ALIANZA


A) LA ALIANZA DEL SINAÍ

El camino del desierto fue el itinerario escogido por Dios para llevar al pueblo a una vida de comunión con Él, en alianza con El. De Egipto salió "una muchedumbre abigarrada, una masa de personas" (Ex 12,37-39). Es una "chusma" confusa (Nm 11,4) la que se ha visto liberada de la esclavitud. Apenas existen lazos de unión entre ellos. La unión se va a establecer, entre ellos y Dios, y entre sí, mediante la alianza. En el Sinaí se va a constituir el pueblo de Dios. Con la alianza comienza Israel su existencia como pueblo (Ex 19-24). Los momentos fundamentales de la historia de Israel se hallan jalonados por la renovación de esta alianza fundacional (Dt 28-32; Jos 24; 2R 23; Ne 8-10). En el Sinaí Yahveh otorga su alianza al pueblo, que la acepta con su fe (Ex 14,31). Dios, que ha hecho a Israel objeto de su elección y depositario de una promesa, le revela su designio: "Si escucháis mi voz y observáis mi alianza, seréis mi propiedad entre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra, pero vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación consagrada" (Ex 19,5).

El motivo de la elección no es otro que "porque el Señor os ama" (Dt 7,8). "Cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: ¿Qué significan esas normas, esas leyes y decretos que os mandó Yahveh, nuestro Dios?, responderás a tu hijo: Eramos esclavos del Faraón y Yahveh nos sacó de Egipto con mano fuerte. Yahveh realizó ante nuestros ojos señales y prodigios grandes en Egipto, contra Faraón y toda su casa. Y a nosotros nos sacó de allí para entregarnos la tierra prometida a nuestros padres. Y nos mandó cumplir todos estos mandamientos..., para que fuéramos felices siempre y para que vivamos como el día de hoy" (Dt 6,20-25).

La alianza parte de Dios, que toma la iniciativa. Dios llama a Moisés para comunicarle las cláusulas de la alianza: "Al tercer mes después de la salida de Egipto, ese mismo día, llegaron los hijos de Israel al desierto de Sinaí. Partieron de Refidim, y al llegar al desierto de Sinaí acamparon en el desierto. Allí acampó Israel frente al monte. Moisés subió hacia Dios. Yahveh le llamó desde el monte, y le dijo: Así dirás a los hijos de Israel: Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios, y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí. Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa. Estas son las palabras que has de decir a los hijos de Israel (Ex 19,1-6).

En el Sinaí Dios se presenta a Israel proclamando: "Yo, Yahveh, soy tu Dios". Sus acciones salvadoras le permiten afirmar, no sólo que es Dios, sino realmente "tu Dios", tu salvador, el "que te ha liberado, sacándote de la esclavitud". La alianza es pura gracia de Dios. El pueblo, que ni siquiera es pueblo, no puede presentar título alguno que le haga acreedor a la alianza con Dios: "Tú eres un pueblo consagrado a Yahveh tu Dios; él te ha elegido a ti para que seas el pueblo de su propiedad personal entre todos los pueblos que hay sobre la haz de la tierra. No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado Yahveh de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que os tiene y por guardar el juramento hecho a vuestros padres" (Dt 7,6-8).

La conclusión de la alianza en el Sinaí es la teofanía grandiosa, que hace sentir al pueblo la presencia de Dios en medio de ellos: "La nube cubrió el monte. La gloria de Yahveh descansó sobre el monte Sinaí y la nube lo cubrió por seis días. Al séptimo día, llamó Yahveh a Moisés de en medio de la nube. La gloria de Yahveh aparecía a la vista de los hijos de Israel como fuego devorador sobre la cumbre del monte. Moisés entró dentro de la nube y subió al monte. Y Moisés permaneció en el monte cuarenta días y cuarenta noches" (Ex 24,15-8). Entonces Yahveh entregó a Moisés las tablas con las Diez Palabras, que Yahveh había escrito (Ex 24,12):

"Yo, Yahveh, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto.
No habrá para ti otros dioses delante de mí. No te harás imagen... Ni te postrarás ante ellas ni les darás culto, pues yo soy un Dios celoso.
No tomarás en falso el nombre de Yahveh tu Dios.
Recuerda el día del sábado para santificarlo. Honra a tu padre y a tu madre,
No matarás.
No cometerás adulterio.
No robarás.
No darás testimonio falso contra tu hermano.
No codiciarás la casa, la mujer..., de tu prójimo" (Ex 20).

El Decálogo, las diez palabras de este Dios rico en amor, son diez palabras de vida y libertad, expresión del amor y cercanía de Dios. La primera palabra del Decálogo es el "Yo" de Dios que se dirige al "tú" del hombre. El creyente, que acepta el Decálogo, no obedece a una ley abstracta e impersonal, sino a una persona viviente, conocida y cercana, a Dios, que se presenta a sí mismo como "Yahveh, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes" (Ex 34,6-7). "La primera de las Diez Palabras recuerda el amor primero de Dios hacia su pueblo... Los mandamientos propiamente dichos vienen en segundo lugar... La existencia moral es respuesta a la iniciativa amorosa del Señor... La Alianza y el diálogo entre Dios y el hombre... se enuncian en primera persona (Yo soy el Señor) y se dirigen a otro sujeto (tú). En todos los mandamientos de Dios hay un pronombre personal en singular que designa al destinatario. Al mismo tiempo que a todo el pueblo, Dios da a conocer su voluntad a cada uno en particular" (CEC 2061-2063).

Vivir el Decálogo no es someterse a un Dios potente que impone su voluntad, sino la respuesta agradecida al Señor que se ha manifestado potente en amor, al salvar al pueblo de la opresión. La liberación de Egipto y la alianza con Dios es lo que ha constituido a Israel como pueblo. Sólo manteniéndose fiel a la alianza seguirá siendo tal pueblo. El Decálogo le recuerda las condiciones para no desaparecer como pueblo. La bondad de Dios, que toma la iniciativa de liberar a Israel y conducirlo a una relación de alianza y comunión con El, es lo que da sentido al Decálogo. "El Decálogo se comprende ante todo cuando se lee en el contexto del Exodo, que es el gran acontecimiento liberador de Dios en el centro de la antigua Alianza" (CEC 2057).

La razón por la que aceptamos los mandamientos de Dios, no es para salvarnos, sino porque ya hemos sido salvados por El. El Decálogo es la expresión de la alianza del hombre salvado con el Dios salvador. La salvación de Dios es totalmente gratuita, precede a la acción del hombre. El Decálogo, que señala la respuesta del hombre a la acción de Dios, no es la condición para obtener la salvación, sino la consecuencia de la salvación ya obtenida. No se vive el Decálogo para que Dios se nos muestre benigno, sino porque ya ha sido misericordioso. Esta experiencia primordial del amor de Dios lleva al hombre a una respuesta de "fe que actúa en el amor" (Ga 5,6). Esta fe se hace fructífera, produciendo "los frutos del Espíritu: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí" (Ga 5,22-23).

El Decálogo es la guía práctica de esa libertad. Es la respuesta de la fe a la acción salvadora de Dios. Es, en definitiva, el seguimiento de Dios. Así, en el Nuevo Testamento, el Decálogo es asumido como creer en Cristo y seguir a Cristo. De este modo el Decálogo significa vivir en la libertad recibida como don de Dios en Cristo Jesús. La libertad humana, don de Dios, no es nunca una libertad vacía, ni caprichosa: "Para ser libres nos libertó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitúd... Porque, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; sólo que no toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros. Pues toda ley alcanza su plenitud en este solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Ga 5).

La conclusión de la alianza tiene su rito y su memorial. Según Ex 24, la conclusión de la alianza tuvo lugar en una celebración litúrgica. Hay dos cosas importantes en toda la ceremonia: en primer lugar, de la sangre (propiedad exclusiva de Dios) se ofrece sólo la mitad a Yahveh, presentándola sobre el altar, mientras que, con la otra mitad, se rocía al pueblo, diciendo: Esta es la sangre de la alianza que Yahveh ha hecho con vosotros, según todas estas palabras; en segundo lugar, antes de rociar al pueblo, es decir, en medio de la liturgia de la alianza, Moisés toma el libro de la alianza y lo lee ante el pueblo, que responde: "Obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho Yahveh". La "liturgia de la palabra", con la palabra del Dios de la alianza y la respuesta del pueblo, da a la alianza una relación comunitaria profundamente personal. Y mediante la acción de rociar a la comunidad con la sangre de la alianza, Dios mismo la declara alianza de sangre, esto es, el lazo más estrecho e indisoluble mediante el cual Dios se puede unir con los hombres.

La alianza crea entre Yahveh e Israel una relación de propiedad: "Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo" (Lv 26,12; Ez 36,28; 37,27; 2Co 6,16; Ap 21,3). Esta pertenencia mutua hace de Israel un pueblo elegido, "un reino de sacerdotes y una nación santa" (Ex 19,6). Se trata de una alianza de amor (Dt 7,7-8), cuyas relaciones son las de un padre con su hijo (Is 44,1-2; 49,1-15; Os 11,1-6) o las de un esposo con su esposa (Os 2-3; Jr 2-3). En el Cantar de los Cantares, la esposa dice: "Mi amado es mío y yo soy suya" (Ct 2,16).


B) SHAVUOT, FIESTA DE LAS SEMANAS Y DE LA ALIANZA

Shavuot es una de las tres fiestas que la liturgia hebrea solemniza de un modo especial, junto con la Pascua y la fiesta de las Tiendas (Ex 23,14-17; 34,18-23; Dt 16,1-17; Lv 23). La Pascua es la fiesta del comienzo de la siega; la fiesta de Pentecostés o de las Semanas se celebra a las siete semanas y un día (pentecostés = el día que hace cincuenta) de haber comenzado la siega. Y el 15 del séptimo mes se celebra la fiesta de la recolección o fiesta de las Tiendas.

Shavuot es la fiesta de las primicias: "Celebrarás la fiesta de las Semanas: la de las primicias de la siega del trigo" (Ex 34, 22). "Llevarás a la casa de Yahveh, tu Dios, lo mejor de las primicias de los frutos de tu suelo" (Ex 34,26; 23,19). Esta fiesta de la siega, al celebrarse a las siete semanas más un día, termina llamándose Pentecostés (Tb 2,1; 2M 12,31-32). En la Pascua se usan panes ázimos, amasados con harina del grano nuevo, sin levadura vieja, como signo de renovación. El pan que se come en Pentecostés, al final de la siega, es fermentado, pan habitual de la vida. Estos cincuenta días, la asamblea del pueblo de Israel celebra, en un clima de alegría y agradecimiento a Dios, el don de la nueva cosecha. Día de ofrenda de las primicias (Nm 28,26ss), fiesta de regocijo y de acción de gracias. Es la ofrenda agradecida a Dios, dueño de la tierra y fuente de toda fecundidad: "He aquí que traigo ahora las primicias de los productos de la tierra que Yahveh me ha dado" (Dt 26,10), confiesa el israelita al presentar su ofrenda.

El judío creyente, aún en el fruto que su mano arranca de la tierra con su trabajo, ve un don de Dios y una prueba más de su bondad. Por ello, de los frutos que gracias a la bendición de Dios se han extraído del suelo, se destinan las primicias como ofrenda agradecida a Dios. Ningún cereal de la nueva cosecha se utiliza antes del 6 de Sivan, fecha en que esa ofrenda se hace efectiva. Shavuot, como Pésaj y Sukkot, es una fiesta de peregrinación. Los peregrinos se organizan en largas procesiones y marchan hacia Jerusalén, acompañados durante todo el trayecto por los alegres sones de las flautas. En cestos decorados con cintas y flores lleva cada uno su ofrenda: primicias de trigo, higos, granadas... Llegados a la ciudad Santa, son acogidos con cánticos de bienvenida y penetran en el templo, donde hacen entrega de sus cestos al sacerdote. La ceremonia se completa con salmos y danzas. Toda fiesta es una invitación a la alegría. Las tres grandes fiestas de peregrinación, -"tres veces al año harás el hag (danza) en mi honor" (Ex 23,14)-, muestran esa alegría con danzas. "Durante tus fiestas te alegrarás en presencia de Yahveh, tu Dios", repite el Deuteronomio (16,11.14); y Nehemías dice: "En el día consagrado al Señor no estéis tristes, pues la alegría de Dios es vuestra fuerza" (8,10).

La primitiva fiesta de las primicias, de origen agrícola, se transforma posteriormente en una conmemoración solemne del don de la Ley y la Alianza del Sinaí (Ex 19). Es la ofrenda de Dios al pueblo, que ha liberado y ahora le obsequia con el don de la Ley. La teofanía de Pentecostés, con el don del Espíritu y los signos que lo acompañan, viento y fuego, será la culminación plena de la teofanía del Sinaí. Pentecostés se convierte finalmente en la fiesta del Espíritu, que inaugura en la tierra la nueva alianza. A través de múltiples figuras, Dios preparó la gran "sinfonía" de la salvación, dice San Ireneo. Y así San Agustín ve la fiesta de Pentecostés como fiesta del don de la Ley para los hebreos y del Espíritu Santo, ley interior de la nueva alianza, para los cristianos.

Pedro, citando a Joel (3,1-5), anuncia que Pentecostés realiza las promesas de Dios (Hch 2). Es la coronación de la pascua de Cristo. Cristo, muerto, resucitado y exaltado a la derecha del Padre, culmina su obra derramando su Espíritu sobre la comunidad eclesial. Así Pentecostés es la plenitud de la Pascua, inaugurando el tiempo de la Iglesia, que en su peregrinación al encuentro del Señor, recibe constantemente de El su Espíritu, que la reúne en la fe y en la caridad, la santifica y la envía en misión. Los Hechos de los Apóstoles, "Evangelio del Espíritu Santo", revelan la actuación permanente de este don (Hch 4,8; 13,2; 15,28; 16,6). Partiendo de la tipología "Moisés-Cristo", aparece una clara vinculación entre la teofanía del Sinaí y la alianza con la efusión del Espíritu Santo en la fiesta cristiana de Pentecostés. En esta fiesta, la comunidad cristiana celebra la ascensión de Cristo, nuevo Moisés, a la gloria del Padre y la donación del Espíritu Santo a los creyentes. La ley de la alianza y el Espíritu, ley interior de la nueva alianza, son las manifestaciones de la economía de salvación en los dos Testamentos.

El Padre no se conforma con entregarnos su propia palabra salvadora en Jesucristo; nos envía también el Espíritu Santo a fin de que podamos responder a su amor con todo nuestro corazón, con toda la mente y con todas nuestras fuerzas. En el marco de la alianza, el hesed (bondad)de Dios es gracia, misericordia y fidelidad; gracias al Espíritu, el hesed del cristiano es fe, obediencia y culto festivo. Cristo, esposo divino, hace a la Iglesia, su esposa, el gran don de su Espíritu. En efecto, "terminada la obra que el Padre había encomendado al Hijo realizar en la tierra (Jn 17,4), fue enviado el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, para que santificara constantemente a la Iglesia" (CEC 767). Simultáneamente con la vida, el Espíritu Santo da al cristiano la ley de esa vida. Gracias al Espíritu Santo comienzan las relaciones de Padre e hijo entre Dios y el hombre. De este modo, toda la vida del cristiano será conducida bajo su acción, en un espíritu auténtico de filiación, espíritu de fidelidad, de amor y confianza y no en el temor del esclavo.


C) LA ALIANZA NUEVA

El pueblo respondió a Dios en el Sinaí: "Haremos todo cuanto ha dicho Yahveh" (Ex 9,8). Pero, pronto, experimentó su incapacidad y, a consecuencia de la infidelidad de Israel (Ex 32; Jr 22,9), la alianza queda rota (Jr 31,32), como un matrimonio que se deshace a causa de los adulterios de la esposa (Os 2,4; Ez 16,15-43). A pesar de ello, la fidelidad de Dios a la alianza subsiste invariable (Jr 31,35-37; 33,20-22). Habrá, pues, una alianza nueva (CEC 64). Oseas la evoca bajo los rasgos de nuevos esponsales, que darán a la esposa como dote amor, justicia, fidelidad, conocimiento de Dios y paz con la creación entera (Os 2,20-24). Jeremías precisa que Dios cambiará el corazón humano y escribirá en él la ley de la alianza (Jr 31,33s; 32,37-41). Ezequiel anuncia la conclusión de una alianza eterna, una alianza de paz (Ez 6,26), que renovará la del Sinaí (Ez 16,60) y comportará el cambio del corazón y el don del Espíritu divino (Ez 36,26ss). Esta alianza adopta los rasgos de las nupcias de Yahveh y la nueva Jerusalén (Is 54). Alianza inquebrantable, cuyo artífice es "El siervo", al que Dios constituye "como alianza del pueblo y luz de las naciones" (Is 42,6; 49,6-7).

Yahveh, en la fórmula de la alianza del Sinaí, se presenta así: "Yo soy Yahveh, tu Dios, que te he sacado de Egipto, de la casa de esclavitud". Yo soy el que está contigo, salvándote. En mi actuar salvador me conocerás siempre. En la plenitud de los tiempos, en la revelación plena de Dios a los hombres, el nombre de Dios es Jesús: "Yahveh salva". Este es "el nombre sobre todo nombre" (Flp 2,10). En

Jesús, el siervo de Dios, se cumplirán las esperanzas de los profetas (CEC 580; 610). En la última cena, antes de ser entregado a la muerte, tomando el cáliz lo da a sus discípulos, diciendo: "Esta es mi sangre, la sangre de la alianza, que será derramada por la multitud" (Mc 14,24p) La sangre de los animales del Sinaí (Ex 24,8) se sustituye por la sangre de Cristo, que realiza eficazmente la alianza definitiva entre Dios y los hombres (Hb 9,11-27; 10,11-14). Gracias a la sangre de Jesús será cambiado el corazón del hombre y le será dado el Espíritu de Dios (Jn 7,37-39; Rin 5,5; 8,4-16). La nueva alianza se consumará en las nupcias del Cordero y la Iglesia, su esposa (Ap 21,2.9).

En Cristo, la ley cede el puesto al Espíritu. El Espíritu es la nueva ley: "No estáis bajo la ley, sino en la gracia" (Rm 6,4), entendiendo por gracia la presencia del Espíritu en nosotros, "pues si os dejáis conducir por el Espíritu, no estáis bajo la ley" (Ga 5,18). Para que el hombre viva conforme a la vocación cristiana, a la que ha sido llamado, necesita ser transformado por el Espíritu. Sólo Él puede darle una mentalidad cristiana, darle los sentimientos del Padre y del Hijo. Antes de nada, es necesario que el cristiano se atreva a llamar al Dios todo santo "Padre"; que tenga la convicción íntima de ser hijo. Esto sólo se lo puede dar el Espíritu: "En efecto, cuantos son guiados por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Porque no recibisteis el espíritu de esclavos para recaer de nuevo en el temor, sino que recibisteis el Espíritu de hijo de adopción que nos hace clamar: iAbba! iPadre! El mismo espíritu da testimonio juntamente con nuestro espíritu que somos hijos de Dios" (Rm 8,14-16). "Porque sois hijos, Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: iAbba! ¡Padre!" (Ga 4,6). El Espíritu Santo, hablando al corazón del cristiano, le da testimonio y le persuade de su auténtica filiación divina. El cristiano, regenerado por el Espíritu, vive según el Espíritu: "El es el Espíritu de la vida o la fuente del agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14; 6,38-39), por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite en Cristo sus cuerpos mortales (Rin 8). El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los cristianos como en un templo (1Co 3,16; 6,19), y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos (Ga 4,6; Rm 8,15-16.26)" (LG 4).

De este modo queda establecida la nueva alianza anunciada por el profeta Jeremías: "Pondré mi ley en el fondo de su ser y la escribiré en sus corazones" (31,31-34). "La ley nos fue dada por Moisés, la gracia y la verdad nos han venido por Jesucristo" (Jn 1,17; CEC 1965-1972). El Espíritu Santo, santificando, iluminando y dirigiendo la conciencia de cada fiel, forma el nuevo pueblo de Dios, cuya unidad no se basa en la unión carnal, sino en su acción íntima y profunda: "Pues los que creen en Cristo, renacidos de germen no corruptible, sino incorruptible, por la palabra de Dios vivo (1P 1,23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (Jn 3,5-6), son hechos por fin linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo de adquisición, que en un tiempo no era pueblo y ahora es pueblo de Dios (1P 2,9-10)" (LG 9; CEC 781-782).

La acción del Espíritu pasa por la vida sacramental para llegar a toda la vida del cristiano y de la Iglesia, a la que edifica con sus dones y carismas: "El mismo Espíritu Santo no solamente santifica y dirige al pueblo de Dios por los sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino que, distribuyendo sus dones a cada uno según quiere (1Co 12,11), distribuye entre los fieles de todo orden sus gracias, incluso especiales, con las que dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia" (LG 12; CEC 798). "Por la gracia del Espíritu Santo los nuevos ciudadanos de la sociedad humana quedan constituidos en hijos de Dios para perpetuar el pueblo de Dios en el correr de los tiempos. Los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneracjón y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificios y anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable (1P 2,4-10)" (LG 10; CEC 1141).


D) ARCA DE LA ALIANZA

En el arca de la alianza se depositan las "tablas del testimonio" (CEC 2058). El arca es el memorial de la alianza y el signo de la presencia de Dios en Israel (Ex 25,10-22; Nm 10,33-36). Sólo a su luz tiene sentido la Ley. La Tienda, en que se coloca el arca de la alianza, esbozo del templo futuro, es el lugar del encuentro de Dios y su pueblo (Ex 33,7-11). Arca de la alianza y tienda de la reunión marcan el lugar del culto a Dios en la liturgia y en la vida.

"Concebirás en tu seno" (Lc 1,31) expresa el cumplimiento de los anuncios proféticos a la Hija de Sión: "Alégrate, Hija de Sión; Yahveh, Rey de Israel, está en tu seno" (So 3,16-17). Por medio de María se realiza la aspiración de la antigua alianza, la habitación de Dios en el seno de su pueblo (Is 12,6; Sal 46,6; Os 11,9; Mi 3,11). El tabernáculo y el templo son la morada de Dios en el seno de Israel (So 3,5; Jl 2,27): "No tiembles ante ellos, porque en tu seno está Yahveh, tu Dios, el Dios grande y terrible" (Dt 7,21). María, Hija de Sión, es la Madre del Mesías y, en el momento de su concepción virginal, Yahveh viene a morar en su seno, como en el arca de la alianza (CEC 2676). Sobre María, nueva arca de la alianza, baja la nube del Espíritu, lo mismo que descendía y moraba sobre la tienda de la reunión de la antigua alianza (Lc 1,35; Ex 40,35). Dios que, en su espíritu, baja a morar en el monte Sinaí, más tarde en el arca y luego en el templo bajo la forma de nube, descansa ahora en el seno de María de Nazaret. Ella, envuelta por la nube del Espíritu, fuerza del Altísimo, está llena de la presencia encarnada del Hijo de Dios.

María se encuentra entre la antigua y la nueva alianza, como la aurora entre el día y la noche. Juan Bautista, aún en el seno de su madre, exulta de alegría al oír la voz del Esposo de la nueva alianza, presente en el seno de María: "El que tiene a la novia es el novio, pero el amigo del novio, el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz de novio. Esta es, pues, mi alegría, que ha alcanzado su plenitud" (Jn 3,29). La descripción de Lucas, que nos presenta a María subiendo "con prisa" a la montaña de Judá, evoca las palabras del libro de la Consolación de Isaías: "iQué hermosos son sobre las montañas los pies del mensajero de la buena nueva que proclama la paz, que trae la felicidad, que anuncia la salvación, que dice a Sión: Tu Dios reina!" (Is 52,7). María es la primera mensajera de la Buena Nueva; en su seno lleva el Evangelio. La exultación suscitada por el Mesías en Isabel y en el hijo que salta de gozo en sus entrañas es la alegría del Evangelio que se difunde en las personas, "llenándolas del Espíritu Santo".

La persona misma de la Virgen parece presentarse ya como el nuevo templo. Lucas nos dice que el ángel Gabriel "entró donde ella" (Lc 1,28). La persona misma de María es el lugar donde Dios desciende a dialogar con ella. Están comenzando los tiempos nuevos. El Dios de la alianza, encarnándose en el seno de una mujer de "la Galilea de los gentiles", es el Dios que se acerca a "toda persona de cualquier nación, que lo tema y practique la justicia" (Hch 10,35). En María, "la llena de gracia", resplandece la iniciativa libre, gratuita y poderosa de Dios, ella no tiene que desplazarse, porque el ángel "es enviado donde ella". En la nueva alianza, no es el hombre quien va hacia Dios, sino Dios quien viene a buscar al hombre. Antes los hombres debían "subir" al templo para hallar la presencia de Dios, ahora es Dios quien "baja" a los hombres. En María Dios desciende en medio de los hombres. La anunciación del Hijo de Dios tiene lugar lejos de Jerusalén y de su templo, porque con la Encarnación María es consagrada como nuevo templo, como nueva arca de la alianza, como nueva morada de Dios. Más tarde serán llamados templo de Dios, además de Cristo, también la Iglesia y los cristianos (Jn 2,21; 1Co 3,16; 6,19).

La imagen del arca aparece en filigrana en la narración de la visitación de María a Isabel. María, que lleva en su seno al Mesías, es el arca de la nueva alianza, el lugar de la presencia de Dios en medio de su pueblo. El relato de Lucas (Lc 1,39-59) parece modelado sobre el del traslado del arca de la alianza a Jerusalén (2S 6,2-16; 1Cro 15-16 y Sal 132). El contexto geográfico es el mismo: la región de Judá. El arca de la alianza, capturada por los filisteos, tras la victoria de David sobre ellos, es llevada de nuevo a Israel en diversas etapas, primero a Quiriat Yearim y luego a Jerusalén. En ambos acontecimientos hay manifestaciones de gozo; David y todo Israel "iban danzando delante del arca con gran entusiasmo", "en medio de gran alborozo"; "David danzaba, saltaba y bailaba" (2S 6,5.12.14.16). Igualmente, "el niño, en el seno de Isabel, empezó a dar saltos de alegría" (Lc 1,41.44). El gozo se traduce en aclamaciones de sabor litúrgico: "David y todo Israel trajeron el arca entre gritos de júbilo y al son de trompetas" (2S 6,15). También "Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó a grandes voces" (Lc 1,41-42).

Durante la peregrinación se revela la presencia de Dios en el arca: Uzzá que, viéndola balancearse sobre el carro, la toca para sujetarla, queda fulminado al instante. Ante esta manifestación de Dios, David, lleno de temor sagrado, exclama: "¿Cómo va a venir a mi casa el arca de Dios?" (2S 6,9). Entonces lleva el arca a casa de Obededom de Gat: "El arca de Yahveh estuvo en casa de Obededom tres meses y Yahveh bendijo a Obededom y a toda su casa" (2S 6,11). Después David hace subir el arca de Dios de casa de Obededom a su ciudad con gran alborozo. María sube a la Montaña, a la casa de Zacarías. La exclamación de Isabel coincide totalmente con la de David: "¿Cómo es que viene a mí la madre de mi Señor?" (Lc 1,43). Tres meses está el arca en casa de Obededom, llenándola de bendiciones, como tres meses está María en casa de Isabel, dichosa de tener junto a sí el arca de la nueva alianza. La liturgia, inspirada en el Evangelio, aplica a María las figuras del arca, del tabernáculo y del templo. Como la canta la liturgia maronita: "Bendita María, porque se convirtió en trono de Dios y sus rodillas en ruedas vivas que transportan al Primogénito del Padre eterno".

San Juan Damasceno en una homilía sobre la Dormición de María imagina así la sepultura de la Virgen: "La comunidad de los apóstoles, transportandote sobre sus espaldas a ti, que eres el arca verdadera del Señor, como en otro tiempo los sacerdotes transportaban el arca simbólica, te depositaron en la tumba, a través de la cual, como a través del Jordán, te condujeron a la verdadera tierra prometida, a la Jerusalén de arriba, madre de todos los creyentes, cuyo arquitecto es Dios".