MÁS ALLÁ DE LA FENOMENOLOGÍA DE LO SACRO


Se ha dicho con relativa frecuencia que la religión puede sobrevivir siempre que se dé una síntesis entre «racionalidad» y misterio. La manera más expedita de llegar a esto sería a través de una teoría del «símbolo» como irrenunciable necesidad humana. La simbología, se dice, transcurrió durante muchos siglos —y aún hoy en países no «racionalizados»— a través de lo religioso; hoy sabemos —se continúa— que detrás del símbolo no hay nada más que una proyección de lo humano. Pero el hombre necesita esa proyección, porque no sólo es razón, sino también imaginación, sentido estético, ambición de globalidad y de perennidad. Lo religioso serviría a esta necesidad «integradora»; no hay por qué plantearse el tema ontológico: si al símbolo corresponde alguna realidad, basta y sobra la misma realidad del símbolo.

Se añade: siembre habrá rito, siempre habrá liturgia. Hay que acomodar, por tanto, el rito y la liturgia a las condiciones históricas, de tal modo que por esa función «religiosa» se pueda caminar hacia valores humanos globalizados: la comprensión mutua, la solidaridad, la inquietud sobre el futuro.

El resultado de esta concepción es claro: «racionalizando» lo religioso se suprime de hecho el misterio. Cuando el rito y la liturgia se adaptan a las «necesidades cotidianas» se obtiene como resultado que el hombre deserta de lo religioso. Si es lo mismo que la vida no religiosa, ¿qué necesidad hay de lo religioso? Si se concibe lo científico como progresivamente desbancador de lo religioso, no hay necesidad alguna de una adaptación científica de lo religioso. La necesidad religiosa queda suprimida sin más. A no ser que se entienda por religioso la expresión de los temores y angustias engendrados por las consecuencias de una razón exclusivamente técnico-científica. Es decir, la religión como algo provisional. No se abandona la idea de que la ciencia y la técnica logren finalmente satisfacer todas las necesidades humanas, también las de integración y comunión con lo total. Pero, mientras tanto, para no dejar al hombre desguarnecido, el resto de religión servirá como continuo recordatorio de que la ciencia y la técnica no son todavía autosuficientes.

En este planteamiento la religión es suprimida, aunque se perpetúen los ritos. No se abandona la idea de que el hombre anda siempre en búsqueda de una explicación global, pero se piensa que esa explicación corresponde a la suma de los resultados de las diversas ciencias, tanto naturales como humanas y sociales. Como se intuye que es probable que la suma de esos resultados no esté nunca completa —la ciencia, por su propia naturaleza, está siempre abierta a una ampliación y a un perfeccionamiento— se considerará «divino» la aspiración perpetua hacia la globalidad nunca alcanzada, en un planteamiento inmanente, nunca trascendente. Dios no sería otra cosa sino la suma de las incompletas aspiraciones humanas. El hombre es para el hombre el ser supremo, pero un ser supremo que nunca estará completo.

Esta mentalidad es antigua. Fue formulada por primera vez cuando se pensó que la religión no era otra cosa sino el nombre dado por el hombre a lo que todavía desconocía, a lo que temía. La religión se confunde entonces con la magia. La magia, a su vez, siempre ha coexistido de algún modo con la ciencia. En efecto, se recuerda, en este sentido, que muchos pueblos primitivos hacían perfectamente compatibles la ciencia y la magia. La ciencia cubría racionalmente lo que era posible explicar; el resto era algo mágico (religioso).

La desaparición de la religión sería consecuencia del crecimiento de la ciencia. Y esto intenta apoyarse en el hecho de que el pueblo «no científico» es religioso, mientras que la élite culta deja de serlo. ¿No representaría una prueba de que con la extensión a todos de los datos y de los resultados de la ciencia, con la promoción de la cultura técnico-científica la masa del pueblo se iría poco a poco convirtiendo al descreimiento? Mientras esto no sucede, no es necesario un combate directo de la ciencia contra la religión, porque no es útil ni sabio ni prudente quitar al pueblo sus creencias cuando no se tienen otras de recambio.

La extensión de este planteamiento puede verse en el siguiente texto, perteneciente a un diccionario de sociología:

«La noción de sagrado pertenece a la sociología religiosa, en la que está relacionada con el principio mismo de lo que es objeto de un respeto especial y de lo que se considera como trascendente. A veces se ha visto en el concepto de mana la fuente de las nociones. de sagrado y de principio mágico. Rudolf Otto (Das Heilige, tr. Lo santo, Revista de Occidente, Madrid 1965) sitúa en el principio de todas estas nociones la de numinoso e insiste en la ambivalencia de lo sagrado, que es a la vez tremendum y fascinan, es decir, a la vez atractivo y repulsivo. Del mismo modo, Roger Caillois se ha esforzado en mostrar que lo sagrado se manifiesta en los ritos de dos formas opuestas: por una parte, en los tabús y en las reglas que imponen un orden inmutable; por otra, en los ritos de transgresión (especialmente en las fiestas, en las orgías) (L'Homme et le sacré, París 1950). De hecho, lo sagrado apenas puede definirse más que de una manera sintética respecto a estas dos facetas contradictorias y ello es lo que explica a la vez las semejanzas y las diferencias entre la religión y la magia (J. Cazeneuve, Les Rites et la condition humaine, París 1958). Emile Durkheim (Las formas elementales de la vida religiosa, Buenos Aires 1968) ha hecho de lo sagrado un principio esencial en su concepción de la sociedad.

Ha querido mostrar que las religiones totémicas, en las que ve una fase elemental de la evolución religiosa, ponen en evidencia, a través del tótem y de sus representaciones, un principio sagrado que no es otro que el principio social. Lo sagrado se define, en estas condiciones, como la antítesis de lo profano; es aquello que se pone aparte, gracias a los ritos negativos, para permitir a la sociedad que se reverencie a sí misma en lo que tiene de trascendente»1.

' J. CAZENEUVE, D. VICFOROFF, La sociología, Bilbao 1964, Ediciones Mensajero.

Podría pensarse que esto es un tratamiento sociológico —meramente sociológico—, compatible con otras versiones. Naturalmente, todo es compatible con todo, desde el punto de vista de la libertad del investigador. Pero a menos que las palabras no quieran decir nada, resulta claro que en ese texto lo sagrado es reducido, sin posibilidad de residuo, a lo humano, a lo social, a lo inmanente. La utilización del término trascendente se aplica al «total de la sociedad» con relación al individuo. Eso es, Comte al estado puro; o Feuerbach: «el secreto de la teología es la antropología».

No cabe duda alguna de que es posible un tratamiento sociológico, antropológico, psicológico, etc., de lo sagrado. Pero la casi totalidad de los estudios realizados durante un siglo tienden a subsumir lo sagrado en una forma incompleta de racionalidad, en espera de la racionalidad completa. Como ya se ha indicado, la mayor amplitud a lo sagrado se concede, si acaso, argumentando que nunca se llegará a la racionalidad completa, que el hombre siempre tendrá necesidad de mitos, ritos y magia y, en ese sentido, será siempre religioso. Pero no se llega a afirmar que esta necesidad está apoyada en una realidad ontológica: el carácter limitado del hombre que exige realmente la existencia de un Ser ilimitado e infinito, el Sagrado por excelencia, la plenitud, Dios.

Ante la dificultad de dar con la metafísica, es decir, ante el temor (¿sagrado?) de afirmar lo trascendente al hombre, muchos estudios sobre lo sagrado se refugian en la fenomenología, ya que la fenomenología pone entre paréntesis la existencia o inexistencia de aquello de lo que se habla2.

Esta mentalidad es la que se difunde a través de los medios de comunicación. Valga un ejemplo, de algo situado a mitad de camino entre la revista y el ensayo. Me refiero a El hecho religioso, un folleto en una colección de divulgación.

La visión fenomenologista de la religión lleva a afirmaciones tan «ontológicas» como ésta: «Es lógico que en un monoteísmo riguroso la sacralidad quede confinada y colocada de manera exclusiva en la divinidad trascendente, retirada por completo del mundo físico y sensible, que resulta, en consecuencia, entregado sin reservas al uso profano del hombre y finalmente secularizado. De esta manera, panteísmo y monoteísmo estricto se oponen, pero coinciden al negar la distinción de cosas profanas y sagradas, y, en ese caso, cada cual a su modo, se apartan del común sentir de las religiones»3. Con lo cual parece que se defiende un monoteísmo «menos estricto» que sería equivalente a un cierto politeísmo.

2 V. HERNÁNDEZ CATALÁ, La expresión de lo divino en las religiones no cristianas, BAC, Madrid 1972.
3
A. FIERRO BARDAJÍ, El hecho religioso, en «Temas Claves», Barcelona 1981, p. 7.

El mismo culturalismo historicista —y de escasa perspectiva— conduce a afirmaciones sobre el futuro, con esta semi-profecía: «Tras una época en la que el empirismo de la ciencia hacía gala de su incompatibilidad con la religión, actualmente domina un cierto pacto implícito de no agresión entre científicos y creyentes, en el sentido de que ciencia y religión tienen propósitos distintos y se refieren a diferentes niveles de la realidad. La ciencia actual, desde luego, se desinteresa de las posiciones metafísicas y religiosas y, a diferencia de la decimonónica, no se toma la molestia de polemizar con ellas. Sin embargo, sería erróneo inferir de ahí que la ciencia no contribuye a minar la religión. El modo de proceder mediante la teoría racional y la observación controlada de los hechos que caracteriza al método científico es opuesto al proceder de la religión, y la difusión del talante científico previsiblemente será a costa del talante religioso o de una reformulación drástica suya en alguna variedad afín al conjunto de elementos agrupado en la llamada gnosis de Princeton»4.

Desde el punto de vista de la filosofía —y no de la simple sociología más o menos simplificada— traigo el testimonio de Gabriel Marcel: «Decir: "Poco importa lo que penséis desde el momento en que viváis cristianamente", supone hacerse culpable de la peor ofensa hacia el que ha dicho: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida". La verdad. El combate religioso debe ser proseguido en primer término sobre el terreno de la verdad; y es en este terreno solamente donde será ganado o perdido. Entiendo con esto que el hombre podrá ver si ha traicionado su destino, su misión, y si la fidelidad continúa siendo el patrimonio de un pequeño número de elegidos, de santos, llamados sin duda al martirio y que ruegan sin desfallecer por todos aquellos que han elegido las tinieblas»5.

4 El hecho religioso, p. 63. Esa «gnosis» es entendida —según este autor— como «la relación de hombres adultos con una divinidad adulta, que no requiere ni intimidad mística ni culto halagador, y que tampoco se interesa en absoluto por las virtudes morales de los hombres».
5 G. MARCEL, Incredulidad y fe, Guadarrama, Madrid 1971, p. 41.

Es cierto que Marcel no se mantiene siempre en el mismo terreno metafísico —¿qué otro término aplicar a la búsqueda de la verdad?—, pero su posición dista mucho del simple recoger «lo que pasa» en algunos lugares o de esas generalizaciones (¿en nombre de quién?) sobre «la muerte de Dios» o «la desaparición de lo sacro». Marcel, al intentar la recuperación de lo sacro a través de la intimidad humana, desvela sólo un aspecto del tema, que resulta escaso en comparación, por ejemplo, con el tratamiento hecho, hace dieciséis siglos, por San Agustín. Dice Marcel: «Lo superior, o lo que es digno de ser expresado con esta palabra, no adquiere significado sino para aquel que ha entrado en un cierto santuario, al abrigo del recogimiento. Y en definitiva, ¿acaso no podría decirse que el recogimiento tiene por sí mismo un valor sacralizante? En esta perspectiva se podría volver a aducir casi todo lo que he dicho y mostrar que, si la vida tiende a ser desacralizada, es justamente porque de alguna manera se encuentra encarrilada en el desorden en el que desemboca la existencia humana desde el momento en que queda entregada a potencias que, si bien emanan de la vida, no son realmente más que una especie de metástasis»6.

La sustitución de la interioridad por la exterioridad «experimentable» es, efectivamente, una de las causas que impiden advertir la trascendencia de lo divino. Porque cuando la interioridad es auténtica descubre lo Absolutamente Otro, a Dios. Aquí podría aducirse toda la teología de la interioridad tal como ha sido desarrollada por San Agustín, pero bastarán quizá algunos pocos textos. El primero es famosísimo: «Eres tú el que suscitas la alegría de alabarte, porque nos has hecho para Ti, y nuestro corazón no tiene descanso hasta que no descanse en Ti»7. Esta conexión entre Dios y la criatura es plena, total. Pero hace falta, por parte del hombre, el reconocimiento de lo que está ya ahí: «He aquí que Tú estás allí, en su corazón... ¿Dónde estaba yo cuando te buscaba? Tú estabas ante mí, pero yo me había alejado también de mí; y no consiguiendo encontrarme a mí, mucho menos conseguía encontrarte a Ti»8.

6 Incredulidad y fe, pp. 125-126.
7 Confesiones, I, 1.

8 Confesiones, V, 2.

Cualquier lector —incluso no habitual— de la obra de San Agustín conoce la vinculación que se establece siempre entre interioridad y verdad, expresada casi emblemáticamente en aquel famosísimo noli foras ire. No hace falta salir fuera, porque en el interior del hombre descubre el hombre esa Verdad que lo lleva —que lo puede llevar— a Dios. Otro pasaje de las Confesiones es diáfano: «Verdad: tú te sientas ante todos los que te consultan, y respondes simultáneamente a todos, también cuando las preguntas que te son formuladas son diversas. Tú respondes claramente, pero no todos oyen claramente. Todos te consultan sobre lo que quieren, pero no siempre oyen que se les responde lo que quieren. El mejor siervo es aquel que no mira tanto a oír decir por tu parte lo que él quisiera, sino, más bien, a querer lo que tú le has dicho»9.

Esta disposición de escucha es interior y, gracias a ella, el hombre tiene acceso a la verdad. En esta dialéctica de interioridad y trascendencia se revela Dios y lo sacro aparece con toda su plenitud. Por eso el entendimiento de lo sacro implica el diálogo con Dios, la oración. La oración es, de este modo, el método de desvelamiento de lo divino en el hombre. Encontramos así un filón que, de ordinario, ha sido o despreciado o simplificado en la fenomenología de la religión.

9 Confesiones, V, 26.