Introducción

 

1. Empecemos leyendo el Salmo 63, que he escogido como símbolo de estos Ejercicios y cuyo título en hebreo es:

Salmo. De David. Cuando estaba en el desierto de Judá

«Dios, tú eres mi Dios, yo te busco,
sed de ti tiene mi alma,
en pos de ti languidece mi carne,
cual tierra seca, agotada, sin agua.

Como cuando en el santuario te veía,
al contemplar tu poder y tu gloria,
pues tu amor es mejor que la vida,
mis labios te glorificaban;

así quiero en mi vida bendecirte,
levantar mis manos en tu nombre;
como de grasa y médula se empapará mi alma,
y alabará mi boca con labios jubilosos.

Cuando pienso en ti sobre mi lecho,
en ti medito en mis vigilias,
porque tú eres mi socorro,
y yo exulto a la sombra de tus alas;
mi alma se aprieta contra ti,
tu diestra me sostiene.

Mas los que tratan de perder mi alma,
¡caigan en las honduras de la tierra!
¡Sean pasados al filo de la espada,
sirvan de presa a los chacales!

Y el rey en Dios se gozará,
el que jura por él se gloriará,
cuando sea cerrada la boca de los mentirosos».

Como sabéis, los títulos hebreos de los Salmos no son originales, pero son muy antiguos. Lo que me importa es subrayar que estaban en la memoria de Israel y que Jesús leyó el Salmo 63 como el canto, el grito con que David expresa su deseo tan ardiente de Dios.

2. Lo he escogido, porque en estos días de retiro me gustaría reflexionar sobre la figura de David.

— En efecto, él es el primer personaje, después de Jesús, que nos menciona el Nuevo Testamento: «Genealogía de Jesucristo, hijo de David» (Mt 1,1), y su nombre aparece 59 veces en el Nuevo Testamento.

Además, en el Antiguo Testamento, los relatos más largos están dedicados a él: gran parte del primer libro de Samuel y todo el segundo libro; el comienzo de los libros de los Reyes; algunos trozos de las Crónicas; lo citan los profetas Isaías, Jeremías, Ezequiel, Amós y Zacarías, así como el libro de la Sabiduría; se le atribuyen, en el título, 73 Salmos.

Con Abrahán y con Moisés, David es el gran hombre del Antiguo Testamento. Sobre Abrahán y Moisés ya he dado los Ejercicios, y me ha parecido interesante aprovechar esta ocasión para reflexionar mejor sobe David.

— Naturalmente, no sólo por el gusto o el interés de escudriñar en su figura grandiosa, sino para conocer mejor a Jesucristo. En el evangelio de Marcos, la estupenda oración del ciego de Jericó dice: «Hijo de David, Jesús, ¡ten compasión de mí!» (Mc 10,47).

Al comienzo de su carta a los Romanos, Pablo escribe que había sido llamado para anunciar «el Evangelio de Dios, que había ya prometido por medio de sus profetas en las Escrituras Sagradas, acerca de su Hijo, nacido el linaje de David según la carne» (Rom 1,1-3). Y en los Hechos de los Apóstoles leemos que Dios, después de haber removido del reino a Saúl, «suscitó por rey a David, de quien precisamente dio este testimonio: he encontrado a David, el hijo de Jesé, un hombre según mi corazón, que realizará todo lo que yo quiera» (Hch 13,22).

Conocer a David quiere decir conocer mejor a Jesús. Pero, si no conseguimos integrar el Antiguo Testamento, conoceremos a Jesús de forma abstracta, inventaremos un poco su figura, convirtiéndolo en un personaje sociológico, humanista, futurista...

Jesús es el hijo de David, en el que se realiza la promesa hecha a David; es el Hijo de Dios que se hace hombre pasando a través de su raza y de la historia de su pueblo. Por eso es tan importante profundizar en los textos que hablan de David.

La gracia que hemos de pedir al Señor, por tanto, es la de poder meditar sobre él para llegar a ese sublime conocimiento de Jesús del que habla san Pablo (cf. Flp 3,8).

Tengo, además, otros motivos para reflexionar sobre David. El obispo Ambrosio, mi antecesor en la sede de Milán, le dedicó dos obras exegéticas: De interpellatione Job et David y De apologia prophetae David; además, habló ampliamente de él en su predicación al pueblo. Más aún, algunos autores se inclinan a fechar la Apologia en el año 388 —hace ahora mil seiscientos años—; de hecho, las dificultades cada vez mayores con el emperador Teodosio le obligaron a meditar más despacio en el antiguo rey, comparándose a sí mismo con el profeta Natán y al emperador con David, con la intención de invitar a Teodosio a hacer penitencia.

Por otra parte, el conocimiento de David es muy útil para comprender la meditación fundamental que propone Ignacio de Loyola en su libro de los Ejercicios Espirituales, cuando dice: «El primer punto es poner delante de mí un rey humano, elegido de mano de Dios Nuestro Señor...» (n. 92). Según la Escritura, David es el rey humano designado por el Cristo, es el símbolo del rey elegido por Dios, y por eso nos ayuda a contemplar al Rey eterno, Jesús.

Nuestro retiro no intenta ser otra cosa más que una contemplación profunda de Jesús rey.

3. Así pues, propondré cierto tipo de lectura bíblica, escogiendo del primero y segundo libros de Samuel los episodios que permitan conocer mejor la dinámica de los Ejercicios, que tiende a una búsqueda más profunda de la voluntad de Dios en Jesús. Por algo dije que el salmo 63 es el símbolo de nuestras meditaciones, porque en él encontramos la disposición fundamental: el deseo de Dios. Quizá sean las palabras más hermosas y más elevadas en labios de David: «Dios, tú eres mi Dios, yo te busco».

Al comienzo de estas jornadas se nos llama a despertar en nosotros el deseo de ti, Señor, de quien David fue uno de los más grandes cantores.

Estas palabras describen al hombre, a cada uno de nosotros. Quizá las muchas ocupaciones cotidianas nos impidan captarlo con claridad, pero la verdad es que tenemos una sed inagotable de Dios que hemos de dejar que aflore.

Digamos juntos..

«Dios mío, te ruego que despiertes el deseo de ti que hay en mí y que es realmente el mayor deseo de mi vida. A veces lo olvido, pero sé que es el único motor de mi existencia. Lo que hago, lo que pienso, lo que digo, brota en su profundidad del deseo de ti. Te pido por mí y por todos los que van a hacer estos Ejercicios, para que hagas brotar en nosotros la necesidad de ti, dejando que mane como agua fresca y abundante, para que vivamos contigo, como David, que te cantaba en la soledad del desierto de Jude:. Haz que el grito que brotó de su corazón se convierta también en nuestro grito, para que volvamos a encontrar todo lo que en nosotros tenemos de más verdadero como personas».

La Virgen María, que anhelaba ver el día del Mesías, ver el rostro de Dios, nos ayude y nos acompañe para que ese deseo pueda surgir de nuestro corazón y verse alimentado por la Palabra.