MITOS PAGANOS, MISTERIO CRISTIANO

JEAN DANIELOU, S.J.

 

En memoria de Daniel-Rops

 

PRÓLOGO

Este libro pide algunas explicaciones. No se trata de un estudio técnico sobre la noción de mito y la de misterio. Empleo estas palabras en su acepción común. Por mito entiendo aquí el conjunto de representaciones a través de las cuales los hombres han intentado expresar su conocimiento de Dios. Misterio designa la revelación que Dios ha hecho de sí mismo en el Antiguo Testamento.

El problema que pretende solucionar este libro es un problema de lenguaje. ¿Cómo podemos hablar de Dios a los hombres de nuestros días? Es necesario encontrar el camino entre Dios que busca al hombre y el hombre que busca a Dios. Es necesario que el discurso sobre Dios encuentre el corazón del hombre, es decir, su experiencia interior. Y en particulares necesario que encuentre el corazón del hombre de hoy.

El presente libro es la expresión de esta búsqueda. Su contenido lo expresé primero en forma de conferencias. Tenia que hablarle de Dios a un auditorio de jóvenes. Por lo tanto en su mismo origen es un diálogo. De ahí su tono. Se trataba ante todo de fundamentar unas afirmaciones esenciales. Este libro insistirá sobre todo en esos fundamentos. Para tratar de los diversos puntos particulares ya existen los manuales de teología.

Ya había tratado este mismo tema en un libro anterior, Dios y nosotros. Existen por lo tanto temas necesariamente comunes. Pero me he visto obligado a tratar de nuevo los diversos problemas. Algunas reacciones, como la de Francis Jeanson, me incitaron a insistir sobre nuevos puntos. Se trata por lo tanto de una nueva etapa en la profundización de un mismo tema. Para desarrollos más técnicos remito a ese libro anterior. En éste he mantenido sobre todo aquello que dependía de justificaciones fundamentales.

Conozco perfectamente los peligros que suponen una empresa de este tipo; soy el primero en comprender las críticas de forma y fondo que se me pueden hacer. Pero he querido correr estos riesgos porque en un tiempo en el que la existencia de Dios está combatida en tantos espíritus, urge más que nunca hablar - y hablar en este tono directo, que quizá se preste a la crítica de los entendidos, pero que puede ante todo llegar a los corazones. Y esto es lo que me interesa.

 

CAPÍTULO PRIMERO

EL SENTIDO DE LOS MITOS

La primera impresión del encuentro del hombre con Dios a nivel histórico es la de las religiones antiguas, anteriores a la revelación de Dios en el nuevo Testamento: en este sentido se puede decir que el hecho religioso aparece como un hecho humano, coextensivo con la historia de la humanidad. El ateísmo es un hecho moderno ligado a un determinado número de circunstancias históricas, a la vez sociológicas y psicológicas, a un determinado condicionamiento. Y desde este punto de vista, no está en conformidad con las exigencias fundamentales de la naturaleza humana. En cualquier hipótesis, es cierto que la religión es uno de los rasgos esenciales que caracterizan la aparición del «fenómeno humano», para hablar con Teilhard: los etnólogos subrayan que lo que nos permite reconocer que nos hallamos en presencia de un hombre y no de un animal es por una parte la técnica, el instrumento, y, por otra parte, el culto, el rito. Este hecho humano de una cierta relación fundamental entre el hombre y Dios, lo encontramos históricamente al nivel de las religiones. El estado natural del hombre es por lo tanto el paganismo. El ateísmo es infranatural, el cristianismo es sobrenatural; el hombre es naturalmente pagano, es decir con una cierta referencia a Dios.

Ahora bien, la gracia de Dios no destruye la naturaleza, sino que la desarrolla, de manera que el paganismo es purificado, transfigurado por la gracia de Cristo, pero no destruido. Y bajo este aspecto nos encontramos siempre en un determinado nivel de esta transformación. Es lo que por otra parte me hace ser cada vez más indulgente ante ciertas formas de cristianismo que a veces nos sentimos tentados de calificar como supersticiosas o paganas y que corresponden a ese fondo pagano a penas transfigurado. A veces existe entre los intelectuales una voluntad de purificar totalmente el cristianismo de esos elementos que es demasiado inhumana y que convertiría la fe en una atmósfera tan rarificada que prácticamente sería irrespirable para la mayoría de los hombres. Cristo es el gesto de Dios, que viene a buscar al hombre allí donde él se encuentra para levantarlo hacia Dios. Viene a buscar a los pobres, y entiendo por pobres todas las categorías de pobres y no simplemente los pobres de dinero. Viene a buscar a todos los pobres, los pobres humanos comprometidos en lo más espeso de la existencia humana, allí donde se encuentran, contentándose primero con muy poco. Pero ese poco ya es algo. Y si quisiéramos excluir de la Iglesia, como pretenden hoy algunos, a todos aquellos que no son militantes, terminaríamos por reducir la Iglesia a un puñado de miembros, excluyendo a todos aquellos que no son héroes y que sin embargo tienen el derecho de formar parte de la Iglesia.

Asumiendo de este modo al hombre religioso, el cristianismo asume las diversidades del hombre religioso. Y es la razón por la que la palabra de Dios, que es la misma para todos, y este es el universalismo de la fe, es recibida de modo diferente por un indio, por un africano, por un latino. Es decir que cada uno recibe esta única palabra de Dios según la forma de su religiosidad propia, y es lo que permite que los valores de las religiones se conserven en la revelación. Las diversidades de la Iglesia no son la expresión de las diversidades de la fe, sino las diversidades en los modos de recibir la fe. Lo que hace que el indio que se convierte en cristiano permanezca perfectamente indio. Del mismo modo que nosotros que somos griegos, latinos o galos permanecemos perfectamente lo que somos. Solamente tenemos la ilusión de creer que nuestro modo de ser cristiano es la única manera de ser cristiano. Siempre se ha tenido esta ilusión. Y es la razón por la que hemos querido imponer nuestro modo peculiar a todos los otros.

Podemos decir que éste ha sido el error del colonialismo misionero. Es decir que lo que se puede criticar no es el hecho de importar el cristianismo, sino el importar el cristianismo en su forma occidental. En este sentido hay que decir que las dificultades que la evangelización ha encontrado en diferentes países pueden ser perfectamente legítimas. Pero allí donde la palabra de Dios es recibida según las formas propias de la sensibilidad de cada uno de los pueblos, no altera sino que por lo contrario realza todos sus valores. De donde la importancia tan enorme de distinguir entre religión y revelación. Acabo de decir que es absurdo el cambiar de religión. Pero es profundamente razonable el pasar de la religión a la revelación, porque este paso constituye una promoción absoluta en la que nada se pierde del estado anterior, sino que todo se asume en un plano superior. No es necesario rechazar, ni confundir, sino situar.

Cristianismo y paganismo no son paralelos, sino complementarios. Representan dos momentos de la relación del hombre con Dios, siendo el segundo el de la revelación bíblica que es un don de Dios al hombre viniendo Dios hacia el hombre que le busca. Esta relación es fundamental en nuestro diálogo con nuestros hermanos paganos para mostrarles que el evangelio que les anunciamos no les pide en absoluto que renuncien a lo que son, sino que representa solamente la culminación de lo que son. Y eso es lo que permite a Pablo VI el reconocer la autenticidad del hinduismo, no como revelación de Dios, sino como búsqueda de Dios, y de establecer por lo tanto un diálogo plenamente válido. Nos encontramos ante unas categorías fundamentales y que nos permitirán formarnos un juicio positivo sobre el valor de las religiones paganas, lo que vamos a hacer en la primera parte de este libro, sin minimizar en modo alguno la trascendencia de la religión cristiana. Y esto es lo importante.

Los mitos cósmicos

El paganismo se desarrolla en dos planos: la búsqueda de Dios a través del cosmos y la búsqueda de Dios a través del hombre. O también: la naturaleza y la conciencia. No es necesario que diga que al hablar de estas cosas no estamos hacienda arqueología, sino que todo la que decimos es plenamente válido en nuestros días, con esta sola diferencia, que nos llevará al final de esta exposición a plantearnos algunos interrogantes, que, para el hombre moderno, el cosmos está aparentemente desacralizado, en la misma medida en la que el hombre ha adquirido por medio de la ciencia un dominio sobre el cosmos, de manera que, para el hombre moderno, parece difícil encontrar a Dios a través de la naturaleza. Para el hombre antiguo no había nada más sacramental, nada más revelador de lo sagrado que los astros, parque las astros eran la expresión de lo inaccesible. El mundo astral era una manifestación de lo divino. Ahora bien, en nuestros días el mundo astral, por lo menos a nivel planetario -porque a nivel sideral estamos aún bien lejos de haberla alcanzado-, a nivel planetario, el mundo astral es un mundo del que progresivamente se apodera el hombre y al, que en cierta sentido, se despoja de su valor hierofánico. Por el contrario, tendremos la ocasión de decirlo al terminar esta exposición, la esfera del hombre es hoy en día un punto esencial de reencuentro entre el hombre y lo sagrado. Las situaciones humanas límites, es decir, el amor, la muerte, la libertad, son en nuestras días los puntos en los que el encuentro con la trascendencia es extraordinariamente posible. El pagano contemporáneo no es un pagano del cosmos, sino un pagano del hombre. Percibe en la experiencia humana un determinado elemento de trascendencia y de sagrado. Pero lo sagrado se percibe más bien en la experiencia del amor, en la experiencia de la muerte, antes que en la contemplación de las estrellas. Es un punto importante para la distinción entre el paganismo moderno y el paganismo antiguo. Pero las dos formas son formas auténticas de paganismo. Y de hecho, como vamos a verlo, las dos formas existen ya en el paganismo antiguo.

Los mitos son, ante todo, la experiencia de una determinada manifestación de Dios a través del cosmos. El hombre pagano es el hombre a quien el mundo visible, a quien la naturaleza le habla de Dios, es decir, el hombre a quien el sol y su resplandor, la tempestad y el terror que le inspira, el rocío como signo de bendición, son portadores de una cierta presencia de Dios. Los maestros de la fenomenología de las religiones, Eliade, Otto, van der Leeuw, nos han demostrado que, con frecuencia, nos hemos formado una visión caricaturesca de los paganos, en la medida en que nos imaginamos que los paganos adoran los pedazos de madera esculpidos o las estrellas materiales. Para el pagano, el elemento material es el signo, el símbolo y, empleando el término técnico que prefiere Eliade, la hierofanía, es decir, la manifestación de lo sagrado, de una realidad trascendente y misteriosa. Es cierto que el paganismo degenera fácilmente en idolatría o en magia, es decir toma por fines lo que no son más que medios. Pero la idolatría y la magia lejos de ser constitutivos del paganismo son su perversión, y los grandes paganos auténticos, tanto los de la India, como los de Grecia y Roma, y bástenos nombrar aquí a Platón, a Plotino o a Virgilio, de ninguna manera son idólatras o magos. Son esencialmente unos hombres religiosos y que precisamente representan las grandezas supremas en el orden de las grandes civilizaciones clásicas.

El pagano es aquel que reconoce lo divino a través de su manifestación en el mundo visible. La gran obra de Mircea Eliade constituye un repertorio de las principales hierofanías. Lo que es interesante es que en los diversos paganismos, africanos, australianos, chinos o griegos, las mismas realidades cosmológicas significan los mismos aspectos de Dios. Es lo mismo que afirmar que, en realidad, sin ninguna influencia mutua de estos paganismos entre sí, llegan a las mismas experiencias y a una mitología que es análoga en todos ellos. Esto nos muestra que existe un valor objetivo en los símbolos, es decir, que los símbolos nos designan objetivamente unos aspectos de Dios; unos su bondad, otros su poder, otros su santidad. Nos encontramos en un terreno fronterizo entre la teología y la poesía, porque el verdadero poeta es también el que capta la dimensión interior de las realidades materiales, es decir,aquel para quien el sol no es solamente una explosión atómica, sino a la vez un signo del misterio. Esta es la razón por la que el conocimiento poético conserva siempre su valor aún en un mundo científico. No existe nada más absurdo que el creer que la ciencia elimina la poesía, porque la ciencia permanece cerrada para ciertas dimensiones de lo real, que únicamente la poesía puede alcanzar, y la intuición del poeta se conserva absolutamente verdadera cualesquiera que sean los progresos realizados por el sabio; es decir, que nada es tan absurdo como el imaginarse que el conocimiento científico agote lo real. Es el error del cientifismo. La pretensión de que la ciencia agote todo el conocimiento indica una indigencia intelectual prodigiosa.

Y esto no es solamente verdadero en el nivel de la revelación, sino en el mismo nivel de la experiencia ordinaria. Nos encontramos todavía en el nivel de la humanidad común, y no en el nivel cristiano, al que nos referiremos más adelante. Nos colocamos en el nivel simplemente humano. Y lo que pretendemos exponer aquí es un humanismo auténtico e integral, tomando posición en contra de los pseudo-humanismos cientifistas o ateos de hoy, a los que les negamos absolutamente el derecho de ser humanismos auténticos, en la medida en que se nos presentan como testimonios de una experiencia empobrecida del hombre. Esto no significa de ninguna manera que opongamos las dos experiencias; no creemos en absoluto que sea necesario tomar una posición en contra de la ciencia para exaltar la mística: pero afirmamos que precisamente el hombre completo es aquel que es capaz de tener una visión científica de lo real y, por otra parte, tener a la vez una visión religiosa de esa misma realidad. Es decir, que las mismas realidades son susceptibles de un análisis científico y de una intuición religiosa, y que lo absurdo sería, precisamente, el creer que la explicación científica agota y absorbe la intuición mística.

Nos encontramos ante unos problemas fundamentales, en los que es indispensable justificar con rigor de pensamiento unas posiciones que, con demasiada frecuencia, no se manifiestan sino como protestas afectivas. No se trata de defender aquí una determinada esfera de la sensibilidad contra la invasión de un determinado positivismo. Se trata, por el contrario, de mantenerse en el plano de una racionalidad integral, y de no reducir la racionalidad del hombre al aspecto científico y positivista de esta racionalidad sino de darle, precisamente, a este conocimiento religioso, su dimensión científica, mostrando que corresponde realmente a un aspecto del conocimiento del ser. Es decir, que el conocimiento total de lo real implica también esta dimensión.

Esto mismo afirmábamos a propósito de ese hecho tan notable de la constatación, al término de las investigaciones sobre la historia de las religiones, de una especie de convergencia de todas las religiones paganas, sin ninguna influencia de las unas sobre las otras, en el reconocimiento de las mismas realidades del cosmos como símbolos de las mismas experiencias metafísicas y espirituales. Su inventario sería muy interesante, pero no podemos ahora entrar en esos detalles. Podemos, por lo menos, indicar algunos temas. Existen las hierofanías del mundo celeste que nos manifiestan el mundo estelar o planetario. El sol es una de las hierofanías esenciales en todas las religiones. Se presenta a la vez como la manifestación de la luz que disipa las tinieblas, pero también como aquello que hace posible toda vida por el calor que emana de él. Y en esto el sol no se adora en cuanto objeto material, sino en cuanto que, a través de él, se manifiesta una potencia a la vez iluminante y vivificadora. El sol es como un sacramento en el mundo pagano, en la medida en que es un signo visible de una realidad invisible. Existe un primer sacramentalismo que es el sacramentalismo pagano en el que los objetos materiales son ya unos signos eficaces. Y, si no son los signos eficaces de la gracia de Cristo, son signos eficaces de la manifestación del amor de Dios.

El Antiguo Testamento al principio, y después el Nuevo Testamento, no rechazarán esos signos, o más exactamente no los condenarán sino en cuanto se convierten en objetos de idolatría. San Juan en el final del Apocalipsis nos dirá que en la Jerusalén futura «ya no habrá sol, porque el mismo Cristo será la luz». Sabemos que ya en el Antiguo Testamento al Mesías se le designa como oriens ex alto como el sol que se eleva sobre el horizonte, como el sol de justicia. Todos estos términos se le aplicarán a Cristo, lo que hace que Cristo aparezca como el nuevo sol de la nueva creación, aquel del que irradia una vida que no es simplemente la vida cósmica, sino la vida sobrenatural y divina. Pero del sol del cosmos al sol de la nueva creación existe como un proceso ascendente y sucesivo; y si el sol de la primera creación es rechazado por el cristiano, no es en absoluto que se le considere como carente de su propio valor, sino porque el resplandor del nuevo sol, que es Cristo, es tal que oscurece, en cierto modo, el resplandor del sol de la creación visible. Un cristiano es aquel que de tal manera está deslumbrado por la luz de Cristo, que ya no se detiene en los símbolos cósmicos, no porque estos símbolos ya no tengan su propio valor, sino porque esos símbolos han sido superados infinitamente por el resplandor de un nuevo sacramento. Es ésta como una historia religiosa en la que no existe la negación, sino que, como dijo san Pablo a propósito de Moisés, se avanza de gloria en gloria. Es decir, que la creación tiene ya su gloria, pero la nueva creación tiene una gloria mucho mayor. Y esta es la verdadera visión de las religiones paganas. ¿Por qué nosotros ya no somos paganos, si n,o precisamente, porque el sol de Cristo se nos ha presentado mucho más deslumbrante que el sol de la primera creación, pero no porque este sol de la primera creación carezca de un gran valor?

Esto es particularmente verdadero tratándose del universo tal como nos lo da a conocer la ciencia contemporánea, y cuyas dimensiones prodigiosas, tanto en el tiempo como en el espacio, suscitan en nosotros ese vértigo, por decirlo como Gregorio de Nisa, ante lo que nos desconcierta, nos desorienta, es absolutamente insólito, y que constituye un signo, una manifestación de lo que las historiadores de las religiones llaman «el absolutamente otro»; es decir, nos da un determinado sentimiento de la inmensidad de Dios. Yo cito algo con frecuencia, quizá lo cite demasiado, pero lo aprecio de tal manera que no dudo en citarlo: es el principio de las Elegías de Duino, de Rilke. Dice a propósito de los ángeles: «... y si uno de ellos de repente me apretase contra su corazón, sucumbiría muerto por su existencia tan fuerte, porque lo bello no es nada más que el primer grado de lo terrible». Para Rilke, lo bello es a veces tan intenso que es insoportable. Y es realmente verdad. «Lo que puede revelar la desesperación secreta. Un sol que se pone en un cielo escarlata», como dice Péguy. Es decir que existen momentos en los que determinados espectáculos de la naturaleza son casi intolerables. Por otra parte con frecuencia nos apartamos de las cosas que pueden ser para nosotros ocasión de emociones demasiado violentas y preferimos las emociones más fáciles. Existen obras de arte que nos impresionan durante días y preferimos, a veces, una opereta a una sonata de Bach, porque la opereta no conmueve en nosotros las mismas profundidades. Sabemos que aceptar escuchar una sonata de Bach, es aceptar que se conmueva en nosotros un determinado grado de profundidad. Ahora bien, para Rilke, lo bello no es nada más que el primer grado de lo terrible. Es decir que lo bello no es más que el primer analogado de lo sagrado y nos da por lo tanto una idea de lo que puede ser la intensidad insoportable de Dios, si Dios se acercara demasiado a nosotros.

Por eso se puede decir en cierto sentido que la experiencia poética en el sentido pleno es un primer analogado de la experiencia mística. Digo la experiencia estética en sentido fuerte, es decir que hay en una determinada experiencia de lo bello, en sentido fuerte, algo a través de lo cual pasa ya un primer destello de la experiencia de lo sagrado. Y lo que decía de la experiencia estética es todavía más verdad de la experiencia mística. La experiencia mística nos causa temor, precisamente porque compromete en nosotros unas profundidades que no deseamos ver comprometidas. Tenemos miedo de Dios, como tenemos miedo de lo bello, como tenemos con frecuencia miedo de todo aquello que precisamente compromete en nosotros algo demasiado profundo, porque es mucho más fácil vivir en la superficie de nosotros mismos que aceptar comprometerse en esas profundidades.

Lo que precisamente debemos intentar encontrar de nuevo a través de todas estas cosas de las que estamos hablando, es la experiencia de Dios en cuanto realidad concreta y existencial. No nos encontramos en el plano de una demostración racional, sino en el plano de una presencia del Dios vivo a través de sus manifestaciones en la naturaleza. No se trata de una emotividad. En realidad se trata de una captación inteligible, de un contenido de conocimiento. Es absurdo el limitar nuestro conocimiento al conocimiento simplemente racionalista o científico. Hay en la sensibilidad o en la imaginación una captación de lo real infinitamente preciosa, con tal que la elaboremos en captación intelectual, no dejándola en el nivel de la afectividad evanescente, sino descubriendo su contenido noético, lo cual es verdad de toda experiencia. Hablaremos del amor, de la muerte, de las experiencias humanas, pero esto también es verdad de la experiencia de la naturaleza. Y aquí es donde me muestro escéptico, volviendo a lo que decíamos hace un momento, cuando se nos afirma que hoy en día el mundo está desacralizado. En realidad no lo está de ninguna manera. Para el hombre normal, el cosmos permanece todavía absolutamente sagrado. Podemos, es verdad, disponer del cosmos por medio de la ciencia. Pero el hombre completo es aquel que permanece sin embargo sensible a la experiencia poética y mística del cosmos, es decir aquel que es capaz de captar a través de las realidades cósmicas cierto conocimiento de lo invisible.

Noético significa que se trata de una captación por la inteligencia de algo real y objetivo. Y esto es lo que importa en el asunto del que estamos hablando. Con frecuencia los hombres de hoy consideran que no hay más objetividad que la científica y le niegan a la poesía el que sea objetiva. Para ellos todo lo que depende de la intuición poética depende de la pura subjetividad, es decir de un terreno en el que se puede decir cualquier cosa, en el que no se hace otra cosa que el proyectarse a sí mismo. Y, llevando las cosas al extremo, muchos de nuestros contemporáneos creen que la religión es de la misma manera algo subjetivo, es decir que su único fundamento es una necesidad personal, y de ninguna manera una realidad objetiva, es decir válida para todos. El error está en pensar que no existe otra captación de lo real que no sea la ciencia, y que todo lo demás no es captación de lo real, sino únicamente captación del yo. Ahora bien, la afirmación precisamente de todos los que creen en la inteligencia, es que existen unos ejercicios de la inteligencia que están más allá de la inteligencia científica y que tienen un valor objetivo tan riguroso como el de la inteligencia científica.

La imagen de Dios

Pero la manifestación de Dios al hombre pagano no es simplemente una manifestación a través de los ciclos de la naturaleza, sino también una manifestación a través de los gestos del hombre. El hombre es también una hierofanía, e incluso es la más maravillosa de todas las hierofanías. La misma Biblia nos dice en el primer capítulo del Génesis, que el hombre fue hecho a imagen de Dios. Y por lo tanto la imagen de Dios en el mundo es el mismo hombre, es decir que el hombre, en la medida en que es la obra maestra y la cumbre de la creación, es la más perfecta epifanía de Dios. En este sentido, considerando en primer lugar el problema al nivel de las religiones paganas, uno de los aspectos esenciales de las religiones paganas es el de mostrarnos realizados en un mundo primordial, lo que Jung llama el mundo de los arquetipos, todos los gestos humanos.

Los grandes gestos del amor o de la familia, del trabajo o del esfuerzo, de la paz o de la guerra, se encuentran ya existentes, ante todo, en el mundo de los dioses, antes de existir en el mundo de los hombres. El mundo de los dioses es una suerte de arquetipo del que el mundo de los hombres no es más que una reproducción. Inmediatamente tendremos que insistir en lo importante que es este punto de vista en el problema de los ritos, no siendo los ritos sino un modo de reasumir los gestos del hombre en sus arquetipos divinos. Es interesante hacer notar que la psicología profunda nos ha hecho ver que estos mitos expresan las constantes de lo más profundo de la psicología. Es lo que explica que no podamos desentendernos de los grandes mitos antiguos, y que el mito de Edipo, o el mito de Alcestes o el mito de Orestes, o el mito de Antígona permanezcan continuamente como una fuente de inspiración, tanto para Racine como para Cocteau. Las situaciones se repiten, de hecho son en última instancia siempre las mismas. En este sentido se explica el carácter antropomórfico de los mitos. Al leer a Homero -la Ilíada y la Odisea- nos sentimos como escandalizados al ver entre los dioses las mismas costumbres que entre los hombres. Pero existe en ello algo muy profundo ontológicamente en cuanto a la naturaleza humana.

Esto es muy importante desde el punto de vista de lo que yo llamaría los paganismos modernos. Y me explico. Ya he dicho, y lo sostengo, que el cosmos no está desacralizado, es decir que es falso afirmar que el mundo de nuestros días ya no nos pueda conducir hacia Dios, porque el hombre ha dado la vuelta a su alrededor. Mantengo que el hecho de ser hierofánico es una de las dimensiones del mundo visible y que, aun cuando haya sido explorado totalmente desde el punto de vista científico, permanece constantemente hierofánico desde el punta de vista poético. Me estoy refiriendo constantemente a las mismas categorías. Pero sin embargo es verdad -y en esto debemos hacer algunas concesiones- que es más difícil encontrar a Dios en un mundo del que se conocen todos sus perfiles que encontrar a Dios en un mundo que es tanto más símbolo de la trascendencia cuanto más oculto está a nuestra captación. Es evidente que el cielo estrellado aparecía como una hierofanía eminente de la trascendencia, precisamente en la medida en que era inaccesible, porque la trascendencia es precisamente lo inaccesible. Y ciertamente la inaccesibilidad de Dios no es la inaccesibilidad de las estrellas; la inaccesibilidad de las estrellas no es más que el símbolo de la inaccesibilidad de Dios. Pero es verdad que para el niño de nuestros días que sabe que vamos a llegar a la luna, la luna se encuentra en gran parte desacralizada, despoetizada. Y por la tanto es verdad que la naturaleza manifiesta menos el punto de reencuentro con lo sagrado para el hombre de hoy que para el de otras épocas, y que la ciencia ha conquistado un determinado número de cosas, no en el sentido esencial, pero sí de una manera real.

Voy a precisar más exactamente mi posición, porque sobre estos problemas se discute mucho hoy en día. Yo sostengo que todavía en nuestros días se puede ir hacia Dios a través de la naturaleza y que precisamente son los hombres más inteligentes los que son capaces de realizarlo. Mas es verdad que ello es tanto más difícil en la medida en que la naturaleza se nos presenta solamente como un campo de experiencia. Pero, por el contrario, es verdad que hay algo que se convierte para el hombre moderno cada vez más en un punto de contacto con lo sagrado, y es el mismo hombre. Es decir que el hombre de hoy se ha hecho sensible al hombre. Todo lo que se refiere al hombre, a la dignidad del hombre, a lo trágico de la condición humana, nos impresiona hoy en día de una manera extraordinaria. El siglo XIX ha consistido en una tentativa de reducir el hombre a la naturaleza, en no ver en él más que una simple manifestación de la evolución de la vida cósmica. Eso es todo lo que existe al nivel de los evolucionistas materialistas, todo lo que existe al nivel de un determinado marxismo materialista. Pero es verdad que hoy en día, los mismos hombres que son responsables de los destinos de la humanidad, los mismos que tienen en sus manos las riendas de la ciencia, se sienten cada vez más conscientes de la impotencia de la técnica para poder resolver los problemas del hombre y cada vez ven más al hombre como algo totalmente irreducible a la pura materia. Podemos decir que los sabios de nuestros días están cada vez más abiertos al misterio del hombre, que se impone por el mismo hecho del desarrollo de la ciencia. Creo que éste es uno de los aspectos de lo que constituye la actualidad de un pensamiento como el de Teilhard de Chardin, en la medida en que para él el fenómeno humano aparece como imponiéndose desde el punto de vista científico; es decir, que el hecho de querer absorber al hombre en la naturaleza, de no hacer de él más que un accidente de la naturaleza, se nos presenta como imposible.

En el momento actual existe como un encuentro del sabio moderno con el hombre, una interrogación que el mundo moderno dirige a las religiones, a las filosofías, preguntándoles qué es el hombre. Porque si no sabemos qué es el hombre, aunque dispongamos de unos recursos enormes, no sabremos qué hacer con ellos. Sabemos perfectamente que la ciencia igualmente puede construir que destruir. De dónde surge ese problema fundamental: ¿qué es el hombre? Es uno de los problemas esenciales que se le han planteado al Concilio. Es la pregunta a la que responde «La Constitución sobre la Iglesia y el Mundo Moderno». Plantear el problema del hombre significa el reencuentro de la ciencia con un determinado número de cosas que se le presentan como irreducibles. Vaya considerar dos. La primera es el encuentro de la ciencia y el amor. Todas las perspectivas demográficas, biológicas, sexológicas, no agotan lo que es el misterio personal del encuentro del hombre y la mujer. Porque este encuentro no depende solamente de la transmisión de la vida. El amor no es simplemente una ilusión que acercaría por un instante a un joven y una muchacha con el fin de propagar la vida para sumirlos luego en la nada. El amor para el cristiano supera el mundo de la transmisión de la vida biológica. Es el encuentro de dos personas que trascienden absolutamente el mundo de la vida biológica. La experiencia del verdadero amor en este sentido es algo indudable.

El otro problema es el de la muerte. Está planteado por los mismos progresos de la técnica. Por una parte es posible acelerar la muerte: es la muerte dulce, la eutanasia; el hombre desaparece sin darse cuenta. Y la segunda posibilidad es la prolongación de una vida que ya no podrá resurgir al mismo nivel de conciencia. Ahora bien el uso de estas técnicas supone el haber tomado una determinada posición ante la muerte. Es verdad que en la medida en que la muerte no sea más que un descenso hacia la nada, cuanto más dulcemente se baje hacia esa nada, tanto mejor. Pero en la medida en que la muerte es el comienzo de la vida eterna y el enfrentarse con la muerte sea la ocasión para muchos hombres de cumplir con unos actos decisivos en su existencia, privarle a alguna persona de ese enfrentamiento con la muerte aparece como una cosa inadmisible, porque es privarle de unas ocasiones esenciales, quizá la única ocasión esencial, de ejercer su libertad. La mayoría de las personas pasan por la vida como rodean la existencia. Un retiro de ocho días nos permite ejercer la libertad y no eludir esas elecciones decisivas. Pero por lo menos la muerte ob1iga a todos los hombres a esa opción.

No hay que maravillarse de comprobar que si se quisiesen buscar hoy en día los mitos del hombre contemporáneo, tendríamos que buscarlos en las formas más valederas del cine. Las películas de un Bergman, las de un Buñuel, se acercan al mito, en la forma del enfrentamiento del hombre con las situaciones límite. El hombre contemporáneo, que con frecuencia se afirma que es el hombre del positivismo, es en muchos aspectos el hombre de la angustia metafísica. Pero esta angustia metafísica se encuentra esencialmente al nivel del hombre y su destino. Es decir que en las situaciones límite de su destino es donde el hombre moderno encuentra el misterio sagrado, mejor que por el cosmos. Es la gran diferencia entre el pagano antiguo y el pagano moderno. Aquella persona cuya religión se sitúa esencialmente en el nivel de los mitos del cine contemporáneo todavía no es un cristiano, no es tampoco un judío, pero si que es en muchos aspectos un pagano. Y para mí, afirmar que alguien es un pagano, es un gran elogio. El pagano está abierto a una inquietud por lo absoluto. No es un ateo en el sentido propio de la palabra, es decir aquel que definitivamente se ha constituido en su suficiencia.

 

CAPITULO II

LITURGIAS Y MÍSTICAS

Quisiera, después de haber hablado de los mitos, decir unas palabras sobre otros aspectos constitutivos de los paganismos, primero de los ritos y después de las místicas. Podríamos decir que estos son los tres elementos constitutivos de las religiones. Los mitos son su aspecto intelectual, doctrinal, los ritos son su aspecto cultual, las místicas son sus experiencias interiores.

¿Qué son los ritos? Si los mitos son el modo de expresar que el hombre está en relación con Dios, los ritos son el modo de realizar concretamente esta unión del hombre con Dios. Este es el objeto de los ritos de todas las religiones. Los ritos son los medios de entrar en comunión con lo divino, con lo sagrado. Por eso son un elemento esencial de las religiones. Por otra parte son siempre unas acciones simbólicas, pero consideradas como portadoras de una eficacia misteriosa. En este sentido, existe siempre en el rito un elemento de significación y un elemento de eficacia. El cristianismo definirá los sacramentos como signos eficaces. Un sacramento es un signo eficaz. Desde este punto de vista no hay ninguna diferencia en cuanto al género general, entre los ritos de las religiones paganas, los ritos del judaísmo y los ritos de la religión cristiana. El rito es siempre a la vez un signo y una eficacia. El problema consistirá precisamente en que el contenido es diferente, en que la eficacia de los ritos paganos y la de los ritos cristianos no es la misma, pero no consistirá en que no sean formalmente paralelas.

Los ritos paganos

Y para poner inmediatamente unos ejemplos de lo que son los ritos en la mayoría de las religiones, la libación de agua, el hecho de esparcir el agua es una imitación de la lluvia, imitación que está destinada a suscitar la lluvia. Es decir, que cuando existe un período de sequía demasiado prolongado, se realizan unos ritos de efusión de agua sabiendo que esos ritos están cargados de una determinada eficacia, y que al realizar este rito se podrá determinar la lluvia. Nos encontramos aquí en un mundo particular, el de las correspondencias misteriosas entre las diferentes esferas de lo real. Estos ritos exigen que sean interpretados y plantean un problema interesante. Es indudable que éste es uno de los aspectos de las religiones paganas ante el cual el espíritu científico moderno se muestra más reticente, porque concibe todas las cosas exclusivamente en virtud de la causalidad eficiente, y no comprende la causalidad analógica, el hecho de que pueda existir una relación de causalidad como consecuencia de una relación no eficiente, sino simbólica.

En realidad, si nos preguntamos sobre los ritos paganos ¿poseen realmente una verdadera eficacia? Existen diversos tipos de explicación. Los cristianos más antiguos, que eran demasiado severos con respecto a las religiones paganas, tenían tendencia a interpretar los ritos paganos como algo surgido de la magia, y a atribuirlos a una causalidad demoníaca. Es una de las explicaciones posibles. No es el rito como tal el que tiene una eficacia, sino que por medio del rito se rinde culto a uno de los poderes demoníacos, y estas potencias son precisamente las que obran. Eso plantea una serie de problemas con respecto a determinadas prácticas que conservan un elemento ligeramente inquietante. Es verdad que la misma posición de la Iglesia con respecto a esas prácticas no llega a ser siempre totalmente clara. ¿Se trata de una comunicación con el demonio? ¿Se trata de algo totalmente natural? Siempre será verdad que este tipo de cosas atrae profundamente a muchos espíritus algo elementales. En América del Sur el espiritismo ha adquirido un desarrollo extraordinario. Y todos sabemos cómo, aun en nuestros días, un considerable número de franceses y todavía más de francesas son sensibles al horóscopo. Son muchos los que le dan muchísima importancia al hecho de haber nacido bajo el signo de Aries o bajo el signo de Escorpión. Esto constituye una de las formas del paganismo de la modistilla francesa. Y en nuestro mundo, que se nos presenta tan positivista, las aspiraciones religiosas desviadas se lanzan sobre cualquier cosa. Pero es completamente inhumano el no tener ninguna aspiración religiosa. Y a esta modistilla que consulta el horóscopo, la siento mucho más cercana de mí que al intelectual que no cree en nada. La muchacha se equivoca en la aplicación de su religiosidad, pero su mismo error es la expresión de que por lo menos existe un misterio que envuelve la existencia, que no se reduce todo a un grosero positivismo. Por lo menos continúa siendo la expresión de un tipo de alma religiosa espontánea y natural.

Decía, por lo tanto, que puede existir un primer orden de explicación que consiste en la explicación demoníaca. Pero existe un segundo orden que consistiría en creer que hay realmente una causalidad que procede de la analogía y que el hecho de imitar la lluvia determina la lluvia. Esto obedece a una causalidad analógica que se encuentra en determinadas filosofías, o en las filosofías de la antigüedad, por ejemplo la astrología, o de la misma manera en determinadas religiones africanas. Pero esta interpretación como una especie de causalidad simplemente de este orden se nos presenta como poco convincente. No se ve en realidad sobre qué se podría fundamentar. Existe además una tercera explicación, que no es en absoluto mágica, porque lo propio de la magia, es el de intentar obligar a Dios, y esto es absolutamente contrario a la verdadera relación de Dios con el hombre. Pero el rito pagano puede concebirse de otro modo, es decir, el rito que imita en efecto la realidad que se desea ver realizada, es la expresión de la convicción de que el mundo no está gobernado por un determinismo ciego, sino que está bajo el gobierno de un Dios vivo. A este nivel el rito es la expresión de la creencia en la intervención de Dios en la vida del cosmos y en la vida del hombre, es decir, en todo lo que constituye el fondo de los paganismos, lo cual en sí mismo es perfectamente válido.

¿Queremos decir con esto que el rito haya de tener necesariamente una eficacia? Ciertamente, no. Y además, la experiencia nos demuestra perfectamente que no es así. Pero esto significa —y es lo esencial— que existe una relación con Dios, no solamente en el plano subjetivo, sino también en el plano objetivo, que el cosmos depende de Dios y que por lo tanto es legítimo pedirle a Dios que se manifieste, que manifieste su providencia a través del cosmos. Nosotros lo sabemos perfectamente, la oración que consiste en pedir a Dios su intervención en el orden de la naturaleza es oída muy raras veces. Pero, a pesar de todo, es perfectamente válida, Quiero decir que la oración del labriego para que llueva y para que haga buen tiempo y la liturgia de la Iglesia, que en los períodos de gran sequía tiene una oración especial, demuestran que la Iglesia rechaza la concepción en la que el universo sería considerado sin relación ninguna con Dios, antes que considerar que a través del orden del universo Dios interviene y se manifiesta. El hecho de querer disociar totalmente el cosmos de su dependencia en relación con Dios va contra lo que constituye la misma raíz de la fe religiosa, a saber, que siendo todo criatura, todo depende radicalmente de Dios.

Además de lo que acabamos de decir, Dios es muy parco en milagros. Y por lo tanto, lo que decimos no significa que se crea precisamente que Dios multiplique los milagros. Sino que significa algo que está muy arraigado en lo profundo del alma religiosa, es decir el saber que nos encontramos en las manos de Dios en todo y que es necesario saber confiar en Dios en todas las cosas, comprendiendo en eso incluso su propia felicidad en el orden natural. Sería absurdo que un niño no rogase a Dios pidiéndole la salud de sus padres. Sería una situación totalmente inhumana. Y cuando el niño ruega de ese modo, tiene totalmente razón. Esto no significa en absoluto que Dios vaya a hacer un milagro, sino que significa que la idea de que estamos en todas las cosas en las manos de Dios es la expresión de la actitud religiosa fundamental. El hecho de querer disociar los dos planos, es decir, de pretender secularizar o laicizar totalmente la parte de vida natural de nuestra existencia y poner en cierto modo nuestra relación con Dios al margen de nuestra vida real es precisamente la negación de lo que constituye el fondo de la religión, a saber, que desde lo más profundo de nosotros mismos venimos de Dios y vamos a Dios, es decir que la relación con Dios lo recubre y lo abraza absolutamente todo en la existencia. Y en este sentido no hay nada más grave que un cierto dualismo, una determinada ruptura entre la esfera de la fe y la de la existencia temporal. No hay nada más grave en el mundo contemporáneo que el hecho de que exista esta especie de disociación entre el dominio de la fe que se referiría al conjunto de las prácticas religiosas, y toda una vida que se situaría sobre un plano que ni siquiera es pagano, porque, según mi vocabulario, ser pagano consiste precisamente en encontrar a Dios en todas las cosas, sino que se situaría en el plano de un laicismo, de un secularismo que desacralizaría absolutamente todas las cosas y que separaría a Dios de nuestra existencia cotidiana. En este sentido, el rito, en cuanto es simplemente la expresión de la relación entre Dios y la vida cotidiana, es algo válido en el paganismo.

 

Ritos paganos y sacramentos cristianos.

¿Cuál es, por lo tanto, el problema de la relación entre los ritos paganos y los sacramentos cristianos? A primera vista no puede dejar de maravillarnos, y con frecuencia es una de las cosas que inducen a un determinado sincretismo, el considerar esa extraordinaria semejanza entre los ritos en todas las religiones. En realidad, las expresiones exteriores de las religiones son siempre las mismas en todas partes. Los ritos son los mismos; es decir, que el hecho de significar la comunión con Dios por medio de un banquete, el hecho de significar la comunicación de una fuerza misteriosa por medio de la unción con el aceite, son cosas que son comunes a todas las religiones, porque en realidad estos ritos son la expresión de un simbolismo natural, y es normal que se parta de este simbolismo natural para fundamentar un simbolismo religioso.

De la misma manera, en todas las religiones los tiempos sagrados y los lugares sagrados son siempre los mismos. Las fiestas tienen siempre lugar en el mismo momento, que son precisamente los momentos de las estaciones. En todas las religiones hay fiestas al principio de la primavera, las fiestas que nosotros llamamos pascua; hay fiestas en el tiempo de la cosecha, las que nosotros llamamos Pentecostés; hay fiestas en el momento de la vendimia, y desde este punto de vista es de lamentar que la fiesta judía de los tabernáculos, que se celebraba en este momento, haya caído en desuso en el cristianismo. Está la fiesta del solsticio de invierno, que es Navidad, y que es la más pagana de todas las fiestas cristianas, ya que, como todo el mundo sabe, no sabemos con exactitud la fecha exacta en la que nació el niño Jesús. En los evangelios no se nos dice nada al respecto. La fiesta de Navidad apareció en el siglo IV para sustituir la fiesta pagana que celebraba el momento en que la noche cesa de crecer y en el que el día comienza a hacerse más largo. Y, por esta razón, se situó en ese momento la fiesta del nacimiento de Jesús que es el sol naciente de la nueva creación. De la misma manera se ha demostrado que la fiesta de la purificación con el rito de los cirios o las candelas era una antigua fiesta pagana en relación con las Saturnales. La Asunción está en relación con las fiestas fenicias de Tammuz.

Lo mismo ocurre con los lugares sagrados. Siempre se ha adorado a Dios en los mismos lugares. El Mont-Saint-Michel, antes de convertirse en un lugar de culto pagano-cristiano, había sido ya un antiguo lugar santo de las religiones célticas. El Monte Carmelo era originariamente el centro de un culto que se tributaba a Astarté, que era la diosa fenicia de la vegetación. El profeta Elías expulsó a las sacerdotisas de Astarté, e instaló allí un lugar de culto judío. Y, finalmente, unas piadosas monjas se llaman hoy en día carmelitas, sin sospechar siquiera que son las herederas de las sacerdotisas de Astarté, y que esta denominación de su orden contemplativa significa, de una manera maravillosa, que el cristianismo trasciende las religiones paganas, pero asumiéndolas, y no se avergüenza en absoluto de situarse en esta secuencia.

Hay algunos que quisieran en nuestros días purificar al cristianismo de todas estas supervivencias paganas y echar al fuego el árbol de Navidad, los ramos, los huevos de Pascua. En el momento que se hiciera esto, los niños se sentirían desilusionados. Ahora bien, como ha dicho Bernanos, los niños son los que tienen razón, en contra de los hombres, porque este hecho corresponde a la naturaleza. Un niño no tiene hambre de cristianismo, sino que tiene hambre de paganismo. Es decir el niño no tiene hambre de un mundo en el que sólo existan las cosas positivas, sino la profundidad del misterio. Ahora bien el niño tiene razón en creer que el mundo es maravilloso, es decir que está lleno de presencias misteriosas. En este sentido los niños son naturalmente unos pequeños paganos. Y, por esta razón, siempre he afirmado que aunque el padre sea ateo, sería un crimen que educara a sus hijos sin religión, porque haría de ellos unos niños desgraciados. La educación consistirá en hacer pasar al niño de ese mundo pagano al mundo cristiano. Es decir, en hacerle comprender progresivamente que en Cristo se manifiesta algo de Dios que supera todo eso que constituía esa primera captación del mundo; pero que, aunque la supere, no la destruye. Y ésta sería la razón por la que sería realmente lamentable querer eliminar de la existencia cristiana, como lo hacen algunos puritanos de nuestros días, todos esos elementos paganos cristianizados.

Lo que realmente es importante es que los signos, aún permaneciendo los mismos, se cargan con una nueva significación. En el interior de la religión de Israel, los ritos expresaban la manifestación de Yahvé, no como señor de la naturaleza, sino como Señor de la Historia. La Pascua, para ellos, no recordaba ya la renovación de las estaciones, sino la salida de Egipto, la liberación del pueblo de Dios y, al mismo tiempo, realizaba de nuevo para el pueblo esa liberación. Es decir, que, en ese momento, el rito se hace contemporáneo de un acontecimiento histórico en la eficacia de ese acontecimiento. Y así veremos que en el cristianismo la misa actualiza el sacrificio de la cruz. Ya la Pascua judía actualizaba en su eficacia la salida de Egipto. Esta idea de un acontecimiento salvador, porque aquí nos encontramos en la historia, pero de un acontecimiento salvador cuya eficacia persiste a través de su imitación ritual, diferencia radicalmente el rito cristiano o judío del rito pagano colocándolo en relación, no con la regularidad de los ciclos de la vida natural, sino en relación con las intervenciones de Dios en la Historia. Sobre este tema el lector podrá encontrar páginas excelentes en el libro de ROBERT ARON, Les annés obscures de Jésus.

Todo esto se encuentra de nuevo y en un tercer plano al nivel del cristianismo. Lo que se significa entonces es la acción salvadora de Cristo. Es decir, que en este momento el mismo rito de la inmersión en el agua que, al nivel de las religiones paganas, significaba simplemente la renovación de la vida natural, y que, al nivel de la religión judía, significaba la participación en la acción histórica de la Pascua y la integración al pueblo de Israel, designa aquí, como dice san Pablo con términos propios, la imitación de la muerte y la resurrección de Jesús, que opera en nosotros el efecto de la muerte y la resurrección de Jesús. El bautizado se sumergía en el agua hasta los hombros. El sacerdote le preguntaba: ¿Crees en Dios Padre? El bautizado respondía, sí, y el celebrante le sumergía completamente. Y esto tres veces, en el nombre de las tres personas de la Trinidad. A este nivel, el bautismo es la expresión de la entrada en la muerte y de la salida de la muerte. La muerte del hombre viejo y la creación del hombre nuevo. Es una configuración a la muerte y resurrección de Cristo, que opera el efecto de la muerte y la resurrección de Cristo. Eso es un sacramento. La causalidad sacramental es la de Dios que opera a través de este rito.

A través del sacramento, el hombre antiguo, el hombre viejo se destruye realmente. El que es sumergido, el que es entregado a. la muerte, es el hombre viejo, y el que emerge, es el hombre nuevo resucitado que se reviste de la vestidura blanca, este vestido blanco que es la expresión de la gloria del bautizado. San Ambrosio nos dice en sus Catequesis que esta gloria es tan grande que los mismos ángeles no la pueden soportar. El vestido blanco simboliza la irradiación luminosa de la gloria del Espíritu que habita en este hombre. Y a continuación la unción con el aceite en la frente, la unción real, significa y opera el don del espíritu que comunica los carismas de la realeza, del sacerdocio y de la profecía.

Pero lo que realmente es notable dentro de la línea de pensamientos que hemos querido poner aquí de relieve, es que sean estos mismos gestos y estos mismos tiempos y estos mismos lugares los que han sido primero la expresión de la religión cósmica, a continuación la expresión de la religión judía y que, finalmente, se convierten en la expresión de la religión cristiana. La pascua recapitula toda la historia religiosa de la humanidad y resalta que el cristianismo, en este sentido, es la culminación de la historia anterior, y no precisamente una religión al lado de todas las otras religiones. Y digo que es una recapitulación si tenemos en cuenta que la Pascua es, ante todo en la religión cósmica, el aniversario de la creación del mundo, que fue creado en primavera y que, por consiguiente, renueva el mundo ante todo en las mismas fuentes de la creación; que la Pascua es, a continuación, el memorial de la liberación de Israel y que, por consiguiente, recapitula toda la historia del pueblo antiguo; y que la Pascua es, de una manera eminente, el memorial eficaz de la muerte y la resurrección de Jesús, en quien la historia religiosa se perfecciona y culmina, y opera en nosotros realmente esa misma muerte y resurrección. Vemos pues ya claramente hasta que punto el cristianismo no se opone a la historia religiosa anterior, sino que por el contrario la asume por entero y la hace llegar a su perfección y a su culminación en sí.

Y todo esto nos conduce siempre a los mismos temas fundamentales sobre los que incansablemente vuelvo a insistir, porque son los que nos permitirán tener unos criterios para enjuiciar la relación entre las diversas religiones. Es una de las cosas que más faltan en nuestros días, en los que continuamente nos encontramos en la confusión cuando se trata de definir la relación del cristianismo con el judaísmo o con las religiones paganas. Por lo tanto es indispensable tener unos criterios fundamentales y ser capaces de articular esos criterios, de manera que se nos conviertan en principios de juicio y por consiguiente nos puedan ayudar en la discusión con los demás.

La experiencia mística

El tercer aspecto en la estructura de las religiones es la mística. Es el inmenso y apasionante problema, uno de los que más nos interesan, de las místicas comparadas. Es evidente que también aquí nos encontramos, a primera vista, en presencia de una extraordinaria analogía entre los testimonios de los místicos hindúes, de los místicos cristianos y los místicos musulmanes. Existen grandes místicos en todas las religiones. Es evidente que han existido en la India hombres que han tenido una extraordinaria experiencia de Dios. Existen los grandes místicos de la Grecia antigua, un Plotino que nos afirma que ha alcanzado muchas veces el éxtasis, es decir una unión con Dios más allá de todas las representaciones. Existen grandes místicos en el Islam, en particular Al-Alláh, a quien Louis Massignon ha dedicado una tesis admirable, y que ha escrito diversos textos místicos de una gran belleza. Existen grandes místicos judíos, a través de lo que se ha llamado la Cábala o en obras como La introducción a los deberes de los corazones. Y es verdad que si comparamos estos textos místicos con los textos de san Juan de la Cruz, lo que nos maravilla, a primera vista, es su semejanza. Es decir que nos encontramos aquí ante una nueva dimensión del hombre religioso que es su dimensión experimental. El dogma es una expresión intelectual, el rito es una expresión activa. Aquí nos encontramos en el orden de la experiencia, de la captación interior de Dios por el hombre, al término de todo un esfuerzo de purificación y concentración.

Esta experiencia de Dios, por otra parte, tiene formas muy diversas. Tiene una forma común que es lo que se podría llamar la piedad; es decir, esa actitud interior de complacencia en Dios, de amor humilde a Dios, que encontramos en todas las religiones, que en la India se llama Bhakti. Esa experiencia religiosa personal, es decir la experiencia de una determinada relación del alma con Dios, se encuentra en todas las religiones bajo la forma de una de las estructuras fundamentales de la fenomenología religiosa que es la oración. De hecho, la oración es algo universal: la actitud por la que el alma, individual y personalmente, entra en comunicación con la divinidad; o bajo la forma de adoración, es decir de esa especie de aniquilación del alma ante la trascendencia de Dios; o bajo la forma de la gratitud, que ante la belleza del mundo, o ante determinadas alegrías de la existencia, salta hacia Dios desde el fondo del alma. Se manifiestan unos sentimientos que son los más fundamentales del alma humana, anteriores a toda revelación positiva, y en los que se manifiesta una autenticidad fundamental que expresa algo fundamentalmente valioso.

Es un aspecto del patrimonio de la experiencia humana integral. La oración es uno de los grandes dominios de la historia de la humanidad, uno de sus reinos privilegiados. Si existe una historia de la ciencia, si existe una historia del arte, existe también una historia de la oración, desde los himnos sagrados de la India, hasta las oraciones que nos han conservado las religiones de la antigua Grecia, hasta los admirables textos que nos han legado el Islam persa o el Islam árabe. Y aquí es donde nos encontramos siempre con una comprobación que se nos impone con una especie de evidencia deslumbradora: un mundo empobrecido en esta dimensión, sería un mundo que no podría estar muy desarrollado en el nivel de la experiencia interior y que, en este sentido, sería un mundo mucho menos humano.

Estamos, hoy en día, tan deslumbrados por el aspecto técnico del humanismo, que nos olvidamos que este aspecto no corresponde sino a una de las dimensiones del hombre, y que la oración constituye otra de sus dimensiones. Por otra parte ésta es la protesta que países como la India no han dejado de hacer ante un Occidente que, con mucha frecuencia, ha traicionado su dimensión espiritual para quedarse únicamente con su dimensión científica. En este sentido, es perfectamente válido que un indio se considere más civilizado que un occidental, porque, si la civilización significa el desarrollo del hombre en todos los niveles de su existencia, un mundo en el que no se hace oración, aun que técnicamente esté muy evolucionado, es un mundo menos civilizado que un mundo en el que se ora, aunque esté menos avanzado materialmente. Hemos citado la acción de gracias, hemos nombrado la adoración. Existe también la humilde oración de petición, que es tan antigua como la historia de la humanidad, y que es la expresión espontánea de la conciencia que tiene el hombre de su impotencia y de sus límites, y de esta actitud absolutamente verdadera, aunque los puntos de aplicación puedan ser desigualmente válidos, por la cual el hombre espera de Dios lo que puede realmente llenar su corazón. Las expresiones a veces son ingenuas, la oración de un niño tiene como objeto unas cosas que nos pueden parecer irrisorias. Pero esto no es obstáculo para la. autenticidad de la misma actitud: es la expresión de ese movimiento fundamental de intercambio entre Dios y el hombre que es una de las dimensiones del humanismo.

Una vez más, lo que el cristiano aporta a esta experiencia fundamental es darle, a esta realidad humana existente, su plena significación y perfección. Es decir, que esta relación del alma con Dios permanece en el alma pagana como una búsqueda a tientas, vacilante. El cristianismo la asume conduciéndola a su perfección. Cristo es la oración atendida. Cristo es la persona en quien la inmensa aspiración de toda la humanidad hacia una unión íntima con Dios se encuentra de hecho realizada, por el don total que el mismo Dios hace de sí mismo. Porque para estar unidos es necesario ser dos. Y si el hombre busca a Dios, es necesario también, para que se realice esa unión, que Dios se entregue. De lo contrario nos encontramos ante una búsqueda infinita y sin objeto. Ahora bien, Cristo es el don que el mismo Dios hace de sí mismo al hombre. Por esto podemos decir que Cristo es la oración atendida, la realización de la unión a la que siempre ha aspirado toda la humanidad. Y por otra parte es a. la vez la misma oración que alcanza su suprema expresión de familiaridad total con la esfera de la divinidad, y eso por el mismo hecho de que en Cristo, como dice la epístola a los Hebreos, tenemos acceso al Padre, y que únicamente en el Espíritu Santo podemos decir: «Abba, Padre». En otras palabras, la tendencia de la oración a ser una familiaridad con un Dios Padre y lleno de amor, presentida en las religiones paganas, se encuentra, de hecho, en Cristo convertida en una suprema realidad, de manera que seamos llamados hijos de Dios y realmente lo seamos.

Esta experiencia interior se expresa. en sus formas supremas en lo que llamamos la mística. Quiero decir que la experiencia espiritual —la oración— está tan extendida como la misma humanidad. Hacen oración lo mismo los pecadores que los santos, los niños y los viejos. Podemos decir que la oración es coextensiva con la experiencia humana integral. Pero la mística es algo más. Es el esfuerzo del hombre para llegar a una unión más perfecta con Dios, a fundirse con él. En este aspecto nos encontramos en todas las religiones ante un dominio muy importante, que se refiere a todas las formas de ascetismo, de técnicas de interioridad por las que los hombres, en todas las religiones, han buscado superar el terreno de la vida superficial, interiorizarse, recogerse, alcanzar un determinado silencio y un determinado abandono interior, para poder ser más capaces de unión con Dios. Una vez más, todo esto no tiene nada de específicamente cristiano, e incluso diría que, llevadas las cosas a su límite, todo esto puede que no sea nada de específicamente religioso.

Para el budismo del Pequeño Vehículo, por ejemplo, la mística consiste en separar el verdadero yo, es decir, aquello que hay en nosotros de más profundo, nuestro núcleo más interior de existencia, pero no en entrar en comunión con un Dios personal. Pero lo esencial es siempre el esfuerzo por separarse de la agitación del mundo exterior y más profundamente el liberar la voluntad de todos los deseos múltiples, de modo que se unifique el alma, más allá de todas las cosas particulares. Esta mística tiene, por lo tanto, un carácter general. Sus formas son de hecho las mismas. Es una de las cosas que nos llaman la atención, tanto si se toma el Yoga hindú, el Zen japonés, la Catarsis neoplatónica, o los simples manuales de oración, la «práctica de la oración mental para los principiantes», siempre se trata de un mismo método.

El problema estará únicamente en que uno no se recoge simplemente por el gusto de recogerse, nos recogemos para algo. Y al nivel del problema de saber a qué cosa conduce ese recogimiento es donde se plantea la diferenciación entre las diferentes místicas. De hecho esta técnica puede ser simplemente un determinado modo de encontrarse a sí mismo, de encontrar su ser interior, su verdadero yo. Es, a grandes rasgos, lo que representaba la sabiduría estoica que era, ante todo, un determinado modo de sustraerse a la vulnerabilidad frente a los acontecimientos. El fondo del budismo, en cierto sentido, es muy simple: el problema del hombre está en escaparse del sufrimiento; el sufrimiento proviene del deseo; únicamente existe un modo para no sufrir, y consiste en no desear nada; el que realmente está separado de todo no sufre de nada, puesto que no quiere nada. Todo esto es una sabiduría, quizá decepcionante, pero ciertamente, de todos modos, es una sabiduría.

Mucho más profundamente en el conjunto de las religiones paganas, la mística se nos presenta como un camino de unión con la divinidad. Si el alma entra en el interior de sí misma, es porque, por ese camino, encuentra allí, más allá de sí misma en cierto sentido, la fuente misteriosa de la que ella misma emana. Y, en este sentido, se puede decir que la experiencia interior se relaciona con la definición que hemos dado de todas las religiones, que son una búsqueda de Dios; pero en lugar de hacer la búsqueda de Dios a través de la contemplación del mundo exterior, se realiza a través del descubrimiento del mundo interior; es decir, se encuentra a Dios a través de uno mismo. Y es una verdad totalmente real que nuestro ser interior, nuestra persona, es algo que proviene de Dios, que surge de él a cada instante y que, como dice la misma Biblia, es, en cierto sentido, su misma imagen. Se trata, por lo tanto, de una especie de descubrimiento de Dios a través de sí mismo, por el descubrimiento de esa fuente misteriosa de la que surge perpetuamente nuestra vida.

Existe una determinada captación de Dios a través de esta experiencia interior. Y esta captación de Dios está esencialmente ligada al hecho de que entre el alma y Dios existe una relación fundamental, de manera que por medio de este volverse sobre sí misma, el alma puede encontrar una determinada presencia de Dios del que a cada instante está surgiendo como su fuente. Porque «existir» es recibirse de Dios a cada instante. En el fondo de nosotros mismos, más allá de nosotros mismos, surge continuamente ese don que Dios nos hace de nosotros mismos a nosotros mismos. Y se comprende perfectamente que, en este retorno sobre sí mismo, cuando se han superado los estadios sucesivos de la sensación y de las cosas visibles, de la inteligencia y del razonamiento, cuando se ha alcanzado un determinado silencio y concentración, el alma encontrándose realmente a sí misma, precisamente más allá de ella misma, desemboca en algo que es ese más allá de uno mismo que nos describen los grandes místicos. Y todo esto corresponde a una experiencia perfectamente válida.

 

Místicas paganas y mística cristiana.

¿La experiencia de los místicos cristianos pertenece a ese mismo orden? Ciertamente no. Los procesos psicológicos son muy semejantes, de la misma manera que los actos rituales eran más o menos los mismos, de la misma manera que las representaciones de los dogmas eran más o menos también las mismas. Pero nos encontramos de nuevo ante lo que constituye la esencia misma de la diferencia entre las religiones naturales y la revelación judeo-cristiana; es decir, que la experiencia de la mística natural es simplemente la de una búsqueda de Dios. El alma, por un esfuerzo de concentración, llega, en cierto sentido, a superarse a sí misma y a desembocar en lo que Filón llamaba una búsqueda sin forma, pero que permanece en el orden de la búsqueda. La misma definición de la revelación consiste, precisamente, en ser el movimiento inverso; es decir, una llegada de Dios hacia nosotros. Y lo que el místico cristiano experimenta, es la presencia en él de algo que le es dado y que de ninguna manera procede de él. La característica esencial, desde el punto de vista de la diferencia entre las dos experiencias místicas, está en que las místicas naturales manifiestan una técnica de interioridad, de manera que, por su propio esfuerzo, el hombre termina por llegar al término, mientras que la experiencia mística cristiana es esencialmente la de un don al que es necesario abrirse, pero que supera absolutamente todo lo que, por sus propios esfuerzos, el hombre podría llegar a captar.

Lo que caracteriza al hecho cristiano es el hecho de que Dios se haya entregado. Es decir que en este nivel, la experiencia mística no es la búsqueda a tientas de una unidad fundamental en la que se aspira a disolverse, sino que es esencialmente el encuentro de un «tú»; es decir, de una persona viva con la que se entra en diálogo de amor y que se presenta, por lo tanto, manifestándosenos en su alteridad. El místico cristiano experimenta en sí esa especie de irrupción de una presencia extraña que le trastorna, y con la que se siente atraído a entrar en una comunión de amor. Tenemos de nuevo un ejemplo del modo como el don de Dios en Cristo viene a asumir, en cierto sentido, la experiencia religiosa natural, para llevarla a su superación. Usando las expresiones del P. de Lubac, no hay que separar la mística y el misterio; es decir, que la mística sin misterio, la experiencia religiosa, cuando no encuentra a Cristo, es algo totalmente incierto. Es la impresión que nos dan con frecuencia, por ejemplo, las místicas orientales. Pero, por el contrario, el misterio sin mística, es decir la fe cristiana, cuando no se convierte en oración e interioridad, corre el peligro de no ser más que un formalismo. Es el caso de todos los cristianos que no tienen una vida interior. Tienen el misterio, en la misma medida en que creen; pero no tienen mística, en la misma medida en que su fe no es interioridad.

Aquí es donde la comparación entre la ausencia de místicos en Occidente, y la presencia de místicos en Oriente, lleva a algunos occidentales a preguntarse si la verdad no está en Oriente y ha desertado del Occidente. Es el retorno hacia el Oriente que hemos encontrado en muchos de nuestros con temporáneos; es la razón por la que los ashrams de la India estén en parte poblados por viudas americanas y, de una manera general, por occidentales que buscan una interioridad liberadora. Pero esto es colocarse únicamente al nivel de la intensidad de la experiencia religiosa, y no al nivel de la verdad de la fe.

Finalmente, el misterio es más importante que la mística. Quiero decir que, en última instancia, es la fe, como nos dice san Pablo, lo esencial, porque finalmente Jesucristo es el que salva. No nos salvamos por la experiencia interior. La salvación no es algo que nosotros nos demos a nosotros mismos. El problema no está en encontrar el mejor bhiksu, el mejor iniciador en los métodos de interioridad, porque, en definitiva, el mismo bhiksu necesita ser salvado. Como dice san Pablo, todos han pecado y tienen necesidad de la gracia de Dios; y esto, tanto el sabio más interiorizado como el vulgar pecador más exteriorizado; porque la que salva es la gracia, y no la interioridad. Pero esta gracia que salva viene a asumir los valores, que son los del hombre, y fructifica tanto más cuanto mejor religiosamente desarrollado encuentra un terreno. Y ésta es la razón por la que los santos, aquellos a los que nosotros llamamos santos, son, precisamente, aquellos en los que la gracia que salva ha fructificado, porque ha encontrado una riqueza de interioridad muy grande; mientras que, por el contrario, en los que de ninguna manera tienen esta interioridad, la gracia se derrama sobre ellos, pero de una manera que permanece exterior, sin penetrarlos en el interior. Es decir, que tendrán trabajo en el purgatorio. Es necesario que la gracia nos haya rehecho y vuelto a tomar totalmente. Por eso la oración es como llevarle la delantera al purgatorio.

Esto es muy importante. Porque uno de los errores más burdos de los hombres de nuestro tiempo es, precisamente, el de creer que es la mística lo que importa. Es la actitud de aquellos que dicen: importa muy poco el dogma en el que creéis, lo importante es que seáis hombres interiores. Ahora bien, precisamente estamos afirmando todo lo contrario. Lo esencial es que Jesucristo nos trae la salvación, y esto es en realidad la única cosa que salva. Ser hombres interiores, es necesario intentar serlo lo más posible; se hace lo que se puede. Pero esta es la grandeza de la afirmación cristiana, que la salvación se les ofrece también a los pobres; es decir, que la salvación no es solamente para una pequeña élite de ascetas refugiados en las montañas sagradas, sino para todos aquellos que crean en Jesucristo. Por eso, lo que realmente importa es esta actitud fundamental de humildad que hace que nos abramos a la fe de Cristo. De todo lo demás, repetimos, cada uno hace lo que puede. Quiero decir que no depende siempre de nosotros el dedicarle a la oración el tiempo suficiente para que el misterio se haga mística en nosotros.

La misericordia de Jesucristo consiste en que la salvación no esté reservada únicamente para los místicos. Y esto es lo admirable. Para los budistas o para los neoplatónicos, la salvación está reservada para los místicos, los que se salvan son los místicos. Para nosotros, no. Los salvados son los que habrán confiado en el gesto de amor de Dios en Jesucristo, tanto si han sido místicos o no. Pero, repetimos un vez más, es necesario intentar serlo, cada uno en su nivel. No místicos que necesariamente tengan que tener éxtasis. Sino que la necesidad de interiorizar nuestra fe es en efecto un deber grave. Por esa interioridad la fe se hace verdaderamente personal. Pero es necesario poner las cosas en su lugar, no confundir los terrenos, y esto es lo que estamos intentando hacer. Es necesario poner los límites allí donde están. Y el problema que acabamos de esbozar es uno de los que nos encontramos con más frecuencia. La objeción se nos presenta a primera vista aplastante: existen hombres santos en el budismo y hay también santos en el cristianismo. ¿Por qué es necesario ser cristiano, si lo importante es ser un hombre santo? A esto es a lo que hay que saber responder; y la respuesta es, precisamente, la que acabamos de decir; a saber, que la salvación es ese acto gratuito que se nos da en Jesucristo, y no algo que resulta de la perfección de una técnica de interiorización, porque, entonces, estaríamos precisamente en lo que con san Pablo, san Agustín, Lutero, Pascal —en este plano tanto los católicos, los protestantes como los ortodoxos están todos de acuerdo— todos, hemos rechazado; a saber, que la salvación sería obra de los hombres y no la obra de Cristo. El fundamento, el punto de partida de todo, es la afirmación de san Pablo en la epístola a los Romanos: «Todos han pecado y tienen necesidad de la gloria de Dios». Es decir, que ante la salvación, todo el mundo está en el mismo plano. No nos salvamos ante todo por causa de nuestros méritos, nos salvamos por causa de nuestra fe. Lo esencial es precisamente que aquello que, de hecho es esencial, a saber, que Jesucristo ha venido al mundo para arrancarnos de la miseria de la que nosotros no podíamos salir por nosotros mismos, sea creído realmente por nosotros.

Y esta es la razón por la que la religión no salva. La religión es la búsqueda de Dios, como hemos dicho. Pero el abismo que separa al hombre de Dios, y que el hombre no puede franquear, únicamente Dios lo ha franqueado, y eso es Cristo. Ahora bien, lo esencial es que esto se haga. Pero esto ya se ha hecho. El abismo ha sido franqueado. En Cristo tenemos acceso a Dios. Nosotros lo creemos y nos salvamos por esa fe. Hay muchos hombres que no lo han podido creer; o porque han vivido antes de Cristo, o porque, en nuestros mismos días, lo ignoran. Todos ellos también podrán salvarse, pero se salvarán, también ellos, por la acción salvadora de Jesucristo. Habrá millones de hindúes que se salvarán, pero no se salvarán porque hayan practicado el yoga. De esto se trata esencialmente. Esta es la idea que es necesario eliminar definitivamente. No es el yoga el que salva, es Jesucristo. Y, por lo tanto, los hindúes que se salvarán, será porque el Verbo de Dios ha venido al mundo y, en su inmenso amor, reunirá a la vez a todos aquellos que lo han conocido, que han creído en él; y también a todos aquellos que, no habiéndole conocido, sin embargo fueron hombres de buena voluntad. También ellos serán salvados por Jesucristo y descubrirán entonces, en la luz de la visión, el significado de esta acción de Jesucristo, a quien no conocieron sobre la tierra.

 

CAPITULO III

LA CRISIS DE LOS MITOS

La religión es el terreno de la búsqueda de Dios, búsqueda de Dios que, como hemos dicho, pertenece al fondo del alma humana. Pero buscar a Dios no significa encontrarlo. Por otra parte, ese Dios que se encontraría buscándole, ¿seria realmente el verdadero Dios? Quiero decir: ese Dios que estaría a nuestro alcance, ¿seria realmente el verdadero Dios? Este es precisamente el problema que nos planteamos.

Ya hemos afirmado diversas veces que las religiones son algo totalmente válido. Son la expresión del hombre religioso, y para nosotros, el hombre es religioso por naturaleza. Esta alma religiosa es la que se expresa bajo todas las diversas formas del paganismo, históricas en el pasado, o futuras en todas las formas de búsqueda de Dios que encuentre el mundo del mañana. Pero por otra parte, esta búsqueda es una búsqueda a tientas; es .el hombre el que en presencia del misterio que busca e intenta expresarlo, captarlo. Pero nunca lo consigue. Es lo que dice san Pablo al hablar de una búsqueda a tientas. De hecho la religión natural no se encuentra en ninguna parte en su estado puro. Como ha dicho Emi1 Brunner, el teólogo protestante suizo, «no existe ninguna religión sin su profunda verdad, no existe ninguna religión sin su profundo error». Y de hecho, cuando consideramos el hinduismo o las religiones africanas, siempre nos encontramos admirados a la vez de encontrar a cada instante unas sorprendentes intuiciones religiosas, e inmediatamente, unas extravagancias o aberraciones que nos maravillan y nos impresionan. Existe siempre una especie de mezcla, porque es la obra del genio humano. Es evidente que cuando se trate de la revelación judía o cristiana, el problema será totalmente distinto, porque aquí no nos encontramos ante una creación del genio del hombre como son las religiones. Las religiones son las creaciones más grandes que ha podido hacer el genio humano, más grandes que las de la ciencia. Pero no dejan de ser creaciones del genio humano. No nos encontramos en presencia de algo que tenga la autoridad del mismo Dios.

Es la razón por la que es tan importante cuando se las estudia, distinguir lo que es verdad de lo que no lo es. Siempre presentan desviaciones. Estas desviaciones las podríamos reunir en tres principales, que corresponden prácticamente a los tres grandes grupos de religiones paganas. La primera es la que es la forma de desviación popular. Ya lo hemos icho: para el hombre pagano todo está lleno de presencias divinas, las encinas y las fuentes, las rocas y el rayo, el cielo estrellado y el silencio del bosque. Y hemos dicho que es muy humano el ser sensible a todas estas cosas. Pero es fácil la degradación de una presencia de Dios, a través de las hierofanías, a una divinización de las mismas realidades del cosmos. Es la genealogía del politeísmo que nos da san Pablo al principio de la epístola a los Romanos. «Desde los orígenes del mundo, los hombres han podido a través de su obra conocer a Dios, pero se apartaron del verdadero Dios para adorar las serpientes, las aves y los reptiles. » Con esto hacía alusión a cosas muy concretas. En Canaán se adoraba a las serpientes, en Egipto se adoraba el ave sagrada.

Hay en esto una confusión entre las cosas creadas y el Dios creador. Es lo que se llama la idolatría. La idolatría consiste en tratar corno divina la realidad creada. Es una confusión entre el dominio de lo creado y el dominio de lo increado. Se nos presenta como la gran desviación popular. Es la razón por la que los autores cristianos o la Biblia son tan severos con el paganismo. Para ellos el paganismo es el politeísmo, porque el paganismo está siempre más o menos mezclado de politeísmo. En un medio cristiano, podemos ser más indulgentes, porque estamos menos tentados de politeísmo. En cierto sentido, estaríamos casi por el contrario tentados a perder lo que permanece de válido en el paganismo. Es decir el carácter sagrado del cosmos. Por esta razón existe siempre un equilibrio muy delicado. Pero repito una vez más, para nosotros el peligro no consiste en adorar demasiado. Por el contrario el peligro está en no adorar nada. El politeísta es aquel que adora demasiado, que pone divinidad allí donde de hecho no la hay. En cierto sentido, la tentación politeísta tiene fácil explicación. El mundo del politeísmo, ese mundo poblado de presencias sagradas, tiene algo de seductor. Es un mundo poblado de presencias divinas. Hay en e11o una especie de experiencia. Ese rumor de los dioses que el pagano percibe en el bosque o en el mar, casi podríamos percibirlo realmente. Se han reemplazado los dioses por los ángeles, para expresar de alguna manera ese espesor espiritual del cosmos, pero precisamente, no al nivel de divinidades subalternas, lo que es un absurdo, sino al nivel de criaturas que representan un mundo intermediario.

El panteísmo

La segunda desviación es mucho más importante y mucho más fundamental. Es el panteísmo. El panteísmo que es la tentación metafísica. En la misma medida en que el politeísmo es la tentación popular, el panteísmo es la tentación intelectual. Y hacia el panteísmo han ido a desembocar las religiones superiores. En el panteísmo desembocan el hinduismo y el estoicismo

Es fácil de explicar esta tentación. Está en la línea de una de las tendencias del espíritu humano hacia la reducción ultima a la unidad. El fondo del panteísmo es la idea de una unidad fundamental de todas las cosas, unidad en la que las fronteras entre Dios y los hombres desaparecen. La creación se presenta como una emanación de la substancia divina, y tiende a. reabsorberse en ella, siguiendo un movimiento de desarrollo y de recogimiento. La creación no es otra cosa que el mismo Dios. Pero Dios existe en dos estados, un estado concentrado, y otro estado diluido. Pero es la misma cosa. Todo es la misma cosa. La consecuencia evidentemente es muy importante. Nosotros somos naturalmente Dios, nuestro ser es divino. Y nos convertimos en ese Dios que somos cuando vamos de lo exterior y múltiple hacia el interior y el uno. En el fondo, encontrar su propia unidad, es finalmente coincidir con la unidad absoluta, en la que últimamente nos reabsorbemos.

Esta es la razón por la que las místicas panteístas son siempre místicas de la reabsorción en el uno. Conservar su individualidad es permanecer en la imperfección. La persona se presenta como una especie de limitación. El verdadero Dios es impersonal. Y precisamente superando los límites de la vida personal es como terminamos por alcanzar la unidad fundamental y radical. Este es el fundamento y fondo último de la mística india. El «atman», es decir el alma individual, es una manifestación de Brahman, es decir del alma absoluta. Y el atman está destinado a disolverse en el Brahman.

Podemos decir que en este aspecto nos estamos acercando a la originalidad radical del Dios cristiano, en sus dos puntos esenciales, la Trinidad y la creación. Todo lo que acabamos de decir se opone a estas dos afirmaciones fundamentales. En efecto, para la Biblia, la criatura es radicalmente distinta de Dios. Es lo que se llama la trascendencia. Existe un abismo entre el uno y el otro. La criatura tiene su origen y fuente en Dios, pero no como una especie de desarrollo de Dios, sino como habiendo sido puesta por un acto libre por Dios delante de sí. La criatura es radicalmente otra y ni puede de ninguna manera apropiarse a Dios, que está totalmente más allá de todas sus fuerzas de captación. La idea de la trascendencia, del carácter inaccesible de Dios, y del hecho de que nosotros no podemos poseer a Dios a no ser que Dios se nos dé libremente, pero que de ninguna manera nos es posible apropiarnos de él, porque somos precisamente de otra naturaleza, es lo que constituye la diferencia fundamental entre todas las doctrinas panteístas y la religión judeo-cristiana.

En esta perspectiva aparece un segundo aspecto. Y es que la unión con Dios es esencialmente un encuentro de amor entre dos personas. Dios es un Dios personal que pone ante sí un hombre personal. Por consiguiente, la unión consiste en el don recíproco. Y por lo tanto la diferencia debe permanecer siempre, para que el amor pueda permanecer constantemente. Es decir que la desaparición de la diferencia por la fusión en la unidad es algo que destruye el amor, porque para amar es necesario ser dos. Ahí es donde aparece el fondo más íntimo del misterio cristiano. No solamente se trata de una relación personal entre Dios y su creación, sino que Dios es, eternamente, no dos, sino tres. Es decir, que el amor es coextensivo al ser. Es decir que, —y esto es una diferencia radical de metafísica—, el fondo del ser no es una unidad en la que todo se resolvería finalmente, la oposición no está entre lo uno y lo múltiple, sino que el tres forma parte de la estructura de lo absoluto. El tres es contemporáneo del uno. El absoluto es a la vez lo uno y lo otro, uno y tres. Es decir que el absoluto es amor. Este es el fondo de la revelación cristiana. Y es un absoluto paradójico para la metafísica. Porque todas las metafísicas le conceden la primacía a la unidad; para todas las metafísicas, la multiplicidad es una imperfección. La paradoja de la revelación cristiana, está en que la Trinidad es constitutiva del absoluto. Pero jamás ninguna inteligencia humana hubiese podido llegar a alcanzar esta verdad. Si el amor y la Trinidad son constitutivos del absoluto, el valor de la persona humana y la concepción de la relación con Dios, como una relación interpersonal de amor, y no como una disolución en la unidad, se nos presentan como una consecuencia natural. Y esta es la razón por la que nos encontramos con dos tipos de pensamiento radicalmente diferentes, lo cual no le resta nada, repetimos una vez más, a lo que tenía de válido esa nostalgia de unidad, sino que nos manifiesta otra dimensión del ser, que nos hace penetrar mucho más profundamente en los abismos del misterio. Y esto es la Revelación, que nos hace tocar, más allá de la búsqueda que caracterizaba las religiones paganas, la manifestación de ese fondo mismo del ser. Es el mismo abismo, inaccesible a nuestras fuerzas, el que se revela, el que se «desvela», el que de ese modo se nos manifiesta.

La creación no procede de un desarrollo necesario de Dios, sino de un acto totalmente libre, y por otra parte, la existencia que se le confiere tiene consistencia, de manera que nos encontramos ante un Dios personal y libre y ante la persona humana. A este nivel la relación con Dios se nos presenta con una luz totalmente diferente. No es una especie de reabsorción final en el uno o en el absoluto; sino un diálogo de amor eterno por el que Dios nos pone en la existencia dándonos una consistencia propia para hacer de nosotros el Dios al que él comunicará sus dones.

Y más allá de este diálogo de Dios con el hombre y por lo tanto de esta metafísica del amor, la revelación cristiana, al introducirnos en el abismo del ser inaccesible a nuestra propia razón, nos hace penetrar esta realidad misteriosa, que el absoluto es en sí mismo tri-personal, es decir que el amor es contemporáneo del ser. Y esta es la última palabra de la metafísica cristiana. El ser es amor porque el ser está eternamente hecho de un intercambio de amor. Esto supera absolutamente todo lo que la razón humana abandonada a sus propias fuerzas puede alcanzar. Es precisamente ese abismo en que nos introduce la revelación de Cristo, donde las personas, que son ese abismo, vienen hacia nosotros para introducirnos ellas mismas en ese fondo mismo del ser que es precisamente lo que ellas son en si mismas. Y todo el misterio cristiano es finalmente esto, es decir, esencialmente vida trinitaria, a la vez descubrimiento de la misteriosa Trinidad y llamada a participar en esa vida de la Trinidad haciéndonos en el Hijo único, hijos del Padre y templos del Espíritu.

Es la razón por la que se puede decir que todo cristianismo se resume en la revelación de la Trinidad. Pero también será necesario comprender cuál es el significado profundo, radical, en qué medida todo esto concierne a nuestra existencia y resuelve todos los problemas fundamentales. Porque todo amor —.y el amor es esencialmente lo que nos da la llave de nuestras existencias- — reposa sobre el hecho de que el ser es substancialmente amor. Cristo dirá, al final de su oración sacerdotal, en ese texto que es su último testamento, dirigiéndose a su Padre: «Que todos sean uno como nosotros somos uno; yo en ellos y tú en mi, para que sean consumados en la unidad», es decir pondrá como modelo para la unidad de los cristianos en la comunidad eclesial, la unidad de la Trinidad en esa comunidad trinitaria. Nos mostrará que a lo que somos llamados es a una participación en lo que constituye el mismo fondo de la existencia. Y es lo que nos hace comprender que el cristianismo no es algo que se sobreañada a la realidad, sino que es la visión que penetra en los abismos de la realidad, es decir, en otros términos, que es la visión más profunda. Esto no significa que no exista una realidad para las visiones más superficiales sino que en la revelación somos verdaderamente introducidos en los abismos más profundos de la realidad.

 

El dualismo

Queda por fin una tercera desviación de la que vamos a decir unas palabras. Es el dualismo, es decir la concepción según la cual existirían dos principios, un principio del bien y un principio del mal. Una vez más, como siempre, esta desviación tiene apariencias de verdad. Es irrefutable que existen en el mundo, tal como se nos presenta, unas fuerzas del bien y unas fuerzas del mal, y que nosotros mismos nos sentimos profundamente divididos entre esas fuerzas que se oponen mutuamente. El dualismo pretende ser una explicación de este dato evidente. En sus formas más extremas pone dos principios que están en el mismo plano, tanto si se trata de dos divinidades, como en el iranismo, como de la oposición del espíritu y la materia, como en el platonismo. Pero de hecho, lo que se da con más frecuencia es el dualismo subordinado, con sus diversos matices de los cuales algunos son verdaderos. Nosotros creemos ciertamente en la existencia de las fuerzas del mal. En este sentido el cristianismo implica un determinado dualismo, no ciertamente en el nivel de los principios constitutivos de ser, porque el único principio absoluto es el bien, sino en el nivel de una degradación, de una deformación del ser creado. Por consiguiente no existe en absoluto en el nivel de Dios, sino en el interior de la creación. Las fuerzas del mal son fuerzas buenas, que se han pervertido.

El problema que se nos presenta aquí es el del nivel en que se sitúa la perversión. Aquí es donde nos encontramos en una de las formas más importantes del dualismo, la del gnosticismo antiguo que se convirtió inmediatamente en el maniqueísmo. La idea en ciertos aspectos es seductora. Los gnósticos parten del hecho de que este mundo está mal hecho. Existe en ello una especie de evidencia. El mundo da la impresión de lo absurdo y lo arbitrario. Con frecuencia los desgraciados son los hombres honestos, y los malos son los que tienen éxito. ¿Por qué existen niños que nacen enfermos? Los gnósticos sacaban la consecuencia de que este mundo no podía haber sido hecho por un Dios bueno e inteligente. Estaría hecho por una especie de demiurgo inferior. El mundo mismo, tal cual es, formaría parte de esas realidades degradadas. Los gnósticos sacan la consecuencia que, estando mal hecho el mundo, es necesario liberarnos de él y que lo que se nos ha revelado en Cristo es una condenación radical de este mundo.

La perspectiva cristiana es diferente. Considera que este mundo es bueno y que es obra de Dios, que esta condición que nos rodea y que somos nosotros mismos ha sido creada por un Dios que es un Dios sabio y bueno. Pero esta creación ha sido pervertida, en dos niveles diversos, que son los niveles del misterio del mal. Son las libertades las que han falseado el juego de este universo. Pero estas libertades no son en primer lugar las libertades humanas, sino las de unas fuerzas misteriosas, que están más allá de nuestro alcance. De donde la importancia que tiene en el cristianismo el misterio del mal. La humanidad está bajo el dominio de una potencia de perversión. Es el centro de un drama espiritual del que el hombre es la apuesta, pero que primero se juega más allá de las fuerzas del hombre. Por lo tanto, como ya hemos dicho antes, el hombre por si mismo no puede arreglarlo todo. Si así fuera estaríamos en el dominio de la moral. Jesucristo no habría tenido que darnos sino buenos ejemplos y buenos consejos.

Ahora bien, la moral prácticamente no soluciona nada, y los profesores de moral no consiguen más que hacernos más desgraciados, porque nos dicen lo que es necesario hacer pero no nos dan los medios para hacerlo. Sabemos y experimentamos perfectamente bien que lo que necesitamos no son simplemente unos buenos consejos; estamos saturados de buenos consejos, necesitamos ser salvados. Sentimos en lo más íntimo de nosotros mismos que la salvación no es un asunto de buena voluntad, que existen fatalidades de las que estamos cautivos. Y son precisamente esas fatalidades, ese misterio del mal las que el mismo Verbo de Dios, viniendo al mundo, ha enfrentado y ha destruido. Y esta es la razón por la que el Hijo de Dios no ha venido al mundo para darnos buenos consejos, sino que ha venido al mundo para morir y resucitar. Jesús no es un profesor de moral entre todos los otros profesores de moral; Jesús no es una especie de Sócrates incluso superior, porque Sócrates no ha salvado a nadie; Jesucristo es el salvador, es decir aquél que realmente se ha enfrentado con las fuerzas del mal y las fuerzas de la miseria en sus mismas raíces, el que ha bajado a los infiernos, es decir a los mismos abismos de la miseria y el que, habiendo alcanzado esos abismos de la miseria, ha destruido esas fuerzas del mal y de ese modo nos ha hecho libres, en la medida en que nosotros creemos en él, de manera que ya no estamos bajo el dominio de ese mal. Aquellos que precisamente desconocen esta dimensión dramática del cristianismo, que reducen el cristianismo a una moral, vacían el cristianismo de todo aquello que constituye su mismo significado. Porque después de todo, para buenos consejos, Buda ya los había dado excelentes. Se dice que el cristianismo se resume en el amor al prójimo. Pero no se ha tenido que esperar la llegada del cristianismo para amar al prójimo. Es un fariseísmo el pretender tener el monopolio del amor al prójimo. Porque el amor al prójimo existe entre los budistas, el amor al prójimo existe en todas las religiones; existe amor al prójimo entre los comunistas.

Por consiguiente, no es ese amor el que constituye el cristianismo. Lo que constituye el cristianismo, es por el contrario el reconocer que no amamos a nuestro prójimo, y que al no amar a nuestro prójimo, sabemos que tenemos necesidad de ser liberados de esas fuerzas que nos impiden amar a nuestro prójimo, esas fuerzas que impiden que puedan desarrollarse esas energías espirituales y esas energías de amor que existen en nosotros. Y precisamente a eso es a lo que responde la salvación que nos da Cristo, la redención, a ese hecho de que tenemos necesidad de ser salvados del mal porque sabemos perfectamente bien por nuestra propia experiencia que somos incapaces por nosotros mismos de vencer el mal, de vencerlo en nosotros y de vencerlo en los otros.

El politeísmo parte de algo muy verdadero, del hecho de que las fuentes, las encinas, los bosques están llenos de substancia sagrada, pero lo interpreta mal. El panteísmo parte de una comprobación verdadera, del hecho de que entre Dios y su creación existe una unidad profunda, pero interpreta mal la relación entre Dios y el mundo. El dualismo parte de una comprobación verdadera, y es el hecho de que vivimos en medio de un conflicto entre el bien y el mal, pero interpreta mal esta comprobación verdadera. Las religiones nunca tienen plenamente la verdad, aun en el simple nivel metafísico. Y esta es la razón por la que de hecho únicamente a la luz de la revelación de Cristo ciertas verdades, incluso naturales, consiguen su total desarrollo. Es lo que en la encíclica Evangelii praecones hacía observar Pío XII, al afirmar que la Revelación no destruye los valores de las religiones, sino que los purifica, los asume y los transfigura. Los esfuerzos milenarios del hombre por ir hacia Dios — y ya hemos dicho que esto era constitutivo del hombre y que era una cosa admirable —permanecen sin embargo trabados y no consiguen plenamente su finalidad. Es la razón por la que Cristo al venir a recuperar al hombre, reabsorbió también las religiones para hacer que lleguen a realizar plenamente las virtualidades que existen en ellas. Y es la razón por la que un pagano, es decir aquel que está situado al nivel de las religiones naturales, al convertirse, no ha de renegar en absoluto, no ha de traicionar, sino que ha de integrar en una nueva perspectiva mucho más perfecta, todos los valores auténticos que tenía en sí su religión.

 

CAPÍTULO IV

LA EXISTENCIA DE DIOS Y LA RAZÓN

El encuentro personal del hombre con Dios es la esencia de la religión. Pero si no fundamentamos racionalmente este encuentro, podríamos exponernos a la crítica del racionalismo moderno, al creer que la religión es un vestigio de una visión prelógica, es decir que la religión ha consistido en dar unas explicaciones sobrenaturales a cosas de las que no se tenía todavía una explicación natural. Es el slogan que encontramos con frecuencia en los manuales más o menos racionalistas. Cuando no se conocían todavía las leyes de la metereología, se imaginaban que el hecho de que cayera la nieve, o que el hecho de que el sol brillase manifestaba la voluntad de unas potencias superiores; ahora que conocemos las leyes científicas eliminamos ese elemento sobrenatural. En este sentido la ciencia iría poco a poco ganándole terreno a la religión, de manera que en el límite, la eliminaría totalmente.

Es la razón por la que es muy importante demostrar que ser religioso no es simplemente responder a una determinada experiencia interior, sino también ser lógico, y no simplemente prelógico. Es esencial demostrar que si el encuentro con Dios es ante todo existencial, es también en segundo lugar perfectamente susceptible de justificarse con todo el rigor de la inteligencia. En este aspecto, de ninguna manera tenemos que dejarnos impresionar por la opinión que pretendería que desde el punto de vista de la inteligencia, es imposible fundamentar racionalmente la creencia en la existencia de Dios.

Es importante hablar de estas cosas, porque de hecho en nuestros días existen muchos cristianos que están convencidos de que a Dios no lo conocemos sino por la fe, y que al nivel de la inteligencia es imposible establecer seriamente una justificación de la creencia en Dios. Es una renuncia ante la inteligencia. Y esta es la razón por la que es tan importante el defender la inteligencia, y de hacer ver que esta criatura tan pequeña sirve para algo, pero que sirve no simplemente para descubrir las leyes del cosmos, como lo hace tan brillantemente hoy en el progreso científico, sino también para darnos acceso a otro orden distinto, que no es el de las leyes de la materia, sino que es el orden que está más allá de la física; es susceptible de alcanzar las realidades del orden inteligible y de alcanzarlas con una certeza que justifica absolutamente el derecho que tiene un hombre plenamente lúcido, plenamente crítico, a considerar que creer en Dios no es simplemente el resultado de un impulso del corazón, sino que resiste perfectamente todas las criticas de la razón.

Será por lo tanto necesario entrar en el problema de las pruebas de la existencia de Dios. La dificultad no está en que no haya suficientes pruebas; la dificultad está en que hay demasiadas. Esta multiplicidad de las pruebas podría significar dos cosas. Por una parte, que si todavía se discute en saber cuál es la prueba, es por consiguiente porque todavía no se ha encontrado, de la misma manera que podemos decir que todavía no se ha encontrado el medio, no digamos de realizar viajes interplanetarios, sino de realizar viajes interestelares. Todavía no lo hemos alcanzado; pero sin duda iremos adelante. En este sentido la multiplicidad de las pruebas significaría simplemente que de hecho todavía no se ha encontrado esa prueba.

Pero esta multiplicidad puede también significar igualmente otra cosa. Puede también significar que en realidad todas estas pruebas son de hecho igualmente válidas. Quiero decir —y este es el punto sobre el que quisiera insistir hoy— que prácticamente el proceso, a partir de los primeros filósofos que han reflexionado sobre este problema hasta nuestros contemporáneos, ha sido, en última instancia, siempre el mismo.

Ese proceso es fundamentalmente válido. Parte siempre de un hecho, del dato de la existencia y demuestra que este dato no lleva en sí su propia justificación. Pero lo que constituye la diversidad de las pruebas, es la diversidad de su punto de partida. De hecho, según las épocas, según los contextos, según los temperamentos, ese punto de partida es diferente.

 

De la verdad a la Verdad

El punto de partida puede ser el mismo ejercicio de la inteligencia. La inteligencia reflexiona sobre su ejercicio. El punto de partida es el mundo interior. Es el proceso seguido por san Agustín que ha reflexionado sobre esta interioridad del hombre. Lo que le impresiona cuando entra dentro de si mismo, y en particular cuando, entrando dentro de sí mismo, se pregunta sobre lo que cree o sobre lo que no cree, lo que se le impone de una manera absoluta, es que no depende de él el creer una cosa, o el no creer en otra, es decir en otros términos que no es él el que fundamenta la verdad o la falsedad de las cosas. Las cosas se le imponen absolutamente a su espíritu, y no sólo ciertamente en la forma de su existencia sensible, sino en la forma de su justificación profunda que le permite emitir un juicio de existencia diciendo: esto es verdad, esto es falso.

Ahora bien, se pregunta san Agustín, si esto no soy yo el que lo decide, es decir si no es mi inteligencia la que es el fundamento de la verdad y de la moralidad, es decir, si no siento absolutamente en mí el derecho de organizar las cosas según mi propio deseo, sino que me veo obligado a someterme a una realidad que se me impone, es por lo tanto porque existe en mí la presencia, actuando en cierto sentido en mí, de algo que me supera; o sea, en otros términos, que no soy yo el que hace la verdad y el bien, sino que el bien y la verdad son algo que yo reconozco como existentes más allá de mí mismo, y fuera de mí. Esta sumisión a la realidad es la que, para Agustín, constituye la experiencia primera a partir de la cual comienza a reflexionar. Capta, en otros términos, que su experiencia personal no es el término último en el que finalmente desemboca, que esa experiencia le hace desembocar en una realidad que le supera, le sobrepasa, o mejor, empleando su misma expresión tan moderna, esa realidad que está en él más interior que él mismo. Es la célebre expresión: «Alguien que está en mí más que yo mismo». Es decir, en otros términos, en quien me reconozco mejor que en mí mismo, porque de hecho mi propio yo es un yo evanescente, es un yo que con frecuencia se me escapa, y reconozco lo que yo sé que verdaderamente es la verdad de una realidad que me supera a mi mismo, y de la que siento, cuando entro en mí mismo, que está en mí más allá de lo que es la propia raíz de mi ser. Es lo que san Agustín ha desarrollado al hacernos ver que toda inteligencia está iluminada por el Verbo del que el evangelio de san Juan nos dice que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Y partiendo de aquí, desarrollando y ampliando las grandes intuiciones de la filosofía antigua, me hace ver en mi propio logos, es decir en mi inteligencia en sentido pleno, una participación del Logos como tal, es decir de aquél que es la inteligencia y la palabra en sí, y del que toda inteligencia es una participación, que en cierto sentido es la fuente de la luz que, iluminando mi inteligencia, la hace capaz de acercarse a la verdad.

¿Por qué muchos hombres de nuestros días no aceptan esta prueba? Ante todo no porque no crean en Dios, sino ante todo porque no creen en la verdad. Es evidente que nos encontramos, por lo tanto, no ante una duda sobre Dios sino ante una duda sobre el hombre. Quiero decir con esto que, para que sea posible el remontarse a partir de una determinada experiencia de la verdad hasta la existencia de una verdad increada, ante todo hay que admitir que existe en efecto una verdad. De la misma manera, para el que cree que no existe el bien y el mal, es decir que soy yo el que decide del bien y del mal, es decir que poniéndome en lugar de Dios, yo soy el que me considero a mí mismo como la fuente primera de todas las cosas, para ése no existe la posibilidad de partir desde la realidad creada para remontarse a la realidad increada, porque, desde un principio, ha negado la existencia de una realidad creada, ha puesto en su origen la pretensión del espíritu humano de constituirse a sí mismo y de ser suficiente en sí mismo. Ahora bien, esto es precisamente lo que, no ya en el simple plano de la perspectiva religiosa, sino en el plano de la perspectiva simplemente humana, se nos presenta como absolutamente refutable. La deficiencia no está aquí en una impotencia del espíritu para poder remontarse hacia Dios, sino en la posibilidad que tiene el espíritu de ser radicalmente depravado. Partiendo de esta depravación, es imposible llegar a nada; pero la refutación se encuentra en el mismo nivel del hombre. Y con esto entramos en los problemas fundamentales de nuestros días. Es evidente que si nos encontramos en un mundo que no cree en la existencia de ninguna verdad, es decir en un mundo absolutamente subjetivista, donde, como dice Pirandello, cada cual tiene su verdad, es decir si los hombres de nuestro tiempo se imaginan que pueden pensar cualquier cosa, decir cualquier cosa o hacer cualquier cosa, partiendo de este supuesto es imposible hacer salir de la nada otra cosa que no sea la nada. Pero entonces estamos en la nada. Y estamos en la pura hipocresía, porque, de hecho, los que hablan así no pueden hacer pasar efectivamente su pensamiento a la realidad. Porque esto significarla, como perfectamente bien ha dicho Claudel, que nada tendría importancia, es decir la pura nada. Ahora bien, de hecho, muchos de los que en el plano teórico afirman esta tesis se comportan, finalmente, de modo que desmienten sus propias afirmaciones explícitas.

Sartre al plantear sus tesis se comporta con una generosidad de corazón en sus relaciones personales que atestiguan que para él existen determinados valores. Y el modo como violentamente toma partido en determinados conflictos, en nombre de ese moralista que él es desde las más profundas raíces de su ser, como todo buen francés en general, como todo buen universitario francés en particular, que está empapado de moral, de hecho, prácticamente, está proclamando una moral, mientras en sus principios teóricos niega que exista ninguna moral. Y un mismo Malraux, en otra línea completamente distinta, cuyos principios nos llevarían a creer que no existe ninguna ética que no sea la de la aventura personal, es, sin embargo, capaz de superar sus problemas personales, y de pensar que existen cosas como el servicio de la patria que, objetivamente, merecen que se las sirva, es decir que, en definitiva, tanto los unos como los otros terminan por reafirmar, con los hechos, las afirmaciones objetivas que han negado en teoría.

Pero a partir de este momento, se plantea el problema, en la medida en que estos valores se me imponen, y no otros, de saber por qué se me imponen estos valores, por qué existe una verdad, por qué hay un bien que se me impone. Si reflexionamos sobre estas cosas, veremos que todo esto supone necesariamente que, en los datos que yo encuentro en el interior de mi existencia, existe algo que supera todo lo que yo puedo sacar simplemente de mí mismo, puesto que creo que estas cosas tienen un valor en sí, y deben normalmente imponerse a toda conciencia. En otras palabras, que de hecho no existen hombres que vivan completamente fuera de una verdad y de una falsedad, de un bien y de un mal. Existen los que lo niegan en un plano intelectual, pero mienten con su conducta lo que afirman en el plano del pensamiento. Y es la razón por la que insisto en la importancia de esta demostración de san Agustín, porque, precisamente, es uno de los aspectos a los que el hombre de hoy está más en peligro de ser insensible, precisamente porque es uno de los elementos que constituyen su más grave carencia. Es decir, que una de las cosas más sorprendentes del hombre moderno es, precisamente, la desconfianza en la posibilidad de que la inteligencia puede darnos a conocer lo real. La inteligencia se ha convertido en un instrumento de curiosidad o de erudición, de placer y de cultura. Pero ha perdido su dignidad de ser aquello por lo que conocemos la realidad en lo que es.

Nos encontramos, por lo tanto, ante un problema sobre el que es esencial que reflexionen los cristianos de hoy. Los valores de la redención no nos han de hacer desconocer los valores de la creación. Este fundamental valor de la creación, de la que Dios ha dicho que es buena, debemos igualmente aplicarlo al orden del pensamiento. Ahí es donde radica la dignidad de la filosofía, de la metafísica para la Iglesia. El pensamiento filosófico no es simplemente la historia de la filosofía; la filosofía no se reduce simplemente a las otras ciencias humanas, como ocurre frecuentemente en las universidades modernas. La filosofía continúa siendo una de las disciplinas más altas de la inteligencia, la que nos permite alcanzar con certeza todo lo que supera el dominio de la experiencia sensible tal como nos lo pueden dar a conocer las otras ciencias; y si los cristianos son los últimos en dar testimonio de esta verdad, serán también los últimos en dar simplemente testimonio. No hay nada más ridículo en el pensamiento moderno que el creer que no existen otras certezas que las del orden físico, del orden químico o del orden biológico. En primer lugar, en estos terrenos no hay certezas, no hay más que hipótesis; y, en segundo lugar, si no existieran más que estas certezas, no habría certeza sino de aquello que ciertamente no es interesante, y no existiría certeza de lo que realmente nos interesa.

Como ya hemos dicho, en última instancia, hay dos cosas que realmente nos interesan, los otros y Dios; es decir. en última instancia no nos interesan más que las relaciones personales con nuestros hermanos y con nuestras hermanas, y las relaciones personales con Dios. Son las únicas cosas que se refieren a lo esencial de la existencia. Y el hombre sería realmente un animal absurdo, y Sartre tendría razón al decir que el hombre es absurdo, si se encontrase prodigiosamente dotado para realizar todo lo que no interesa. y totalmente desprovisto ante todo lo que realmente interesa. Y de hecho, en este caso, el hombre seria realmente un monstruo, si en relación con las cosas esenciales se encontrase ante el absurdo, y si no se encontrase adaptado más que para todo aquello que supone un determinado adiestramiento inmediato de la existencia, que no concierne a los problemas últimos.

Y ésta es la razón por la que, como fundamento de todos los problemas que estamos planteando aquí, ponemos esas actitudes fundamentales ante la existencia. Es evidente que desde el momento en que estas actitudes están radicalmente falseadas en su origen, es absolutamente imposible el que podamos llegar a ninguna parte. No estamos en absoluto forzados a vernos encerrados dentro del absurdo. No es ésta la condición humana normal en ningún aspecto, si sinceramente analizamos los datos.

 

Del amor al Amor

Pero, de la misma manera, podemos tomar como punto de partida la experiencia de la belleza o de la bondad como la de la Verdad. Decimos que todas las cosas son buenas, que todas las cosas son bellas. Pero cuando digo que esto es bello, en el mismo juicio me estoy refiriendo a la belleza en cuanto que es algo que existe en sí, y de la que el objeto participa en cierto modo. Cuando digo, por ejemplo, que esta puesta de sol es bella, establezco una relación entre este paisaje que estoy viendo y algo que está presente en mi espíritu a lo que llamo belleza. De la misma manera cuando digo: "qué feo es este cuadro", me estoy refiriendo a algo. Ahora bien, san Agustín y santo Tomás, reflexionando sobre estas cosas, dijeron que toda belleza participa, en cierto modo, de lo que es la belleza en sí, es decir de una determinada realidad objetiva con la que estoy relacionando toda realidad para establecer una relación entre esa cosa y lo que llamo la belleza. Pero la belleza como tal es ilimitada, la belleza no es la belleza de tal objeto, la belleza de ese paisaje, de la misma manera que la inteligencia no es la inteligencia de tal persona, es algo independiente de todas esas múltiples participaciones con las que estoy relacionado.

De donde san Agustín, y después santo Tomás, deducen la idea de que toda belleza, toda bondad, todo valor, son necesariamente participación de una realidad en la que la belleza, la bondad y el valor se realizan en plenitud. De lo contrario todo lo que digo no significaría nada y no habría ningún contenido en el juicio que emito cuando establezco una relación entre tal realidad particular y la belleza. Y de hecho es verdad, y es algo que experimentamos continuamente, que ninguna belleza corresponde a lo que entendemos por belleza. Podríamos decir en otras palabras que todo lo que encontramos que nos maravilla, abre en nosotros una búsqueda de algo superior.

El amor, por ejemplo, suscita en nosotros una búsqueda que él mismo no puede satisfacer. Quiero decir que en el hecho de amar existe mucho más que lo que tal mujer particular nos puede dar. De la misma manera que en una experiencia estética existe mucho más de lo que es la obra de arte que ha sido su origen. Al terminar de escuchar una sonata de Bach, llevo en mí una nostalgia inmensa, es decir que esta sonata ha despertado en mí el sentido de la belleza, pero no puede satisfacer el contenido de lo que ella ha suscitado.

En este sentido las criaturas son signos; y esto es lo que significan los grados del ser. Toda criatura es un signo, es decir que despierta en mí la nostalgia de algo que ella en sí misma no me puede dar. «El mundo es un libro en el que todo me habla de Dios». Y es verdad que, en este sentido, las grandes emociones nos convierten en cierto modo, al despertar en nosotros —porque lo peor es el embotamiento, y por eso la música tiene un valor espiritual — a través de una realidad particular, la sed de lo absoluto.. El valor de las criaturas consiste en venir a transmitirnos sus mensajes y suscitar en nosotros esa conmoción interior que nos abre de nuevo al infinito. Es lo que Claudel ha visto perfectamente en el Soulier de satin. El amor desempeña con frecuencia este papel. A veces puede no tener más que este sentido, es decir, puede existir un amor que no se realiza humanamente, y que, sin embargo, ha tenido su pleno valor por la conmoción interior que habrá suscitado en un ser que de otro modo hubiese sido mediocre. Y en este aspecto, el amor en sentido «romántico», al que Denis de Rougemont ha criticado en «El amor y occidente», es algo que tiene su justificación. Y su justificación está en que hay un valor en el amor, es decir en cuanto que es un reflejo del amor absoluto. El amor tiene dos sentidos, el sentido de ser lo que unirá al hombre y la mujer, pero también tiene el sentido de ser aquello por lo que a través de la mujer para el hombre, a través del hombre para la mujer, va a descubrir el corazón lo que es el amor. Pero descubrir lo que es el amor es algo más que el vivir simplemente este amor, es decir que, a través de tal amor, descubro lo que es el amor. Y ésta es la razón por la que el amor es la ocasión del descubrimiento de Dios. Y es completamente normal, porque precisamente me hace captar un valor absoluto, con una especie de evidencia aplastante, deslumbradora. En este sentido, lo que alcanzo por ese amor supera todo lo que me podría dar cualquiera criatura, aunque esa criatura haya sido el medio y el camino por el que he alcanzado a Dios, que haya sido un signo, como una especie de sacramento. En este sentido podemos decir que hay una especie de sacramento del amor.

Nos encontramos también aquí con algo que de ninguna manera es un proceso abstracto, sino algo que se hunde en lo más profundo del ser, y que, sin embargo, es perfectamente susceptible de ser considerado como rigurosamente intelectual, de manera que puedo afirmar que este absoluto del amor, que me hace alcanzar el amor, no es un vago sueño romántico y absurdo, sino que, por el contrario, es algo mucho más real que todo lo que quisieran decir los que creen que esas aspiraciones de absoluto son meras ilusiones, y que la realidad es necesariamente sórdida. Nos podemos dar perfecta cuenta de todo lo que esto supone, es decir que lo más real es a la vez lo más bello. Esta opción es la que representa la fe en la existencia de Dios. La otra opción consiste precisamente en afirmar: lo más bello es necesariamente una ilusión, no hay nada real sino lo sórdido. Se puede pensar así. Pero pensar de este modo, es ser infiel al testimonio auténtico del corazón. Y pensar así de ninguna manera es ponerse necesariamente del lado de la inteligencia. Quizá una de las peores perversiones ce la inteligencia, en el mundo de nuestros días, es la de identificarse con la crítica destructiva, cuando lo que verdaderamente es la inteligencia, en la nobleza de su ejercicio, precisamente es, por el contrario, aquello que nos hace captar la realidad de las cosas.

 

De lo que es a Aquel que es

Pero todo lo que hemos dicho de la verdad, de la belleza, de la bondad, podemos extenderlo a toda la realidad. Estamos en un mundo en el que todo se mueve, es decir en el que todas las cosas pasan de algo que no tienen a algo más. En otros términos, perpetuamente están adquiriendo un nuevo valor, porque moverse es eso. El movimiento no es simplemente el movimiento local, existe también, y sobre todo, el movimiento cualitativo. Por lo tanto todo se está desarrollando. Ahora bien, partiendo de esta observación simplemente elemental, santo Tomás se plantea el problema de saber cómo se puede pasar de un menos a un más. ¿Cómo puede ser que algo que realmente faltaba pueda aparecer en la realidad? ¿Se puede sacar el más del menos? ¿De la ausencia de algo se puede sacar la aparición de esa misma cosa? ¿Y este continuo pasar «de la potencia al acto», empleando la expresión técnica que santo Tomás había tomado de Aristóteles, no supone que el más existe en alguna parte? Porque, de hecho, el nacimiento en la existencia de alguna cosa supone una intervención. Ahora bien, no soy yo la fuente de ese más, yo no soy la fuente de la existencia del valor. Es necesario, por lo tanto, que exista, en cierto modo, una anterioridad del más sobre el menos, para que el menos pueda llegar al más. En otros términos, que de la no existencia nunca podrá salir la existencia. Para que de lo que no existe pueda surgir la existencia, es necesario que la existencia sea primero, es necesario que el más exista antes.

Y todo esto nos conduce a la afirmación fundamental de que el punto de partida de todas las cosas no es la nada, sino el ser, que lo que es original es la plenitud. Es una afirmación formidable y magnífica y que hemos encontrado ya en otros planos. Es decir, que la bondad, la belleza son el ser mismo, que lo real es la plenitud, y cuando decimos que Dios existe lo que estamos afirmando es esta realidad. Nosotros participamos de una manera deficiente en esta plenitud, pero esta plenitud es la realidad. En otras palabras, el ser no es, como dice Sartre, esa opacidad absurda contra la que me voy a estrellar, sino que el ser, es decir, el fondo profundo de las cosas, es, por el contrario, la plenitud de amor, plenitud de belleza, y plenitud de alegría. Y lo es, precisamente, porque la realidad es aquello en lo que yo puedo participar y poco a poco ir abriéndome a ella. Nos encontramos en presencia de una primera reflexión perfectamente inteligente y perfectamente lógica, desde el momento en que se supera el simple plano de un análisis de las relaciones entre los fenómenos y se reflexiona sobre sus condiciones de existencia.

Una prueba complementaria es la de la finalidad. El punto de partida ya no es aquí el hecho de que, para que algo exista, y en particular para que se dé una verdadera adquisición de valor, es necesario que este valor preexista, sino la comprobación, cuando considero el movimiento y en particular el movimiento total, el movimiento cósmico, de algo que santo Tomás no pudo en su tiempo ver plenamente, pero que un hombre como Teilhard puede ver mejor, y que consiste en que a través de toda la historia de la evolución cósmica, del mundo inanimado, del mundo animado y del mundo del hombre, se forma como un movimiento inteligente y dirigido hacia algo.

También a esto podemos presentarle nuestras objeciones; se puede decir perfectamente: el mundo no es más que una absurda comedia, todo está totalmente desprovisto de sentido y no va a ninguna parte. Pero un hombre como Teilhard, en cuanto sabio y al mismo tiempo en cuanto filósofo, responde que no tenemos derecho a afirmar eso, porque contradice a lo real, es contrario a los datos de la ciencia, contrario a la reflexión seria sobre la ciencia. No tenemos el derecho de decir cualquier cosa; y eso no porque nos obliguen por una coacción exterior, sino porque hay datos de hecho a los que nuestra inteligencia tiene que adherirse. Y la idea de que precisamente se puede pensar cualquier cosa es una de las posiciones más contrarias a la realidad misma de la vida y de la inteligencia, que nos obliga a tener en cuenta ciertos datos.

Ahora bien, esta especie de imantación del movimiento cósmico en su totalidad se orienta en un determinado sentido, es decir en el sentido de la profundización, en el sentido de lo más complejo y finalmente en el sentido del espíritu y del amor en cuanto constitutivos de la persona. En la medida en que a partir del mundo inanimado, pasando por el mundo de la vida se desemboca en el mundo del espíritu, es evidente que hay algo que tiene un sentido. Ahora bien ¿adónde puede ir precisamente la persona sino hacia un universo personal? Si verdaderamente es la realidad de la persona lo que se presenta como el punto de convergencia de la totalidad del mundo cósmico, lo que por lo tanto es absolutamente real, es esa realidad personal y que en el polo de atracción de todo ese movimiento, podamos ver con Teilhard ese punto omega que constituye la vida personal en su plenitud y a esto es precisamente a lo que llamamos Dios. Si todo el movimiento cósmico no está atraído e imantado por algo que le dé su sentido, ese movimiento estaría totalmente desprovisto de significado. Pero entonces sería absolutamente imposible el comprender como este movimiento presenta de hecho un orden.

Últimamente se ha partido de la misma existencia. Es decir que el punto de partida es un dato absolutamente elemental, a saber que existir es algo distinto de ser una cosa. Por ejemplo una flor existe, y sin embargo el existir no entra en su definición de flor que comporta simplemente un determinado número de caracteres. De la misma manera, en el hombre, el existir no forma parte de su misma existencia. La esencia de un hombre consiste en ser un ser compuesto de alma y cuerpo, que tiene un determinado número de propiedades, pero el hecho de existir no forma parte de su misma existencia, lo que nos hace comprobar que en todo lo que existe hay dos cosas, lo que es —lo que llamamos su esencia— y por otra parte el hecho de que existe.

Pues bien, partiendo de este hecho de existir comienza a reflexionar el espíritu. El espíritu se pregunta qué es eso de existir, qué es esa realidad absolutamente primera y sin embargo misteriosa, que es otra cosa que el ser una cosa y que se añade a lo que es ser tal o tal cosa. Por otra parte existir es algo absolutamente real. Por consiguiente estamos en un punto de partida absolutamente cierto, porque si hay algo de que estemos ciertos, es de nuestra propia existencia. Contra esto objetará Descartes que es precisamente porque yo pienso por lo que estoy seguro de que existo, y no porque estoy seguro de que existo mi pensamiento tiene un sentido. Pero no importa. Todo esto supone un análisis ulterior. Lo importante es partir de este hecho primero, de esta realidad de existir y de caer en la cuenta de que este «existir» no forma parte de la esencia de ninguna cosa, pero que sin embargo es algo absolutamente real. Por lo tanto es absolutamente necesario que exista un ser cuya existencia sea su misma esencia; que sea la existencia, el mismo existir. Es decir que el existir sea lo propio de un nivel, lo propio de una esfera, lo propio últimamente de un ser.

En realidad este proceso es finalmente el que sigue también santo Tomás. Gilson ha demostrado perfectamente que el pensamiento de santo Tomás era esencialmente un existencialismo, en la medida en que parda de la existencia particular para alcanzar el existir absoluto. Es decir que finalmente, más allá de todas las formas de existir particulares, hay una realidad misteriosa que es el mismo existir. Y este es evidentemente un orden de realidad suprema, más allá de todo, y últimamente la fuente de todo. En este punto, la reflexión filosófica alcanza realmente el fondo mismo de lo que se ha llamado ontología, es decir la ciencia del ser, pero del ser entendido como el ser existente, como ser real. Alcanzamos en este punto el fondo mismo de la realidad. Como ya lo hemos hecho observar con frecuencia, la revelación cristiana nos hará franquear en este punto una última y suprema etapa al mostrarnos que este existir tri-personal, es decir que el ser, el existir absoluto es amor, y que en este sentido el absoluto y el amor son finalmente la misma cosa.

Pero este es un proceso en el que únicamente la revelación cristiana nos puede introducir. Lo que la metafísica, en su proceso absolutamente fundamentado y sólido, nos puede dejar establecido, es que, más allá de todas las formas de existir particulares, hay una forma de existir absoluta que es la fuente de la existencia para todo lo que existe. Es decir, que de mí mismo puedo dar razón de lo que soy, pero no de que yo existo. Mi existencia es algo que se me ha dado. Existe por lo tanto una fuente del existir. Sólo quiero decir, que mi esencia da razón de lo que soy en lo que forma parte de su misma definición, ser un hombre, tener inteligencia, tener corazón, tener cuerpo, pero no de esa realidad última por la que esa esencia existe realmente. Ahí nos encontramos verdaderamente con lo que es la ontología, es decir la forma suprema del pensamiento cuando alcanza la realidad del existir en su último fondo que es el mismo hecho de ser real, de estar puesto en la existencia. Yo no existo en virtud de lo que soy, sino que lo que soy existe, porque se le ha dado el existir.

Es evidente que nos encontramos aquí con una experiencia fundamental. Yo no soy por mí mismo la fuente de mi existencia, y sin embargo es cierto que yo existo. Es cierto que yo existo, y es cierto que no soy por mí mismo la razón de mi existencia. Y, sin embargo, es necesario que el hecho de que yo existo tenga su raíz en alguna parte y en algo que sea del orden de la misma existencia, es decir en el hecho de estar puesto en la realidad. En este sentido Dios se nos presenta últimamente como la realidad absoluta de la que toda realidad participa en una medida restringida.

Observemos que precisamente lo que es propio de este proceso que nos conduce hasta Dios es que parte de lo real existente, y no simplemente de una necesidad lógica. Es una reflexión sobre mi existencia y sobre las condiciones de mi existencia. Naturalmente que todo esto se puede pasar por alto, se puede despreciar. Podemos permanecer encerrados en el orden de los hechos y de las causas segundas. Pero lo que hacemos entonces es disolver el problema en una serie de encadenamientos secundarios sin alcanzar nunca su verdadera raíz. Alcanzar esta raíz nos hace cambiar el plano, pasar del plano de las cosas que no son más que contingentes al plano de lo que da una razón y una justificación a esas cosas contingentes. Y es la razón por la que la existencia de Dios se impone a todo espíritu que reconoce honestamente lo que son las cosas y que reflexiona correctamente sobre este dato.