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Fines de los Ejercicios

 

Para la oración con la que iniciar esta instrucción me inspiro en el salmo 18, también llamado el Te Deum real, donde se lee: «Tú eres, Yahvé, mi lámpara, mi Dios que alumbra mis tinieblas» (v.29). La misma expresión la encontramos en el canto del segundo libro de Samuel (22,29).

Probablemente la frase más antigua sea la de 2 Sam 22: «Señor, tú eres mi lámpara».

«Te pido, Señor, ante todo, que enciendas mi lámpara, que es la oración. Oración a la que le cuesta encenderse, que no brilla tanto como yo querría. Te pido, Señor, que la enciendas; pero me gustaría ser más atrevido y hacer mías las palabras de David: "Tú eres mi lámpara" . No quiero, pues, preocuparme demasiado por mi oración, ni siquiera por el retiro que estamos haciendo, con la seguridad de que tú eres mi lámpara, el sol de mi vida. Concédenos, Señor Dios nuestro, que comprendamos el misterio de nuestra oración, el misterio de un retiro espiritual, el misterio de la cultura de la devoción, a partir de tu luz que nos ilumina.

Concédeme cultivar mi tierra con humildad y sencillez de corazón, a imitación de la Virgen María. Te lo pedimos por Jesucristo, tu Hijo y Señor nuestro».

Hablaremos en esta plática de los fines de los Ejercicios, que son por lo menos tres:

 

Buscar la voluntad de Dios

En la visión clásica de los Ejercicios Espirituales hay un objetivo fundamental, original: buscar la voluntad de Dios.

San Ignacio escribe en su texto que todo el trabajo se lleva a cabo para «buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de su vida para la salud del ánima» (1.° anotación).

Esta misma finalidad aparece también en las meditaciones fundamentales, por ejemplo en la segunda semana, en el n.150: se habla de tres categorías de personas que quieren salvarse y encontrar paz en Dios. Y en el n. 155, la tercera categoría de personas «no le tiene afección a tener la cosa acquisita o no la tener, sino quiere solamente quererla o no quererla, según que Dios nuestro Señor le pondrá en voluntad». Son otras maneras de expresar la intención de «buscar la voluntad de Dios».

Pero ¿cómo explicar teológicamente lo que significa esta fórmula que, para San Ignacio, es la búsqueda de la voluntad de Dios que resplandece en Jesucristo?

Empecemos diciendo cómo no hay que considerar la búsqueda de la voluntad de Dios en los Ejercicios.

David, por ejemplo, busca la voluntad de Dios consultando al Señor: «¿Debo ir a abatir a esos filisteos?» (1 Sam 23,2). Se trata de una búsqueda un tanto mágica, oracular, una especie de búsqueda de signos para tener una seguridad. Es como si la voluntad de Dios estuviera escondida en algún lugar y, finalmente, la encontráramos.

No es ésta la manera de buscar la voluntad de Dios en los Ejercicios. Le sirvió a David, pero san Juan de la Cruz escribe que en la nueva ley evangélica ya no hay motivos para preguntar a Dios, y que Dios tampoco responde o habla como en tiempos de la antigua ley. En efecto, es en Jesús donde se revela toda la voluntad de Dios (cf. Subida al monte Carmelo, libro II, cap. XXII, 3).

Así pues, os sugeriré algunas pequeñas tesis teológicas que explican lo que significa la voluntad de Dios que resplandece en Jesucristo:

1. Dios quiere comunicarse a sí mismo, autodonarse. Este es el misterio de su voluntad: «Plugo a Dios, en su bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres por medio de Jesucristo, el Verbo hecho carne, en el Espíritu Santo, tienen acceso al Padre y se hacen partícipes de la naturaleza divina» (Dei Verbum, 2).

En esta revelación, el Dios invisible se dirige a los hombres, en su inmenso amor, como amigos suyos, trata con ellos, para invitarles a que compartan su vida.

2. Esta voluntad que Dios tiene de comunicarse se realiza perfectamente en Jesús, que es el medio, el fin, la plenitud de la comunicación, el fruto de la voluntad divina.

Jesucristo es la voluntad de Dios comunicada de forma absoluta y definitiva.

3. Esta voluntad de Dios, realizada perfectamente en Cristo, se realiza de forma participada en la unión de Cristo con nosotros y con la humanidad.

El designio de Dios es Jesús con nosotros, nosotros con Jesús, la humanidad con Jesús. Por tanto, no somos nosotros los que nos unimos a Jesús, sino él el que nos atrae.

4. ¿Cómo se realiza la unidad de la humanidad con Jesús? Por medio del Espíritu Santo.

Santo Tomás de Aquino tiene, en este sentido, una fórmula muy hermosa: «La ley del Nuevo Testamento consiste principalmente en el Espíritu Santo», fuerza divina que hace de los hombres una sola cosa con Cristo.

La voluntad de Dios es el Espíritu Santo como principio de santificación y de unidad de los hombres con Jesucristo.

5. ¿Qué es la unidad de los hombres con Jesús, realizada por el Espíritu Santo? Es la Iglesia, y nada más; la santa Iglesia que ha brotado del Espíritu en la historia.

Dios quiere la Iglesia.

6. Más en concreto, el Espíritu Santo quiere la Iglesia local, que es la unidad de unos hombres determinados entre sí y con Cristo.

Entonces la voluntad de Dios para mí es mi manera de estar dentro de la Iglesia, y tengo que buscar lo que el Espíritu Santo me mueve a hacer para que la Iglesia se ensanche y se convierta en plena comunicación de Dios. Y, ante todo, el Espíritu me mueve a unirme más a Jesucristo, para ser luego instrumento de unión de los hombres con él.

Todo lo demás, la literatura, el arte, la economía, etc., está subordinado a esta búsqueda de la voluntad de Dios en mi vida, en la Iglesia. Normalmente, esto se hace una sola vez y de forma definitiva: es la vocación. Por eso los Ejercicios son, principalmente, el modo de escoger la propia vocación.

¿Qué significa, pues, buscar la voluntad de Dios en un Retiro anual? Situarse de nuevo, simplemente, en la fidelidad a la vocación, reemprender con seriedad el camino, a fin de realizar lo que el Espíritu quiere de mí para estar y obrar en la Iglesia local, para que yo me haga una sola cosa con Jesús y ayude a todos los demás hombres.

A través del silencio, de la escucha de la Palabra y de la meditación, verificamos nuestra fidelidad a este designio de Dios en la vida cotidiana, nuestra fidelidad en la realización de la unión con Cristo y con la Iglesia. Dios no quiere ni pide nada más.

 

Cultivo de la devoción

Hay un segundo objetivo, más específico, del Retiro anual; lo expresaré con las palabras de un gran padre espiritual, el padre Michel Ledrus, profesor en su tiempo de teología espiritual en la Universidad Gregoriana de Roma. El usaba siempre esta fórmula: «Los Ejercicios anuales son el cultivo de la devoción».

En el vocabulario clásico, la devoción es la vivacidad, el frescor, la prontitud en el servicio de Dios, realizado de buena gana, de corazón, con amabilidad, con gozo y con coraje. Se trata, pues, de una actitud muy importante, de la flor más bella de la vida espiritual.

A veces conocemos a personas que viven su vocación de una manera aburrida y triste, siendo así que la vida según el Espíritu requiere alegría y entusiasmo.

«Devoción» significa abrazar de buena gana el sacrificio de cada día, las frustraciones de la jornada y de nuestro compromiso apostólico, la aridez de la oración y del corazón. Por eso tiene que ser necesariamente un don de Dios.

Es perfectamente posible cumplir con el deber y obedecer a Dios, pero sin devoción, sin luz.

«¡Oh Dios, tú eres mi lámpara!»: la devoción es la iluminación divina en la vida.

A menudo creemos que, después de haber pasado por diversas experiencias, lo importante es hacer cada cosa como es debido, y basta. Y es verdad, pero también es verdad que no es posible realmente obrar bien, sobre todo para con los demás, si falta la sonrisa del alma, la amabilidad, la cordialidad...

La devoción es otro aspecto del riesgo del que ya hemos hablado. Arriesgarse, por ejemplo, a hacer frente a las situaciones o a las personas difíciles diciendo: «Te doy gracias, Señor, porque se complican las cosas». O bien: «Te doy gracias, Señor, porque hacía tiempo que no tropezaba con dificultades»...

Parecerá extraño, pero aquí radica la fuerza de la vida espiritual. Cuando estoy de buen humor y se acerca a mí un sacerdote excusándose por el «atrevimiento» de exponerme sus dificultades, porque —añade— «ya tiene usted demasiadas...», yo le respondo: «De ninguna manera. Es más, se lo agradezco, porque estoy aquí precisamente para tener dificultades».

Como veis, no es fácil expresar adecuada y plenamente lo que es la devoción. Y, sin embargo, debemos cultivarla, dado que no es algo espontáneo y natural, sino que proviene de Dios.

Espontáneos y naturales son el cansancio, la frustración, el aburrimiento, el nerviosismo, el agotamiento...

Don de Dios, por el contrario, son la facilidad, el gozo y la capacidad de «simplificar» las cosas.

Tal vez la devoción consista precisamente en la capacidad de simplificar los problemas complicados.

Para cultivarla, para preparar nuestro terreno a recibir el don de la devoción, se requiere un tiempo prolongado de oración, escuchar con sosiego la Palabra y meditar detenidamente la Escritura.

De hecho, es la oración prolongada sobre la Escritura la que permite que el Espíritu Santo brote abundante para el alma como agua de un manantial.

Perseverar en esta oración, ofrecer gratuitamente a Dios el propio tiempo de oración, derrocharlo, con la certeza de que antes o después nuestra aridez será regada con el rocío matinal del Espíritu Santo. Todo esto es cultivar la devoción. Y no hay un lugar más propicio para ello que los Ejercicios anuales.

 

Escuela práctica de oración

La tercera finalidad del Retiro es ejercitarse en una escuela práctica de oración, re-aprender a orar.

Desde los primeros años de noviciado, todos hemos aprendido a orar; pero luego perdemos el hábito, perdemos el gusto.

Hay un pasaje de la Carta a los Romanos un tanto misterioso y muy importante. He pedido a famosos exegetas que me lo aclaren, y siempre me han dicho que era un pasaje dificilísimo. Escribe san Pablo: «Y de igual manera, el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene, mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión en favor de los santos es según Dios» (Rom 8,26-27).

Creo que las palabras del Apóstol pueden ayudarnos a reemprender el camino de la oración sugiriéndonos tres cosas:

1. Cuando hemos descuidado el ejercicio de la oración, ésta renace en nosotros en el momento mismo en que confesamos nuestra incapacidad. En efecto, dice san Pablo: «Nosotros no sabemos pedir como conviene». ¡Y lo reconoce un místico que sabía orar...! Quizás esto significa que no sabemos cuáles son los deseos que hay que manifestar a Dios. De todas formas, el reconocerlo constituye el comienzo adecuado para aprender de nuevo a orar.

Más aún, «el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza». Somos débiles, exactamente igual que los que no tienen salud; nos gustaría orar, pero no tenemos fuerzas para ello, no tenemos el coraje de perseverar. Acuden a la mente las cosas que hay que hacer, las heridas que hemos recibido de la comunidad o de la gente, la amargura que llevamos en el corazón, y no encontramos la manera de empezar a orar. Se trata de una flaqueza que forma parte de la fragilidad humana. No es casual el que en el texto griego se use la misma palabra (asthéneia) que emplea el apóstol cuando dice: «Cuando todavía éramos pecadores (o sea, estábamos sin fuerza, asthenés), en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos» (Rom, 5,6).

Es la fragilidad de nuestro corazón lleno de quejas, de juicios sobre los demás, de descontento; cuando empezamos a orar, todo este bagaje puede despertarse.

Es preciso, pues, caer en la cuenta de que en la intimidad de cada uno de nosotros habita la impureza, pensamientos que no son según el corazón de Dios. Confesarlo es un buen comienzo, y significa re-aprender a orar haciendo, como sugiere San Ignacio, un acto de profunda adoración: Señor, no soy digno, no soy capaz de orar, soy nada ante ti. Señor, enciende mi lámpara, sé tú mi lámpara, porque no es verdad que pueda yo disponer de mi oración, pues solamente tu Santo Espíritu sabe lo que significa orar.

2. «De igual manera el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. ...El Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables». Son palabras aún más misteriosas.

¿«De igual manera»... que qué? Se refiere a un versículo anterior: «El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rom 8,16). El Espíritu Santo que atestigua con nosotros que somos hijos de Dios, ora también por nosotros con gemidos inefables.

Los exegetas aventuran diversas hipótesis para explicar los gemidos inefables. Pero lo que importa es que aquí se trata de una experiencia real y profunda: el Espíritu ora en nosotros y por nosotros, intercede por los santos, y Aquel que escruta los corazones conoce el deseo del Espíritu. Deseo, en el texto griego, es to phrónema, es decir, la mentalidad del Espíritu, que es la de Cristo.

«Su intercesión por los santos corresponde a los designios de Dios»; ora rectamente. Nosotros no podemos saber si nuestra oración es correcta o si es un repliegue sobre nosotros mismos, si es un monólogo o una alucinación.

Por eso tenemos que fiarnos del Espíritu, conscientes de su don de oración en cada uno de nosotros. Entonces, aunque estemos cansados, secos, podemos seguir ante el santísimo Sacramento sin esforzamos por formular qué sé yo qué pensamientos, sabiendo por la fe que el Espíritu ora en nosotros de la manera apropiada.

A veces me ocurre que me siento cansado cuando, durante las visitas pastorales, tengo que celebrar, por ejemplo, el segundo pontifical de la jornada. En esos casos renuevo el acto de fe, procuro mantener la calma, realizar bien los gestos litúrgicos, dejando obrar al Espíritu Santo.

San Pablo nos asegura que él ora en nosotros; es una verdad, no una invención piadosa, porque el Espíritu de Jesús, que es la voluntad de Dios, se nos ha dado para configurarnos con el Hijo, que siempre «intercede por nosotros» (Rom 8,34). En nosotros está la oración de Jesús.

Naturalmente, por nuestra parte es preciso perseverar larga e intensamente en la oración; poco a poco experimentamos la presencia del Espíritu que ora en nosotros.

Y creo que David, en el salmo 63, expresa precisamente la oración del Espíritu que grita en él a Dios de una manera justa.

3. La oración es gozo del corazón, y re-aprender a orar significa saborear, gustar a Dios.

Antes de venir al Tchad, estuve haciendo mis Ejercicios anuales con los obispos de la región lombarda; nos los daba un teólogo, el cual, hablándonos de la oración, afirmaba que de niño, y luego en el seminario, había aprendido que la oración era una obligación; pero que, tras largos años de experiencia, había aprendido que la oración es gozo.

Sobre todo, gozo de los Salmos, porque en ellos gustamos el gozo de David y el de Jesús, pues dicen realmente las palabras que nosotros querríamos decir delante de Dios.

Este descubrimiento lo hacemos con los años, y no significa que oremos con facilidad y sin esfuerzo. El gozo significa profundidad del espíritu; significa saborear a Dios, penetrar en el corazón de Cristo.

La devoción de que hablábamos antes es la experiencia de ese sencillo y misterioso gozo de Dios. Una pequeña chispa del mismo vale más que todos los bienes del mundo y, cuando se ha gustado una sola vez, ya no desaparece en la vida.

 

Conclusión

Os invito a proseguir la meditación sobre las tres vocaciones de David para contemplar, ante el santísimo Sacramento, la historia de vuestra vida.

Como aplicación de estos «puntos», os sugiero que os preguntéis:

Que la Virgen María nos ayude a encontrar con claridad este objetivo, para que podamos al menos acercarnos a él.