LOS MISTERIOS DE CRISTO EN LA VIDA DE LA IGLESIA

EL MISTERIO PASCUAL



VIII. «ALMA CRISTIANA, AL SALIR DE ESTE MUNDO.»
El misterio pascual en la muerte
1. De la espera de la parusía a la doctrina de los Novísimos 
2. La muerte en la consideración sapiencial 
3. La muerte en la consideración pascual
4. El cristiano ante la muerte 
5. «¿Crees esto?
6. La pedagogía de la muerte
7. La muerte, predicador cristiano 
8. Nacidos para poder morir 

 

VIII 

«ALMA CRISTIANA,
AL SALIR DE ESTE MUNDO...»


El misterio pascual en la muerte


«Hay otra figura en la salida de Egipto -escribe Origenes- que se 
realiza cuando el alma deja las tinieblas de este mundo y la ceguera de 
la naturaleza corporal y es trasladada a ese otro mundo designado, en 
el caso de Lázaro, como "seno de Abraham" (Lc 16, 22) y, en el caso 
del ladrón que creyó cuando estaba en la cruz, como "paraíso" (Lc 23, 
43)»1. En otras palabras, después de haber pasado «de los vicios a la 
virtud» y de la exterioridad a la interioridad, hay un último tránsito que 
se debe realizar, una última Pascua que consiste en pasar fuera del 
cuerpo y fuera del mundo. Se trata de un último «mar Rojo» que debe 
ser atravesado: el mar Rojo de la muerte. Una oración que se suele 
recitar en el lecho de los moribundos, recuerda este significado de la 
muerte como si se tratara de una «Pascua» o de un «éxodo>>: «Alma 
cristiana, al salir de este mundo...» 

1. De la espera de la parusía a la doctrina de los Novísimos 
PAS/PARUSIA: Veamos ahora de qué forma la muerte, nuestra 
muerte, entra por derecho propio en el estudio del misterio pascual. 
Desde el principio se observa en la Pascua cristiana un fuerte 
componente escatológico que toma la forma de una intensa espera de 
la vuelta definitiva de Cristo. A la pregunta tradicional: «¿Por qué 
velamos esta noche?», un autor de principios del siglo III respondía de 
esta forma: «La razón es doble: porque en ella Cristo recibió la vida 
después de su Pasión y porque en ella recibirá, un día, el reino del 
mundo» 2. El pensamiento de la parusía estaba tan vivo en la 
celebración de la vigilia pascual que, según san Jerónimo, el obispo no 
tenía derecho a despedir al pueblo antes de la media noche, porque 
hasta esa hora existía siempre la posibilidad de que viniera el esposo; 
es decir, existía la posibilidad de que tuviera lugar la parusía3. Se 
pensaba que también la última noche del mundo, al igual que la 
primera, habría tenido lugar en tiempo de Pascua. 
Sin embargo, es necesario advertir que la espera de la parusía 
nunca fue el contenido principal de la Pascua cristiana -como, por el 
contrario, algunos han sostenido-, ni tampoco lo fue nunca el recuerdo 
de la creación, presente también en la liturgia de la fiesta. En Pascua 
los cristianos se reunían, ante todo, para conmemorar la muerte y 
resurrección de Cristo, el cumplimiento de la obra de la salvación; y no 
para esperar o anticipar su venida. El contenido principal de la fiesta 
ha sido siempre histórico y conmemorativo, si bien el clima que reinaba 
era escatológico. 
Con el paso del tiempo, se advierte una evolución. De la escatología 
se pasa a la anagogia. En cierto sentido, el movimiento se invierte: la 
idea de la venida del Señor a nosotros, se sustituye poco a poco por la 
idea de nuestra ida hacia él; su vuelta definitiva a la tierra, se sustituye 
por nuestra ida al cielo. Paralelamente, la escatología individual o del 
«alma», se impone sobre la escatología general o de la «Iglesia». 
Paulatinamente se va perdiendo la perspectiva del «cuándo» tendrá 
lugar la vuelta del Señor, manteniéndose en cambio esa otra 
perspectiva esencial de «que» tendrá lugar una vuelta del Señor. Lo 
que mantiene despierto en los cristianos ese característico sentido de 
urgencia y de inminencia y, por consiguiente, de vigilancia, ya no es la 
espera de la parusía, sino los que más tarde serán llamados los 
Novísimos. La misma vigilia pascual se convierte en símbolo de la vida 
eterna: «Así, pues, en esta vigilia -dice san Agustín- celebramos ahora 
el recuerdo de aquella noche que daba comienzo al día del Señor y 
pasamos en vela la noche en que el Señor resucitó. La vida de que 
poco antes hablaba, en la que no habrá ni muerte ni sueño, la incoó él 
para nosotros en su carne, que resucitó de entre los muertos de forma 
tal que ya no muere ni la muerte tiene dominio sobre ella» 4. 
No se trató de un simple remedio, sino de una maduración en la fe. 
Se ha escrito, muy justamente, que todo este proceso de 
transformación de la escatología, «no se llevó a cabo por razón del 
desengaño sufrido por la no llegada de la parusí de Cristo. sino más 
bien tuvo lugar en el marco de un entusiasmo de cumplimiento, el cual 
transforma el eschaton que debemos aguardar en el presente de la 
eternidad, tal como es experimentado en culto y en espíritu» (J. 
Moltmann). 
BI/4-SENTIDOS: Como siempre, la tradición de la Iglesia fue el 
ámbito donde esta evolución se realizó y el lugar donde se ha 
conservado su memoria. Ésta ha recogido todo este contenido de la 
Escritura que se refiere al cumplimiento final de la salvación, en un 
«sentido» particular, llamado anagogia, como un tercer aspecto o nivel 
de la lectura espiritual, junto con el tipológico y el moral. El medioevo 
sintetizó esta doctrina de los cuatro sentidos de la Escritura en el 
célebre dístico: 

«La letra dice lo que ha acontecido, 
la alegoría lo que hay que creer. 
La moral dice qué hay que hacer, 
la anagogia a dónde hay que tender» 5. 

Aplicando este esquema a la Pascua, dice un autor medieval con 
perfecta coherencia: «La Pascua puede tener un significado histórico, 
alegórico, moral y anagógico. Históricamente, la Pascua tuvo lugar 
cuando el ángel exterminador pasó por Egipto; alegóricamente, cuando 
la Iglesia, en el bautismo, pasa de la infidelidad a la fe; moralmente, 
cuando el alma, a través de la confesión y de la contrición, pasa del 
vicio a la virtud; anagógicamente, cuando pasamos de la miseria de 
esta vida a los gozos eternos» 6, 
PAS/ESCATOLOGIA: La escatología sobrevive, por tanto, en la 
conciencia cristiana y en la liturgia de la Pascua, en forma de una 
orientación constante a las cosas de allá arriba (cfr. Col 3, 1), de una 
orientación a la Pascua eterna, como un recuerdo permanente del 
propio final y del propio fin. Traducido literalmente, anagogia indica, en 
efecto, la tendencia hacia lo alto. 
He antepuesto estas breves observaciones, para mostrar desde qué 
aspecto y de qué forma el primero de los Nov(simos -la muerte- entra 
en un estudio del misterio pascual, porque precisamente es de ella de 
la que queremos ocuparnos a partir de este momento. Por otra parte, 
veremos también a continuación que no es éste el único motivo por el 
que la muerte forma parte del misterio pascual; hay todavía otro mucho 
más profundo e intrínseco. 
2. La muerte en la consideración sapiencial
MU/PEDAGOGA: Hay dos modos de considerar la muerte: un modo sapiencial que la Biblia tiene en común con otras realidades como la filosofía, las religiones, la poesía; y un modo mistérico o pascual, que es propio y exclusivo del cristianismo. En el primer modo tenemos una muerte pedagoga; en el segundo una muerte mistagoga, es decir, una muerte que nos introduce en el misterio y es, ella misma, parte del misterio cristiano. Al igual que la gracia presupone la naturaleza y la trasciende sin negarla, así también la consideración mistérica o pascual de la muerte ilumina y supera a la natural, pero sin hacerla por eso inútil. Las dos perspectivas guardan entre sí la misma relación que el Antiguo y el Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento nos ofrece una visión sapiencial de la muerte; el Nuevo Testamento una visión mistérica, cristológica y pascual. 
MU/PERVA-SAPIENCIAL: Consideramos ahora, pues, la muerte 
ante todo desde una perspectiva sapiencial. Decía que el Antiguo 
Testamento nos ofrece una visión esencialmente sapiencial de la 
muerte. En efecto, de ella se habla directamente sólo en los libros 
sapienciales de la Biblia: Job, Salmos, Qohelet, Sirácida y Sabiduría. 
Todos estos libros dedican una notable atención al tema de la muerte. 
«Enséñanos a contar nuestros días -dice un salmo-, para que entre la 
sabiduría en nuestro corazón» (Sal 90, 12). Solamente en el libro de la 
Sabiduría, que entre los escritos sapienciales es uno de los más 
recientes, la muerte comienza a ser esclarecida por la idea de una 
retribución ultraterrena. 
MU/AGUSTIN: Decía que, desde este punto de vista, las respuestas 
de la sabiduría bíblica no difieren esencialmente de las respuestas de 
las otras sabidunas profanas. Para Epicuro la muerte es un falso 
problema. «Cuando estoy yo -decía-, no existe la muerte; cuando está 
la muerte, no existo yo». Ésta, por tanto, no nos concierne. Basta no 
pensar en ella. Cuando nace un hombre -decía san ·Agustín-san - se 
hacen muchas hipótesis: quizá será hermoso o feo; tal vez será rico o 
pobre; puede ser que viva mucho tiempo o puede que no... Pero de 
ninguno se dice: quizá muera o tal vez no. Esta es la única cosa 
absolutamente cierta en la vida. Cuando sabemos que uno está 
enfermo de hidropesía (entonces era ésta la enfermedad incurable, 
hoy lo son otras) decimos: «pobrecillo, tiene que morir; está 
condenado, no hay remedio». Pero ¿acaso no deberíamos decir lo 
mismo del que nace? «Pobrecillo, tiene que morir, no hay remedio, 
Está condenado!» ¿Qué diferencia existe si es en un tiempo un poco 
más largo o lo es en un tiempo más breve? La muerte es la 
enfermedad mortal que se contrae al nacer7. Quizá mejor que una vida 
mortal, la nuestra habría que considerarla como una «muerte vital»; un 
vivir muriendo 8. 
Este último pensamiento ha sido recogido, en clave secularizada, 
por Heidegger, que ha hecho de la muerte, con pleno derecho, objeto 
de la filosofía. Definiendo la vida y el hombre como 
«un-ser-para-la-muerte»9, este filósofo existencialista hace de la 
muerte no un incidente que pone fin a la vida, sino la misma esencia de 
la vida; aquello de lo que está hecha. Vivir es morir. El hombre no 
puede vivir sin quemar o acortar la vida, sin morir a cada instante. Vivir 
para la muerte significa que la muerte no es sólo el final, sino también 
el fin de la vida. Se nace para morir, no para otra cosa. Es el vuelco 
más radical de la visión cristiana de la muerte, según la cual el hombre 
es un ser para la eternidad. 
En tiempos recientes una nueva sabiduría, desconocida para los 
antiguos, se ha ocupado de la muerte: la psicología. Hay psicólogos 
que ven en el «rechazo a la muerte» el verdadero resorte de todo el 
obrar humano, del cual incluso el instinto sexual, puesto por Freud en 
la base de todo, no sería más que una de sus manifestaciones10. 
Pero quizá sigan siendo los poetas quienes digan las palabras de 
sabiduría más sencillas y más verdaderas sobre la muerte. Uno de 
éstos ha descrito la situación y el estado de ánimo del hombre frente al 
misterio de la muerte y a su muda e inevitable necesidad con estos 
cuatro escasos versos: 
Se está
como en otoño 
sobre los árboles 
las hojas (G. Ungaretti). 

Lo terrible de toda esta sabiduría humana sobre la muerte es que 
no consuela, no elimina el miedo. Es como el sol invernal que ilumina 
pero no calienta y no disuelve el hielo. Todas las culturas y las distintas 
épocas se han situado ante la muerte como delante de un enigma que 
no se consigue resolver y que se extiende por todas partes; un enigma 
que se trata de leer desde todas las direcciones posibles, un enigma 
que se formula en voz alta con la esperanza de encontrar la clave para 
solucionarlo. Pero estamos ante un enigma especial: se trata de un 
misterio que no espera. Antes de que tú llegues al fin, es el fin quien 
llega hasta ti y te barre. Se parece a aquel que le gustaría estudiar el 
movimiento de las olas del mar manteniéndose sobre una tabla en 
equilibrio, encima de una de estas olas: antes de que haya terminado 
de prepararse y colocarse, la ola ya lo ha empujado a la playa. 

3. La muerte en la consideración pascual
MU/PERVA-PASCUAL: También en el Nuevo Testamento 
encontramos palabras «sapienciales» sobre la muerte que, en general, 
recuerdan las del Antiguo Testamento. El grito de Dios al hombre rico: 
¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que 
preparaste, ¿para quién serán? (/Lc/12/20) está tomado del Qohelet y 
del Sirácida (cfr. Si 11, 19; Qo 2, 21). Pero no es ésta la novedad. Si 
Jesús se hubiese limitado a hacer sólo esto, la situación de los 
hombres ante la muerte no habría cambiado mucho. Cuando él muere 
por nosotros en la cruz, cuando «uno muere por todos», las cosas 
cambian radicalmente y la misma muerte se convierte en una cosa 
nueva. Jesús había hablado de su muerte como de un «éxodo» 
pascual (cfr. Lc 9, 31) y Juan orienta todo su evangelio de forma que 
aparezca claro que la muerte de Cristo sobre la cruz es la nueva 
Pascua. El evangelista crea incluso una nueva acepción de la palabra 
«Pascua» para hacerle significar la muerte de Cristo: La Pascua es «su 
hora de pasar de este mundo al Padre» (cfr. Jn 13,1). Pascua y muerte 
de Cristo son, pues, dos realidades tan íntimamente unidas como para 
hacer que los primeros cristianos considerasen, como ya hemos dicho, 
que el término Pascha derivase de passio, o sea, de pasión, y se 
llamase así a causa de la muerte de Cristo. 
Pero no es sólo el nombre de la muerte el que cambia, sino también 
su naturaleza. El hombre nace para morir, nos ha dicho el filósofo. Esta 
frase que, como hemos visto, si la tomamos al pie de la letra es la 
antítesis exacta de la visión cristiana, leída con ojos creyentes aparece 
ante nosotros como la perfecta formulación del misterio cristiano. De 
Cristo se ha dicho, efectivamente, que él «nació para poder morir por 
nosotros»11. Dios se ha revestido de una carne mortal para luchar con 
ella y vencer contra la muerte. La muerte -decían los padres de la 
Iglesia- se ha unido a Cristo, lo ha devorado como estaba 
acostumbrada a hacer con todos los hombres; pero no ha podido 
«digerirlo» porque en él estaba Dios y así ha quedado muerta. «Quien 
por su espíritu no podía morir, acabó con la muerte homicida»12. La 
liturgia, tanto la oriental como la latina, ha sintetizado esta visión 
dramática de la redención en un versículo que nunca se cansa de 
repetir durante el tiempo pascual: «Muriendo ha destruido la muerte». 
J/RS/VTR-3-MUROS: La muerte humana ya no es la misma de 
antes. Un hecho decisivo ha intervenido. En la fe se acepta la increíble 
novedad que sólo la venida de un Dios en la tierra podía provocar. 
Ésta ha perdido su aguijón, como una serpiente cuyo veneno tan sólo 
puede dormir a la víctima durante alguna hora, pero no es lo 
suficientemente fuerte como para matarla. La muerte ha sido devorada 
en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh 
muerte, tu aguijón? (/1Co/15/55). Ha sido abatido el último muro. Entre 
Dios y nosotros se alzaban tres muros de separación: el de la 
naturaleza, el del pecado y el de la muerte. El muro de la naturaleza 
fue abatido en la encarnación, cuando la naturaleza humana y la 
naturaleza divina se unieron en la persona de Cristo; el muro del 
pecado fue abatido en la cruz, y el muro de la muerte en la 
resurrección. La muerte ya no es un muro ante el cual todo se rompe, 
sino que se ha convertido en una puerta, un paso; es decir, se ha 
convertido literalmente en una Pascua. Un «mar Rojo» gracias al cual 
se entra en la tierra prometida. 
En efecto, Jesús no murió sólo para sí mismo; no nos ha dejado tan 
sólo un ejemplo de muerte heroica, como hizo Sócrates, sino que 
realizó algo bien distinto. Uno murió por todos, todos por tanto murieron 
(2 Co 5, 14). Jesús gustó la muerte para bien de todos (Hb 2, 9). 
Afirmación extraordinaria, que si no nos hace gritar de alegría es sólo 
porque no la tomamos bastante en serio ni lo suficientemente en 
sentido literal como merece. Repito: ¡Dios está de por medio! Jesús 
puede hacer esto porque también es Dios. Y sólo él puede hacerlo. 
Bautizados en la muerte de Cristo (cfr. Rm 6, 3), hemos entrado en una 
relación real, si bien mística, con dicha muerte; nos hemos hecho 
partícipes, tanto que el Apóstol tiene el valor de proclamar en la fe: 
habéis muerto (Col 3, 3). Y dado que nos pertenecemos antes a Cristo 
que a nosotros mismos (cfr. /1Co/06/19-20), se deduce que, 
inversamente, lo que es de Cristo nos pertenece más que lo que es 
nuestro. Su muerte es más nuestra que nuestra propia muerte. San 
Pablo alude, tal vez, a este significado cuando les dice a los cristianos: 
«El mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro, todo es vuestro; y 
vosotros, de Cristo. (cfr. I Co 3, 22-23). ¡La muerte es nuestra más de 
lo que nosotros somos de la muerte! 
MU/BIEN-AMBROSIO: También nuestra muerte, pues, no sólo la de 
Cristo, se ha convertido en Pascua. San Ambrosio escribió una 
pequeña obra titulada Sobre el bien de la muerte (De bono mortis) y ya 
el título es lo suficientemente significativo del cambio que ha tenido 
lugar. En dicha obra, escribe entre otras cosas: «La muerte de Cristo 
es, pues, como la transformación del universo. Es necesario, por tanto, 
que también tú te vayas transformando sin cesar: debes pasar de la 
corrupción a la incorrupción, de la mortalidad a la inmortalidad, de la 
turbación a la paz. No te perturbe, pues, el oír el nombre de la muerte, 
antes bien, deléitate en los dones que te aporta este tránsito feliz»13. 
Como vemos, aplica a la muerte la misma definición que, en otro lugar, 
da a la Pascua. Como queriendo decir: ¡Se le llama muerte, pero se 
trata de una Pascua! 
Nuestra muerte, por tanto, no entra en la esfera del misterio pascual 
tan sólo como el primero de los Novísimos, sino que lo hace, sobre 
todo, por un motivo más profundo e intrínseco. No sólo por lo que hay 
delante de ella, sino también por lo que está detrás. No sólo por vía de 
la escatología, sino también por vía de la historia. La muerte ya no sólo 
es una terrible pedagoga que enseña a vivir, una amenaza y un 
poderoso medio de persuasión; se ha convertido en una muerte 
mistagoga, un camino para penetrar en el corazón del misterio 
cristiano. El cristiano que muere puede decir con toda verdad: 
«Completo en mi carne lo que falta a la muerte de Cristo», y también: 
«No soy yo el que muere, es Cristo quien muere en mí». 

4. El cristiano ante la muerte
CR/MU: Dejemos ahora los principios, y pasemos a considerar las 
realizaciones prácticas. ¿Cómo han vivido los cristianos la novedad 
traída por Cristo, su victoria sobre la muerte? Ni puedo ni sabría hacer 
una reseña exhaustiva de ello. Una cosa, sin embargo, puedo hacer, y 
es la que más cuenta ahora: pensar en cómo yo mismo he tomado la 
muerte, cómo me ha sido transmitida en el ambiente cristiano en el que 
he nacido y crecido, e invitar al lector a hacer lo mismo. 
Todos tenemos recuerdos indelebles de lo que en un tiempo 
constituía la «ritualización» de la muerte, en la familia y en la Iglesia: 
cantos, ritos, costumbres. La muerte se revestía de una solemnidad 
que le era propia. No era, ciertamente, una muerte trivializada. Más 
tarde, sin embargo, me di cuenta de lo que faltaba en esta visión de la 
muerte, desde el punto de vista propiamente cristiano. Ésta era, en 
buena parte, la herencia religiosa del seiscientos y del setecientos; una 
época que dio a la Iglesia muchos santos y que, ciertamente, no hay 
que despreciar; pero una época también que, en muchos puntos, 
había perdido el contacto vivo con la palabra de Dios y por ello 
quedaba muy empobrecida. La visión predominante de la muerte no 
era su aspecto mistérico, sino el sapiencial. La muerte era concebida 
esencialmente como una maestra de vida, como un poderoso medio de 
persuasión ante los vicios o una pedagoga severa. El gusto por lo 
macabro, a pesar de no ser nuevo en el arte, ahora se desbordaba en 
formas bien contrarias a todo lo artístico: criptas abiertas al público y 
que podían visitarse, con huesos de muertos dispuestos artísticamente 
y calaveras por todas partes. Todos los cuadros de los santos, 
pintados en este período, tienen una calavera, incluso los de san 
Francisco de Asís que había llamado «hermana» a la muerte. Éste es 
una especie de criterio de datación de un cuadro. Lo macabro 
dominaba sobre todo en los libros de meditación sobre la muerte. 
Casi todos nosotros hemos asistido personalmente a la crisis y a la 
rápida desaparición de este tipo de religiosidad sobre la muerte. 
Contra ella han apuntado los dardos de la cultura no creyente, marxista 
o no: «Los cristianos piensan en la muerte en lugar de pensar en la 
vida. Están más proyectados en el más allá que en este mundo y en 
sus necesidades. Son infieles a la tierra. ¡Malgastan en el cielo los 
tesoros destinados a la tierra!» O bien: «¡La Iglesia se sirve del miedo 
a la muerte para subyugar las conciencias!» 
Así, poco a poco, lo que sucedió con la idea de eternidad ha 
sucedido también con la idea de la muerte: prohibida por la predicación 
cristiana. Una bandera arriada. Se trata de una constatación común: ya 
no se habla de los Novísimos. Hay una especie de mala conciencia, se 
siente un malestar que paraliza. La cultura secular y laica, por su parte, 
ha elegido la vía de la eliminación del pensamiento sobre la muerte; ha 
hecho de él un tabú. No se debe hablar de la muerte en público entre 
«gente de bien». Al no tener ninguna respuesta válida que dar 
referente a ella, ha elegido la vía del silencio; más aún, la conjura del 
silencio.
Como sucede siempre, también esta vez la crisis del valor cristiano 
tiene una doble causa: una externa proveniente de los ataques de la 
cultura secular, y otra interna debida al ofuscamiento del modo de vivir 
y de anunciar dicho valor. La vuelta y la renovación de una auténtica 
predicación cristiana sobre los Novísimos, y en particular sobre la 
muerte, no puede consistir, evidentemente, en un volver a las formas 
de un determinado tiempo, a aquella espiritualidad heredada del 
seiscientos y del setecientos. Ciertamente, hay que salvar todo lo que 
en esa espiritualidad había de bueno y de eficaz, pero hay que 
enmarcarlo en un nuevo contexto que responda a la conciencia de la 
Iglesia de hoy. 
La Constitución del Vaticano II sobre la liturgia hace una breve pero 
muy importante anotación al ordenar: «El rito de las exequias debe 
expresar más claramente el sentido pascual de la muerte cristiana»14. 
A continuación, nos pusimos manos a la obra para encontrar aquella 
visión que he llamado mistérica y pascual de la muerte. El nuevo Ritual 
de Exequias tiene una introducción que empieza así: «La liturgia 
cristiana de los funerales es una celebración del misterio pascual de 
Cristo el Señor». Los prefacios y las oraciones de difuntos se 
esfuerzan por traducir en la práctica este mismo espíritu. En la 
constitución sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, Gaudium et 
spes el Concilio dedica una atención particular al problema de la 
muerte y trata de dar una respuesta, basada en el misterio pascual 
cristiano, a las inquietantes preguntas que el hombre, desde siempre, 
se hace frente a ella. 
A estos principios han seguido, en algunos casos, también frutos 
maravillosos. Es cada vez menos raro, en ambientes y comunidades de 
fe viva, la experiencia de funerales que se van transformando, poco a 
poco, en auténticas liturgias pascuales, con todos los signos que la 
caracterizan: el canto del aleluya, la serenidad y la fiesta. Cuando se 
asiste a este tipo de funerales, nos parece ver realizadas las palabras 
de san Pablo: «La muerte ha sido transformada en victoria» (cfr. 1 Co 
15, 55). Y esto sucede incluso cuando se trata de muertes trágicas de 
jóvenes. Tenemos entonces un formidable testimonio cristiano, una 
verdadera epifanía de la fe. 

5. «¿Crees esto?» 
PD/MARTILLO: Pero todavía no podemos considerarnos 
satisfechos, pues las celebraciones que he recordado son todavía 
excepciones. Faltan hoy aquellos signos y aquellas palabras que, en 
otro tiempo, transmitían toda una visión por sí solos y la grababan de 
forma indeleble en la mente. Quizá esto ni siquiera sea ya posible. 
Entonces, cuando yo todavía era un muchacho, aquellas palabras eran 
casi las únicas que resaltaban por encima de las palabras de todos los 
días, las únicas oídas o cantadas juntos. La gente llegaba del trabajo a 
la iglesia con oídos vírgenes. Ahora vivimos asediados por multitud de 
palabras, músicas, imágenes... Ninguna es capaz de resistir demasiado 
tiempo en nuestra mente, sino que se aplastan unas a otras 
rápidamente. Vivimos en una nueva cultura en la que también debemos 
anunciar el Evangelio sin esperar que cambie. ¿De qué medio 
disponemos? Una vez más tenemos el anuncio, el ministerio de la 
Palabra. La Palabra de Dios, efectivamente, no ha dejado de ser 
«como el fuego, y como un martillo que golpea la peña» (cfr. 
/Jr/23/29). Nunca ha dejado de distinguirse de las palabras humanas ni 
de ser más fuerte que éstas. 
¿Qué debemos anunciar a los demás y a nosotros mismos? 
«Anunciamos tu muerte, Señor», decimos en la misa inmediatamente 
después de la consagración. Cuando se trata de la muerte, lo más 
importante para el cristianismo no es el hecho de que tengamos que 
morir, sino el hecho de que Cristo ha muerto. El cristianismo no 
necesita abrirse camino mediante el miedo a la muerte. Jesús ha 
venido para liberar a los hombres del miedo a la muerte, no para 
acrecentarlo. El Hijo de Dios -se lee en la carta a los Hebreos- asumió 
nuestra carne y nuestra sangre para aniquilar mediante la muerte al 
señor de la muerte, es decir, al Diablo y libertar a cuantos por temor a 
la muerte estaban de por vida sometidos a esclavitud (/Hb/02/14-15). 
Es un terrible error, una reprobable tergiversación, que se haya 
llegado a pensar lo contrario. Nunca se predica suficientemente sobre 
este aspecto. 
Debemos crear también en nosotros certezas de fe elementales, 
pero enraizadas en lo esencial, para transmitirlas a los demás no como 
una comunicación de teorías doctrinales, sino como una comunicación 
de vida. Si Jesús ha muerto por todos, si ha «gustado la muerte en 
favor de todos», esto quiere decir que la muerte ya no es aquella 
incógnita, aquello inexplorado de lo que tanto se habla. Se suele decir: 
se está solo, completamente solo ante la muerte; nadie puede morir en 
mi lugar, cada uno debe atravesar, personalmente y hasta el final, este 
terrible «puente de los suspiros»; es una necedad decir «se muere» 
como si se tratase de un acontecimiento impersonal, porque yo muero 
y basta; y nadie muere conmigo ni tampoco en mi lugar. 
Pero esto ya no es del todo cierto porque ha habido alguien que ha 
muerto en mi lugar. A esto debemos aferrarnos, aquí debemos 
atrincherarnos en la fe sin volvernos atrás frente a cualquier ataque de 
la incredulidad, tanto si proviene de nosotros mismos como si proviene 
de fuera. Si hemos muerto con él, también viviremos con él 
(/2Tm/02/11). Dice este texto: si hemos muerto «con él»; por lo tanto sí 
que es posible morir dos a la vez. 
El problema es el mismo que Jesús le planteó a Marta: ¿Crees esto, 
sí o no? ¡Si hubieras estado aquí!, le dice Marta, y Jesús le responde: 
Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, 
vivirá ... ¿Crees esto? (/Jn/11/21-26). Esto es lo que quiere decir ser 
cristiano, y no otro tipo de connotaciones culturales, políticas o de 
cualquier otra clase; significa estar unido a Cristo para la vida y para la 
muerte. Significa ser miembro de un cuerpo cuya cabeza ha pasado, 
también por ti, a través de la muerte. 
Aquello que hace al hecho de la muerte tan particular es que no se 
lo conoce y no se experimenta; y quien lo experimenta ya no puede 
hablar de él. En efecto, es imposible anticipar la propia muerte, 
domesticarla, dosificarla, hacer un ensayo como en las demás cosas. 
Ella está fuera de nuestras pertenencias. No se la puede neutralizar 
tomándola en pequeñas dosis, como el famoso veneno de Mitrídates. 
Hay que afrontarla toda de una vez, semel, como dice la carta a los 
Hebreos (Hb 9, 27). Se muere una sola vez. 
¡Qué terrible es la seriedad de la muerte!, y sin embargo, incluso 
este aspecto es distinto en Cristo. Él ha gustado la muerte, mi muerte, 
por mí ha ido delante de mí. En la medida en que yo me ensimismo con 
él y crezco en él, me apropio de mi muerte; en cierto sentido, hago un 
ensayo de ella. Puedo decir con san Pablo: «Cada día estoy a la 
muerte: quotidie morior» (1 Co 15, 31). 
El mismo Apóstol ha escrito estas iluminadoras palabras: Ninguno de 
vosotros vive para si mismo; como tampoco muere nadie para si mismo. 
Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. 
Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos (/Rm/14/07-08). 
¿Qué quiere decir? Que, después de Cristo, la máxima contradicción 
ya no es la que existe entre el vivir y el morir, sino la que existe entre el 
vivir para uno mismo y el vivir para el Señor. Si uno vive para el Señor, 
muerte y vida aparecen sólo como dos modos distintos de ser con él: 
primero en el peligro, después en la seguridad. 
MU/REMEDIO-EFICAZ: Así pues, existe un remedio eficaz contra el 
miedo a la muerte. Los hombres, desde que el mundo es mundo, 
nunca han cesado de buscar remedios contra la muerte. Uno de estos 
remedios se llama «la prole»: sobrevivir en los hijos. Otro remedio, 
ligado a la ideología marxista, está en recurrir al «género», o a la 
«especie»: el hombre termina como individuo y como persona, pero 
sobrevive en el género humano que es inmortal. 
REENCARNACION/CASTIGO: En nuestros días se va difundiendo 
cada vez más la creencia en un nuevo remedio: la reencarnación. 
Pero, en realidad, es una necedad. Aquellos que profesan esta 
doctrina como parte integrante de su cultura y religión, es decir, 
aquellos que saben verdaderamente lo que es la reencarnación, saben 
también que ésta no es un remedio ni una consolación, sino un castigo. 
No es una prórroga concedida para gozar, sino para purificarse. Según 
éstos, el alma se reencarna porque todavía tiene algo que expiar, y si 
debe expiar, tendrá también que sufrir. La reencarnación puede servir 
para todo, excepto para infundir consuelo ante la muerte. Existe un 
único y verdadero remedio para la muerte: Jesucristo. Y ¡ay de 
nosotros!, los cristianos, si no lo proclamamos al mundo. 

6. La pedagogía de la muerte
¿Debemos acaso concluir que la consideración sapiencial de la 
muerte ya es inútil, o pensar que ya no tenemos necesidad de la 
muerte pedagoga, habiendo conocido la muerte mistogoga? 
Ciertamente no. La victoria pascual de Cristo sobre la muerte forma 
parte del kerigma. Pero sabemos que el kerigma no anula sino que, 
más bien al contrario, fundamenta la parénesis; es decir, la llamada al 
cambio de vida. 
La consideración sapiencial de la muerte conserva, después de 
Cristo, la misma función que tiene la ley después de la venida de la 
gracia. También ésta sirve para custodiar el amor y la gracia. La ley 
-está escrito- ha sido dada para los pecadores (cfr. 1 Tm 1, 9) y 
nosotros somos todavía pecadores, o sea estamos sujetos a las 
seducciones del mundo y de las cosas visibles, sentimos siempre la 
tentación de «conformarnos al mundo». «En la mañana -exhorta la 
Imitación de Cristo- hazte la cuenta de no llegar a la tarde. Cuando 
descienda la noche, no oses prometerte la mañana»15. Por esta razón, 
los padres del desierto cultivaban el pensamiento de la muerte, hasta 
hacer de él una práctica constante, una especie de signo de la propia 
espiritualidad, y trataban de mantenerlo vivo con todos los medios de 
que disponían. Uno de estos padres del desierto, que trabajaba 
tejiendo lana, tenía la costumbre de dejar caer de vez en cuando, 
simbólicamente, el huso y «poner la muerte ante sus ojos antes de 
recogerlo de nuevo» 16. Estos hombres estaban enamorados del ideal 
de la sobriedad y del pensamiento de la muerte como el más adecuado 
para crear en el hombre ese estado de sobriedad que hace caer las 
falsas ilusiones, la embriaguez y la exaltación vana; y hace penetrar en 
la más absoluta verdad. 
Mirar la vida desde el punto de observación de la muerte, 
proporciona una extraordinaria ayuda para vivir mejor. ¿Estás 
angustiado por problemas o dificultades? Sigue adelante, sitúate en el 
lugar adecuado: mira estos problemas y dificultades desde tu lecho de 
muerte. ¿Cómo te hubiera gustado actuar entonces? ¿Qué importancia 
darías a estas cosas? ¡Haz esto y te salvarás! ¿Tienes alguna 
diferencia con alguien? Miralo desde tu lecho de muerte. ¿Qué te 
hubiera gustado hacer entonces, haber vencido tú o haberte 
humillado? ¿Haber prevalecido sobre alguien o haber perdonado? 
Pero la muerte pedagoga custodia la gracia y está al servicio de la 
muerte-misterio, también de otra forma. En efecto, nos impide 
aferrarnos a las cosas, poner aquí abajo la morada del corazón, 
olvidando «que no tenemos aquí ciudad permanente» (cfr. Hb 13, 14). 
El hombre, dice un salmo, nada ha de llevarse a su muerte, su boato 
no bajará con él (Sal 49, 18). 
MU/VIGILANCIA: La muerte pedagoga nos sirve, además, porque nos enseña la vigilancia, nos enseña a prepararnos. 
En la muerte se realiza la más extraña combinación de dos opuestos: 
certidumbre e incertidumbre. La muerte es, al mismo tiempo, lo más 
cierto y lo más incierto. Lo más cierto es «que» será; lo más incierto 
«cuándo» será. Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora 
(/Mt/25/13). Cualquier momento puede ser «bueno». Cierto día David, 
perseguido por Saúl, soltó una exclamación que siempre quedó 
grabada en mi memoria por la verdad universal que contiene: Por 
Yahvé y por tu vida, que no hay más que un paso entre mí y la muerte 
(/1S/20/03). Es ésta una verdad eterna. Siempre estamos -también 
ahora cada uno de nosotros- a un solo paso de la muerte. Su 
posibilidad está sobre nosotros en todo instante. ¡La muerte está 
detrás de la esquina! ¡Cuántos estarán dando ese paso, seguramente, 
en este mismo momento! Se calcula que millares de personas mueren 
cada minuto y muchos de éstos no pensaban en su propia muerte más 
de cuanto lo estemos haciendo nosotros en este momento... 
La hermana muerte es verdaderamente una buena hermana mayor. 
Nos enseña muchas cosas, si somos capaces de escucharla con 
docilidad. La Iglesia no tiene miedo de enviarnos a «su escuela». En la 
liturgia del miércoles de ceniza hay una antífona con tonos fuertes, que 
todavia suena más «fuerte» en el texto original latino, especialmente si 
se acompaña con el canto gregoriano. Dice así: «Corrijamos aquello 
que por ignorancia hemos cometido, no sea que, sorprendidos por el 
día de la muerte, busquemos, sin poder encontrarlo, el tiempo de hacer 
penitencia». Una cuaresma, un día, una hora, una buena confesión... 
¡Qué distintas serían para nosotros estas cosas en aquel momento! 
¡Cómo preferiríamos entonces todo esto en lugar de cualquier tipo de 
cetros o reinos, en lugar de una larga vida con riquezas; en lugar de la 
salud! 
La muerte mistagoga no expulsa a la muerte pedagoga, sino que la 
busca y la honra; del mismo modo que la gracia no anula la ley, sino 
que la busca y se somete a ella de buen grado, sabiendo que ésta nos 
defiende de nuestro peor enemigo que es nuestra volubilidad y nuestra 
desconsideración. La muerte pedagoga ha hecho incluso santos. Hubo 
en el medioevo un joven brillante y lleno de hermosas esperanzas que, 
mirando un día el cadáver de un pariente, escuchó una voz que salía 
de él: «Yo fui lo que tú eres; tú serás lo que yo soy». Este pensamiento 
sacudió de tal modo a aquel joven mundano, que hizo de él un santo: 
san Silvestre Abad. 

7. La muerte, predicador cristiano
Además de este ámbito espiritual o ascético, pienso en otro en el 
que también tenemos urgente necesidad de la pedagogía de la 
hermana muerte: la evangelización. El pensamiento de la muerte es 
casi la única arma que nos ha quedado para sacudir del sopor en el 
que está inmersa una sociedad opulenta como la nuestra, a la que le 
ha sucedido lo mismo que le sucedió al pueblo elegido cuando fue 
liberado de Egipto: Se sacia, engorda -te has puesto grueso, rollizo, 
turgente- rechaza a Dios, su Hacedor (Dt 32, 15). Cuando en una 
sociedad los ciudadanos ya no sienten freno alguno y ya no son 
retenidas por ningún temor, cuando ya no existe otro medio para 
salvarles del caos ¿qué se puede hacer? Se instituye la pena de 
muerte. No digo que esto sea justo; tan sólo quiero decir que, en un 
sentido distinto, también nosotros debemos restablecer «la pena de 
muerte». Volver a recordar a los hombres esta antigua pena que nunca 
fue abolida: Eres polvo y al polvo volverás (Gn 3, 19). Memento mori: 
¡recuerda que tienes que morir! 
En un momento delicado de la historia del pueblo elegido, dijo Dios 
al profeta Isaías: «¡Grita!». El profeta respondió: «¿Qué he de gritar?», 
y le dijo Dios: Que toda carne es hierba y todo su esplendor como flor 
del campo. La flor se marchita, se seca la hierba, en cuanto le dé el 
viento de Yahvé. La hierba se seca, la flor se marchita (/Is/40/06-07). 
Pienso que también hoy Dios da esta misma orden a sus profetas, y lo 
hace porque ama a sus hijos y no quiere que «como ovejas sean 
llevados al abismo y que los pastoree la muerte» (cfr. Sal 49, 15). 
La muerte es en sí misma un gran predicador cristiano. Predica de 
verdad «en tiempo oportuno e inoportuno». Predica desde cualquier 
ángulo: dentro y fuera de casa, en el campo y en la ciudad, desde los 
periódicos y la televisión. Incluso -como hemos oído en esos pocos 
versos del poeta- con las hojas de los árboles en otoño. Nadie logra 
hacerla callar. Hay que escucharla aunque no queramos. ¡Qué 
formidable aliado tenemos en este predicador con sólo saber 
secundarle, prestarle la voz y reunir un auditorio en torno a él! 
MU/MIEDO: Pero bueno -se dirá- ¿restablecemos, entonces, el 
miedo a la muerte? ¿No vino Jesús para liberar «a los que estaban 
prisioneros por el miedo a la muerte»? Sí. Pero es necesario haber 
conocido este miedo para ser liberados de él. Jesús libera del miedo a 
la muerte a quien lo tiene, no a quien no lo tiene; no libera de este 
miedo a quien ignora alegremente que debe morir. Jesús ha venido a 
meter el miedo a quien no lo tiene y a quitárselo a quien lo tiene. Ha 
venido a enseñar el miedo a la muerte eterna a aquellos que no 
conocían más que el miedo a la muerte temporal. Si los hombres no se 
dejan convencer de que tienen que hacer el bien por amor a la vida 
eterna, que se dejen al menos convencer de huir del mal por miedo a 
la muerte eterna. 
El Apocalipsis la denomina «segunda muerte» (/Ap/20/06). ¿Qué es 
la segunda muerte? Es la única que merece verdaderamente el 
nombre de muerte, porque no es un paso, una Pascua, sino un 
término, un terrible fin de trayecto. Ni siquiera es la pura y simple nada. 
No. Es un precipitarse desesperadamente hacia la nada para escapar 
de Dios y de uno mismo sin poder alcanzarla nunca. Es una muerte 
eterna, en el sentido de un eterno morir, una muerte crónica. Pero no 
se ha dicho nada respecto a su realidad. Tener una ligera idea del 
pecado -ha dicho alguien- forma parte de nuestro ser pecadores. Yo 
digo que tener alguna ligera idea de la eternidad forma parte de 
nuestro ser en el tiempo. Tener una ligera idea de la muerte forma 
parte de nuestro estar todavia vivos. 
Para salvar a los hombres de esta desdicha es por lo que debemos 
volver a predicar sobre la muerte. ¿Quién mejor que Francisco de Asís 
ha conocido el nuevo rostro pascual de la muerte cristiana? Su muerte 
fue verdaderamente un paso pascual, un transitus, y es con este 
nombre como ella es recordada por sus hijos en la vigilia de su fiesta. 
Cuando se sintió cercano a su fin, el Pobrecillo exclamó: «Sea 
bienvenida mi hermana, la muerte»17. Sin embargo, en su Cántico de 
las criaturas, junto a palabras dulcísimas sobre la muerte, conserva 
también algunas de sus palabras más terribles: «Bienaventurados 
-dice- aquellos que acertaren a cumplir tu santísima voluntad, pues la 
muerte segunda no les hará mal. Pero ¡ay de aquellos que mueran en 
pecado mortal!» 
El aguijón de la muerte es el pecado, dice el Apóstol (/1Co/15/56). 
Lo que da a la muerte su más temible poder de angustiar al hombre y 
de darle miedo, es el pecado. Si uno vive en pecado mortal, para él la 
muerte conserva todavía su aguijón, su veneno, como antes de Cristo; 
y por esta razón hiere, mata y envía a la Gehenna. No temáis -diría 
Jesús- a la muerte que puede matar el cuerpo y después de esto ya no 
puede hacer más. Temed más bien aquella muerte que, después de 
matar el cuerpo, tiene poder para arrojar a la Gehenna (cfr. Le 12, 
4-5). Elimina el pecado y habrás eliminado también el aguijón de la 
muerte. 

8. Nacidos para poder morir
Al instituir la eucaristía, Jesús anticipó su propia muerte. Hizo como 
los antiguos profetas con sus «acciones simbólicas» -por ejemplo, 
quebrar una caña-; éstos no sólo preanunciaban lo que iba a suceder, 
sino que lo anticipaban, arraigando el futuro en la historia. También 
Jesús, al partir el pan y distribuir su cáliz, anticipa su muerte, le da el 
sentido querido por él y la vive en la intimidad con sus discípulos, antes 
de ser envuelto por lo que ese acontecimiento supone exteriormente y 
por la multitud vociferante de sus enemigos, que darán una explicación 
bien distinta de aquella muerte. 
Nosotros podemos hacer lo mismo, es más, Jesús ha inventado este 
medio para hacernos partícipes de su muerte, para unirnos a él. 
Participar de la eucaristía es el modo más verdadero, adecuado y 
eficaz de «disponernos» para la muerte. En este sacramento 
celebramos también nuestra muerte y la ofrecemos, día a día, al Padre, 
porque Cristo «ha muerto por todos y por tanto todos han muerto». En 
la eucaristía podemos elevar al Padre nuestro «amén, sí» a lo que nos 
espera, al género de muerte que él disponga para nosotros; aún más, 
podemos hacer que Jesús mismo sea nuestro «amén a Dios» (cfr. 2 Co 
1, 20). En la eucaristía hacemos testamento: decidimos a quién dejar la 
vida, por quién morir. 
Ya he dicho que la definición del hombre como un 
«ser-para-la-muerte» se ajusta perfectamente a Cristo, que ha nacido 
«para poder morir». Pero se ajusta también a los cristianos. ¿Para qué 
nacer si tenemos que morir?, se pregunta el incrédulo. ¿Quién nos ha 
«lanzado y arrojado» a esta existencia nuestra?, se pregunta el filósofo 
existencialista. En la fe encontramos la respuesta. Hemos nacido para 
morir, pero esto, lejos de parecer una condena, parece, por el 
contrario, un privilegio. Hemos recibido la vida como don para tener 
algo único, maravilloso y digno de Dios que poder ofrecerle en 
sacrificio y como don nuestro. ¿Qué otro uso más digno de nuestra 
vida podemos pensar que el de hacer don de ella por amor al Creador 
que nos ama? Podemos hacer nuestras las palabras sobre el pan y el 
vino pronunciadas por el sacerdote en el ofertorio de la misa, diciendo: 
«De tu bondad hemos recibido este don de la vida; te lo presentamos 
para que se convierta en un sacrificio vivo y santo, agradable a ti» (cfr. 
Rm 12, 1). 
Sin embargo, para poder hacer esto necesitamos el Espíritu Santo. 
Está escrito que Cristo se ofrecía a si mismo a Dios «con un Espíritu 
eterno» (Hb 9, 14). Fue el Espíritu Santo quien suscitó en el alma del 
Redentor aquel impulso de autodonación que le llevó a aceptar la 
propia muerte en sacrificio. 
¿Hemos eliminado así de nuestra vida cualquier miedo o angustia 
natural frente a la muerte? No. Pero no es esto lo que importa. La 
superación no tiene lugar en la naturaleza sino en la fe, y por esto es 
posible que la naturaleza no reciba para sí provecho alguno. Jesús 
mismo quiso experimentar ante la muerte «una tristeza mortal» en su 
alma, y lo explicó diciendo: El espíritu es fuerte pero la carne es débil 
(Mt 26, 41). También esta angustia podemos convertirla en algo que 
ofrecer, con Jesús, al Padre en la eucaristía. Cristo ha redimido 
también nuestro miedo! 
Lo que cuenta es la fe. Jesús resucitado repite a cada discípulo lo 
mismo que un día le dijo a Marta: Yo soy la resurrección y la vida. El 
que cree en mÍ, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, 
no morirá jamás. ¿Crees esto? «Credis hoc»? Dichosos aquellos que 
creen poder responder, por gracia de Dios y desde lo profundo de su 
corazón: «Sí, Señor, creo». 

RANIERO CANTALAMESSA
LOS MISTERIOS DE CRISTO EN LA VIDA DE LA IGLESIA
EL MISTERIO PASCUAL
 EDICEP. VALENCIA 1997

........................
1. ORIGENES, In Num. 26, 4; GCS 30, 249. 
2. LACTANCIO, Div. inst. VIl, 19, 3; CSEL 19, 645. 
3. Cfr. SAN JERÓNIMO, In Matth. IV, 25, 6; CCL 77, 236s. 
4. SAN AGUSTTN, Sem. 221, 4; Misc. Ag. i, 460.
5. Littera gesta docet, quid credas allegoria. Moralis quid agas, quo tandas 
anagogia. 
6. SICARDO DE CREMONA, Mítrale, Vl, 15; PL 213, 543.
7. Cfr. SAN AGUSTIN, Serm. 229 Güelf 12, 3; Misc. Ag. I, 482s. 
8. SAN AGUSTÍN, Confesiones, 1, 6, 7. 
9. Cfr. El Ser y el Tiempo, § 51. 
10. Cfr. E. BECKER, Il rifiuto della morte, Roma 1982. 
11. SAN GREGORIO NICENO, Or. cat. 32; PG 45, 80; SAN AGUSTIN, Ser. 23A, 3; 
CCL 41, 322. 
12. MELITÓN DE SARDES, Sobre la Pascua, 66; SCh 123, 96. 
13. SAN AMBROSIO, De bono mortis, 4, 15: CSEL 32, 1, 716s.
14. Sacrosanctum Concilium, 81. 
15. I,23. 
16. Apotegmas del ms. Coislin, 126, n. 58. 
17. CELANO, Vida Segunda, 163.