EL REINO


A) INSTAURACIÓN DE LA MONARQUÍA

Desde la entrada en la Tierra prometida Israel comienza un proceso que le lleva a establecerse en Canaán como "pueblo de Dios" en medio de otros pueblos. La experiencia del largo camino por el desierto, bajo la guía directa de Dios, le ha enseñado a reconocer la absoluta soberanía de Dios sobre ellos. Dios es su Dios y Señor. Durante el período de los Jueces no entra en discusión esta presencia y señorío de Dios. Pero, pasando de nómadas a sedentarios, al poseer campos y ciudades, su vida y fe comienza a cambiar. Las tiendas se sustituyen por casas, el maná por los frutos de la tierra, la confianza en Dios, que cada día manda su alimento, en confianza en el trabajo de los propios campos. Al pedir un rey, "como tienen los otros pueblos", Israel está cambiando sus relaciones con Dios. En Ramá Samuel y los representantes del pueblo se enfrentan en una dura discusión: "Mira, tú eres ya viejo. Nómbranos un rey que nos gobierne, como se hace en todas las naciones" (1S 8,5; Hch 3,21-23). Samuel, persuadido por el Señor, cede a sus pretensiones y, como verdadero profeta del Señor, descifra el designio divino de salvación incluso en medio del pecado del pueblo. Samuel lee al pueblo toda su historia, jalonada de abandonos de Dios y de gritos de angustia, a los que Dios responde fielmente con el perdón y la salvación. Pero el pueblo se olvida de la salvación gratuita de Dios y cae continuamente en la opresión. El pecado de Israel hace vana la salvación de Dios siempre que quiere ser como los demás pueblos. Entonces experimenta su pequeñez y queda a merced de los otros pueblos más fuertes que él (1S 12,6-11). Esta historia, que Samuel recuerda e interpreta al pueblo, se repite constantemente, hasta el momento presente (1S 12,12-15).

Samuel califica a la monarquía de idolatría. Pero Dios, en su fidelidad a la elección de Israel, mantiene su alianza y transforma el pecado del pueblo en bendición. El rey, reclamado por el pueblo con pretensiones idolátricas, es transformado en don de Dios al pueblo: "Dios ha constituido un rey sobre vosotros" (1S 12,13). Dios saca el bien incluso del mal, cambia lo que es expresión de abandono en signo de su presencia amorosa en medio del pueblo (Rm 5,20-21). Samuel unge como rey, primero, a Saúl y, después, a David.

Samuel se retira a Ramá, donde muere y es enterrado con la asistencia de todo Israel a sus funerales. Así le recuerda el Eclesiástico: "Amado del pueblo y de Dios. Ofrecido a Dios desde el seno de su madre, Samuel fue juez y profeta del Señor. Por la palabra de Dios fundó la realeza y ungió príncipes sobre el pueblo. Según la ley del Señor gobernó al pueblo, visitando los campamentos de Israel. Por su fidelidad se acreditó como profeta; por sus oráculos fue reconocido como fiel vidente. Invocó al Señor cuando los enemigos le acosaban por todas partes, ofreciendo un cordero lechal. Y el Señor tronó desde el cielo, se oyó el eco de su voz y derrotó a los jefes enemigos y a todos los príncipes filisteos. Antes de la hora de su sueño eterno, dio testimonio ante el Señor y su ungido: ¿De quién he recibido un par de sandalias? y nadie reclamó nada de él. Y después de dormido todavía profetizó y anunció al rey (Saúl) su fin; del seno de la tierra alzó su voz en profecía para borrar la culpa del pueblo" (Si 46,13-20). Samuel, el confidente de Dios desde su infancia, es su profeta, que no deja caer por tierra ni una de sus palabras. Con su fidelidad a Dios salva al pueblo de los enemigos y de sí. Es la figura del hombre de fe, que acoge la palabra de Dios, y deja que ésta se encarne en él y en la historia. Es la figura de Cristo, el siervo de Dios, que vive y se nutre de la voluntad del Padre, aunque pase por la muerte en cruz.

Saúl es el primer rey de Israel. Con él se instaura la monarquía, deseada por el pueblo, contradiciendo la elección de Dios, que separó a Israel de en medio de los pueblos, uniéndose a él de un modo particular: "Tú serás mi pueblo y yo seré tu Dios". Samuel encuentra a Saúl en el campo, buscando unas asnas perdidas, toma el cuerno de aceite y lo derrama sobre su cabeza, diciendo: "El Señor te unge como jefe de su pueblo Israel; tú gobernarás al pueblo del Señor, tú lo salvarás de sus enemigos" (1S 9-10). El espíritu de Dios invade a Saúl, que reúne un potente ejército y salva a sus hermanos de Yabés de Galaad de la amenaza de los ammonitas. El pueblo, tras esta primera victoria, le corona solemnemente como rey en Guilgal (1S 11). Reconocido como rey, Saúl comienza sus campañas victoriosas contra los filisteos. Pero la historia de Saúl es dramática. Ante la amenaza de los filisteos, concentrados para combatir a Israel con un ejército inmenso como la arena de la orilla del mar, los hombres de Israel se ven en peligro y comienzan a esconderse en las cavernas. En medio de esta desbandada, Saúl se siente solo, esperando en Dios que no le responde y aguardando al profeta que no llega. En su miedo a ser completamente abandonado por el pueblo llega a ejercer hasta la función sacerdotal, ofreciendo holocaustos y sacrificios, lo que provoca el primer reproche airado de Samuel: "¿Qué has hecho?".

Saúl se condena a sí mismo, tratando de dar las razones de su actuación. Ha buscado la salvación en Dios, pero actuando por su cuenta, sin obedecer a Dios y a su profeta. Se arroga, para defender su poder, el ministerio sacerdotal: "Como vi que el ejército me abandonaba y se desbandaba y que tú no venías en el plazo fijado y que los filisteos estaban ya concentrados, me dije: Ahora los filisteos van a bajar contra mí a Guilgal y no he apaciguado a Yahveh. Entonces me he visto obligado a ofrecer el holocausto". Samuel le replica: "Te has portado como un necio. Si te hubieras mantenido fiel a Yahveh, El habría afianzado tu reino para siempre sobre Israel. Pero ahora tu reino no se mantendrá. Yahveh se ha buscado un hombre según su corazón, que te reemplazará" (1S 13).

Samuel se aleja hacia Guilgal siguiendo su camino. Pero Samuel vuelve a enfrentarse con Saúl para anunciarle el rechazo definitivo de parte de Dios. Saúl, el rey sin discernimiento, pretende dar culto a Dios desobedeciéndolo. Enfatuado por el poder, que no quiere perder, se glorifica a sí mismo y condesciende con el pueblo, para buscar su aplauso, aunque sea oponiéndose a la palabra de Dios. Samuel se presenta y le dice: "Escucha las palabras del Señor, que te dice: Voy a tomar cuentas a Amalec de lo que hizo contra Israel, cortándole el camino cuando subía de Egipto. Ahora ve y atácalo. Entrega al exterminio todo lo que posee, toros y ovejas, camellos y asnos, y a él no le perdones la vida". Amalec es la expresión del mal y Dios quiere erradicarlo de la tierra. La palabra de Dios a Saúl es clara. Pero Saúl es un necio, como le llama Samuel, ni escucha ni entiende. Dios entrega en sus manos a Amalec. Sin embargo Saúl pone su razón por encima de la palabra de Dios y trata de complacer al pueblo y a Dios, buscando un compromiso entre Dios, que le ha elegido, y el pueblo, que le ha aclamado. Perdona la vida a Agag, rey de Amalec, a las mejores ovejas y vacas, al ganado bien cebado, a los corderos y a todo lo que valía la pena, sin querer exterminarlo; en cambio, extermina lo que no vale nada. Entonces le fue dirigida a Samuel esta palabra de Dios: "Me arrepiento de haber constituido rey a Saúl, porque se ha apartado de mí y no ha seguido mi palabra" (1S 15,1-10).

Samuel va a buscar a Saúl. Cuando Saúl le ve ante sí, le dice: "El Señor te bendiga. Ya he cumplido la orden del Señor". El orgullo le ha hecho inconsciente e insensato, creyendo que puede eludir el juicio del Señor. Pero Samuel le pregunta: "¿Y qué son esos balidos que oigo y esos mugidos que siento?". Saúl contesta: "Los han traído de Amalec. El pueblo ha dejado con vida a las mejores ovejas y vacas, para ofrecérselas en sacrificio a Yahveh, tu Dios". Samuel no se deja engañar y le replica: "¿Acaso se complace Yahveh en los holocaustos y sacrificios como en la obediencia a su palabra? Mejor es obedecer que sacrificar, mejor la docilidad que la grasa de los carneros. Por haber rechazado la palabra de Yahveh, El te rechaza hoy como rey". Samuel, pronunciado el oráculo del Señor, se da media vuelta para marcharse, pero Saúl se agarra a la orla del manto, que se rasgó (Le 23,45). El manto rasgado es el signo de la ruptura definitiva e irreparable, como explica Samuel, mientras se aleja: "El Señor te ha arrancado el reino de Israel y se lo ha dado a otro mejor que tú" (1S 1,12-28; Os 6,6; Am 5,21-25; Mt 27,51).


B) DAVID UNGIDO REY

Dios, el Señor de la historia, encamina los pasos de Samuel hacia David: "Yo te haré saber lo que has de hacer y ungirás para mí a aquel que yo te indicaré". Samuel se dirige a Belén y, los ancianos de la ciudad le salen al encuentro. Samuel les tranquiliza: "He venido en son de paz. Vengo a ofrecer un sacrificio al Señor. Purificaos y venid conmigo al sacrificio". De un modo particular, Samuel purifica a Jesé y a sus hijos y les invita al sacrificio. Jesé tiene siete hijos. Pero sólo seis de ellos se presentan ante Samuel. El más pequeño se halla en el campo pastoreando el ganado. Samuel, que aún no sabe quién será el ungido, comienza llamando al hermano mayor, a Eliab. Se trata de un joven alto, de impresionante presencia. Samuel, al verle, cree que es el elegido de Dios: "Sin duda está ante Yahveh su ungido". Pero el Señor advierte a su profeta: "No mires su apariencia ni su gran estatura, pues yo le he descartado". La mirada de Dios no es como la mirada del hombre. El hombre mira las apariencias, pero Yahveh mira el corazón. Los criterios de Dios no coinciden con los criterios humanos.

Siguen pasando ante Samuel los seis hijos de Jesé, uno detrás de otro. Todos son descartados. Samuel pregunta a Jesé: "¿No tienes otros hijos?". Jesé responde: "Sí, falta el más pequeño que está pastoreando el rebaño". "iManda que lo traigan!, exclama Samuel. iNo haremos el rito hasta que él no haya venido!". El muchacho, el menor de los hermanos, es también el más pequeño, tan insignificante que se han olvidado de él. Pero Dios sí le ha visto. En su pequeñez ha descubierto el vaso de elección para manifestar su potencia en medio del pueblo. Es un pastor, que es lo que Dios desea para su pueblo como rey: alguien que cuide de quienes El le encomiende. Mejor la pequeñez que la grandeza; mejor un pastor con un bastón que un guerrero con armas. Con la debilidad de sus elegidos Dios confunde a los fuertes (1S 16,1-11).

Corren al campo y llevan a David ante el profeta. La voz del Señor le dice: "iEs el elegido! iAnda, úngelo!". Samuel toma el cuerno y lo derrama sobre la cabeza rubia de David. Con la unción, el espíritu de Yahveh, que había irrumpido ocasionalmente sobre los jueces, se posa para permanecer sobre David (1S 16,12-13; CEC 695). Es el espíritu que se ha apartado de Saúl, dejándole a merced del mal espíritu, que le perturba la mente (1S 16,14). Celebrado el sacrificio, Samuel se vuelve a Ramá y David regresa con su rebaño, donde se prepara a su misión de rey de Israel. Como pastor aprende a cuidar de los hombres que le serán confiados, cuidando ahora de las ovejas y corderos. Yahveh, que escruta al justo, examina a David en el pastoreo. Así el Señor aprecia el corazón de David con el ganado: "Quien sabe apacentar a cada oveja según sus fuerzas, será el que apaciente a mi pueblo". Así Yahveh "eligió a David su servidor, le sacó de los apriscos del rebaño, le tomó de detrás de las ovejas, para pastorear a su pueblo Israel, su heredad. El los pastoreaba con corazón perfecto, y con mano diestra los guiaba" (Sal 78,70-72).

Saúl, ya rechazado por Dios, y David, ya ungido para sustituirlo, son dos figuras unidas y contrapuestas. Sus vidas y sus personas seguirán unidas por mucho tiempo. Saúl, con su inestabilidad emocional, cae en depresiones al borde de la locura. Oscilando como un péndulo entre momentos de lucidez y disposiciones de ánimo oscuras, queriendo agradar a Dios y a los hombres, sólo logra indisponerse con todos. David, aún un muchacho, se presenta en la corte colmado del espíritu que ha abandonado a Saúl. Pero David no se presenta para suplantar a Saúl, sino para ayudarle en sus delirios con su música. La música, que David arranca al arpa, se difunde por la habitación como alas protectoras, serenando la mente turbada de Saúl. Sorprendido, le dice: "Me conforta tu música. Pediré a tu padre que te deje aún conmigo" (1S 16,14-22).

Una corriente de simpatía une a los dos. De este modo David se queda a vivir con Saúl, que llega a amarlo de corazón. Cada vez que le oprime la crisis de tristeza, David toma el arpa y toca para el rey. La música acalla el rumor de los sentidos y alcanza la fibras del espíritu con su poder salvador. David con su arpa es medicina para Saúl, pero su persona termina siendo la verdadera enfermedad de Saúl. La espada, colgada a la espalda del rey, brilla amenazadora. Cuando Saúl se siente bien despide a David, que vuelve a pastorear su rebaño. Cuando el mal espíritu asalta a Saúl, David es llamado y acude de nuevo a su lado (1S 16,23).


C) DAVID PERSEGUIDO POR SAÚL

Saúl, para responder al ataque de los filisteos, llama a las armas a sus mejores hombres. David, el pequeño, es excluido de nuevo. Sólo sus hermanos mayores van al campo de batalla. Con él no se cuenta en los momentos importantes. Es la historia del elegido de Dios, olvidado de los hombres por su insignificancia, pero amado y escogido por Dios para desbaratar los planes de los potentes. Un día Jesé manda a David a visitar a sus hermanos. Les lleva trigo tostado y unos panes, y también unos quesos para el capitán del ejército. Cuando llega al campamento, las tropas se hallan dispuestas en círculo, prontas para la batalla. Israel y los filisteos se encuentran frente a frente sobre dos colinas separadas por el valle del Terebinto. David descubre en el campamento de los filisteos a un guerrero de estatura gigantesca, con un yelmo de bronce en la cabeza y una coraza de escamas en el pecho. En una mano lleva la lanza y en la otra una flecha; le precede su escudero. La arrogancia de su desafio es un insulto ignominioso para Israel. A David le llega la voz atronadora de Goliat: "Elegid uno de vosotros que venga a enfrentarse conmigo. Si me vence, todos nosotros seremos esclavos vuestros; pero, si le derroto yo, vosotros seréis esclavos nuestros. Mandad a uno de vuestros hombres y combatiremos el uno contra el otro". Ante la figura y las palabras de Goliat, "Saúl y todo Israel" es presa del pánico (1S 17,1-11).

Goliat es la encarnación de la arrogancia, de la fuerza, de la violencia frente a la debilidad, que Dios elige para confundir a los engreídos. Pequeñez y grandeza se hallan frente a frente. Pero la pequeñez tiene a sus espaldas la mano de Dios, sosteniéndola. David no soporta el ultraje que se hace a Israel y a su Dios y exclama: "¿Quién es ese filisteo incircunciso para ofender a las huestes del Dios vivo?". Los soldados le cuentan: Todos los días sube varias veces a provocar a Israel. A quien lo mate el rey lo colmará de riquezas y le dará su hija como esposa, y librará de tributo a la casa de su padre. David replica: "El Señor me ayudará a liquidarlo". Alguien corre a referir a Saúl las palabras de David y el rey le manda a llamar. Cuando David llega a su presencia, confirma al rey sus palabras: "Tu siervo irá a combatir con ese filisteo". Saúl mide con la mirada a David y le dice con conmiseración: "¿Cómo puedes ir a pelear contra ese filisteo si tú eres un niño y él es un hombre de guerra desde su juventud?" (1S 17,26-33).

También Saúl se fija en la pequeñez de David, que considera desproporcionada para enfrentarse con la imponencia de Goliat. Pero David no se acobarda ante las palabras del rey, sino que con voz firme cuenta al rey y a los generales sus aventuras: "Cuando tu siervo estaba guardando el rebaño de su padre y venía el león o el oso y se llevaba una oveja del rebaño, yo salía tras él, le golpeaba y se la arrancaba de sus fauces, y si se revolvía contra mí, lo sujetaba por la quijada y lo golpeaba hasta matarlo. Tu siervo ha dado muerte al león y al oso, y ese filisteo incircunciso será como uno de ellos, pues ha insultado a las huestes del Dios vivo. El Señor, que me ha librado de las garras del león y del oso, me librará de la mano de ese filisteo" (1S 17,34-37). Para convencer al rey, David apela a su condición de pastor. El buen pastor cuida el rebaño, sabe defenderlo, combatiendo contra las fieras que lo atacan (Jn 10,11-13). Aunque Goliat se muestre como una bestia, un pastor puede enfrentarlo y arrojar su carne a las fieras.

Impresionado por el tono decidido con que habla David, el rey acepta que salga a combatir en nombre de Israel. Manda que vistan a David con sus propios vestidos, le pone un casco de bronce en la cabeza y le cubre el pecho con una coraza. Le ciñe su propia espada y le dice: "Ve y que Yahveh sea contigo". David sale de la presencia del rey, pero al momento vuelve sobre sus pasos. No quiere presentarse al combate con la armadura del rey, sino ir al encuentro del gigante como un simple pastor: "No puedo caminar con esto, me pesa inútilmente. A mí me bastan mis armas habituales" (1S 17,37-39). Para Saúl es necesaria la armadura; para David es superflua, un obstáculo. Uno confía en la fuerza, el otro pone su confianza en Dios. David se despoja de ella y sale en busca de Goliat con su cayado y su honda. David rechaza los símbolos del poder y la fuerza para enfrentarse al adversario con las armas de su pequeñez y la confianza en Dios, que confunde a los potentes mediante los débiles. Saúl y David muestran sus diferencias. El rey y el pastor. El "más alto" y el "pequeño". La espada y la honda. El rechazado por Dios y su elegido. Saúl, el fuerte, tiene miedo y no combate en defensa de su pueblo, pues no cuenta con Dios; David, en cambio, en su pequeñez, hace lo que debería hacer Saúl: como pastor ofrece su vida para salvar la grey del Señor.

Libre de la armadura de Saúl, David baja la pendiente de la colina. Al llegar al valle, que separa los dos campamentos, David recoge cinco piedras del torrente. Mientras avanza hacia el campamento filisteo, Goliat sale como de costumbre a insultar a Israel. Precedido de su escudero, Goliat avanza hacia David. Cuando le distingue a través de su yelmo, ve que es un muchacho y lo desprecia: "¿Acaso me tomas por un perro que vienes contra mí con un cayado? Si te acercas un paso más daré tu carne a las aves del cielo y a las fieras del campo" (1S 17,40-44). David le replica: "Tú vienes contra mí con espada, lanza y jabalina, pero yo voy contra ti en nombre de Yahveh Sebaot, Dios de los ejércitos de Israel, a quien tú has desafiado. Hoy mismo te entrega Yahveh en mis manos y sabrá toda la tierra que hay Dios para Israel. Y toda esta asamblea sabrá que no por la espada y por la lanza salva Yahveh, porque de Yahveh es el combate y os entrega en nuestras manos" (1S 17,45-47). Con la confianza puesta en Dios, el Señor de los últimos, que no necesita de ejércitos para derrotar a los enemigos, David se enfrenta a Goliat. El, el pastor, ahora se presenta como una oveja indefensa ante las fauces del león que desea devorarlo, pero que no lo logrará porque el verdadero pastor, el Señor de los ejércitos, arrancará la presa de su boca.

Ante las palabras de David, Goliat se enfurece y levanta los ojos al cielo con desprecio. Al levantar la cabeza descubre su frente. David se adelanta, corre a su encuentro, mete la mano en el zurrón, saca de él una piedra, la coloca en la honda, que hace girar sobre su cabeza y la suelta, hiriendo al filisteo en la frente; la piedra se le clava y cae de bruces en tierra. La boca, que ha blasfemado contra Dios, muerde el polvo. David corre hasta él y pone su pie contra la boca blasfema. Luego toma la espada misma de Goliat y con ella le corta la cabeza (1S 17,48-54). Una pequeña piedra ha bastado para derribar la montaña vacía de Goliat, montaña de arrogancia sin consistencia ante el Señor. Y, al final, de bruces y sin cabeza, Goliat queda en tierra como Dagón, el ídolo filisteo derribado en su mismo templo "por la presencia del arca del Señor" (1S 5,3-4). Ante el Señor cae la hueca potencia de la idolatría, derribada con la pequeña piedra de la fe. Los hijos de Israel prorrumpen en gritos de júbilo por la inesperada victoria, mientras que los filisteos se dan a la fuga. Israel se levanta y, lanzando el grito de guerra, persigue a los filisteos hasta sembrar el campo con su cadáveres.

Después de dar muerte a Goliat, la fama de David se divulga por todo el reino. David es cantado por las mujeres y amado por todo el pueblo. Cuando los soldados regresan victoriosos, la población les sale al encuentro con cantos de fiesta:

Saúl ha vencido a mil,
pero David a diez mil.

Esta aclamación provoca los celos del rey Saúl, envidioso del triunfo de David: "Han dado a David diez mil y a mí sólo mil. Sólo falta que le den el reino" (1S 18,6-9). Los celos le trastornan la razón y la rivalidad se hace irracional en su lucidez. La envidia se transforma en odio y deseo de venganza. Saúl, para alejar a David, le promueve como capitán de diez mil hombres y, con este ejército, vence muchas batallas contra los filisteos. David tiene éxito en todo lo que emprende, "pues Dios estaba con él" (1S 18,14). David se gana la amistad de Jonatán, hijo de Saúl y la mano de siu hija Mikal. David vuelve a tocar el arpa para calmar a Saúl. Pero un día, mientras toca con su mano el arpa, Saúl, que tenía en su mano la lanza, la arroja contra él. David la esquiva y la lanza va a incrustarse en la pared (1S 19,9-10). David está inerme ante el rey armado. La fuerza y la debilidad están frente a frente: el amor, hecho canto, frente a la violencia del odio y la envidia. David comprende que Saúl realmente desea matarlo y huye del palacio.

Así Saúl comienza a perseguir a David, que se ve obligado a huir a los montes. El Señor se compadece de él y lo salva. David, tiene muchas ocasiones en que puede matar a Saúl, pero no lo hace. David y sus hombres están escondidos en el fondo de una cueva, en la que entra Saúl, solo, a hacer sus necesidades. Los hombres de David le dicen: "Mira, éste es el día que Yahveh te anunció: Yo pongo a tu enemigo en tus manos, haz de él lo que te plazca". Pero David les replica: "Nunca me permita el Señor devolverle el mal que me hace. No alzaré mi mano contra el ungido del Señor. Yahveh será quien le hiera, cuando le llegue su día". David, el hombre según el corazón de Dios, rechaza la violencia y, una vez más, no se toma la justicia por su mano (1S 24). Como elegido, David espera la hora de Dios, sin querer anticiparla. Le duele el odio de Saúl, pero no puede dejar de amarlo como ungido del Señor. Pide dos cosas al Señor: "No me entregues, Señor, en manos de mis enemigos, y que Saúl no caiga en mis manos, para que no me asalte la tentación de matar a tu ungido" (1S 26; CEC 436).

Obsesionado por perseguir a David, Saúl se olvida de los filisteos, que vuelven a someter a Israel. En la batalla de Gelboé las tropas israelitas son aniquiladas, mueren los tres hijos de Saúl y él mismo, gravemente herido, se suicida. Cuando le llega la noticia de la muerte de Saúl, David llora por él y por su hijo Jonatán (2S 1).


D) DAVID, UN HOMBRE SEGÚN EL CORAZÓN DE DIOS

Después de la muerte de Saúl, David es consagrado rey de Judá y de Israel. Y lo primero que hace como rey es conquistar Jerusalén, que estaba en poder de los jebuseos y trasladar a ella el Arca del Señor. David y todo Israel "iban danzando delante del arca con gran entusiasmo", "en medio de gran alborozo"; "David danzaba, saltaba y bailaba" (2S 6,5.12.14.16). El gozo se traduce en aclamaciones de sabor litúrgico: "David y todo Israel trajeron el arca entre gritos de júbilo y al son de trompetas" (2S 6,15). El Señor está con David en todas sus empresas. Sus victorias sobre los enemigos son incontables (2S 8). Pero el rey se ha vuelto indolente y perezoso. Mientras envía a Joab con sus veteranos a combatir a los ammonitas, David pasa el tiempo durmiendo largas siestas, de las que se levanta a eso del atardecer. Y un día, ial atardecer!, David se levanta y se pone a pasear por la azotea de palacio. Entonces sus ojos caen sobre una mujer que se está bañando. David se queda prendado de ella y manda a preguntar por ella. Le informan: "Es Betsabé, hija de Alián, esposa de Urías, el hitita" (2S 11,1-4).

David sabe que la mujer está casada con uno de sus más fieles oficiales, que se encuentra en campaña. Sin embargo manda que se la traigan; llega la mujer y David se acuesta con ella, que acaba de purificarse de sus reglas. Después Betsabé se vuelve a su casa. Queda encinta y manda este aviso a David: "iEstoy encinta!". El rey de Israel, aclamado por todo el pueblo, el hombre según el corazón de Dios, se siente estremecer ante el mensaje. Pero no levanta los ojos al Señor. Para salvar su honor, intenta por todos los modos encubrir su delito. A toda prisa manda un emisario a Joab: "Mándame a Urías, el hitita" (2S 11,6).

Cuando llega Unías, para poder atribuirle el hijo que Betsabé, su esposa, ya lleva en su seno, le insta: "Anda a casa a lavarte los pies". Pero el soldado no es como el rey. No va a su casa. Duerme a la puerta de palacio, con los guardias de su señor. David se muestra amable. Ofrece a Urías obsequios de la mesa real. El rey insiste: "Has llegado de viaje, ¿por qué no vas a casa?". Unías, en su respuesta, marca el contraste entre David, que se ha quedado en Jerusalén, y el Arca del Señor y el ejército en medio del fragor de la batalla. Las palabras de Urías denuncian el ocio y sensualidad de David: "El Arca, Israel y Judá viven en tiendas; Joab, mi señor, y los siervos de mi señor acampan al raso, ¿y voy yo a ir a mi casa a comer, beber y acostarme con mi mujer? ¡Por tu vida y la vida de tu alma, no haré tal!" (2S 11,7-13).

Unías retorna al campo de batalla llevando en su mano, sin saberlo, su condena a muerte. Un pecado arrastra a otro pecado. David, por medio de Urías, manda a Joab una carta, en la que ha escrito: "Pon a Urías en primera línea, donde sea más recia la batalla y, cuando ataquen los enemigos, retiraos dejándolo solo, para que lo hieran y muera". Joab no tiene inconveniente en prestar este servicio a David; ya se lo cobrará con creces y David, chantajeado, tendrá que callar. A los pocos días, Joab manda a David el parte de guerra, ordenando al mensajero: "Cuando acabes de dar las noticias de la batalla, si el rey monta en cólera por las bajas, tú añadirás: Ha muerto también tu siervo Urías, el hitita" (2S 11,14-21).

El rey indolente y adúltero se ha vuelto también asesino. Al oír la noticia se siente finalmente satisfecho y sereno. Así dice al mensajero: "Dile a Joab que no se preocupe por lo que ha pasado. Así es la guerra: un día cae uno y otro día cae otro. Anímalo". Muerto Urías, David puede tomar como esposa a Betsabé y así queda resuelto el problema del hijo. Cuando pasa el tiempo del luto, David manda a por ella y la recibe en su casa, haciéndola su mujer. Ella le dio a luz un hijo (2S 11,22-27).

Ha habido un adulterio y un asesinato y David se siente en paz. El prestigio del rey ha quedado a salvo. Pero Dios se alza en defensa del débil agraviado. Ante su mirada no valen oficios ni dignidades. Y aquella acción no le agradó a Dios. En medio del silencio cómplice de los súbditos se alza una voz. El Señor envía al profeta Natán, que se presenta ante el rey y le cuenta una parábola, como si presentara un caso ocurrido, para que el rey dicte sentencia: "Había dos hombres en una ciudad, el uno era rico y el otro pobre. El rico tenía muchos rebaños de ovejas y bueyes. El pobre, en cambio, no tenía más que una corderilla, sólo una, pequeña, que había comprado. El la alimentaba y ella iba creciendo con él y sus hijos. Comía de su pan y bebía en su copa. Y dormía en su seno como una hija. Pero llegó una visita a casa del rico y, no queriendo tomar una oveja o un buey de su rebaño para invitar a su huésped, tomó la corderilla del pobre y dio de comer al viajero llegado a su casa". A David, que ha logrado acallar su conciencia, ahora, con la palabra del profeta, se le despierta y exclama: "iVive Yahveh! que merece la muerte el hombre que tal hizo". Entonces Natán, apuntándole con el dedo, da un nombre al rico de la parábola: "iEse hombre eres tú!" (2S 12,1-7).

La palabra del profeta es más tajante que una espada de doble filo; penetra hasta las junturas del alma y el espíritu; desvela sentimientos y pensamientos. Nada escapa a su luz. Es a ella a quien David tiene que dar cuenta. David no ha ofendido sólo a Urías, sino que ha ofendido a Dios, que toma como ofensa suya la inferida a Urías. Así dice el Señor, Dios de Israel: "Yo te ungí rey de Israel, te libré de Saúl, te di la hija de tu señor, puse en tus brazos sus mujeres, te di la casa de Israel y de Judá, y por si fuera poco te añadiré otros favores. ¿Por qué te has burlado del Señor haciendo lo que El reprueba? Has asesinado a Urías, el hitita, para casarte con su mujer. Pues bien, no se apartará jamás la espada de tu casa, por haberte burlado de mí casándote con la mujer de Urías, el hitita, y matándolo a él con la espada ammonita. Yo haré que de tu propia casa nazca tu desgracia; te arrebataré tus mujeres y ante tus ojos se las daré a otro, que se acostará con ellas a la luz del sol. Tú lo hiciste a escondidas, yo lo haré ante todo Israel, a la luz del día". Ante Dios y su profeta David confiesa: "iHe pecado contra el Señor!" (2S 12,8-13).

La palabra de Dios penetra en el corazón de David y halla la tierra buena, el corazón según Dios, y da fruto: el reconocimiento y confesión del propio pecado abre la puerta a la misericordia de Dios. La miseria y la misericordia se encuentran. El pecado confesado arranca el perdón de Dios: "El Señor ha perdonado ya tu pecado. No morirás" (2S 12,13). Cumplida su misión, Natán vuelve a casa. Y David, a solas con Dios, arranca a su arpa los acordes más sinceros de su alma: "Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa..." (Sal 51).

Natán escucha la confesión de David y le anuncia el perdón del Señor. Pero el pecado siempre tiene sus consecuencias amargas: "Has asesinado. La espada no se apartará jamás de tu casa. En tu propia casa encontrarás tu desgracia. Y lo que tú has hecho a escondidas, te lo harán a ti a la luz del día" (2S 12,10,12). David no olvidará su pecado. Lo tiene siempre presente. Y no es sólo el adulterio o el asesinato. A la luz de este doble pecado, David entra dentro de sí y ve su vida de pecado, "desde que en pecado lo concibió su madre". Desde lo hondo de su ser grita a Dios: "Señor, ¿quién conoce sus propios extravíos? Líbrame de las faltas ocultas" (Sal 19,13).

Desde su pecado, David comprende que los juicios del Señor son justos. Su arrogancia cede ante el Señor, que le hace experimentar la muerte que ha sembrado su pecado. El niño, nacido de su adulterio, cae gravemente enfermo. David, entonces, suplica a Dios por el niño, prolongando su ayuno y acostándose en el suelo: "Señor, he pecado y es justo tu castigo. Pero no me corrijas con ira, no me castigues con furor. Yahveh, ¿hasta cuando? Estoy extenuado de gemir, cada noche lavo con mis lágrimas el lecho que manché pecando con Betsabé. Mira mis ojos hundidos y apagados, y escucha mis sollozos" (Sal 6). Siete días ha orado y ayunado David, hasta que al séptimo día el niño murió. Entonces David se lavó, se ungió y se cambió de vestidos. Se fue al templo y adoró al Señor; luego volvió al palacio y pidió que le sirvieran la comida. Los servidores, sin entender la conducta del rey, le sirvieron y él comió y bebió. Luego se fue a consolar a Betsabé, se acostó con ella, que le dio un hijo. David le puso por nombre Salomón, amado de Yahveh. Este hijo era la garantía del perdón de Dios. Cuando en su interior le asalten los remordimientos y las dudas sobre el amor de Dios, Salomón será un memorial visible de su amor, figura del Mesías (2S 12,15-25).

Cuando David se establece en su casa y Dios le concede paz con todos sus enemigos, llama al profeta Natán y le dice: "Mira, yo habito en una casa de cedro mientras que el Arca de Dios habita bajo pieles. Voy a edificar una casa para el Señor". Pero aquella misma noche vino la palabra de Dios a Natán: "Anda, ve a decir a mi siervo David: Así dice el Señor: ¿Eres tú quien me vas a construir una casa para que habite en ella? Desde el día en que saqué a Israel de Egipto hasta hoy no he habitado en una casa, sino que he ido de acá para allá en una tienda. No he mandado a nadie que me construyera una casa de cedro. En cuanto a ti, David, siervo mío: Yo te saqué de los apriscos, de detrás las ovejas, para ponerte al frente de mi pueblo Israel. He estado contigo en todas tus empresas, te he liberado de tus enemigos. Te ensalzaré aún más y, cuando hayas llegado al final de tus días y descanses con tus padres, estableceré una descendencia tuya, nacida de tus entrañas, y consolidaré tu
reino. Él, tu descendiente, edificará un templo en mi honor y yo consolidaré su trono real para siempre. Yo seré para él padre y él será para mí hijo. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia" (2S 7,1-17).

Al escuchar esta profecía de labios de Natán, David se postra ante el Señor y dijo: "¿Quién soy yo, mi Señor, para que me hayas hecho llegar hasta aquí? Y, como si fuera poco, haces a la casa de tu siervo esta profecía para el futuro. ¡Realmente has sido magnánimo con tu siervo! iVerdaderamente no hay Dios fuera de ti! Ahora, pues, Señor Dios, mantén por siempre la promesa que has hecho a tu siervo y a su familia. Cumple tu palabra y que tu nombre sea siempre memorable. Ya que tú me has prometido edificarme una casa, dígnate bendecir la casa de tu siervo, para que camine siempre en tu presencia. Ya que tú, mi Señor, lo has dicho, sea siempre bendita la casa de tu siervo, pues lo que tú bendices queda bendito para siempre" (2S 7,18-29).

Salomón, don de Dios a David, como señal de paz tras su pecado, es el "rey pacífico" (1Cro 22,9; Si 47,12), símbolo del Mesías, el hijo de David, el "Príncipe de paz", anunciado por Isaías (9,5). San Agustín comenta: Cristo es el verdadero Salomón, y aquel otro Salomón, hijo de David, engendrado de Betsabé, rey de Israel, era figura de este Rey pacífico. Es El quien edifica la verdadera casa de Dios, según dice el salmo: "Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los constructores" (Sal 127). Salomón, hijo y sucesor de David (1R 1,28-40), recoge la promesa de Dios a su padre, que él mismo oye repetida: "Por este templo que estás construyendo, yo te cumpliré la promesa que hice a tu padre David: habitaré entre los israelitas y no abandonaré a mi pueblo Israel". Cuando el templo estuvo terminado, Salomón hizo llevar a él las ofrendas que había preparado su padre: plata, oro y vasos, y los depositó en el tesoro del templo, bendicienido al Señor: "iBendito sea el Señor, Dios de Israel! Que a mi padre, David, con la boca se lo prometió y con la mano se lo cumplió" (1R 8,15). Este templo es tipo y figura de la futura Iglesia, que es el cuerpo del Señor, tal como dice en el Evangelio: "Destruid este templo y yo lo levantaré en tres días". Cristo, verdadero Salomón, se edificó su templo con los creyentes en él, siendo El la piedra angular y los cristianos las "piedras vivas" del Templo (1P 2,4-5).

La promesa de Dios y la súplica de David suscitó en Israel una esperanza firme. Incluso cuando desaparece la monarquía esta esperanza pervive. Podían estar sin rey, pero, algún día, surgiría un descendiente de David para recoger su herencia y salvar al pueblo. Esta esperanza contra toda esperanza, fruto de la promesa gratuita de Dios, basada en el amor de Dios a David, se mantuvo viva a lo largo de los siglos. La promesa de Dios es incondicional. El Señor no se retractará. El rey esperado, el hijo de David, no será un simple descendiente de David. Será el Salvador definitivo, el Ungido de Dios, el Mesías (Is 11,1-9; Jr 23,5-6; Mi 5,1-3).

David es figura del Mesías. "Es el hombre según el corazón de Dios" (1S 13,14; Hch 13,22). Con el barro de David, profundamente pasional y carnal, circundado de mujeres, hijos y personajes que reflejan sus pecados, Dios plasma el gran Rey, Profeta y Sacerdote, el Salmista cantor inigualable de su bondad. Los salmos exaltan al rey futuro, el Mesías, el Rey salvador (Sal 89; 131). David, el rey pastor, encarna, en figura, al Rey Mesías: potente en su pequeñez, inocente perseguido, exaltado a través de la persecución y el sufrimiento, siempre fiel a Dios que le ha elegido. De las entrañas de David saldrá el Ungido que instaurará el reino definitivo de Dios. El "hijo de David" será el "salvador del mundo", como testimonia todo el Nuevo Testamento (Mt 1,1ss; 9,27; 20,30-31; 21,9; Le 1,78-79; Jn 8,12; 1P 2,9; 2Co 4,6; Ap 5,5; 22,16...).

David, el más pequeño de los hermanos, es el elegido por Dios como rey. Dios confunde con los débiles a los fuertes (1Co 1,27-29). Esta actuación de Dios culmina en el Mesías, prefigurado en David, que nace como él en la pequeña ciudad de Belén y en la debilidad de la carne; en su kénosis hasta la muerte en cruz realiza la salvación de la muerte y el pecado. A Juan, que llora ante la impotencia de abrir el libro de la historia, sellado con siete sellos se le anuncia: "No llores más. Mira que ha vencido el león de la tribu de Judá, el vástago de David, y él puede abrir el libro y los siete sellos" (Ap 5,5).

Gabriel anuncia a María que Jesús será rey y heredará el trono de David. Zacarías espera que la fuerza salvadora suscitada en la casa de David acabe con los enemigos y permita servir al Señor en santidad y justicia. Los ángeles lo aclaman como salvador, aunque haya nacido en pobreza, débil como un niño: "Hoy os ha nacido en la ciudad de David el Salvador, el Mesías y Cristo" (Lc 2,11). Simeón lo ve como salvador y luz de las naciones. Pedro lo confiesa como el Mesías, Hijo de Dios. También lo hace Natanael: "Maestro tú eres el hijo de Dios, el rey de Israel" (Jn 1,49). Cada día podemos cantar con Zacarías:

"Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, suscitando una fuerza de salvación en la Cala de David, su siervo, según lo había predicho desde antiguo por boca de sus santos profetas" (Lc 1,68-70).