CAPÍTULO XXXIX

EL TRIBUNAL ROMANO


1. «
.Qué es la verdad?» (Jn 18,38)

Pilato era un romano, una singular mezcla de jurista y político. Ambas notas son visibles en la actitud que frente al hecho de Jesús adoptó. Era un romano: un hombre, además, que despreciaba profundamente a quienes no eran romanos. Esta característica explica también en gran medida su comportamiento ante aquel judío acusado por judíos.

Sabido es que la sentencia pronunciada contra Cristo por el sanedrín ninguna validez poseía mientras el procurador no la confirmase. Terminada, pues, la sesión matinal ante el tribunal religioso, fue conducido el reo al pretorio de Poncio Pilato. «Salió Pilato fuera, y dijo: ¿Qué acusación traéis contra este hombre? Ellos respondieron, diciéndole: Si no fuera malhechor, no te lo traeríamos. Díjoles Pilato: Tomadle vosotros y juzgadle según vuestra ley. Le dijeron entonces los judíos: Es que a nosotros no nos es permitido dar muerte a nadie» (Jn 18,29-31).

La primera respuesta de los judíos casi parece inspirada en un sagaz principio de la oratoria latina, aquel que recomienda, como prólogo de toda disertación, una «captación de la benevolencia»: muéstranse los acusadores decididamente solidarios del romano en el común amor a la justicia. La segunda réplica constituye una demanda muy bien embozada: tácitamente piden al procurador convalide cuanto antes el fallo que ya de antemano estaba dado por el tribunal religioso. No es que pretendan que el magistrado se limite a revisar y refrendar el proceso habido ya; esto sería demasiado peligroso, pues bastantes aspectos de dicho proceso más vale que permanezcan en la sombra; ellos quieren en verdad un nuevo juicio—montado sobre acusaciones distintas y más oportunas, que ya traen preparadas—, piden un juicio, pero a la vez intentan inspirar un prejuicio: si este malhechor ha sido ya juzgado y condenado a muerte, lógico es que del nuevo proceso se desprenda idéntica conclusión.

«Y comenzaron a acusarle diciendo: Hemos encontrado a éste pervirtiendo a nuestro pueblo: prohibe pagar tributo al César y dice ser El el Mesías Rey» (Lc 23,2).

Pilato mira despacio a este hombre. ¿Se trata realmente de un agitador, de un adversario temible? A priori desconfía de toda información procedente de fuentes hebreas. Su primera pregunta al inculpado es un eco de la última acusación que acaba de escuchar: «¿Eres tú el rey de los judíos?»

La breve conversación que sigue gira en torno a la ambigüedad de la palabra rey. De sobra sabe Pilato qué es un rey, un antiguo rey de Roma, un antiguo rey de Judea; pero no se le oculta que existen también otros presuntos reyes, forjados quizá en la cabeza de los soñadores, reyes pertenecientes a un vago mundo inmaterial. Jesús, por su parte, durante todo su ministerio se ha esmerado en no dar pábulo a la idea de realeza que el pueblo abrigaba; no ha disimulado su disgusto cuando alguna vez las turbas llegaron a demostrar su admiración hacia El de forma excesivamente entusiasta. Jesús es rey en otro sentido, en un sentido muy superior, que dista tanto de la idea carnal que tenían los más ardorosos y crédulos israelitas como de esa inconcreta noción que acerca de los poderes espirituales posee el escéptico procurador.

«¿Eres tú el rey de los judíos? Respondió Jesús: ¿Dices esto por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí? Pilato contestó: ¿Soy yo judío por ventura? Tu nación y los pontífices te han entregado a mí: ¿qué has hecho? Jesús respondió: Mi reino no es de este mundo; si de este mundo fuera mi reino, mis ministros hubieran luchado para que no fuese entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí. Le dijo entonces Pilato: ¿Luego tú eres rey? Respondió Jesús: Tú dices que soy rey. Yo para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad oye mi voz. Pilato le dijo: ¿Y qué es la verdad?» (Jn 18,33-38).

La pregunta, a despecho de su solemne formulación, no esconde ninguna trascendencia. No era Pilato ningún especulativo preocupado por la metafísica de la verdad. Se limitaba en aquel momento a obrar como un indagador que no acostumbra salirse de su terreno pragmático: «¿Qué hay de verdad en esto que dices?» Pilato era, entonces y siempre, un hombre práctico, mediocre, que despreciaba las huecas filosofías de los graeculi, de aquellos griegos decadentes que pululaban por el Imperio vendiendo abstracciones como si fueran toronjas o cuentas de cristal, y a los cuales más de una vez se había visto obligado a escuchar con harto fastidio. Más que de una pregunta, pues, se trataba de una exclamación displicente: « ¡La verdad!»

Jesús no respondió. Podía haber dicho, repitiendo lo que ya dijo una vez: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6). Pero no. ¿Para qué? Era inútil.

La verdad no se halla en los datos exactos y comprobables que Pilato gustaba de acumular. Ni tampoco en las cultas divagaciones de los helenistas, ni siquiera en los más afortunados hallazgos de su pensamiento. La verdad sobre la cual Cristo vino a dar testimonio es ajena a los discursos humanos, a sus yerros y a sus éxitos. Páginas atrás hablamos de la diferencia existente entre la verdad griega y la verdad bíblica. Consiste aquélla en la conformidad de la idea con el objeto o del objeto con la idea, en la adecuación del entendimiento con la realidad; su inquisidor es el sabio, el que declara lo que es. La verdad bíblica es más bien veracidad, seguridad, firmeza; su servidor es el profeta, el que anuncia lo que será.

No rechaza Cristo de plano la verdad griega, pero la purifica y le da estabilidad. En cuanto al concepto que las Escrituras habían ofrecido de la verdad, Cristo lo acepta como válido, pero lo profundiza y le da transparencia: al hacer de la verdad algo actual y presente, coincidente consigo mismo, le quita esa opacidad que necesariamente tienen las cosas futuras. En El se cumplen las promesas y los vaticinios proféticos: El los verifica. «Cuantas promesas hay de Dios, son en El si» (2 Cor 1,20).

Cristo es la verdad en sí mismo y es la verdad para nosotros. El es el Verbo, la idea que de su propio ser tiene Dios, una idea exacta, y tan viva y robusta que constituye otra persona, otra persona capaz de hablar sobre sí como de algo distinto; pero, puesto que a la vez es idea ajustadísima y perfecta, cuando habla dice así: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9), «Yo y el Padre somos una sola cosa» (Jn 10,30), «El Padre está en mí y yo en el Padre» (Jn 10,38). En esta persona divina que es el Verbo no hay composición alguna de persona y cualidades; por tanto, mejor que decir que el Verbo es verdadero, hay que decir que el Verbo es la Verdad.

Cuando Dios crea el mundo, se sirve de su Verbo. «Todas las cosas fueron hechas por El» (Jn 1,3) y «en El fueron creadas todas las cosas» (Col 1,16). El Verbo es el autor de las cosas y el modelo que las cosas reproducen. Estas, pues, resultan verdaderas en la medida en que copian y reflejan al Verbo. ¿Y, en concreto, esas criaturas que son los hombres? Los hombres, indeciblemente aventajados, imitan al Verbo de dos maneras: en cuanto criaturas naturales y en cuanto pertenecientes a un orden sobrenatural. Este orden consiste justamente en que el hombre ha sido hecho hijo de Dios. ¿Cómo? A semejanza del Verbo, que es el Hijo. La filiación del Verbo constituye el ejemplar de nuestra filiación. En tanto, pues, somos verdaderos hijos en cuanto imitamos la filiación del Verbo, su amor al Padre y sus ademanes.

Lo cual viene a colocarnos ya en ese nivel en que verdad' equivale a vida. Cuando el Verbo encarnado proclama que El es la verdad, asegura asimismo que es la vida (Jn 14,6). Nada tiene, pues, de extraño que en el Nuevo Testamento posea la verdad un sentido vital: se habla de «practicar la verdad» (Jn 3,21; 1 Jn 1,6), así como de «practicar la mentira» (Ap 21,27; 22,15). La verdad se vincula a la justicia (Ef 5,9) y se contrapone a la injusticia (1 Cor 13,6; Rom 2,8) y al pecado (Jn 8, 32-35). La verdad, en este supremo sentido, ya no significa el objeto y norma del conocimiento, sino del obrar y del ser.

Cristo es de este modo también la verdad en sí, puesto que El practica la verdad del Padre (Jn 4,34; 5,19.20). Y 10 es igualmente para los hombres. Ha venido para dar testimonio de la verdad, es decir, para dar testimonio de Dios (Jn 1,18; 17,3); ha venido para dar la vida (Jn ,o,1o). ¿A quiénes? A cuantos creen en El. Esta vida, esta verdad, no se apoya en la evidencia del objeto, sino en la veracidad del Testigo. Conocer la verdad es practicar la verdad. Practicar la verdad es tener fe en El.

Cristo, a la vez que como verdad y vida, se nos revela también como camino. Camino único hacia la vida, pues «nadie va al Padre si no es por mí» (Jn 14,6). Camino único hacia la verdad: «Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo» (Mt 11,27). Pero se trata de un camino que no es como los demás caminos, los cuales pierden su razón de ser una vez obtenida la meta. Cristo, efectivamente, además de ser el único acceso para el conocimiento de la verdad, es la sustancia de toda verdad. Fingieron los judíos creer que Jesús mostraba el camino predicando la verdad: «Enseñas según verdad el camino de Dios» (Mc 12,14); pero incluso esto sería una interpretación muy insuficiente y ruin, ya que El no sólo es el Maestro, sino la Verdad. Cuando alguien me comunica una noticia, yo puedo luego abstraer ésta de la persona que la pronunció y entablar con dicha verdad una relación autónoma. Con Cristo no sucede así: pertenece a la misma esencia del pensamiento cristiano el que éste sea captado y comprendido siempre, en todo momento, «en» Cristo. De ahí la tendencia de la actual teología a dar a todos sus tratados—ya se ha venido ensayando con mucho éxito en materia de moral, sacramentos y postrimerías—una perspectiva cristológica, puesto que Cristo es el quicio de nuestro conocimiento de las cosas superiores, de cuanto se refiere a la vida íntima trinitaria, y no menos de las cosas inferiores, del hombre y del mundo, de la creación y de la historia.

La pregunta de Poncio Pilato está redactada, por tanto, defectuosamente. Pues ya no vale preguntar qué es la verdad, sino quién es la verdad. Tampoco la muerte, por supuesto, es algo que ocurre; es alguien que llega.

 

2. Cristo quieto

En el interrogatorio a que fue sometido Jesús, no encontró Pilato culpa alguna. Se trataba, a su juicio, de un fantasioso, de un soñador inofensivo, víctima de la rivalidad de los judíos principales. Y así lo declaró. Pero los acusadores insistieron: «Revuelve al pueblo enseñando por toda Judea, empezando desde Galilea hasta aquí» (Lc 23,5).

¿Galilea han dicho? Al enterarse de que el encartado era un galileo perteneciente a la jurisdicción de Herodes, se apresuró a enviárselo a éste—por aquellos días se hallaba en Jerusalén—para que lo juzgara. ¿Con qué propósito? Quizá buscando una reconciliación con el tetrarca, pues hacía ya algún tiempo que estaban enemistados. Quizá para tenderle una red, con el secreto deseo de que se extralimitase en sus funciones ejerciendo un dudoso derecho fuera de su territorio. Por lo pronto, declinaba así la responsabilidad en un asunto que por momentos se le estaba haciendo cada vez más embarazoso.

Muy poco tiempo duró Jesús en presencia de Herodes. Guardó silencio absoluto ante todas las preguntas que éste le formuló. Fue, pues, muy pronto despedido, en son de burla, cubierto con veste de irrisión. De nuevo tenía Pilato en sus manos al galileo, cuya inocencia era reconocida también por Herodes. Romano educado en el respeto al ius, trató de demostrar una vez más a los acusadores que aquel hombre no era culpable de los delitos que le achacaban. Pero he aquí que ya una gran multitud habíase concentrado en torno al pretorio haciendo eco clamoroso a las censuras presentadas por sus jefes. Recordó entonces el procurador que todos los años, con motivo de la Pascua, se solía conceder libertad a un prisionero. Podía ser ésta una solución aceptable: propondría al pueblo que eligiese entre Jesús de Nazaret y el bandido más temible y odiado que entonces gemía en las mazmorras. ¡No preferirían la libertad de Barrabás, homicida peligroso! Pero el corazón de los hombres es inescrutable y sus reacciones contradicen toda razonable previsión. El pueblo pidió el indulto del criminal y la crucifixión de Jesús.

«¡Crucifícalo, crucifícalo!» ¿Se ha escuchado alguna vez un alarido más atroz? Habría que descender, para comprobarlo, a los infiernos. Este grito, que resume todas las voces del rencor y del odio, se entremezcla con las imploraciones de venganza que los oprimidos de la tierra dirigen al cielo. Marea y contramarea que nunca cesan, que van tejiendo la historia, que hacen el aire irrespirable. Y en medio de este tumulto, sólo un silencio, un silencio purísimo: «Jesús callaba»; la frase que mejor y más insistentemente describe la actitud del Hijo del hombre a lo largo de toda su pasión. «Maltratado y afligido, no abrió la boca, como cordero llevado al matadero, como oveja muda» (ls 53,7).

Jesús calla, Jesús no se defiende, ni refuta, ni argumenta. Es difícil, para Pilato, salvar a un hombre que nada pone de su parte. ¿Y si lo mandara azotar? Sí; esto no resulta muy justo, desde luego, pero seguramente será un ardid eficaz. El romano jurista cede el paso al romano político. Intenta el tímido magistrado sortear el obstáculo haciendo concesiones menores que le permitan negarse a otorgar lo principal. Cuando lo vean después de la flagelación, sangrante y roto, ¿no se aplacará esa turba enfurecida? «Entonces Pilato mandó prender a Jesús para azotarlo» (Jn 19,1).

La flagelación era un suplicio al cual Horacio, que no se impresionaba fácilmente ante espectáculos de esta naturaleza, calificó de horribile. Los ciudadanos romanos eran castigados con varas; a los que carecían de tal honor, se les azotaba con látigos especiales, de cuero, de varias colas, en cuyos extremos había unas bolas de metal o unos garfios llamados «escorpiones». El número de golpes era ilimitado. Todo dependía de la resistencia de los verdugos.

Los verdugos solían ser soldados que prestaban servicio en el pretorio. No eran legionarios, sino meros auxiliares de la cohorte, probablemente reclutados en los países vecinos de oriente, sobre todo en aquellas regiones que se distinguían por su adhesión al Imperio. Es muy verosímil que fueran samaritanos, lo cual no representaba para Jesús ventaja alguna. El odio de Samaria hacia los judíos habíase hecho legendario. Tener entre las manos un judío inerme, señalado por la ley, significaba un placer estimulante para cualquier adorador de Garizim. Por eso, los escarnios que ellos añadieron por su cuenta al tormento—la corona de espinas, la clámide grotesca, el cetro de caña—iban exactamente dirigidos contra el «Rey de los judíos», detalle que debió disgustar mucho a los altivos representantes de la nación, así como cierto cartel afrentoso que luego colgó Pilato en el palo de la cruz (Jn 19,19-22).

¿Qué hizo con Jesús aquella soldadesca desenfrenada? La iconografía española nos ha dado abundantes y conmovedoras versiones. Pero su verismo, tan celebrado, es siempre insuficiente, cohibido por el respeto debido a la víctima. La contemplación del estado en que quedó Jesús después que la fatiga de los sayones consiguió lo que no pudo obtener su compasión, no podría hoy soportarla nadie que no estuviera de antemano familiarizado con el horror.

Cristo atado a la columna. Su absoluto silencio ante las acusaciones es ahora inmovilidad perfecta ante los golpes. Ni un movimiento de fuga o de contraataque; tan sólo, quizá, algún temblor. Cristo inmóvil, quieto, constituye una estampa singular para que sobre ella, y muy a menudo, ejerzamos la relexión. No es ciertamente una figura en la que nos guste poner los ojos. Preferimos otro Cristo, activo, misionero, combatiente. El alma se nos va tras las mil formas de la violencia, sus o peraciones brillantes, sus éxitos; incluso sus fracasos, cualquier cosa que exija acción—cualquier cosa que distraiga y aturda—, todo antes que esa pasividad forzada, esa aceptación silenciosa. Porque nos gusta más convencer que callar; nos gusta más vencer que convencer.

«Todo árbol bueno da buenos frutos» (Mt 7,17). ¿Quién no se dispone a fructificar, a producir frutos lozanos y bien visibles? Pero hay árboles que no dan frutos y cuyo valor, sin embargo, es inestimable. Pienso en los pinos de ciertos bosques que han dado sombra amiga a muchas de estas meditaciones. Pinos de explotación resinera. Su piña es despreciable, no se recolecta. Pero cada uno de esos pinos vale tanto como una hectárea de terreno. Su mérito consiste en dejarse «sangrar». ¿No son muchas también las almas marcadas por Dios con este mismo designio? ¿No han sido acaso destinadas todas, en algún momento de su vida, a recibir sin queja la visita de la cuchilla?

Nos complace entender así la santidad: hacer, hacer, dar fruto. Pero quizá la santidad sea esto otro: aceptar, aceptar, dar sangre. Preferimos la acción a la contemplación. Y cuando algún día nos persuadimos, por la misericordia de Dios, de la necesidad imprescindible del recogimiento, llevamos a éste el burdo criterio de la acción: laboriosidad, ejercicio, lectura sin reposo, plegaria elocuente. La santa quietud se nos hace insufridera, e inhospitalario nuestro rincón. Y por eso, tal vez porque queremos a todo trance «ver» los frutos, nos volvemos estériles. No acabamos nunca de convencernos de que estudiar a Dios es fundamentalmente orar, y orar es más que nada escuchar a Dios, y conquistar es dejarnos regalar, y caminar es permitir ser arrastrados, y hacer es dejar hacer. Dejar que el Espíritu realice su obra en nosotros. Repetir el fiat de María Santísima. No «haga yo», sino «hágase en mí». Nuestra específica fecundidad de criaturas no consiste en ser fecundos, sino en consentir ser fecundados.

De modo admirable dice San Bernardo que Jesús «tuvo en su vida una acción pasiva y en su muerte una pasión activa» 1. Durante su acción padeció y por su pasión llevó a cabo la obra más alta, trabajosa y fértil.

Cuantos se sientan animados a seguir al Cristo batallador, al Cristo ataviado de gran Rey que se lanza al asalto contra sus enemigos, deben mirar despacio a este Jesús atado a una columna, quieto, perfectamente quieto. Deben aprender que la única vestidura de Cristo es escarlata: el baño de su propia sangre o un manto de trapo viejo, un manto de ignominia.

El Cristo paciente representa, encarnada, la paciencia de Dios.

Dios hecho pasible, vulnerable, por supuesto. Pero, al decir paciente, no sólo decimos lo contrario de impasible, sino también lo opuesto a impaciente. Dios tiene paciencia, porque el tiempo es suyo, como suya es la eternidad, y porque es omnipotente, y porque puede juzgar el mal sin desasosegarse. El mal del hombre, en cambio, consiste en su impaciencia. Su primer pecado se configuró así, como un deseo de precipitar el tiempo, de ser «como Dios» antes de la hora fijada, puesto que, según el Apocalipsis, los triunfadores comerán del fruto que en el paraíso estaba aún vedado (Ap 2,7). El desorden que provocó aquella caída manifiéstase ahora en la fragilidad y la violencia, en la falta de energía para esperar y en la malversación de la fuerza: en la impaciencia.

Al hacerse hombre, muestra Dios el rostro humano de su paciencia. Siendo rico, se empobreció; poseyendo por naturaleza la eternidad, se sumergió en el tiempo. Se sometió al tiempo lento, para redimir nuestro pecado, el pecado de querer anticiparnos por propia industria la eternidad. Respetó «la hora», Se mantuvo quieto y expectante; atado a una columna.

1 Serm. in fer. 4 Hebdom. Sanct. 11: ML 183,268.

 

3. «Se entregó a sí mismo» (Gral 1,4)

Este Cristo molido y deshecho, este Cristo coronado de espinas, vestido de escarnio, ¿no despertará alguna conmiseración entre el pueblo? Pilato lo saca afuera—el sol duele en los ojos—y lo presenta a la multitud: Ecce horno. Pero la multitud, hostigada por sus dirigentes, se enfurece aún más. Estiman que el romano ha querido mofarse de ellos al ofrecerles como rey semejante despojo grotesco.

Insisten, cada vez más agriamente, en sus reclamaciones. Tienen conciencia de que están en una línea de perfecta legalidad: si aceptan la norma de no aplicar por su cuenta la pena capital, el procurador debe responder, según convenio establecido, velando por los intereses de la nación que administra; y esos intereses han sido gravemente vulnerados por el hombre cuya causa está en litigio, un hombre blasfemo, malhechor, que ha pisoteado las cosas más santas: «Nosotros tenemos una ley, y según la ley debe morir, porque se ha hecho Hijo de Dios».

¿Hijo de Dios? Suelen los espíritus escépticos ser supersticiosos. Pilato juzga que sería temerario indisponerse con alguna de esas oscuras divinidades cuyo nombre y poder desconoce; tiene la convicción de que los dioses orientales son aún más sanguinarios, más crueles que los dioses de Roma y de Grecia. Por eso, cuando ahora inquiere, su curiosidad no es frívola, su pregunta no contiene desdén alguno: «¿De dónde eres tú? Y Jesús no le dio respuesta. Dícele entonces Pilato: ¿A mí no me respondes? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte? Jesús respondió: No tendrías sobre mí ningún poder si no te hubiera sido dado de arriba» (Jn 19,9-II).

Poncio Pilato representa la potestad máxima del mundo, y Cristo constituye en este momento el punto más débil de la tierra. Mientras dure la historia humana, será así; casi nunca coincide la verdad con el poder. Cuanto más noble sea una verdad, será también más inerme, más expuesta a ser vencida y escarnecida por la presión grosera de la fuerza. Y la verdad santa es la verdad indefensa por antonomasia: la luz rechazada por las tinieblas (Jn 1,5). Pertenece la «debilidad» esencialmente a la verdad de Jesucristo, el más flaco de todos los oprimidos. Así será mientras el mundo sea mundo. Al final de todo, la verdad recuperará aquella potencia que de suyo le corresponde: Cristo hablará, y su palabra será tan verdadera como poderosa, su verdad constituirá el juicio y la ejecución del juicio.

Ahora se halla todavía Jesús sometido al juicio del poder humano, que es aliado de la mentira. Este poder se inclina contra la verdad y la condena. Pilato enviará al reo a la cruz.

Pilato es un romano: jurista, político, desdeñoso de cuanto no sea romano. Por ser amante del derecho, se ha negado hasta ahora a perpetrar una clara injusticia matando a un inocente. Su talento político le ha venido suministrando medidas de sagacidad para no ceder por completo a las demandas del adversario. Porque se trata, no hay duda, de adversarios: todos los que no son romanos de naturaleza o de adopción son enemigos del Imperio; principalmente aquellos que, habiendo sido sojuzgados ya por las legiones, encuentran insoportable el yugo. Y más que nadie, a juicio del procurador de Cesarea, estos judíos sinuosos y pérfidos que se resisten, como ningún otro pueblo, a aceptar plenamente la dominación; que se valen de dudosas estratagemas y contactos en la corte lejana para impedir que las águilas coronen las torres de la fortaleza Antonia. Pueblo, en verdad, «de dura cerviz». Aún recuerda Pilato, con invencible enojo, la humillación que hubo de sufrir cuando se vio obligado a retirar los estandartes que llevaban la efigie del emperador; recuerda con repugnancia la matanza de los galileos, los desórdenes acaecidos tras la construcción del acueducto... Los judíos son odiosos, enteramente odiosos. Nunca había Pilato aborrecido a nadie tan vehementemente como a esta raza despreciable y torva, gente que, para mayor agravante, posee un indómito orgullo; pueblo que, según será más tarde descrito por Pablo, «presume de ser guía de ciegos, luz de los que viven en la oscuridad, preceptor de rústicos, maestro de ignorantes» (Rom 2,19-20).

Podemos preguntarnos si aquellos esfuerzos que el procurador hizo para libertar a Jesús no se debieron ante todo, mucho más que a su conciencia ingénita de hombre observante del derecho, a ese odio y abominación tan profundos que sentía hacia Israel. El inculpado era ciertamente un judío, pero sus acusadores lo eran más, eran mucho más representativos, más engreídos de su estúpida condición. Por eso precisamente se obstinó en su indulgencia a medida que el sanedrín y la turba insistían en sus propósitos de revancha. Y cuando no tuvo más remedio que ceder, bien a su pesar, no quiso privarse de una última, irónica, sutil venganza: pondría en el rótulo de la cruz «Jesús Nazareno, Rey de los judíos»; rey en verdad muy adecuado para unos súbditos tan detestables y dignos de exterminio. En lo recóndito de su espíritu, a quien mandó el procurador crucificar fue a todo el pueblo, simbolizado en el último de sus hijos.

Este aborrecimiento hacia los hebreos acabará llevando a Pilato a la desgracia, cuando su encono crezca de tal suerte que desequilibre la combinación de los otros elementos de su alma romana, la astucia política y el sentido del derecho. A fines del año 36—como consecuencia de una sangrienta represalia tomada contra unos pacíficos hombres de la plebe—será destituido por Vitelio, legado de Siria, y conducido rápidamente a la metrópoli para responder ante el emperador.

Pero hoy todavía Poncio Pilato es prudente.

Ante el repetido sarcasmo del magistrado, que se empeña en presentar al reo como rey de los judíos, éstos adoptan una postura por completo imprevista. Se cubrirán de vergüenza con lo que van a decir, y el eco de sus palabras sonrojará a la posteridad, mas no importa: cualquier cosa, cualquier deshonor, a costa de lograr la realización de sus deseos. Con tal de que Cristo muera, ellos están ya dispuestos a todo vilipendio. y gritan: «No tenemos más rey que al César».

He aquí al pueblo de cabeza altiva besando el polvo, besándolo con indignidad, no como lo besa un derrotado, sino mucho más deshonrosamente, como lo besa un adulador. He aquí al pueblo que durante muchos siglos no ha tolerado otra realeza que la de Yahvé; helo aquí confesando servilmente su gustosa sumisión al poder de un hombre llamado Tiberio Claudio Nerón Julio César, gentil, incircunciso e idólatra.

Tras esta confesión, el ánimo se siente con derecho a amenazar: «Si sueltas a éste, no eres amigo del César'.

¿Qué funcionario romano podría escuchar sin un escalofrío tal reto? El golpe fue asestado esta vez en el corazón del corazón. Pilato quedó ya, desde ese momento, a merced de quienes acababan de desafiarle. Pilato fue cobarde. Su pecado permanecerá para siempre inscrito en esta precisa figura: la cobardía. Nos dice el evangelio que, tras haber oído que Jesús se hacía pasar por Hijo de Dios, el indeciso magistrado «temió más». ¿Temió a causa de sus escrúpulos vagamente religiosos, temió ante la venganza de algún dios de maleficio? ¿O temió simplemente que, si desestimaba aquella acusación de sacrilegio que le presentaban, correría el peligro de una delación? Muy pronto, sin duda, lo delatarían en Roma por negligente, por haber descuidado su obligación de proteger los privilegios religiosos de Israel.

El miedo que luego demostró, el que precisamente le movió a dar por terminado el proceso, fue en verdad un temor de carácter político. Temió que su buena fama se enturbiase, temió que se truncara su carrera. El valor, la intrepidez hubiese consistido en refutar a los jefes judíos y arrostrar el riesgo de una calumniosa denuncia.

Desde el principio debía haber tomado otro camino. Con mayor esmero, rodeándose de pruebas y testimonios imparciales, debía haber examinado la condición política de aquel reo; hubiese visto bien pronto que éste jamás se hizo culpable de un desacato al poder constituido, incluso que positivamente rechazó todo mesianismo nacional; hubiese comprobado que su movimiento era de una pureza absoluta y que, si entre sus discípulos se contaban zelotes Simón, por ejemplo—, también había acogido a colaboracionistas manifiestos, tales como el publicano Mateo. Pero ahora ya la presión que las turbas ejercían sobre el procurador irresoluto era excesiva. Acababan de amenazarle con un recurso al emperador. ¿Sabría defenderse y defender al mismo tiempo a su víctima? Esto era demasiado para él.

El impulso decisivo—aquel impulso que ni el respeto a la justicia ni el desdén hacia los jefes judíos pudieron inspirarle—se lo inspiró la cobardía. Pilato era cobarde. Tentado está uno de rastrear también, en aquella primera negativa del procurador a las demandas del sanedrín, alguna razón concomitante de cobardía: en esa negativa probablemente influyó el temor a verse encausado por Vitelio, celoso defensor de indígenas inocentes.

Poncio Pilato, precisamente cuando se lavó las manos para declinar toda responsabilidad en la condena, hízose responsable de la muerte del Justo. Desde el punto de vista jurídico, no hay duda que el procurador romano fue el culpable de la ejecución. Y su nombre, su nombre únicamente, figura en el Credo; cuantas veces los cristianos recitan su fórmula de fe, mencionan este nombre y perpetúan su oprobio, imposible ya de borrar. No obstante, a pesar de esto y a pesar de todas las tentativas de los historiadores hebreos por librar del estigma a sus antepasados, nadie puede evitar la impresión de que los verdaderos responsables del crimen pertenecían al linaje de Israel. La frase de Jesús a Pilato mantiene toda su vigencia: «El que me ha entregado a ti tiene un pecado mayor» (Jn 19,1I).

Pilato entregó a Cristo a la muerte por cobardía. Judas, por codicia. Los judíos, por envidia y rencor. A la larga, después de todos los forcejeos y disensiones, hubo una rara unanimidad entre los diversos poderes conjurados contra el Hijo del hombre. Todas las viejas rivalidades—fariseos y saduceos, pueblo y dirigentes, Pilato y Herodes, judíos y gentiles—cesaron durante un momento, el momento necesario para que se produjera aquella coalición capaz de llevar a la víctima hasta el patíbulo. Porque unos y otros, aunque adversarios entre sí, eran aliados en un nivel más profundo: aliados de Satán, príncipe de las tinieblas.

Y, sin embargo, toda esta confabulación sería aún insuficiente para quitar la vida a Jesús si no se hubiese sumado otra connivencia, si no hubiese intervenido a tiempo otra voluntad, la voluntad de Aquel que solemnemente afirmó: «Nadie me quita a mí la vida, soy yo mismo quien la doy» (Jn r o,18).