CRISTIANISMO COMO PROFANIZADOR


Nunca mejor empleada la palabra ensayo que para las consideraciones que siguen. Nos estamos continuamente preguntando qué pasa con la religión, qué es eso de la secularización, qué hay que entender con el término desacralización. Las preguntas se multiplican como en un enjambre. Los diferentes términos, las perspectivas distintas crean un verdadero bosque. La teología, la filosofía, la sociología religiosa, la antropología, la historia de las religiones y otras ciencias acumulan observaciones, datos, reflexiones. Uno puede quedarse, literalmente, sin saber qué hacer.

No nos vamos a resignar a la confusión. Ahí está el ensayo, precisamente para intentar encontrar un hilo para desenmadejar la madeja. Pero el ensayo no puede enfrentarse, de pronto, con toda la realidad. Tiene que partir de tesis afirmadas, de análisis realizados con conocimiento de causa, de atención a lo que ya ha sido pensado.

He aquí algo que ha sido pensado y dicho. Lo repetiré de la forma más sencilla posible: «la religión cristiana, al negar a las cosas y a las obras del hombre (ídolos) su carácter sacro, hace nacer "lo profano"; y al incluir la categoría de lo profano, pone en marcha el proceso de secularización". Admitido esto, las consecuencias sólo pueden ser de dos tipos. En primer lugar, el cristianismo trae consigo —en el límite— la muerte de toda religión. En segundo lugar, el cristianismo necesita afrontar religiosamente la secularización, hasta el punto de poderse hablar de lo «cristiano-profano».

La primera consecuencia implica, a su vez, que la religión es asunto humano y que, por tanto, puede preverse, en un tiempo más o menos distante, la desaparición de cualquier forma religiosa trascendente. La religión quedaría como categoría humana (a semejanza de la ciencia, del arte, de la política), mediante una resacralización de las cosas y de las creaciones humanas.

Esta posición puede verse, con los matices que se quiera, en un conocido libro de Luis Cencillo sobre el Mito1. Cito lo esencial: «El mismo Cristianismo, ya formalizado en cuanto cultura que incorporaba y vitalizaba elementos aristotélicos y estoicos, contenía en sí los gérmenes de la secularización. Y no sólo porque el pensamiento filosófico helenístico (...) se orientase decididamente en un sentido no sacral, aunque todavía conservase expresiones y actitudes propias de las culturas sacrales, sino porque la doctrina de San Pablo con respecto a las realidades mundanas combatía la sacralización inmanente de las mismas»2.

1 L. CENCILLO, Mito, BAC, Madrid 1970.
2 Mito, p.
47.

Para los antiguos, todas las cosas están llenas de dioses, según afirmó Tales de Mileto. (Algo parecido al animismo que desde Tylor algunos consideran el origen de la religión.) En el universo antiguo no hay distinción entre sacro y profano. Todo es sacro. Así se explicaría en qué sentido difuso los emperadores romanos aceptan su «divinización» aun en vida. «Divino» quiere decir aquí «sacro», algo distinto y a la vez mezclado con cualquier experiencia. Las mitologías griega y romana hacen sacro al río, al monte, al camino, a los límites de un terreno, a la actividad de roturar la tierra, de la siega, de la asistencia al parto y así hasta el cansancio. Cualquier cosa y cualquier actividad humana es sacra, porque la religión es inmanente al mundo, según un panteísmo más o menos formulado, pero casi siempre presente.

Este universo mental queda roto, pero sólo en algunos rincones de la tierra, por el monoteísmo judío. El Antiguo Testamento desarrolla una lucha sin cuartel contra la «sacralidad» de las cosas, afirmando que «sólo Dios es santo». Los judíos, siempre en peligro de contagio por los pueblos vecinos, tardan en entender esto. Una y otra vez celebran en los altos, vuelven a lo sacral, prostituyéndose con las cosas, dando la espalda al Santo. Hasta el sabio y genio Salomón cae en esta idolotría de lo sacral cósmico. Verdaderamente es una clave para entender los libros históricos y los proféticos del Antiguo Testamento esa lucha continua entre una religión inmanente (que adora lo sacro cósmico) y una religión trascendente: sólo hay un Dios, el Santo. Al Santo se le pueden —y deben— ofrecer cosas, animales, pero no porque éstas sean sacras, sino precisamente por lo contrario: para demostrar que ellas, en sí, valen poco, nada, al lado del Señor de todas las cosas.

Lo «sacral» antiguo era compatible con cualquier forma de conducta, incluso con las aberraciones. Son conocidos los casos de prostitución sagrada, las saturnales, la adoración de símbolos fálicos y, en otras latitudes, los sacrificios humanos y la antropofagia ritual. La religión grata al Dios de Israel es otra cosa, diametralmente opuesta. Sólo el deseo de ser conciso me impide

traer aquí cientos de testimonios. Baste uno, muy conocido, de Isaías:

«¿A mí qué, dice Yavé,
toda la muchedumbre de vuestros sacrificios?
Harto estoy de holocausto de carneros,
del sebo de vuestros bueyes cebados.
No quiero sangre de toros,
ni de ovejas, ni de machos cabríos.
¿Quién os pide eso a vosotros,
cuando venís a presentaros ante mí,
hollando mis atrios?
No me traigáis más esas vanas ofrendas.
El incienso me es abominable;
neomenias, sábados, convocaciones festivas,
las fiestas con crimen me son insoportables.
Detesto vuestros novilunios,
y vuestras asambleas me son pesadas;
estoy cansado de soportarlas.
Cuando alzáis vuestras manos,
yo aparto mis ojos de vosotros;
cuando multiplicáis las plegarias,
no escucho.
Vuestras manos están llenas de sangre.
Lavaos, limpiaos,
quitad de ante mis ojos
la iniquidad de vuestras acciones.
Dejad de hacer el mal, aprended a hacer el bien;
buscad lo justo, restituid al agraviado,
haced justicia al huérfano,
amparad a la viuda»3.

3 Isaías 1, 11-17.

Como resulta claro, aquí las cosas humanas (animales ofrecidos, acciones corrientes) no son declaradas impuras, pero se les quita su carácter sacral sin más. La verdadera actitud religiosa es interior (y, por eso, se desborda exteriormente) y tiene como consecuencia inmediata el buen trato al prójimo, la justicia en el sentido bíblico. No cabe pues ofrecer un mal (una conducta impura) a Dios, como un sacrificio. Dios sólo quiere el bien, y hay que aprender a hacerlo. Nótese cómo, en esta perspectiva, está condenada, in nuce, cualquier actitud puramente externa, rutinaria, hipócrita, farisaica.

«Con la Revelación cristiana se proclama la bondad de todas las cosas y el señorío de Dios sobre todas ellas, que las ha santificado a todas; no se trata ya de la energía mágica inmanente al mundo, aunque divergente de lo cotidiano, sino del influjo espiritual y trascendente de un Redentor divino que, gracias a su encarnación humana, confiere por su parentesco un nuevo valor —no una carga mágica— a todas las realidades, las cuales quedan con ello purificadas de las cargas negativas que les atribuía la creencia antigua. Se adquiere así una visión optimista y positiva de todas las realidades, pero también pierden éstas su relieve sacral, y frente a Dios, para convertirse en reflejo de sus profundidades y, a lo sumo, en una mediación de su expresividad y de su creatividad»4. Bastará, según Cencillo, acentuar la autonomía y auto-explicación de las realidades humanas para que la secularización, iniciada hacia el siglo xlV, avance a pasos de gigante hasta el día de hoy.

En la óptica de Cencillo estas consideraciones sirven para una «reivindicación» del mito como constante humana y no es difícil detectar cierto sabor puramente «culturalista» de lo religioso. Por eso es útil contrastar esa reflexión sobre el carácter «profanizante» de lo judeo-cristiano con otras afirmaciones de otro autor, Georges Cottier 5. «Podemos formular la siguiente proposición: el monoteísmo judeo-cristiano obra un paso desde lo sagrado a lo santo, que abre el campo a la desacralización. O bien: el concepto de profano encuentra su significación en el monoteísmo judeo-cristiano; procede de él»6. Cottier, pasando revista a la espiritualidad del Antiguo Testamento, hace afirmaciones de este estilo, cuya verdad es difícil negar: «Todas las formas de sagrado que representan fuerzas cósmicas maléficas, a las que corresponde una religiosidad fundada en el miedo, son exorcizadas (...). El Dios creador es el Dios moral. Por eso son rechazadas todas las formas de sagrado de carácter inmoral (...). El Santo, tal es el Nombre del Dios único, trascendente, creador y maestro soberano de todas las cosas, es el que ha dado al hombre la ley moral»7.

4 Mito, p. 48.
5 G. COTIIER, Signification chrétienne de la sécularisation, en «Nova et Vetera», enero-marzo 1981, pp. 14-35.
6
Significación...,
p. 23.
7 Significación...,
pp. 24-25.

Como ya se vio, esta religiosidad aparece como algo revolucionario, diametralmente opuesto a todo lo que rodeaba al pueblo judío. De ahí, la seducción constante de esta religiosidad «antigua», cósmica, que «sacralizaba» los mismos vicios. La desacralización, en este sentido, «aparece como el correlato de la unicidad de Dios, de su santidad y del tipo de relaciones, de lazos, que unen al hombre a Dios. Esta desacralización no elimina pura y simplemente lo sagrado. Hay, por el contrario, un sagrado que está bajo el poder y la dependencia del verdadero Dios, sin confusión alguna. Y está el sagrado falso que reenvía a los falsos dioses»8.

 8 Signification..., p. 25.

Desde el punto de vista de la actividad humana, del trabajo en su sentido más amplio, se puede observar el mismo cambio. El hombre no es sin más una parte de la naturaleza. Ha sido creado «a imagen y semejanza de Dios» (Génesis 1, 26). No depende de lo cósmico como sagrado, sino que es señor de la naturaleza. Las fuerzas del «mundo» no están reservadas a la magia, al ocultismo, a las adivinaciones; el mundo es inteligible y el hombre puede conocerlo. Con razón, anota Cottier, se ha visto en esta doctrina el fundamento teórico de la actitud científico-técnica que caracteriza la cultura de Occidente desde los tiempos más antiguos. Un mundo confuso, «sacro», animado por fuerzas ocultas, difícilmente puede ser objeto de un conocimiento científico.

La autonomía de las cosas, de la actividad temporal, el respeto hacia su consistencia como término de una acción de Dios, no como confusa mezcla de sagrado (puro-impuro, bien-mal), era, pues, susceptible de emprender un camino «propio», desvinculado de Dios.

Resultaba entonces fácil confundir los términos y establecer esta oposición: profano / pecado contra sacro (sacro en cuanto santo, sacro «de Dios», no del cosmos divinizado). Pero, como advierte Cottier, «es insuficiénte hablar de una dialéctica de lo sagrado y de lo profano, porque tenemos que enfrentarnos con tres términos, que no se sitúan en la misma línea: a lo sacro en cuanto santo se oponen —pero a títulos diversos e irreductibles— lo profano y el pecado. Confundir profano y pecado es una tentación ruinosa, a la que algunos teólogos han sucumbido»9.

En otras palabras: existe un ámbito profano que no sólo no se opone en modo alguno a lo santo, sino que es expresamente querido por Dios. Esto se suele decir, teológicamente, hablando de la autonomía de las realidades humanas y temporales. Una autonomía, entiéndase, de funcionamiento, no de origen, porque es Dios el único origen. Autonomía de funcionamiento que lleva, entre otras, a numerosas consecuencias: la incoherencia de «sacralizar» exteriormente lo profano (esencia del clericalismo), la necesidad de respetar las leyes intrínsecas de las cosas, la bondad de una pluralidad de soluciones —y, antes, de búsquedas— en todo lo que no es esencial a la fe.

Cottier llega a hablar de «un profano cristiano» y de «un profano como valor cristiano»10. En una reflexión inspirada en el Maritain de Humanismo integral, escribe: «Para caracterizar la edad de una nueva civilización impregnada por los valores evangélicos, ha propuesto hablar de cristiandad profana, poniendo el acento precisamente en la autonomía (relativa) de las finalidades naturales»11.

9 Significación..., p. 29.
10 Significación..., p. 28.
11 Significación..., p. 30.

Desgraciadamente, la falta de nombres o de términos adecuados puede acabar ensombreciendo lo que se intenta decir. Una «cristiandad profana» suena mal también a quienes, precisamente, defienden la autonomía de funcionamiento (mejor que relativa) de las actividades humanas. Llego incluso a pensar si es necesario poner nombre a lo que, antes que nada, habría que hacerse. El cristianismo «profaniza» en el sentido preciso de que no admite más sagrado que Dios. Y al «profanizar», el cristiano se siente en la compleja situación de querer estar íntimamente unido a lo santo (a Dios) y, a la vez, denunciar como idolatría cualquier «sacralización», aunque esté abonada por una larga tradición (la Nación, la Patria, la Familia, por no hablar de la Raza, la Clase, etc.) Sin embargo, esta denuncia no ha de hacerse tanto en nombre de lo santo (de Dios), aunque ése sería su origen radical, sino precisamente en nombre de la autonomía de funcionamiento de las realidades humanas, de la libertad.

Nos encontramos así con la paradoja (es decir, con una contradicción sólo aparente) de que cuando desaparece del horizonte lo auténticamente religioso, reaparecen formas «sacrales» de lo cósmico, de la política, del arte. Y, como toda actividad humana, requiere instituciones, agentes y códigos, esas «sacralizaciones» adquieren la extraña forma de «clericalismos ateos» o de «clericalismos agnósticos».

Si, en cambio, las actividades humanas tienen el carácter originario de una autonomía de funcionamiento, el respeto a las cosas, el buen hacer de lo que tiene que ser hecho, el respeto absoluto a las personas (no clasificándolas inmóvilmente por sus opiniones, por su ideología, por su raza, ni siquiera por sus creencias «religiosas») es una excelente manera de hacer presente lo santo en el mundo.

Este ensayo llega así casi al límite de sus posibilidades: presentar al hombre religioso con la compleja naturaleza de alguien que quiere estar indisolublemente unido al Origen y, a la vez, con la quizá escandalosa actitud (para algunos) de un «profanador» de las sacralizaciones vagamente cósmicas, idolátricas. Ese hombre religioso parecerá, a algunos, una reliquia de «otros tiempos», porque se considera, antes que nada, adorador y amador de Dios; para otros, parecerá un francotirador, ya que se siente incómodo cuando, aun en nombre de Dios, se intentan manipular las realidades humanas, desconociendo la autonomía de su funcionamiento. Este «ser fronterizo» está muy lejos de las consolidaciones que la mayoría de los hombres suelen amar. Ante los que desean, de antemano, «clausurar la historia», este «ser fronterizo» parece un anfibio.