Llámase
Cristo Padre del siglo futuro, y explícase el modo con que nos engendra en
hijos suyos
-El
sexto nombre es Padre del siglo futuro. Así le llama Isaías en el
capítulo nueve, diciendo: «Y será llamado Padre del siglo futuro.»
Aún
no me había despedido del monte -respondió Marcelo entonces-, mas, pues Sabino
ha pasado adelante, y para lo que me quedaba por decir habrá por ventura
después otro mejor lugar, sigamos lo que Sabino quiere. Y dice bien, que lo que
ahora ha propuesto es breve en palabras y largo en razón; a lo menos, si no es
largo, es hondo y profundo, porque se encierra en ello una gran parte del
misterio de nuestra redención. Lo cual, si como ello es, pudiese caber en mi
entendimiento, y salir por mi lengua vestido con las palabras y sentencias que
se le deben, ello solo henchiría de luz y de amor celestial nuestras almas.
Pero confiados del favor de Jesucristo, y ayudándome en ello vuestros santos
deseos, comencemos a decir lo que él nos diere; y comencemos de esta manera.
Cierta
cosa es, y averiguada en la Santa Escritura, que los hombres para vivir a Dios
tenemos necesidad de nacer segunda vez, demás de aquella que nacemos cuando
salimos del vientre de nuestras madres. Y cierto es que todos los fieles nacen
este segundo nacimiento, en el cual está el principio y origen de la vida santa
y fiel. Así lo afirmó Cristo a Nicodemus, que, siendo maestro de la ley, vino
una noche a ser su discípulo. Adonde, como por fundamento de la doctrina que le
había de dar, propuso esto, diciendo: «Ciertamente te digo que ningún hombre,
si no torna a nacer segunda vez, no podrá ver el reino de Dios.»
Pues
por la fuerza de los términos correlativos que entre sí se responden, se sigue
muy bien que donde hay nacimiento hay hijo, y, donde hijo, hay también padre.
De manera que si los fieles, naciendo de nuevo, comenzamos a ser nuevos hijos,
tenemos forzosamente algún nuevo padre cuya virtud nos engendra, el cual Padre
es Cristo. Y por esta causa es llamado Padre del siglo futuro, porque es
el principio original de esta generación bienaventurada y segunda, y de la
multitud innumerable de descendientes que nacen por ella.
Mas,
porque esto se entienda mejor (en cuanto puede ser de nuestra flaqueza
entendido), tomemos de su principio toda esta razón; y digamos lo primero de
dónde vino a ser necesario que el hombre naciese segunda vez. Y dicho esto, y
procediendo de grado en grado ordenadamente, diremos todo lo demás que a la
claridad de todo este argumento y a su entendimiento conviene, llevando siempre,
como en estrella de guía, puestos los ojos en la luz de la Escritura sagrada, y
siguiendo las pisadas de los doctores y santos antiguos.
Pues,
conforme a lo que yo ahora decía, como la infinita bondad de Dios, movida de su
sola virtud, ante todos los siglos se determinase de levantar a sí la
naturaleza del hombre y de hacerla particionera de sus mayores bienes y señora
de todas sus criaturas, Lucifer, luego que le conoció, encendido de envidia, se
dispuso a dañar e infamar el género humano en cuanto pudiese, y estragarle en
el alma y en el cuerpo por tal manera que, hecho inhábil para los bienes del
cielo, no viniese a efecto lo que en su favor había ordenado Dios. «Por
envidia del demonio, dice el Espíritu Santo en la Sabiduría, entró la
muerte en el mundo.» Y fue así que, luego que vio criado al primer hombre y
cercado de la gracia de Dios, y puesto en lugar deleitoso y en estado
bienaventurado, y como en un vecino y cercano escalón para subir al eterno y
verdadero bien, echó también juntamente de ver que le había Dios vedado la
fruta del árbol, y puéstole, si la comiese, pena de muerte, en la cual
incurriese cuanto a la vida del alma luego, y cuanto a la del cuerpo después; y
sabía por otra parte el demonio, que Dios no podía por alguna manera volverse
de lo que una vez pone. Y así, luego se imaginó que, si él podía engañar al
hombre y acabar con él que traspasase aquel mandamiento, lo dejaba
necesariamente perdido y condenado a la muerte, así del alma como del cuerpo; y
por la misma razón, lo hacía incapaz del bien para que Dios le ordenaba.
Mas
porque se le ofreció que, aunque pecase aquel hombre primero, en los que
después de él naciesen podría Dios traer a efecto lo que tenía ordenado en
favor de los hombres, determinóse de poner en aquel primero, como en la fuente
primera, su ponzoña, y las semillas de su soberbia y profanidad y ambición, y
las raíces y principios de todos los vicios; y poner un atizador continuo de
ellos, para que, juntamente con la naturaleza, en los que naciesen de aquel
primer hombre, se derramase y extendiese este mal, y así naciesen todos
culpados y aborrecibles a Dios e inclinados a continuas y nuevas culpas, e
inútiles todos para ser lo que Dios había ordenado que fuesen.
Así
lo pensó, y como lo pensó lo puso por obra, y sucedióle su pretensión.
Porque, inducido y persuadido del demonio, el hombre pecó, y con esto tuvo por
acabado su hecho, esto es, tuvo al hombre por perdido a remate, y tuvo por
desbaratado y deshecho el consejo de Dios.
Y
a la verdad, quedó extrañamente dificultoso y revuelto todo este negocio del
hombre. Porque se contradecían y como hacían guerra entre sí dos decretos y
sentencias divinas, y no parecía que se podía dar corte ni tomar medio alguno
que bueno fuese. Porque por una parte había decretado Dios de ensalzar al
hombre sobre todas las cosas, y por otra parte había firmado que si pecase le
quitaría la vida del alma y del cuerpo; y había pecado. Y así, si cumplía
Dios el decreto primero, no cumplía con el segundo; y, al revés, cumpliendo el
segundo dicho, el primero se deshacía y borraba; y juntamente con esto, no
podía Dios, así en lo uno como en lo otro, no cumplir su palabra; porque no es
mudable Dios en lo que una vez dice, ni puede nadie poner estorbo a lo que Él
ordena que sea. Y cumplirlo en ambas cosas parecía imposible. Porque si a
alguno se ofrece que fuera bueno criar Dios otros hombres no descendientes de
aquel primero, y cumplir con éstos la ordenación de su gracia, y la sentencia
de su justicia ejecutarla en los otros, Dios lo pudiera hacer muy bien sin
ninguna duda; pero todavía quedaba falta, y como menor, la verdad de la promesa
primera; porque la gracia de ella no se prometía a cualesquiera, sino a
aquellos hombres que criaba Dios en Adán, esto es, a los que de él
descendiesen.
Por
lo cual, en esto, que no parecía haber medio, el saber no comprensible de Dios
lo halló, y dio salida a lo que por todas partes estaba con dificultades
cerrado. Y el medio y la salida fue, no criar otro nuevo linaje de hombres, sino
dar orden cómo aquellos mismos ya criados, y por orden de descendencia nacidos,
naciesen de nuevo otra vez: para que ellos mismos y unos mismos, según el
primer nacimiento muriesen, y viviesen según el segundo; y en lo uno ejecutase
Dios la pena ordenada, la gracia y la grandeza prometida cumpliese Dios en lo
otro; y así, quedase en todo verdadero y glorioso.
Mas,
¡qué bien, aunque brevemente, San León Papa dice esto que he dicho! «Porque
se alababa, dice, el demonio que e hombre, por su engaño inducido al pecado,
había ya de carecer de los dones del cielo, y que desnudado del don de la
inmortalidad, quedaba sujeto a dura sentencia de muerte; y porque decía que
había hallado consuelo de sus caídas y males con la compañía del nuevo
pecador, y que Dios también, pidiéndolo así la razón de su severidad y
justicia para con el hombre, al cual crió para honra tan grande, había mudado
su antiguo y primer parecer; pues por eso fue necesario que usase Dios de nueva
y secreta forma de consejo, para que Dios, que es inmudable, y cuya voluntad no
puede ser impedida en los largos bienes que hacer determina, cumpliese con
misterio más secreto el primer decreto y ordenación de su clemencia; y para
que el hombre, por haber sido inducido a culpa por el engaño y astucia de la
maldad infernal, no pereciese contra lo que Dios tenía ordenado.»
Ésta,
pues, es la necesidad que tiene el hombre de nacer segunda vez. A lo cual se
sigue saber qué es o qué fuerza tiene, y en qué consiste este nuevo y segundo
nacimiento. Para lo cual presupongo que cuando nacemos, juntamente con la
sustancia de nuestra alma y cuerpo con que nacemos, nace también en nosotros un
espíritu y una infección infernal, que se extiende y derrama por todas las
partes del hombre, y se enseñorea de todas y las daña y destruye. Porque en el
entendimiento es tinieblas, y en la memoria olvido, y en la voluntad culpa y
desorden de las leyes de Dios, y en los apetitos fuego y desenfrenamiento, y en
los sentidos engaño, y en las obras pecado y maldad, y en todo el cuerpo
desatamiento y flaqueza y penalidad; y, finalmente, muerte y corrupción. Todo
lo cual San Pablo suele comprender con un solo nombre, y lo llama «pecado y
cuerpo de pecado.» Y Santiago dice «que la rueda de nuestro nacimiento, esto
es, el principio de él o la sustancia con que nacemos, está encendida con
fuego del infierno.»
De
manera que en la sustancia de nuestra alma y cuerpo nace, cuando ella nace,
impresa y apegada esta mala fuerza, que con muchos nombres apenas puede ser bien
declarada; la cual se apodera de ella así, que no solamente la inficiona y
contamina y hace casi otra, sino también la mueve y enciende y lleva por donde
quiere, como si fuese alguna otra sustancia o espíritu, asentado y engerido en
el nuestro, y poderoso sobre él.
Y
si quiere saber alguno la causa por qué nacemos así, para entenderlo hase de
advertir, lo primero, que la sustancia de la naturaleza del hombre, ella de sí
y de su primer nacimiento es sustancia imperfecta, y como si dijésemos,
comenzada a hacer; pero tal, que tiene libertad y voluntad para poder acabarse y
figurarse del todo en la forma, o mala o buena, que más le pluguiere; porque de
suyo no tiene ninguna, y es capaz para todas, y maravillosamente fácil y como
de cera para cada una de ellas. Lo segundo, hase también de advertir que esto
que le falta y puede adquirir el hombre, que es como cumplimiento y fin de la
obra, aunque no le da, cuando lo tiene, el ser y el vivir y el moverse, pero
dale el ser bueno o ser malo; y dale determinadamente su bien y figura propia; y
es como el espíritu y la forma de la misma alma, y la que la lleva y determina
a la cualidad de sus obras; y lo que se extiende y trasluce por todas ellas,
para que obre como vive y para que sea lo que hace, conforme al espíritu que la
califica y la mueve a hacer.
Pues
aconteciónos así, que Dios cuando formó al primer hombre, y formó en él a
todos los que nacemos de él, como en su simiente primera, porque le formó con
sus manos solas, y de las manos de Dios nunca sale cosa menos acabada y
perfecta, sobrepuso luego a la sustancia natural del hombre los dones de su
gracia, y figurólo particularmente con su sobrenatural imagen y espíritu, y
sacólo, como si dijésemos, de un golpe y de una vez acabado del todo y
divinamente acabado. Porque al que, según su facilidad natural, se podía
figurar, en condiciones y mañas, o como bruto o como demonio o como ángel,
figuróle Él como Dios, y puso en él una imagen suya sobrenatural y muy
cercana a su semejanza, para que así él como los que estábamos en él
naciendo después, la tuviésemos siempre por nuestra, si el primer padre no la
perdiese.
Mas
perdióla presto, porque traspasó la ley de Dios; y así, fue despojado luego
de esta perfección de Dios que tenía; y, despojado de ella, no fue su suerte
tal que quedase desnudo, sino, como dicen del trueco de Glauco y Diomedes,
trocando desigualmente las armas, juntamente fue desnudado y vestido. Desnudado
del espíritu y figura sobrenatural de Dios; y vestido de la culpa y de su
miseria, y del traje y figura y espíritu del demonio, cuyo inducimiento
siguió. Porque así como perdió lo que tenía de Dios porque se apartó de
Él, así, porque siguió y obedeció a la voz del demonio, concibió luego en
sí su espíritu y sus mañas, permitiendo por esta razón Dios justísimamente
que debajo de aquel manjar visible, por vía y fuerza secreta, pusiese en él el
demonio una imagen suya, esto es, una fuerza malvada muy semejante a él.
La
cual fuerza, unas veces llamamos ponzoña, porque se presentó el demonio en
figura de sierpe; otras, ardor y fuego, porque nos enciende y abrasa con no
creíbles ardores; y otras, pecado, porque consiste toda ella en desorden y
desconcierto, y siempre inclina a desorden. Y tiene otros mil nombres, y son
pocos todos para decir lo malo que ella es; y el mejor es llamarla un otro
demonio, porque tiene y encierra en sí las condiciones todas del demonio:
soberbia, arrogancia, envidia, desacato de Dios, afición a bienes sensibles,
amor de deleites y de mentira, y de enojo y de engaño, y de todo lo que es
vanidad.
El
cual mal espíritu, así como sucedió al bueno que el hombre tenía antes, así
en la forma del daño que hizo imitó al bien y al provecho que hacía el
primero. Y como aquél perfeccionaba al hombre, no sólo en la persona de Adán,
sino también en la de todos los que estábamos en él; y así como era bien
general, que ya en virtud y en derecho los teníamos todos, y lo tuviéramos
cada uno en real posesión en naciendo, así esta ponzoña emponzoñaba, no a
Adán solamente, sino a todos nosotros, sus sucesores: primero a todos en la
raíz y semilla de nuestro origen, y después en particular a cada uno cuando
nacemos, naciendo juntamente con nosotros y apegada a nosotros.
Y
ésta es la causa por que nacemos, como dije al principio, inficionados y
pecadores; porque, así como aquel espíritu bueno, siendo hombres, nos hacía
semejantes a Dios, así este mal y pecado añadido a nuestra sustancia, y
naciendo con ella, la figura y hace que nazca, aunque en forma de hombre, pero
acondicionada como demonio y serpentina verdaderamente; y por el mismo caso
culpada y enemiga de Dios, e hija de ira y del demonio, y obligada al infierno.
Y tiene aún, demás de éstas, otras propiedades esta ponzoña y maldad, las
cuales iré refiriendo ahora, porque nos servirán mucho para después.
Y
lo primero tiene que, entre estas dos cosas que digo (de las cuales la una es la
sustancia del cuerpo y del alma, y la otra esta ponzoña y espíritu malo), hay
esta diferencia cuanto a lo que toca a nuestro propósito: que la sustancia del
cuerpo y del alma ella de sí es buena y obra de Dios; y, si llegamos la cosa a
su principio, la tenemos de sólo Dios. Porque el alma Él sólo la cría; y del
cuerpo, cuando al principio lo hizo de un poco de barro, Él solo fue el
hacedor; y ni más ni menos, cuando después lo produce de aquel cuerpo primero
y como van los tiempos los saca a la luz en cada uno que nace, también es el
principal de la obra. Mas el otro espíritu ponzoñoso y soberbio en ninguna
manera es obra de Dios, ni se engendra en nosotros con su querer y voluntad,
sino es obra toda del demonio y del primer hombre: del demonio, inspirando y
persuadiendo; del hombre, voluntaria y culpablemente recibiéndolo en sí.
Y
así, esto solo es lo que la Santa Escritura llama en nosotros viejo hombre y
viejo Adán, porque es propia hechura de Adán; esto es, porque es, no lo que
tuvo Adán de Dios, sino lo que él hizo en sí por su culpa y por virtud del
demonio. Y llámase vestidura vieja porque, sobre la naturaleza que Dios puso en
Adán, él se revistió después con esta figura, e hizo que naciésemos
revestidos de ella nosotros. Y llámase imagen del hombre terreno, porque aquel
hombre que Dios formó de la tierra se transformó en ella por su voluntad; y,
cual él se hizo entonces, tales nos engendra después y le parecemos en ella, o
por decir verdad, en ella somos del todo sus hijos, porque en ella somos hijos
solamente de Adán. Que en la naturaleza y en los demás bienes naturales con
que nacemos somos hijos de Dios, o sola o principalmente, como arriba está
dicho. Y sea esto lo primero.
Lo
segundo, tiene otra propiedad este mal espíritu, que su ponzoña y daño de él
nos toca de dos maneras. Una en virtud; otra formal y declaradamente. Y porque
nos toca virtualmente de la primera manera, por eso nos tocó formalmente
después. En virtud nos tocó, cuando nosotros aún no teníamos ser en
nosotros, sino en el ser y en la virtud de aquel que fue padre de todos; en
efecto y realidad, cuando de aquella preñez venimos a esta luz.
En
el primer tiempo, este mal no se parecía claro sino en Adán solamente; pero
entiéndase que lanzaba su ponzoña con disimulación en todos los que
estábamos en él también como disimulados; mas en el segundo tiempo
descubierta y expresamente nace con cada uno. Porque si tomásemos ahora la
pepita de un melocotón o de otro árbol cualquiera, en la cual están
originalmente encerrados la raíz del árbol y el tronco y las hojas y flores y
frutos de él; y si imprimiésemos en la dicha pepita por virtud de alguna
infusión algún color y sabor extraño, en la pepita misma luego se ve y siente
este color y sabor; pero en lo que está encerrado en su virtud de ella aún no
se ve, así como ni ello mismo aún no es visto. Pero entiéndese que está ya
lanzado en ella aquel color y sabor, y que le está impreso en la misma manera
que aquello todo está en la pepita encerrado, y verse ha abiertamente después
en las hojas y flores y frutos que digo, cuando del seno de la pepita o grano
donde estaban cubiertos, se descubrieren y salieren a luz. Pues así y por la
misma manera pasa en esto de que vamos hablando.
La
tercera propiedad, y que se consigue a lo que ahora decíamos, es que esta
fuerza o espíritu que decimos nace al principio en nosotros, no porque nosotros
por nuestra propia voluntad y persona la hicimos o merecimos, sino por lo que
hizo y mereció otro que nos tenía dentro de sí, como el grano tiene la
espiga; y así su voluntad fue habida por nuestra voluntad; y queriendo él,
como quiso, inficionarse en la forma que hemos dicho, fuimos vistos nosotros
querer para nosotros lo mismo. Pero dado que al principio esta maldad o
espíritu de maldad nace en nosotros sin merecimiento nuestro propio, mas
después, queriendo nosotros seguir sus ardores y dejándonos llevar de su
fuerza, crece y se establece y confirma más en nosotros por nuestros
desmerecimientos. Y así, naciendo malos y siguiendo el espíritu malo con que
nacemos, merecemos ser peores, y, de hecho, lo somos.
Pues
sea lo cuarto y postrero, que esta mala ponzoña y simiente (que tantas veces ya
digo que nace con la sustancia de nuestra naturaleza y se extiende por ella),
cuanto es de su parte la destruye y trae a perdición, y la lleva por sus pasos
contados a la suma miseria; y cuanto crece y se fortifica en ella, tanto más la
enflaquece y desmaya, y, si debemos usar de esta palabra aquí, la annihila.
Porque, aunque es verdad, como hemos ya dicho, que la naturaleza nuestra es de
cera para hacer en ella lo que quisiéremos; pero, como es hechura de Dios, y,
por el mismo caso, buena hechura, la mala condición y mal ingenio y mal
espíritu que le ponemos, aunque le recibe por su facilidad y capacidad, pero
recibe daño con él, por ser, como obra de buen maestro, buena ella de suyo e
inclinada a lo que es mejor. Y como la carcoma hace en el madero, que, naciendo
en él, lo consume, así esta maldad o mal espíritu, aunque se haga a él y se
envista de él nuestra naturaleza, la consume casi del todo.
Porque,
asentado en ella, y como royendo en ella continuamente, pone desorden y
desconcierto en todas las partes del hombre, porque pone en alboroto todo
nuestro reino, y lo divide entre sí, y desata las ligaduras con que esta
compostura nuestra de cuerpo y de alma se ata y se traba; y así, hace que ni el
cuerpo esté sujeto al alma, ni el alma a Dios, que es camino cierto y breve
para traer así el cuerpo como el alma a la muerte. Porque como el cuerpo tiene
del alma su vida toda, vive más cuanto le está más sujeto; y, por el
contrario, se va apartando de la vida como va saliéndose de su sujeción y
obediencia; y así, este dañado furor, que tiene por oficio sacarle de ella, en
sacándole, que es desde el primer punto que se junta a él y que nace con él,
le hace pasible y sujeto a enfermedades y males; y así como va creciendo en
él, le enflaquece más y debilita, hasta que al fin le desata y aparta del todo
del alma, y le toma en polvo, para que quede para siempre hecho polvo cuanto es
de su parte.
Y
lo que hace en el cuerpo, eso mismo hace en el alma; que como el cuerpo vive de
ella, así ella vive de Dios, del cual este espíritu malo la aparta y va cada
día apartándola más, cuanto más va creciendo. Y ya que no puede gastarla
toda ni volverla en nada, porque es de metal que no se corrompe, gástala hasta
no dejarle más vida de la que es menester para que se conozca por muerta, que
es la muerte que la Escritura santa llama segunda muerte, y la muerte mayor o la
que es sola verdadera muerte; como se pudiera mostrar ahora aquí con razones
que lo ponen delante los ojos; pero no se ha de decir todo en cada lugar.
Mas
lo propio de este que tratamos ahora, y lo que decir nos conviene, es lo que
dice Santiago, el cual, como en una palabra, esto todo que he dicho lo
comprende, diciendo: «El pecado, cuando llega a su colmo, engendra muerte.» Y
es digno de considerar que cuando amenazó Dios al hombre con miedos para que no
diese entrada en su corazón a este pecado, la pena que le denunció fue eso
mismo que él hace, y el fruto que nace de él según la fuerza y la eficacia de
su calidad, que es una perfecta y acabada muerte; como no queriendo Él por sí
poner en el hombre las manos ni ordenar contra él extraordinarios castigos,
sino dejarle al azote de su propio querer, para que fuese verdugo suyo eso mismo
que había escogido.
Mas
dejando esto aquí, y tomando a lo que al principio propuse (que es decir
aquello en que consiste este postrer nacimiento), digo que consiste, no en que
nazca en nosotros otra sustancia de cuerpo y de alma, porque eso no fuera nacer
otra vez, sino nacer otros, con lo cual, como está dicho, no se conseguía el
fin pretendido; sino consiste en que nuestra sustancia nazca sin aquel mal
espíritu y fuerza primera, y nazca con otro espíritu y fuerza contraria y
diferente de ella. La cual fuerza y espíritu en que, según decimos, consiste
el segundo nacer, es llamado hombre nuevo y Adán nuevo en la Santa Escritura,
así como el otro su contrario y primero se llama hombre viejo, como hemos ya
dicho.
Y
así como aquél se extendía por todo el cuerpo y por toda el alma del hombre,
así el bueno también se extiende por todo; y como lo desordenaba aquél, lo
ordena éste; y lo santifica y trae últimamente a vida gloriosa y sin fin, así
como aquél lo condenaba a muerte miserable y eterna. Y es, por contraria manera
del otro, luz en el ánimo y acuerdo de Dios en la memoria, y justicia en la
voluntad, y templanza en los deseos, y en los sentidos guía, y en las manos y
en las obras provechoso mérito y fruto; y, finalmente, vida y paz general de
todo el hombre, e imagen verdadera de Dios, y que hace a los hombres sus hijos.
Del cual espíritu, y de los buenos efectos que hace, y de toda su eficacia y
virtud, los sagrados escritores, tratando de él debajo de diversos nombres,
dicen mucho en muchos lugares; pero baste por todos San Pablo en lo que,
escribiendo a los Gálatas, dice de esta manera: «El fruto del Espíritu Santo
son caridad, gozo, paz, largueza de ánimo, bondad, fe, mansedumbre y
templanza.» Y él mismo, en el capítulo tercero a los Colosenses:
«Despojándoos del hombre viejo, vestíos el nuevo, el renovado para
conocimiento, según la imagen del que le crió.»
Esto,
pues, es nacer los hombres segunda vez, conviene a saber, vestirse de este
espíritu y nacer, no con otro ser y sustancia, sino calificarse y
acondicionarse de otra manera, y nacer con otro aliento diferente. Y aunque
prometí solamente decir qué nacimiento era éste, en lo que he dicho he
declarado no sólo lo que es el nacer, sino también cuál es lo que nace, y las
condiciones del espíritu que en nosotros nace, así la primera vez como la
segunda.
Resta
ahora que, pasando adelante, digamos qué hizo Dios y la forma que tuvo para que
naciésemos de esta segunda manera; con lo cual, si lo llevamos a cabo, quedará
casi acabado todo lo que a esta declaración pertenece.
Callóse
Marcelo luego que dijo esto, y comenzábase a apercibir para tomar a decir; mas
Juliano, que desde el principio le había oído atentísimo, y, por algunas
veces, con significaciones y meneos había dado muestras de maravillarse,
tomando la mano, dijo:
-Estas
cosas, Marcelo, que ahora decís no las sacáis de vos, ni menos sois el primero
que las traéis a luz; porque todas ellas están como sembradas y esparcidas,
así en los Libros divinos como en los doctores sagrados, unas en unos lugares y
otras en otros; pero sois el primero de los que he visto y oído yo que,
juntando cada una cosa con su igual cuya es, y como pareándolas entre sí y
poniéndolas en sus lugares, y trabándolas todas y dándoles orden, habéis
hecho como un cuerpo y como un tejido de todas ellas. Y aunque es verdad que
cada una de estas cosas por sí, cuando en los libros donde están las leemos,
nos alumbran y enseñan; pero no sé en qué manera juntas y ordenadas, como vos
ahora las habéis ordenado, hinchen el alma juntamente de luz y de admiración,
y parece que le abren como una nueva puerta de conocimiento. No sé lo que
sentirán los demás. De mí os afirmo que, mirando aqueste bulto de cosas y
este concierto tan trabado del consejo divino que vais ahora diciendo y aún no
habéis dicho del todo, pero esto sólo que hasta aquí habéis platicado,
mirándolo, me hace ya ver, a lo que me parece, en las Letras sagradas muchas
cosas, no digo que no las sabía, sino que no las advertía antes de ahora, y
que pasaba fácilmente por ellas.
Y
aun se me figura también (no sé si me engaño) que este solo misterio, así
todo junto, bien entendido, él por sí sólo basta a dar luz en muchos de los
errores que hacen en este miserable tiempo guerra a la Iglesia, y basta a
desterrar sus tinieblas de ellos. Porque en esto sólo que habéis dicho, y sin
ahondar más en ello, ya se me ofrece a mí, y como se me viene a los ojos, ver
cómo este nuevo espíritu, en que el segundo y nuevo nacimiento nuestro
consiste, es cosa metida en nuestra alma que la transforma y renueva; así como
su contrario de éste, que hace el nacimiento primero, vivía también en ella y
la inficionaba. Y que no es cosa de imaginación ni de respeto exterior, como
dicen los que desatinan ahora; porque si fuera así no hiciera nacimiento nuevo,
pues en realidad de verdad, no ponía cosa alguna nueva en nuestra sustancia,
antes la dejaba en su primera vejez.
Y
veo también que este espíritu y criatura nueva es cosa que recibe crecimiento,
como todo lo demás que nace; y veo que crece por la gracia de Dios, y por la
industria y buenos méritos de nuestras obras que nacen de ella; como al revés
su contrario, viviendo nosotros en él y conforme a él, se hace cada día mayor
y cobra mayores fuerzas, cuanto son nuestros desmerecimientos mayores. Y veo
también que, obrando, crece este espíritu; quiero decir, que las obras que
hacemos movidos de él merecen su crecimiento de él y son como su cebo y propio
alimento, así como nuestros nuevos pecados ceban y acrecientan a ese mismo
espíritu malo y dañado que a ellos nos mueve.
-Sin
duda es así -respondió entonces Marcelo- que esta nueva generación, y el
consejo de Dios acerca de ella, si se ordena todo junto y se declara y entiende
bien, destruye las principales fuentes del error luterano y hace su falsedad
manifiesta. Y entendido bien esto de una vez, quedan claras y entendidas muchas
escrituras que parecen revueltas y oscuras. Y si tuviese yo lo que para esto es
necesario de ingenio y de letras, y si me concediese el Señor el ocio y el
favor que yo le suplico, por ventura emprendería servir en este argumento a la
Iglesia, declarando este misterio, y aplicándolo a lo que ahora entre nosotros
y los herejes se alterca, y con el rayo de esta luz sacando de cuestión la
verdad, que a mi juicio sería obra muy provechosa; y así como puedo, no me
despido de poner en ella mi estudio a su tiempo.
-¿Cuándo
no es tiempo para un negocio semejante? -respondió Juliano.
-Todo
es buen tiempo -respondió Marcelo- mas no está todo en mi poder, ni soy mío
en todos los tiempos. Porque ya veis cuántas son mis ocupaciones y la flaqueza
grande de mi salud.
-¡Como
si en medio de estas ocupaciones y poca salud -dijo, ayudando a Juliano, Sabino-
no supiésemos que tenéis tiempo para otras escrituras que no son menos
trabajosas que ésa, y, son de mucho menos utilidad!
-Ésas
son cosas -respondió Marcelo- que, dado que son muchas en número, pero son
breves cada una por sí; mas esta es larga escritura y muy trabada y de
grandísima gravedad, y que, comenzada una vez, no se podía, hasta llegarla al
fin, dejar de la mano. Lo que yo deseaba era el fin de estos pleitos y
pretendencias de escuelas, con algún mediano y reposado asiento. Y si al Señor
le agradare servirse en esto de mí, su piedad lo dará.
-Él
lo dará -respondieron como a una Juliano y Sabino-, pero esto se debe anteponer
a todo lo demás.
-Que
se anteponga -dijo Marcelo- en buena hora, mas eso será después; ahora
tornemos a proseguir lo que está comenzado.
Y
callando con esto los dos, y mostrándose atentos, Marcelo tornó a comenzar
así:
-Hemos
dicho cómo los hombres nacemos segunda vez, y la razón y necesidad por que
nacemos así, y aquello en que este nacimiento consiste. Quédanos por decir la
forma que tuvo y tiene Dios para hacerle, que es decir lo que ha hecho para que
seamos los hombres engendrados segunda vez. Lo cual es breve y largo juntamente.
Breve, porque con decir solamente que hizo un otro hombre, que es Cristo hombre,
para que nos engendrase segunda vez (así como el primer hombre nos engendró la
primera), queda dicho todo lo que es ello en sí; mas es largo porque, para que
esto mismo se entienda bien y se conozca, es menester declarar lo que puso Dios
en Cristo para que con verdad se diga ser nuevo padre, y la forma como
Él nos engendra. Y así lo uno como lo otro no se puede declarar brevemente.
Mas
viniendo a ello, y comenzando de lo primero, digo que, queriendo Dios y
placiéndole por su bondad infinita dar nuevo nacimiento a los hombres (ya que
el primero, por culpa de ellos, era nacimiento perdido), porque de su ingenio es
traer a su fin todas las cosas con suavidad y dulzura, y por los medios que su
razón de ellas pide y demanda, queriendo hacer nuevos hijos, hizo
convenientemente un nuevo Padre de quien ellos naciesen; y hacerle, fue
poner en Él todo aquello que para ser padre universal es necesario y conviene.
Porque
lo primero, porque había de ser padre de hombres, ordenó que fuese
hombre; y porque había de ser padre de hombres ya nacidos, para que tornasen a
renacer, ordenó que fuese del mismo linaje y metal de ellos. Pero, porque en
esto se ofrecía una grande dificultad (que, por una parte, para que renaciese
de este nuevo padre nuestra sustancia mejorada, convenía que fuese Él del
mismo linaje y sustancia; y, por otra parte, estaba dañada e inficionada toda
nuestra sustancia en el primer padre; y por la misma causa, tomándola de él el
segundo padre, parecía que la había de tomar asimismo dañada, y, si la tomaba
así, no pudiéramos nacer de Él segunda vez puros y limpios, y en la manera
que Dios pretendía que naciésemos); así que, ofreciéndose esta dificultad,
el sumo saber de Dios, que en las mayores dificultades resplandece más, halló
forma cómo este segundo padre y fuese hombre del linaje de Adán, y no
naciese con el mal y con el daño con que nacen los que nacemos de Adán.
Y
así, le formó de la misma masa y descendencia de Adán; pero no como se forman
los demás hombres, con las manos y obra de Adán, que es todo lo que daña y
estraga la obra, sino formóle con las suyas mismas y por sí sólo y por la
virtud de su Espíritu, en las entrañas purísimas de la soberana Virgen,
descendiente de Adán. Y de su sangre y sustancia santísima, dándola ella sin
ardor vicioso y con amor de caridad encendido, hizo el segundo Adán y padre
nuestro universal de nuestra sustancia, y ajeno del todo de nuestra culpa, y
como panal virgen hecho con las manos del cielo de materia pura, o por mejor
decir, de la flor de la pureza misma y de la virginidad. Y esto fue lo primero.
Y
demás de esto, procediendo Dios en su obra, porque todas las cualidades que se
descubren en la flor y en el fruto conviene que estén primero en la semilla, de
donde la flor nace y el fruto, por eso, en éste, que había de ser origen de
esta nueva y sobrenatural descendencia, asentó y colocó abundantísima, o
infinitamente, por hablar más verdad, todo aquello bueno en que habíamos de
renacer todos los que naciésemos de Él: la gracia, la justicia, el espíritu
celestial, la caridad, el saber, con todos los demás dones del Espíritu Santo;
y asentólos, como en principio, con virtud y eficacia para que naciesen de Él
en otros y se derivasen en sus descendientes, y fuesen bienes que pudiesen
producir de sí otros bienes. Y porque en el principio no solamente están las
cualidades de los que nacen de él, sino también esos mismos que nacen, antes
que nazcan en sí, están en su principio como en virtud; por tanto, convino
también que los que nacemos de este divino Padre estuviésemos primero puestos
en Él como en nuestro principio y como en simiente, por secreta y divina
virtud. Y Dios lo hizo así.
Porque
se ha de entender que Dios, por una manera de unión espiritual e inefable,
juntó con Cristo, en cuanto hombre, y como encerró en Él, a todos sus
miembros; y los mismos que cada uno en su tiempo vienen a ser en sí mismos y a
renacer y vivir en justicia, y los mismos que, después de la resurrección de
la carne, justos y gloriosos y por todas partes deificados, diferentes en
personas, seremos unos en espíritu, así entre nosotros como con Jesucristo, o,
por hablar con más propiedad, seremos todos un Cristo; esos mismos, no en forma
real, sino en virtud original, estuvimos en Él antes que renaciésemos por obra
y por artificio de Dios, que le plugo ayuntarnos a sí secreta y espiritualmente
con quien había de ser nuestro principio para que con verdad lo fuese, y para
que procediésemos de Él, no naciendo según la sustancia de nuestra humana
naturaleza, sino renaciendo según la buena vida de ella, con el espíritu de
justicia y de gracia.
Lo
cual, demás de que lo pide la razón de ser padre, consíguese
necesariamente a lo que antes de esto dijimos. Porque si puso Dios en Cristo
espíritu y gracia principal, esto es, en sumo y eminente grado, para que de
allí se engendrase el nuevo espíritu y la nueva vida de todos, por el mismo
caso nos puso a todos en Él, según esta razón. Como en el fuego, que tiene en
sumo grado el calor (y es por eso la fuente de todo lo que es en alguna manera
caliente), está todo lo que lo puede ser, aun antes que lo sea, como en su
fuente y principio.
Mas,
por sacarlo de toda duda, será bien que lo probemos con el dicho y testimonio
del Espíritu Santo. San Pablo, movido por Él en la carta que escribe a los
Efesios, dice lo que ya he alegado antes de ahora: «Que Dios en Cristo
recapituló todas las cosas.» Adonde la palabra del texto griego es palabra
propia de los contadores y significa lo que hacen cuando muchas y diferentes
partidas las reducen a una, lo cual llamarnos en castellano sumar. Adonde en la
suma están las partidas todas, no como antes estaban ellas en sí divididas,
sino como en suma y virtud. Pues de la misma manera dice San Pablo que Dios
sumó todas las cosas en Cristo, o que Cristo es como una suma de todo; y, por
consiguiente, está en Él puesto todo y ayuntado por Dios espiritual y
secretamente, según aquella manera y según aquel ser en que todo puede ser por
Él reformado, y como si dijésemos, reengendrado otra vez, como el efecto está
unido a su causa antes que salga de ella, y como el ramo en su raíz y
principio.
Pues
aquella consecuencia que hace el mismo San Pablo diciendo: «Si Cristo murió
por todos, luego todos morimos», notoria cosa es que estriba y que tiene fuerza
en esta unión que decimos. Porque muriendo Él, por eso morimos; porque
estábamos en Él todos en la forma que he dicho. Y aun esto mismo se colige
más claro de lo que a los Romanos escribe. «Sabemos, dice que nuestro viejo
hombre fue crucificado juntamente con Él.» Si fue crucificado con Él, estaba
sin duda en Él, no por lo que tocaba a su persona de Cristo, la cual fue
siempre libre de todo pecado y vejez, sino porque tenía unidas y juntas consigo
mismo nuestras personas por secreta virtud.
Y
por razón de esta misma unión y ayuntamiento, se escribe en otro lugar de
Cristo: «que nuestros pecados todos los subió en sí, y los enclavó en el
madero.» Y lo que a los Efesios escribe San Pablo: que «Dios nos vivificó en
Cristo, y nos resucitó con Él juntamente, y nos hizo sentar juntamente con Él
en los cielos», aun antes de la resurrección y glorificación general, se dice
y escribe con grande verdad, por razón de esta unidad. Dice Isaías que «puso
Dios en Cristo las maldades de todos nosotros, y que su cardenal nos dio
salud.» Y el mismo Cristo, estando padeciendo en la cruz, con alta y lastimera
voz dice: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me desamparaste? Lejos de mi salud
las voces de mis pecados»; así como tanto antes de su pasión lo había
profetizado y cantado David.
Pues
¿cómo será esto verdad, si no es verdad que Cristo padecía en persona de
todos, y, por consiguiente, que estábamos en Él ayuntados todos por secreta
fuerza, como están en el padre los hijos, y los miembros en la cabeza? ¿No
dice el profeta que «trae este Rey sobre sus hombros su imperio»? Mas ¿qué
imperio?, pregunto. El mismo Rey lo declara cuando, en la parábola de la oveja
perdida, dice que para reducirla la puso sobre sus hombros. De manera que su
imperio son los suyos, sobre quienes Él tiene mando, los cuales trae sobre sí
porque, para reengendrarlos y salvarlos, ayuntó primero consigo mismo. San
Agustín sin duda dícelo así escribiendo sobre el Salmo veintiuno alegado, y
dice de esta manera: «¿Y por qué dice eso, sino porque nosotros estábamos
allí también en Él?»
Mas
excusados son los argumentos adonde la verdad ella misma se declara a sí misma.
Oigamos lo que Cristo dice en el sermón de la Cena: «En aquel día
conoceréis» (y hablaba del día en que descendió sobre ellos el Espíritu
Santo); así que «en aquel día conoceréis que Yo estoy en mi Padre y vosotros
en Mí.» De manera que hizo Dios a Cristo padre de este nuevo linaje de
hombres, y para hacerle padre puso en Él todo lo que al ser padre se
debe: la naturaleza conforme a los que de Él han de nacer, y los bienes todos
que han de tener los que en esta manera nacieren; y, sobre todo, a ellos mismos
los que así nacerán encerrados en Él y unidos con Él como en virtud y en
origen.
Mas
ya que hemos dicho cómo puso Dios en Cristo todas las partes y virtudes del padre,
pasemos a lo que nos queda por decir, y hemos prometido decirlo, que es la
manera cómo este Padre nos engendró. Y declarando la forma de esta
generación, quedará más averiguado y sabido el misterio secreto de la unión
sobredicha; y declarando cómo nacemos de Cristo, quedará claro cómo es verdad
que estábamos en Él primero.
Pero
convendrá, para dar principio a esta declaración, que volvamos un poco atrás
con la memoria, y que pongamos en ella y delante de los ojos del entendimiento
lo que arriba dijimos del espíritu malo con que nacemos la primera vez, y de
cómo se nos comunicaba primero en virtud, cuando nosotros también teníamos el
ser en virtud y estábamos como encerrados en nuestro principio, y después en
expresa realidad cuando, saliendo de él y viniendo a esta luz, comenzamos a ser
en nosotros mismos. Porque se ha de entender que este segundo Padre, como
vino a deshacer los males que hizo el primero, por las pisadas que fue dañando
el otro, por esas mismas procede Él haciéndonos bien. Pues digo así, que
Cristo nos reengendró y calificó primero en sí mismo, como en virtud y según
la manera como en Él estábamos juntos, y después nos engendra y renueva a
cada uno por sí y según el efecto real.
Y
digamos de lo primero. Adán puso en nuestra naturaleza y en nosotros, según
que en él estábamos, el espíritu del pecado y el desorden, desordenándose
él a sí mismo y abriendo la puerta del corazón a la ponzoña de la serpiente,
y aposentándola en sí y en nosotros. Y ya desde aquel tiempo, cuanto fue de su
parte de él, comenzamos a ser en la forma que entonces éramos, inficionados y
malos. Cristo, nuestro bienaventurado Padre, dio principio a nuestra vida y
justicia, haciendo en sí primero lo que en nosotros había de nacer y parecer
después. Y como quien pone en el grano la calidad con que desea que la espiga
nazca, así, teniéndonos a todos juntos en sí, en la forma que hemos ya dicho,
con lo que hizo en sí, cuanto fue de su parte, nos comenzó a hacer y a
calificar en origen tales cuales nos había de engendrar después en realidad y
en efecto.
Y
porque este nacimiento y origen nuestro no era primer origen, sino nacimiento
después de otro nacimiento, y de nacimiento perdido y dañado, fue necesario
hacer no sólo lo que convenía para darnos buen espíritu y buena vida, sino
padecer también lo que era menester para quitarnos el mal espíritu con que
habíamos venido a la vida primera. Y como dicen del maestro que toma para
discípulo al que está ya mal enseñado, que tiene dos trabajos, uno en
desarraigar lo malo y otro en plantar lo bueno, así Cristo, nuestro bien y
Señor, hizo dos cosas en sí, para que, hechas en sí, se hiciesen en nosotros
los que estarnos en Él: una para destruir nuestro espíritu malo, y otra para
criar nuestro espíritu bueno.
Para
matar el pecado y para destruir el mal y el desorden de nuestro origen primero,
murió Él en persona de todos nosotros, y, cuanto es de su parte, en Él
recibimos todos muerte, así como estábamos todos en Él, y quedamos muertos en
nuestro Padre y cabeza, y muertos para nunca vivir más en aquella manera de ser
y de vida. Porque, según aquella manera de vida pasible y que tenía imagen y
representación de pecado, nunca tomó Cristo, nuestro Padre y cabeza, a vivir,
como el Apóstol lo dice: «Si murió por el pecado, ya murió de una vez; si
vive, vive ya a Dios.»
Y
de esta primera muerte del pecado y del viejo hombre (que se celebró en la
muerte de Cristo como general y como original para los demás) nace la fuerza de
aquello que dice y arguye San Pablo cuando, escribiendo a los Romanos, les
amonesta que no pequen, y les extraña mucho el pecar, porque dice: «Pues
¿qué diremos? ¿Convendrá perseverar en el pecar para que se acreciente la
gracia? En ninguna manera. Porque, los que morimos al pecado, ¿cómo se
compadece que vivamos en él todavía?» Y después de algunas palabras,
declarándose más: «Porque habéis de saber esto, que nuestro hombre viejo fue
juntamente crucificado para que sea destruido el cuerpo del pecado, y para que
no sirvamos más al pecado.» Que es como decirles que cuando Cristo murió a la
vida pasible y que tiene figura de pecadora, murieron ellos en Él para todo lo
que es esa manera de vida. Por lo cual que, pues murieron allí a ella por haber
muerto Cristo, y Cristo no tomó después a semejante vivir, si ellos están en
Él, y si lo que pasó en Él eso mismo se hizo en ellos, no se compadece en
ninguna manera que ellos quieran tomar a ser lo que según que estuvieron en
Cristo, dejaron de ser para siempre.
Y
a esto mismo pertenece y mira lo que dice en otro lugar: «Así que, hermanos,
vosotros ya estáis muertos a la ley por medio del cuerpo de Cristo.» Y poco
después: «Lo que la ley no podía hacer, y en lo que se mostraba flaca por
razón de la carne, Dios enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado, del
pecado condenó el pecado en la carne.» Porque, como hemos ya dicho (y conviene
que muchas veces se diga, para que, repitiéndose, se entienda mejor), procedió
Cristo a esta muerte y sacrificio aceptísimo que se hizo de sí, no como una
persona particular, sino como en persona de todo el linaje humano y de toda la
vejez de él; y señaladamente de todos aquellos a quienes, de hecho, había de
tocar el nacimiento segundo, los cuales, por secreta unión del espíritu,
había puesto en sí y como sobre sus hombros; y así, lo que hizo entonces en
sí, cuanto es de su parte quedó hecho en todos nosotros.
Y
que Cristo haya subido a la cruz como persona pública y en la manera que digo,
aunque está ya probado, pruébase más con lo que Cristo hizo y nos quiso dar a
entender en el sacramento de su Cuerpo, que debajo de las especies de pan y vino
consagró, ya vecino a la muerte. Porque, tomando el pan y dándole a sus
discípulos, les dijo de esta manera: «Este es mi cuerpo, el que será
entregado por vosotros», dando claramente a entender que su cuerpo verdadero
estaba debajo de aquellas especies, y que estaba en la forma que se había de
ofrecer en la cruz, y que las mismas especies de pan y vino declaraban y eran
como imagen de la forma en que se había de ofrecer. Y que así como el pan es
un cuerpo compuesto de muchos cuerpos, esto es, de muchos granos, que, perdiendo
su primera forma, por la virtud del agua y del fuego, hacen un pan, así nuestro
pan de vida, habiendo ayuntado así por secreta fuerza de amor y de espíritu la
naturaleza nuestra, y habiendo hecho como un cuerpo de sí y de todos nosotros
(de sí, en realidad de verdad, y de los demás, en virtud), no como una persona
sola, sino como un principio que las contenía todas, se ponía en la cruz. Y
que como iba a la cruz abrazado con todos, así se encerraba en aquellas
especies, para que ellas con su razón, aunque ponían velo a los ojos,
alumbrasen nuestro corazón de continuo, y nos dijesen que contenían a Cristo
debajo de sí; y que lo contenían, no de cualquiera manera, sino de aquella
como se puso en la cruz, llevándonos a nosotros en sí y hecho con nosotros,
por espiritual unión, uno mismo, así como el pan cuyas ellas fueron, era un
compuesto hecho de muchos granos.
Así
que aquellas unas y unas mismas palabras dicen juntamente dos cosas. Una:
«Este, que parece pan, es mi cuerpo, el que será entregado por vosotros.»
Otra: «Como el pan que al parecer está aquí, así es mi cuerpo, que está
aquí y que por vosotros será a la muerte entregado.» Y esto mismo, como en
figura, declaró el santo mozo Isaac que caminaba al sacrificio, no vacío, sino
puesta sobre sus hombros la leña que había de arder en él. Porque cosa sabida
es que, en el lenguaje secreto de la Escritura, el leño seco es imagen del
pecador. Y ni más ni menos en los cabrones que el Levítico sacrifica
por el pecado, que fueron figura clara del sacrificio de Cristo, todo el pueblo
pone primero sobre las cabezas de ellos las manos, porque se entienda que en
este otro sacrificio nos llevaba a todos en sí nuestro Padre y cabeza.
Mas
¿qué digo de los cabrones? Porque si buscamos imágenes de esta verdad,
ninguna es más viva ni más cabal que el sumo pontífice de la ley vieja,
vestido de pontifical para hacer sacrificio. Porque, como San Jerónimo dice, o,
por decir verdad, como el Espíritu Santo lo declara en el libro de la Sabiduría,
aquel pontifical, así en la forma de él como en las partes de que se componía
y en todas sus colores y cualidades, era como una representación de la
universidad de las cosas; y el sumo sacerdote vestido de él era un mundo
universo; y como iba a tratar con Dios por todos, así los llevaba todos sobre
sus hombros. Pues de la misma manera Cristo, sumo y verdadero sacerdote, para
cuya imagen servía todo el sumo sacerdocio pasado, cuando subió al altar de la
cruz a sacrificar por nosotros, fue vestido de nosotros en la forma que dicho
es, y, sacrificándose a sí, y a nosotros en sí, dio fin de esta manera a
nuestra vieja maldad.
Hemos
dicho lo que hizo Cristo para desarraigar de nosotros nuestro primer espíritu
malo. Digamos ahora lo que hizo en sí para criar en nosotros el hombre nuevo y
el espíritu bueno; esto es, para después de muertos a la vida mala, tornarnos
a la vida buena, y para dar principio a nuestra segunda generación.
Por
virtud de su divinidad y porque, según ley de justicia, no tenía obligación a
la muerte (por ser su naturaleza humana de su nacimiento inocente), no pudo
Cristo quedar muerto muriendo; y, como dice San Pedro, «no fue posible ser
detenido de los dolores de la sepultura.» Y así resucitó vivo el día
tercero; y resucitó, no en carne pasible y que tuviese representación de
pecado, y que estuviese sujeta a trabajos como si tuviera pecado (que aquello
murió en Cristo para jamás no vivir), sino en cuerpo incorruptible y glorioso
y como engendrado por solas las manos de Dios.
Porque
así como en el primer nacimiento suyo en la carne, cuando nació de la Virgen,
por ser su padre Dios, sin obra de hombre, nació sin pecado, mas por nacer de
madre pasible y mortal, nació Él semejantemente hábil a padecer y morir,
asemejándose a las fuentes de su nacimiento, a cada una en su cosa; así en la
resurrección suya que decimos ahora (la cual la Sagrada Escritura también
llama nacimiento o generación), como en ella no hubo hombre que fuese padre ni
madre, sino Dios solo, que la hizo por sí y sin ministerio de alguna otra causa
segunda, salió todo como de mano de Dios, no sólo puro de todo pecado, sino
también de la imagen de él; esto es, libre de la pasibilidad y de la muerte, y
juntamente dotado de claridad y de gloria. Y como aquel cuerpo fue reengendrado
solamente por Dios, salió con las cualidades y con los semblantes de Dios,
cuanto le son a un cuerpo posibles. Y así se precia Dios de este hecho como de
hecho solamente suyo. Y así dice en el Salmo: «Yo soy el que hoy te
engendré.»
Pues
decimos ahora que de la manera que dio fin a nuestro viejo hombre muriendo
(porque murió Él por nosotros y en persona de nosotros; que por secreto
misterio nos contenía en sí mismo, como nuestro Padre y cabeza), por la misma
razón, tornando Él a vivir renació con Él nuestra vida. Vida llamo aquí la
de justicia y de espíritu; la cual comprende no solamente el principio de la
justicia, cuando el pecador que era comienza a ser justo, sino el crecimiento de
ella también, con todo su proceso y perfección, hasta llegar el hombre a la
inmortalidad del cuerpo y a la entera libertad del pecado. Porque cuando Cristo
resucitó, por el mismo caso que Él resucitó, se principió todo esto en los
que estábamos en Él como en nuestro principio.
Y
así lo uno como lo otro lo dice breve y significantemente San Pablo, diciendo:
«Murió por nuestros delitos y resucitó por nuestra justificación.» Como si
más extendidamente dijera: tomónos en sí, y murió como pecador para que
muriésemos en Él los pecadores; y resucitó a vida eternamente justa e
inmortal y gloriosa, para que resucitásemos nosotros en Él a justicia y a
gloria y a inmortalidad. Mas ¿por ventura no resucitamos nosotros con Cristo?
El mismo Apóstol lo diga: «Y nos dio vida (dice hablando de Dios), juntamente
con Cristo, nos resucitó con Él, y nos asentó sobre las cumbres del cielo.»
De manera que lo que hizo Cristo en sí y en nosotros, según que estábamos
entonces en Él, fue esto que he dicho.
Pero
no por eso se ha de entender que por esto sólo quedamos de hecho y en nosotros
mismos ya nuevamente nacidos y otra vez engendrados, muertos al viejo pecado y
vivos al espíritu del cielo y de la justicia; sino allí comenzamos a nacer,
para nacer de hecho después. Y fue aquello como el fundamento de este otro
edificio. Y, para hablar con más propiedad, del fruto noble de justicia y de
inmortalidad que se descubre en nosotros, y se levanta y crece y traspasa los
cielos, aquellas fueron las simientes y las raíces primeras; porque, así como
(no embargante que, cuando pecó Adán, todos pecamos en él y concebimos
espíritu de ponzoña y de muerte) para que de hecho nos inficione el pecado y
para que este mal espíritu se nos infunda, es menester que también nosotros
nazcamos de Adán por orden natural de generación; así, por la misma manera,
para que de hecho en nosotros muera el espíritu de la culpa y viva el de la
gracia y el de la justicia, no basta aquel fundamento y aquella semilla y
origen; ni, con lo que fue hecho en nosotros en la persona de Cristo, con eso,
sin más hacer ni entender en las nuestras, somos ya en ellas justos y salvos,
como dicen los que desatinan ahora; sino es menester que de hecho nazcamos de
Cristo, para que por este nacimiento actual se derive a nuestras personas y se
asiente en ellas aquello mismo que ya se principió en nuestro origen. Y (aunque
usemos de una misma semejanza más veces) como la espiga, aunque está cual ha
de ser en el grano, para que tenga en sí aquello que es y sus cualidades todas
y sus figuras, le conviene que con la virtud del agua y del sol salga del grano
naciendo, asimismo también no comenzaremos a ser en nosotros cuales en Cristo
somos hasta que de hecho nazcamos de Cristo.
Mas,
preguntará por caso alguno: ¿En qué manera naceremos, o cuál será la forma
de esta generación? ¿Hemos de tornar al vientre de nuestras madres de nuevo,
como, maravillado de esta nueva doctrina, preguntó Nicodemus; o, vueltos en
tierra o consumidos en fuego, renaceremos, como el ave fénix, de nuestras
cenizas?
Si
este nacimiento nuevo fuera nacer en carne y en sangre, bien fuera necesaria
alguna de estas maneras; mas como es nacer en espíritu, hácese con espíritu y
con secreta virtud. «Lo que nace de la carne, dice Cristo en este mismo
propósito, carne es; y lo que nace del espíritu, espíritu es.» Y así lo que
es espíritu ha de nacer por orden y fuerza de espíritu. El cual celebra esta
generación en esta manera:
Cristo,
por la virtud de su espíritu, pone en efecto actual en nosotros aquello mismo
que comenzamos a ser en Él y que Él hizo en sí para nosotros; esto es, pone
muerte a nuestra culpa, quitándola del alma. Y aquel fuego ponzoñoso que la
sierpe inspiró en nuestra carne, y que nos solicita a la culpa, amortíguale y
pónele freno ahora, para después en el último tiempo matarle del todo; y pone
también simiente de vida, y, como si dijésemos, un grano de su espíritu y
gracia, que encerrado en nuestra alma y siendo cultivado como es razón, vaya
después creciendo por sus términos, y tomando fuerzas y levantándose hasta
llegar a la medida, como dice San Pablo, de varón perfecto. Y poner Cristo en
nosotros esto, es nosotros nacer de Cristo en realidad y verdad. Mas está en la
mano la pregunta y la duda. ¿Pone por ventura Cristo en todos los hombres esto,
o pónelo en todas las sazones y tiempos? O ¿en quién y cuándo lo pone? Sin
duda, no lo pone en todos ni en cualquiera forma y manera, sino sólo en los que
nacen de Él. Y nacen de Él los que se bautizan; y en aquel sacramento se
celebra y pone en obra esta generación. Por manera que, tocando al cuerpo el
agua visible, y obrando en lo secreto la virtud de Cristo invisible, nace el
nuevo Adán, quedando muerto y sepultado el antiguo. En lo cual, como en todas
las cosas, guardó Dios el camino seguido y llano de su providencia.
Porque
así como para que el fuego ponga en un madero su fuego, esto es, para que el
madero nazca fuego encendido, se avecina primero al fuego el madero, y con la
vecindad se le hace semejante en las cualidades que recibe en sí de sequedad y
calor, y crece en esta semejanza hasta llegarla a su punto, y luego el fuego se
lanza en él y le da su forma, así, para que Cristo ponga e infunda en
nosotros, de los tesoros de bienes y vida que atesoró muriendo y resucitando,
la parte que nos conviene, y para que nazcamos Cristos, esto es, como sus hijos,
ordenó que se hiciese en nosotros una representación de su muerte y de su
nueva vida; y que, de esta manera, hechos semejantes a Él, Él, como en sus
semejantes, influyese de sí lo que responde a su muerte y lo que responde a su
vida. A su muerte responde el borrar y el morir de la culpa; y a su
resurrección, la vida de gracia. Porque el entrar en el agua y el sumirnos en
ella es como, ahogándonos allí, quedar sepultados, como murió Cristo y fue en
la sepultura puesto, como lo dice San Pablo: «En el bautismo sois sepultados y
muertos juntamente con Él.» Y por consiguiente, y por la misma manera, el
salir después del agua es como salir del sepulcro viviendo.
Pues
a esta representación responde la verdad juntamente; y, asemejándonos a Cristo
en esta manera, como en materia y sujeto dispuesto, se nos infunde luego el buen
espíritu, y nace Cristo en nosotros; y la culpa, que como en origen y en
general destruyó con su muerte, destrúyela entonces en particular en cada uno
de los que mueren en aquella agua sagrada. Y la vida de todos, que resucitó en
general con su vida, pónela también en cada uno y en particular cuando,
saliendo del agua, parece que resucitan. Y así, en aquel hecho juntamente hay
representación y verdad. Lo que parece por de fuera es representación de
muerte y de vida; mas lo que pasa en secreto, es verdadera vida de gracia y
verdadera muerte de culpa.
Y
si os place saber (pudiendo esta representación de muerte ser hecha por otras
muchas maneras) por qué entre todas escogió Dios esta del agua, conténtame
mucho lo que dice el glorioso mártir Cipriano. Y es que la culpa que muere en
esta imagen de muerte es culpa que tiene ingenio y condición de ponzoña, como
la que nació de mordedura y de aliento de sierpe; y cosa sabida es que la
ponzoña de las sierpes se pierde en el agua, que las culebras, si entran en
ella, dejan su ponzoña primero. Así que morimos en agua para que muera en ella
la ponzoña de nuestra culpa, porque en el agua muere la ponzoña naturalmente.
Y esto es en cuanto a la muerte que allí se celebra; pero, en cuanto a la vida,
es de advertir que, aunque la culpa muere del todo, pero la vida que se nos da
allí no es del todo perfecta. Quiero decir que no vive luego en nosotros el
hombre nuevo, cabal y perfecto; sino vive como la razón del segundo nacimiento
lo pide, como niño flaco y tierno. Porque no pone luego Cristo en nosotros todo
el ser de la nueva vida que resucitó con Él, sino pone, como dijimos, un grano
de ella y una pequeña semilla de su espíritu y de su gracia, pequeña, pero
eficacísima para que viva y se adelante y lance del alma las reliquias del
viejo hombre contrario suyo, y vaya pujando y extendiéndose hasta apoderarse de
nosotros del todo, haciéndonos perfectamente dichosos y buenos.
Mas
¡cómo es maravillosa la sabiduría de Dios, y cómo es grande el orden que
pone en las cosas que hace, trabándolas todas entre sí y templándolas por
extraña manera! En la filosofía se suele decir que como nace una cosa, por la
misma manera crece y se adelanta. Pues lo mismo guarda Dios en este nuevo hombre
y en este grano de espíritu y de gracia, que es semilla de nuestra segunda y
nueva vida. Porque, así como tuvo principio en nuestra alma, cuando por la
representación del bautismo nos hicimos semejantes a Cristo, así crece siempre
y se adelanta cuando nos asemejamos más a Él, aunque en diferente manera.
Porque, para recibir el principio de esta vida de gracia, le fuimos semejantes
por presentación; porque por verdad no podíamos ser sus semejantes antes de
recibir esta vida, mas para el acrecentamiento de ella conviene que le remedemos
con verdad en las obras y hechos.
Y
va, así en esto como en todo lo demás que arriba dijimos, este nuevo hombre y
espíritu respondidamente contraponiéndose a aquel espíritu viejo y perverso.
Porque, así como aquél se diferenciaba de la naturaleza de nuestra sustancia
en que, siendo ella hechura de Dios, él no tenía nada de Dios, sino era todo
hechura del demonio y del hombre, así este buen espíritu todo es de Dios y de
Cristo. Y así como allí hizo el primer padre, obedeciendo al demonio, aquello
con lo que él y los que estábamos en él quedamos perdidos, de la misma manera
aquí padeció Cristo, nuestro padre segundo, obedeciendo a Dios: con lo que en
Él y por Él, los que estamos en Él, nos hemos cobrado. Y así como aquél dio
fin al vivir que tenía, y principio al morir que mereció por su mala obra,
así éste por su divina paciencia dio muerte a la muerte y tornó a vida la
vida. Y así como lo que aquél traspasó no lo quisimos de hecho nosotros,
pero, por estar en él como en padre, fuimos vistos quererlo; así lo que
padeció e hizo Cristo para bien de nosotros, sí se hizo y padeció sin nuestro
querer, pero no sin lo que en virtud era nuestro querer, por razón de la unión
y virtud que está dicha. Y como aquella ponzoña, como arriba dijimos, nos
tocó e inficionó por dos diferentes maneras, una en general y en virtud cuando
estábamos en Adán todos generalmente encerrados, y otra en particular y en
expresa verdad cuando comenzamos a vivir en nosotros mismos siendo engendrados,
así esta virtud y gracia de Cristo, como hemos declarado arriba también, nos
calificó primero en general y en común, según fuimos vistos estar en Él por
ser nuestro padre; y después de hecho y en cada uno por sí, cuando comienza
cada uno a vivir en Cristo naciendo por el bautismo.
Y
por la misma manera, así como al principio, cuando nacemos, incurrimos en aquel
daño y gran mal, no por nuestro merecimiento propio, sino por lo que la cabeza,
que nos contenía, hizo en sí mismo; y si salimos del vientre de nuestras
madres culpados, no nos forjamos la culpa nosotros antes que saliésemos de él;
así cuando primeramente nacemos en Cristo, aquel espíritu suyo que en nosotros
comienza a vivir no es obra ni premio de nuestros merecimientos.
Y
conforme a esto, y por la misma forma y manera como aquella ponzoña, aunque
nace al principio en nosotros sin nuestro propio querer, pero después,
queriendo nosotros usar de ella y obrar conforme a ella y seguir sus malos
siniestros e inclinaciones, la acrecentamos y hacemos peor por nuestras mismas
malas mañas y obras; y aunque entró en la casa de nuestra alma, sin que por su
propia voluntad ninguno de nosotros le abriese la puerta, después de entrada
por nuestra mano y guiándola nosotros mismos, se lanza por toda ella y la
tiraniza y la convierte en sí misma en una cierta manera, así esta vida
nuestra y este espíritu que tenemos de Cristo, que se nos da al principio sin
nuestro merecimiento, si después de recibido, oyendo su inspiración y no
resistiendo a su movimiento, seguimos su fuerza, con eso mismo que obramos
siguiéndole lo acrecentamos y hacemos mayor; y con lo que nace de nosotros y de
él, merecemos que crezca él en nosotros.
Y
como las obras que nacían del espíritu malo eran malas ellas en sí, y
acrecentaban y engrosaban y fortalecían ese mismo espíritu de donde nacían,
así lo que hacemos guiados y alentados con esta vida que tenemos de Cristo,
ello en sí es bueno y, delante de los ojos de Dios, agradable y hermoso, y
merecedor de que por ello suba a mayor grado de bien y de pujanza el espíritu
de do tuvo origen.
Aquel
veneno, asentado en el hombre, y perseverando y cundiendo por él poco a poco,
así le contamina y le corrompe, que le trae a muerte perpetua. Esta salud, si
dura en nosotros, haciéndose de cada día más poderosa y mayor, nos hace sanos
del todo. De arte que, siguiendo nosotros el movimiento del espíritu con que
nacemos, el cual, lanzado en nuestras almas, las despierta e incita a obrar
conforme a quien él es y al origen de donde nace, que es Cristo; así que,
obrando aquello a que este espíritu y gracia nos mueve, somos en realidad de
verdad semejantes a Cristo, y cuanto más así obráremos, más semejantes. Y
así, haciéndonos nosotros vecinos a Él, Él se avecina a nosotros, y
merecemos que se infunda más en nosotros y viva más, añadiendo al primer
espíritu más espíritu, y a un grado otro mayor, acrecentando siempre en
nuestras almas la semilla de vida que sembró, y haciéndola mayor y más
esforzada, y descubriendo su virtud más en nosotros: que obrando conforme al
movimiento de Dios y caminando con largos y bien guiados pasos por este camino,
merecemos ser más hijos de Dios, y de hecho lo somos.
Y
los que, cuando nacimos, en el bautismo fuimos hechos semejantes a Cristo en el
ser de gracia antes que en el obrar, esos que, por ser ya justos, obramos como
justos, esos mismos, haciéndonos semejantes a Él en lo que toca al obrar,
crecemos merecidamente en la semejanza del ser. Y el mismo espíritu que
despierta y atiza a las obras, con el mérito de ellas crece y se esfuerza, y va
subiendo y haciéndose señor de nosotros y dándonos más salud y más vida, y
no para hasta que en el tiempo último nos la dé perfecta y gloriosa,
habiéndonos levantado del polvo. Y como hubo dicho esto Marcelo, callóse un
poco y luego tornó a decir:
-Dicho
he cómo nacemos de Cristo, y la necesidad que tenemos de nacer de Él, y el
provecho y misterio de este nacimiento; y de un abismo de secretos que acerca de
esta generación y parentesco divino en las sagradas letras se encierra, he
dicho lo poco que alcanza mi pequeñez, habiendo tenido respeto al tiempo y a la
ocasión, y a la calidad de las cosas que son delicadas y oscuras.
Ahora,
como saliendo de entre estas zarzas y espinas a campo más libre, digo que ya se
conoce bien cuán justamente Isaías da nombre de Padre a Cristo y le
dice que es Padre del siglo futuro. Entendiendo por este siglo la
generación nueva del hombre y los hombres engendrados así, y los largos y no
finibles tiempos en que ha de perseverar esta generación. Porque el siglo
presente, el cual, en comparación del que llama Isaías venidero, se llama
primer siglo, que es el vivir de los que nacemos de Adán, comenzó con Adán y
se ha de rematar y cerrar con la vida de sus descendientes postreros, y en
particular no durará en ninguno más de lo que él durare en esta vida
presente. Mas el siglo segundo, desde Abel, en quien comenzó, extendiéndose
con el tiempo, y cuando el tiempo tuviere su fin, reforzándose él más,
perseverará para siempre.
Y
llámase siglo futuro, dado que ya es en muchos presente, y cuando le nombró el
Profeta lo era también, porque comenzó primero el otro siglo mortal. Y
llámase siglo también, porque es otro mundo por sí, semejante y diferente de
este otro mundo viejo y visible; porque de la manera que, cuando produjo Dios el
hombre primero, hizo cielos y tierra y los demás elementos, así en la
creación del hombre segundo y nuevo, para que todo fuese nuevo como él, hizo
en la Iglesia sus cielos y su tierra, y vistió a la tierra con frutos, y a los
cielos con estrellas y luz.
Y
lo que hizo en esto visible, eso mismo ha obrado en lo nuevo invisible,
procediendo en ambos por unas mismas pisadas, como lo dibujó, cantando
divinamente, David en un Salmo, y es dulcísimo y elegantísimo Salmo. Adonde
por unas mismas palabras, y como con una voz, cuenta, alabando a Dios, la
creación y gobernación de estos dos mundos; y diciendo lo que se ve, significa
lo que se esconde, como San Agustín lo descubre, lleno de ingenio y de
espíritu. Dice que «extendió los cielos Dios como quien despliega tienda de
campo, y que cubrió los sobrados de ellos con aguas, y que ordenó las nubes, y
que en ellas, como en caballos, discurre volando sobre las alas del aire, y que
le acompañan los truenos y los relámpagos y el torbellino.»
Aquí
ya vemos cielos y vemos nubes, que son aguas espesadas y asentadas sobre el aire
tendido, que tiene nombre de cielo; oímos también el trueno a su tiempo y
sentimos el viento que vuela y que brama, y el resplandor del relámpago nos
hiere los ojos; allí, esto es, en el nuevo mundo e Iglesia, por la misma
manera, los cielos son los apóstoles y los sagrados doctores y los demás
santos, altos en virtud y que influyen virtud; y su doctrina en ellos son las
nubes, que derivada en nosotros, se torna en lluvia. En ella anda Dios y
discurre volando, y con ella viene el soplo de su espíritu, y el relámpago de
su luz, y el tronido y el estampido, con que el sentido de la carne se aturde.
Aquí,
como dice prosiguiendo el salmista, fundó Dios la tierra sobre cimientos
firmes, adonde permanece y nunca se mueve; y como primero estuviese anegada en
la mar, mandó Dios que se apartasen las aguas, las cuales, obedeciendo a esta
voz, se apartaron a su lugar adonde guardan continuamente su puesto; y, luego
que ellas huyeron, la tierra descubrió su figura humilde en los valles y
soberana en los montes. Allí el cuerpo firme y macizo de la Iglesia, que ocupó
la redondez de la tierra, recibió asiento por mano de Dios en el fundamento no
mudable que es Cristo, en quien permanecerá con eterna firmeza. En su principio
la cubría y como anegaba la gentileza, y aquel mar grande y tempestuoso de
tiranos y de ídolos la tenían casi sumida; mas sacóla Dios a luz con la
palabra de su virtud, y arredró de ella la amargura y violencia de aquellas
olas, y quebrólas todas en la flaqueza de una arena menuda, con lo cual
descubrió su forma y su concierto la Iglesia, alta en los obispos y ministros
espirituales, y en los fieles legos humildes, humilde. Y como dice David,
«subieron sus montes y parecieron en lo hondo sus valles».
Allí,
como aquí, conforme a lo que el mismo Salmo prosigue, sacó Dios venas de agua
de los cerros de los altos ingenios que, entre dos sierras, sin declinar al
extremo, siguen lo igual de la verdad y lo medio derechamente; en ellas se
bañan las aves espirituales, y en los frutales de virtud que florecen de ellas
y junto ellas, cantan dulcemente asentadas. Y no sólo las aves se bañan aquí;
mas también los otros fieles, que tienen más de tierra y menos de espíritu,
si no se bañan en ellas, a lo menos beben de ellas y quebrantan su sed.
Él
mismo, como en el mundo, así en la Iglesia, envía lluvias de espirituales
bienes del cielo; y caen primero en los montes, y de allí, juntas en arroyos y
descendiendo, bañan los campos. Con ellas crece para los más rudos, así como
para las bestias, su heno; y a los que viven con más razón, de allí les nace
su mantenimiento. El trigo que fortifica, y el olio que alumbra, y el vino que
alegra, y todos los dones del ánimo, con esta lluvia florecen. Por ella los
yermos desiertos se vistieron de religiosas hayas y cedros; y esos mismos cedros
con ella se vistieron de verdor y de fruto, y dieron en sí reposo, y dulce y
saludable nido, a los que volaron a ellos huyendo del mundo. Y no sólo proveyó
Dios de nido a aquestos huidos, mas para cada un estado de los demás fieles
hizo sus propias guaridas. Y, como en la tierra los riscos son para las cabras
monteses, y los conejos tienen sus viveras entre las peñas, así acontece en la
Iglesia.
En
ella luce la luna y luce el sol de justicia, y nace y se pone a veces, ahora en
los unos y ahora en los otros; y tiene también sus noches de tiempos duros y
ásperos, en que la violencia sangrienta de los enemigos fieros halla su sazón
para salir y bramar y para ejecutar su fiereza; mas también a las noches sucede
en ella después el aurora, y amanece después, y encuévase con la luz la
malicia, y la razón y la virtud resplandece.
¡Cuán
grandes son tus grandezas, Señor! Y como nos admiras con este orden corporal y
visible, mucho más nos pones en admiración con el espiritual e invisible.
No
falta allí también otro Océano, ni es de más cortos brazos ni de más
angostos senos que es éste, que ciñe por todas partes la tierra; cuyas aguas,
aunque son fieles, son, no obstante eso, aguas amargas y carnales, y movidas
tempestuosamente de sus violentos deseos; cría peces sin número, y la ballena
infernal se espacia por él. En él y por él van mil navíos, mil gentes
aliviadas del mundo, y como cerradas en la nave de su secreto y santo
propósito. Mas ¡dichosos aquellos que llegan salvos al puerto!
Todos,
Señor, viven por tu liberalidad y largueza; mas, como en el mundo, así en la
Iglesia escondes y como encoges, cuando te parece, la mano; y el alma, en
faltándole tu amor y tu espíritu, vuélvese en tierra. Mas, si nos dejas caer
para que nos conozcamos, para que te alabemos y celebremos, después nos
renuevas. Así vas criando y gobernando y perfeccionando tu Iglesia hasta
llegarla a lo último, cuando, consumida toda la liga del viejo metal, la saques
toda junta, pura y luciente, y verdaderamente nueva del todo.
Cuando
viniere este tiempo (¡ay amable y bienaventurado tiempo, y no tiempo ya, sino
eternidad sin mudanza!); así que, cuando viniere, la arrogante soberbia de los
montes, estremeciéndose, vendrá por el suelo; y desaparecerá hecha humo,
obrándolo tu Majestad, toda la pujanza y deleite y sabiduría mortal; y
sepultarás en los abismos, juntamente con esto, a la tiranía; y el reino de la
tierra nueva será de los tuyos. Ellos cantarán entonces de continuo tus
alabanzas, y a Ti el ser alabado por esta manera te será cosa agradable. Ellos
vivirán en Ti, y Tú vivirás en ellos dándoles riquísima y dulcísima vida.
Ellos serán reyes, y Tú Rey de reyes. Serás Tú en ellos todas las cosas, y
reinarás para siempre.
Y,
dicho esto, Marcelo calló; y Sabino dijo luego:
-Este
Salmo en que, Marcelo, habéis acabado, vuestro amigo le puso también en verso;
y por no romperos el hilo, no os lo quise acordar. Mas pues me disteis este
oficio, y vos le olvidasteis, decirle he yo, si os parece.
Entonces,
Marcelo y Juliano, juntos, respondieron que les parecía muy bien, y que luego
le dijese. Y Sabino, que era mancebo, así en el alma como en el cuerpo muy
compuesto, y de pronunciación agradable, alzando un poco los ojos al cielo y
lleno el rostro de espíritu, con templada voz dijo de esta manera:
|
Alaba
¡oh alma!, a Dios; Señor, tu alteza, |
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¿qué lengua hay que la cuente? |
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Vestido
estás de gloria y de belleza |
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y luz resplandeciente. |
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Encima
de los cielos desplegados |
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al agua diste asiento. |
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Las
nubes son tu carro, tus alados |
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caballos son el viento. |
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Son
fuego abrasador tus mensajeros, |
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y trueno y torbellino. |
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Las
tierras sobre asientos duraderos |
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mantienes
de contino. |
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Los
mares las cubrían de primero, |
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por cima los collados; |
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mas
visto de tu voz el trueno fiero, |
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huyeron espantados. |
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Y
luego los subidos montes crecen, |
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humíllanse los valles. |
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Si
ya entre sí hinchados se embravecen, |
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no pasarán las calles; |
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las
calles que les diste y los linderos, |
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ni anegarán las tierras. |
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Descubres
minas de agua en los oteros, |
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y corre entre las sierras |
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el
gamo, y las salvajes alimañas |
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allí la sed quebrantan. |
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Las
aves nadadoras allí bañas, |
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y por las ramas cantan. |
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Con
lluvia el monte riegas de sus cumbres, |
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y das hartura al llano. |
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Así
das heno al buey, y mil legumbres |
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para el servicio humano. |
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Así
se espiga el trigo y la vid crece |
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para nuestra alegría. |
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La
verde oliva así nos resplandece, |
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y el pan da valentía. |
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De
allí se viste el bosque y la arboleda |
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y el cedro soberano, |
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adonde
anida la ave, adonde enreda |
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su cámara el milano. |
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Los
riscos a los corzos dan guarida, |
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al conejo la peña. |
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Por
Ti nos mira el sol, y su lucida |
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hermana nos enseña |
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los
tiempos. Tú nos das la noche oscura |
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en que salen las fieras; |
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el
tigre, que ración con hambre dura |
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te pide, y voces fieras. |
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Despiertas
el aurora, y de consuno |
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se van a sus moradas. |
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Da
el hombre a su labor, sin miedo alguno, |
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las horas situadas. |
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¡Cuán
nobles son tus hechos y cuán llenos |
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de tu Sabiduría! |
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Pues
¿quién dirá el gran mar, sus anchos senos, |
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y cuantos peces cría; |
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las
naves que en él corren, la espantable |
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ballena que le azota? |
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Sustento
esperan todos saludable |
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de Ti, que el bien no agota. |
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Tomamos,
si Tú das; tu larga mano |
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nos deja satisfechos. |
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Si
huyes, desfallece el ser liviano, |
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|
quedamos polvo hechos. |
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Mas
tornará tu soplo, y, renovado, |
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|
repararás el mundo. |
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Será
sin fin tu gloria, y Tú alabado |
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|
de todos sin segundo. |
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Tú,
que los montes ardes si los tocas, |
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|
y al suelo das temblores, |
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|
cien
vidas que tuviera y cien mil bocas |
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|
dedico a tus loores. |
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Mi
voz te agradará, y a mí este oficio |
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|
será mi gran contento. |
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|
No
se verá en la tierra maleficio |
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|
ni tirano sangriento. |
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Sepultará
el olvido su memoria; |
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|
tú, alma, a Dios da gloria. |
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|
Como
acabó Sabino aquí, dijo Marcelo luego:
-No
parece justo después de un semejante fin añadir más. Y pues Sabino ha
rematado tan bien nuestra plática, y hemos ya platicado asaz largamente, y el
sol parece que, por oírnos, levantado sobre nuestras cabezas, nos ofende ya,
sirvamos a nuestra necesidad ahora reposando un poco; y a la tarde, caída la
siesta, de nuestro espacio, sin que la noche, aunque sobrevenga, lo estorbe,
diremos lo que nos resta.
-Sea
así, dijo Juliano.
Y
Sabino añadió:
-Y
yo sería de parecer que se acabase este sermón en aquel soto e isleta pequeña
que el río hace en medio de sí, y que de aquí se parece. Porque yo miro hoy
al sol con ojos que, si no es aquél, no nos dejará lugar que de provecho sea.
-Bien
habéis dicho -respondieron Marcelo y Juliano-, y hágase como decís.
Y con esto, puesto en pie Marcelo, y con él los demás, cesó la plática por entonces.