ORIENTALISMO MARGINAL


La desacralización, está visto, no puede ser nunca total. El mundo no se «desacraliza», sino que asiste a las transformaciones de lo sacro. Vamos a mantenernos en el ámbito de las simples comprobaciones. Una ontología de lo sacro es, por ahora, un tema demasiado importante.

Una de las formas de la transformación de lo sacro es la atención que en Occidente, de modo periódico, se dirige hacia la religiosidad oriental, concretamente hacia el hinduismo y hacia el budismo. El Oriente «exótico» fascina de vez en cuando a algunos occidentales. Ya ocurrió en el siglo XVIII cuando los ilustrados vieron en la religiosidad oriental, a la que, dicho sea de paso, desconocían del modo más completo, un paralelo del deísmo que ellos querían implantar en Europa. Se redescubrió el moralismo agnóstico de Confucio, su religión civil basada en algunos preceptos de sentido común y una cierta moralidad ciudadana.

En el siglo XIx algunos filósofos, como Schopenhauer, dieron vueltas y revueltas al tema del «velo de Maya» para expresar el pesimismo cósmico y la anulación del yo como filosofía de la vida. Pero Schopenhauer era lo más contrario a un gurú y a un maestro budista. Lo suyo era un cálculo, refinadamente occidental, con elementos prestados. El budismo de Schopenhauer es una curiosidad filosófica.

En el siglo xx, puntualmente, retorna la atracción del Oriente. El apogeo se sitúa en los años sesenta; después decae y puede hablarse con propiedad de un «orientalismo marginal». Todo se reduce a contemplar los cánticos de las cabezas rapadas que siguen a Krishna o a interesarse por cursos de yoga, de zen o de la llamada «meditación trascendental». El trasfondo milenario de esas formas religiosas es desconocido casi por completo.

«Yo hago yoga», dice un occidental, casi con el mismo énfasis con el que puede decir «hago jogging». Se trata de seguir una cierta gimnasia, unos métodos de respiración y relajación, para conseguir la tranquilidad y la serenidad. Un auténtico yogui mirará con indiferencia estos escarceos occidentales. El yoga, tanto en el hinduismo como en el budismo, tiende a metas más profundas: la liberación de la intranquilidad cósmica, de la cadena de las reencarnaciones, del mundo de lo limitado. El ideal del yogui es «perderse», identificarse con el Uno-Todo, con Brahmán, con el Universo. No vamos a resumir trivialmente estas creencias. El verdadero yogui lo es siempre, no a ratos perdidos, al acabar el trabajo, para «relajarse» (ya llegaremos a esta mentalidad tan occidental).

«Yo practico el zen». Pero, ¿qué es el zen? Una de las escuelas que surgieron dentro de la rama budista llamada Mahayana («Gran vehículo»). El zen nace en China y pasa a Japón en el siglo XII. Se trata de alcanzar, como Buda, la «iluminación», un estado en el que el hombre consigue liberarse de las ataduras de lo concreto y de lo limitado, de la preocupación. El zen es una práctica humana, un desarrollo de potencialidades existentes en la psique. Mediante las técnicas del zen se trata de adquirir un gran poder de concentración, la posterior iluminación y, como consecuencia, un estilo de vida que ha de notarse en cualquier detalle: en el modo de beber, de preparar el té, de componer unas flores, de fabricar un jardín. Todo sin más objetivo que el mismo zen. Thomas Merton, monje católico, dedicó al zen un libro (El Zen y los pájaros del deseo) en el que puede leerse: «El zen no explica nada. Sólo ve. ¿Qué es lo que ve? No un Objeto Absoluto, sino un Absoluto Ver». Un occidental medio, en el supuesto de que haya entendido esa frase, seguiría preguntando: «pero, ver, ¿qué?». Con lo que demostraría que no había entendido nada.

El zen se ha expresado —cuando pasa al Japón, porque en China hace tiempo que ha desaparecido— en formas poéticas, algunas tan conocidas como el haiko, esos poemitas que han cautivado siempre a los occidentales. Con razón, porque es una poesía que «suspende» el ánimo. Cuando leemos

 

Las tijeras
dudan un momento
ante los crisantemos blancos,

cualquiera con un mínimo de sentido estético se dará cuenta de que ahí existe una adivinación. Lo inanimado, las tijeras, «duda» ante tener que cortar la vida de unos crisantemos hermosos. Y es para dudar: «comprendemos» el ansia de las tijeras. Esto es poesía zen.

La meditación trascendental es casi una multinacional del orientalismo. Su origen es hindú y, más concretamente, «tántrico». No se trata de imponer nada: un credo, una conducta. Tampoco de «rezar» a Dios, ni de esforzarse en que alguna idea penetre en la mente. Al contrario: de nuevo nos encontramos con técnicas de concentración para que el yo se funda en lo único y broten la calma completa y la presencia absoluta del todo.

Ahí está, quizá, lo poco que hemos conseguido entender del fondo doctrinal del hinduismo y del budismo. Al principio se trata de religiones politeístas, pero, según las épocas (y las escuelas, las corrientes), algunas divinidades adquieren más importancia. Nunca tanta como el deseo de que el yo se funda con el todo. Ese Todo (lo Absoluto, lo Uno) recibe el nombre de Brahmán. Y en el Brahmán mismo se origina, por emanación, la «ilusión» (maya en sánscrito) de que las cosas tienen consistencia propia, de que lo sensible es algo. Maya —como una telaraña, como un velo— es lo múltiple que impide darse cuenta de que lo aparente es sólo aparente: samsara. Hay que romper el velo de Maya, liberarse del samsara, darse cuenta de que uno es un momento en lo Unico, Todo, Absoluto, el Brahmán.

Algo parecido es el nirvana, en el ámbito budista. También el budismo es, inicialmente, politeísta, pero más tarde se hace «deísta» y finalmente agnóstico. El objetivo real del hombre ha de ser el nirvana, donde se aniquila el samsara y se evita la cadena de las reencarnaciones. El nirvana no es una vida después de la muerte. Al contrario, es la aniquilación de cualquier deseo, incluido el de la inmortalidad. Es la integración, sin residuo, en el todo vital, en la naturaleza esencial. A este objetivo se consagra el yoga, el zen.

En Occidente, Herman Hesse ha sido quien, en sus novelas, mejor ha ilustrado este mundo orientalista. Ignoro qué puede pensar un maestro oriental sobre las interpretaciones de Hesse, pero el final de El juego de abalorios o Shidarta «trasladan» a un mundo que tiene poco que ver con el sentido occidental de la vida. El hombre occidental —al menos desde el siglo XVII, pero quizá la cosa venga desde mucho antes— prefiere conocer la naturaleza para manipularla. Todo tiene que dar un resultado inmediato, contante y sonante, cash, como decían los pragmatistas norteamericanos. Con esta mentalidad, el acercamiento al yoga, al zen, a la meditación trascendental se convierte casi en un «bricolage» mental: «hágalo usted mismo».

Porque hay una realidad en todas las prácticas del yoga, del zen y de la meditación trascendental que el occidental no asimila con gusto: la necesidad perentoria de un Maestro. Si algo queda claro para nosotros, impertérritos «racionalistas», continuos asertores de la «razón autónoma», del «libre examen», de la «libertad de conciencia», es que en Oriente hay discípulos y maestros. Nadie llegará a utilizar el yoga, a vivir zen (a ser zen) sin un Maestro que va orientando continuamente, que prepara la posible (pero no asegurada) «iluminación» del discípulo. En Occidente no. Aquí se desea que, después de unas clases en una academia, uno mismo sea su propio yogui para, después quizá de haberse exaltado demasiado viendo un partido de fútbol por la televisión, poder relajarse y... dormir bien.

Merton critica ásperamente la utilización occidental del zen: «Esa actitud pseudo-zen, que justifica un absoluto colapso moral, a base de un puñado de racionalizaciones de las enseñanzas de los Maestros, no es más que una nueva forma de autoengaño burgués. No expresa una revuelta saludable, sino tan sólo una variante del mismo convencionalismo inerte y sin vida del que parece protestar».

¿En qué medida el orientalismo puede ser una posibilidad frente a la desacralización que está operando en Occidente? Esto supone delimitar —y no es nada fácil— qué se entiende (o qué se ve) como «sacro» en el hinduismo y el budismo. El hinduismo parece un panteísmo. El budismo, un pancosmismo. Bajo formas culturales y rituales muy densas y diversificadas, hinduismo y budismo son una regresión en la inteligencia de lo sacro. Una regresión o una «permanencia» en formas que el espíritu humano ha transitado desde tiempos muy antiguos.

Para el hinduismo valdría el «todo está lleno de dioses», de Tales de Mileto. Para el budismo, el culto al propio yo no como autónomo, sino como «perdido» en el fluir de lo vital. Merton señala la incompatibilidad de esta visión con la perspectiva cristiana: «El budismo parece definir la vacuidad como negación de toda personalidad, mientras que el cristianismo encuentra en la pureza de corazón y en la unidad de espíritu una realización suprema y trascendental de la personalidad. Estamos ante un problema extremadamente complejo y difícil que yo no me siento capaz de abordar».

Para complicar aún más las cosas, los maestros del zen estiman que un cristiano no puede jamás ni aprender ni enseñar una verdadera meditación zen. ¿La razón? Su amor a Cristo. Y si esto no existe, difícilmente puede hablarse de cristianismo. Pero es que, además, en nuestra cultura occidental se valoran realidades como la libertad y la responsabilidad personales, el esfuerzo del trabajo, la preocupación por las cosas, la solidaridad. ¿Se puede hacer esto compatible —esto, que es pleno dominio del samsara— con el deseo de una «iluminación» que evite todas esas ocupaciones?

Nada está escrito de antemano en la historia. Pero no hace falta poseer cualidades de profeta para afirmar que, en Occidente, las transformaciones de lo sacro a través del orientalismo serán un fenómeno marginal. El cristianismo cortó, desde hace muchos siglos, las amarras con la «sacralización» del mundo o del yo perdido en el cosmos.