque el
yugo de pesadumbre y la vara de su hombro y el cetro del ejecutor en él, lo
quebrantaste como en el día de Madián.»
Que
a la ley dura que puso el pecado en nuestra carne y a lo que heredamos del
primer hombre y que es hombre viejo en nosotros, lo llama bien «yugo de
pesadumbre» porque es carga muy enlazada a nosotros y que mucho nos enlaza; y
«vara de su hombro» porque con ella, como con vara de castigo, nos azota el
demonio. Y dice «de su hombro», por semejanza de los verdugos y ministros
antiguos de justicia, que traían al hombro el manojo de varas con que herían a
los condenados. Y es «cetro de ejecutor», y en nosotros, porque, por medio de
la mala inclinación del viejo hombre, que reside en nuestra carne, ejecuta el
enemigo su voluntad en nosotros. Lo cual todo quebranta Cristo cuando de lo alto
del alma extiende su vida a la parte baja de ella, y viene como a nacer en la
carne.
Y
quebrántalo, «como en el día de Madián». Que ya sabéis en qué forma
alcanzó victoria Gedeón de los madianitas, sin sus armas y con sólo quebrar
los cántaros y resplandecer la luz que encerraban y con tocar las trompetas.
Porque comenzar Cristo a nacer en nosotros no es cosa de nuestro mérito, sino
obra de su mucha virtud, que primero, como luz metida en el medio del alma, se
encierra allí, y después se descubre y resplandece, quebrantando lo terreno y
carnal del sentido. A cuyo resplandor, y al sonido que hace la voz de Cristo en
el alma, huyen los enemigos y mueren. Y como en el sueño que entonces vio uno
de los del pueblo contrario, un pan de cebada y cocido entre la ceniza, que se
revolvía por el real de los enemigos, tocando las tiendas, las derrocaba, así
aquí Cristo, que es pan despreciado al parecer y cocido en trabajos,
revolviéndose por los sentidos del alma, pone por el suelo los asientos de la
maldad que nos hacen guerra; y, finalmente, los abrasa y consume, como dice
luego el Profeta: «Que toda la presa o pelea peleada con alboroto, y la
vestidura revuelta en las sangres, será para ser quemada, será mantenimiento
de fuego.» Y dice bien «la pelea peleada con alboroto», cuales son las
contradicciones que los deseos malos, cuando se encienden, hacen a la razón, y
las polvaredas que levantan, y su alboroto y su ruido.
Y
dice bien «el vestido revuelto en la sangre», que es el cuerpo y la carne que
nos vestimos, manchada con la sangre de sus viciosas pasiones, porque todo ello,
en este caso, lo apura el santo fuego que Cristo en el Evangelio dice que vino a
poner en la tierra. Y lo que el mismo profeta en otro capítulo escribe,
también pertenece a este negocio, porque dice de esta manera: «Porque el
pueblo en Sión habitará en Jerusalén. No llorará, llorando; apiadando, se
apiadará de ti. A la voz de tu grito, en oyéndola, te responderá. Y daros ha
el Señor pan estrecho y agua apretada, y no volará más tu maestro, y a tu
maestro tus ojos le contemplarán, y tus orejas oirán a las espaldas tuyas
palabra que te dirá: este es el camino, andad en él, no inclinéis a la
derecha o a la izquierda.» Que es imagen de esto mismo que digo, adonde el
pueblo que estaba en Sión hace ya morada en Jerusalén.
Y
la vida de Cristo, que vivía en el alcázar del alma, se extiende por toda la
cerca de ella y la pacifica; y el que residía en Sión, hace ya su morada en la
paz; y cesa el lloro que es lloro, porque se usa ya con ellos de la piedad, que
es perfecta. Y como vive ya Cristo en ellos, óyelos en llamando, o, por mejor
decir, lo que Él pide en ellos, eso es lo que piden, porque está en ellos su
maestro metido, que no se les aparta ni ausenta, y que, en hablando ellos, los
oye, y dales entonces Dios pan estrecho y agua apretada, porque verdaderamente
les da el pan y el agua que dan vida verdadera: su cuerpo y su espíritu, que se
derrama por ellos y los sustenta. Mas dáselo con brevedad y estrechez: lo uno,
porque, de ordinario, mezcla Dios con este pan que les da, adversidad y
trabajos; lo otro, porque es pan que sustenta en medio de los trabajos y de las
apreturas el alma; y lo último, porque en esta vida este pan vive como
escondido y como encogido en los justos. Que, como dice de ellos San Pablo:
«Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios, mas cuando Él apareciere que
es vuestra vida, entonces le pareceréis a Él en la gloria.» Porque entonces
acabará de crecer en los suyos Cristo perfectamente y del todo, cuando los
resucitare del polvo inmortales y gloriosos, que será el grado tercero y el
último de los que arriba dijimos. Adonde su espíritu y vida de Él se
comunicará de lo alto del alma a la parte más baja de ella, y de ella se
extenderá por el cuerpo, no solamente quitando de él lo vicioso, sino también
desterrando de él lo quebradizo y lo flaco, y vistiéndolo enteramente de sí.
De
manera que todo su vivir, su querer, su entender, su parecer y resplandecer
será Cristo, que será entonces varón perfecto enteramente en todos los suyos,
y será uno en todos, y todos serán hijos cabales de Dios por tener en sí el
ser y el vivir de este Hijo, que es único y solo Hijo de Dios, y
lo que es Hijo de Dios en todos los que se llaman sus hijos. Y así como
Cristo nace en todas estas maneras, así también en las Escrituras sagradas
hebreas es llamado Hijo con cinco nombre diversos.
Porque,
como sabéis, Isaías le llama Ieled, y David, en el Salmo segundo, le
llama Bar, y en el Salmo setenta y uno le llama Nin, y de David y
de Isaías es llamado Ben, y llámale Sil Jacob en la bendición
de su hijo Judas, en el libro de la Creación de las cosas.
De
manera que como Cristo nace cinco veces así también tiene cinco nombres de Hijo,
que todos significan lo mismo que Hijo, aunque con sonidos diferentes y
con origen diversa. Porque Ieled es, como si dijésemos, el engendrado; Bar,
el criado, apurado, escogido; Nin, el que se va levantando; Ben,
el edificio; y Sil, el pacífico o el enviado. Que todas son cualidades
que generalmente se dicen bien de los hijos, por donde los hebreos tomaron
nombres de ellas para significar lo que es hijo; porque el hijo es engendrado y
criado y sacado a luz, y es como lo apurado y lo ahechado que sale del mezclarse
los padres, y el que se levanta en su lugar cuando ellos fallecen, sustentando
su nombre, y es como un edificio; por donde, aun en español, a los hijos y
descendientes les damos nombre de casa, y es la paz el hijo, y como el nudo de
concordia entre el padre y la madre.
Mas
dejando lo general, con señalada propiedad son estos nombres de sólo aqueste Hijo
que digo. Porque Él es el engendrado según el nacimiento eterno, y el sacado a
luz según el nacimiento de la carne, y lo apurado y lo ahechado de toda culpa
según ella misma, y el que se levantó de los muertos, y el edificio que
encierra en la hostia, donde se pone, a todos sus miembros, y el que nace en el
centro de sus almas, de donde envía poco a poco por todas sus partes de ellas
la virtud de su espíritu, que las apura y aviva y pacifica y abastece de todos
sus bienes. Y finalmente, Él es el Hijo de Dios, que sólo es hijo de
Dios en sí y en todos los demás que lo son. Porque en Él se criaron y por Él
se reformaron, y por razón de lo que de Él contienen en sí son dichos sus
hijos. Y eso es ser nosotros hijos de Dios: tener a este su divino Hijo
en nosotros. Porque el Padre no tiene sino a Él solo por Hijo, ni ama
como a hijos sino a los que en sí le contienen y son una misma con Él, un
cuerpo, un alma, un espíritu. Y así, siempre ama a solo Él en todas las cosas
que ama.
Y
acabó Juliano aquí, y dijo luego:
-Hecho
he, Sabino, lo que me pediste, y dicho lo que he sabido decir; mas si os tengo
cansado, por eso proveíste bien que Marcelo sucediese luego; que con lo que
dijere nos descansará a todos.
-A
Sabino -dijo entonces Marcelo- yo fío que no le habéis cansado, mas habéisme
puesto en trabajo a mí, que, después de vos, no sé qué podré decir que
contente. Sólo hay este bien, que me vengaré ahora, Sabino, de vos en quitaros
el buen gusto que os queda.
Dijo
Marcelo esto, y quería Sabino responderle, mas estorbóselo un caso que
sucedió, como ahora diré.
En
la orilla contraria de donde Marcelo y sus compañeros estaban, en un árbol que
en ella había, estuvo asentada una avecilla de plumas y de figura particular,
casi todo el tiempo que Juliano decía, como oyéndole, y, a veces, como
respondiéndole con su canto, y esto con tanta suavidad y armonía, que Marcelo
y los demás habían puesto en ella los ojos y los oídos. Pues al punto que
Juliano acabó, y Marcelo respondió lo que he referido, y Sabino le quería
replicar, sintieron ruido hacia aquella parte; y, volviéndose, vieron que lo
hacían dos grandes cuervos que, revolando sobre el ave que he dicho y
cercándola alrededor, procuraban hacerle daño con las uñas y con los picos.
Ella, al principio, se defendía con las ramas del árbol, encubriéndose entre
las más espesas. Mas creciendo la porfía, y apretándola siempre más a do
quiera que iba, forzada se dejó caer en el agua gritando y como pidiendo favor.
Los cuervos acudieron también al agua y, volando sobre la haz del río, la
perseguían malamente, hasta que al fin el ave se sumió toda en el agua, sin
dejar rastro de sí. Aquí Sabino alzó la voz y, con un grito, dijo:
-¡Oh
la pobre, y cómo se nos ahogó!
Y
así lo creyeron sus compañeros, de que mucho se lastimaron. Los enemigos, como
victoriosos, se fueron alegres luego. Mas como hubiese pasado un espacio de
tiempo, y Juliano con alguna risa consolase a Sabino, que maldecía los cuervos,
y no podía perder la lástima de su pájara, que así la llamaba, de improviso,
a la parte adonde Marcelo estaba, y casi junto a sus pies, la vieron sacar del
agua la cabeza, y luego salir del arroyo a la orilla, toda fatigada y mojada.
Como salió, se puso sobre una rama baja que estaba allí junto, adonde
extendió sus alas y las sacudió del agua, y después, batiéndolas con
presteza, comenzó a levantarse por el aire cantando con una dulzura nueva. Al
canto, como llamadas otras muchas aves de su linaje, acudieron a ella de
diferentes partes del soto. Cercábanla y, como dándole el parabién, le
volaban al derredor. Y luego juntas todas y como en señal de triunfo, rodearon
tres o cuatro veces el aire con vueltas alegres, y después se levantaron en
alto poco a poco hasta que se perdieron de vista.
Fue
grandísimo el regocijo y alegría que de este suceso recibió Sabino. Mas
decíame que, mirando en este punto a Marcelo, le vio demudado en el rostro y
turbado algo y metido en gran pensamiento, de que mucho se maravilló; y que
riéndole preguntar qué sentía, viole que, levantando al cielo los ojos, como
entre los dientes y con un suspiro disimulado, dijo:
-Al
fin, Jesús es Jesús.
Y
que luego, sin dar lugar a que ninguno le preguntase más, se volvió a él y le
dijo:
-Atended, pues, Sabino, a lo que pedisteis.