HISTORIA ABIERTA


Si por secularización se entiende que ha descendido, con relación a otras épocas históricas (pero no a todas), la práctica de la fe, el «hacer un lugar a Dios» en las actividades de los hombres, el enlazar lo sagrado con las tareas normales de la sociedad, en ese caso es preciso reconocer que nuestra época es una época secularizada, al menos en algunas áreas geográficas. Pero el hecho de que esa secularización sea relativa a muchos factores (predicación o no de la fe, problemas determinados por las diferentes coyunturas históricas, influencia de personalidades cristianas, etc.) debería llevar a reconocer también que la secularización no es una categoría universal. Intentar hacer de un «episodio histórico» (todo lo general que se quiera) una categoría del espíritu humano es un salto ilegítimo desde lo que «se va dando» a «lo que es».

Por otra parte, aunque pudiese funcionar en este campo una especie de «inducción histórica», hay que reconocer también que se calcula con «tiempos cortos», con espacios que no son, ni cuantitativa ni cualitativamente, casi nada en la historia de la humanidad. Es una pretensión sin duda desorbitada querer construir las categorías del espíritu, e incluso de la realidad, lo ontológico, sobre la base de una serie de experiencias que, por lo demás, son muchas veces contradictorias y siempre complejas.

El razonamiento, llevado a su extrema simplicidad, se podría formular en estos términos: «si los hombres ya no necesitan a Dios, es que Dios no es». Afirmar esto con tanta claridad implica superar dos tipos de dificultades. La primera: ¿cómo se verifica eso de que «los hombres no necesitan ya a Dios»? No se verifica por el simple hecho de que no lo invoquen o no lo traten del mismo modo que en otras épocas (y se hace referencia a algunas épocas, silenciando todas las demás). Y esto porque parece posible que existan muchas formas de referirse a Dios, de invocarle y de llamarle. La segunda dificultad es aún más fuerte: ¿cómo se puede pasar de lo que sucede a lo que es? ¿Qué fuerza puede tener la actuación de unos hombres (aunque sean muchos, nunca serán todos) para «constituir» de ese modo la realidad hasta el punto de poder establecer que Dios no es o que «ha muerto»? ¿Cómo puede lo contingente erigirse en necesidad? ¿Es que acaso no puede suceder que la conducta libre de los hombres, de forma mayoritaria, escoja el rechazo de Dios? De hecho, conocemos muchas formas sociales en las que la conducta mayoritaria de los hombres adopta una actitud que, no por ser lo que ocurre, pueda establecer el ser y, con él, el deber ser. Ha habido pueblos que, por ejemplo, han practicado el canibalismo. Y, mientras existía esa práctica, el canibalismo sucedía. ¿Habría que decir por eso que el canibalismo correspondía al ser del hombre y que, por tanto, tenía que ser, debía de ser?

Una actitud de este tipo, basada en cierto tipo de historicismo, tiende en realidad a inmovilizar la historia, a destruirla. La única posibilidad que queda es el relativismo, el mundo y el pensamiento fraccionados, de tal forma que, en cada momento —porque no hay necesidad entonces de hablar de épocas—, se justifica todo lo que se da, por el simple hecho de darse. En ese caso, no es posible la conexión entre los sucesivos estadios de desarrollo, ya que la misma conexión sería siempre relativa. Una realidad atomizada de este modo no es reconocible y, por supuesto, no es base suficiente para establecer afirmaciones que tengan un valor científico.

A la luz de estas consideraciones es posible juzgar la posición de algunos escritores protestantes y católicos que, desde los años cuarenta, aproximadamente, han difundido la mentalidad que luego se ha plasmado en las llamadas «teología de la muerte de Dios», «teología radical», «teología de la secularización», etc. Los autores principales son Bonhoeffer, Vahanian, Van Buren, Cox, Altizer, Metz, Robinson, etc.

Un acertado resumen de estas posiciones —susceptibles de matices, pero equivalentes en lo fundamental— ha sido expuesto de este modo: «Parten, como de un dato hecho, del supuesto de que se ha llegado ya a una situación de secularización en el sentido de que el hombre actual, como consecuencia del desarrollo de la ciencia y de la técnica, ha superado la sensación de insuficiencia y está en condiciones de resolver los problemas de su existencia mundana basándose en sus solas fuerzas; es, pues, un hombre que no advierte la necesidad de lo divino. Esa situación sociológica —añaden— debe considerarse como irreversible y, por tanto, toda teología precedente como radicalmente superada: las formas tradicionales de hablar de Dios carecen de sentido para el hombre moderno. Para, habiendo llegado a este punto, no dar razón a las filosofías ateas, se esfuerzan a continuación por separar la idea de secularización de la de ateísmo, reduciendo la secularización al ámbito de la comprensión de la situación mundana en cuanto puramente mundana, y afirmando que ese ateísmo de la comprensión de los proyectos terrenos no se opone a la afirmación de la fe. El hombre moderno no encuentra a Dios en su experiencia del mundo; pero —añaden—tampoco encuentra ningún absoluto, sino situaciones puramente profanas y mundanales y, por tanto, provisorias y limitadas. De esa forma —y éste es el punto central de su tesis— si bien la secularización en cuanto experiencia psicológica y sociológica de la pura profanidad y limitación de la existencia humana, puede ierivar hacia el secularismo, es decir, hacia una filosofía totalitaria por la que el hombre se centra absolutamente en sí mismo negando a Dios, nada impide que, por el contrario, impulse al hombre a que, aun no necesitando a Dios para su caminar terreno, opte por El y se proclame creyente»1.

1 J. L. ILLANES, Secularización, en GER, 21, p. 92. Para más documentación, del mismo autor, Hablar de Dios, Rialp, Madrid 1974; A. DEL NOCE, L'epoca della secolarizzazione, Milán 1970; C. FABRO, Drama del hombre y misterio de Dios, Madrid 1973.

Esta creencia se apoya en algo que se estima, como se ha indicado ya repetidas veces, definitivo: la irreligiosidad del mundo contemporáneo. Como hace ver Fabro, la fórmula empleada por Bonhoeffer es impresionante: «Es necesario que el cristianismo viva realmente en un mundo sin Dios y es vano el intento de ocultar, de transfigurar de algún modo religioso su ateísmo; es preciso que viva de modo mundano y participe así del sufrimiento de Dios... No es el acto religioso lo que hace a alguien cristiano, sino el participar de la pasión de Dios en la vida humana»2.

Obsérvese que esta posición, lo que más tarde se llamará la «teología de la muerte de Dios» (pero todo está ya en Bonhoeffer, recogiendo a su vez una vieja tradición protestante), no se propone como un intento o una estrategia para recristianizar el mundo, para volver a evangelizarlo. Lo más gratuito de esa posición es su autodefinido carácter irreversible. De hecho, la «aventura» de Dios en el mundo (muy hegelianamente) se hace depender de la aventura de la conciencia humana de lo religioso. Por otro lado, como la historia es considerada progresiva y ascendente, no es posible concebir un «retorno» a la realidad de Dios en el mundo. El creyente verdadero será aquel que sirva de perpetua tumba a la idea de Dios, que no lo manifieste nunca, que acepte con todas sus consecuencias una transformación mundana de la realidad. «Bonhoeffer, exasperando la tensión de la teología dialéctica, lleva al extremo el averroísmo al revés, que está implícito en ella; por un lado, la actividad de la razón que en todos los campos exalta la suficiencia del hombre y proclama lo superfluo, o sea, la inutilidad de la hipótesis del trabajo de Dios; por otro, el acto absoluto de la fe que pone a Dios en este mundo, presente en la historia humana, hablando así al mismo tiempo de ateísmo y de fideísmo radical»3.

2 FABRO, Drama del hombre..., p. 695.
3
FABRO, Drama del hombre..., pp. 702-703.

En esta posición hasta cierto punto clásica de Bonhoeffer se advierten tres elementos que es posible distinguir:

  1. una pérdida del sentido sobrenatural de la fe y, por así decirlo, de la potencia de Dios; Dios, en cierto modo, es descalificado por la historia;

  2. una especie de resto de conciencia luterana del cristianismo, que acentúa su sentido trágico, muy en la línea de Hegel, y se siente atraído por un «retar» a Dios para que se demuestre también potente cuando ya nadie cuenta con él. Este tono «fundamentalista», tan típico del protestantismo en algunas de sus formas, no ha desaparecido;

  3. una advertencia lúcida de los valores de lo secular, de la mundanidad, de la auténtica autonomía de lo humano; en otras palabras, una oposición a cualquier forma de «mezcla» entre lo profano y lo sagrado.

 

Ocurre, sin embargo, que este último rasgo es vivido en la nostalgia del fundamentalismo. Con otras palabras: parece que se «querría» que Dios fuera el de siempre —el de los profetas, por ejemplo—, el Dios terrible de Israel; pero como parece que esto ya no es posible, se «castiga» a Dios, echándole encima todo el peso de lo profano, de lo mundanal, que El ha permitido. Si, por otro lado, El lo ha permitido —si lo mundano se opone a Dios sin mayores consecuencias—, esto quiere decir que ésa es la situación ontológica de la cultura, de la historia y, por tanto, del mismo Dios.

Estas mezclas que llaman de modo especial la atención tienen su origen en la curiosa paradoja que está en las raíces del luteranismo: como el hombre está podrido, Dios tiene que hacerlo todo; pero como Dios tiene que hacerlo todo, ha de plegarse a la esencia y a la condición del hombre. Al final, manda el hombre sobre Dios; Dios, al morir, se hace hombre, asumiendo la conciencia humana histórica y genérica, la situación por la que el hombre atraviese en cada momento, también la de ateísmo. En una situación desesperada, en la que «ni Dios» puede salvar al hombre, qué duda cabe de que es más importante el hombre que Dios. La miseria, en su realidad, se convierte en la verdadera divinidad. En esas profundidades de la confusión, del olvido de lo religioso, del desprecio por lo sacro, se puede seguir invocando a Dios, pero a través del hombre, a través de las sucesivas situaciones históricas.

Este sentido de la secularización no se ha dado, con las mismas características, en los países de tradición católica,, en los que han sido menos fuertes las corrientes filosóficas del inmanentismo, tan estrechamente unidas con el luteranismo. En los países de tradición católica, la religión ha funcionado —al menos en forma de devociones, romerías, etc.— como algo menos individual, personalista, más comunitario u organizativo. Por un sencillo mecanismo de pensamiento, la objetividad de lo sagrado ha tenido mayor fuerza vinculadora en lo religioso comunitario (no así, pero éste es otro fenómeno, en lo comunitario-político). En cambio, el subjetivismo protestante, además de dar lugar a una incontable proliferación de corrientes, ha dejado al hombre solo frente a la existencia o no existencia de Dios.

En los países de tradición católica, la secularización ha tenido como consecuencia principal la acomodación de lo religioso a lo social-político. Es decir, se ha aprovechado —o se ha intentado aprovechar— la tradicional fuerza organizativa del catolicismo (algo que ya asombró a Comte y, después de él, a Gramsci) en servicio de unos fines benéficos, humanitarios, sociales. Al decaer el sentido de la necesidad de lo sagrado, las formas de expresión de lo sagrado han sido orientadas hacia la pretendida solución de problemas sociales, económicos, educativos y, en general, de tipo benéfico y altruista. Problemas, en todos los casos, reales, y con frecuencia muy agudos. Problemas que, no hace falta decirlo, afectan a cualquiera —creyente o no creyente— que tenga un mínimo sentido de humanidad. Pero ésos no son problemas religiosos, estrictamente hablando. Son temas mundanos, con la propia autonomía, con criterios plurales de solución, con una historia propia y, con frecuencia, contradictoria.

Esta tendencia organizativa de la vivencia religiosa en los países de tradición católica se ha vertido, de ordinario, en alguna forma de clericalismo, es decir, de la gestión directa inmediata, por parte de eclesiásticos, de asuntos civiles, seculares, mundanos. Lo que, a lo largo de la historia, se ha hecho desde el punto de vista eclesiástico-organizativo es inmenso. La mayoría de las instituciones benéfico-asistenciales (escuelas gratuitas, asilos, hospitales, hospicios, etc.) tiene su origen en alguna iniciativa eclesiástica. Y no sólo porque surgieron en tiempos en los que la Iglesia tenía también un notable poder temporal; muchas de esas instituciones nacieron a contracorriente, en tiempos difíciles. Nacieron desde la clara conciencia de que lo sagrado —lo debido a Dios— rebosaba naturalmente en obras de caridad para el prójimo.

Cuando cambiaron las circunstancias históricas, cuando lo profano, lo secular siguió otra dirección (una de las muchas formas posibles, una más entre las millares que registra la historia conocida), ese espíritu organizativo se plasmó en instituciones nuevas: partidos políticos cristianos, sindicatos cristianos, etc. Un nuevo cambio sobrevenido en la historia secular hizo también que naufragaran la mayor parte de esas instituciones. Y es entonces cuando se registra el fenómeno de la utilización directa de las formas de lo sagrado (el culto, la predicación, la administración de los Sacramentos) con fines genéricamente sociales. Muchos pensaban —a veces inconscientemente- que ya no era posible la presentación de lo sagrado como tal.

No es difícil darse cuenta de que en estas situaciones existe una advertencia, aunque quizá confusa, de una realidad: un nuevo cambio (hay que insistir: uno más, no el último) en la historia secular o profana está haciendo que se vea más claramente su autonomía. Pero esa autonomía no significa la desaparición de lo sagrado. La historia, como historia, es mucho más compleja de lo que afirman las más conocidas filosofías de la historia. Una aplicación apresurada —y, en el fondo, falsa— de la escatología cristiana al curso de la historia ha favorecido la presentación de «momentos culminantes», de «condensaciones» culturales. Esta tradición utópica es muy vieja. Pero puede verse ya una forma casi moderna en la obra de Joaquín de Fiore y, de modo difícil y obvio a la vez, en la filosofía de Hegel, que Marx recibe, materializándola. La tentación del monismo no ha dejado así de presentarse, una y otra vez. Todo se ha centrado en esperar o en dar con el momento decisivo, en el que se resolverían todas lag complejidades o contradicciones. Pero si la historia enseña algo es que da lugar continuamente a nuevas contradicciones, problemas, situaciones aparentemente insuperables... Luego, con mucha frecuencia, el tiempo consigue que se pase página y el mundo aparece de otra forma. Esta visión pluralista de la historia permite encajar sin ningún tipo de contrasentido la autonomía de las realidades temporales, terrestres, profanas o como quiera llamárselas. Dios, en esto, no es afectado.

Este es el momento de considerar algunos puntos fundamentales de teología de la historia, porque es algo que la llamada teología radical o las otras formas de teologías de la secularización no han entendido.

En primer lugar, la comprobación obvia de que la historia es toda la historia y que, humanamente, no hay ningún momento ni ningún pueblo privilegiado. Los teólogos de la muerte de Dios olvidan esto cuando hacen de su experiencia en un área determinada y como resultado de una serie de factores (entre otros las consecuencias de la teología del protestantismo liberal) el momento definitivo para decidir nada menos cuál es el papel que, a partir de ahora, corresponde a Dios en la vida de los hombres. No. La historia es toda la historia, con un inicio del que sabemos muy poco (en lo fundamental, lo que nos dice el Génesis en su estilo literario propio) y con un desarrollo del que no sabemos prácticamente nada. Desconocemos, como resulta también evidente, el cómo y el cuándo del final. No se puede, por tanto, encerrar la historia en cuatro categorías inmanentistas, porque la historia seguirá (esto es casi lo único que puede decirse) cuando el inmanentismo sea solamente una «figura histórica» ya pasada.

En segundo lugar, no intentar leer la historia desde el punto de vista de Dios, porque es imposible. Marrou hizo sobre este tema importantes reflexiones que vale la pena tener en cuenta: «Que Dios sea, en último término, señor de la historia y que la conduzca, según su beneplácito, hacia el fin que le tiene asignado, está fuera de duda, pero no nos ha revelado los secretos de ese encaminamiento. Para descifrar ese misterio haría falta —y la idea es de por sí inconcebible— situarse en el lugar de Dios, allí donde su presciencia y su providencia se reúnen en el presente de su eternidad»4.

En el mismo sentido, una consideración clásica y perenne: «No le es dado al hombre, yo diría más, no le es dado a la Iglesia militante, peregrinante, discernir el detalle de la historia: comulgamos por medio de la fe con el movimiento global de ésta, pero sin poder juzgar sobre el papel preciso de cada acontecimiento, sobre el grado de participación positiva o negativa de cada actor, de cada uno de sus actos. No siempre podemos discernir con certeza lo que ha contribuido y contribuye de hecho a acelerar el advenimiento del Reino. Los caminos de Dios son impenetrables: puede servirse de forma misteriosa incluso del mal para cumplir sus designios: etiam peccata!»5. Como es lógico, esta indeterminación de la historia para la conciencia humana no suprime la necesidad de juzgar sobre la bondad y la malicia de las acciones (empezando, naturalmente, por las propias; y, sobre las ajenas, ¿quién puede juzgar íntimamente?), pero ese juicio no dice nada sobre las consecuencias, en el filo de la historia. La traición de Judas está conectada, en la historia de Cristo, con la aceleración de su sacrificio.

4 H.-I. MARROU, Teología de la historia, Rialp, Madrid 1978, p. 104.
5 MARROU, Teología de la historia, p. 115.

«Sería, para el cristiano, una tentación diabólica imaginarse transportado, ya desde ahora, a una alta montaña desde la cual contemplar, a sus pies, todos los reinos de este mundo. Estamos insertos en el entramado mismo de la historia, transportados por su flujo, a la vez pasivos y activos, pues la sufrimos al mismo tiempo que la creamos. No podemos conocer la historia porque todavía no está escrita»6. Esta consideración es fundamental y da paso a un pleno sentido de la libertad —de la originalidad de la libertad de cada hombre—, tan alejado del sentido totalitario de la historia que está latente, a cada paso, en la teología de la secularización. «Debemos ignorar el detalle de la realización de la historia no porque Dios haya querido por razones pedagógicas —para ponernos a prueba, por ejemplo— ocultarnos lo que hubiera podido darnos a conocer, sino porque la historia es también el juego de la libertad humana y porque su indeterminación provisional está en función de la decisión libre que los hombres toman y tomarán en el porvenir: nada ha terminado, las consecuencias más verosímilmente previsibles pueden ser que no se realicen; y en cada encrucijada de los tiempos, nuevas iniciativas pueden hacer rebrotar la inefable melodía, ese pulcherrium carmen que parecía, tal vez, dirigirse hacia una conclusión dada ya por adquirida»7.

6 MARROU, Teología de la historia, p. 129.
7 MARROU, Teología de la historia, pp. 132-133.

¿Por qué la ocultación de lo sacro tiene que ser definitiva? ¿En nombre de qué puede establecerse esta necesidad, esta irreversibilidad? No en nombre de Dios, razonando humanamente, porque ¿cómo la razón humana puede decidir sobre los designios de Dios? No en nombre de la razón humana, incapaz no sólo de prever el futuro, sino ni siquiera de dar razón completa del pasado y del presente. Todo, por tanto, es siempre posible. La ocultación de lo divino en las conciencias sólo puede querir decir la ocultación de las conciencias respecto a Dios. El que «no se vea» no indica nada más que «no se ve», no que no pueda verse nunca más.

Aquí se advierte, con toda su intensidad, la insensatez profunda que supone declarar clausurada la historia, aunque sólo sea en algún aspecto. Es una actitud radicalmente reaccionaria, aunque se revista exteriormente de la condición de «lectura de los signos de los tiempos». Se trata, en el mejor de los casos, de una lectura eficientista, managerial, con un disimulado horror a la creatividad. Porque el presente lo es, con profundidad, cuando lleva consigo actitudes que se engendrarán, a su tiempo, en el futuro. Por eso es un error histórico (además, histórico) atender al presente con las indicaciones que ofrece el solo presente. Ese razonamiento repetitivo es el que está implícito en la actitud de «ante un mundo desacralizado, adoptemos una solución que camufle lo sagrado». Ante la desacralización —aun en el caso de que fuera general, cosa que nadie puede decir— la respuesta histórica es, si cabe hablar así, «aumentar la dosis de lo sacro».

¿No es posible, entonces, extraer conclusión alguna de los sucesos presentes? Lo es. Una destaca por su importancia. El entierro provisional —no está asegurado que no vuelva a repetirse— del clericalismo. El clericalismo confunde «una visión auténticamente cristiana de la Historia (¡con mayúscula!) con una historia (conocida) de la Iglesia; lleva a identificar el punto de vista de Dios con el de los hombres que constituyen la parte visible de la Iglesia y que, por muy bien intencionados que sean, no son más que hombres. Citemos un ejemplo concreto: Dom Guéranger escoge, entre otros, el de Juana de Arco, y escribe: "La fe nos hace ver en ello una manifestación sin par de la predilección divina por Francia, la intención de sustraer ese reino cristianísimo al yugo de la herejía que la Inglaterra protestante no hubiese dejado de hacer caer sobre él un siglo más tarde". A esto, un católico inglés respondería, no sin humor, que Dios ama también a la nación británica y que si el tratado de Troyes hubiese sido aplicado, el reino unido de los leopardos y de las flores de lis, yendo del Tweed al Mediterráneo, hubiese ofrecido más resistencia a la Reforma. Todo ello suponiendo que el paso al anglicanismo haya sido un mal absoluto, a lo que cabría presentar objeciones...»8.

El clericalismo, siempre muy atento a los signos externos del poder, al clamor de las aclamaciones, al ondear de banderas, puede transformarse, en poco tiempo, en abanderado de la secularización, buscando así, a veces inconscientemente, seguir protagonizando la historia. Este es el mecanismo que hace posible «transformar» las expresiones de lo sacro en expresiones de fines (en sí, perfectamente justos y legítimos) sociales. Con esta operación vuelve a repetirse, en otro contexto, la misma miopía histórica y estructural: concentrar toda la historia en un solo punto y en un solo sentido, como si los tiempos no fuesen indefinidamente complejos en extensión y en intensidad.

El clericalismo tiene horror al vacío y desea guardar para sí un rebaño bien nutrido, uniformado, sin diversidad. En unos tiempos, los componentes efe ese rebaño han tenido que dar muestras de atención a las formas sacras (aun no deseándolo en algunos casos); en otros tiempos, el mismo rebaño es casi obligado a formas de desacralización, pero teñidas de una forma distinta de uniformidad. En los dos casos se ignora que «no es posible distinguir a los elegidos de los réprobos: hay entre los enemigos de la Iglesia elegidos que todavía se ignoran, de la misma forma que, entre todos los que llenan las basílicas y frecuentan los sacramentos, hay hombres que no participarán del destino eterno de los santos. Así habla San Agustín en De Civitate Dei (I, 35). Y se podrían multiplicar las referencias hasta el infinito»9.

Si se afronta el tema de la vigencia de lo sagrado con una mentalidad no clerical, las consecuencias son imprevisiblemente optimistas. Nada está irremediablemente perdido, por la misma razón de que nada está irremediablemente ganado. La historia sigue abierta.

8 MARROU, Teología de la historia, pp. 103-104.
9 MARROU, Teología de la historia, p. 119.