LOS MISTERIOS DE CRISTO EN LA VIDA DE LA IGLESIA
EL MISTERIO PASCUAL
VIII. «ALMA CRISTIANA, AL SALIR DE ESTE MUNDO.»
El misterio pascual en la muerte
1. De la espera de la parusía a la doctrina de los Novísimos
2. La muerte en la consideración sapiencial
3. La muerte en la consideración pascual
4. El cristiano ante la muerte
5. «¿Crees esto?
6. La pedagogía de la muerte
7. La muerte, predicador cristiano
8. Nacidos para poder morir
VIII
«ALMA CRISTIANA,
AL SALIR DE ESTE MUNDO...»
El misterio pascual en la muerte
«Hay otra figura en la salida de Egipto -escribe Origenes- que se
realiza cuando el alma deja las tinieblas de este mundo y la ceguera de
la naturaleza corporal y es trasladada a ese otro mundo designado, en
el caso de Lázaro, como "seno de Abraham" (Lc 16, 22) y, en el caso
del ladrón que creyó cuando estaba en la cruz, como "paraíso" (Lc 23,
43)»1. En otras palabras, después de haber pasado «de los vicios a la
virtud» y de la exterioridad a la interioridad, hay un último tránsito que
se debe realizar, una última Pascua que consiste en pasar fuera del
cuerpo y fuera del mundo. Se trata de un último «mar Rojo» que debe
ser atravesado: el mar Rojo de la muerte. Una oración que se suele
recitar en el lecho de los moribundos, recuerda este significado de la
muerte como si se tratara de una «Pascua» o de un «éxodo>>: «Alma
cristiana, al salir de este mundo...»
1. De la espera de la parusía a la doctrina de los Novísimos
PAS/PARUSIA: Veamos ahora de qué forma la muerte, nuestra
muerte, entra por derecho propio en el estudio del misterio pascual.
Desde el principio se observa en la Pascua cristiana un fuerte
componente escatológico que toma la forma de una intensa espera de
la vuelta definitiva de Cristo. A la pregunta tradicional: «¿Por qué
velamos esta noche?», un autor de principios del siglo III respondía de
esta forma: «La razón es doble: porque en ella Cristo recibió la vida
después de su Pasión y porque en ella recibirá, un día, el reino del
mundo» 2. El pensamiento de la parusía estaba tan vivo en la
celebración de la vigilia pascual que, según san Jerónimo, el obispo no
tenía derecho a despedir al pueblo antes de la media noche, porque
hasta esa hora existía siempre la posibilidad de que viniera el esposo;
es decir, existía la posibilidad de que tuviera lugar la parusía3. Se
pensaba que también la última noche del mundo, al igual que la
primera, habría tenido lugar en tiempo de Pascua.
Sin embargo, es necesario advertir que la espera de la parusía
nunca fue el contenido principal de la Pascua cristiana -como, por el
contrario, algunos han sostenido-, ni tampoco lo fue nunca el recuerdo
de la creación, presente también en la liturgia de la fiesta. En Pascua
los cristianos se reunían, ante todo, para conmemorar la muerte y
resurrección de Cristo, el cumplimiento de la obra de la salvación; y no
para esperar o anticipar su venida. El contenido principal de la fiesta
ha sido siempre histórico y conmemorativo, si bien el clima que reinaba
era escatológico.
Con el paso del tiempo, se advierte una evolución. De la escatología
se pasa a la anagogia. En cierto sentido, el movimiento se invierte: la
idea de la venida del Señor a nosotros, se sustituye poco a poco por la
idea de nuestra ida hacia él; su vuelta definitiva a la tierra, se sustituye
por nuestra ida al cielo. Paralelamente, la escatología individual o del
«alma», se impone sobre la escatología general o de la «Iglesia».
Paulatinamente se va perdiendo la perspectiva del «cuándo» tendrá
lugar la vuelta del Señor, manteniéndose en cambio esa otra
perspectiva esencial de «que» tendrá lugar una vuelta del Señor. Lo
que mantiene despierto en los cristianos ese característico sentido de
urgencia y de inminencia y, por consiguiente, de vigilancia, ya no es la
espera de la parusía, sino los que más tarde serán llamados los
Novísimos. La misma vigilia pascual se convierte en símbolo de la vida
eterna: «Así, pues, en esta vigilia -dice san Agustín- celebramos ahora
el recuerdo de aquella noche que daba comienzo al día del Señor y
pasamos en vela la noche en que el Señor resucitó. La vida de que
poco antes hablaba, en la que no habrá ni muerte ni sueño, la incoó él
para nosotros en su carne, que resucitó de entre los muertos de forma
tal que ya no muere ni la muerte tiene dominio sobre ella» 4.
No se trató de un simple remedio, sino de una maduración en la fe.
Se ha escrito, muy justamente, que todo este proceso de
transformación de la escatología, «no se llevó a cabo por razón del
desengaño sufrido por la no llegada de la parusí de Cristo. sino más
bien tuvo lugar en el marco de un entusiasmo de cumplimiento, el cual
transforma el eschaton que debemos aguardar en el presente de la
eternidad, tal como es experimentado en culto y en espíritu» (J.
Moltmann).
BI/4-SENTIDOS: Como siempre, la tradición de la Iglesia fue el
ámbito donde esta evolución se realizó y el lugar donde se ha
conservado su memoria. Ésta ha recogido todo este contenido de la
Escritura que se refiere al cumplimiento final de la salvación, en un
«sentido» particular, llamado anagogia, como un tercer aspecto o nivel
de la lectura espiritual, junto con el tipológico y el moral. El medioevo
sintetizó esta doctrina de los cuatro sentidos de la Escritura en el
célebre dístico:
«La letra dice lo que ha acontecido,
la alegoría lo que hay que creer.
La moral dice qué hay que hacer,
la anagogia a dónde hay que tender» 5.
Aplicando este esquema a la Pascua, dice un autor medieval con
perfecta coherencia: «La Pascua puede tener un significado histórico,
alegórico, moral y anagógico. Históricamente, la Pascua tuvo lugar
cuando el ángel exterminador pasó por Egipto; alegóricamente, cuando
la Iglesia, en el bautismo, pasa de la infidelidad a la fe; moralmente,
cuando el alma, a través de la confesión y de la contrición, pasa del
vicio a la virtud; anagógicamente, cuando pasamos de la miseria de
esta vida a los gozos eternos» 6,
PAS/ESCATOLOGIA: La escatología sobrevive, por tanto, en la
conciencia cristiana y en la liturgia de la Pascua, en forma de una
orientación constante a las cosas de allá arriba (cfr. Col 3, 1), de una
orientación a la Pascua eterna, como un recuerdo permanente del
propio final y del propio fin. Traducido literalmente, anagogia indica, en
efecto, la tendencia hacia lo alto.
He antepuesto estas breves observaciones, para mostrar desde qué
aspecto y de qué forma el primero de los Nov(simos -la muerte- entra
en un estudio del misterio pascual, porque precisamente es de ella de
la que queremos ocuparnos a partir de este momento. Por otra parte,
veremos también a continuación que no es éste el único motivo por el
que la muerte forma parte del misterio pascual; hay todavía otro mucho
más profundo e intrínseco.
2. La muerte en la consideración sapiencial
MU/PEDAGOGA: Hay dos modos de considerar la muerte: un modo sapiencial que la Biblia tiene en común con otras
realidades como la filosofía, las religiones, la poesía; y un modo mistérico o pascual, que es propio y exclusivo del cristianismo. En el
primer modo tenemos una muerte pedagoga; en el segundo una muerte mistagoga, es decir, una muerte que nos introduce en el
misterio y es, ella misma, parte del misterio cristiano. Al igual que la gracia presupone la naturaleza y la trasciende sin negarla, así también
la consideración mistérica o pascual de la muerte ilumina y supera a la natural, pero sin hacerla por eso inútil. Las dos perspectivas guardan
entre sí la misma relación que el Antiguo y el Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento nos ofrece una visión sapiencial de la muerte; el
Nuevo Testamento una visión mistérica, cristológica y pascual.
MU/PERVA-SAPIENCIAL: Consideramos ahora, pues, la muerte
ante todo desde una perspectiva sapiencial. Decía que el Antiguo
Testamento nos ofrece una visión esencialmente sapiencial de la
muerte. En efecto, de ella se habla directamente sólo en los libros
sapienciales de la Biblia: Job, Salmos, Qohelet, Sirácida y Sabiduría.
Todos estos libros dedican una notable atención al tema de la muerte.
«Enséñanos a contar nuestros días -dice un salmo-, para que entre la
sabiduría en nuestro corazón» (Sal 90, 12). Solamente en el libro de la
Sabiduría, que entre los escritos sapienciales es uno de los más
recientes, la muerte comienza a ser esclarecida por la idea de una
retribución ultraterrena.
MU/AGUSTIN: Decía que, desde este punto de vista, las respuestas
de la sabiduría bíblica no difieren esencialmente de las respuestas de
las otras sabidunas profanas. Para Epicuro la muerte es un falso
problema. «Cuando estoy yo -decía-, no existe la muerte; cuando está
la muerte, no existo yo». Ésta, por tanto, no nos concierne. Basta no
pensar en ella. Cuando nace un hombre -decía san ·Agustín-san - se
hacen muchas hipótesis: quizá será hermoso o feo; tal vez será rico o
pobre; puede ser que viva mucho tiempo o puede que no... Pero de
ninguno se dice: quizá muera o tal vez no. Esta es la única cosa
absolutamente cierta en la vida. Cuando sabemos que uno está
enfermo de hidropesía (entonces era ésta la enfermedad incurable,
hoy lo son otras) decimos: «pobrecillo, tiene que morir; está
condenado, no hay remedio». Pero ¿acaso no deberíamos decir lo
mismo del que nace? «Pobrecillo, tiene que morir, no hay remedio,
Está condenado!» ¿Qué diferencia existe si es en un tiempo un poco
más largo o lo es en un tiempo más breve? La muerte es la
enfermedad mortal que se contrae al nacer7. Quizá mejor que una vida
mortal, la nuestra habría que considerarla como una «muerte vital»; un
vivir muriendo 8.
Este último pensamiento ha sido recogido, en clave secularizada,
por Heidegger, que ha hecho de la muerte, con pleno derecho, objeto
de la filosofía. Definiendo la vida y el hombre como
«un-ser-para-la-muerte»9, este filósofo existencialista hace de la
muerte no un incidente que pone fin a la vida, sino la misma esencia de
la vida; aquello de lo que está hecha. Vivir es morir. El hombre no
puede vivir sin quemar o acortar la vida, sin morir a cada instante. Vivir
para la muerte significa que la muerte no es sólo el final, sino también
el fin de la vida. Se nace para morir, no para otra cosa. Es el vuelco
más radical de la visión cristiana de la muerte, según la cual el hombre
es un ser para la eternidad.
En tiempos recientes una nueva sabiduría, desconocida para los
antiguos, se ha ocupado de la muerte: la psicología. Hay psicólogos
que ven en el «rechazo a la muerte» el verdadero resorte de todo el
obrar humano, del cual incluso el instinto sexual, puesto por Freud en
la base de todo, no sería más que una de sus manifestaciones10.
Pero quizá sigan siendo los poetas quienes digan las palabras de
sabiduría más sencillas y más verdaderas sobre la muerte. Uno de
éstos ha descrito la situación y el estado de ánimo del hombre frente al
misterio de la muerte y a su muda e inevitable necesidad con estos
cuatro escasos versos:
Se está
como en otoño
sobre los árboles
las hojas (G. Ungaretti).
Lo terrible de toda esta sabiduría humana sobre la muerte es que
no consuela, no elimina el miedo. Es como el sol invernal que ilumina
pero no calienta y no disuelve el hielo. Todas las culturas y las distintas
épocas se han situado ante la muerte como delante de un enigma que
no se consigue resolver y que se extiende por todas partes; un enigma
que se trata de leer desde todas las direcciones posibles, un enigma
que se formula en voz alta con la esperanza de encontrar la clave para
solucionarlo. Pero estamos ante un enigma especial: se trata de un
misterio que no espera. Antes de que tú llegues al fin, es el fin quien
llega hasta ti y te barre. Se parece a aquel que le gustaría estudiar el
movimiento de las olas del mar manteniéndose sobre una tabla en
equilibrio, encima de una de estas olas: antes de que haya terminado
de prepararse y colocarse, la ola ya lo ha empujado a la playa.
3. La muerte en la consideración pascual
MU/PERVA-PASCUAL: También en el Nuevo Testamento
encontramos palabras «sapienciales» sobre la muerte que, en general,
recuerdan las del Antiguo Testamento. El grito de Dios al hombre rico:
¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que
preparaste, ¿para quién serán? (/Lc/12/20) está tomado del Qohelet y
del Sirácida (cfr. Si 11, 19; Qo 2, 21). Pero no es ésta la novedad. Si
Jesús se hubiese limitado a hacer sólo esto, la situación de los
hombres ante la muerte no habría cambiado mucho. Cuando él muere
por nosotros en la cruz, cuando «uno muere por todos», las cosas
cambian radicalmente y la misma muerte se convierte en una cosa
nueva. Jesús había hablado de su muerte como de un «éxodo»
pascual (cfr. Lc 9, 31) y Juan orienta todo su evangelio de forma que
aparezca claro que la muerte de Cristo sobre la cruz es la nueva
Pascua. El evangelista crea incluso una nueva acepción de la palabra
«Pascua» para hacerle significar la muerte de Cristo: La Pascua es «su
hora de pasar de este mundo al Padre» (cfr. Jn 13,1). Pascua y muerte
de Cristo son, pues, dos realidades tan íntimamente unidas como para
hacer que los primeros cristianos considerasen, como ya hemos dicho,
que el término Pascha derivase de passio, o sea, de pasión, y se
llamase así a causa de la muerte de Cristo.
Pero no es sólo el nombre de la muerte el que cambia, sino también
su naturaleza. El hombre nace para morir, nos ha dicho el filósofo. Esta
frase que, como hemos visto, si la tomamos al pie de la letra es la
antítesis exacta de la visión cristiana, leída con ojos creyentes aparece
ante nosotros como la perfecta formulación del misterio cristiano. De
Cristo se ha dicho, efectivamente, que él «nació para poder morir por
nosotros»11. Dios se ha revestido de una carne mortal para luchar con
ella y vencer contra la muerte. La muerte -decían los padres de la
Iglesia- se ha unido a Cristo, lo ha devorado como estaba
acostumbrada a hacer con todos los hombres; pero no ha podido
«digerirlo» porque en él estaba Dios y así ha quedado muerta. «Quien
por su espíritu no podía morir, acabó con la muerte homicida»12. La
liturgia, tanto la oriental como la latina, ha sintetizado esta visión
dramática de la redención en un versículo que nunca se cansa de
repetir durante el tiempo pascual: «Muriendo ha destruido la muerte».
J/RS/VTR-3-MUROS: La muerte humana ya no es la misma de
antes. Un hecho decisivo ha intervenido. En la fe se acepta la increíble
novedad que sólo la venida de un Dios en la tierra podía provocar.
Ésta ha perdido su aguijón, como una serpiente cuyo veneno tan sólo
puede dormir a la víctima durante alguna hora, pero no es lo
suficientemente fuerte como para matarla. La muerte ha sido devorada
en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh
muerte, tu aguijón? (/1Co/15/55). Ha sido abatido el último muro. Entre
Dios y nosotros se alzaban tres muros de separación: el de la
naturaleza, el del pecado y el de la muerte. El muro de la naturaleza
fue abatido en la encarnación, cuando la naturaleza humana y la
naturaleza divina se unieron en la persona de Cristo; el muro del
pecado fue abatido en la cruz, y el muro de la muerte en la
resurrección. La muerte ya no es un muro ante el cual todo se rompe,
sino que se ha convertido en una puerta, un paso; es decir, se ha
convertido literalmente en una Pascua. Un «mar Rojo» gracias al cual
se entra en la tierra prometida.
En efecto, Jesús no murió sólo para sí mismo; no nos ha dejado tan
sólo un ejemplo de muerte heroica, como hizo Sócrates, sino que
realizó algo bien distinto. Uno murió por todos, todos por tanto murieron
(2 Co 5, 14). Jesús gustó la muerte para bien de todos (Hb 2, 9).
Afirmación extraordinaria, que si no nos hace gritar de alegría es sólo
porque no la tomamos bastante en serio ni lo suficientemente en
sentido literal como merece. Repito: ¡Dios está de por medio! Jesús
puede hacer esto porque también es Dios. Y sólo él puede hacerlo.
Bautizados en la muerte de Cristo (cfr. Rm 6, 3), hemos entrado en una
relación real, si bien mística, con dicha muerte; nos hemos hecho
partícipes, tanto que el Apóstol tiene el valor de proclamar en la fe:
habéis muerto (Col 3, 3). Y dado que nos pertenecemos antes a Cristo
que a nosotros mismos (cfr. /1Co/06/19-20), se deduce que,
inversamente, lo que es de Cristo nos pertenece más que lo que es
nuestro. Su muerte es más nuestra que nuestra propia muerte. San
Pablo alude, tal vez, a este significado cuando les dice a los cristianos:
«El mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro, todo es vuestro; y
vosotros, de Cristo. (cfr. I Co 3, 22-23). ¡La muerte es nuestra más de
lo que nosotros somos de la muerte!
MU/BIEN-AMBROSIO: También nuestra muerte, pues, no sólo la de
Cristo, se ha convertido en Pascua. San Ambrosio escribió una
pequeña obra titulada Sobre el bien de la muerte (De bono mortis) y ya
el título es lo suficientemente significativo del cambio que ha tenido
lugar. En dicha obra, escribe entre otras cosas: «La muerte de Cristo
es, pues, como la transformación del universo. Es necesario, por tanto,
que también tú te vayas transformando sin cesar: debes pasar de la
corrupción a la incorrupción, de la mortalidad a la inmortalidad, de la
turbación a la paz. No te perturbe, pues, el oír el nombre de la muerte,
antes bien, deléitate en los dones que te aporta este tránsito feliz»13.
Como vemos, aplica a la muerte la misma definición que, en otro lugar,
da a la Pascua. Como queriendo decir: ¡Se le llama muerte, pero se
trata de una Pascua!
Nuestra muerte, por tanto, no entra en la esfera del misterio pascual
tan sólo como el primero de los Novísimos, sino que lo hace, sobre
todo, por un motivo más profundo e intrínseco. No sólo por lo que hay
delante de ella, sino también por lo que está detrás. No sólo por vía de
la escatología, sino también por vía de la historia. La muerte ya no sólo
es una terrible pedagoga que enseña a vivir, una amenaza y un
poderoso medio de persuasión; se ha convertido en una muerte
mistagoga, un camino para penetrar en el corazón del misterio
cristiano. El cristiano que muere puede decir con toda verdad:
«Completo en mi carne lo que falta a la muerte de Cristo», y también:
«No soy yo el que muere, es Cristo quien muere en mí».
4. El cristiano ante la muerte
CR/MU: Dejemos ahora los principios, y pasemos a considerar las
realizaciones prácticas. ¿Cómo han vivido los cristianos la novedad
traída por Cristo, su victoria sobre la muerte? Ni puedo ni sabría hacer
una reseña exhaustiva de ello. Una cosa, sin embargo, puedo hacer, y
es la que más cuenta ahora: pensar en cómo yo mismo he tomado la
muerte, cómo me ha sido transmitida en el ambiente cristiano en el que
he nacido y crecido, e invitar al lector a hacer lo mismo.
Todos tenemos recuerdos indelebles de lo que en un tiempo
constituía la «ritualización» de la muerte, en la familia y en la Iglesia:
cantos, ritos, costumbres. La muerte se revestía de una solemnidad
que le era propia. No era, ciertamente, una muerte trivializada. Más
tarde, sin embargo, me di cuenta de lo que faltaba en esta visión de la
muerte, desde el punto de vista propiamente cristiano. Ésta era, en
buena parte, la herencia religiosa del seiscientos y del setecientos; una
época que dio a la Iglesia muchos santos y que, ciertamente, no hay
que despreciar; pero una época también que, en muchos puntos,
había perdido el contacto vivo con la palabra de Dios y por ello
quedaba muy empobrecida. La visión predominante de la muerte no
era su aspecto mistérico, sino el sapiencial. La muerte era concebida
esencialmente como una maestra de vida, como un poderoso medio de
persuasión ante los vicios o una pedagoga severa. El gusto por lo
macabro, a pesar de no ser nuevo en el arte, ahora se desbordaba en
formas bien contrarias a todo lo artístico: criptas abiertas al público y
que podían visitarse, con huesos de muertos dispuestos artísticamente
y calaveras por todas partes. Todos los cuadros de los santos,
pintados en este período, tienen una calavera, incluso los de san
Francisco de Asís que había llamado «hermana» a la muerte. Éste es
una especie de criterio de datación de un cuadro. Lo macabro
dominaba sobre todo en los libros de meditación sobre la muerte.
Casi todos nosotros hemos asistido personalmente a la crisis y a la
rápida desaparición de este tipo de religiosidad sobre la muerte.
Contra ella han apuntado los dardos de la cultura no creyente, marxista
o no: «Los cristianos piensan en la muerte en lugar de pensar en la
vida. Están más proyectados en el más allá que en este mundo y en
sus necesidades. Son infieles a la tierra. ¡Malgastan en el cielo los
tesoros destinados a la tierra!» O bien: «¡La Iglesia se sirve del miedo
a la muerte para subyugar las conciencias!»
Así, poco a poco, lo que sucedió con la idea de eternidad ha
sucedido también con la idea de la muerte: prohibida por la predicación
cristiana. Una bandera arriada. Se trata de una constatación común: ya
no se habla de los Novísimos. Hay una especie de mala conciencia, se
siente un malestar que paraliza. La cultura secular y laica, por su parte,
ha elegido la vía de la eliminación del pensamiento sobre la muerte; ha
hecho de él un tabú. No se debe hablar de la muerte en público entre
«gente de bien». Al no tener ninguna respuesta válida que dar
referente a ella, ha elegido la vía del silencio; más aún, la conjura del
silencio.
Como sucede siempre, también esta vez la crisis del valor cristiano
tiene una doble causa: una externa proveniente de los ataques de la
cultura secular, y otra interna debida al ofuscamiento del modo de vivir
y de anunciar dicho valor. La vuelta y la renovación de una auténtica
predicación cristiana sobre los Novísimos, y en particular sobre la
muerte, no puede consistir, evidentemente, en un volver a las formas
de un determinado tiempo, a aquella espiritualidad heredada del
seiscientos y del setecientos. Ciertamente, hay que salvar todo lo que
en esa espiritualidad había de bueno y de eficaz, pero hay que
enmarcarlo en un nuevo contexto que responda a la conciencia de la
Iglesia de hoy.
La Constitución del Vaticano II sobre la liturgia hace una breve pero
muy importante anotación al ordenar: «El rito de las exequias debe
expresar más claramente el sentido pascual de la muerte cristiana»14.
A continuación, nos pusimos manos a la obra para encontrar aquella
visión que he llamado mistérica y pascual de la muerte. El nuevo Ritual
de Exequias tiene una introducción que empieza así: «La liturgia
cristiana de los funerales es una celebración del misterio pascual de
Cristo el Señor». Los prefacios y las oraciones de difuntos se
esfuerzan por traducir en la práctica este mismo espíritu. En la
constitución sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, Gaudium et
spes el Concilio dedica una atención particular al problema de la
muerte y trata de dar una respuesta, basada en el misterio pascual
cristiano, a las inquietantes preguntas que el hombre, desde siempre,
se hace frente a ella.
A estos principios han seguido, en algunos casos, también frutos
maravillosos. Es cada vez menos raro, en ambientes y comunidades de
fe viva, la experiencia de funerales que se van transformando, poco a
poco, en auténticas liturgias pascuales, con todos los signos que la
caracterizan: el canto del aleluya, la serenidad y la fiesta. Cuando se
asiste a este tipo de funerales, nos parece ver realizadas las palabras
de san Pablo: «La muerte ha sido transformada en victoria» (cfr. 1 Co
15, 55). Y esto sucede incluso cuando se trata de muertes trágicas de
jóvenes. Tenemos entonces un formidable testimonio cristiano, una
verdadera epifanía de la fe.
5. «¿Crees esto?»
PD/MARTILLO: Pero todavía no podemos considerarnos
satisfechos, pues las celebraciones que he recordado son todavía
excepciones. Faltan hoy aquellos signos y aquellas palabras que, en
otro tiempo, transmitían toda una visión por sí solos y la grababan de
forma indeleble en la mente. Quizá esto ni siquiera sea ya posible.
Entonces, cuando yo todavía era un muchacho, aquellas palabras eran
casi las únicas que resaltaban por encima de las palabras de todos los
días, las únicas oídas o cantadas juntos. La gente llegaba del trabajo a
la iglesia con oídos vírgenes. Ahora vivimos asediados por multitud de
palabras, músicas, imágenes... Ninguna es capaz de resistir demasiado
tiempo en nuestra mente, sino que se aplastan unas a otras
rápidamente. Vivimos en una nueva cultura en la que también debemos
anunciar el Evangelio sin esperar que cambie. ¿De qué medio
disponemos? Una vez más tenemos el anuncio, el ministerio de la
Palabra. La Palabra de Dios, efectivamente, no ha dejado de ser
«como el fuego, y como un martillo que golpea la peña» (cfr.
/Jr/23/29). Nunca ha dejado de distinguirse de las palabras humanas ni
de ser más fuerte que éstas.
¿Qué debemos anunciar a los demás y a nosotros mismos?
«Anunciamos tu muerte, Señor», decimos en la misa inmediatamente
después de la consagración. Cuando se trata de la muerte, lo más
importante para el cristianismo no es el hecho de que tengamos que
morir, sino el hecho de que Cristo ha muerto. El cristianismo no
necesita abrirse camino mediante el miedo a la muerte. Jesús ha
venido para liberar a los hombres del miedo a la muerte, no para
acrecentarlo. El Hijo de Dios -se lee en la carta a los Hebreos- asumió
nuestra carne y nuestra sangre para aniquilar mediante la muerte al
señor de la muerte, es decir, al Diablo y libertar a cuantos por temor a
la muerte estaban de por vida sometidos a esclavitud (/Hb/02/14-15).
Es un terrible error, una reprobable tergiversación, que se haya
llegado a pensar lo contrario. Nunca se predica suficientemente sobre
este aspecto.
Debemos crear también en nosotros certezas de fe elementales,
pero enraizadas en lo esencial, para transmitirlas a los demás no como
una comunicación de teorías doctrinales, sino como una comunicación
de vida. Si Jesús ha muerto por todos, si ha «gustado la muerte en
favor de todos», esto quiere decir que la muerte ya no es aquella
incógnita, aquello inexplorado de lo que tanto se habla. Se suele decir:
se está solo, completamente solo ante la muerte; nadie puede morir en
mi lugar, cada uno debe atravesar, personalmente y hasta el final, este
terrible «puente de los suspiros»; es una necedad decir «se muere»
como si se tratase de un acontecimiento impersonal, porque yo muero
y basta; y nadie muere conmigo ni tampoco en mi lugar.
Pero esto ya no es del todo cierto porque ha habido alguien que ha
muerto en mi lugar. A esto debemos aferrarnos, aquí debemos
atrincherarnos en la fe sin volvernos atrás frente a cualquier ataque de
la incredulidad, tanto si proviene de nosotros mismos como si proviene
de fuera. Si hemos muerto con él, también viviremos con él
(/2Tm/02/11). Dice este texto: si hemos muerto «con él»; por lo tanto sí
que es posible morir dos a la vez.
El problema es el mismo que Jesús le planteó a Marta: ¿Crees esto,
sí o no? ¡Si hubieras estado aquí!, le dice Marta, y Jesús le responde:
Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera,
vivirá ... ¿Crees esto? (/Jn/11/21-26). Esto es lo que quiere decir ser
cristiano, y no otro tipo de connotaciones culturales, políticas o de
cualquier otra clase; significa estar unido a Cristo para la vida y para la
muerte. Significa ser miembro de un cuerpo cuya cabeza ha pasado,
también por ti, a través de la muerte.
Aquello que hace al hecho de la muerte tan particular es que no se
lo conoce y no se experimenta; y quien lo experimenta ya no puede
hablar de él. En efecto, es imposible anticipar la propia muerte,
domesticarla, dosificarla, hacer un ensayo como en las demás cosas.
Ella está fuera de nuestras pertenencias. No se la puede neutralizar
tomándola en pequeñas dosis, como el famoso veneno de Mitrídates.
Hay que afrontarla toda de una vez, semel, como dice la carta a los
Hebreos (Hb 9, 27). Se muere una sola vez.
¡Qué terrible es la seriedad de la muerte!, y sin embargo, incluso
este aspecto es distinto en Cristo. Él ha gustado la muerte, mi muerte,
por mí ha ido delante de mí. En la medida en que yo me ensimismo con
él y crezco en él, me apropio de mi muerte; en cierto sentido, hago un
ensayo de ella. Puedo decir con san Pablo: «Cada día estoy a la
muerte: quotidie morior» (1 Co 15, 31).
El mismo Apóstol ha escrito estas iluminadoras palabras: Ninguno de
vosotros vive para si mismo; como tampoco muere nadie para si mismo.
Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos.
Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos (/Rm/14/07-08).
¿Qué quiere decir? Que, después de Cristo, la máxima contradicción
ya no es la que existe entre el vivir y el morir, sino la que existe entre el
vivir para uno mismo y el vivir para el Señor. Si uno vive para el Señor,
muerte y vida aparecen sólo como dos modos distintos de ser con él:
primero en el peligro, después en la seguridad.
MU/REMEDIO-EFICAZ: Así pues, existe un remedio eficaz contra el
miedo a la muerte. Los hombres, desde que el mundo es mundo,
nunca han cesado de buscar remedios contra la muerte. Uno de estos
remedios se llama «la prole»: sobrevivir en los hijos. Otro remedio,
ligado a la ideología marxista, está en recurrir al «género», o a la
«especie»: el hombre termina como individuo y como persona, pero
sobrevive en el género humano que es inmortal.
REENCARNACION/CASTIGO: En nuestros días se va difundiendo
cada vez más la creencia en un nuevo remedio: la reencarnación.
Pero, en realidad, es una necedad. Aquellos que profesan esta
doctrina como parte integrante de su cultura y religión, es decir,
aquellos que saben verdaderamente lo que es la reencarnación, saben
también que ésta no es un remedio ni una consolación, sino un castigo.
No es una prórroga concedida para gozar, sino para purificarse. Según
éstos, el alma se reencarna porque todavía tiene algo que expiar, y si
debe expiar, tendrá también que sufrir. La reencarnación puede servir
para todo, excepto para infundir consuelo ante la muerte. Existe un
único y verdadero remedio para la muerte: Jesucristo. Y ¡ay de
nosotros!, los cristianos, si no lo proclamamos al mundo.
6. La pedagogía de la muerte
¿Debemos acaso concluir que la consideración sapiencial de la
muerte ya es inútil, o pensar que ya no tenemos necesidad de la
muerte pedagoga, habiendo conocido la muerte mistogoga?
Ciertamente no. La victoria pascual de Cristo sobre la muerte forma
parte del kerigma. Pero sabemos que el kerigma no anula sino que,
más bien al contrario, fundamenta la parénesis; es decir, la llamada al
cambio de vida.
La consideración sapiencial de la muerte conserva, después de
Cristo, la misma función que tiene la ley después de la venida de la
gracia. También ésta sirve para custodiar el amor y la gracia. La ley
-está escrito- ha sido dada para los pecadores (cfr. 1 Tm 1, 9) y
nosotros somos todavía pecadores, o sea estamos sujetos a las
seducciones del mundo y de las cosas visibles, sentimos siempre la
tentación de «conformarnos al mundo». «En la mañana -exhorta la
Imitación de Cristo- hazte la cuenta de no llegar a la tarde. Cuando
descienda la noche, no oses prometerte la mañana»15. Por esta razón,
los padres del desierto cultivaban el pensamiento de la muerte, hasta
hacer de él una práctica constante, una especie de signo de la propia
espiritualidad, y trataban de mantenerlo vivo con todos los medios de
que disponían. Uno de estos padres del desierto, que trabajaba
tejiendo lana, tenía la costumbre de dejar caer de vez en cuando,
simbólicamente, el huso y «poner la muerte ante sus ojos antes de
recogerlo de nuevo» 16. Estos hombres estaban enamorados del ideal
de la sobriedad y del pensamiento de la muerte como el más adecuado
para crear en el hombre ese estado de sobriedad que hace caer las
falsas ilusiones, la embriaguez y la exaltación vana; y hace penetrar en
la más absoluta verdad.
Mirar la vida desde el punto de observación de la muerte,
proporciona una extraordinaria ayuda para vivir mejor. ¿Estás
angustiado por problemas o dificultades? Sigue adelante, sitúate en el
lugar adecuado: mira estos problemas y dificultades desde tu lecho de
muerte. ¿Cómo te hubiera gustado actuar entonces? ¿Qué importancia
darías a estas cosas? ¡Haz esto y te salvarás! ¿Tienes alguna
diferencia con alguien? Miralo desde tu lecho de muerte. ¿Qué te
hubiera gustado hacer entonces, haber vencido tú o haberte
humillado? ¿Haber prevalecido sobre alguien o haber perdonado?
Pero la muerte pedagoga custodia la gracia y está al servicio de la
muerte-misterio, también de otra forma. En efecto, nos impide
aferrarnos a las cosas, poner aquí abajo la morada del corazón,
olvidando «que no tenemos aquí ciudad permanente» (cfr. Hb 13, 14).
El hombre, dice un salmo, nada ha de llevarse a su muerte, su boato
no bajará con él (Sal 49, 18).
MU/VIGILANCIA: La muerte pedagoga nos sirve, además, porque nos enseña la vigilancia, nos enseña a prepararnos.
En la muerte se realiza la más extraña combinación de dos opuestos:
certidumbre e incertidumbre. La muerte es, al mismo tiempo, lo más
cierto y lo más incierto. Lo más cierto es «que» será; lo más incierto
«cuándo» será. Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora
(/Mt/25/13). Cualquier momento puede ser «bueno». Cierto día David,
perseguido por Saúl, soltó una exclamación que siempre quedó
grabada en mi memoria por la verdad universal que contiene: Por
Yahvé y por tu vida, que no hay más que un paso entre mí y la muerte
(/1S/20/03). Es ésta una verdad eterna. Siempre estamos -también
ahora cada uno de nosotros- a un solo paso de la muerte. Su
posibilidad está sobre nosotros en todo instante. ¡La muerte está
detrás de la esquina! ¡Cuántos estarán dando ese paso, seguramente,
en este mismo momento! Se calcula que millares de personas mueren
cada minuto y muchos de éstos no pensaban en su propia muerte más
de cuanto lo estemos haciendo nosotros en este momento...
La hermana muerte es verdaderamente una buena hermana mayor.
Nos enseña muchas cosas, si somos capaces de escucharla con
docilidad. La Iglesia no tiene miedo de enviarnos a «su escuela». En la
liturgia del miércoles de ceniza hay una antífona con tonos fuertes, que
todavia suena más «fuerte» en el texto original latino, especialmente si
se acompaña con el canto gregoriano. Dice así: «Corrijamos aquello
que por ignorancia hemos cometido, no sea que, sorprendidos por el
día de la muerte, busquemos, sin poder encontrarlo, el tiempo de hacer
penitencia». Una cuaresma, un día, una hora, una buena confesión...
¡Qué distintas serían para nosotros estas cosas en aquel momento!
¡Cómo preferiríamos entonces todo esto en lugar de cualquier tipo de
cetros o reinos, en lugar de una larga vida con riquezas; en lugar de la
salud!
La muerte mistagoga no expulsa a la muerte pedagoga, sino que la
busca y la honra; del mismo modo que la gracia no anula la ley, sino
que la busca y se somete a ella de buen grado, sabiendo que ésta nos
defiende de nuestro peor enemigo que es nuestra volubilidad y nuestra
desconsideración. La muerte pedagoga ha hecho incluso santos. Hubo
en el medioevo un joven brillante y lleno de hermosas esperanzas que,
mirando un día el cadáver de un pariente, escuchó una voz que salía
de él: «Yo fui lo que tú eres; tú serás lo que yo soy». Este pensamiento
sacudió de tal modo a aquel joven mundano, que hizo de él un santo:
san Silvestre Abad.
7. La muerte, predicador cristiano
Además de este ámbito espiritual o ascético, pienso en otro en el
que también tenemos urgente necesidad de la pedagogía de la
hermana muerte: la evangelización. El pensamiento de la muerte es
casi la única arma que nos ha quedado para sacudir del sopor en el
que está inmersa una sociedad opulenta como la nuestra, a la que le
ha sucedido lo mismo que le sucedió al pueblo elegido cuando fue
liberado de Egipto: Se sacia, engorda -te has puesto grueso, rollizo,
turgente- rechaza a Dios, su Hacedor (Dt 32, 15). Cuando en una
sociedad los ciudadanos ya no sienten freno alguno y ya no son
retenidas por ningún temor, cuando ya no existe otro medio para
salvarles del caos ¿qué se puede hacer? Se instituye la pena de
muerte. No digo que esto sea justo; tan sólo quiero decir que, en un
sentido distinto, también nosotros debemos restablecer «la pena de
muerte». Volver a recordar a los hombres esta antigua pena que nunca
fue abolida: Eres polvo y al polvo volverás (Gn 3, 19). Memento mori:
¡recuerda que tienes que morir!
En un momento delicado de la historia del pueblo elegido, dijo Dios
al profeta Isaías: «¡Grita!». El profeta respondió: «¿Qué he de gritar?»,
y le dijo Dios: Que toda carne es hierba y todo su esplendor como flor
del campo. La flor se marchita, se seca la hierba, en cuanto le dé el
viento de Yahvé. La hierba se seca, la flor se marchita (/Is/40/06-07).
Pienso que también hoy Dios da esta misma orden a sus profetas, y lo
hace porque ama a sus hijos y no quiere que «como ovejas sean
llevados al abismo y que los pastoree la muerte» (cfr. Sal 49, 15).
La muerte es en sí misma un gran predicador cristiano. Predica de
verdad «en tiempo oportuno e inoportuno». Predica desde cualquier
ángulo: dentro y fuera de casa, en el campo y en la ciudad, desde los
periódicos y la televisión. Incluso -como hemos oído en esos pocos
versos del poeta- con las hojas de los árboles en otoño. Nadie logra
hacerla callar. Hay que escucharla aunque no queramos. ¡Qué
formidable aliado tenemos en este predicador con sólo saber
secundarle, prestarle la voz y reunir un auditorio en torno a él!
MU/MIEDO: Pero bueno -se dirá- ¿restablecemos, entonces, el
miedo a la muerte? ¿No vino Jesús para liberar «a los que estaban
prisioneros por el miedo a la muerte»? Sí. Pero es necesario haber
conocido este miedo para ser liberados de él. Jesús libera del miedo a
la muerte a quien lo tiene, no a quien no lo tiene; no libera de este
miedo a quien ignora alegremente que debe morir. Jesús ha venido a
meter el miedo a quien no lo tiene y a quitárselo a quien lo tiene. Ha
venido a enseñar el miedo a la muerte eterna a aquellos que no
conocían más que el miedo a la muerte temporal. Si los hombres no se
dejan convencer de que tienen que hacer el bien por amor a la vida
eterna, que se dejen al menos convencer de huir del mal por miedo a
la muerte eterna.
El Apocalipsis la denomina «segunda muerte» (/Ap/20/06). ¿Qué es
la segunda muerte? Es la única que merece verdaderamente el
nombre de muerte, porque no es un paso, una Pascua, sino un
término, un terrible fin de trayecto. Ni siquiera es la pura y simple nada.
No. Es un precipitarse desesperadamente hacia la nada para escapar
de Dios y de uno mismo sin poder alcanzarla nunca. Es una muerte
eterna, en el sentido de un eterno morir, una muerte crónica. Pero no
se ha dicho nada respecto a su realidad. Tener una ligera idea del
pecado -ha dicho alguien- forma parte de nuestro ser pecadores. Yo
digo que tener alguna ligera idea de la eternidad forma parte de
nuestro ser en el tiempo. Tener una ligera idea de la muerte forma
parte de nuestro estar todavia vivos.
Para salvar a los hombres de esta desdicha es por lo que debemos
volver a predicar sobre la muerte. ¿Quién mejor que Francisco de Asís
ha conocido el nuevo rostro pascual de la muerte cristiana? Su muerte
fue verdaderamente un paso pascual, un transitus, y es con este
nombre como ella es recordada por sus hijos en la vigilia de su fiesta.
Cuando se sintió cercano a su fin, el Pobrecillo exclamó: «Sea
bienvenida mi hermana, la muerte»17. Sin embargo, en su Cántico de
las criaturas, junto a palabras dulcísimas sobre la muerte, conserva
también algunas de sus palabras más terribles: «Bienaventurados
-dice- aquellos que acertaren a cumplir tu santísima voluntad, pues la
muerte segunda no les hará mal. Pero ¡ay de aquellos que mueran en
pecado mortal!»
El aguijón de la muerte es el pecado, dice el Apóstol (/1Co/15/56).
Lo que da a la muerte su más temible poder de angustiar al hombre y
de darle miedo, es el pecado. Si uno vive en pecado mortal, para él la
muerte conserva todavía su aguijón, su veneno, como antes de Cristo;
y por esta razón hiere, mata y envía a la Gehenna. No temáis -diría
Jesús- a la muerte que puede matar el cuerpo y después de esto ya no
puede hacer más. Temed más bien aquella muerte que, después de
matar el cuerpo, tiene poder para arrojar a la Gehenna (cfr. Le 12,
4-5). Elimina el pecado y habrás eliminado también el aguijón de la
muerte.
8. Nacidos para poder morir
Al instituir la eucaristía, Jesús anticipó su propia muerte. Hizo como
los antiguos profetas con sus «acciones simbólicas» -por ejemplo,
quebrar una caña-; éstos no sólo preanunciaban lo que iba a suceder,
sino que lo anticipaban, arraigando el futuro en la historia. También
Jesús, al partir el pan y distribuir su cáliz, anticipa su muerte, le da el
sentido querido por él y la vive en la intimidad con sus discípulos, antes
de ser envuelto por lo que ese acontecimiento supone exteriormente y
por la multitud vociferante de sus enemigos, que darán una explicación
bien distinta de aquella muerte.
Nosotros podemos hacer lo mismo, es más, Jesús ha inventado este
medio para hacernos partícipes de su muerte, para unirnos a él.
Participar de la eucaristía es el modo más verdadero, adecuado y
eficaz de «disponernos» para la muerte. En este sacramento
celebramos también nuestra muerte y la ofrecemos, día a día, al Padre,
porque Cristo «ha muerto por todos y por tanto todos han muerto». En
la eucaristía podemos elevar al Padre nuestro «amén, sí» a lo que nos
espera, al género de muerte que él disponga para nosotros; aún más,
podemos hacer que Jesús mismo sea nuestro «amén a Dios» (cfr. 2 Co
1, 20). En la eucaristía hacemos testamento: decidimos a quién dejar la
vida, por quién morir.
Ya he dicho que la definición del hombre como un
«ser-para-la-muerte» se ajusta perfectamente a Cristo, que ha nacido
«para poder morir». Pero se ajusta también a los cristianos. ¿Para qué
nacer si tenemos que morir?, se pregunta el incrédulo. ¿Quién nos ha
«lanzado y arrojado» a esta existencia nuestra?, se pregunta el filósofo
existencialista. En la fe encontramos la respuesta. Hemos nacido para
morir, pero esto, lejos de parecer una condena, parece, por el
contrario, un privilegio. Hemos recibido la vida como don para tener
algo único, maravilloso y digno de Dios que poder ofrecerle en
sacrificio y como don nuestro. ¿Qué otro uso más digno de nuestra
vida podemos pensar que el de hacer don de ella por amor al Creador
que nos ama? Podemos hacer nuestras las palabras sobre el pan y el
vino pronunciadas por el sacerdote en el ofertorio de la misa, diciendo:
«De tu bondad hemos recibido este don de la vida; te lo presentamos
para que se convierta en un sacrificio vivo y santo, agradable a ti» (cfr.
Rm 12, 1).
Sin embargo, para poder hacer esto necesitamos el Espíritu Santo.
Está escrito que Cristo se ofrecía a si mismo a Dios «con un Espíritu
eterno» (Hb 9, 14). Fue el Espíritu Santo quien suscitó en el alma del
Redentor aquel impulso de autodonación que le llevó a aceptar la
propia muerte en sacrificio.
¿Hemos eliminado así de nuestra vida cualquier miedo o angustia
natural frente a la muerte? No. Pero no es esto lo que importa. La
superación no tiene lugar en la naturaleza sino en la fe, y por esto es
posible que la naturaleza no reciba para sí provecho alguno. Jesús
mismo quiso experimentar ante la muerte «una tristeza mortal» en su
alma, y lo explicó diciendo: El espíritu es fuerte pero la carne es débil
(Mt 26, 41). También esta angustia podemos convertirla en algo que
ofrecer, con Jesús, al Padre en la eucaristía. Cristo ha redimido
también nuestro miedo!
Lo que cuenta es la fe. Jesús resucitado repite a cada discípulo lo
mismo que un día le dijo a Marta: Yo soy la resurrección y la vida. El
que cree en mÍ, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí,
no morirá jamás. ¿Crees esto? «Credis hoc»? Dichosos aquellos que
creen poder responder, por gracia de Dios y desde lo profundo de su
corazón: «Sí, Señor, creo».
RANIERO
CANTALAMESSA
LOS MISTERIOS DE CRISTO EN LA VIDA DE LA IGLESIA
EL MISTERIO PASCUAL
EDICEP. VALENCIA 1997
........................
1. ORIGENES, In Num. 26, 4; GCS 30, 249.
2. LACTANCIO, Div. inst. VIl, 19, 3; CSEL 19, 645.
3. Cfr. SAN JERÓNIMO, In Matth. IV, 25, 6; CCL 77, 236s.
4. SAN AGUSTTN, Sem. 221, 4; Misc. Ag. i, 460.
5. Littera gesta docet, quid credas allegoria. Moralis quid agas, quo tandas
anagogia.
6. SICARDO DE CREMONA, Mítrale, Vl, 15; PL 213, 543.
7. Cfr. SAN AGUSTIN, Serm. 229 Güelf 12, 3; Misc. Ag. I, 482s.
8. SAN AGUSTÍN, Confesiones, 1, 6, 7.
9. Cfr. El Ser y el Tiempo, § 51.
10. Cfr. E. BECKER, Il rifiuto della morte, Roma 1982.
11. SAN GREGORIO NICENO, Or. cat. 32; PG 45, 80; SAN AGUSTIN, Ser. 23A, 3;
CCL 41, 322.
12. MELITÓN DE SARDES, Sobre la Pascua, 66; SCh 123, 96.
13. SAN AMBROSIO, De bono mortis, 4, 15: CSEL 32, 1, 716s.
14. Sacrosanctum Concilium, 81.
15. I,23.
16. Apotegmas del ms. Coislin, 126, n. 58.
17. CELANO, Vida Segunda, 163.