HISTORIA DE LA IGLESIA
(II)
 

A) EDAD MEDIA

La Edad Media comprende diez siglos, mil años de vida de la Iglesia (s. V -XIV). Es la época de las catedrales, las cruzadas, las luchas contra el Islam. Es la época de la cristiandad, de la formación de la civilización europea basada en el cristianismo. Nacen las universidades, donde enseñan los grandes maestros de la Escolástica como San Anselmo, Alejandro de Hales, San Alberto Magno, San Buenaventura, Santo Tomás de Aquino, Duns Escoto... Es el tiempo de la Evangelización de los países eslavos por Cirilo y Metodio.

La gran migración de los pueblos en los siglos IV V y VI hace derrumbarse el marco en que se ha desenvuelto hasta ahora la historia de la Iglesia, en el antiguo Imperio Romano. Hacia el 375 comienza la irrupción de los pueblos germánicos. En diversas oleadas, desde el este del Rin y desde el norte del Danubio, pueblos radicalmente diversos emigran en masa desde el noroeste hacia el sureste. Unos atraviesan Macedonia, Grecia, Italia septentrional, Galia y España, hasta penetrar en el norte de África. Otros apenas se desplazan más allá de sus fronteras, ocupando Galia, Grecia, el Nórico y también Bretaña. Estos hechos amplían el escenario de la historia de la Iglesia. Estos pueblos enteramente nuevos brindan a la semilla de la Palabra de Dios una nueva tierra: los pueblos germánicos de Europa central y Escandinavia y, más tarde, los eslavos de los Balcanes, Rusia y Polonia...

Con las invasiones de los bárbaros, el mundo europeo entra en un proceso de cambio. La antigua unidad del Imperio como tal y su unión con la Iglesia imperial ya no existe. Es el comienzo de una edad nueva, configurada por los obispos, el papado, la herencia teológica de San Agustín, el monacato y los pueblos germánicos. De estos elementos nace la cristiandad medieval. La Iglesia, libre de las ataduras del Imperio romano, emprende una acción misional de los nuevos pueblos. La evangelización y conversión de los pueblos nuevos es la tarea fundamental de la Iglesia durante el primer período de la Edad Media. La Iglesia de Cristo, con su vocación misionera y estos pueblos jóvenes con su indigencia cultural y religiosa se encuentran.

Sin embargo no hay que olvidar que los pueblos bárbaros se convierten masivamente siguiendo a sus jefes: los visigodos con Recaredo, los francos con Clodoveo, los longobardos con Teodolinda y lo mismo los otros pueblos: "iban al bautismo como a la batalla, detrás de sus jefes". No se trata de una conversión personal, con un camino catecumenal que preceda al bautismo, sino de un paso como pueblos a la Iglesia, con la idea de que poco a poco irán conociendo los rudimentos de la doctrina cristiana y aceptando las exigencias de la fe. En las ciudades y, sobre todo en el campo, el paganismo sobrevive en múltiples formas, como atestiguan los sermones de San Cesáreo de Arlés y los escritos de San Martín de Braga o la correspondencia de Gregorio el Grande y los Concilios de Toledo.

Los misioneros itinerantes tienen una inmensa importancia en la evangelización de los germanos. Estos misioneros estaban dispuestos a arrostrar inimaginables penalidades para llevar a cabo su misión itinerante en la Germania, poblada de bosques. Para la historia de la Iglesia medieval, tienen una gran importancia las dos Iglesias de las Islas Británicas con la actividad evangelizadora de sus misioneros itinerantes. Irlanda es la isla de los santos: San Patricio, San Columbano y tantos monjes que parten de la isla para evangelizar el continente europeo.

Importante en todo este período es la actividad pastoral del papa Gregorio VII, el primero en llamarse: Siervo de los siervos de Dios. Pero después de él, en los siglos IX y X, la Iglesia vive el triste período llamado "edad de hierro del Pontificado". Es la época de la lucha entre la Iglesia y el Estado a causa de las investiduras, con sus problemas de simonía y concubinato del clero. Triste es también el período del exilio de los Papas en Aviñón.

En ese momento, las órdenes religiosas tienen un papel providencial en la historia de la Iglesia. Sus fundadores se sienten animados por el deseo de renovar la Iglesia. En ellos es como si la conciencia de la Iglesia se despertara en su deseo de fidelidad a Dios. Siempre que la vida de la Iglesia se inclina hacia lo que en ella es periférico y accidental, subrayando la ley sobre el espíritu, Dios suscita algunos heraldos suyos. Son los profetas del Nuevo Testamento, que hacen presente la voz de Dios en el mundo y el grito de la humanidad ante Dios. Las órdenes religiosas son las ayudas extraordinarias y visibles que el Señor manda a la jerarquía para dar un nuevo impulso a la Iglesia, bajo la dirección y aprobación de los guías establecidos por el Señor. Carisma y ministerio unidos dan a la Iglesia estabilidad y vitalidad, continuidad y renovación. El carisma salva la vitalidad de la relación personal con Dios con la imprevisibilidad típica del soplo del Espíritu; la institución, el ministerio jerárquico, salva la estabilidad y continuidad de la Iglesia.

Desde Lerín la vida monástica sube hasta Irlanda con San Patricio. En Irlanda evangeliza por unos treinta años con abundantes frutos. A su muerte, toda la isla es cristiana, con una fuerte marca monástica. Los monasterios son el centro de toda la vida religiosa y cultural. Muchos de sus monjes pasan de la isla al continente como misioneros itinerantes por toda Europa central y septentrional. El más famoso monasterio irlandés es el de Bangor, desde donde parte San Columbano con sus doce compañeros en una gran misión por Bretaña, Suiza e Italia.

La Iglesia, en su búsqueda de una reforma radical, recibe un fuerte impulso en Cluny, donde se da una reforma genuinamente monástica y auténticamente religiosa, que llega a crear un nuevo ideal de Iglesia. El movimiento de Cluny pasa del ámbito monacal al papado y al episcopado, influyendo en la tendencia necesaria de buscar la liberación de la Iglesia de manos de los señores feudales. Cluny se esfuerza por comprender y vivir de una forma adecuada la perfección cristiana, buscando la esencia del mensaje evangélico. Los cluniacenses vuelven a ser realmente monjes según la Regla de San Benito. Su vida se centra en el opus Dei de la liturgia, el tiempo dedicado al oficio divino, hasta hacer de él casi la única ocupación de los monjes. Los cluniacenses hacen del oficio coral una especie de oración perenne. Con el rezo en común del coro va anejo otro factor importante de formación religiosa: la lectura espiritual en común. En los monasterios cluniacenses cada año se lee toda la Sagrada Escritura. A ello se añade la lectura de los escritos de los Santos Padres, vidas de santos y las passiones de los mártires. La lectura del coro se prolonga en muchos casos en el refectorio. Pero lo fundamental es la salmodia en el coro.

Cluny vive un período de gran florecimiento monástico, convirtiéndose además en estímulo para toda la Iglesia, una invitación a buscar la libertad y la independencia del poder temporal. Cluny es el alma de la reforma de la Iglesia, el centro de la historia de la Iglesia de los siglos X y XI. Los Papas y numerosos Obispos llaman a los cluniacenses para reformar los conventos a ellos sometidos. Al difundir las mismas formas de vida por todo el Occidente, Cluny promueve la unidad del Occidente cristiano, favoreciendo siempre la comunión con el Papa. Cluny es "como una capa blanca que se extiende sobre la Iglesia".

Desde finales del siglo XI y principios del XII la cristiandad experimenta una gran renovación espiritual. El antiguo ideal de la vida apostólica se presenta con aspectos nuevos, acabando por convertirse en el ideal del seguimiento radical de Cristo en una vida según el Evangelio. Surge, así, el deseo de tomar a la letra el Evangelio. Junto a los círculos monásticos, aparecen también nuevas formas de vida contemplativa, que dan a la Iglesia un fuerte impulso de reforma. Estas nuevas formas tienen en común el alejamiento del mundo, la estima de la obediencia y la vida en común. San Romualdo funda los Camaldulenses al comienzo del siglo XI. San Bruno funda los Cartujos al final del mismo siglo. Para la renovación del clero dedicado a la cura pastoral nacen los canónigos regulares: canónigos por estar incardinados a una diócesis y regulares por vivir en común según una regla. Así surgen los Victorinos en París. Y San Norberto funda los Premostratenses.

Dentro del marco del monacato tradicional, pero con un fuerte impulso de renovación, surge el nuevo monasterio del desierto de Citeaux, que supera en fecundidad a todas las otras fundaciones. Los Cistercienses, se desarrollan rápidamente. Su regla recibe el nombre de Charta Charitatis, que intenta salvar el espíritu de pobreza y el equilibrio entre la oración y el trabajo. El prestigio de esta nueva orden se debe a la entrada en ella, casi al comienzo, de San Bernardo de Claraval, que es una de las figuras claves de la Edad Media en general y de la historia de la Iglesia en particular. En 1113 hace se profesión solemne. En 1115 es enviado como abad, con doce monjes, a fundar Claraval, que queda unido a su nombre. Enorme es su actividad como predicador y también como escritor de importantes tratados teológicos. Profundamente arraigado en la piedad y el pensamiento del tiempo anterior, es mérito particular de Bernardo el haber plasmado y propagado una íntima y afectuosa veneración a la humanidad del Señor dentro de la devoción general a Cristo: "Es insípido todo manjar espiritual que no esté condimentado con este bálsamo...Tanto si escribes como si hablas, no me gusta si no resuena el nombre de Jesús".

Al comienzo del siglo XIII, la sociedad europea se halla agitada; los municipios reivindican su independencia, la burguesía adquiere mayor poder político, el comercio se desarrolla proporcionando un mayor tenor de vida y el desarrollo intelectual y artístico. Este flujo de riqueza genera un cierto materialismo práctico y, como reacción, la aspiración a una pobreza más de acuerdo con el Evangelio. Esto provoca el nacimiento de movimientos que se oponen a la jerarquía y terminan en la herejía. Pero también, en este contexto social y eclesial, surgen las órdenes mendicantes, por obra sobre todo de San Francisco de Asís y de Santo Domingo de Guzmán.

Francisco reúne en seguida a unos cuantos discípulos y comienzan a vivir en pobreza, dedicados a la predicación. En San Damián, oye al crucifijo que le dice: "Francisco, ve y reconstruye mi casa que, como ves, se desmorona". A esta tarea dedica toda su vida. No desea sino "vivir el Evangelio sin glosa alguna". La resonancia del franciscanismo en la Iglesia es algo extraordinario. En los mismos años, y con un espíritu similar a San Francisco, aunque también con muchas diferencias, Santo Domingo (1170-1234) reúne en torno a sí una comunidad de misioneros diocesanos. Aceptando la regla de San Agustín, la adapta con la acentuación de la oración y la pobreza, naciendo así los Dominicos, la Orden de los Hermanos Predicadores.

Características esenciales de las órdenes mendicantes, que diferencian al fraile del monje, son la pobreza no sólo individual sino comunitaria: no sólo el fraile no puede poseer nada, sino que tampoco puede poseer nada la comunidad (aunque las dificultades prácticas hizo que esto desapareciera muy pronto, al comienzo del siglo XIV); una segunda característica es la importancia dada a la actividad pastoral y, por consiguiente, el abandono de la estabilidad en el convento; los frailes son misioneros itinerantes; esto exige una mayor centralización del gobierno; todas ellas cuentan con la institución de una tercera orden, llamando a los laicos a colaborar en el apostolado y mostrándoles la posibilidad de una vida cristiana perfecta en su propio estado.


B) EDAD MODERNA

Ya al comienzo del siglo XIV los hombres se dan cuenta de que algo está cambiando en el modo de entender la vida, el arte, la literatura, la política, la teología y hasta la piedad. Dante escribe un libro, cuyo título es significativo: Vita nuova. Es decir, se está gestando una vida nueva, una Edad nueva. La edad Media llega a su ocaso. Se está derrumbando el edificio que la unidad Iglesia-Estado ha construido, la universalidad que los teólogos y universidades han levantado en sus sumas, la piedad común que las órdenes y el pueblo han admirado y, de algún modo, vivido. El ámbito unitario de Occidente se abre y rompe con las nuevas rutas del comercio y los descubrimientos de nuevas tierras por españoles y portugueses. La cristiandad pierde por un momento hasta su centro geográfico de unidad: el Papa deja Roma por Aviñón. El Imperio se divide con el nacimiento de los nuevos estados nacionales. El mismo poder unitario y universal de la Iglesia es contestado por las herejías antieclesiales de Wiclef y de Hus. Y, desde dentro de la misma Iglesia, por todas partes surge un clamor de reforma, de vida nueva en la Cabeza y en los miembros. Es el grito también de los concilios de la época. Todos estos brotes culminan en el humanismo del Renacimiento, que caracteriza la Edad Moderna.

En el campo intelectual y en el espiritual se impone cada vez con más fuerza el juicio personal, subjetivo, del individuo. Es el punto disgregador de la última escolástica y también de los movimientos espirituales incontrolados, que culminarán en el Protestantismo. Frente al clericalismo surgen fuerzas independientes de espiritualidad desligadas del control de la jerarquía. Todas estas conmociones de la conciencia nacional que despierta, de la crítica subjetiva, de la secularización como reacción a la clericalización y fruto de la expansión del comercio y de la nueva burguesía, que se está formando, llevan a una especie de democracia ideológica y popular que no sólo penetra en el pueblo cristiano, sino también en la misma jerarquía de la Iglesia. El Papado de Aviñón, dependiente de la Francia nacional, y los Papas del cisma de Occidente, que se excomulgan unos a otros, rompen la unidad de la Iglesia.

El despertar general de los pueblos de Occidente enciende el ansia de renovación eclesiástica y civil. Se reflexiona sobre los valores de la lengua popular y se dirige la mirada a la propia historia. En los pueblos de Italia despierta el interés por la antigua cultura de Roma, anhelando el renacimiento de su grandeza. Por todas partes se piensa que puede ser fecunda una mirada retrospectiva al pasado. Dentro y fuera de la Iglesia late el mismo espíritu de reforma, de renacimiento. Desde todos los ángulos de la cristiandad se levanta un clamor incesante que pide la reforma de la Iglesia. A la reforma protestante se opone la contra-reforma de la Iglesia Católica con el concilio de Trento. Dios suscita a San Ignacio de Loyola, que funda la Compañía de Jesús. Favorecen la reforma y renovación una serie de santos, que se suceden en este tiempo, como Santa Teresa de Avila, San Juan de la Cruz, San Felipe Neri, San Francisco de Sales, San Vicente de Paúl... Los grandes descubrimientos de América, Africa y Asia amplían el campo de misión de la Iglesia. Los misioneros implantan la Iglesia más allá del Mediterráneo.

En Europa, donde se dan estos frutos de santidad y celo misionero, con el humanismo, que caracteriza la Edad moderna, el hombre se siente dueño de sí y de cuanto le rodea, liberado de los dogmas físicos, sociales y religiosos de la Edad Media. El fenómeno cultural de la Ilustración, endiosando la razón, rompe con los valores anteriores, dando lugar a la modernidad, que se define por el gusto por lo individual (individualismo), por la vuelta a la naturaleza (naturalismo), por la búsqueda del riesgo y la aventura (nuevos descubrimientos), por el deseo de devolver al hombre el centro perdido con los descubrimientos de Copérnico y Galileo, por el interés de la observación (experimentación).

Liberado de la fe, del mismo Dios y de la omnipresencia de la Iglesia, el hombre entra en la "modernidad", en la que la razón ocupa el lugar de Dios. Los pasos siguientes son la ilustración, el absolutismo, la revolución francesa, la revolución industrial inglesa, el marxismo. Todas las tradiciones religiosas y culturales se conmueven desde los cimientos. En síntesis: del cristianismo se pasa a una religión natural; del espiritualismo al materialismo; de la metafísica a la ciencia empírica, al positivismo; del estatismo social a la dinámica de la lucha de clases y cambios revolucionarios; de la religión y la cultura, como claves de la historia, a la programación económica; de la atención a la conciencia al análisis del subconsciente, como clave de la conducta humana; de unas civilizaciones agrarias contemplativas a unas sociedades urbanas tecnificadas; de unos regímenes autoritarios a la democracia.

En la secularización se da el paso de unas concepciones o experiencias nacidas de la fe al dominio de la razón humana. En este proceso desaparece el mundo metafísico o trascendente y no queda más que el mundo histórico, social, humano, finito. La secularización, en su radicalidad, se hace secularismo, como ideología tendenciosa y cerrada que, para afirmar la absoluta autonomía del hombre y la ciencia, excluye toda referencia o vinculación a Dios en las diversas esferas de la vida. El hombre sin Dios, se cree capaz de resolver sus problemas con la ciencia y la técnica. Este endiosamiento del hombre se quiebra con la dos grandes Guerras mundiales, que hunden a la humanidad en el vacío existencial, llevando al hombre a la desesperación y desconfianza: nada tiene sentido. La experiencia del absurdo de la vida desemboca en el pesimismo o nihilismo. Todos los valores caen por tierra. La crisis vital del hombre moderno le hace sentirse desamparado y desarraigado. El desarrollo de los medios técnicos, en que había puesto su confianza, se han transformado en medios de destrucción. El hombre moderno se balancea entre el entusiasmo científico-técnico y el miedo a la obra de sus manos: bomba atómica, genética, bacteriológica, manipulación genética...

De estas raíces brota el ateísmo actual. La afirmación de sí mismo, llevada hasta el extremo, desemboca en la negación de Dios. Con Feuerbach y Marx y, más tarde, con Nietzsche y Freud, el ateísmo se convierte en una visión del mundo, que alcanza dimensiones universales. Este ateísmo del hombre actual se manifiesta, no sólo en el ateísmo declarado, sino en la indiferencia o alejamiento práctico de la vida de fe. Para muchos Dios es completamente irrelevante en su existencia. Viven en un divorcio total entre fe y vida. La fe no tiene nada que ver con la vida. Una fe inmadura, apoyada en el ambiente social, no resiste los embates de la secularización, la urbanización, el anonimato, las relaciones funcionales despersonalizadoras o movilidad de la sociedad actual. El éxodo del campo a la ciudad, la emigración a un país extranjero como refugiado o exilado o por razones de trabajo, quitan el apoyo sociológico de la fe, y el aislamiento o el nuevo ambiente adverso o indiferente a la fe provocan el abandono o el alejamiento de la propia creencia. El bombardeo de ideas, costumbres y valores del nuevo ambiente sacuden la fe del hombre, sumiéndolo en el indiferentismo. El hombre actual es víctima constante de los medios de comunicación que le inoculan un nuevo estilo de vida, en el que la fe en Dios se sustituye por otros valores como el consumismo: el afán de poseer, el poder, el placer. Los ídolos de la riqueza, el dominio y el sexo se levantan hasta sustituir a Dios que no admite que "se sirva a dos señores". Hoy el ateísmo se ha impuesto en la sociedad. El Vaticano II es consciente de esta realidad, que considera "como uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo y que, por ello, debe ser examinado con toda atención" (GS 19-20)

El progreso de las ciencias exactas ha llevado al hombre a no admitir más que aquello que se puede probar empíricamente y a negar, por tanto, a Dios. El avance de la tecnología, al suministrar al hombre poder sobre la naturaleza y aún sobre los mecanismos psicológicos y sociales, persuade al hombre de su omnímoda capacidad de reemplazar o sustituir a Dios para organizar su vida. Dios es una hipótesis inútil e innecesaria. La creciente independencia o autonomía a todos los niveles ha confirmado en el hombre actual el sentimiento de autosuficiencia. El hombre se basta a sí mismo, sin necesidad de recurrir a un Dios, que está en el cielo. Pero todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy sorprendentes y útiles que sean, no pueden calmar la ansiedad del hombre. La técnica, con sus avances, está transformando la faz de la tierra e intenta la conquista de los espacios interplanetarios. La medicina curativa y preventiva, puede alargar la vida del hombre, pero la prórroga de la longevidad no puede satisfacer ese deseo de vida sin fin que surge ineluctablemente en el corazón del hombre.

La Iglesia hoy, en su evangelización, se enfrenta con este hombre moderno, racional y secularizado, técnico y hedonista, pero que no ha resuelto el problema de su vida, pues no sabe cuál es el sentido de su existencia. ¿Cómo salvar a este hombre? ¿Cómo anunciarle el amor de Dios? En un mundo cargado de sospechas @cerca de Dios, la nueva Evangelización debe levantar la luz de la fe en el Dios amor, manifestado en la cruz de Jesucristo y presente en su Iglesia en medio del mundo. En esta situación existencial del hombre, esclavo por el temor a la muerte, es necesario que resuene el kerigma, el anuncio de la resurrección de Jesucristo como Buena Noticia. Jesucristo, entrando en la muerte, ha roto el círculo de la muerte con su resurrección. Ha abierto al hombre un camino hacia la vida y la libertad. Sin el miedo a la muerte por el don del Espíritu Santo, habiendo quedado "vencido el señor de la muerte", el hombre puede pasar libremente la barrera que le separa del otro y amarlo. "La muerte ha sido devorada en la victoria" (1Co 15,54-57). En el hombre liberado del temor a la muerte nace el amor cristiano: amor hasta la muerte, amor en la dimensión de la cruz, amor al enemigo (Jn 15,12-13; Mt 5,43-48).


C) VATICANO II: NUEVA IMAGEN DE LA IGLESIA

El Concilio Vaticano II se propone presentar un rostro renovado de la Iglesia. La Constitución sobre la Iglesia es el fruto mayor del Vaticano II. Es el texto central, el corazón del Concilio, alrededor del cual giran todos los demás. La Lumem gentium es como la encarnación del espíritu que ha animado a los padres conciliares; por ello da sentido y medida a los demás. Su significación trascendental para la historia de la Iglesia radica en ser el primero y más amplio documento en el que un concilio trata explícitamente de la Iglesia en el horizonte total en que nos lo ofrece la revelación, sin que sus declaraciones se limiten a exponer verdades amenazadas por la herejía y, por tanto, sin que sus perspectivas estén condicionadas por intereses apologéticos. La Lumen gentium es la expresión de la conciencia que la Iglesia tiene de su misterio y de su misión. Presenta la doctrina sobre la Iglesia con un lenguaje bíblico y en forma positiva, de modo que la Iglesia se haga estimar por lo que es en sí misma, más que por su oposición a las ideas que otros tienen de ella.

El Papa Juan XXIII marca claramente esta finalidad en su discurso de apertura: "La Iglesia se opuso siempre a los errores. Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que la severidad. Piensa que hay que remediar a los necesitados mostrándoles la validez de su doctrina sagrada más que condenándolos". Pablo VI acepta esta herencia de Juan XXIII y la desarrolla al inaugurar la segunda sesión del Concilio: "Nos parece que ha llegado el momento en que la verdad acerca de la Iglesia de Cristo debe ser más y mejor estudiada, comprendida y formulada, quizás no a través de esas afirmaciones solemnes que se llaman definiciones dogmáticas, pero sí mediante declaraciones por las que la Iglesia manifieste con más claras y ponderadas enseñanzas lo que piensa de sí misma. Esperamos que el Espíritu de verdad otorgue una mayor luz en este concilio ecuménico a la Iglesia docente e inspire una doctrina más clara sobre la misma Iglesia, de tal modo que, como Esposa de Cristo que es, busque su imagen en El mismo y en El mismo trate, movida por su encendido amor, de descubrir su propia naturaleza, es decir, esa hermosura que El mismo quiso que resplandeciera en su Iglesia".

La reflexión de la Iglesia sobre sí misma la hace descubrir sus fundamentos en Cristo y en el Espíritu. No es la suya, pues, una autocontemplación morbosa, sino pura referencia a Cristo, de quien le llega la vida y de quien se sabe con la obligación de ser espejo viviente; pura referencia al Espíritu, agente de este conocimiento de la Iglesia y de su caminar en Cristo hacia el Padre. La Iglesia, olvidándose de sí misma, se sumerge en Aquel que constituye el fondo de su misterio. No es una contemplación narcisista y egoísta, sino una eucaristía consciente a Cristo, que vive en ella. Por esto, su misma reflexión conciliar es obra del Espíritu Santo: "El Espíritu está aquí, y queremos recordar esta doctrina fundamental y esta presencia viva para experimentar de nuevo y de modo absoluto y casi infalible la comunión con Cristo vivo, puesto que el Espíritu nos une con El. Afirmamos esta presencia del Espíritu porque ha llegado la hora en que la Iglesia ha de decir de sí misma lo que Cristo quiso y pensó al instituirla y lo que devota y fielmente han ido desarrollando los Padres, los Pontífices y los Doctores en esa especie de sabia meditación. Es preciso que la Iglesia se defina a sí misma y que de esta genuina consciencia extraiga la doctrina que el Espíritu Santo la confió, según la promesa del Señor: El Espíritu Paráclito, que el Padre mandará en mi nombre, os enseñará y os recordará todo cuanto yo os he dicho (Jn 14,26)".

"Pero que nadie piense -continúa Pablo VI- que, al contemplarse a sí misma, la Iglesia va a recrearse en sí misma y va a olvidarse de Cristo, de quien recibe y a quien debe todo, o del género humano, para cuyo servicio ha nacido. La Iglesia se sitúa entre Cristo y la humanidad pero no prendada de sí misma, no como un cristal opaco que impide la visión, no como constituyéndose en su propio fin, sino muy al contrario, preocupada constantemente por ser toda de Cristo, en Cristo y para Cristo; por ser toda de los hombres, entre los hombres, para los hombres". El fin último de la historia humana no es la Iglesia, sino el Reino de Dios, reunión definitiva de todos bajo la guía y la paz de Cristo. La Iglesia es, en la obediencia y en la fe, una referencia viviente al verdadero centro de toda la creación: Cristo (Col 1,15-20). Por esto se describe a sí misma "como un reflejo de aquella luz, que es Luz de todas las gentes" (LG 1).

La Lumen gentium trata del misterio de la Iglesia en su presencia concreta en la historia, que va desde la Pascua a la Parusía. El hecho de tratar de la Iglesia como Pueblo de Dios, antes de tratar de la jerarquía, de los laicos y de los religiosos, tiene una gran importancia. Si la Iglesia es un misterio, ninguna estructura particular puede considerarse como totalizante de ella. La vida eclesial se desarrolla en la riqueza de la comunión total de todos los que, reunidos por el Espíritu, viven como Iglesia. Esto es anterior a toda diversificación de oficio o estado. Se establece, ante todo, la igualdad fundamental de todos los miembros de la iglesia. La responsabilidad no queda reservada a una sola categoría de personas, sino a todos, según las modalidades diversas de participación en la única corresponsabilidad. La autoridad aparece en esta visión, no como poder, sino como servicio, que coordina el ejercicio de la responsabilidad común intereclesial.

La imagen de la Iglesia de la contra-reforma semejaba a una pirámide. En la cima estaba el Papa. En él se concentraba, por decirlo así, toda forma de existencia de la Iglesia. Debajo estaban los obispos, después los sacerdotes, los religiosos y, finalmente, los laicos, que consentían a esta pirámide apoyarse sobre la tierra. Se trata de una imagen, que no puede tomarse a la letra, pero responde a una mentalidad. La nueva imagen del Pueblo de Dios, dada por el Vaticano II, ha cambiado esta visión. Su imagen es la de los círculos concéntricos. La Iglesia es el conjunto de los bautizados y confirmados. Bajo este punto de vista, papa, obispos, sacerdotes, religiosos y laicos son iguales, porque todos ellos son "fieles", es decir, santificados por la fe en Cristo. Todos son discípulos de Cristo, los "santos"
de que habla San Pablo, los "elegidos", "hermanos". Todos
unidos constituyen un "sacerdocio real" (CEC 1546-1547).

En el interior de este Pueblo de Dios, se encuentran los presbíteros, que, permaneciendo "fieles", se distinguen de los laicos por una consagración especial para hacer presente a Cristo en la Iglesia en su función de Cabeza de la Iglesia. En el interior de este círculo se encuentran los obispos. Ellos poseen la plenitud del sacerdocio. Representan a Cristo como "Pontífice Supremo" (LG 21). Reunidos en colegio, ejercen el servicio de la autoridad suprema de la Iglesia. Representan a Cristo en las respectivas Iglesias extendidas por el mundo. Dentro se encuentra el Papa. El ha recibido la misión de "presidir la asamblea de la caridad", testimoniando la unidad (LG 13). Esta misión de unidad comporta un primado de jurisdicción, que no le puede separar de sus "hermanos en el episcopado", pues él es también miembro del Colegio Episcopal, ni de los demás "fieles", pues él pertenece también al Pueblo de Dios.

El Concilio Vaticano II concibe a la Iglesia apoyada sobre cuatro puntos: la revelación, la liturgia, la vida de la Iglesia y el hombre actual. Esta orientación aparece en sus cuatro constituciones: Dei Verbum, Sacrosantum concilium, Lumen gentium y Gaudium et spes. En el Documento sobre la formación de los presbíteros propone: "Ordénese la teología de forma que, ante todo, se propongan los temas bíblicos; aprendan también a reconocerlos presentes y operantes en las acciones litúrgicas y en toda la vida de la Iglesia; y a buscar la solución de los problemas humanos bajo la luz de la revelación, aplicando las verdades eternas a la variable condición de las realidades humanas y a comunicarlas de un modo apropiado a los hombres de nuestro tiempo" (OT 16).

Es la Palabra anunciada, acogida y celebrada la que convoca, alimenta y sostiene a la comunidad cristiana. Es la Liturgia la que hace viva y eficaz la Palabra, llevando a los fieles de la división a la comunión, formando un Cuerpo, que tiene a Cristo como cabeza. Es la comunidad eclesial la que anuncia y celebra agradecida la Palabra cumplida en ella. La fe creída, celebrada y vivida se hace testimonio para el mundo. De la vida surge necesariamente la misión: "Quienes con la ayuda de Dios han acogido la llamada de Cristo y han respondido libremente a ella, se sienten por su parte urgidos por el amor de Cristo a anunciar por todas partes en el mundo la Buena Nueva. Este tesoro recibido de los apóstoles ha sido guardado fielmente por sus sucesores. Todos los fieles de Cristo son llamados a transmitirlo de generación en generación, anunciando la fe, viviéndola en la comunión fraterna y celebrándola en la liturgia y la oración" (CEC 3).

El Catecismo de la Iglesia Católica, síntesis de la fe de la Iglesia, que busca "la renovación de la vida eclesial, deseada y promovida por el concilio Vaticano II", se basa igualmente sobre la Palabra de fe, la celebración litúrgica de la misma fe y la traducción de esa fe en la vida, sostenida por la gracia de Dios implorada en la oración. Éstas son las cuatro partes del Catecismo. Y ésta es la descripción de la Iglesia primitiva: "Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones" (Hch 2,42).


D) EN EL UMBRAL DEL TERCER MILENIO

La Iglesia tiene siempre necesidad de renovarse, de volver a las fuentes, para ser la Iglesia que Cristo quiso al fundarla. Constituida por hombres, que viven en medio del mundo, se contagia fácilmente del espíritu del mundo, pero el Espíritu Santo no cesa de infundir en ella el deseo de santidad, de fidelidad a Cristo. Y, para ello, no cesa de suscitar santos que ayudan a toda la Iglesia a realizar el deseo de Jesucristo. En el umbral del tercer milenio del cristianismo Juan Pablo II, el incansable apóstol de la nueva evangelización para la renovación de la Iglesia, nos invita a confiar en el Espíritu Santo que, "con la fuerza del Evangelio rejuvenece a la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo" (LG 4).

En este breve recorrido por la historia de la salvación aparece una constante del actuar salvífico de Dios. De la masa pecadora de la humanidad separa a Abraham para hacerlo "bendición para todas las naciones". De las naciones se elige un pequeño pueblo, con el que se une en alianza, para salvar a todos los pueblos. De la dispersión del exilio entre las naciones rescata un resto para llevar adelante la salvación. Jesús elige "doce para que estén con él y enviarlos en misión" hasta los confines de la tierra. Cuando las masas entran en la Iglesia, Dios separa a los monjes y religiosos para que, separados del mundo, vivan con él y evangelicen al mundo. Dios siempre saca de la masa la levadura y vuelve a mezclarla con la masa, para que toda ella sea fermentada. Hoy, en nuestra sociedad secularizada y atea, Dios sigue actuando de igual modo. Su fidelidad es eterna. Hoy, en el umbral del tercer milenio, el Espíritu Santo sigue suscitando santos y fundadores de movimientos y nuevas comunidades para la renovación de la Iglesia y la evangelización del mundo. En la vigilia de Pentecostés de 1998, con gozo indecible, lo testimoniaba el Papa Juan Pablo II: El pueblo de Dios se prepara para cruzar el umbral del tercer milenio de la era cristiana. Los movimientos y nuevas comunidades representan uno de los frutos más significativos de la primavera de la Iglesia que anunció el concilio Vaticano II, pero que, desgraciadamente, a menudo se ve entorpecida por el creciente proceso de secularización. Su presencia es alentadora, porque muestra que esta primavera avanza, manifestando la lozanía de la experiencia cristiana fundada en el encuentro personal con Cristo. A pesar de la diversidad de sus formas, se caracterizan por su conciencia común de la "novedad" que la gracia bautismal aporta a la vida, por el singular deseo de profundizar el misterio de la comunión con Cristo y con los hermanos, y por la firme fidelidad al patrimonio de la fe transmitido por la corriente viva de la Tradición. Esto produce un renovado impulso misionero que lleva a encontrarse con los hombres y mujeres de nuestra época, en las situaciones concretas en que se hallan, y a contemplar con una mirada rebosante de amor la dignidad, las necesidades y el destino de cada uno.

Lo que sucedió en Jerusalén hace dos mil años, se renueva esta tarde en esta plaza, centro del mundo cristiano. Como entonces los Apóstoles, también nosotros nos encontramos reunidos en un gran cenáculo de Pentecostés, anhelando la efusión del Espíritu. Aquí queremos profesar con toda la Iglesia que "uno sólo es el Espíritu, uno sólo el Señor, uno sólo es Dios, que obra todo en todos" (1Co 12, 4-6). El Espíritu Santo está aquí con nosotros. El es el alma de este admirable acontecimiento de comunión eclesial. El Espíritu Santo, que ya actuó en la creación del mundo y en la antigua alianza, se revela en la Encarnación y en la Pascua del Hijo de Dios, y casi "estalla" en Pentecostés para prolongar en el tiempo y en el espacio la misión de Cristo Señor. El Espíritu constituye así la Iglesia como corriente de vida nueva, que fluye en la historia de los hombres.

Siempre, cuando interviene, el Espíritu produce estupor. Suscita eventos cuya novedad asombra, cambia radicalmente a las personas y la historia. Algunos carismas suscitados por el Espíritu irrumpen como viento impetuoso que aferra y arrastra a las personas hacia nuevos caminos misioneros al servicio radical del Evangelio, proclamando sin cesa, las verdades„ de la fe, acogiendo como don la corriente viva de la tradición y suscitando en cada uno el ardiente deseo de la santidad.

En nuestro mundo, frecuentemente dominado por una cultura secularizada que fomenta y propone modelos de vida sin Dios, la fe de muchos es puesta a dura prueba y no pocas veces sofocada y apagada. Se siente, entonces, con urgencia la necesidad de un anuncio fuerte y de una sólida y profunda formación cristiana. ¡Cuánta necesidad existe hoy de personalidades cristianas maduras, conscientes de su identidad bautismal, de su vocación y misión en la Iglesia y en el mundo! ¡Cuánta necesidad de comunidades cristianas vivas! Y aquí entran los movimientos y las nuevas comunidades eclesiales: son la respuesta, suscitada por el Espíritu Santo a este dramático desafio del fin del milenio. Vosotros sois esta respuesta providencial.

Los verdaderos carismas no pueden menos de tender al encuentro con Cristo en los sacramentos. Las realidades eclesiales a las que os habéis adherido os han ayudado a redescubrir vuestra vocación bautismal, a valorar los dones del Espíritu recibidos en la confirmación, a confiar en la misericordia de Dios en el sacramento de la reconciliación y a reconocer en la Eucaristía la fuente y el culmen de toda la vida cristiana. De la misma manera, gracias a esta fuerte experiencia eclesial, han nacido espléndidas familias cristianas abiertas a la vida, verdaderas iglesias domésticas; han surgido muchas vocaciones al sacerdocio ministerial y a la vida religiosa, así como nuevas formas de vida laical inspiradas en los consejos evangélicos. En los movimientos y en las nuevas comunidades habéis aprendido que la fe no es un discurso abstracto ni un vago sentimiento religioso sino vida nueva en Cristo, suscitada por el Espíritu Santo.

Jesús dijo: "He venido a traer fuego a la tierra y icuánto desearía que ya estuviera encendido!" (Le 12, 49). Mientras la Iglesia se prepara a cruzar el umbral del tercer milenio acojamos la invitación del Señor, para que su fuego se encienda en nuestro corazón y en el de nuestros hermanos. Hoy, en este cenáculo de la plaza de San Pedro, se eleva una gran oración: "iVen Espíritu Santo! iVen y renueva la faz de la tierra! iVen con tus siete dones! iVen, Espíritu de vida, Espíritu de verdad, Espíritu de comunión y de amor! La Iglesia y el mundo tienen necesidad de ti! iVen, Espíritu Santo, y haz cada vez más fecundos los carismas que has concedido! Da nueva fuerza e impulso misionero a estos hijos e hijas tuyos aquí reunidos. Ensancha su corazón y reaviva su compromiso cristiano en el mundo. Hazlos mensajeros valientes del Evangelio, testigos de Jesucristo resucitado, Redentor y Salvador del hombre. Afianza su amor y su fidelidad a la Iglesia".