CAPÍTULO XXV

FIESTA DE LOS TABERNÁCULOS
 

1. Agua viva

Jerusalén era aquellos días como una plaza en fiestas. Barahúnda de gentes, cantos, estrépito, alegría, esa alegría ruidosa y un poco desmandada de todas las vendimias. Ponía, es verdad, la conmemoración religiosa su acento grave e impedía que el gozo de Israel se hiciera profano y vulgar. Era la fiesta de los Tabernáculos.

Tres eran las fiestas principales del calendario judío. La primera, la Pascua, en los albores de la primavera, en la segunda mitad de nuestro marzo o primeros días de abril; su símbolo, el cordero y los ácimos. Luego venía, siete semanas más tarde, la fiesta de Pentecostés; su símbolo, los panes tiernos y fragantes de la nueva recolección. Finalmente, a últimos de septiembre y primeros de octubre, tenía lugar la fiesta de los Tabernáculos, fiesta, al decir de Josefo, «santa y grande por excelencia»; su símbolo, el loulab, rama de palma con mirto y sauce, y el ethrog o «fruto de Persia», la olorosa cidra.

Fiesta de los Tabernáculos o de las Tiendas: en recuerdo de la permanencia de Israel en el desierto, cuando el pueblo acampó bajo tiendas mientras caminaba hacia la Tierra Prometida. Por eso, durante esa semana de fines de verano, Jerusalén se cubría de olivo y de mirto, de pino y palmera: eran chozas de ramaje—«tiendas de fresca fronda», no las «tiendas de pelo» de los beduinos—, construidas con la alegre provisionalidad de un decorado para representaciones apoteósicas; tiendas que cubrían por completo las terrazas de las casas, tiendas que invadían las calles y plazas públicas, tiendas que formaban un cinturón de verdura en torno a la ciudad amurallada. Tiendas y tiendas. Yahvé había dicho: «El día quince del séptimo mes, cuando hayáis recogido los frutos de la tierra, celebraréis la fiesta de Yahvé durante siete días. El primer día será de descanso, e igualmente el octavo. El primer día tomaréis gajos de frutales hermosos, ramos de palmera, ramas de árboles frondosos, de sauces y de ribera, y os regocijaréis ante Yahvé, vuestro Dios, durante siete días. Celebraréis esta fiesta durante siete días cada año. Es ley perpetua para vuestros descendientes, y la celebraréis el séptimo mes. Moraréis los siete días en cabañas, para que sepan sus descendientes que yo hice habitar en cabañas a los hijos de Israel cuando los saqué de la tierra de Egipto. Yo, Yahvé, vuestro Dios» (Lev 23,39-43).

Durante las solemnidades agitaban los judíos sus loulab en las cuatro direcciones de los vientos, y las aclamaciones rituales dejaban el aire largo tiempo estremecido: Hallel, hallel, hallelu-yah! Jesús acudió también y participó en la al egría popular, sumándose al equívoco fervor de su raza, pero quedándose solo en la evocación pura de aquellos sucesos antiguos que esas ceremonias conmemoraban, pues únicamente El conocía la realidad prefigurada, la verdad ya presente, la oculta verdad manifiesta. El también durmió esas noches bajo un entramado de palmera y sauce, posiblemente en la falda del Getsemaní. Había dormido hasta que el primer toque de las trompetas litúrgicas, simultáneo al primer canto de los gallos, hendía el silencio como un cuchillo. (Una de las berakhas matutinas agradece al Señor el «haber dado al gallo el discernimiento entre los días y las noches».) Jesús ponía en hora también su corazón. Nadie como El, con tan sincero ardor, asociábase a la plegaria del alba: «Nuestros padres en este mismo sitio volvían las espaldas al santuario de Yahvé y dirigían sus miradas al Oriente, pues adoraban al sol; pero nuestros ojos están vueltos a Yahvé». Nadie como El sabía quien era Yahvé, nadie como El tenía clavados sus ojos en el divino semblante. Era el toque de diana, un toque en tres tiempos—sostenido, breve, sostenido—, junto a la puerta de Nicanor. Después los dos sacerdotes músicos bajaban hasta el décimo peldaño y hacían sonar de nuevo sus clarines de plata. La tercera señal, al llegar al atrio de las mujeres. La cuarta, en la puerta oriental. Allí convocaban a todo el pueblo y lo invitaban a regocijarse en la certidumbre del verdadero Dios: «Nuestros padres...» Jesús, El solo, con la mirada puesta en aquel cielo dudoso—cielo de plenilunio al borde de la aurora—, murmuraba las gozosas y doloridas palabras en El habituales: « ¡Jerusalén, Jerusalén, si supieras...!»

La fiesta de los Tabernáculos era también la fiesta del agua. Había terminado el año agrícola—y con él el año civil: el primer día del año era y es todavía el primero de Tichri—y un nuevo ciclo de cosechas daba comienzo. Todos pensaban en la sementera próxima y en las lluvias que la habían de preceder. Israel demandaba ya oficialmente el agua a su Dios y Señor. Desde la fuente de Siloé, un sacerdote, acompañado de levitas, transportaba, en vasija de oro, el agua preciosa que después derramaría sobre el altar: así el agua volvía al cielo para que en su día oportuno pudiera de nuevo descender, copiosa, sobre los pastizales sedientos. Esta ceremonia repetíase los siete días que duraba la fiesta. Cuando la procesión llegaba al templo por la puerta llamada del Agua, tres toques de trompeta suscitaban en el pecho de los israelitas el recuerdo de la promesa mesiánica: «Sacaréis con alegría el agua de las fuentes de la salud» (Is 12,3).

Pero un día, el último día de las solemnidades, en el preciso instante en que la multitud entraba ya en el templo bajo el abigarrado ondear de las palmas, un hombre encaramado en la escalinata comenzó a gritar: «Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba. Quien cree en mí, como ha dicho la Escritura, de su seno correrán torrentes de agua viva» (Jn 7, 37-38). ¿Quién era ese hombre? Algunos, bastantes, lo reconocieron: era el famoso profeta galileo, el que obraba tantos milagros. Todos los rostros se volvieron hacia Jesús.

El agua, esa realidad misteriosa de los símbolos. Es una cosa ambigua el agua, tan terrible y tan apetecida, tan dulce y tan mortal, tan transparente y llena de enigmas. Es el agua, a la vez, signo de maldición y de bendición.

El agua del océano constituye la silla y alcázar del Maligno, «el dragón que está en el mar» (Is 27,1). «Allí las naves se pasean y el Leviatán que creaste para que allí dominase» (Sal 104,26). Por eso se queja Job: «¿Soy yo acaso el mar ó el monstruo marino para que me hayas rodeado de una guardia?» (Job 7,12). En el océano habita el mal, pero Dios domina soberanamente sus aguas: «He hecho un muro de arenas para el mar, muro que no podrá traspasar nunca, que, aunque se embravezca, no podrá saltar, y, por muy furiosas que sean sus olas, jamás podrán batirlo» (Jer 5,22). El monstruo teme a Dios: «Viéronte las aguas, ¡oh Yahvé!, viéronte las aguas y se turbaron, y temblaron aun los mismos abismos» (Sal 77,17). Porque El «conmueve Ios mares con su poder y con su brazo doma al monstruo» (Job 26,12).

El alma atribulada siéntese sumergida en esas aguas destructoras: «Un remolino llama a otro remolino; todas las olas pasan sobre mí con el rumor de las cascadas» (Sal 42,8). El alma ora así: «Sálvame, ¡oh Dios!, porque amenazan ya mi vida las aguas; me hundo en el cieno, donde no puedo hacer pie; me sumerjo en el abismo y me ahogo en la hondura» (Sal 69,2-3). Descender a las profundas aguas sería morir para siempre. En la clásica división del cielo, tierra e infierno, el mar equivale a este último, pues lo que caracteriza al Paraíso es que en él no existe el mar (Ap 21,1). Los condenados están simbolizados en la figura de «la gran meretriz sentada sobre las aguas» (Ap 17,1).

Dios venció a los monstruos míticos del océano, Leviatán y Rahab, símbolos de aquel caos al cual sucedió la armonía de la creación. Renovóse esta victoria tras el diluvio: mediante él, no sólo castigó el Señor a la humanidad culpable, sino que también, al salvar a Noé como raíz de una humanidad nueva, triunfó de las potencias destructoras del abismo. «Con tu poder dividiste el mar y rompiste en las aguas las cabezas de las bestias, aplastaste la cabeza de Leviatán» (Sal 74,13-14). El paso del mar Rojo constituirá una nueva victoria del mismo orden: «¿No eres tú quien aplastaste a Rahab y atravesaste al dragón? ¿No eres tú quien secaste el mar, las aguas del profundo abismo, y transformaste el mar en sendero para que pasaran los redimidos?» (Is 51,9-10). Victoria doble: sobre las aguas y sobre los egipcios anegados por las aguas, ya que ellos simbolizaban esas potencias demoníacas que mantienen al hombre esclavo de la idolatría.

Dios venció al Maligno por medio de su Hijo, el cual ha purificado las aguas. Cuando éste descendió al Jordán para ser bautizado, quebrantó por completo el poder de aquel príncipe malo que de las aguas había hecho su sede, y las restituyó limpias al Padre. Ahora, lejos de ser una potencia destructora, son instrumentos de salud. «Ahora el agua os salva a vosotros» (1 Pe 3,21). Recobra así este elemento su significado de bendición y merced, que ya poseía también en las Escrituras antiguas. Nada tiene de extraño que un pueblo de tierras áridas, como era Israel, viese en el agua, junto a sus posibilidades devastadoras, una figura ilustre del bienestar y de la providencia dadivosa de Yahvé. Este bendice al hombre enviándole «las lluvias de la primera y de la última estación» (Dt 11,14) y lo castiga cegando las fuentes del cielo (1 Re 17 y 18). El condenado sufre, principalmente, de sed (Lc 16,24). El paraíso perdido contaba con «un río que regaba el jardín y se partía luego en cuatro brazos» (Gin 2,10), y en el paraíso futuro habrá «un río de agua vivificante, saliendo del trono de Dios y del Cordero» (Ap 22,1). Nadie puede concebir el país de la promesa sino como una tierra «regada por las lluvias del cielo» (Dt 11,11). Dios mismo es un «manantial de agua viva» (Jer 2,13), y el justo es igual que un árbol plantado junto al río (Sal 1,3; Jer 17,8).

Los días mesiánicos se caracterizarán por la abundancia de agua (Is 44,3; 49,10; Ez 36,25). ¿Qué querían significar con esta imagen los profetas? El Espíritu de Dios. «Yo derramaré agua en el desierto, arroyos en lo seco; yo derramaré mi Espíritu sobre tu posteridad» (Is 44,3). El Espíritu es algo que se derrama como el agua (Is 32,15; 44,3; Zac 12,ro; J1.3,1). Ahora bien: Jesús, ante aquella inmensa multitud congregada junto al templo, promete saciar la sed de cuantos a El acudan. Y Juan añade en seguida: «Esto lo dijo del Espíritu que iban a recibir los que creyesen en El» (Jn 7,39).

Las palabras que Cristo pronuncia admiten una doble puntuación. «Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba. Quien cree en mí, como ha dicho la Escritura, de su seno correrán torrentes de agua viva». Según esta lectura, también el creyente viene a ser fuente de vida, una vez puesto en contacto con el hontanar originario de Jesús. El hombre bebe la doctrina del Verbo en los cuatro ríos paradisíacos de los cuatro evangelios; bebe esa agua de la sabiduría que, como el agua de Siloé, cura la ceguera de las mentes; después él mismo viene a constituirse en difusor de la verdad para sus hermanos. Mas la otra puntuación es también legítima: «Si alguno tiene sed, que venga a mí, y beba el que en mí cree. Como ha dicho la Escritura, de su seno (del seno del Mesías) correrán torrentes de agua viva». En este caso, el único venero donde cabe abrevarse es el costado de Cristo. ¿No representa acaso su cuerpo la verdadera roca de la cual brotaron las aguas de la vida? «Yahvé dijo a Moisés: Vete delante del pueblo y lleva contigo a los ancianos de Israel; lleva en tu mano el cayado con que heriste el río, y vete, que yo estaré ante ti en la roca que hay en Horeb. Golpea la roca y saldrá de ella agua para que beba el pueblo» (Ex 17,5-6). Comentando Pablo este suceso, añade: «Y la roca era Cristo» (1 Cor 10,4).

El agua que el creyente bebe mana de lo alto, de la misma entraña del Padre (Jn 15,26); pero al mismo tiempo la fuente donde aplica sus labios está muy baja y accesible: es la herida abierta en un cuerpo como el nuestro. La lanza fue la vara que castigó esa roca del pecho de Cristo; de su hendidura saltó en seguida el agua que ya no cesa. Por eso, después de identificar el agua de la salud con el Espíritu de Cristo, agrega Juan: «Aún no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado todavía» (Jn 7,39), no había muerto aún.

He aquí el día verdaderamente mesiánico: «Volverán sus ojos hacia Aquel a quien traspasaron... Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David» (Zac 12,10; 13,1).

Jesús invita y vuelve a invitar: «Si alguno tiene sed, que venga a mí». Las gentes que lo oyen, las gentes que han detenido sus pasos y ya no agitan el loulab, vuelven sus ojos hacia El: ¿Quién es éste? Y, además, ¿de qué sed habla?

 

2. Luz de luz

Vosotros que, con este rito procesional de Siloé, queréis aseguraros el agua para vuestros campos y vuestras bestias, para vuestra boca ardiente, para vuestro corazón poblado de sueños, vosotros todos, oídme: Yo soy el agua, yo apago la sed... Y más adelante les dijo: Vosotros que encendéis los candeleros dorados, vosotros que alzáis los ojos hacia el oriente, sabed que «yo soy la luz del mundo; el que me sigue no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12).

En la fiesta de los Tabernáculos, la luz también, junto con el agua, tenía su lugar, su simbolismo y su honor. En la tarde del primer día, cuatro varones de casta sacerdotal encendían los grandes candelabros que habían sido puestos en el atrio de las mujeres. Alrededor de las luminarias tejían los hebreos sus danzas empuñando antorchas. Distribuidos en los quince escalones que mediaban entre el atrio de las mujeres y el atrio de Israel, tañían los levitas el arpa. Las llamas de los candelabros eran tan recias y vivas que su luz, según la Mishna, «no había un solo patio en la ciudad que no la reflejara».

Esa luz iluminó también el semblante pensativo de Jesús. Esa luz brillaba sólo porque Jesús se lo permitía, porque había querido envolver la luz de su espíritu en carne opaca. Porque era su deseo que los hombres prestasen libremente su fe cuando les decía: «Yo coy la luz del mundo». Juan va a hablar ahora de Cristo Luz a lo largo de dos extensos capítulos, del octavo al décimo, así como antes ha hablado acerca de Cristo Vida. Veintinueve veces se halla la palabra luz en su evangelio. Jesús es la Luz de la tierra, y esta declaración va a ser sellada en seguida con la curación del ciego de nacimiento, del mismo modo que la doctrina sobre Cristo Vida halló ya su puntual ilustración en la curación del paralítico.

«Dios es luz» (1 Jn 1,5), y lo primero que creó fue la luz (Gén 1,3-5). Gusta de aparecerse a los hombres en forma de columna resplandeciente (Ex 14,19-31), como una nube de fuego (Ex 40,38), como una zarza ardiendo (Ex 3,2), como un potente relámpago (Ex 19,16). Su palabra es luz (Sal 119,105; Prov 6,23; Is 2,2-5), y los bienes concedidos a los hombres no son más que el resplandor de su faz (Sal 4,7).

Pero Dios «habita en una luz inaccesible, que ningún hombre vio ni puede ver» (1 Tim 6,16), y «en derredor suyo hay nube y calígine» (Sal 97,2), de tal modo que puede decirse que mora en la oscuridad (1 Re 8,12). Entre Dios y el hombre es demasiado grande la distancia. No es que la luz divina llegue a extinguirse en este camino tan largo; es que el hombre resulta una criatura tan ruin y flaca, que no tiene capacidad para recibir semejante luz. Y entonces sucede lo inaudito, el prodigio de la piedad: la misericordia de Dios viene a concretarse en una adaptación de esa luz suya, tan desmedida e intolerable, al poder visual del hombre. He aquí la obra primera del Verbo encarnado, anterior a esa otra que consistirá en elevar, con su luz, la potencia de los ojos humanos, ya que después «veremos la luz en tu luz» (Sal 36,10). Será el Mesías como una luz de aurora: «su nombre será Oriente» (Zac 6,12), y, por eso, deliciosamente deduce el Ambrosiáster que «Cristo quiso hacerse hombre cuando la luz del día empieza a crecer» 1. El Mesías es anunciado como una luz (Is 42,6; 49,6; 6o, i) y reconocido luego como luz (Lc 2,32; Act 13,47). Dios mismo, que es luz, se ha hecho hombre (2 Cor 4,4.6).

Jesucristo, efectivamente, es la luz (Mt 4,13-17; Jn 1,5; 3,19; 8,12; 9,5; 12,46), de la cual su Precursor dio testimonio (Jn 1,7). Sus apóstoles son también luz (Mt 5,14), y no menos todos sus seguidores (F1p 2,15), los cuales denomínanse «hijos de la luz» (Jn 12,36), aunque en realidad poseen dicha luz por participación, por haber abierto sus ojos a la luz de Cristo (Lc 11,33-36).

Cristo es camino, verdad y vida. Ved la conexión de la luz con el camino: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas» (Jn 8,12; cf. 11,9-10; 12,35). Ved la conexión de la luz con la verdad: «El que obra la verdad, viene a la luz»

1 Quaest. V. et N. T. 53: ML 35,2252.

(Jn 3,21). Ved la conexión de la luz con la vida: «La vida era la luz de los hombres» (Jn 1,4).

La luz es amor: «El que ama a su hermano está en la luz» (1 Jn 2,10), y el amor es vida: «Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a nuestros hermanos» (1 Jn 3,14). La luz, por tanto, es vida. En esta primera carta de Juan se nos habla primero de «la luz de la verdad» (1 Jn 1,5-6) y después de «la luz del amor» (1 Jn 2,9-1o). La «tiniebla» significa tanto la mentira como el odio. Dios es luz (1 Jn 1,5) y Dios es amor (1 Jn 4,16). Cristo es luz en cuanto que revela al Padre (Jn 1,18), pero esta revelación no afecta sólo a la inteligencia, sino principalmente al corazón. Por eso el fruto de la luz lo constituye tanto el amor como la verdad (Ef 5,9). Por eso las tinieblas representan el pecado (Is 59,9-20; Job 3, 4-9) y los hijos de las tinieblas son los pecadores (Jn 12,36; Lc 16,1; 1 Tes 5,5; Ef 5,8). Los pecadores «se encierran durante el día, no quieren ver la luz, tienen todos horror a la mañana» (Job 24,16), puesto que «todo el que obra mal, aborrece la luz y no viene a la luz para que sus obras no sean reprendidas» (Jn 3,20). No son ignorantes, son perversos: su oscuridad es contumacia. ¿Cómo, si no, explicar que «la luz luce en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron»? (Jn 1,5). Si encendéis una lámpara, las tinieblas necesariamente desaparecen. Pero las tinieblas del hombre significan resistencia activa, fuerza mala, oscuridad impenetrable. Sus tinieblas son «amor a las tinieblas» (Jn 3,19) y su ceguera es persistencia culpable en la ceguera (Jn 9,39-41). El ojo de los hombres no lo describe Jesús como sano o enfermo, sino como «puro» o «malo» (Lc 11,34). De ahí que la venida de la luz constituya un juicio (Jn 9,39), y el día del juicio definitivo, para cuantos amaron la mentira, será día de oscuridad, no de luz (Am 5,18).

La salvación consiste en pasar de las tinieblas a la luz (Sal 18,29; Is 8,23; 42,7): concretamente en conocer a Cristo y a Dios en Cristo (Jn 17,3), lo cual no significa un asentimiento intelectual, sino una toma de posesión del hombre por la luz (1 Jn 5,20). De todos los seres terrestres dícese que son una degradación de la luz. La luz brillaba en el principio, y luego se transformó en fuego, que es una luz gravada, depauperada; el •fuego después, al consumirse, convirtióse en materia. De esta suerte, el proceso de salvación queda descrito como una marcha inversa: desde la materia a la luz pasando por el fuego purificador. «Si todo tu cuerpo es luminoso, sin parte alguna de tiniebla, todo él resplandecerá» (Lc 11,36).

La lucha aquí abajo consiste en mantener encendida nuestra lámpara mientras el Señor llega, mientras llega su día. El día del Señor llegará durante la noche (1 Tes 5,2); por tanto, «no viváis en tinieblas, para que ese día no os sorprenda como un ladrón» (1 Tes 5,4). En la antítesis de «luz y tinieblas» radica el tremendo dilema del alma. Y en la paradoja de «luz en la noche» estriba la difícil situación de todo cristiano, la cual no es otra cosa que oscuridad iluminada por el cirio pascual, ese cirio cuya llama temblorosa el diácono suplica a Dios que dure hasta que raye el alba.

 

3. «¿ Quién puede acusarme de pecado?» (Jn 8,46)

En una de las discusiones que por estos días sostuvo Jesús con sus adversarios, pronunció cierta frase que ningún hombre nacido de mujer tendrá nunca derecho a apropiarse: (¿Quién de vosotros puede acusarme de pecado?» (Jn 8,46).

Semejante reto, tan diáfano y absoluto, sitúase en un contexto muy particular, y el pecado del cual Cristo se proclama exento dice especial relación con la mentira. Acaba de acusar a sus enemigos de ser hijos del diablo, «el mentiroso»; en contraposición a ellos, El se declara en posesión de la verdad y, paladinamente, preséntase como testigo de la verdad. La frase que hemos citado queda enmarcada entre estas dos aseveraciones: «A mí, porque digo la verdad, no me creéis», y «Si digo la verdad, ¿por qué no me creéis? El que es de Dios, oye las palabras de Dios; vosotros no las oís porque no sois de Dios».

La santidad de Cristo consiste en su adhesión firmísima a la verdad, y ésta no es otra cosa que fidelidad a la divina palabra. Muy bien podría establecerse una legítima correspondencia entre estos dos asertos suyos: «Yo he venido al mundo para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37) y «Yo he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Jn 6,38). En tal sentido, su afirmación «Yo soy la verdad» (Jn 14,6) coincide con la descripción que de El hizo el ángel de Laodicea: «el Amén, el testigo fiel y veraz» (Ap 3,14), y asimismo con la alabanza tributada por Pablo: «El Hijo de Dios, Cristo Jesús, que os hemos predicado yo, Silvano y Timoteo, no ha sido sí y no, antes ha sido sí» (2 Cor 1,19).

Su santidad se nos revela como la más exquisita fidelidad a la voluntad del Padre. Su santidad esencial no era sino la adhesión eterna al Padre; cuando el Verbo se encarnó, la humanidad de Cristo recibió la santidad infinita como patrimonio y dote. Ni el caudal mejor adquirido ni la hacienda más limpiamente heredada son tan completa posesión de su amo como lo es de Jesús la santidad divina. Aquella santidad que el Verbo posee por naturaleza, la humanidad de Cristo la posee en patrimonio, por el don irrevocable que de ella le hizo el Verbo al desposarse con dicha humanidad. ¿Quién es capaz de concebir a Jesús no santo? Más fácil sería pensar un hielo que abrase, una piedra que suba sola, un círculo cuadrado. ¿Cómo imaginar la cuadratura del círculo? O lo que es igual y más imposible aún: ¿cómo imaginar una mancha, una nada más, en el alma de Jesucristo?

Los judíos, no obstante, aseguraban: «Nosotros sabemos que este hombre es pecador» (Jn 9,24); y a Pilato le dijeron: «Si no fuera un malhechor, no te lo hubiéramos entregado» (Jn 18,3o). ¿Puede pronunciar tales palabras alguien que no sea hijo del «padre de la mentira» (Jn 8,44)? Afirma Pablo que «a quien no conoció el pecado, (Dios) lo hizo pecado por nosotros para que nosotros fuésemos hechos en El justicia de Dios» (2 Cor 5,21). ¿Qué significa en esta frase pecado? No significa, por supuesto, pecador, pues no se alude aquí a ningún pecado personal, sino a una excepcional providencia y consejo de Dios. El paralelismo entre los dos miembros de la cita demuestra que la única razón para que podamos denominar a Cristo «pecado» es su solidaridad con nosotros, ya que nuestra unión con El es la raíz exclusiva de que nosotros seamos «justicia de Dios». Cristo, pues, fue hecho pecado en cuanto que se hizo uno de nosotros, en cuanto que tomó «la semejanza de la carne de pecado» (Rom 8,3) y en cuanto que «se hizo por nosotros maldición» (Gál 3,13).

Pero hay una ocasión en que el mismo Cristo, con sus propias palabras, parece negar su santidad. «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios» (Mc 1o,18), dice al joven rico que se acercó a El y le trató de «Maestro bueno». ¿Qué pensar de semejantes palabras? ¿Se trata tal vez de una expresión enfática, enfáticamente humilde? Al contestar así, el Hijo de Dios no rechaza propiamente el calificativo, sino que invita al muchacho a mirarle con más profundidad, ya que le ha llamado bueno creyéndolo un puro hombre. Jamás encontraremos a lo largo del evangelio una sola frase en que Jesús, modelo eximio de humildad, se declare culpable de la más pequeña imperfección, ni siquiera un solo momento en que se asocie a la oración de los suyos pidiendo perdón al Padre. El es incapaz de recitar el padrenuestro en su integridad.

Cristo, en cuanto hombre, no fue menos impecable que el Verbo en su existencia eterna. La dualidad física de sus voluntades resolvióse en una unidad moral perfecta y acabada. El «poder no pecar» de su libertad moral coincidía de hecho con el «no poder pecar» de su naturaleza divina, puesto que el Hijo venía a ser sujeto de todos los actos humanos.

La diferencia de voluntades, que en Getsemaní se hizo conmovedoramente explícita—«no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42)—, nada arguye contra la íntima fusión de esas voluntades. En la voluntad humana del Hijo distinguimos aún como dos voluntades, de las cuales la superior quería en aquella hora exactamente lo que el Padre quería, mientras que la inferior versaba sobre su propio objetivo—librarse del cáliz—con una volición ineficaz aunque, por otra parte, querida por Dios para una más plena y dolorosa manifestación de la pobre humanidad lastimada. Y entre estas dos voluntades de Cristo, superior e inferior, tampoco hubo verdadera discordia, ya que, a pesar de que ambas se cernían sobre el mismo objeto material—los tormentos de la pasión—, lo encaraban bajo dos aspectos muy distintos: la superior consideraba esos tormentos como deseados por el Padre y útiles a los hombres; la inferior los consideraba simplemente como malos en sí y dañosos a la naturaleza. Ninguna disidencia, pues, se produjo entre una y otra voluntad: la inferior no se oponía a lo que propiamente pretendía la superior, y ésta aprobaba que la inferior mostrase su aversión hacia algo que a ella de suyo no le concernía. En la voluntad inferior, a pesar de resistirse tan tenazmente a abrazar los sufrimientos, ningún desorden podemos advertir: tal repugnancia respondía a los designios del Padre precisamente para que la lucha fuese más atroz, y el mérito más eminente.

Cristo era impecable, y ningún impulso torcido podemos observar en su ser. Sucede que la zona irracional del alma tanto más sumisamente se sujeta a la razón cuanto más plena y avasalladora es la virtud; ahora bien, puesto que las virtudes de Cristo—su templanza para someter la concupiscencia, su mansedumbre y fortaleza para domeñar la parte irascible—eran altísimas y por encima de toda ponderación, resultaba que no quedaba en su ser ni la más mínima raíz de inclinación descarriada. Lo cual significa para El alabanza muy grande, ya que, si bien el vigor de un espíritu suele mostrarse cuando resiste valerosamente a sus malas tendencias, mucho más vigor manifiesta aquel que las ha reprimido hasta el extremo de extirparlas. Tan soberano dominio, por otra parte, no priva de ninguna corona a Jesús: aunque no tuvo que luchar en su interior contra los malos bríos, sí que hubo de luchar, y muy denodadamente, contra los enemigos exteriores, contra el mundo y el demonio.

«Quién de vosotros puede acusarme de pecado?»

Pero veamos: ¿no fue Cristo injusto al maldecir aquella higuera por no dar frutos en invierno? Sabed que su gesto fue simplemente una parábola en acción. Nadie puede, además, pecar contra una planta, contra una piedra, contra un animal. Secar una higuera no es mayor delito que comer una liebre o desventrar una cantera. Pero, al menos, .¿no obró injustamente cuando expulsó del templo a los mercaderes? Con toda seguridad ellos habían pagado ya su contribución al fisco: ¿no estaban allí en el uso de sus derechos? Sí, mas Cristo no los fustiga por insolventes, sino por profanadores; y su indignación va dirigida contra cuantos venían manteniendo tal estado de cosas, tanto contra los que ejercían allí su oficio como contra aquellos que, siendo su obligación impedirlo, lo permitían y fomentaban. ¿Deja acaso de ser reprobable una fornicación porque el hombre pague hasta el último céntimo la cantidad estipulada con la meretriz?

Cristo fue justo. Suelen incluso algunos comentadores mencionar ciertos episodios de la vida de Jesús en que éste demostró practicar las diversas especies de justicia. Dicen que, puesto que efectuó compras, nos dio buen ejemplo de justicia conmutativa (Jn 4,8; 13,29). Dicen que nos dio ejemplo de justicia distributiva cuando prometió a sus apóstoles doce tronos, uno para cada uno, desde los cuales habían de juzgar a las doce tribus de Israel (Mt 19,28). Y que nos dio también ejemplo de justicia legal cuando, a su debido tiempo, entregó el tributo a los recaudadores (Mt 17,26). Pero, a decir verdad, su justicia profunda fue de otro orden. Así nos lo revela precisamente aquel diálogo que mantuvo con Pedro antes de pagar el impuesto: «¿Qué te parece, Simón? Los reyes de la tierra, ¿de quién cobran censos y tributos, de sus hijos o de los extraños? Contestó él: De los extraños. Y le dijo Jesús: Luego los hijos son libres» (Mt 17,24-25). He aquí la justicia decisiva de Jesús: su fidelidad de Hijo. Sólo respecto del Padre tenía El obligaciones de justicia. Su justicia, a la postre, era justicia divina, o sea: el cumplimiento de todo aquello que Dios debe, no a los hombres—ningún derecho es concebible ante Dios—, sino a sí mismo, a su promesa, a su propia esencia. Recordad cómo Cristo quiso pagar la contribución precisamente, como El mismo dice, «para no escandalizarlos»; porque su misión era salvar las almas y no perderlas. De nuevo volvemos a la santidad de Cristo como fidelidad: fidelidad al Padre y, consiguientemente, fidelidad a las promesas hechas por Dios a los hombres: «Cuantas promesas hay de Dios, son en El si» (2 Cor 1,20).

Cristo practicó una altísima justicia. Practicó todas las virtudes en grado extremo, aunque no todas de la misma forma. Las virtudes que de suyo no contienen imperfección ninguna, por ejemplo, la caridad, existieron en El de manera formal y propia. Aquellas otras, en cambio, que en su concepto entrañan algún defecto, tuvieron en El una existencia meramente virtual, aunque eminente. Así, la penitencia: sabido es que esta virtud dice relación a pecados propios; por consiguiente, ningún acto de verdadera penitencia podemos atribuir a quien por esencia era un hombre impecable, razón por la cual el Santo Oficio prohibió invocar al «Corazón de Jesús, penitente por nosotros» 2; sin embargo, poseyó en el mayor grado lo que de más noble tiene la penitencia, pues su detestación del pecado fue infinitamente más honda que la del pe

2 ASS 26,319.

cador más contrito. Lo propio acontece con la fe: Jesús era incapaz de tener fe, ya que El veía a Dios, y la visión clara es incompatible con ese conocimiento oscuro que la fe presupone; poseyó, no obstante, lo que llamaríamos «espíritu de fe», es decir, el asentimiento firmísimo a todas las verdades reveladas y un constante criterio sobrenatural para juzgar de todo según Dios: vivió siempre «con los ojos levantados al cielo» (Jn 17,1). Del mismo modo, su esperanza carecía de lo más fundamental, que es vivir aguardando la futura posesión de Dios; pero podía esperar y esperó aquello que constituye objeto secundario de esta virtud, la glorificación del cuerpo, y sobre todo tuvo esperanza en el sentido de una plena confianza en el socorro divino, confianza inmensamente más profunda que la nuestra, pues dimanaba de la completa posesión de Dios y no de las noticias imperfectas de la fe. También, como hemos dicho, su continencia fue muy singular, ya que sus pasiones andaban libres de toda mala inclinación, en cuyo combate y victoria reside propiamente la esencia de tal virtud.

¿Y qué decir del temor de Jesucristo? ¿Pudo El temer a su Padre? Ciertamente la Escritura le adjudica «el temor de Yahvé» (Is 11,3). Bien. De dos maneras se puede interpretar el temor: tememos un mal y tememos a quien, por su autoridad y prevalencia sobre nosotros, nos puede inferir ese mal. Cristo, desde luego, no podía temer de su Padre ningún daño, ni la separación de El ni el castigo que tal separación engendra; pero sí que podía existir en su alma, y de hecho existió, el temor de Dios en cuanto que este temor dice relación a la superioridad divina. Semejante temor no significó, por tanto, otra cosa que «afecto reverencial» (Heb 5,7).

Cristo fue santo en virtud de la gracia santificante y de Ios dones que la acompañan, con una santidad específicamente común, del mismo género y linaje que la nuestra. Pero ésta era en El una santidad accidental. La suya sustancial, debida a la gracia exclusiva de la unión, revélase como una santidad completamente peculiar. Lo cual no obsta para que su vida religiosa en el mundo fuese de la misma naturaleza que la nuestra, puesto que nuestra piedad, al fin y al cabo, no es más que la prolongación de su piedad.

En la Biblia se afirma que Dios es santo en dos sentidos aparentemente muy diversos. Lo primero de todo, Yahvé es santo porque es el Señor, el Otro, el dominador, el incomprensible e insondable. Según esto, santidad y gloria resultan dos vocablos equivalentes: «Yo manifestaré mi gloria y mi santidad, y me daré a conocer a los ojos de los pueblos, y sabrán que yo soy el Eterno» (Ez 38,23). Pero, al mismo tiempo, Dios es santo, con una santidad activa y exigente, en cuanto que se comunica, en cuanto que toma al hombre para hacerle participar de una vida nueva, de su propia vida: «Sed santos porque yo soy santo» (Núm 15,40). Esta vida Dios no la comunica verdaderamente al hombre hasta que su Hijo no se hace hombre, hasta que no se encarna el «Santo de Dios» (Mc 1,24; Jn 6,69; Lc 4,34), título excelso que significa la obra de santificación cumplida por Dios en Cristo y por Cristo. Ya después en el Nuevo Testamento no se hace apenas nunca mención de la santidad de Dios. ¿Para qué? ¿Qué es el evangelio sino la revelación suprema de la santidad divina en el Hijo?

 

4. La adúltera perdonada

En la Ley está escrito: «Si una joven, desposada con un hombre, es hallada en la ciudad cuando yace con otro hombre, los llevaréis a los dos a las puertas de la ciudad y los apedrearéis hasta matarlos: a la joven, por no haber gritado; al hombre, por haber deshonrado a la mujer de su prójimo» (Dt 22,23-24).

He aquí ahora una de estas muchachas, que acaba de ser sorprendida en pecado. Los fariseos la han cogido y la han arrastrado hasta Jesús. Este se halla en el templo predicando a un grupo de gente que todavía no ha abandonado la ciudad después de haber dado fin las solemnidades de los Tabernáculos. Tal vez les está hablando sobre la misericordia. Pero ¿por qué han traído a esta mujer aquí?

Los fariseos preguntan a Jesús: «Maestro, esta mujer ha sido hallada en flagrante adulterio. En la Ley, Moisés nos ordena apedrearlas; tú ¿qué dices?» (Jn 8,4-5). El triunfo, el vil triunfo de los envidiosos, de los astutos, de los cobardes, se pinta en sus caras: si dice que no, contradice a Moisés; si dice que sí, se granjea la antipatía del pueblo. Jesús mira a estos hombres, por un momento, con todo el desprecio de que es capaz uno que, a pesar de todo, los ama, y los ama inmensamente, como nadie los ha amado; pero esto es decir bien poco, pues posiblemente nunca han sido amados de nadie; los ama incluso más de lo que ellos se aman a sí mismos. Los mira un instante, y en seguida se inclina y empieza a escribir sobre el suelo. Se desdeña de contestar. Hay un gran silencio. Continúa trazando rasgos incomprensibles en el polvo. ¿Qué es lo que escribe? ¿Tal vez los pecados—ocultos, innumerables—de esos fariseos? ¿Sus nombres? «Los que se alejan de ti, serán escritos en la tierra» (Jer 17,13). No; escribe simples palotes: como quien está absorto y se desentiende de cuanto le dicen, o como quien no quiere acceder a lo que de él se solicita. O como quien practica una sutil caridad; no quiere mirar a la pobre muchacha: desviar la mirada de alguien que ha pecado y tiembla es en ocasiones la única manera de no herirle. Mas he aquí que el silencio hácese ya insostenible y los fariseos insisten. Entonces Cristo levanta sus ojos y los clava en ellos. Les dice: «El que de vosotros esté sin pecado, tire sobre ella la primera piedra». Súbitamente, más con su mirada que con sus palabras, ha convertido a los acusadores en acusados. La adúltera, ¿ha percibido la dureza extrema de ese rostro sin par? Si así acusa este rabino a personas tan honorables, ¿qué absolución puede haber para ella? Está por completo prendida de El, trémula, y ve cómo se inclina nuevamente para seguir escribiendo en el suelo. No se da cuenta siquiera de que van marchándose todos, uno a uno, «empezando por los más viejos hasta los últimos». ¡Ahora sí! Ahora, sin necesidad de volver la cabeza, advierte que todos se han ido: nota que hay más luz en este rincón del atrio, nota que va cediendo la opresión del aire y también que algo se va aflojando felizmente en su pecho. ¿Qué es esto? Es como si respirase mejor, como si hubiese olvidado ya su culpa, como si fuera otra vez la mujer fiel del primer día... «Y quedó Jesús solo con la mujer, que estaba delante». Por fin, por fin Jesús la ha mirado. ¡Pero no con aquellos ojos! Estos son diferentes, dulces, nunca vistos, más bien tristes, pero con una tristeza que parece no afectarle a ella, una tristeza que fuera como un residuo de aquella llamarada reciente contra los fariseos. Es una mirada que se puede sostener. «Jesús, levantándose, le dijo: Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? Ella respondió: Nadie, Señor». Ha respondido con un hilo de voz. ¿Con miedo todavía? No, sólo con un inmenso agradecimiento. Ya no teme, porque aquel semblante tan bello y singular ha anticipado el fallo. Cuando nos muramos, la sentencia la podremos leer de antemano en la cara del Señor; cualquier dictamen será ya superfluo. No obstante, «díjole Jesús: Tampoco yo te condeno; vete y en adelante no vuelvas a pecar». Y la mujer se fue, más pura que cuando era una niña entera y sin malicia. ¿Por qué esa alegría ahora tan grande en su corazón, tan desconocida?

Todo lo ha hecho bien Jesús. En sus palabras hay misericordia y hay justicia. Llevado de su misericordia, ha impedido la condenación de una mujer que estaba arrepentida ya de su crimen. Y, en atención a la justicia, ha querido tener muy en cuenta el carácter social de su pecado. A salvo queda la justicia, la justicia profunda, pues El ha sabido leer en ese pobre corazón contrito. Los hombres, tan falibles, necesitan pruebas, necesitan también un código penal que disuada de cometer nuevos delitos; los hombres se extravían con su pobre justicia. En la sentencia de Jesús brilla la justicia más alta y eminente: ¿no es El el dueño de la ley? ¿No es El, además, el verdadero acreedor de todo pecado? Si absuelve, ningún derecho lesiona. El es asimismo el Señor que, con una sola palabra, purga los corazones y los rehabilita.

«Porque el Hijo del hombre ha venido a salvar lo que estaba perdido» (Mt 18,11). No ha venido a condenar ni tampoco a ser árbitro en nuestras menudas cuestiones: «¿Quién me ha hecho a mí juez vuestro?» (Lc 12,14). Hay algo, no obstante, que ha condenado resueltamente: nuestra inclinación a condenar al prójimo. Condena el celo de Juan, que pide fuego contra el pueblo inhospitalario. Condena la prisa en extirpar la cizaña. Sólo en el último día cabrá un juicio verdadero. ¿Acaso se puede saber en invierno si un árbol está seco y merece las llamas? «No juzguéis, pues, antes de tiempo, hasta que venga el Señor» (1 Cor 4,5).

Cristo desaprueba enérgicamente todo juicio humano. ¿Quiénes sois vosotros para juzgar? «¿Quién eres tú para que juzgues a tu hermano?» (Sant 4,12). Siempre que juzgas, pecas contra tu prójimo, porque quien juzga se hace superior al reo; y ¿quién eres tú para añadir un codo a tu estatura? Juzgar es querer tirar la primera piedra, cuando estamos por dentro llenos de impureza; juzgar es olvidar nuestro nivel común, la tierra de que todos estamos hechos, el vínculo que nos une a todos en la miseria y en la culpa. «Tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? ¿Por qué lo desprecias? Pues todos hemos de comparecer ante el tribunal de Dios» (Rom 14,10). El que se permite juzgar, ¿podría realmente decir que conoce bien a aquel a quien juzga? A lo sumo conoce eso que es con frecuencia tan poco revelador: las palabras, las acciones, es decir, las apariencias. Y, aunque conozca la intimidad del corazón que condena, es seguro que no conoce su propio corazón: de otra forma, no se atrevería a juzgar.

Al juzgar, sobre todo, pecamos contra el Señor. Cuando dictaminas, ocupas su lugar y usurpas sus derechos. Recuerda esto: aquel a quien juzgas no te pertenece. «¿Quién eres tú para juzgar al criado ajeno? Es para su amo para quien está de pie o caído; y se mantendrá en pie, pues el Señor es poderoso para sostenerle» (Rom 14,4). Y no pretendas apoyarte en la ley: «El que murmura de su hermano o le juzga, murmura de la ley y juzga la ley. Y si juzgas la ley, no eres ya cumplidor de ella, sino su juez» (Sant 4,11).

Siempre que emites un juicio, actúas así por falta de humildad, por falta de amor, también por falta de valentía. Porque, al juzgar, te comparas y crees que así se alivia el peso de tu propia culpa. Temes enfrentarte a solas contigo mismo, con la magnitud desnuda y absoluta de tu miseria. Eres cobarde. Eres vil por muchos capítulos.

No seas juez nunca, sino juicio, como Cristo mismo, que provocará el juicio con su mera presencia llagada, con su misma inocencia escarnecida. Al no juzgar, tu actitud es ya un juicio; ese acto tuyo de rectitud sitúa en su punto preciso la posible desviación del otro.

 

5. El ciego de nacimiento

Jesús, soberano señor de todas las cosas, podía curar a los enfermos—podía obrar cualquier milagro—del modo y manera que se le antojara. A algunos curó con una sola frase, con un simple gesto, y aun a distancia. A otros, despacio y por etapas, rodeándose de un cierto aparato no carente de sentido. Así actuó, por ejemplo, con un hombre ciego.

«Pasando, vio a un hombre ciego de nacimiento, y sus discípulos le preguntaron: Maestro, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego? Contestó Jesús: Ni pecó éste ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios. Es preciso que yo haga las obras del que me envió mientras es de día; venida la noche, ya nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo. Diciendo esto, escupió en el suelo, hizo con saliva un poco de lodo y untó con lodo los ojos, y le dijo: Vete y lávate en la piscina de Siloé—que quiere decir enviado—. Fue, pues, se lavó y volvió con vista» (Jn 9,1-7).

¿Por qué quiso Jesús proceder así? Diríamos que se trata de una curación laboriosa. ¿Es que su poder había disminuido? Más bien, para un espectador leal, la impresión que produce es la contraria: revélase de esa forma mejor la desproporción entre los medios empleados y la grandeza del resultado obtenido. Quizá eso de embadurnar los ojos estaba destinado a hacer más manifiesta la ceguera. Pero, sobre todo, ¿no descubrimos en este prodigio una alusión muy clara y pedagógica al misterio de la encarnación? Jesús cura valiéndose de su cuerpo: demuestra que su cuerpo es órgano de la divinidad. Saliva de Cristo unida al polvo de la tierra, espíritu de Dios insuflado en el barro original, encarnación y primera creación, creación segunda que restaura la creación primera. Anticipo también del esquema de todo sacramento—esa encarnación perpetuada—, de su materia y su forma, de su visibilidad y su eficacia. Verbo encarnado, y con El su prefiguración y su prolongación.

Pero vamos a fijarnos principalmente en esas palabras que, antes del milagro, crúzanse entre los apóstoles y su Maestro. «¿Quién ha pecado, él o sus padres, para que naciera ciego?»

La pregunta, en el fondo, es más ilimitada, más inquietante, más universal: ¿por qué existe el dolor? La respuesta a esta trascendental cuestión es lo primero que el hombre pide a todo aquel que pretende poseer la llave de la verdad. Hemos de confesar que la contestación que da Cristo no resulta en principio muy diáfana. Es necesario esperar, es necesario situarnos en un momento posterior a la ejecución del milagro para que pueda ser adecuadamente comprendida. Pero ya en sí misma, al margen de lo que después va a ocurrir, representa una solución suficiente: al descartar de modo categórico las explicaciones triviales, constituye una apelación al misterio. Y el dolor como problema cesa en cuanto empieza a ser concebido como misterio. Un misterio es mucho más que un problema: es un problema ya resuelto, aunque no con fórmulas, aunque no de la manera prevista y aun deseada. Paradójicamente, un misterio insondable es satisfactorio, es mucho más aquietador que un problema insoluble, pues añade a éste la esperanza de su perfecta solución algún día; más: ofrece ya desde ahora la solución, si bien envuelta en la oscuridad de la fe.

La pregunta de los discípulos se funda en una vieja tradición, de la cual bastantes pasajes del Antiguo Testamento dan testimonio. María, la hermana de Moisés, por haber murmurado un día contra éste, viose cubierta de lepra; el nexo entre pecado y enfermedad está muy a las claras atestiguado (Núm 12, 11). Igualmente lo está por palabras del profeta Elías, el cual explicó cómo Joram fue víctima de cierta «violenta enfermedad» a causa de sus muchas prevaricaciones (z Par 21,12-15). Esta interpretación del sufrimiento como castigo se verá incluso corroborada por algunos episodios del Nuevo Testamento; así aconteció con Herodes Agripa, perseguidor de la Iglesia naciente: «Al instante le hirió el ángel del Señor, por cuanto no había glorificado a Dios, y expiró comido de gusanos» (Act 12,23). No son infrecuentes tampoco, en las escrituras antiguas, los textos que aseguran cómo Dios viene a castigar el pecado de los padres en los hijos «hasta la tercera y cuarta generación» (Ex 34,7; 20,5; Núm 14,18; Is 65,6); a menudo referíanse los rabinos, en sus comentarios, a una responsabilidad prenatal. Otros textos, por el contrario, parecen negar esto cuando proclaman la responsabilidad puramente personal: «Ni el hijo responderá de los pecados de su padre, ni el padre de los de su hijo. Al justo se le imputará su justicia, como al inicuo su propia iniquidad» (Ez 18,20).

Pero ya en el Antiguo Testamento existe y se afianza la idea del dolor humano sin vinculación a unas culpas personales determinadas. El libro de Job representa el más conmovedor ejemplo. Al describir los rasgos humillados del «siervo de Yahvé», Isaías había entregado, aunque muy velada aún para sus contemporáneos, la clave definitiva de ese enigma que es todo sufrimiento humano. En el Nuevo Testamento se niega ya rotundamente la dependencia estricta entre mal moral y mal físico. La contestación de Jesús a los apóstoles ante el ciego de nacimiento constituye una prueba inequívoca. Con no menor elocuencia lo demuestran aquellas otras palabras suyas dirigidas a unos judíos que «le contaron lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que ofrecían, y, respondiéndoles, dijo: ¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los otros por haber padecido todo eso? Yo os digo que no» (Lc 13,1-3). No obstante, en otras frases percíbese, ya que no una proporción exacta, sí al menos cierta relación entre el pecado y el sufrimiento como castigo. Al paralítico de la piscina, después de curarlo, le advierte: «Mira que has sido sanado; no vuelvas a pecar, no te suceda algo peor» (Jn 5,14). A otro paralítico, antes de curarlo, le absuelve de sus culpas (Mc 2,5): ¿no eran éstas las que en realidad habían atado sus manos y sus pies?

¿Qué deducir de todo ello? Ciertamente existe una relación indiscutible de causa y efecto entre el pecado y el dolor del hombre: fue el pecado original quien trajo el dolor al mundo. Pero trasladar esta relación a escala individual sería abusivo e injusto. Aunque a veces tal dependencia se produzca —desarreglos físicos motivados por desórdenes morales—, de ordinario no hay derecho a extraer deducción ninguna. Por doquier vemos triunfar y enseñorearse a los malvados, mientras que los justos son incesantemente oprimidos. Ni siquiera en esos sufrimientos más próximos a las raíces morales del alma podría establecerse una relación fija: ¿no es por ventura muy frecuente, y de todos conocido, el caso de grandes pecadores libres de remordimiento junto a corazones muy rectos lacerados por los escrúpulos? No hay duda que la contaminación hereditaria, hoy muy especialmente atendida, parece argüir en favor de esos castigos de Yahvé que prometen prolongarse hasta la tercera y cuarta generación. Pero el desajuste entre culpa y pena es demasiado notorio: ¿por qué un alcohólico grava tan pesadamente la existencia de un hijo suyo, a la par que otro hombre, reo de crímenes mucho más graves, no transmite tara ninguna a su descendencia?

Es imprescindible aludir a Satán. El libro de Job nos describe así el verdadero origen de la enfermedad de este justo: «Salió Satán de la presencia de Yahvé e hirió a Job con una ulceración maligna desde la planta de los pies hasta la coronilla de la cabeza» (Job 2,7). Fue el diablo quien quebrantó el vigor y lozanía de Job. El evangelio vendrá a confirmar estos argumentos. Acerca de una mujer a quien curó un sábado en la sinagoga, expresamente dijo Jesús que «Satán la tenía ligada desde hacía dieciocho años» (Lc 13,16); y no se trataba de ningún poseso que anduviera dando voces; era simplemente una mujer que «estaba encorvada y no podía enderezarse». El Maligno siembra el mal a voleo, pone sal en los campos, deja tullidos a los hombres, acibara sus bebidas. ¿Para qué? Para hacerles blasfemar del Señor. Este lo permite, permite que Satán mortifique a los humanos porque se propone sacar, del mal, bien. «Para que se manifiesten en ellos las obras de Dios».

La curación del ciego de nacimiento contribuyó a la expansión de la fe. Al menos por lo que se refiere al propio interesado, tenemos absoluta certidumbre. «Oyó Jesús que le habían echado fuera, y, encontrándole, le dijo: ¿Crees en el Hijo del hombre? Respondió él y dijo: ¿Quién es, Señor, para que crea en El? Díjole Jesús: Le estás viendo, es el que habla contigo. Dijo él: Creo, Señor, y se postró ante El» (Jn 9,35-38). También después de la resurrección de Lázaro, cuya «enfermedad no es de muerte, sino para gloria de Dios» (Jn 11,4), «muchos de los judíos que habían venido a casa de María y vieron lo que había hecho, creyeron en El» (Jn 11,45). Cierto día cubrió Yahvé de lepra la mano de Moisés; luego, en un instante, se la limpió. ¿Para qué? «Si no te creen a la primera señal, te creerán a la segunda» (Ex 4,8). Enfermedades, aflicciones, sufrimientos de todo género están al servicio del reino para difusión de la fe.

Para acrecentamiento y purificación de la fe. Sería demasiado ingenuo pensar que el progreso humano podrá un día eliminar de la tierra el dolor. Por cada dolor extinguido surge un dolor nuevo. Y el corazón, el maltratado corazón, de sobra sabemos que es un abismo inaccesible a los empeños terapéuticos. Pero hay otra postura igualmente nefasta: inhibirse, abandonarse a la propagación del dolor, zafarse de esa lucha secular que la humanidad tiene entablada contra él. Ambas actitudes —la de los ilusos y la de los falsos estoicos, los cobardes impostores—son reprobadas por Jesucristo. No menos condenable resulta cierta mentalidad, esteticista y vacua, que se satisface pensando que todo lo noble es trágico, que el dolor es lo único que suministra una oscura grandeza a esta existencia gris y mediocre.

Sólo la fe es capaz de desentrañar el misterio del mal. La creencia en una remota catástrofe constituye la clave decisiva de todo. Ya la fe empieza asegurándonos que las criaturas proceden de Dios y, por tanto, son buenas; nos dice asimismo que fueron sacadas de la nada y, por tanto, son precarias e imperfectas. Estas dos huellas de su origen, haz y envés del mismo sello, significan una primera aproximación al entendimiento del mal. El mal, ciertamente, de suyo no existe: existe tan sólo a título de limitación, de defecto en una naturaleza que en sí misma es buena. Sabed que el bien es el único soporte del mal. Lo que llamamos mal, por otra parte, es una consecuencia necesaria de la misma creación, la cual—para imitar a Dios a su pobre manera, mediante esa multiplicación indefinida que tan penosamente reproduce la plenitud de lo infinito—exige la diversidad, y ésta, a su vez, la oposición. Ahora bien, oposición es destrucción. No puede alzarse el sol sobre el horizonte sin que la mar disminuya. No puede nadie soñar con suprimir del mundo la muerte. ¿Eliminar al pez grande para que no devore al pez chico? Todo pez chico es pez grande para la especie inferior a él, y sería imposible llegar hasta unos animales tan insignificantes cuya vida no se apoyara en el detrimento de otros seres menores. Y aun los animales más pacíficos, menos carnívoros, los más apacibles corderos, habían de ser también eliminados, pues su vida implica la parcial devastación del reino vegetal, cuya indiscutible hermosura y perfección merece idéntico respeto. ¿Y qué decir de este mundo vegetal? Cada una de sus unidades logra existir merced a esa guerra—esas infinitesimales victorias y derrotas—en que consiste todo proceso bioquímico. La vida se alimenta de muerte. Con una amplia mirada aprendemos en seguida que el orden universal consta de muchos, llamémoslos así, desórdenes particulares, integrados todos ellos en la superior armonía del mundo creado.

La primera caída del hombre, que tan averiada y maltrecha dejó su naturaleza, es la causa de que el mundo nos parezca desajustado y en gran parte lo sea. En gran parte, el hombre pecador ha introducido nuevos gérmenes de guerra que hacen el mundo menos habitable y mantiene a las cosas «en gemidos» (Rom 8,22). El resto, esa diversidad en oposición de los elementos originales, sólo hiere al hombre porque el hombre se hizo vulnerable. Unicamente nos parece terrible el mundo porque el terror anida de antemano en el fondo de nuestro corazón. Llamamos terrible lo que excede el grado de la belleza soportable. ¿No es inmensamente bella una tempestad? Pero el hombre de mar sólo sabe que es pavorosa.

Lo ocurrido el séptimo día, en aquella segunda mitad del séptimo día, ha venido a darnos de la creación una visión desajustada, una visión dolorosa de todo cuanto fue creado en los seis días anteriores. Es el pecado. «¿Quién pecó, él o sus padres?» Pecaron sus primeros padres, y todos sus ascendientes, y él también pecó. Por eso era ciego. Por eso somos todos ciegos de nacimiento: hombres de nacimiento, hombres cegados desde nuestra concepción. La pérdida del paraíso es, en gran medida, la pérdida de la capacidad para disfrutarlo. El hombre pecó. Esta primera culpa desencadenó sobre todos sus hijos la pena, y también la inclinación a cometer de nuevo la culpa, atrayéndose así más y más penas.

Doblad la página. «Comienza el evangelio de Nuestro Señor Jesucristo».

Cristo vino a redimir al hombre caído. Y lo redimió, pero haciéndose hombre, sujetándose a las penalidades del hombre. He aquí, en el hecho de la redención y su modalidad, contenido el núcleo de todo ese gran programa cristiano frente al dolor: nosotros también debemos luchar contra el sufrimiento, siguiendo los pasos de quien, al destruir el pecado, secó las raíces del mal; pero debemos también con paciencia someternos al dolor, a ejemplo de Aquel que voluntariamente se abrazó con él. Doble lección, doble táctica: lucha contra el sufrimiento y utilización del sufrimiento.

Hemos de luchar contra el dolor, pues es un mal. Cuando pedimos a Dios: «líbranos de mal», nos referimos tanto al mal que produce males como a los males que provienen del mal. Hay, sobre todo, ciertos estados de opresión extraordinaria que con harta facilidad pueden alejarnos de Dios. El faraón discurría bien cuando ordenó a sus capataces en contra de los israelitas: «Agravad más y más su servidumbre, para que se vean sumidos en ella y no presten atención a los embustes» (Ex 5,9). Estos embustes eran la palabra de Yahvé. Los hechos le dieron la razón: «Habló Moisés a los hijos de Israel, pero ellos no le escucharon por lo angustioso de su dura servidumbre» (Ex 6,9).

Cristo luchó contra el dolor, curó a los enfermos, dio vista a los ciegos, hizo oír a los sordos, restituyó el movimiento a los paralíticos. Su victoria sobre el poder de las desdichas era una de las definiciones mesiánicas (Is 61, I ss), que El cumplió con éxito (Mt 11,4-5). Sus seguidores habrán de continuar por el mismo camino, pues «a los que creyeren, les acompañarán estas señales: en mi nombre echarán los demonios, hablarán lenguas nuevas, tomarán en las manos las serpientes, y si bebieren ponzoña, no les dañará; pondrán las manos sobre los enfermos y éstos recobrarán la salud» (Mc 16,17-18). La Iglesia posee y emplea un ritual para ahuyentar las calamidades y aliviar el dolor. El cristiano, mediante la ciencia y los carismas, ha de pelear y disputar al dolor su territorio. «Por la señal de la cruz líbranos, Dios nuestro, de nuestros enemigos». Líbranos también, por la cruz, de la misma cruz, pues te suplicamos, con fórmulas consagradas, que nos preserves del hambre y de la guerra, de la peste y la sequía.

Pero el dolor no sólo representa un mal que es preciso combatir; es asimismo un bien que necesitamos usar. Líbranos, por la cruz, no sólo de la cruz, sino sobre todo del miedo a la cruz, de la repugnancia a la cruz; líbranos de ser «enemigos de la cruz» (F1p 3,18). Jesús venció al sufrimiento: no eliminándolo del mundo, sino transformándolo en instrumento de salvación. He ahí su gran triunfo, convertir la consecuencia del pecado en ocasión de virtud, el trofeo del diablo en arma contra el diablo.

También desde el punto de vista de una consideración meramente natural y plana, conviene advertir que el dolor no es en sí mismo un mal, sino el reflejo psicológico del mal, su testimonio; testimonio muchas veces muy útil para que tomemos a tiempo las medidas necesarias con que combatirlo. Y eso que en las enfermedades corporales constituye un testimonio que oportunamente nos sirve de aviso, en las desgracias del alma viene a ser un elocuente testimonio que acredita la grandeza de ésta. ¿Quién es capaz de envidiar a un hombre al cual la pérdida de un ser querido no inflige tormento alguno?

El dolor es un bien, que muchas veces despierta a su alrededor un séquito de virtudes. Virtudes de abnegación, de generosidad, inimaginables en tiempos de bonanza, demuéstranse con brío inusitado en los pueblos que cualquier día son afligidos por un terremoto, por una inundación, por una plaga. Aunque la compasión no sea una forma muy eminente de amor—el amor va derecho al amado, no por el intermediario de lo que nos hace sentir—, puede muy bien ser una introducción, o una modesta flor que luce el doble por crecer en esta tierra tan yerma.

¿Y nuestro propio sufrimiento? Constituye una enseñanza imprescindible, porque nos da la medida de nuestra flaqueza y nos alecciona para hacer en lo sucesivo proyectos más realizables; porque también quizá nos da la medida de nuestro vigor, que antes no sospechábamos siquiera. Nos purga, nos interioriza, nos simplifica, nos va reduciendo a lo esencial. Nos desprende de las cosas, que ya no nos seducen o no pueden ser gustadas; nos desprende de las personas, cuya adhesión entonces nos es negada o, al menos, resúltanos insuficiente; nos desprende también de nosotros mismos, de nuestros vanos sueños. No es el dolor, por supuesto, un medio de resultados fijos y forzosos: Job y su mujer, el buen ladrón y el mal ladrón, son ejemplos de respuestas bien distintas dadas al mismo dolor, como son opuestas las reacciones del oro y de la paja ante el fuego: el oro se abrillanta, la paja se ennegrece.

Bajo la acción del fuego, el metal y el barro responden también de manera contraria: el metal se ablanda, el barro se pone duro. ¿No significa el dolor una llamada de Dios a los corazones para que abandonen su dureza y se hagan dóciles a la voluntad divina? Los sufrimientos no son puramente un castigo, pero tampoco representan lo arbitrario, los caprichos de algún tirano que cruelmente se entretuviera en jugar con sus criaturas. Constituyen una sacudida más fuerte, un 11amamiento a gritos de Aquel que no ha conseguido hacer escuchar sus murmullos. Aunque no siempre obtenga resultados seguros, sabemos que el dolor posee una rara eficacia. El Señor también lo sabe. Sin las últimas persecuciones de la cautividad egipcia, ¿hubiesen emprendido los hebreos su marcha hacia la Tierra de Promisión?; y fueron luego conducidos no por el camino suave y corto de los filisteos, sino por el rodeo difícil: «los llevó por en medio de los abismos como a caballo por el desierto» (Is 63,13).

Las tribulaciones son provechosas, más que las horas de placer. «Ya que he convertido en perniciosos vuestros favores, que trueque en saludables vuestros castigos», rezaba el Pascal enfermo. Hay que aprender a sufrir, desde luego, lo mismo que se aprende a tañer un instrumento muy simple y a la par muy complicado. Se trata, en apariencia, sólo de resignarse, pero los místicos dibujan toda una escalera de perfección: primer grado, aceptar la cruz; segundo, amarla; tercero, alegrarse con ella. Los pies del Crucificado, su costado, su boca, en cuyo ósculo se halla el gozo. La presencia de los demás obliga a nuevas modulaciones: hay que sufrir sin buscar afanosamente el socorro y sin despreciarlo por orgullo, admitiendo ser inútiles y auxiliados, sin hacernos las víctimas, sin buscar compostura para pronunciar frases de desasimiento, sin querer imponer a nadie una teoría de la enfermedad o de la soledad, sin odiar el sol ni las risas que ascienden desde la calle.

«¿Por qué este hombre está ciego?» ¿Quién podrá explicarnos, a nosotros que sufrimos, el sufrimiento?

Toda explicación racional se hace a la larga irritante. Cuando uno sufre, no es capaz de soportar que alguien se acerque a él para ofrecerle una sabia interpretación de su desdicha. Sólo desea y sólo tolera una de estas dos cosas: que se combata o se comparta su dolor. Pues bien, ésta fue la obra de Jesucristo. No nos dio una detallada explicación del sufrimiento: lo acogió en Sí mismo y lo disolvió en su poder divino, en su alegría esencial.

Unicamente la pasión nos desvela por completo este misterio capital de la existencia. Los apóstoles, en vida de su Maestro, no podían aún comprender. «Muchas cosas tengo aún que deciros, mas no podéis entenderlas por ahora; pero, cuando viniere el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa» (Jn 16,12-13). ¿Por qué no venía ya ese Espíritu de verdad y les declaraba todo? Lo hemos dicho antes: «Aún no había sido comunicado el Espíritu porque todavía Jesús no había sido glorificado» (Jn 7,39).

He aquí, finalmente, un texto de suprema revelación, un texto, desde luego, posterior a Pentecostés: «Suplo en mi carne lo que falta a los dolores de Cristo» (Col 1,24).

 

6. El buen pastor

Desde siempre había sido el pueblo de Israel un pueblo ganadero. «Nosotros, tus siervos, somos pastores desde nuestra infancia hasta hoy, y lo mismo fueron nuestros padres» (Gén 47,3; 46,32; Ex 12,38). Pastores fueron muchos de sus héroes: Moisés, que «apacentaba el ganado de Jetro» (Ex 3,1); David, a quien Yahvé «sacó de los rebaños de ovejas para que apacentase a Jacob, su pueblo» (Sal 78,70-71; 1 Sam 16,11); Amós, que procedía «de los pastores de Tecua» (Am 1,1). Nada tiene de extraño que la figura del Mesías se dibujara preferentemente con tintas extraídas de la vida pastoril.

Las profecías habían ido acumulando rasgos que perfilaban ya, con detalles de mucha caridad, la imagen de quien iba a ser el gran Pastor de los tiempos venideros. Será «un pastor único» (Ez 34,23): «recogeré (las ovejas) de en medio de las gentes, las reuniré de todas las naciones y las llevaré a su tierra y las apacentaré sobre los montes de Israel» (Ez 34,13); «yo mismo congregaré las ovejas que quedan de todos los países en que las he dispersado, y las volveré a sus praderas, y crecerán y se multiplicarán» (Jer 23,3). La solicitud del Pastor anúnciase con acentos conmovedores: «Apacentará a su rebaño como pastor, lo reunirá con la mano; llevará en su propio seno los corderos y cuidará de las paridas» (Is 40,11). El mismo Pastor promete más aún: «Buscaré la oveja perdida, traeré la extraviada, vendaré la perniquebrada y curaré la enferma; guardaré las gordas y robustas» (Ez 34,16). Las ovejas estarán seguras: «Les daré pastores que de verdad las apacienten, y ya no habrán de temer más, ni angustiarse ni afligirse, palabra de Yahvé» (Jer 23,4). Por anticipado la oveja canta y agradece los cuidados que su Pastor le dispensa: «Es Yahvé mi Pastor. Nada me falta. Me pone en verdes pastos y me lleva a frescas aguas. Aunque haya de pasar por un valle tenebroso, no temo mal alguno» (Sal 23,1-4).

Jesús es ese Pastor prometido (Jn 1o,11). Ha venido al mundo para congregar el rebaño de Dios (Mt 15,24; 1 Pe 2,25), para recogerlo de su extravío (Lc 15,3-7), para guiarlo (Jn 10,4), para defenderlo (Lc 12,32), para alimentarlo con su doctrina (Mc 6,34), para juzgarlo, es decir, para segregarlo de los otros rebaños (Mt 25,32), para conducirlo hasta el prado definitivo, junto a las aguas de la vida (1 Pe 5,4; Ap 7,17). Cuanto estaba predicho en las minuciosas descripciones proféticas, Cristo lo ha llevado a feliz cumplimiento. El es, en efecto, el «pastor único» soñado por Ezequiel (Jn 1 o,16). Pero hay más, hay algo que los lectores de los viejos libros no pudieron jamás intuir: tanto ama el Pastor a su hatajo, a su «pequeño rebaño» (Lc 12, 32), que va a morir por él. Jesús dice—lo dice en uno de esos discursos que tuvo alrededor de la fiesta de los Tabernáculos—que «el buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 1o,11). Y El lo va a demostrar muy pronto, va a derramar toda su sangre para que el rebaño se ponga a salvo.

El rebaño y cada una de sus cabezas. En el discurso sobre el buen pastor nos suministra Jesús un dato inapreciable: nos asegura que conoce y llama a cada una de las ovejas «por su nombre» (Jn 10,3). El ardoroso pensamiento de Pascal, la «gota de sangre» derramada por el individuo Blas Pascal, encuentra aquí una base inconmovible. Pablo se había repetido ya muchas veces, en su intimidad, ese mismo pensamiento antes de decírselo a los gálatas: «Me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20). Por mí: por este hombre que soy yo, con mi apellido y mi historia, con mis miedos y esta señal exclusiva que llevo grabada a fuego en mi flanco; por mí, que en este momento dejo de escribir para pronunciar con todo el amor de que soy capaz el nombre de mi Pastor, con esta voz mía que El distingue entre todas. Yo sé que, aunque me encontrase de noche malherido, disfrazado, medio sepultado en la nieve, entre otros mil combatientes moribundos, mi perro vendría hasta mí, sin pérdida, sin confusión posible; ese perro que anuncia alborozado mi llegada a casa cinco minutos antes de trasponer yo la puerta. Yo sé también que, en el último cabo del mundo, perdido en medio de la muchedumbre, el Señor me reconocería, me llamaría por mi nombre, según las tiernas claves que guardamos en secreto. «En las ciudades de la montaña, en las del llano y en las del mediodía, en la tierra de Benjamín y en torno a Jerusalén, y en las ciudades de Judá, todavía pasará el ganado bajo la mano del que lo cuenta, palabra de Yahvé» (Jer 33,13).

Nada de esto, sin embargo, puede extenuar mi conciencia de pertenecer a Israel, de vivir en una comunión santa. Debo recordar que mi peligro reside precisamente en apartarme del rebaño y que mi salvación consiste no solamente en ser encontrado por el Pastor—como la mujer cananea, a la cual Jesús no quería aún dispensar sus cuidados (Mt 15,24)—, sino en ser reintegrado al aprisco (Mt 18,12; Jn l o,16).

Guardémonos de hacer una estampa sentimental con la imagen del Buen Pastor. Su ministerio pastoral es oficio de Maestro (Mc 6,34), de Rey (Ap 2,27) y de Sacerdote (Jn 1o, 11.15). Jesucristo es «el gran Pastor» (Heb 13,20), «el mayoral de los pastores» (1 Pe 5,4). A su disposición y bajo su cayado principal tiene otros pastores a los cuales ha delegado la misión de apacentar las distintas porciones de su grey (Jn 21, 15-17; Ef 4,11).

El nos ha dicho que es «la puerta de las ovejas» (Jn 10,7). Es la puerta por la que pasaron los patriarcas, los profetas, los apóstoles; la puerta por la que pasan los obispos, los jefes de las comunidades; la puerta por la cual los pastores legítimamente diputados tienen acceso al redil; la puerta por la cual ellos a su vez harán pasar las ovejas. Delicado en extremo es el oficio de estos zagales: exige mucho amor y paciencia (Is 40,11; Ez 34,4), valentía (1 Sam 25,7; Is 31,4; Am 3,12), competencia (Prov 27,23), blandura y prontitud de ánimo (1 Pe 5,2) y un gran sentido de la responsabilidad (Mt 18,12). Un pastoreo descuidado ocasionaría los mayores daños a la Iglesia (Is 13,14-16; Jer 5o,6-8).

Ezequiel ha descrito el grave perjuicio y ruina que causan los malos pastores. ¿Quiénes son éstos? Son los que «se apacientan a sí mismos», comiendo la grosura de las ovejas y vistiéndose de su lana (Ez 34,2-3). El Señor, en cambio, por boca de Pedro, quiere que sus ministros ejerzan el oficio «no por sórdido lucro, sino con abnegación» (1 Pe 5,2). Los malos pastores explotan el rebaño, le sacan su dinero, se aprovechan de su cariño para satisfacción del propio corazón. Pablo se proclamaba magnífico pastor y conocedor de los crímenes de los malos pastores cuando confesaba a sus fieles: «No busco vuestras cosas, os busco a vosotros» (2 Cor 12,14). Los malos rabadanes abandonan sus deberes: «No confortasteis a las ovejas débiles, no curasteis a las enfermas, no vendasteis a las heridas, no redujisteis a las descarriadas, no buscasteis a las perdidas, sino que las dominabais con violencia y dureza» (Ez 34,4). Contra esta dura dominación Pedro recomienda: «Apacentad la grey de Dios que os ha sido confiada, no por la fuerza, sino con mansedumbre...; no como tiranos sobre la heredad» (1 Pe 5,3). Imponderables son los resultados del mal pastoreo: «Así andan perdidas mis ovejas por falta de pastor, siendo presas de todas las fieras del campo» (Ez 34,5). Aún más: la falta de caridad de los pastores constituye un ejemplo para que las mismas ovejas, las que son más fuertes, maltraten a las débiles, pisoteando la yerba donde éstas han de pacer, enturbiando el agua que van a beber, empujándolas y embistiéndolas hasta derribarlas. De ahí que el Señor juzgará «entre la oveja gorda y la oveja flaca» (Ez 34,19-21). Pedro exhorta, por eso, a los pastores a ser «modelos para el rebaño» (1 Pe 5,3).

Jesús desenmascara sin piedad a estos falsos ganaderos: «Son ladrones y salteadores... El ladrón no viene sino para robar, matar y destruir» (Jn 10,7.10). A continuación habla de otros pastores, no tan funestos y execrables, pero que tampoco cumplen su misión como El ha ordenado: «El mercenario, que no es verdadero pastor de la grey, en viendo venir al lobo, abandona las ovejas y huye, y el lobo las arrebata y dispersa, porque es mercenario y no se interesa por ellas» (Jn 1o, 12-13). He aquí las notables diferencias entre el pastor verdadero y el mercenario: Aquél ama las ovejas; éste no. Aquél busca el bien de ellas; éste, ante todo, persigue su propia granjería. Por consiguiente, a la vista de un peligro, aquél compromete su vida por salvar el rebaño; éste huye, sin importarle nada la suerte que las ovejas puedan correr.

¿Y en qué consiste esta huida del pastor que Cristo condena? Consiste en su silencio, en su cobarde silencio: calla cuando las ovejas son oprimidas, calla porque teme indisponerse con los opresores. Huye también siempre que desiste de la oración por su grey. Huye quien no ora, ya que es un cometido muy principal del pastor defender sus ovejas de la cólera divina. De Moisés leemos esto: «Al día siguiente dijo Moisés al pueblo: Habéis cometido un gran pecado. Yo ahora voy a subir a Yahvé, a ver si os alcanzo el perdón. Volvióse Moisés a Yahvé y le dijo: ¡Oh, este pueblo ha cometido un gran pecado! Se ha hecho un dios de oro. Pero perdónales su pecado o bórrame de tu libro, del que tú tienes escrito» (Ex 32, 30-32). Así ha de hacer todo pastor. De Pablo conservamos este testimonio: «Desearía ser yo mismo anatema de Cristo por mis hermanos» (Rom 9,3). Así ha de pensar todo pastor. Pero estos ejemplos son pálidos. Hay otro más excelso: «Cristo nos redimió de la maldición de la ley haciéndose por nosotros maldición» (Gál 3,13).

Cristo fue el pastor que dio su vida. Cristo fue el pastor convertido en cordero degollado. Por eso, en la gloria, apacienta las ovejas en figura de Cordero (Ap 7,17).