LA IGLESIA SACRAMENTO DE SALVACIÓN


A) LA IGLESIA COMO MISTERIO

La historia de salvación culmina en Cristo. Juan Bautista lo anuncia con los mismos términos de Isaías: llega el nuevo y definitivo éxodo: "Preparad el camino del Señor" (Lc 3,4; Is 40,3). Jesús realiza el nuevo éxodo, llevando al pueblo de Dios de la esclavitud del pecado a la casa del Padre, al reposo eterno de Dios mismo (Hb 4,9ss). Cristo "lleva a los hijos a la gloria, guiándolos a la salvación" (Hb 2,10). Jesús en persona es el camino: en El los hombres llegan a la vida eterna. El entra el primero a través del camino de la cruz. Y a través de su carne abre la senda que lleva a los discípulos a participar en la gloria de la resurrección. Cristo es "el camino nuevo y vivo" para entrar en el "santuario celeste" (Hb 10,19-22). El caminar de Abraham, la marcha del pueblo hacia la tierra prometida, la vuelta del exilio y el seguimiento de Dios en la ley, culminan en Jesucristo, camino de vida, en el Espíritu, que lleva al Padre: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí" (Jn 14,6)

Pero el misterio de Cristo se vive en la Iglesia. La historia de la salvación, culminada en Cristo, se prolonga en la Iglesia. Jesucristo, "luz de las gentes", ilumina a todos los hombres con la claridad que resplandece sobre el rostro de la Iglesia, enviada por El a anunciar el Evangelio a toda criatura (Mc 16,15). "La contemporaneidad de Cristo con el hombre de todos los tiempos se realiza en su cuerpo, que es la Iglesia" (VS 25). El cristiano vive "su vocación en Cristo" en la Iglesia, que es la convocación de los fieles en Cristo. La vida cristiana se vive en Iglesia, comunitariamente. La incorporación sacramental a la Iglesia por el bautismo es el signo sacramental que realiza la incorporación a Cristo. La vida cristiana es la vida del hombre que ha sido acogido en la comunidad de la Iglesia y de este modo se ha configurado con Cristo. El misterio de Cristo, la Iglesia lo profesa y lo celebra para que la vida de los fieles se conforme con Cristo en el Espíritu Santo para gloria de Dios Padre (CEC 2558).

Al recibir en el bautismo el nuevo ser, fruto de la reconciliación con Dios por la sangre de Jesucristo, el creyente se incorpora a la comunidad de la Iglesia, que vive en la comunión con el Señor en la Eucaristía. Esta comunión con el Señor engendra la comunión entre todos los que "comen el mismo e idéntico pan", haciendo de ellos un "único cuerpo" (1Co 10, 17), un "único hombre nuevo" (Ef 2,15). Este único cuerpo es el cuerpo eclesial de Cristo. Nadie puede ser cristiano en solitario. Es imposible creer y abrirse al Evangelio por sí mismo. Es preciso que alguien nos anuncie el Evangelio y nos transmita (traditio) la fe. En la Iglesia se nos sella la fe en el bautismo y ésta fe es sostenida con el testimonio de los hermanos en la fe y con la Eucaristía.

La Iglesia es el sacramento, es decir, el signo y el instrumento de la acción del Espíritu Santo. Es más, la fe enraíza a la Iglesia en el misterio de Dios Uno y Trino. Así es como nos la presenta el Concilio Vaticano II, citando a San Cipriano: "La Iglesia es el pueblo reunido en la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". Ya desde el comienzo el Credo confiesa que se entra en la Iglesia por el bautismo "en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28,19). La Iglesia es, pues, sacramento de salvación. En la Iglesia está visible el misterio salvador de Dios, hecho presente en el mundo por Jesucristo y actualizado en el corazón de los fieles por el Espíritu Santo (Ef 3,3-12; Col 1,26-27). La Iglesia tiene la profunda conciencia de que no es ella, sino su divino Fundador, quien irradia la luz sobre las naciones. Pero ella sabe también que esta irradiación llega a toda la humanidad reflejándose en su rostro, y de este modo baña a los hombres en la claridad, que sólo brota de Dios. Es lo que afirma San Pablo en su texto sobre la gloria trasformante del Señor: "Mas nosotros todos, con el rostro descubierto, reverberando como espejos la gloria del Señor, nos vamos trasformando en la misma imagen, de gloria en gloria, conforme a como obra el Espíritu del Señor" (2Co 3,18).

La Iglesia trasmite esta luz a los hombres con la predicación de la Buena Nueva a toda criatura. El fin único de la Iglesia es la gloria del Señor. La Iglesia no se coloca, pues, a sí misma en el sitio del Salvador. La Iglesia existe desde Cristo y en Cristo. La Iglesia es, no sólo efecto de un remoto acto fundacional de Cristo, sino "su continuación terrestre". Cristo es no sólo fundador sino cabeza real, aunque invisible, de la Iglesia, que es así el cuerpo animado por El y que recibe de El vida y acción. Cristo es nuestro origen y nuestro camino, Cristo es nuestra esperanza y nuestro fin. La Iglesia, por la Eucaristía y el Espíritu, prolonga la encarnación y obra redentora de Cristo; prolonga la acción divinizante de Cristo que, insertándose en la carne humana, inserta al hombre en la vida divina.

La Iglesia es la pervivencia pneumática de la encarnación, redención y amor vivificante de Cristo a la humanidad de siempre. La Iglesia vive en una total referencia a Cristo, no sólo de origen, sino de perduración. En la Iglesia el divino Redentor realiza la salvación. No es la Iglesia "Lumen gentium", sino Cristo. La Iglesia no tiene luz propia, sino que cual luna misteriosa junto al sol, devuelve reflejada hacia los hombres la claridad de Cristo, que resplandece en su rostro (CEC 748). Pura trasparencia, porque, desapareciendo, posibilita ver a Cristo, presencia viviente en ella; forma personal a quien tiene que conformarse; cabeza del cuerpo único, que ambos forman (CEC 562; 788-795). No es la Iglesia, sino Cristo, luz-camino-vida del mundo. La Iglesia no gira en torno a su voluntad, sino en torno a la persona de Cristo. Su acción es obediencia. Su existencia es fidelidad. Su vivir es re-vivir a El.

La Iglesia, sacramento de salvación, se edifica y se nutre con los sacramentos. Decir que la Iglesia es sacramento es afirmar que en ella se realiza la salvación en forma visible y eficaz, comunitaria e histórica. La acción salvífica de Cristo, mediante el Espíritu Santo, está presente en la Iglesia, de un modo particular en sus sacramentos. La Iglesia, con sus siete sacramentos, es el signo visible y eficaz, escogido por Dios, para realizar en la historia su voluntad eterna de salvar a toda la humanidad. El Espíritu Santo y la Iglesia hacen presente en el mundo la voluntad salvífica de Dios.

Con la efusión del Espíritu Santo, en Pentecostés, se inaugura el tiempo de la Iglesia, en el que Cristo manifiesta, hace presente y comunica su obra de salvación por medio de los sacramentos. Cristo vive y actúa en la Iglesia, comunicando a los creyentes los frutos de su misterio pascual: "Sentado a la derecha del Padre y derramando el Espíritu Santo sobre su Cuerpo que es la Iglesia, Cristo actúa ahora por medio de los sacramentos, instituidos por Él para comunicar su gracia. Los sacramentos son signos sensibles (palabras y acciones), accesibles a nuestra humanidad actual. Realizan eficazmente la gracia que significan en virtud de la acción de Cristo y por el poder del Espíritu Santo" (CEC 1084). "El día de Pentecostés, por la efusión del Espíritu Santo, la Iglesia se manifiesta al mundo (Cf LG 2). El don del Espíritu inaugura un tiempo nuevo en la `dispensación del Misterio': el tiempo de la Iglesia, durante el cual Cristo manifiesta, hace presente y comunica la obra de su salvación mediante la Liturgia de su Iglesia, `hasta que él venga' (1Co 11,26). Durante este tiempo de la Iglesia, Cristo vive y actúa... por los sacramentos" (CEC 1076).

La palabra predicada lleva a los sacramentos, donde la palabra es sellada y cumplida. "Lo que confiesa la fe, los sacramentos lo comunican: `por los sacramentos que les han hecho renacer', los cristianos han llegado a ser `hijos de Dios' (Jn 1,12; lJn 3,1), `partícipes de la naturaleza divina' (2P 1,4)... Por los sacramentos y la oración reciben la gracia de Cristo y los dones de su Espíritu que les capacitan para llevar en adelante esta vida nueva" (CEC 1692). La iniciación cristiana es el gradual descubrimiento y vivencia, mediante el don del Espíritu Santo, de la vida filial. La Palabra y los Sacramentos, que la sellan, llevan al cristiano a vivir toda su existencia como vida de hijo de Dios, reproduciendo en la propia historia la imagen del Hijo Unigénito del Padre. Cristo es el "sacramento primordial" y de El brotan los sacramentos de la Iglesia, como su don esponsal a la Iglesia: "Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de la Iglesia entera" (SC 5). En efecto, como dice San León Magno "lo que era visible en nuestro Señor ha pasado a sus misterios" (CEC 1115). Los sacramentos perpetúan en el tiempo de la Iglesia el misterio de Cristo. Mediante los sacramentos de la Iglesia llega al hombre de todos los tiempos la obra de salvación de Cristo. Los sacramentos forman un organismo en el cual cada
sacramento particular tiene su lugar vital. En este organismo, la Eucaristía ocupa un lugar único, en cuanto 'sacramento de los sacramentos': todos los otros sacramentos están ordenados a éste como a su fin" (CEC 1211).

El Espíritu de Dios une la Palabra y los Sacramentos. El Espíritu da testimonio de Cristo junto con los apóstoles y actualiza para nosotros la palabra anunciada, interiorizándola en los corazones de quienes la escuchan y la acogen con fe. Así el anuncio de Cristo, muerto y resucitado, se hace presente, se realiza para nosotros en los sacramentos. Sin los sacramentos, Cristo se reduciría a un modelo externo a nosotros, que tendríamos que reproducir en la vida con nuestro esfuerzo. También vale lo contrario: los sacramentos sin evangelización previa se convierten en puro ritualismo vacío, que no agrada a Dios ni da vida a los hombres. El comienzo de la vida filial se da en el bautismo, pero, como dice Orígenes: "Cuanto más entendamos la Palabra de Dios más seremos hijos suyos, siempre y cuando esas palabras caigan en alguien que ha recibido el Espíritu de adopción".

El Espíritu Santo hace eficaces las acciones sacramentales de la Iglesia, actualizando e interiorizando la salvación de Cristo en los creyentes (Cf LG 50; PO 5). En los sacramentos se da un movimiento de Dios hacia nosotros y de nosotros hacia Dios; este movimiento parte del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo y asciende desde el Espíritu por el Hijo hasta introducirnos en la gloria del Padre. La salvación, como vida del Padre en Cristo, se nos da en el Espíritu Santo. Y el Espíritu santo nos lleva siempre a Cristo, que nos presenta como hermanos suyos al Padre, que nos acoge como hijos.


B) COMUNIÓN VITAL ENTRE CRISTO Y LA IGLESIA

Este ser de la Iglesia supone y expresa la comunión vital entre Cristo y la Iglesia, como aparece en las múltiples imágenes bíblicas, que la expresan (CEC 753). La Lumen Gentium agrupa las imágenes de la Iglesia en torno a cuatro temas: la vida pastoril, la vida agrícola, la construcción y la vida familiar. Lo que cuenta no es el número exhaustivo de imágenes, sino la orientación. Se trata no sólo de presentar a la Iglesia "a partir de" la Biblia, sino "según" el mismo lenguaje bíblico, sirviéndose de alegorías, signos, símbolos, que irradian la realidad del misterio presente en ellas. Estas imágenes son epifanías de la acción carismática del Espíritu Santo en la Iglesia. Pues, al mismo tiempo que el Espíritu Santo habla al hombre por estas imágenes, su Palabra -por su valor sacramental- realiza lo que significa. Así hace de los hombres una casa, un templo, un cuerpo, un pueblo (CEC 753-757).

San Juan escoge la vieja imagen bíblica de la viña del Señor (Jr 2,25; Is 61,1-4;5,1-7) para decir que "Cristo es la verdadera vid que da la vida y la fecundidad a los sarmientos, es decir, a nosotros que por medio de la Iglesia permanecemos en El y sin El nada podemos hacer" (Jn 15,1-5; CEC 755; 1108).

San Pablo llama a la Iglesia Cuerpo de Cristo (CEC 790-795). En sus primeras cartas, a los corintios y a los romanos, San Pablo, con la imagen del cuerpo, expresa la unidad y pluralidad de una sociedad multiforme, que persigue un único objetivo (1Co 12,12-31; Rm 12,4-14). En ambas cartas llega a la misma conclusión: "sed unánimes entre vosotros" (Rm 12,16; 1Co 12,24-26). De aquí que también esta descripción del cuerpo único de Cristo aparezca espontáneamente en el bello canto sobre el supremo don del Espíritu, el amor que informa a la Iglesia (lCo 14,12). Con esto el Apóstol no quiere decir otra cosa sino que nosotros, en la Iglesia, formamos todos juntos un pueblo, y que este pueblo cristiano, con la diversidad de gracias recibidas y de los ministerios que le han sido confiados, pertenece sólo a Cristo, es regido sólo por Cristo y es animado y llevado por su único Espíritu (1Co 12,4-6).

En las epístolas posteriores, especialmente en las dirigidas a los efesios y a los colosenses, San Pablo da un paso más. Advierte expresamente que el mismo Cristo es la cabeza de este cuerpo; que la Iglesia, como cuerpo, está unida a aquella Cabeza y que forma con ella el Cristo total (Col 1,18-19). "La Iglesia vive de la palabra y del cuerpo de Cristo y de esta manera viene a ser ella misma Cuerpo de Cristo" (CEC 752). Desde la resurrección de Cristo la Iglesia es el cuerpo de Cristo. Cuando el plan de salvación sobre el pueblo de Dios se realiza en Cristo, este pueblo se convierte en el cuerpo de Cristo. El Espíritu de Cristo se da a la Iglesia porque es su cuerpo. Así un mismo Espíritu anima a todo el cuerpo: cabeza y miembros. "Cristo nos concedió participar de su Espíritu, que siendo uno en la cabeza y los miembros, de tal modo vivifica todo el cuerpo, lo une y lo mueve, que su oficio pudo ser comparado por los santos Padres con la función que ejerce el principio de vida o el alma en el cuerpo humano" (CEC 797-798).

San Pablo amplía la imagen del cuerpo, al mismo tiempo que la corrige bajo un cierto aspecto, con la imagen de la Iglesia como Esposa de Cristo (CEC 796;1602; 1616-1617). En el Antiguo Testamento, la alianza de Dios con Israel fue a menudo cantada bajo la forma del amor conyugal. Oseas inaugura este tema y Ezequiel lo desarrolla en la bellísima narración de un rey que en el desierto encontró a una doncella desamparada, la tomó como esposa y la atavió, y cuando ella, al igual que el pueblo de Israel, se dio a la prostitución -idolatría y apostasía-, el rey, a pesar de sus pecados, la perdonó (Ez 16; 23). San Pablo ha aplicado a la Iglesia este tema nupcial en la carta a los efesios (5,21-33), donde, ante todo, pretende manifestar el "gran misterio" del amor y unidad "de Cristo y la Iglesia"; y también en la segunda carta a los corintios (11,2-3). Cristo es el esposo fiel que purifica y santifica a la esposa pecadora, embelleciéndola y haciéndola casta. Por medio de la Eucaristía se ha hecho alimento de su esposa, carne de su carne, para no formar con ella más que "una sola carne".

La imagen de la esposa subraya un aspecto del misterio de la Iglesia: la distinción entre Cristo y la Iglesia, conservando la íntima unión que los une. La Iglesia es la esposa del Señor, compuesta de hombres llamados y justificados, pero pecadores: "Santa por la gracia y el Espíritu, que habita en ella, se debe, sin embargo purificar y renovar constantemente. Así, consciente de la condición peregrina, lejos del Señor (2Co 5,6), camina en la tribulación hasta que aparezca con su Señor en la gloria (Col 3,1-4)" (CEC 769; 1045).

Esta imagen pone de relieve el carácter interpersonal de las relaciones entre Cristo y la Iglesia, mejor que la imagen del pueblo-comunidad, y mejor que la imagen del cuerpo y sus miembros. Subraya el carácter de libertad en el amor y de reciprocidad en el don. Insiste en la libre respuesta de la esposa al amor del esposo. Al amor de iniciativa de Dios responde el amor libre y agradecido de la Iglesia. Esta imagen resalta también los dones permanentes del esposo a la esposa: Evangelio, Sacramentos y, sobre todo, su Espíritu, que la permite permanecer fiel. La Iglesia, en este mundo, tendrá siempre necesidad de purificarse, pero, gracias al don del Espíritu de Cristo, jamás llegará a traicionar a su esposo. Ya que Cristo ama a la Iglesia, su esposa, como su propio cuerpo, la Iglesia está unida indisolublemente a El. El esposo y la esposa ya no se separarán más. Los miembros pueden substraerse libremente a la influencia vivificante del Espíritu, como la enfermedad puede afectar a un miembro del cuerpo humano, pero nada es capaz de separar al esposo de la esposa.

El símbolo de la tienda-tabernáculo reafirma la presencia divina, que como columna de fuego precede al pueblo de Dios en su peregrinar a través del desierto. Durante la marcha a través del desierto la presencia de Dios se manifestaba en la columna de nube y de fuego (Ex 13,22). Después se daba la habitación de Dios en la Tienda de la Reunión (Ex 40,35; Nm 9,18.22; 10,34) sobre la que reposaba la nube. En la Encarnación la nube divina cubre el seno de la Virgen María, la Tienda o Arca de Dios. Se trata, pues, de una presencia de Dios en la historia de la humanidad. Esta presencia se afirma de nuevo por el símbolo del Templo, referido tanto a la Iglesia como a cada uno de sus miembros; aquí descubrimos la dialéctica de la persona y de la comunidad, que la acción edificadora del Espíritu respeta (CEC 809). El símbolo del Paraíso terrestre en los últimos capítulos del Apocalipsis une el origen de la Iglesia antes de los tiempos con su consumación en el Reino de Dios. La Iglesia permanece, en efecto, una realidad escatológica, siempre igual a sí misma en su fuente y en su desarrollo a través la historia de la salvación hasta su consumación en Dios. El pueblo histórico de Dios es un pueblo llegado a ser Cuerpo de Cristo. A través de esta multitud de símbolos descubrimos el misterio vivo de la Iglesia.


C) LA IGLESIA CONTINÚA LA MISIÓN DE CRISTO

La Iglesia, unida vitalmente a Cristo, no existe, pues, para sí misma. Existe para Cristo y, en consecuencia, para los hombres. Debe continuar la misión de Cristo, que ha venido para salvar a los hombres. No son los hombres quienes deben venir hacia ella. Ella debe ir hacia los hombres, como hizo Cristo. Es la perspectiva nueva de la Iglesia abierta a la humanidad. Cristo es el Siervo de Dios y, por lo mismo, el servidor de los hombres. La voluntad del Padre, el plan de salvación del Padre, está en el centro de la existencia de Cristo, es el móvil de su vida, su alimento, su inspiración, su misión y su gloria. Encarnado a causa de esta voluntad del Padre, Cristo no vive para sí, sino para la misión recibida del Padre.

La Iglesia, penetrada del Espíritu de Cristo, prolonga el misterio de Cristo siervo. Vive en el mundo, hasta la Parusía, al servicio del designio de salvación del Padre. El Concilio ha insistido repetidamente sobre esta actitud de "servicio" de la Iglesia. En Cristo Servidor, ella vive no para buscar su propia gloria e intereses propios, sino la gloria e intereses de "Aquel que ha enviado" y resucitado a Cristo. La Iglesia no vive para sí. Ella es el lugar de la comunión con el Padre y con los hombres. En esta etapa peregrinante de su misterio, en la medida en que interioriza esta comunión con el Padre, se va dejando penetrar y mover por el designio del Padre y despojándose de lo que no esté ligado a este designio. Con Cristo debe esforzarse por no buscar otra cosa más que el servicio al plan de amor de Dios Padre. No se preocupará de sí misma más que en la medida en que este plan ya se realiza en ella en su ser de comunión y caridad. Por ello, no ha de defender sus propios intereses ni reivindicar sus derechos ante el mundo más que cuando la voluntad del Padre esté comprometida más allá de ella misma.

Esta comunión significa comunión y respuesta a la llamada de Dios, que quiere salvar a todos los hombres, hasta el punto de no haber dudado en darles su propio Hijo Unigénito. Esta conciencia de servicio al plan de salvación del Padre suscita en la Iglesia su tensión misionera. Ya la primera frase de la LG define su orientación misionera: "Siendo Cristo la luz de las gentes, este sagrado concilio, reunido en el Espíritu de Cristo, desea ardientemente iluminar a todos los hombres con su claridad que resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a toda criatura (Mc 16,5)" (LG 1). Después define a la Iglesia como sacramento, es decir, como "signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano...; éste es su ser y su misión universal". Esta misión de evangelización universal vendrá después formalmente enunciada para concluir con la afirmación vigorosa de la tensión misionera de todo el pueblo de Dios hacia la plenitud escatológica. Debido a la presencia activa de Cristo en su seno, "la Iglesia ora y trabaja al mismo tiempo para que el mundo entero se trasforme plenamente en Pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del Espíritu Santo y para que en Cristo, Cabeza de todos, se tribute todo honor y gloria al Creador y Padre universal" (LG 16 y 17).

La Iglesia cumple este servicio, fiel a su misión, en el amor universal a los hombres. Cristo aparece en el mundo como sacerdote, rey y profeta de la nueva alianza. Como sacerdote, rey y profeta, El continúa en su Iglesia. Hace participar al pueblo de Dios de su sacerdocio, de su misión profética y de su misión real (CEC 783-786). "Para continuar su misión de salvación, Cristo, sacerdote sumo, se eligió un pueblo sacerdotal, pueblo consagrado que, en la diversidad y común acción de presbíteros y laicos, hace presente la obra redentora de Cristo en la Eucaristía y demás sacramentos, en cuya celebración la Iglesia renace constantemente" (CEC 782). Cristo hace de su pueblo una comunidad consagrada (1P 2,9). En cada fiel, en cada miembro del Pueblo de Dios, Cristo quiere continuar su misión. Todo el que entra en la Iglesia por el sacramento del bautismo, recibe, por ese mismo hecho, esta consagración sacerdotal.

Este sacerdocio es designado por la Lumen Gentium con el término "sacerdocio común" (LG 10). Es el sacerdocio universal porque es común a todos los fieles. Sería inexacto llamarle sacerdocio de los laicos. No es propiamente de los laicos, pues los fieles que reciben el sacramento del Orden permanecen revestidos de este sacerdocio primordial. El mismo es condición de toda consagración ulterior. Toda participación en el sacerdocio de Cristo no es sino el desarrollo ulterior de esta incorporación fundamental.

La Lumen Gentium, antes de hablar de la jerarquía (c. 3), trata de todo el pueblo de Dios y de su sacerdocio universal (c. 2). El sacerdocio real y profético es común a todos los bautizados, si bien lo poseen de una manera única los ministros, y entre ellos los obispos en plenitud suma, quienes, como vicarios de Cristo, rigen las Iglesias y en medio de los fieles lo presencian como Maestro, Pastor y Pontífice (LG 20-27). Cabeza y fuente del que mana toda gracia en el pueblo de Dios (LG 50), Cristo permanece con los cristianos constituyendo una familia (LG 51), en la que no es sólo hermano, sino maestro y ejemplo de toda santidad (LG 40). Sólo después de afirmar esta fraternidad e igualdad fundamental, la Lumen Gentium pasa a tratar de los dones particulares, de las vocaciones especiales y de las funciones que se encuentran en el seno de la comunidad. Cada una de las partes presenta sus dones a las otras partes y a toda la Iglesia, de suerte que el todo y cada una de sus partes se enriquecen por la mutua intercomunicación de todos y su colaboración conjunta para conseguir la plenitud en la unidad.

El Pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo, "llevando a todas partes su testimonio vivo, especialmente mediante la vida de fe y de caridad" (LG 12). Participando de la misión de Cristo, heraldo de la verdad, los fieles son responsables del anuncio del Evangelio en todos los campos de la vida "para que la virtud del Evangelio brille en la vida cotidiana, familiar y social (LG 35). "Cristo, gran Profeta, que proclamó el Reino de Dios no sólo por el testimonio de su vida, sino también por la fuerza de su palabra, continúa cumpliendo su misión profética hasta la plena manifestación de la gloria, no sólo por medio de la jerarquía, que enseña en su nombre y con su autoridad, sino también por medio de los seglares, a los que con este fin ha constituido testigos y dotado con el sentido de la fe y con la gracia de la palabra (Hch 2,17-18; Ap 19,10)" (LG 35).

Esta participación en la misión profética de Cristo supone y exige una conversión continua, a fin de que la perfección evangélica aparezca en toda su pureza a través de la vida y de la palabra del testigo. Los fieles están ayudados y asistidos por el Espíritu de verdad en sus esfuerzos por dar este testimonio. Esto es cierto hasta el punto de que los fieles en conjunto no pueden errar en la fe: "Con ese sentido de la fe que el Espíritu Santo mueve y sostiene, el Pueblo de Dios, bajo la dirección del magisterio, al que sigue fielmente, recibe no ya la palabra de los hombres, sino la verdadera palabra de Dios, se adhiere indefectiblemente a la fe transmitida a los santos de una vez para siempre (Judas 3), penetra profundamente en ella mediante un juicio recto y la aplica más plenamente en la vida" (LG 12).

Cristo ha sido enviado por el Padre como sacerdote y como profeta. Pero la Lumen Gentium pone constantemente esta doble misión en relación con la función real que Cristo tiene que realizar. También esta función Cristo la comunica al Pueblo de Dios. Entrando en la gloria de su Reino, Cristo, a quien todo está sometido (Ef 1,22), comparte sus atribuciones con sus discípulos (LG 36).

La dignidad real de los discípulos de Cristo comporta, en primer lugar, una libertad de orden espiritual. Los discípulos de Cristo encuentran en Cristo la fuerza para vencerse a sí mismos y poner término a la dominación del pecado (Rm 6,12). Esta misma libertad les posibilita la acción apostólica: sirviendo a Cristo en la persona del prójimo, los fieles llevan a sus hermanos, en la humildad y la paciencia, hacia el Rey, cuyos servidores son, a su vez, reyes. Cristo se sirve de sus colaboradores para extender su Reino, que es reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz, reino en el que la creación misma será liberada de la esclavitud, de la corrupción, e introducida en la libertad de los hijos de Dios (Rm 8,12). Este servicio real de Cristo supone una concepción cristiana de la vida y del mundo, un conocimiento del sentido profundo de toda la creación, de su valor y de su destino final, que es la gloria de Dios. Este enfoque cristiano de las cosas y de los hombres hará a los fieles descubrir progresivamente el papel central de Cristo en la historia del mundo. Una actitud tal por parte de los fieles tendrá como consecuencia que el mundo se impregnará más del espíritu de Cristo, en la justicia, la caridad y la paz, condiciones indispensables para que El logre su fin (LG 36).


D) LA IGLESIA ES SANTA, CATÓLICA, UNA Y APOSTÓLICA

La Iglesia de Cristo es santa. La Iglesia es la escogida por Dios, predestinada a la heredad del Reino, gloriosa como Esposa y Cuerpo de Cristo glorificado, habitada por el Espíritu Santo, del que es Templo santo (Ef 2,21; 1Co 3,16-17; 2Co 6,16). Jesucristo, "el Santo de Dios" (Mc 1,24), se entregó por la Iglesia, para hacerla "santa e inmaculada" (Ef 5,27); sus miembros son "los santos" (Hch 9,13.32.41; Rm 2,27; 1Co 6,1).

La Iglesia es la nueva Eva, que nace del costado abierto de Cristo, nuevo Adán dormido en la cruz. De su costado traspasado brotan el agua y la sangre, el agua del bautismo que lava a los fieles, que renacen como hijos de Dios, y la sangre de la Eucaristía, en la que sellan su alianza eterna con Dios. Así la Iglesia es la novia ataviada para las bodas con el Cordero (Ap 21,9ss), "con sus vestidos lavados y blanqueados en la sangre del Cordero" (Ap 7,14), Esposa fiel, porque su Esposo, Cristo, le ha hecho el gran don de su Espíritu, que la santifica constantemente, la renueva y rejuvenece perpetuamente, adornándola con sus dones jerárquicos y carismáticos, coronándola con sus frutos abundantes (Ef 4,11-12; 1Co 12,4; Ga 5,22).

La Iglesia es siempre la santificada por Dios, la Iglesia santa en la que indefectiblemente está presente entre los hombres la santidad del Señor. Los fieles del Señor son siempre la vasija de barro, que hace brillar la santidad del Señor: "para que se manifieste que este tesoro tan extraordinario viene de Dios y no de nosotros" (2Co 4,7).

La Iglesia es santa porque es de Dios y no del mundo (Jn 17,11.14-15). El Dios santo es fiel a la Iglesia y no la abandona a los poderes del mundo (Mt 16,18); a ella ha unido indisolublemente a su Hijo Jesucristo (Mt 28,20), gozando para siempre del don del Espíritu Santo (Jn 14,26; 16,7-9). Como santa, la Iglesia o sus miembros, los cristianos, son invitados a vivir lo que son: "sed santos". Pero la Iglesia santa comprende también a los pecadores; todos los días tiene que rogar a Dios: "perdónanos nuestras deudas" (Mt 6,12): "la Iglesia encierra en su propio seno a los pecadores y, siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación" (LG 8).

La santa Iglesia es católica, se manifiesta católica tanto en el tiempo, la misma siempre, como también en el espacio, la misma en todos los lugares. Ella ha sido enviada a todo el mundo para anunciar el Evangelio a toda criatura (Mc 16,15; Mt 28,19-20). Como pueblo de Dios se edifica, como construcción de Dios (1Co 3,9), sobre la piedra rechazada por los constructores, pero convertida en piedra angular: Cristo Jesús (Mt 21,42; Hch 4,11; 1P 2,7). Sobre este fundamento levantan los apóstoles la Iglesia (1Co 3,11) y de El recibe firmeza y cohesión. Como edificación de Dios es llamada "casa de Dios" (lTm 3,15), en la que habita su "familia", habitación de Dios en el Espíritu (Ef 2,19-22), "tienda" de Dios con los hombres (Ap 21,3), "templo" santo del que los fieles son "piedras vivas" (1P 2,5), siendo piedras fundamentales los Doce Apóstoles (Ap 21,12-14; Ef 2,20). El verdadero fundamento de la Iglesia es la cruz y resurrección de Jesucristo, sello de Dios a la Nueva Alianza (Mc 14,24; Lc 22,20; 1Co 11,25; Jn 19,34). Y con el envío del Espíritu Santo en Pentecostés, la Iglesia es el pueblo de Dios unido, que congrega a todas las naciones, proclamándoles las maravillas de Dios (Hch 2). Del Cenáculo, impulsada por el Espíritu, la Iglesia se extiende por toda la tierra.

La Iglesia es, por tanto, católica, la Iglesia una, que vive en la unidad de sus miembros, por encima de sus diferencias de edad, sexo, condición social e ideas. Es la Iglesia local, reunida en torno al Obispo (LG 26) o en torno al presbítero (LG 28), que escucha la Palabra, celebra la Eucaristía, vive la unidad del amor en el Espíritu Santo y la comunión con los Pastores, que viven la comunión con Pedro, que mantiene la comunión y unidad conla Iglesia universal. La comunión de las Iglesias locales con la Iglesia universal hace que cada una de ellas sea Iglesia católica, universal. Este es el servicio del obispo de Roma que "preside la comunión de todas las Iglesias extendidas por toda la tierra". La unidad de la fe que Pedro, como primer testigo de la resurrección (1Co 15,5; Lc 24,34), está llamado "a confirmar" (Lc 22,32) para no "correr en vano" (Ga 1,18; 2,2-10). La fidelidad a la Palabra y la comunión en la mesa común de la Eucaristía hacen de la Iglesia el signo de la presencia de Cristo como Salvador del mundo.

La unidad de la Iglesia católica es fruto del único Espíritu, que hace de ella el Cuerpo de Cristo. La unidad del Espíritu crea el vínculo entre los cristianos dispersos por el mundo. Esta unidad hace que los creyentes en Cristo vivan unánimes en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones (Hch 2,42; 4,32-35). Así la Iglesia manifiesta a Jesucristo presente en ella para la salvación del mundo.

La Iglesia se confiesa apostólica, es decir, en continuidad con los Apóstoles y con las comunidades fundadas por ellos. Para ello goza de una triple garantía: una misma fe, símbolo de comunión, transmitida en una fiel y continua Tradición; una misma Escritura, fiel al Canon de las Escrituras, que expresan la revelación hecha por Jesucristo y predicada por sus Apóstoles; y una jerarquía de sucesión apostólica. Los Apóstoles confiaron las comunidades cristianas que fundaron a quienes hicieron depositarios de su doctrina. La cadena ininterrumpida de Obispos garantiza la continuidad apostólica.

Esta comunión apostólica, unida a Pedro, goza de la promesa del Señor: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré la Iglesia y los poderes del infierno no prevalecerán contra ella" (Mt 16,18). No prevalecerán contra ella porque el Resucitado ha comprometido su palabra: "Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20).