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Dios, siempre mayor


Parece evidente que, desde hace un par de decenios, la búsqueda de Dios se hace de un modo «indirecto». Aunque se le busca de múltiples maneras, su nombre, sin embargo, raras veces se pronuncia. Se cuentan por millares las personas que se han vuelto hacia el Oriente con la esperanza de experimentar el satori, que es una cierta forma de relación inmediata con el fundamento más profundo de la existencia y conduce a la «gran iluminación». Se constata un enorme interés por las diversas formas de meditación, y los espíritus críticos llegan incluso a hablar de un «complejo de interioridad». Se expresa de un modo más consciente la solidaridad con los pobres y con las víctimas de la injusticia. La promoción de la paz suscita un interés cada vez mayor. Y el movimiento de liberación, con sus diferentes objetivos, ha adquirido consistencia. Todo lo cual se asemeja mucho a formas nuevas y secularizadas de experiencia religiosa.

Si echamos una mirada atrás, advertiremos que nuestros antepasados emplearon mucha energía, mucho interés y mucha devoción en probar la existencia de Dios, que es algo que apenas si tiene atractivo para nuestra generación. Para nosotros, lo que se debate no es tanto la existencia de Dios cuando el significado mismo de esas cutro letras. Al ser empleada con tanta frecuencia, la palabra «Dios» se ha hecho banal para muchos. Al igual que en una moneda usada, la efigie se ha ido borrando con el tiempo. La palabra se ha «estirado» de tal modo que ha acabado perdiendo su sustancia. Al haber sido con demasiada frecuencia indebidamente utilizada, ha terminado por corromperse; los hombres se han hecho alérgicos a ella. Pero, sobre todo, la aguda conciencia de tantísimos sufrimientos, tanto en nuestro entorno inmediato como a escala mundial, pone en cuestión para muchos la realidad misma de Dios. ¿Es Dios algo real o es una proyección psicológica? ¿No será una invención del corazón humano angustiado?

Y, aunque se nos ha repetido muchas veces que hemos sido creados por Dios, no deja de insinuarse en nosotros la idea de que tal vez Dios sea pura creación nuestra. Y, tras la primera impresión, esta idea se convirtió para muchos en una auténtica iluminación y en una liberación. ¡Al fin habíamos alcanzado la madurez! Con el tiempo, sin embargo, se vio que algo vital había desaparecido: la vida había perdido gran parte de su impulso y de su vi- gor. Recientemente,,más de un psiquiatra ha expresado su preocupación por una nueva forma de neurosis originada por la ausencia de espiritualidad. Harvey Cox describe esta evolución del siguiente modo:

«Creo que la actual ola de escepticismo a propósito del futuro humano y de nuestra capacidad de influir en la historia es, simplemente, el resultado del postulado moderno según el cual los hombres son plenamente responsables de todo cuanto acontece, y no existe una inteligencia superior, o un fin más elevado, que actúe en la evolución cósmica y en la historia humana. La conversión al Oriente es la consecuencia lógica de la muerte de Dios. Lo cual supone un curiosísimo giro en la historia de la inteligencia. Los humanistas secularizados declararon un día que establecer el principio de la existencia de un Dios sólo servía para hacer perezosos a los hombres, que lo que harán será sentarse tranquilamente y dejar actuar a Dios. Pero la otra cara de la moneda es que, cuando las tareas resultan agobiantes y los retos insuperables, no es la presencia de un aliado cósmico, sino su ausencia, lo que conduce a los hombres a la desesperación» .1

1 HARVEY COX, Turning East: The Promise and Perfil of the New Orientalism, Simon & Schuster, New York 1977, p. 102

La misma idea se expresa, de un modo más satírico, — en la siguiente parodia: un caminante se ve perdido en el desierto. Consumido por el sol, divisa a lo lejos un oasis. « ¡Ah —piensa—, un espejismo que trata de engañarme! » Se aproxima al oasis... y éste no desaparece. Entonces observa con toda nitidez los dátiles, la hierba y hasta una fuente. « ¡Bah —dice de nuevo—, no es más que una ilusión producto de mi mente calenturienta! En mi desesperada situación es muy fácil ver fantasmas... ¡Es pura proyección! Puedo incluso oír el murmullo del agua, pero seguro que es una alucinación auditiva... ¡Oh, qué cruel es la naturaleza! » Al cabo de un rato, dos beduinos le encuentran muerto. Y uno de ellos le dice al otro: «No hay quien lo entienda: tiene los dátiles al alcance de la mano, y se muere de hambre; el agua del manantial corre junto a él, y perece de sed... ¿Cómo es posible?» Y el otro le responde: «Era un moderno: ha muerto del miedo a sus propias proyecciones».

Aunque resulte exagerado, este breve relato encierra un fondo de verdad: Existe el temor de que Dios no sea más que una debilidad romántica, una forma de huir de las dificultades de la vida. También detectamos a veces la convicción de que la fe en Dios es un tranquilizante barato para los momentos de frustración, o un poco de masilla para tapar un agujero cuando la inteligencia no basta para elloLo que frecuentemente se pasa por alto es el deprimente y paralizador influjo que el miedo a las proyecciones puede ejercer. Lo cual no significa, por otra parte, que dicho miedo haya quedado enteramente eliminado, como lo muestra la siguiente experiencia de un estudiante universitario: durante un retiro, y ya en el primer diálogo con el director del mismo, confió a éste que veía a Dios como un enorme témpano de hielo en cuyo centro había una lucecita, pero que todos sus intentos por acercarse a ésta tropezaban con la capa de hielo. El director no supo en principio encontrarle un sentido a aquella extraña pero muy concreta imagen, y le restó importancia. Hacia el final del retiro, volvió de nuevo el joven y le dijo al director que había descubierto que aquel cubo de hielo con la lucecita en el centro era él mismo. Y lo explicó: a pesar de ser bastante popular entre sus compañeros, tenía la sensación, sin embargo, de que a éstos les resultaba imposible establecer con él un verdadero contacto. Se sentía a sí mismo como una atrayente luz protegida por una enorme costra de hielo. El retiro kesultó fecundo cuando pudo discernir aquella proyección, purificó su imagen de Dios y esclareció la comprensión que tenía de sí mismo.

Evidentemente, no todos los casos de proyección son tan flagrantes como el de este estudiante; sin embargo, hemos de reconocer que existe una cierta dosis de proyección en todas nuestras imágenes de Dios, a quien vemos «como en un espejo». Nuestra condición humana nos impide ver a Dios tal como es. Lo cual no significa que todas esas imágenes sean igualmente buenas o malas y que no debamos tratar de purificarlas de nuestras proyecciones. Pero sí quiere decir que jamás nos veremos completamente libres de la proyección mientras no veamos a Dios cara a cara.

La misma condición humana que nos impulsa a crear nuestras propias imágenes de Dios —siempre inadecuadas— las destruye de vez en cuando. En unas cuantas pinceladas sumamente delicadas, escritas poco después de la muerte de su esposa, víctima de un cáncer, C. S. Lewis 2 compara nuestra imagen de Dios con un castillo de naipes. Si somos suficientemente prudentes y hábiles, podemos construir una estructura complicada. Pero, puesto que nuestras imágenes de Dios fácilmente se convierten en ídolos, hay que romperlas de cuando en cuando. Con este fin, a veces Dios golpea la tabla que sostiene nuestra construcción, y el «templo» se derrumba. De este modo, el Señor mismo se revela como «el gran iconoclasta. ¿No podríamos incluso decir que esta actividad es una de las señales de su presencia?» (p. 108). Para Lewis, la muerte de su esposa fue una experiencia traumatizante en el curso de la cual zozobró su imagen de Dios. Necesitó tiempo para darse cuenta de que aquel naufragio era una desgracia.

2 C. S. LEWIS, Apprendre la mort, Cerf, París 1974, pp. 62111, passim.

La experiencia tras la que nos encontramos como si hubiéramos perdido a Dios mismo, porque la imagen que teníamos de él se ha desplomado, es penosa. Como todo, no nos impedirá reconstruir un nuevo castillo de naipes. No acertamos tan fácilmente a prescindir de él. La nueva imagen integrará los efectos de esa última experiencia y expresará cómo hemos asimilado ese sufrimiento. A veces, esta nueva imagen mostrará a Dios como cruel y tiránico. Se precisa una fe auténtica para reconocer el elemento positivo en el sufrimiento, para conservar la confianza en medio de la desgracia, para reconstruir una imagen de Dios esperanzadora después de una decepción. Sin embargo, la última imagen correrá la misma suerte que las precedentes: se vendrá abajo. Y después de habernos recuperado... recomenzaremos de nuevo. ¡Así somos...!

Si es verdad que, en cierta medida, elaboramos nuestras imágenes de Dios,3 no es menos verdad (y probablemente es más importante) que nuestras imágenes de Dios nos moldean. El que ve a Dios como una superpotencia despótica que impone toda clase de cargas a sus súbditos se convertirá en un ser angustiado, servil y, probablemente, también muy exigente para con sus propios compañeros. Si nuestro Dios es impersonal, nuestra religión será vaga y no comprometida. El Dios de la predestinación suscitará un pueblo sombrío, pero que trabaja duro. La Providencia, concebida como una operación divina que no deja lugar a ninguna colaboración humana, suscitará un modo de vida fundamentalista, con sus leyes puritanas. La fe en un Dios-Abba, Padre, hace a los hombres confiados, alegres y libres. El Dios que es Amor, tal como es presentado en la primera Carta de Juan, estimulará a los creyentes a amarse. Si la Escritura atribuye tanta importancia a nuestra búsqueda de Dios, se debe, sin duda, a que nuestra visión de Dios es en gran parte el fundamento de nuestra personalidad.

3 «Cada uno se construye y se representa a su propia medida al Señor su Dios. Según es el que ora, así se le aparece el Dios al que ora»: G. de SAINT-THIERRY, Exposición sobre el Cantar, n. 13: PL: 180, 477

Pero, como contrapunto, la Escritura, en especial el Antiguo Testamento, prohibe formalmente hacer imágenes de Dios. Y, aunque esto se refiere ante todo, de manera literal, a las imágenes talladas y esculpidas, el peligro de las imágenes «intelectuales» podría revelarse aún mayor, porque éstas tienden a reducir a Dios a nuestros límites mentales. De hecho, el reducir al Todopoderoso a un objeto manejable, a formato miniatura, constituye un común y fatal error sumamente pernicioso, porque, en primer lugar, impide reconocer a Dios cuando éste interviene en nuestra vida, cosa que hace constantemente y de múltiples maneras. Estamos tan obnubilados por nuestra idea de Dios que ya no somos capaces de discernirlo de otro modo. Y, en segundo lugar, nuestra reducción de Dios despoja a éste de su absoluta alteridad, confinándolo en un mundo que es el nuestro, limitado y reducido. Santo Tomás nos pone en guardia contra esta tentación cuando nos dice que, si lo comprendemos, ya no es Dios. En la misma línea, el Maestro Zen dirá que, si consigues conocer a Buda, tendrás que matarlo; lo cual quiere decir: si piensas que has aprehendido a Buda, debes destruir la comprensión que tienes de él. El meollo de este misterio consiste en saber que «Dios es siempre mayor». Por muy grande que lo imaginemos, él es aún más grande. No pueda ser aprehendido en modo alguno. Lo único que podemos hacer es abandonarnos a él y dejarnos agarrar por él.

Habremos avanzado mucho en nuestro conocimiento de Dios si, antes de saber quién es, sabemos quién no es (San Agustín). Existe una relación con Dios, pero es una relación que excede nuestra capacidad de comprensión. Puesto que Dios se halla más presente a nosotros que nosotros mismos, trasciende nuestros pensamientos. La «Nube del no saber» subraya este hecho en más de una ocasión: «Dios puede, ciertamente, ser amado, pero no pensado» (cap. 6); «el amor puede llegar a Dios en sí mismo, incluso en esta vida; la ciencia no puede hacerlo» (cap. 8).

Dado que nuestra relación con Dios es una relación con alguien desconocido, se requiere mucho valor para vivir este misterio. Y el constatar que no podemos hablar adecuadamente de Dios en cuanto «El», sino tan sólo hablar respetuosamente a Dios en cuanto «Tú», puede constituir una experiencia verdaderamente impactante. Un himno clásico, atribuido a San Gregorio Nacianceno, expresa, a un mismo tiempo, la felicidad y el tormento que ocasiona este misterio:4

4 Cf. A. HAMMAN, Prières des premiers chrétiens, Fayard, París 1952, pp. 260-261.

« ¡Oh Tú, el más allá de todo! ,
¿cómo llamarte con otro nombre?
No hay palabra que te exprese
ni espíritu que te comprenda.
Ninguna inteligencia puede concebirte.
Sólo tú eres inefable,
y cuanto se diga ha salido de ti.
Sólo tú eres incognoscible,
y cuanto se piense ha salido de ti.
Todos los seres te celebran,
los que hablan y los que son mudos.
Todos los seres te rinden homenaje,
los que piensan y los que no piensan.
El deseo universal, el gemido de todos,
suspira por ti.
Todo cuanto existe te ora,
y hasta ti eleva un himno de silencio
todo ser capaz de leer tu universo.
Cuanto permanece,
en ti solo permanece.
En ti desemboca el movimiento del universo.
Eres el fin de todos los seres;
eres único.
Eres todos y no eres nadie.
Ni eres un ser solo ni el conjunto de todos ellos.
¿Cómo puedo llamarte,
si tienes todos los nombres?
¡Oh Tú, el único a quien no se puede nombrar! ,
¿qué espíritu celeste podrá penetrar
las nubes que velan el mismo cielo?
Ten piedad, oh Tú, el más allá de todo:
¿cómo llamarte con otro nombre?»

Pero, si no podemos hablar de Dios de un modo adecuado, tampoco podemos dejar de hablar de él. Aun sabiendo perfectamente que ninguna imagen le hace justicia, no podemos menos de utilizarlas. Más aún: puesto que Dios excede nuestra capacidad de comprensión, no basta con una única imagen. Quien sólo tiene de Dios una única imagen, adora a un ídolo. Por eso la propia Escritura nos presenta tantas imágenes y nombres para referirse a Dios. Pero ninguno de ellos le cuadra perfectamente, sino que cada uno de ellos queda abierto a los demás e introduce a todos ellos•En los cuatro capítulos siguientes vamos a considerar a' Dios bajo las imágenes de «pastor», «padre», «vida» y «amor». Ello nos conducirá a la única imagen absolutamente fiel: Jesús de Nazaret, en quien se centrará el resto de los capítulos.

El nombre de YHWH fue revelado a Moisés en la zarza ardiente en el desierto. También nosotros debemos entrar en una especie de desierto para llegar a una experiencia personal del Único. Impregnados entonces de esta experiencia íntima, pero que lo sobrepasa todo, y vibrando con la vida de ese pozo divino, retornaremos a nuestra tarea y realizaremos nuestra misión liberadora entre los hombres.

«Cuando experimentó una sola vez la inefable zarza, Moisés pudo volver a vivir con los hombres llevando consigo un desierto inalterable. No reprochemos nosotros al mundo, no reprochemos a la vida, el que nos velen el rostro de Dios. Encontremos nosotros ese rostro de Dios, que es el que velará y absorberá todas las cosas. Abandonemos nuestros infantilismos».5

5 M. DELBRÈL, La joie de croire, Seuil, París 1986, p. 90

Si Dios está más allá de toda imagen y nunca puede ser apresado, sí puede, sin embargo, apresarnos y fascinarnos a nosotros totalmente. Los santos y los místicos son un reflejo de esta experiencia, que también nosotros podemos ambicionar. Esta experiencia es capaz de hacernos mejores y de convertirnos en cristianos más vivos.> Sin embargo, es preciso un aldabonazo de atención: en nuestras relaciones con Dios, lo mismo que en nuestras relaciones con nuestros semejantes, existe una diferencia entre la búsqueda de «alguien» —Dios u hombre— y la búsqueda de nuestra experiencia de esa persona. ¿Buscamos a la persona que amamos en lo que tiene de único, en sus sentimientos, deseos, aspiraciones y ser? ¿O buscamos la experiencia de esa persona? ¿Buscamos a la persona que apreciamos o buscamos simplemente la presencia con la que disfrutamos? ¿Buscamos a Dios o buscamos nuestro propio bienestar espiritual y nuestra devoción personal? Una cosa es estar pendiente del bienestar de otra persona, y otra cosa tratar de huir de la soledad personal. Desde el momento en que nuestra atención se desliza de la otra persona, para centrarse en nuestra experiencia de ella, desde ese momento ya está muerto el corazón del encuentro amoroso. San Agustín llamaba a esta experiencia amabam amare (amaba amar). Sólo en su conversión se abrieron sus ojos y pudo ver la frivolidad de lo que él había llamado «amor». Buscar la experiencia por la experiencia es buscarse a sí mismo. Muchas relaciones humanas se rompen porque hemos olvidado, o tal vez nunca hemos conocido, esta verdad sutil pero fundamental. En muchos de nosotros se debilita la búsqueda de Dios cuando desaparece la experiencia sentida de su presencia. Determinada literatura espiritual tiene más en cuenta nuestra psicología que la realidad de Dios, nuestras emociones más que la persona de JesucristoA veces hay cristianos que dicen: «Es mi fe la que me incita a hablar o actuar de ese modo». En realidad, hablan o actúan de acuerdo con sus propios principios y con unas tradiciones inveteradas. Y lo más que puede esperarse es que sean expresión de su fe. La fe trata de lo que trasciende la expresión y la experiencia. Nuestra comprensión y las imágenes que empleamos son siempre defectuosas en relación a la realidad divina. Nuestra peregrinación terrena no va a conducirnos aquí abajo a una morada permanente, sino que esperamos que purifique y haga más profunda nuestra relación con Dios. ¡Ojalá ésta pueda hacernos lo suficientemente generosos y fuertes para proseguir el viaje hasta que la muerte nos congregue!

Oh Dios,
este nombre con el que te llamamos
ha quedado desgastado.
Ha perdido su fuerza y su capacidad provocadora,
su firmeza y su profundidad.
Te pedimos reveles de nuevo
su significado a nuestra generación.
Guiamos en la peregrinación de esta vida,
hasta donde se pronuncie tu nombre
de una manera viva.
Y como nunca seremos capaces de captarte,
te rogamos nos captes tú a nosotros
y nos sumerjas en el misterio que tú eres;
danos la fe suficiente
para que incesantemente descubramos en ti
una nueva vida,
y la apertura necesaria para compartirla con los demás,
ahora, mañana y siempre. Amén.