LOS MISTERIOS DE CRISTO EN LA VIDA DE LA IGLESIA

EL MISTERIO PASCUAL



VI. «PURIFICAOS DE LA LEVADURA VIEJA»
El misterio pascual en la vida (I)
1. «Purificaos de la levadura vieja»
2. Purificación y renovación 

 

VI

«PURIFICAOS DE LA LEVADURA VIEJA»


El misterio pascual en la vida (1)


PAS/LIMPIEZA-PASCUAL: En las páginas precedentes he dicho que 
la Pascua de Cristo se prolonga y se actualiza en la Iglesia en dos 
planos distintos: en un plano litúrgico-sacramental, y en un plano 
personal o existencial. Vamos a tratar ahora de este segundo plano; 
hablamos, finalmente, del misterio pascual en la vida. El texto bíblico en 
donde se pone de relieve de una forma más clara este plano personal 
de la Pascua es /1Co/05/07-08: Purificaos de la levadura vieja, para 
ser masa nueva; pues sois ázimos. Porque nuestro cordero pascual, 
Cristo, ha sido inmolado. Llegamos así a esa famosa «Pascua del 
hombre» que, en la Biblia, desde los orígenes, acompaña a la «Pascua 
de Dios»; y que los santos padres definían como paso de los vicios a la 
virtud y tránsito de la culpa a la gracia. El lenguaje usado por el 
Apóstol, en el texto apenas citado, hace referencia a una costumbre 
judía. El día antes de la Pascua, la mujer judía, obedeciendo a la 
prescripción de Ex 12, 15, revisaba toda la casa, inspeccionando cada 
rincón a la luz de una candela, para buscar y hacer desaparecer hasta 
el más pequeño fragmento de pan fermentado de modo que después 
pudiera celebrarse la fiesta únicamente con pan ázimo (algo de esta 
costumbre ha pasado a la tradición cristiana; también en las casas 
cristianas, especialmente en el campo, existía la costumbre, al menos 
hasta hace algunos años, de hacer la gran limpieza pascual, 
eliminando todo lo que estuviera roto o viejo entre las vajillas o el resto 
de cosas de la casa, de forma que para la fiesta de Pascua todo 
estuviera íntegro y nuevo). Pues bien, el Apóstol aprovecha esta 
costumbre judía para ilustrar las implicaciones morales de la Pascua 
cristiana; viendo en ella un símbolo. El creyente debe inspeccionar 
también él la casa interior de su corazón, para destruir todo lo que 
pertenece al viejo régimen del pecado y de la corrupción para poder 
así celebrar la fiesta «con ázimos de pureza y verdad» (I Co 5, 8); es 
decir, con pureza y santidad, sin ningún otro vínculo con el pecado. 
Existe, por tanto, una «limpieza pascual» del corazón y de la vida que 
todos estamos invitados a realizar, si queremos verdaderamente entrar 
en la luz de la Pascua. 
Hay un estrechísimo nexo, una consecuencia lógica, entre la 
inmolación de Cristo y el compromiso moral del cristiano: dado que 
Cristo ha sido inmolado, como nuestra Pascua, por esto debemos 
purificarnos. Sobre esta misma relación insiste el gran texto pascual de 
Rm 6, 1 ss.: si Cristo murió por todos -leemos allí-, todos, por tanto, 
murieron (cfr. también 2 Co 5, 14). Es decir, si Cristo murió al pecado, 
por derecho, todos murieron al pecado; si Cristo resucitó de entre los 
muertos, todos debemos «caminar en una vida nueva», como seres 
que, en esperanza, ya han resucitado. 
GRACIA/ESFUERZO OBRAS/SV SV/OBRAS: En estos textos 
resuena la gran intuición paulina de que no nos salvamos por nuestras 
obras, sino que somos salvados sin nuestras obras. Lo que nos salva 
verdaderamente es la Pascua de Cristo, es decir, su inmolación y 
resurrección; pero la Pascua de Cristo no es eficaz para nosotros si no 
nos apropiamos de ella, si no se convierte en «nuestra» Pascua. El 
compromiso moral y ascético no es la causa de la salvación, pero sí 
que debe ser su efecto. Así pues, no decimos: me purifico del pecado 
para ser salvado, sino que debemos decir: me purifico del pecado 
porque he sido salvado, porque Cristo ha sido inmolado por mis 
pecados. Lo contrario -es decir, seguir viviendo en el pecado- es 
«absurdo». Es como pretender estar vivos para la gracia y para el 
pecado; es decir, como pretender estar vivos y muertos, ser libres y 
esclavos al mismo tiempo (cfr. Rm 6, 2. 15ss.). 

1. «Purificaos de la levadura vieja»
Si observamos más de cerca los dos textos pascuales mencionados 
-1 Co 5, 7 y Rm 6, 1ss.- descubrimos en ellos dos palabras-clave, con 
las cuales el Apóstol resume todas las consecuencias morales que se 
derivan de la Pascua de Cristo: una es la palabra purificación, la otra 
es la palabra novedad. «Purificaos de la vieja levadura, para ser masa 
nueva». Lo primero se pone en relación más directa con la muerte de 
Cristo, lo segundo con la resurrección de Cristo; Cristo ha sido 
inmolado: ¡purificaos! Cristo ha resucitado de entre los muertos: 
¡caminad en la novedad de vida! No se trata de dos cosas separadas o 
yuxtapuestas, sino que están íntimamente conectadas entre sí; la 
primera es camino para la segunda, porque no hay novedad posible de 
vida sin purificación del pecado. Comencemos, por tanto, a reflexionar 
sobre este primer aspecto de nuestra Pascua que es la purificación del 
pecado. 
P/ACEPTACION: Creo que es ésta la Pascua que el Señor Jesús 
nos pide, con fuerza y apasionadamente, que cumplamos: salir del 
pecado y purificarnos de la levadura vieja, es decir de la levadura del 
hombre viejo. Todos necesitamos dar este «paso», porque todos 
estamos atados a esta realidad en mayor o menor medida: Si decimos 
que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la 
verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y 
justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda 
injusticia (/1Jn/01/08-09). 
Pero ¿de qué pecado se trata? ¿Cuál es el «pecado» que debemos 
«reconocer»? Ciertamente, se trata de los pecados actuales que 
cometemos cada día, pues «todos caemos muchas veces», nos 
recuerda Santiago (/St/03/02). Pero si nos quedamos aquí, no tocamos 
más que las consecuencias, permaneciendo muy en la superficie. El 
evangelista Juan habla a menudo del pecado, en singular y en plural: 
«el pecado del mundo», «si decimos que no tenemos pecado»... San 
Pablo distingue claramente el pecado como estado de pecaminosidad 
(el «pecado que habita en mí»: Rm 7, 17), de los pecados que son 
manifestaciones externas de ese estado; del mismo modo que el fuego 
subterráneo de un volcán se distingue de las erupciones que de vez en 
cuando éste provoca en el exterior. Dice: No reine, pues, el pecado en 
vuestro cuerpo mortal de modo que obedezcáis a sus apetencias. Ni 
hagáis ya de vuestros miembros armas de injusticia al servicio del 
pecado (/Rm/06/12-13). Este pecado, en singular, nos es presentado 
por el Apóstol como un «rey» escondido en la intimidad de su palacio 
que «reina» mediante sus emisarios (las apetencias) y sus 
instrumentos (los miembros). 
No basta combatir, pues, los distintos pecados que cometemos cada 
día. Esto sería como poner el hacha en las ramas de un árbol podrido, 
en vez de hacerlo en la raíz; no se resolvería absolutamente nada. 
Quien se contentara haciendo esto y cada vez en el examen de 
conciencia pasara revista a sus pecados pacientemente para acusarse 
de ellos en el sacramento de la penitencia, sin descender nunca en 
mayor profundidad, se parecería al agricultor inexperto que, en lugar 
de erradicar la grama, pasa periódicamente a recoger sus puntas 
floridas. 
Existe, pues, una operación más radical que se ha de realizar en 
relación con el pecado; sólo quien realiza esta operación hace 
verdaderamente la Pascua; y esta operación consiste en «romper 
definitivamente con el pecado» (1P 4, 1), consiste en «destruir el 
cuerpo mismo del pecado» (Rm 6, 6). 
Quiero explicarme con un ejemplo, o más bien contar una pequeña 
experiencia. Estaba recitando yo solo aquel salmo que dice: Señor tú 
me sondeas y me conoces... De lejos penetras mis pensamientos... 
todas mis sendas te son familiares (/Sal/138/139/01ss). Cuando, de 
repente, sentí como si me hubiera trasladado con el pensamiento al 
lugar donde está Dios y me escrutara a mí mismo con sus ojos. En mi 
mente surgió nítidamente la imagen de una estalagmita, es decir una 
de esas columnas que se forman en el fondo de ciertas grutas debido a 
la caída de gotas de agua calcárea desde el techo de la misma gruta. 
Al mismo tiempo, tuve la explicación de esta insólita imagen. Mis 
pecados actuales, en el curso de los años, habían ido cayendo en el 
fondo de mi corazón como si se tratara de gotas de agua calcárea. 
Cada una de ellas fue depositando un poco de su componente 
«calizo», es decir, un poco de opacidad, de endurecimiento y 
resistencia a Dios, e iba formando una masa con lo anterior. Lo más 
gordo resbalaba de vez en cuando, gracias a las confesiones, las 
eucaristías y la oración. Pero cada vez se quedaba algo que no se 
«disolvía», y esto porque el arrepentimiento y la contrición no siempre 
eran totales y absolutos. Y así mi estalagmita creció, como una 
«columna infame», dentro de mi; se había convertido en una gran 
piedra que me hacía más pesado y obstaculizaba todos mis 
movimientos espirituales, como si estuviera «inyesado» en el espíritu. 
Éste es, precisamente, ese «cuerpo del pecado» de que hablaba san 
Pablo, esa «levadura vieja» que, al no eliminarla, introduce un 
elemento de corrupción en todas nuestras acciones, obstaculizando el 
camino hacia la santidad. ¿Que podemos hacer en este estado? No 
podemos quitar esa estalagmita solamente con nuestra voluntad, 
porque ella está precisamente en nuestra voluntad. Es nuestro viejo 
«yo»; es nuestro amor propio; es, literalmente, nuestro «corazón de 
piedra» (/Ez/11/19). P/CONTRICION  
P/LAGRIMAS: Tan sólo nos queda la imploración. Implorar al Cordero 
de Dios que quita el pecado del mundo para que quite también nuestro 
pecado. Hemos visto de qué dolor somos hijos y lo que han ocasionado 
en Jesús nuestras culpas. Dichosos nosotros si el Espíritu Santo pone 
en nuestro corazón el deseo de una nueva contrición, distinta y más 
fuerte que la del pasado: el deseo de disolver en el llanto nuestros 
pecados si nunca hasta ahora lo hemos hecho. Quien todavía no ha 
experimentado el sabor de estas lágrimas que han derramado los 
santos, no debe quedar tranquilo hasta que lo haya obtenido del 
Espíritu Santo (¡porque es un don del Espíritu Santo!). El que no nazca 
de agua y de Espfritu -decía Jesús a Nicodemo- no puede entrar en el 
Reino de Dios (Jn 3, 5). BAU/LAGRIMAS-P: Después del agua del 
bautismo, no hay otra agua que la de la contrición para renacer. De un 
llanto así, se sale verdaderamente renovados, hombres nuevos, quasi 
modo geniti infantes, como niños recién nacidos (cfr. 1 P 2, 2), 
dispuestos a servir a Dios de una forma nueva, por estar ya libres de 
las cadenas del pecado. No se trata de algo «supererogatorio»; es algo 
«obligatorio»: Si no cambiáis y os hacéis como los niños -estos niños, 
nacidos del arrepentimiento y de la contrición- no entraréis en el Reino 
de los Cielos (Mt 18, 3). 
Cuando el Señor hace nacer en una criatura el deseo ardiente de 
una total purificación de los pecados, inmediatamente toda la Biblia se 
le desvela ante sí de una forma nueva, porque ella, en gran parte, está 
escrita precisamente para esto: para ayudar al hombre a tomar 
conciencia de su pecado y a exigir su liberación. Ora con la Biblia. Los 
salmos le enseñan a invocar la purificación del pecado: 
Rocíame con el hisopo, y seré limpio, 
lávame, y quedaré más blanco que la nieve...
Crea en mi, oh Dios, un corazón paro...
El sacrificio a Dios es un espíritu contrito (Sal 51, 9. 12. 19). 

Los profetas le enseñan a superarla: Os rociaré con agua pura y 
quedaréis parificados... Os daré un corazón nuevo, infundiré en 
vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de 
piedra y os daré un corazón de carne (Ez 36, 25-26). Jesucristo se la 
ofrece realizada como fruto de su sacrificio: Cristo amó a la Iglesia y se 
entregó a símismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el 
baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente 
a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que 
sea santa e inmaculada (Ef 5, 25-27). 
Lo mismo que Jesús ha hecho por la Iglesia en su conjunto, lo ha 
hecho también por cada criatura; lo que desea de la Iglesia en su 
conjunto que sea santa e inmaculada-, lo desea también de toda 
criatura. Y de forma muy especial lo desea de las criaturas 
consagradas a él, de los sacerdotes, a quienes en un tiempo dijo: 
«Purificaos, vosotros que tocáis las cosas sagradas» (cfr. /Is/52/11) 
(siempre la misma palabra: «purificaos», «purificarse»). El jueves 
después de «la Ceniza», la Liturgia de las Horas nos ha hecho 
escuchar estas palabras de san León Magno: «Pero cuando se 
avecinan estos días, consagrados más especialmente a los misterios 
de la redención de la humanidad, estos días que preceden a la fiesta 
pascual, se nos exige con más urgencia una preparación y una 
purificación del espíritu. Porque es propio de la festividad pascual que 
toda la Iglesia goce del perdón de los pecados, no sólo aquellos que 
nacen en el sagrado bautismo, sino también aquellos que, desde hace 
tiempo, se cuentan ya en el número de los hijos adoptivos. Pues si bien 
los hombres renacen a la vida nueva principalmente por el bautismo, 
como a todos nos es necesario renovarnos cada día de las manchas 
de nuestra condición pecadora, y no hay nadie que no tenga que ser 
cada vez mejor en la escala de la perfección, debemos esforzarnos 
para que nadie se encuentre bajo el efecto de los viejos vicios el día de 
la redención» 1. 

2. Purificación y renovación
PURIFICACION/REVON: La palabra de Dios nos confía, pues, una llamada imperiosa destinada a todos los hijos de la Iglesia: es necesario arrepentirse de los pecados y liberarse del pecado. El pueblo cristiano ya no reconoce a su verdadero enemigo, el amo que lo mantiene esclavizado, sólo porque se trata de una esclavitud dorada. Muchos de los que hablan de pecado tienen una idea de él totalmente inadecuada; han acabado por identificarlo, en la práctica, con la posición de los propios adversarios políticos o ideológicos: el pecado está «a la derecha», o el pecado está «a la izquierda». Pero las palabras que dijo Jesús referidas al reino de Dios, valen también para el reino del pecado: Cuando os digan «el pecado está aquí o allá», no los creáis, porque el pecado está dentro de vosotros (cfr. Lc 17, 21). 
Con relación al pecado, muchos cristianos han caído en una especie 
de narcosis: desconcertados por los grandes medios de comunicación 
y por la mentalidad del mundo, ya no se dan cuenta de él. Bromean 
con la palabra «pecado», como si fuese la cosa más inocente del 
mundo; viven junto a él durante años y años sin miedo alguno; en 
realidad, ya no saben qué es el pecado. Una encuesta sobre lo que la 
gente piensa que es el pecado daría unos resultados que 
probablemente nos asombrarían. 
Si se quiere llevar la renovación conciliar de las estructuras de la 
Iglesia y de los principios teóricos a la «vida» cotidiana de los 
creyentes, para renovarla en santidad (como creo que es la intención 
de todos en la Iglesia), es necesario «alzar la voz» también hoy, 
«clamar a voz en grito para denunciar al pueblo sus delitos» (cfr. Is 58, 
lss.), y en primer lugar el delito de haber olvidado a Dios, o de haberlo 
relegado al último lugar entre las propias preocupaciones. Es necesario 
lograr hacer comprender esa verdad tan reiterada por la Biblia de que 
el pecado es muerte. Decir también nosotros, como decían los profetas 
de Israel: Descargaos de todos los crímenes que habéis cometido 
contra mí, y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo. ¿Por qué 
habéis de morir, casa de Israel? (Ez 18, 31); ¿Dónde seguiros hiriendo, 
si acumuláis delitos ? (Is 1, 5). Cuando Dios habla a los hombres de 
arrepentimiento y de purificación de los pecados, es porque quiere 
hacerlos felices, no infelices; quiere la vida, no la muerte. Por tanto, es 
un don que ofrece y no un peso que impone. Un movimiento penitencial 
auténticamente cristiano y evangélico debe dejar siempre esta huella 
positiva de amor a la vida, de alegría, de impulso, como hacía el 
movimiento penitencial iniciado por san Francisco y por sus 
compañeros, los cuales, al principio se llamaban precisamente «los 
penitentes de Asís». La sincera contrición es el camino más seguro a la 
«perfecta Leticia». El pecado es el primer responsable de la gran 
infelicidad que reina en el mundo. 

Y sin embargo, aún así la palabra que llama a la gente al 
arrepentimiento es una palabra austera. Para que sea acogida es 
necesario que quien la proclama lo haga «con Espíritu y poder», como 
hizo el apóstol Pedro en su discurso el día de Pentecostés. Al oírlo 
hablar de aquel modo -narran los Hechos-, los presentes dijeron con el 
«corazón compungido»: ¿Qué hemos de hacer, hermanos? Y Pedro les 
contestó: Convertíos...; y recibiréis el don del Espíritu Santo (Hch 2, 
37-38). 
¿Quién tendrá la fuerza necesaria para dirigir a sus hermanos hoy 
esta llamada a la conversión? La palabra de Dios nos sugiere un 
instrumento indispensable para esta tarea: una sacerdocio renovado 
que haya «roto definitivamente» con el pecado. Hay una página del 
profeta Zacarías que siempre me ha impresionado mucho porque 
parece escrita aposta para nuestra situación actual. Estas palabras de 
Zacarías se pronuncian en un momento muy concreto, poco después 
de que el pueblo elegido volviera del exilio, y apenas iniciada la 
reconstrucción del templo de Jerusalén. Todos parecen satisfechos de 
cómo iban las cosas. Pero he aquí que Dios interviene nuevamente 
para señalar otra reconstrucción, más interior, más universal, que tiene 
por objeto la santidad y la integridad de la vida religiosa de todo el 
pueblo. También aquí, en definitiva, la atención se desplaza de la 
renovación de las estructuras y del marco exterior de la religión, a la 
renovación espiritual y del corazón. Para obtener dicho objetivo, el 
Señor empieza por querer renovar el sacerdocio, haciéndolo pasar a 
través de una purificación radical del pecado. Es una escena 
dramática. El sumo sacerdote Josué, que representa a todo el 
sacerdocio de Israel, está delante del Señor con las vestiduras de luto 
del exilio, símbolo del estado general de culpa y de desobediencia a 
Dios. Satanás está a su derecha para acusarlo. Pero Dios pronuncia 
sobre él estas palabras: Mira, aparto de ti la culpa y te visto de fiesta. 
Yañadió: Ponedle en la cabeza una diadema limpia. Le pusieron la 
diadema limpia y lo revistieron ante la presencia del ángel del Señor 
(Zc 3, 4-5). Jesús tomó algunas imágenes de esta página de Zacarías 
para su parábola del hilo pródigo. 
Que el Señor nos haga escuchar pronto también a nosotros esas 
consoladoras palabras: «Mira, aparto de ti la culpa». Entonces será 
Pascua verdaderamente para nosotros, habremos realizado el «santo 
paso» y podremos hacer realmente nuestras las palabras de la liturgia 
pascual judía y cristiana: 
«Éste es el que nos sacó 
de la servidumbre a la libertad, 
de la tristeza a la alegría, 
del luto a la fiesta, 
de las tinieblas a la luz, 
de la esclavitud a la redención. 
Por esto decimos ante él: ¡AIeluya!» 2 

RANIERO CANTALAMESSA
LOS MISTERIOS DE CRISTO EN LA VIDA DE LA IGLESIA
EL MISTERIO PASCUAL
  EDICEP. VALENCIA 1997

........................
1. Sermón 44 sobre la Cuaresma. 1; CCL 138A, 258. 
2. Pesachim, X, 5 y MELITÓN DE SARDES, Sobre la Pascua, 68; SCh 123, 96.