PARUSÍA


A) VENIDA DE CRISTO EN PODER Y GLORIA

Con Cristo se ha puesto en marcha una nueva era de la historia de la salvación: "la plenitud de los tiempos". Él presentó a Dios el sacrificio aceptable que lleva a plenitud la salvación en nombre de toda la humanidad. En Cristo, don del Padre al hombre y al mundo, el hombre y el mundo encuentran su plenitud escatológica. De ahora en adelante, toda la humanidad está frente a El, a fin de participar en esta salvación, hasta convertirse ella misma en expresión sacramental de la salvación. Pero ello será plenamente realizado sólo al final de los tiempos, cuando los hijos de Dios sean recibidos en la gloria plena y Dios sea todo en todos.

La escatología tiene su fundamento en el misterio pascual de Cristo; la escatología es Cristo muerto y resucitado y la comunión del cristiano con El, ya realizada por el bautismo y la potencia del Espíritu Santo. El bautismo inaugura nuestra comunión con Cristo y la Parusía la consuma. Pero ya ahora poseemos una "prenda de nuestra herencia" (Ef 1,14) como garantía de la herencia total; Dios ha infundido "las arras del Espíritu en el corazón de los fieles" (2Co 1,22). La Iglesia es el Reino de Dios en su fase germinal. Por eso tiende a la consumación gloriosa de este Reino, que ella tiene la misión de anunciar y establecer entre los hombres (CEC 541).

La Iglesia vive su misterio en Cristo Señor. Pertenece a la etapa de la historia abierta por la Pascua y orientada a la consumación de todas las cosas en la gloria de la Parusía. Tiempo de camino hacia la plenitud. Tiempo del Espíritu de Pentecostés, actuando la salvación en el mundo. El Espíritu Santo, que habita en ella y la vivifica, le comunica la vida de Cristo, implantando en ella el germen de la gloria, pero siempre dentro del dinamismo de la Pascua, haciéndola pasar por la muerte a la vida. La Iglesia es, al interior de la humanidad, el signo sacramental del acontecimiento Muerte-Resurrección de Cristo. En ella el Espíritu Santo hace que la "una vez por todas" del acto de Cristo permanezca eficiente en el mundo hasta el fin de los tiempos.

La Escritura alude al momento final de la historia con diversas expresiones. Pero la más específica es la palabra parusía (Mt 24,3.27.37.39; 1Ts 2,19; 3.13; 2Ts 2,1.8; 2P 1,16; 3,4.12; lJn 2,28). Se trata de una palabra griega, que significa presencia o llegada de una persona o de un acontecimiento. Se usa para expresar una manifestación solemne, triunfal, festiva. En el Nuevo Testamento se usa para designar la venida gloriosa de Cristo al final de los tiempos. La parusía, pues, hace referencia al final del mundo. Este fin del mundo implica una nueva creación, pues la parusía está unida con la resurrección (lTs 4,15;1Co 15,23) y con el juicio (lTs 5,23; St 5,7.8.). La venida de Cristo pone en marcha todo el proceso de la consumación final: la resurrección de los muertos y el juicio, que comporta la destrucción de los enemigos, el fin del mundo presente y la nueva creación en la que Dios "será todo en todo" (1Co 15). La parusía de Cristo es con toda verdad venida en poder y gloria. Por ello comporta, por un lado, la derrota de los poderes adversos y, por otro, la glorificación de quienes ya ahora pertenecen a Cristo.

Cristo murió y resucitó para ser Señor de muertos y vivos (Rm 14,9). La Ascensión de Cristo a los cielos significa su participación, en su humanidad, en el poder de Dios mismo. Jesucristo es Kyrios, Señor, con poder en los cielos y en la tierra. El Padre "sometió bajo sus pies todas las cosas" (Ef 1,20-22). Cristo es el Señor del cosmos (Ef 4,10;1;1Co 15,24.27-28). En Él, la historia de la humanidad e incluso toda la creación encuentran su recapitulación (Ef 1,10), su cumplimiento transcendente. La parusía, consumando la historia, le da cumplimiento y revela su fmalidad: "Esta será la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y resucitarán" (Jn 5,28-29). Cristo vendrá en su gloria acompañado de todos sus ángeles y serán congregadas delante de Él todas las naciones. Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios (Jn 12,49).

El Juicio final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o dejado de hacer durante su vida terrena. El Padre, -único que conoce el día y la hora, pues sólo El decide su advenimiento-, pronunciará, por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último. El juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte (Ct 8,6; CEC 1038-1040.).

Por ello el Reino de Cristo, presente ya en la Iglesia, no está aún acabado. Espera el advenimiento a la tierra, "con gran poder y gloria" (Lc 21,27; Mt 25,31), del Rey. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (2Ts 2, 7), a pesar de que estos poderes han sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (lCo 15,28), la "Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto, esperando la manifestación de los hijos de Dios" (LG 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (lCo 11,26), que se apresure el retorno de Cristo (2P 3,11,12), suplicando: "Ven, Señor, Jesús" (lCo 16,22; Ap 22,17-20).

Pero "hasta que el Señor venga en su esplendor con todos sus ángeles y, destruida la muerte, tenga sometido todo, sus discípulos, unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; mientras otros están ya glorificados, contemplando claramente a Dios mismo, Uno y Trino, tal cual es" (LG 49). Todos, sin embargo, participamos de la misma vida de Dios y cantamos unidos el mismo himno de alabanza a nuestro Dios. Pues "la unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe. Más aún, según la constante fe de la Iglesia, se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales" (LG 49).

Junto al término parusía, el Nuevo Testamento se refiere al acontecimiento final con la expresión "el Día del Señor" (lTs 5,2; 2Ts 2,2; lCo 5,5), en sus diversas formas: "el Día de nuestro Señor Jesucristo" (lCo 1,8), "el Día de nuestro Señor Jesús" (2Co 1,14), "el Día de Cristo" (F1p 1,10;2,16) o, simplemente "el Día" (lCo 3,13; Rm 2,16; 2Tm 1,18; 4,8). El Día del Señor designa fundamentalmente el juicio escatológico (lCo 1,8; 3,13;5,5; F1p 1,10; 2,16; 2Tm 1,18). Pero designa también la consumación de la obra salvífica inaugurada ya en la encarnación, muerte y resurrección de Cristo (F1p 1,6; 2Tm 4,8), así como el aspecto de manifestación triunfal de Cristo (Lc 17,24), esperada por los creyentes con gozosa expectación (2Co 1,14; Rm 13,12; Hb 10,25). Complementaria de esta expresión es la fórmula propia de los sinópticos: "venida del Hijo del hombre" (Mc 13,26; 14,62; Mt 10,23; 16,27; 24,44; 25,31; Lc 12,40; 18,8), que procede del libro de Daniel (c.7) y evoca también preferentemente el juicio. Pero evoca igualmente el carácter solemne de la venida del Señor con poder y gloria, manifestándose en las nubes rodeado de ángeles (Mc 13,26s; 14,62; Ap 1,7).

El Nuevo Testamento se sirve además de otras palabras para designar la parusía, como epifanía, manifestación y apocalipsis. Pablo, en sus cartas pastorales habla sobre todo de epifanía, refiriéndose indistintamente a la primera aparición de Cristo en la encarnación (2Ts 1,10; Tt 2,11; 3,4) o a su venida final (lTm 6,14; 2Tm 4,1.8; Tt 2,13). Más tarde los Padres, inspirados en estos textos hablan de las dos venidas de Cristo, una en la debilidad de la carne y otra con poder y majestad. Pero, la venida gloriosa del Señor, con poder y majestad, no suscita el temor en los cristianos, sino la expectación gozosa, una feliz esperanza: "Porque se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres, vivimos aguardando la feliz esperanza y la Manifestación de la gloria del gran Dios.y Salvador nuestro Jesucristo" (Tt 2,11-13). Como variante de epifanía se usan los términos apocalipsis y manifestación (1Co 1,7; 1P 1,7.13; 4,13), expresando el carácter glorioso de la manifestación del Señor. La vida cristiana se caracteriza por la esperanza de participar en la gloria de la parusía (1P 1,5; 5,1; Col 3,4)).


B) INMINENCIA DE LA PARUSÍA

Desde la Ascensión, el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente (Ap 22,20), aun cuando "no nos toca a nosotros conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad" (Hch 1,7; Mc 13,32). Este advenimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento (Mt 24,44; lTs 5,2), pues tal acontecimiento está en las manos de Dios (2Ts 2,3-12), que sólo espera el día en que esté completo el número de sus elegidos (Ap 7,1-8). Entonces el Hijo podrá entregar todas las cosas a su Padre (1Co 15,24).

Es preciso estar preparado, vigilante, porque el Señor viene "como un ladrón", cuando menos se espere. No se puede dormir, quedarse sin aceite, porque viene y cierra la puerta del banquete. Sólo quien no conoce su amor puede vivir despreocupado u ocupado en otros afanes. Puede incluso burlarse de los creyentes, que esperan a que su Señor vuelva, diciendo: "¿Dónde está la promesa de su venida? Desde que murieron nuestros padres todo sigue igual" (2P 3,4). Pero se equivocan; la parusía está cerca, puede acontecer en cualquier momento; sólo que su cercanía no puede medirse en días o años humanos, porque Dios tiene otra medida: "ante el Señor un día es como mil años y mil años como un día. El Señor, pues, no tarda en cumplir la promesa, como algunos creen, sino que usa de paciencia con vosotros, pues no quiere que ninguno perezca, sino que a todos da tiempo para la conversión. Esta magnanimidad del Señor, juzgadla como salvación" (2P 3,8-15).

"El Reino de Dios viene sin dejarse sentir" (Lc 17,20), "porque, como relámpago fulgurante que brilla de un extremo al otro del cielo, así será el Hijo del hombre en su Día". Por ello, esperarlo velando es la actitud del cristiano para que en la parusía pueda estar en pie ante el Señor: "Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida, y venga aquel Día de improviso sobre vosotros, como un lazo; porque vendrá sobre todos los que habitan toda la faz de la tierra. Estad en vela, pues, orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está para venir, y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre" (Lc 21,34-36).

A esta luz la vida humana aparece como el tiempo de la sementera, tiempo ordenado a la cosecha que tendrá lugar en la parusía del Señor: "No os engañéis: de Dios nadie se burla; lo que cada uno siembra, eso cosechará. Quien siembra en la carne cosechará corrupción; mas quien siembre en el Espíritu, del Espíritu cosechará vida eterna. Así, pues, no nos cansamos de obrar el bien, sabiendo que, si no desistimos, al tiempo oportuno, cosecharemos" (Ga 6,7-9). Quien siembra en la carne se presentará ante el Señor en su venida con la cosec'ha de "fornicaciones, impurezas, libertinaje, idolatrías, supersticiones, enemistades, discordias, divisiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas parecidas, y no podrá heredar el Reino de Dios" (Ga 5,19-21). En cambio, el que camina en el Espíritu, guiado por el Espíritu, se presentará ante el Señor con el fruto del Espíritu: "amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí" (Ga 5,22).

La venida del Mesías glorioso está vinculada al reconocimiento de Jesús como Mesías por Israel (Rm 11,26; Mt 23,39) y al desvelamiento del misterio de iniquidad en la prueba final de la Iglesia, que sacudirá la fe de numerosos creyentes (Lc 18,8; Mt 24,12; Lc 21,12; Jn 15,19-20; 2Ts 2,4-12; lTs 5,2-3; 2Jn 7; lJn 2,18.22). La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su resurrección (Ap 19,1-9). El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (Ap 13,8) en forma de un proceso creciente, sino por una intervención de Dios, que triunfará sobre el último desencadenamiento del mal (Ap 20,7-10) y hará descender desde el cielo a su Esposa (Ap 21,2-4). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (Ap 20,12) después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (2P 3,12-13; CEC 668-677).

Como la conversión de Israel es un signo precursor de la parusía, a los judíos de Jerusalén, San Pedro, después de Pentecostés, les dice: "Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus profetas" (Hch 3,19-21). Y San Pablo le hace eco: "Si su reprobación ha sido la reconciliación del mundo ¿qué será su readmisión sino una resurrección de entre los muertos?" (Rm 11,5). Judíos y gentiles unidos en Cristo "harán al Pueblo de Dios llegar a la plenitud de Cristo" (Ef 4,13; CEC 674).

La Parusía del Señor estará precedida además por el enfriamiento de la fe (Lc 18,8), por la aparición del Anticristo (2Ts 2,lss; lJn 2,18-22; 4,1-4;2; Jn 7-9), por la predicación del Evangelio a todas las naciones (Mt 24,14). Pero estos signos no son señales que nos permitan conocer "el día o la hora", que el Señor no ha querido darnos a conocer. Pero sí son una invitación a la perseverancia en la fidelidad, para que, cuando el Señor venga, no nos encuentre sin fe, dado que los poderes, que se oponen al reino de Dios, —el Anticristo como oposición a Cristo—, nos amenazan. Y, mientras llega la parusía del Señor, en el tiempo intermedio, la misión del cristiano es la evangelización de las naciones, esperando también la conversión del pueblo de Israel, que sigue siendo el pueblo elegido, a pesar de su oposición al evangelio. La fidelidad de Dios es más fuerte que la infidelidad del hombre (Rm 11). En Cristo se ha alargado la elección de Dios a todas las naciones. La unidad original del género humano ha sido restablecida en Cristo.

Cristo, cumplimiento del designio de Dios, entra en este combate con el Impío, que es llamado ahora el Anticristo. Su derrota final será el preludio de la venida gloriosa del Hijo del hombre. Pero la aparición de "falsos cristos" inducirá, con sus seducciones, a los hombres a la apostasía (Mc 13,5s.21ss; Mt 24,11). En los últimos tiempos, el Adversario, al verse perdido, tomará, con impiedad, los rasgos del mismo Señor para llevar a la perdición a los hombres. Su manifestación precederá la parusía de Jesucristo, que con su llegada lo aniquilará (2Ts 2,3-12).

El Apocalipsis presenta al Adversario con rasgos de bestias: una blasfema contra Dios, se hace adorar y persigue a los verdaderos creyentes (Ap 13,1-10); la otra remeda al Cordero, obrando prodigios engañosos con los que seduce a los hombres para que adoren a la otra bestia (Ap 13,11-18). En la cartas de San Juan hallamos concretizado al Anticristo: quien niega que Jesús es Cristo, negando así al Padre y al Hijo (lJn 2,22), quien no confiese a Jesucristo venido en la carne (lJn 4,3; 2Jn 7) ése es el seductor, el Anticristo. Por la doble vía de la persecución y de la seducción el Adversario trata de hacer abortar el designio de salvación de Dios. "El Cordero, como es Señor de señores y Rey de reyes, le vencerá en unión con los suyos, los llamados y elegidos y fieles" (Ap 17,14). A estos testigos fieles les hará partícipes de su victoria, "concediéndoles sentarse conmigo en mi trono" (Ap 3,21).

En la consideración de la dimensión escatológica de la Iglesia hay que añadir que la Iglesia es una realidad mayor que la fracción de la misma que trabaja, gime y sufre aquí en la tierra; su parte más viva es la que ya reina con Cristo en la gloria (LG 49-50). Los santos nos testimonian que Dios ha sido fiel a su promesa. La Iglesia, en esa porción de ella misma que ha acabado su carrera y ha obtenido la recompensa, constituye la esposa perfectamente santa, que ha respondido plenamente a la llamada del Esposo. Aquí es donde el culto de los santos adquiere todo su sentido. Recuerda la fidelidad de Dios a sus promesas. Dios, realmente, nos ha dado el Espíritu; realmente ha cambiado el corazón indócil del hombre en un corazón dócil y fiel; realmente ha santificado a los hombres. Los santos testimonian a la Iglesia peregrina que la salvación anunciada se ha cumplido de verdad; que la Esposa ha sido fiel al Esposo; que Dios ha sido fiel, que su gracia es eficaz. La sangre de Cristo no se ha derramado en vano.

Entre los santos, la Lumen gentium destaca a María, que es la imagen y el comienzo de lo que será la Iglesia en su forma acabada. María es el icono escatológico de la Iglesia. La gloria a que María ha sido elevada está destinada a toda la Iglesia. La asunción de María es el comienzo, el símbolo, la prefiguración de lo que va a suceder a toda la Iglesia. María es el tipo de la Iglesia: en ella se manifiesta la seguridad que tenemos en Cristo; su suerte concretiza y evoca nuestro destino común. San Pablo, hablando de la resurrección, nos presenta a Cristo como el nuevo Adán, el celestial, cuya imagen llevamos, del mismo modo que llevamos la imagen del primero (1Co 15,45-49). "Y como en Adán hemos muerto todos, así también seremos todos vivificados. Pero cada uno a su tiempo; el primero Cristo; luego los de Cristo, cuando Él venga" (1Co 15,22-23). Toda la Iglesia tendrá que esperar hasta la Parusía, pero María, la nueva Eva, ya está íntimamente unida al Esposo. Y mientras el pueblo de Dios camina, en la espera del advenimiento del día del Señor, la Virgen María alienta nuestra esperanza, como signo escatológico del Reino.


C) EN LA ESPERA DE LA PARUSÍA

La parusía del Señor implica el juicio escatológico. Toda intervención de Dios en la historia conlleva un juicio. Su intervención supone siempre un doble aspecto: salvífico y judicial. Pero la prioridad, en las intervenciones de Dios, la tiene el carácter salvífico. El juicio que Dios hace es, fundamentalmente, para la salvación. Las victorias de Israel, manifestaciones del poder de Yahveh, eran siempre juicios: condena de los enemigos y salvación de su pueblo. Yahveh juez es el salvador de su pueblo (Jc 11,27; 2S 18,31; Dt 33,21). Dios juez como salvador aparece también en el Nuevo Testamento (Mt 25,31ss; Lc 10,18; 2Ts 2,8; 1Co 15,24-28). El juicio de Dios es la victoria de Cristo sobre los poderes del mal. Así en el Credo aparecen siempre unidos la venida de Cristo y el juicio. La parusía es, al mismo tiempo, la instauración plena del Reino de Dios y el juicio del señor de este mundo.

El juicio es, pues, la intervención decisiva y consumadora de Cristo salvador, que comenzó su lucha al comienzo de su vida en el desierto. La sentencia del Padre le acredita como Hijo y Señor ante todos los hombres, que podrán contemplarlo victorioso. Este juicio provoca en el creyente en Cristo el gozo del triunfo de su Señor: "En esto ha llegado el amor a su plenitud en nosotros, en que tengamos confianza en el día del juicio...Y no hay temor en el amor, sino que el amor expulsa el temor". (lJn 4,17-18).

Por ello, la comunidad cristiana primitiva se ha sentido firmemente atraída por la esperanza de la parusía del Señor. Esta esperanza penetra en todas las esferas de la vida cristiana. En primer lugar, se manifiesta en la celebración de la Eucaristía, como aparece en los relatos de la institución (Mt 26, 29; Mc 14,25; Lc 22,16-18) y en la alegría de la fracción del par\ de la comunidad de Jerusalén (Hch 2,46). La Eucaristía se celebra como memorial de Cristo "hasta que El vuelva". En la Eucaristía la comunidad proclama la fe en Cristo presente y la esperanza en su vuelta, con el maranathá (1Co 16,22; Ap 22,20). Así la Eucaristía es vista como anticipación del banquete del Reino, como un gustar durante el tiempo de peregrinación lo que será permanente al final de los tiempos.

Este gustar el Reino en sus primicias alimenta la esperanza y el deseo de su consumación: como el Señor ha venido ahora entre nosotros, respondiendo a la oración sacramental de la asamblea, así vendrá con gloria al término de la historia, acogiendo la invocación de la Iglesia que anhela su presencia gloriosa y manifiesta. Así, en toda celebración eucarística, la comunidad de creyentes reafirma su esperanza en la venida gloriosa de Cristo, a la vez que confiesa su fe en la presencia actual bajo las especies sacramentales.

La Didajé recoge el maranathá de la celebración (10,6) y termina con la evocación de la venida del Señor "en las nubes del cielo". Los Símbolos han recogido desde el principio la fe en la venida gloriosa de Cristo con la fórmula "ha de venir a juzgar". Este "venir a juzgar" equivale a venir en poder, como se especificará más tarde: "ha de venir con gloria a juzgar". En los Padres es constante la predicación de la esperanza escatológica.

Y el Concilio Vaticano II, en su vuelta a las fuentes, ha señalado la importancia de la Parusía para la fe y la vida de la Iglesia. En los números 48 y 49 de la Lumen Gentium recoge los más importantes elementos de la doctrina neotestamentaria y patrística sobre la Parusía: la existencia cristiana como vigilancia, el carácter triunfal de la venida de Cristo y, por tanto, la actitud de gozosa y confiada expectación con que los cristianos viven su vida actual. La parusía como plenitud y cumplimiento de la obra comenzada, en la Iglesia y en cada fiel cristiano, sólo "alcanzará su consumación" al final de la historia. El Reino de Dios "ya presente se consumará en la venida del Señor" (GS 39). La constitución sobre la liturgia señala que la participación en el culto litúrgico entraña la expectación de la manifestación final de Cristo, nuestra vida (SC 8). Y los nuevos textos litúrgicos recuperan la aclamación escatológica del maranathá: "iVen, Señor Jesús!".


D) PARUSÍA GLORIOSA DE LOS CRISTIANOS

La Parusía del Señor es la manifestación plena, la desvelación de la obra realizada en Cristo. Es su presentación como Señor, victorioso sobre Satanás y sobre la muerte. Es la parusía del Resucitado. Así la parusía mostrará a todos que la muerte del Gólgota fue una victoria y no una derrota. El velo que cubre la realeza de Cristo se rasgará, desaparecerá la fe y le veremos cara a cara; hasta los que le traspasaron, le verán.

Pero la parusía no será sólo manifestación, será también el cumplimiento pleno del triunfo de Cristo. La parusía es el momento de la cosecha, de la que la resurrección de Cristo es primicia. Cristo Cabeza, ya resucitado y sentado a la derecha del Padre, unirá a sí mismo su cuerpo, la Iglesia, los cristianos con sus cuerpos gloriosos. Ante el Padre se presentará el Cuerpo total de Cristo. La resurrección de Cristo y la resurrección de los "que son de Cristo" es el acontecimiento final de su venida gloriosa (1Co 15,20-28). Así, pues, la venida gloriosa de Cristo supone una novedad, que Pablo hace consistir en que Cristo "nos manifestará a nosotros gloriosos con El" (Col 3,4), colocándonos "la corona inmarcesible de gloria" (1P 5,6), es decir, "seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es" (lJn 3,2). Y con la manifestación de los hijos de Dios, la creación entera se verá liberada de la esclavitud, siendo recreada como "nueva creación".

La esperanza de la Parusía del Señor es la espera de la epifanía plena de su gloria (Tt 2,13), hecha ya presente en su resurrección y ascensión al cielo, y de la que nos hace ya participar incorporándonos a su muerte y resurrección (lTs 4,17; 5,9; 2Co 4,16-18; 5,2-4.15). Pero esta participación en su gloria pasa, en el cristiano, por la confrontación con la muerte, por la entrega de sí mismo a la muerte en unión con Cristo, para participar de su victoria sobre la muerte, inicialmente en la tierra, y de forma plenamente consumada en la resurrección de la carne (1Co 15; Flp 3,8-11). En efecto, la resurrección de los muertos, en el "último día" (Jn 6,39-40.44.45; 11,24), "al fin del mundo" (LG 48), está íntimamente asociada a la parusía de Cristo: "Nosotros, los que vivimos, los que quedemos hasta la Venida del Señor, no nos adelantaremos a los que murieron. El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar. Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos, al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor" (lTs 4,15-17; CEC 1001).

El cristiano, unido a Cristo por el bautismo (Col 2,12), participa ya realmente de la vida celeste de Cristo, pero esta gloria está oculta y no llegará a ser manifiesta y gloriosa sino en la Parusía: "Porque habéis muerto y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios, cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con Él" (Col 3,3-4). El Señor se ha ido a prepararnos un sitio en la casa del Padre; cuando lo haya preparado "volveré y os traeré conmigo, para que donde yo esté estéis también vosotros" (Jn 14,2-3).

Al cumplirse la promesa, la parusía revelará lo que todavía está oculto en la historia. A la luz de Cristo glorioso quedará de manifiesto la verdad de cada ser. La justicia de Dios se hará patente y realizará la aniquilación de las fuerzas del mal. Los justos, perseguidos en la tierra, brillarán como el sol en el cielo. La epifanía de la realeza de Cristo será la consumación de su obra reden tora, llevando el Reino de Dios a su plenitud. La parusía será, pues, como el estadio último de nuestra transformación en Cristo, de nuestro asimilarnos a Cristo. Cristo, que "era, que es y que viene", nos atrae hacia sí, para hacernos partícipes, en plenitud, de su gloria.

El cristiano, que ha experimentado ya la vida nueva en Cristo, espera anhelante su parusía, que lleve a plenitud esta nueva vida. Con Cristo "las velas del tiempo han comenzado a recogerse" (1Co 7,29-31). Ahora sólo queda la espera de su consumación, en la vivencia agradecida al Señor. Es la espera de la epifanía del Señor lo que cuenta: epifanía del Señor en la evangelización, en la celebración eucarística, en la vida de comunión y en su vuelta gloriosa para presentar al Padre el Reino conquistado al señor del mundo. La parusía representa el culmen y la realización plena de la liturgia, que ya es parusía, acontecimiento de parusía en medio de nosotros. Cada eucaristía es parusía, venida del Señor, y cada eucaristía es, preponderantemente, tensión del anhelo de que el Señor revele su oculto resplandor. Tocando al Resucitado, la Iglesia toca la parusía del Señor, vive dentro de la parusía del Señor, pero, precisamente por ello, es la fiesta de la esperanza de la gloriosa venida del Señor. La liturgia nos dice que el Señor está cerca (F1p 4,5), que estamos en los últimos días (lTm 4,lss; 2Tm 3,1).

El Apocalipsis nos presenta al Cordero resucitado, rodeado de cristianos (5,11-14; 14,1-5;15,2ss), triunfantes con Él en el cielo, de donde vendrá la Iglesia, Esposa gloriosa, (21,2) a la tierra donde la Iglesia, Esposa peregrina entre persecuciones (22,17), espera la venida del Esposo, para unirse a El en la gloria. Al final de la historia, la Esposa se presentará ante el Esposo con la túnica nupcial de lino blanco resplandeciente, tejida por las obras de los fieles. Mientras tanto, el Esposo, en cada celebración, repite a la Esposa: "Vengo prontó" y la Esposa le responde: "iTen, Señor Jesús!" (Ap 22,20).