DESIERTO


A) DESIERTO, LUGAR DE PASO

Moisés es el hombre "más humilde" de la tierra (Nm 12,3; CEC 2576). Esa humildad que, en un principio, le hace temblar ante la misión que Dios le encomienda, le ayuda a realizarla, guiando al pueblo con una suavidad sin igual a través de las oposiciones y rebeliones continuas del mismo pueblo. Dios mismo le declara su "más fiel servidor" (Ex 12,7s), lo trata como amigo y le habla cara a cara desde la nube (Ex 33,11). Sostenido por Dios, verdadero guía del pueblo, Moisés conduce al pueblo hacia la libertad, hacia el Sinaí. Sólo un pueblo libre puede aceptar la alianza que Dios le ofrece.

El desierto es el camino escogido por Dios para llevar al pueblo a la tierra prometida, aunque no era el más corto entre Egipto y Canaan (Ex 13,17s). Dios, como guía del pueblo (Ex 13, 21), le conduce por el desierto al Sinaí, donde "los hebreos deben adorar a Dios" (Ex 3,17; 5,1s), recibir la Torá, concluyendo la alianza con ellos. Dios quiso que su pueblo naciera como tal en el desierto. Yahveh "les subió de la tierra de Egipto, les llevó por el desierto, por la estepa y el páramo, por tierra seca y sombría, tierra por donde nadie pasa y en donde nadie se asienta" (Jr 2,5). "Yahveh iba al frente de ellos, de día en columna de nube para guiarlos por el camino, y de noche en columna de fuego para alumbrarlos, de modo que pudiesen marchar de día y de noche" (Ex 13,21; 40,36-38; Dt 1,33; Sal 78,14; 105,39; Sb 10,17; 18,3). De este modo, el camino del desierto, con Dios al frente, es un continuo manifestarse de la gloria del Señor en los "prodigios" (Mi 7,15) que realiza ante el pueblo. En el desierto, cuando Israel era un niño, Yahveh lo amó: "con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como un padre que alza a un niño contra su mejilla; me inclinaba hacia él y le daba de comer" (Os 15,1-4). "Tú, en tu inmensa ternura, no los abandonaste en el desierto", dice Nehemías (Ne 9,19). Y Dios mismo puede decir antes de sellar la alianza con el pueblo: "Ya habéis visto cómo os he llevado sobre alas de águila y os he atraído a mí" (Ex 19,4).

La vida del hombre es un éxodo, un atravesar el desierto de la existencia bajo la gloria de Dios hasta entrar en el Reino. El itinerario del desierto en precariedad lleva al hombre a seguir al Señor en la fe hasta la alianza con El. El desierto es un lugar de paso, no un lugar permanente; es el paso de la esclavitud a la libertad, de Egipto a la tierra prometida: "Halló gracia en el desierto el pueblo que se libró de la espada: va a su descanso (tierra) Israel" (Jr 31,2). El esquema tipo éxodo-desierto-tierra, salir-caminar-entrar sintetizan la experiencia de la vida humana.

Salir es una experiencia fundamental; en primer lugar está el salir de un lugar espacial: de un lugar a otro; y, luego, por derivación, de una situación a otra. Al comienzo de la vida de todo hombre encontramos el salir del seno materno como experiencia primordial, como salida del lugar cerrado, que supone, al mismo tiempo, pérdida de la seguridad, para poder comenzar la vida. Esta situación la encuentra frecuentemente el hombre, tentado, por ello, de renunciar al riesgo de la libertad por temor a la inseguridad. La experiencia del salir, al nacer, se repite en las fases sucesivas del crecimiento humano: salir de la propia familia para formar una nueva, salir de un ambiente conocido, de una situación dada.

El salir está orientado al entrar. Si al salir no correspondiese un entrar, se trataría de un vagar sin meta y sin sentido. En el plan de Dios (Dt 6,27-28), el salir de Egipto es para entrar en la tierra prometida (Ex 3,8;6,3-8), entrar en alianza con Dios, verdadero término de la liberación. El hecho de entrar en el lugar del culto, con las primicias de la tierra, es el cumplimiento del Éxodo (Dt 26,3). Pero entre el salir y el entrar está el desierto, el camino, el tiempo intermedio. La vida humana está llena de tiempos intermedios, que crean una tensión dinámica entre el pasado y el futuro, como por ejemplo el noviazgo, el noviciado. Características del tiempo intermedio son la provisoriedad y la tensión al término final, sin que esto signifique que el tiempo intermedio no tenga su valor. Dios ha querido asumir esta realidad humana fundamental y ha hecho del desierto una etapa privilegiada de la salvación. Así el camino se convierte en experiencia humana cargada de simbolismo: ir por el camino recto o extraviarse, seguir a Cristo, cambiar de dirección o convertirse, seguir los caminos del Señor o caminar según sus designios.

El desierto, camino del pueblo de Dios, es una prueba para saber si Israel cree en Dios, única meta auténtica de la vida: "Yahveh vuestro Dios os pone a prueba para saber si verdaderamente amáis a Yahveh vuestro Dios con todo el corazón y con toda vuestra alma" (Dt 13,4). El desierto es la prueba de la fe; como lugar árido y estéril, "lugar donde no se puede sembrar, donde no hay higueras ni viñas ni granados y donde no hay ni agua para beber" (Nm 20,5). Es inútil la actividad humana; el desierto no produce nada, símbolo de la impotencia humana y, por ello, de la dependencia de Dios, que manifiesta su potencia vivificante dando el agua y el maná, juntamente con su palabra de vida.

En el desierto Dios se revela como salvador de las aguas de muerte de Egipto y conduce al pueblo a las aguas de una vida nueva en la tierra de la libertad. El camino por el desierto es el itinerario de la fe con sus pruebas, tentaciones, rebeliones y murmuraciones. En él se muestra la pedagogía divina para llevar al pueblo a ser "pueblo de Dios", elegido, consagrado, con una misión sacerdotal en medio de las naciones. El Deuteronomio nos da una visión global del tiempo del desierto: "Acuérdate de todo el camino que Yahveh tu Dios te ha hecho andar durante estos cuarenta años en el desierto para humillarte, probarte y conocer lo que había en tu corazón: si ibas o no a guardar sus mandamientos. Te humilló, te hizo pasar hambre, te dio a comer el maná que ni tú ni tus padres habíais conocido, para mostrarte que no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Dios. No se gastó el vestido que llevabas ni se hincharon tus pies a lo largo de esos cuarenta años. Reconoce, pues, en tu corazón que, como un padre corrige a su hijo, así el Señor tu Dios te corregía a ti. Guarda, por tanto, los mandamientos del Señor tu Dios siguiendo sus caminos y temiéndolo" (Ex 8,2-6).

Este caminar por el desierto queda como memorial para Israel en la fiesta de Sukkot: fiesta de las tiendas: "El día quince del séptimo mes, después de haber cosechado el producto de la tierra, celebraréis la fiesta en honor de Yahveh durante siete días. El primer día tomaréis frutos de los mejores árboles, ramos de palmeras, ramas de árboles frondosos y sauces de río; y os alegraréis en la presencia de Yahveh, vuestro Dios. Celebraréis fiesta en honor de Yahveh durante siete días cada año. Durante siete días habitaréis en tiendas, para que sepan vuestros descendientes que yo hice habitar en tiendas a los israelitas cuando los saqué de la tierra de Egipto. Yo, Yahveh, vuestro Dios" (Lv 23,39-43).

La fiesta de las Tiendas era una fiesta agrícola, a la que se superpuso el sentido histórico, vinculándola a la memoria del desierto. Sukkot, fiesta de la vendimia, marcaba el final de la recolección de la fruta, cuando se vivía en el campo, en chozas, uniendo trabajo y cantos de fiesta; se celebraban banquetes, se agitaban ramas y las jóvenes danzaban (Jc 9,25-49; 21,19-23). Terminada la recolección, iban en peregrinación a Jerusalén. Cada peregrino aparecía con un ramillete de palmera, limón, mirto y sauce y, agitando estas ramas, desfilaban ante el templo cantando el Hallel, los salmos de júbilo y acción de gracias a Dios por el don de la cosecha. Pero la fiesta de Sukkot, enraizada en el suelo de la humanidad, en la Escritura se caracteriza, como toda fiesta, por su conexión con la historia de la salvación, poniendo al pueblo en contacto con Dios que actúa sin cesar en favor de sus elegidos.

Esta fiesta celebra la alegría de la cosecha (Ex 23,14-16; 34,22). Pero en el Deuteronomio ya cambió su nombre por el de fiesta de las Tiendas (Dt 16,13-14). Y el Levítico le dio el nuevo contenido histórico, asociándola al desierto, donde los israelitas moraron en tiendas en su marcha itinerante. A los hombres satisfechos, instalados, Dios prefiere los peregrinos, que caminan hacia el futuro, sin raíces permanentes, bajo la guía de la nube de su gloria. La tienda rudimentaria levantada en el patio o azotea, donde el israelita vive durante los siete días de la fiesta, le arrancan de su mundo de instalación, que siempre corrompe la vida. El frágil edificio, expuesto a todos los embates de la intemperie, con un techo de ramas, por el cual se cuelan la lluvia y el viento, pero por el que asoma también la luz del cielo, abre al creyente a lo imprevisible y gratuito del amor de Dios. Así el recuerdo de los amores de Dios se actualizan en la fiesta como garantía de esperanza para el presente y el futuro. El reinado de Yahveh, Señor de la creación y de la historia, se extenderá a todas las naciones, que subirán a Jerusalén para la fiesta de las Tiendas (Za 14,16-19). Esta esperanza hace que el pueblo, en el desierto presente de su vida, se "llene de gozo" (Sal 118; 122;126), pues está en presencia de Dios (Dt 16,11-15; Lv 23,40). Cada año se cumple la profecía de Oseas: "Te haré habitar en tiendas como en los días de tu juventud" (12,10).


B) EL DESIERTO, TIEMPO DE LOS ESPONSALES DE DIOS CON SU PUEBLO

El simbolismo del desierto es doble. Como lugar geográfico, el desierto es una tierra que Dios no ha bendecido. Es rara el agua, como en el jardín del paraíso antes de la lluvia (Gn 2,5), la vegetación nula o raquítica, la vida imposible (Is 6,11); hacer de un país un desierto es devolverle al caos de los orígenes (Jr 2,6; 4,20-26), lo que merecen los pecados de Israel (Ez 6,14; Lm 5,18; Mt 23,38). En esta tierra infértil habitan los demonios (Lv 16,10; Le 8,29; 11,24) y otras bestias maléficas (Is 13,21; 14,23; 34,11-16; So 2,13s). En esta perspectiva, el desierto se opone a la tierra habitada como la maldición a la bendición (Gn 27,27-29.39-40). Ahora bien, Dios quiso hacer pasar a su pueblo por esta "tierra espantosa" (Dt 1,19) antes de hacerle entrar en la tierra en la que fluyen leche y miel. Este acontecimiento transforma su simbolismo. El desierto evoca una época privilegiada de la historia de salvación: el tiempo de los esponsales de Yahveh con su pueblo. En el desierto Dios se manifiesta a su pueblo, le habla al corazón (Os 2,16), le da su palabra sin interferencias, para enamorarlo y ser para ellos "su primer amor". Por eso el pueblo que nace en el desierto, donde está a solas con Dios, -"amado mío, ven, vamos al campo" (Ct 7,12)-, Israel despierta al amor, que se expresa en cantos de fiesta: "Allí cantará como cantaba los días de su juventud, como en los días en que salió de la tierra de Egipto" (Os 2,17). Así ve el tiempo del desierto Jeremías, como noviazgo lleno de ilusión y entrega: "Recuerdo tu cariño de joven, tu amor de novia, cuando me seguías por el desierto, por tierra yerma" (Jr 2,2). Israel arrostraba las fatigas del desierto por seguir a su amado (Ct 2,7;3,2;5,6).

El desierto es el lugar del encuentro con Dios. Es el camino de la fe en Dios como guía único de Israel. En el desierto, donde no hay vida, Dios interviene con amor en favor de su pueblo (Dt 32,10; Jr 31,12; Os 9,10) para unirlo a El; le guía para que pase la prueba (Dt 8,15; 29,4; Am 2,10; Sal 136,16); le lleva sobre sus hombros como un padre lleva a su hijo. Es El quien le da un alimento y un agua maravillosos. Constantemente Dios hace resplandecer su santidad y su gloria (Nm 20,13). El desierto es el tiempo de la solicitud paternal de Dios (Dt 8,2-18); el pueblo no pereció, aunque fue puesto a prueba para conocer lo que había en su corazón. La sobriedad del culto en el desierto era una realidad auténtica, perennemente evocada frente a una piedad formalista (Am 5,25; Hch 7,42). Los cuarenta años de lento caminar en la fe fue una sublime pedagogía divina para que el pueblo se adaptara al ritmo de Dios (Sal 106,13s) y contemplara el triunfo de la misericordia sobre la infidelidad (Ne 9; Sal 78). Recordar el tiempo del desierto fue siempre para Israel actualizar las maravillas que marcaron el tiempo de sus desposorios con Dios: el maná era un alimento celeste (Sal 78,24), un pan de sabores variados (Sb 16,21); celebrar la memoria del desierto será por siempre prenda de una presencia actual, pues Dios es fiel, es un padre amoroso (Os 11), un pastor (Is 40,11; 63,11-14; Sal 78,52).


C) LAS TENTACIONES DEL DESIERTO

El camino del desierto es el itinerario de la fe. Este camino de vida en la libertad, Dios se lo revela al pueblo en la Torá, que se resume en el Shemá: "Escucha, Israel: Yahveh nuestro Dios es el único Dios. Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas" (Dt 6,4). Esto "te hará feliz en la tierra que mana leche y miel" (Dt 6,3). Pero frente a este camino de vida se alzan tres tentaciones, que arrastran al hombre a la muerte: el hedonismo, el deseo de autonomía y el afán de dinero, fuente de gloria.

El hambre y la sed, por expresar una necesidad vital, muestran el sentido de la existencia humana delante de Dios. En el desierto Dios hace experimentar a su pueblo el hambre y la sed para probarlo y para conocer el fondo de su corazón (Dt 8,lss). Israel debía aprender que su existencia dependía totalmente de Yahveh, único que le da el pan y la bebida; pero, más allá de estas necesidades físicas, Israel debe descubrir su necesidad más vital de Dios, dador de vida. Pero el pueblo no comprende y sucumbe a la tentación frente al hambre y la sed: "En el desierto Dios hendió las rocas, los abrevó a raudales sin medida; hizo brotar arroyos de la peña y descender las aguas como ríos. Pero ellos volvían a pecar contra El, a rebelarse contra el Altísimo en la estepa; a Dios tentaron en su corazón reclamando pan para su hambre. Hablaron contra Dios, diciendo: ¿Será Dios capaz de aderezar una mesa en el desierto?" (Sal 78,13-20).

La prueba se convierte en tentación y en ella interviene un tercer personaje, junto a Dios y el hombre: el tentador (CEC 394). La prueba es un don de gracia, ordenada a la vida (Gn 2,17; St 1,1-12), la tentación es una invitación al pecado, que "engendra la muerte" (Gn 3; St 1,13-15). Se trata de la prueba de la fe, que pone en juego la libertad del hombre frente a Dios. El hambre, la sed, el sufrimiento ponen al hombre en la situación de decidirse por la promesa, por la alianza, por el futuro, por Dios o por el presente, por el placer inmediato, por el plato de lentejas de Esaú, las carnes de Egipto, aunque sea en esclavitud. Es la prueba de la fe, que pasan Abraham, José, Moisés, Josué (Hb 11,1-40; Si 44,20; 1M 2,52). Frente a esta prueba, el pueblo sucumbe a la tentación: "Toda la comunidad de Israel murmuró contra Moisés y Aarón en el desierto. Los israelitas les decían: iOjalá hubiéramos muerto en la tierra de Egipto cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta hartarnos. Vosotros nos habéis traído a este desierto para matar de hambre a toda esta asamblea" (Ex 16,2-3).

Esta es una tentación típica de la era tecnológica y de la sociedad de consumo, que multiplica sus productos y con ellos las necesidades artificiales y el deseo de posesión. Esta tentación lleva al hombre actual a perderse en la superficialidad, absorto en los mil espejismos de felicidad, que la publicidad le ofrece para asegurar su vida o darle felicidad, sin dejarle tiempo ni espacio para interrogarse sobre el sentido de su vida. Con las cosas intenta cubrir el vacío interior, que crece en él cada día. El entretenimiento o diversión aliena al hombre de sí mismo. El ser se pierde en el tener. Al final, la depresión es el fruto de la instalación.

La tentación del hedonismo es consecuencia de la tentación de autonomía. El hombre rompe con la creación cuando rompe con el Dios creador. Es otra tentación del desierto y de todo hombre. Es la tentación de Adán y Eva: "ser como Dios, conocedor del bien y del mal" (Gn 3). Es la tentación de Massá y Meribá, "donde los israelitas tentaron a Yahveh diciendo: ¿Está Yahveh entre nosotros o no?" (Ex 17,7). El hombre es hombre por su posibilidad de elegir libremente a Dios. Ahora bien, el hombre se escogió a sí mismo como Dios. El hombre escoge su autonomía, que es lo mismo que su soledad, pensando hallar en ella la vida; pero en ella no encuentra más que la desnudez, el miedo y la muerte. Esto prueba que el hombre ha sido engañado por alguien "que es maligno y mentiroso", que impulsándole a la independencia le lleva a la pérdida de la libertad, que sólo se vive en la verdad (Jn 8,32-44).

La tentación de rebelión contra Dios tiene una doble manifestación: tentar a Dios o negarle. Ante el desierto, ante la historia concreta del hombre, en su condición de criatura con sus límites, ante la cruz de la existencia, ante la prueba, el hombre tienta a Dios (CEC 2119), prueba a Dios, intimándolo a quitarle la cruz, a cambiarle la historia (Ex 15,25;17,1-7; Sal 95,9). El hombre desnaturaliza su relación con Dios cuando cede a la tentación de utilizar a Dios y servirse de El para realizar sus planes, en lugar de abandonarse a El y adorarlo como Dios. La segunda forma de rebelión contra Dios es su negación o ateísmo. Ante la pregunta del desierto "¿está Dios en medio de nosotros o no?", el hombre responde con la negación. Dios es amor y nos llama, en su insondable amor, a entrar en unión con El. La acogida de esta gracia convierte a la persona en creyente. La palabra religio significa una relación de comunión, de religación con Dios. "La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador. Muchos son, sin embargo, los que hoy día se desentienden del todo de esta íntima y vital unión con Dios o la niegan en forma explícita. Es este ateísmo uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo" (CEC 27).

El camino de la vida, que Dios muestra a su pueblo en el desierto, se resume en confesar que "Yahveh, nuestro Dios, es el único Dios". Por ello, cuando el hombre niega a Dios y busca su autonomía, creyéndose más inteligente que El, entonces experimenta la desnudez y el miedo, que le obligan a venderse a los poderes del señor del mundo, y pierde la vida y la fiesta. El hombre sin Dios se construye su becerro de oro, para poder vivir la fiesta, que le es necesaria: "Aarón hizo un molde y fundió un becerro. Entonces ellos exclamaron: Este es tu Dios, Israel, el que te ha sacado de la tierra de Egipto. Viendo esto Aarón, erigió un altar ante el becerro y anunció: Mañana habrá fiesta ante Yahveh" (Ex 32,5). El hombre se vende a la obra de sus manos y celebra sus éxitos, en la pseudofiesta de la diversión. El hombre se vende al dinero, al poder, a la gloria, a la ciencia, porque necesita sentirse dios potente, pues sin Dios no se puede vivir.


D) JESÚS, HIJO DE LA ALIANZA, VENCE LAS TENTACIONES

Jesucristo, "siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios", sino que "se hizo semejante a los hombres" (F1p 2,6-7) y, "habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados", añade la carta a los hebreos (Hb 2,18;4,15).1.ss respuestas que Jesús da al tentador son tres citas del Deuteronomio, que recuerdan tres acontecimientos de la permanencia de Israel en el desierto. Las tentaciones de Jesús se comprenden desde la historia de las tentaciones de Israel, que son las tentaciones de todo hombre. Jesús asume en su persona a Israel para integrarlo en su fidelidad a Dios.

En los tres evangelios sinópticos, las tentaciones de Jesús siguen a la narración del bautismo en el Jordán. En el bautismo el cielo cerrado se abre (Mc 1,10; Is 63,19; Ez 1,1) y Jesús ve al Espíritu Santo "descender sobre Él". El tiempo del Éxodo y de los profetas retornan porque el Espíritu es dado a Jesús. La voz que se siente -"Tú eres mi hijo predilecto, en ti me complazco" (Mc 1,11)- evoca a Isaac, "el hijo predilecto", el hijo obediente que "es atado sobre la leña" (Gn 22,2-9) y contempla, según la tradición hebrea, los misterios de Dios. Esta palabra evoca también la profecía mesiánica de Natán hecha a David: "Será para mí hijo" (2S 7,14), que recoge el salmo (2,7) y también el comienzo de los cantos del Siervo (Is 42,1). Jesús, "el Hijo amado" del Padre, bautizado en el Jordán, como Israel atravesando el mar Rojo, recibe el Espíritu para entrar en el desierto como Siervo que cumple una misión: llevar a cumplimiento las esperanzas mesiánicas, en la obediencia y sacrificio prefigurado en Isaac. Esto es Jesús, quien es "arrojado al desierto", como el macho cabrío que llevaba sobre sí al desierto todas las iniquidades del pueblo en la fiesta de Yom Kippur. Así Jesús va al encuentro de Satanás, el dominador del reino del pecado.

Jesús pasa en el desierto "cuarenta días y cuarenta noches" (Mt 4,2), como Moisés estuvo sobre el Sinaí en presencia de Dios "cuarenta días y cuarenta noches sin comer pan ni beber agua" (Dt 9,9-18), esperando la Palabra del Señor. Allí se le presenta el diablo, que es el que divide, el que intenta separar a Jesús del Padre, robarle la palabra recibida en el bautismo (CEC 2851-2853). Pero Jesús no pronuncia la palabra que le sugiere el diablo para cambiar las piedras en pan, sino que se apoya en la palabra de Dios: "No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios". El se nutre de la palabra y del acontecimiento bautismal apenas recibido: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco" (Mt 3,17). Así se muestra Hijo y "cumple toda justicia". Jesús vive la palabra del libro de la Sabiduría: "De este modo, los hijos que amas aprendían que no son las diversas especies de frutos las que alimentan al hombre, sino que es tu palabra la que mantiene a los que creen en Ti" (Sb 16,26).

Durante la primera tentación, Jesús se muestra como hijo obediente y fiel, que se alimenta de la palabra del Padre. Satanás, entonces, le tiende otra trampa, llevándole al pináculo del templo, lugar no sólo de la presencia de Dios, sino también de la protección de Dios, lugar donde se encuentran "los ojos y el corazón de Dios" (1R 9,3), lugar donde su sekinah extiende las alas para proteger al justo (Ex 19,4; Dt 32,11). Sobre el pináculo del templo, el diablo le propone: Si eres hijo de Dios, manifiéstalo, tírate de lo alto y las alas protectoras de Dios te custodiarán mediante sus ángeles. Así todos sabrán que eres el Mesías esperado y acogerán tu mensaje. "El que mora bajo la protección del Señor y en El confía, refugiándose bajo sus alas, será protegido y no temerá algún mal, pues el Señor ha dado orden a sus ángeles de custodiarlo en todos sus pasos" (Sal 91).

Jesús se mantiene fiel. No tienta a Dios como el pueblo en el desierto; no necesita "signos" maravillosos para confiar en El. La historia según el plan del Padre es buena, aunque pase por el desierto, por la insignificancia de proceder de Nazaret y no sea escriba o sacerdote de Jerusalén; es buena aunque pase por la cruz: "En lugar de la gloria que le proponía, se sometió a la cruz sin miedo a la ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios" (Hb 12,2). Satanás, en la tercera tentación, le propone su ayuda, como dominador del mundo (lJn 5,19; Ap 13,3-8), ofreciéndole riqueza, poder y gloria. Jesús, realmente rey, rechaza la tentación de Satanás. Su reino no es un reino de dominio (Jn 18,33-37). Su corona será una corona de espinas y su trono, la cruz. Jesús acepta el camino que el Padre le muestra: el del justo que entrega la vida para inaugurar el reino del amor, el reino del Dios: "Apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás y sólo a Él darás culto" (Mt 4,10; CEC 538-540).

Jesús ha cumplido el Shemá: El Señor es el único Dios. Y, por tanto, no se puede servir, ni dar culto a Dios y al dinero (Mt 6,24). No son las fuerzas humanas sino Dios Padre quien le da en herencia los pueblos. El Shemá, que Jesús recita dos veces al día, se hace carne en su vida, es su misma vida. Corazón, alma y fuerzas manifiestan que El es totalmente Hijo, el Hijo de la Alianza, el Israel de Dios. Cristo opone una triple renuncia al triple pecado del pueblo: negarse a sí mismo, confiar no en sí mismo sino en Dios, adorándolo como único Dios (CEC 2846-2849). Así Jesús lleva a cumplimiento el Éxodo. Él es, en su persona, el lugar, el camino de nuestro paso al Padre, el lugar donde el Padre se hace presente (Jn 14,7), el paso obligado para entrar en la gloria (Jn 14,6), alimento y fuerza a lo largo del itinerario de conversión que lleva al Reino. Cristo, "camino, verdad y vida", es nuestro desierto, el lugar de nuestros esponsales con Dios.

El Exodo, para los profetas y para el Nuevo Testamento, manifiesta el camino de todo creyente (Sal 95; Hb 4,7.11). Egipto es figura de la esclavitud del pecado; el desierto corresponde al itinerario de la conversión; la Tierra equivale al "ser en Cristo" (Col 1,13s). El desierto, símbolo del caos original, de la esterilidad de la tierra (Nm 20,5) y del hombre, muestra a Dios como creador y recreador de la vida (Sal 104; Is 41,18s; 43,19; 51,9-11). La recreación es obra gratuita y exclusiva de Dios. La conversión es un don de Dios, fruto de su espíritu, como anuncian los profetas para el tiempo mesiánico: "Os daré un corazón nuevo y un espíritu nuevo" (Ez 11,19; Jr 31,31-34). La misión de Juan Bautistá consiste en anunciar esta conversión para "preparar la vía al Señor" (Mc 1,2-5). Y tras él, Jesús anuncia el gran acontecimiento: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca: convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1,15). Con la llegada de Jesús llega el tiempo de la conversión, de renacer a una vida nueva. La misericordia de Dios 'se hace presente. Misericordia, que en nuestras lenguas latinas hace referencia al corazón, en hebreo la palabra rahamin hace referencia a la matriz. Se trata de entrar en el seno y renacer de nuevo, como dice Jesús a Nicodemo. O como dice, mostrando un niño para explicar lo que es la conversión: "Si no os convertís, haciéndoos como niños no entraréis en el Reino de los cielos" (Mt 18,3). Se trata de nacer, convertirse en otro hombre, pequeño, no autónomo e independiente del Padre, sino que vive en dependencia filial del Padre.

La conversión es reconocer confiadamente ante Dios el propio pecado y ponerse en las manos de Dios. El se encarga del perdón y la regeneración: "Si reconocemos nuestros pecados, Dios que es fiel y justo perdona nuestros pecados y nos purifica de toda injusticia" (Jn 1,9). Este es el caso de la pecadora en casa de Simón (Lc 7,36-50), de Zaqueo (Lc 19,1-10), del ladrón en la cruz (Lc 22,39-43). Y cuando el hijo pródigo vuelve y confiesa: "Padre, he pecado", se organiza sin más la fiesta y se le reviste de las vestiduras de hijo. Un banquete festivo sella la conversión de Mateo, de Zaqueo, del hijo pródigo; y las parábolas de la misericordia (Le 15) nos presentan toda la alegría de Dios en el perdón y la fiesta de la que participan los ángeles del cielo, los amigos y vecinos. El cielo y la tierra celebran la comunión del amor restablecido con el perdón. Cristo, con el don de su Espíritu, comunica una vida nueva, que florece en fiesta. En Cristo han hallado su amén todas las promesas de Dios (2Co 1,20). La fiesta es el amén del hombre a Dios, la aclamación a su gloria, el canto agradecido de alabanza a su bondad y fidelidad. Es la invitación al canto universal de la creación (Sal 97). La fiesta brota del corazón rebosante de vida y alegría, se difunde envolviendo cuerpo y espíritu y salta a la comunidad de los hermanos, cuerpo único rebosante del mismo gozo del Espíritu. La fiesta es efusión de gozo, que alumbra en el arte, la belleza, el canto y la comunión fraterna. Vestido, comida y danza, abundancia y derroche son expresiones de la riqueza interior de la fiesta. Es el hombre que en Cristo se ve a sí mismo como imagen del Dios del amor, del Dios de la vida y la alegría (lJn 1,3-4) .

El desierto es el tiempo que el cristiano vive en la liturgia de la cuaresma. La cuaresma le orienta a renovar su bautismo, siguiendo las etapas del antiguo catecumenado. La palabra de Dios, que se proclama, le introduce en la experiencia vital de la salvación que nos alcanzó en el bautismo. El bautizado entra a participar de la victoria de Cristo sobre las tentaciones y, de este modo, se constituye en el nuevo pueblo de Dios que realiza el éxodo de la esclavitud del mal a la libertad del amor de Dios. Victorioso de las tentaciones, el bautizado setransforma en imagen del Señor (2Co 3,18), viviendo la experiencia de una transfiguración con Cristo. Efectivamente, el cristiano recibe incesantemente el agua viva del Espíritu Santo, la luz de la fe para reconocer al Señor en la vida y bendecirlo por los prodigios de salvación que realiza en su existencia; así camina en una vida nueva, que no es fruto de sus fuerzas o propósitos, sino absolutamente don de Dios, pues es vida divina, vida de resucitado.

Los cuarenta días de la cuaresma hacen vivir al cristiano la experiencia del perdón. Cuarenta días duran las aguas del diluvio (Gn 7,17), antes de que Dios selle el pacto con Noé en favor de toda la creación. Cuarenta días está Moisés en el monte antes de recibir el don de las nuevas tablas de la Torá, signo del perdón de Dios del pecado idolatría. Cuarenta años camina Israel por el desierto antes de entrar en la Tierra, signo del perdón de sus infidelidades. Cuarenta días Elías camina en el desierto para encontrarse con el Señor en el Hored. Cuarenta días Jesús, nuevo Moisés y nuevo Elías, pasa en el desierto; al final sale con la victoria sobre las tentaciones, signo y realidad de victoria sobre el pecado. Cuarenta días se manifiesta el Resucitado antes de la Ascensión a la gloria, signo del tiempo de la Iglesia peregrina en la tierra con el Señor Resucitado, en la espera de participar con El en el Reino del Padre.

Pablo recoge la tipología del Exodo y distingue dos éxodos: el de Egipto y el del final de los tiempos (1Co 10,11). Entre los dos éxodos se extiende el tiempo de la salvación. El segundo éxodo ha comenzado con la resurrección de Cristo: el cristiano camina, pues, bajo la nube de la gloria de Dios a través del mundo. Esto significa morir al hombre viejo en el bautismo y renacer como hombre nuevo, pasando de la muerte a la vida. Bautizados en la nube y en el mar, somos alimentados con el pan vivo y abrevados con el agua del Espíritu que brota de la roca; y esta roca es Cristo (1Co 10,1-4). Por ello, el bautizado "vive en Cristo"; con él atraviesa el desierto, figura de la vida peregrina en la tierra. El cristiano, en la Iglesia, vive en el desierto hasta el retorno glorioso de Cristo, que pondrá fin al poder de Satán (Ap 12,6-14). Cristo es el agua viva, el pan del cielo, el camino y el guía, la luz en la noche, la serpiente que da la vida a quienes le miran para ser salvos (Nm 21,4-9; Jn 3,14); es aquel en quien se realiza el conocimiento íntimo de Dios por la comunión de su carne y de su sangre. En Cristo, la figura se hace realidad.