SACRAMENTOS, FIESTA Y FANTASÍA

Juan José Tamayo-Acosta


Entre el formalismo y el tono lúgubre
Nietzsche/CR-TRISTE:CR/TRISTE/Nietzsche: Una de las 
críticas más frecuentes dirigidas al mundo de los símbolos, de los 
ritos y de las celebraciones cristianas en general es su formalismo y 
rigidez. Ambos rasgos configuran de tal forma el universo simbólico 
y ritual cristiano que parece forman parte de su esencia y 
conforman su identidad, cuando de lo que se trata en realidad es 
de desviaciones o de formaciones de dicho universo.
El formalismo al que se refieren las críticas suele estar teñido de 
una tonalidad lúgubre y pesimista. Es una de las críticas más 
severas dirigidas por Nietzsche al cristianismo. Se trata, según él, 
de una «religión de la compasión», antitética de los efectos 
tonificantes, que genera depresión, frena la energía de la vida y es 
contraria a las alegrías de los sentidos. El cristianismo descuida el 
componente dionisíaco, alegre y desmedido de la vida, y cultiva 
unilateralmente lo apolíneo.
La idea cristiana de la salvación en el más allá desemboca, según 
el filósofo de la muerte de Dios, en la negación de la vida, más aún 
de esta vida. La vida pierde su centro de gravedad. El sentido de la 
vida queda trastocado: no consiste en vivir esta vida, sino «en vivir 
de tal modo que ya no tenga sentido vivir» '.
Nietzsche presenta a Jesús como «buen mensajero», que murió 
tal como enseñó «para mostrar cómo se ha de vivir».
Pero el evangelio que anunció murió con él en la cruz y se tornó 
su antítesis: «una mala noticia, un disangelio» 2. Tras la muerte de 
Jesús lo que se impone entre sus seguidores es un sentimiento de 
venganza y de resentimiento, muy alejado del espíritu evangélico de 
perdón y reconciliación. El carácter simbólico e inaprensible de 
Jesús desemboca en un cúmulo de tosquedades eclesiásticas .
Dios es, para el autor de El Anticristo, la «contradicción de la 
vida»; es hostil «a la naturaleza (y) a la voluntad de vida». Dios es 
sentido como «crimen contra la vida». «Nosotros negamos a Dios 
en cuanto Dios», asevera Nietzsche, «Dios, tal como Pablo lo creyó 
es la negación de Dios» 3. La celebración cristiana de la fe en Dios 
es, según esto, celebración de la resignación, de la falta de 
creatividad ante las adversidades de la vida. De ahí el tono triste y 
lastimero que acompaña a los sacramentos cristianos.
La crítica de Nietzsche puede resultar desmedida, pero da en el 
blanco en algunos aspectos. Efectivamente, el cristianismo, en sus 
diferentes versiones confesionales, olvidó desde muy pronto -y 
persiste en el olvido- que los sacramentos son, ante todo, 
celebración y que, como tal, deben desarrollarse en un clima 
festivo, dentro de una ritualidad lúdica y con despliegue de la 
fantasía.

¿Cómo cantar en tierra extranjera?
El salmo 126 describe la actitud jubilosa de los israelitas tras el 
fin del destierro de Babilonia:
Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: la boca 
se nos llenó de risa, la lengua de cantares. Hasta los paganos decían: «El 
Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres»... Los que 
sembraron con lágrimas, cosechan entre cantares; al ir iban llorando, 
llevando la semilla, al volver vuelven cantando, trayendo sus gavillas.

Danzas, cantos y risas: he aquí las formas lúdicas con que los 
israelitas celebran la recuperación de la libertad y el retorno a su 
tierra. El llanto que acompañaba el camino hacia el destierro se 
torna cántico a la vuelta del destierro. La celebración de la 
Iiberación es, por su propia naturaleza, festiva, lúdica.
Pero cuando el pueblo se encuentra deportado, lejos de su tierra 
y sometido a esclavitud, ¿es posible, está justificada o tiene sentido 
la celebración gozosa de la liberación? El salmo 137 describe muy 
expresivamente el estado depresivo de la comunidad judía 
deportada en Babilonia durante el siglo VI a. C. En dicho estado no 
era posible el canto; la única salida era el llanto:
Junto a los canales de Babilonia nos sentamos a llorar y lloramos con 
nostalgia de Sión; en los sauces de sus orillas colgábamos nuestras 
cítaras. Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar, nuestros 
opresores a divertirlos: Cantadnos un cantar de Sión.

Es la vieja táctica de los opresores: pedir al pueblo oprimido que 
los entretengan con su folclore, previamente censurado para 
eliminar su posible carácter subversivo, mientras ellos celebran sus 
victorias con palmas, risotadas, banquetes y convenciones. Son, en 
definitiva, diferentes modalidades del «pan y circo» romano.
Pero las cítaras, las canciones y la diversión les resultaban a los 
deportados manifestaciones inadecuadas, teniendo en cuenta la 
situación de destierro en que vivían. Los opresores habían 
reprimido tan brutalmente los sentimientos más profundos del 
pueblo, que éste no podía responder a sus opresores más que de 
esta guisa: «¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extraña!». 
Donde mejor podían estar las cítaras era colgadas de los árboles. 
El mejor sitio para guardar las canciones son los repliegues más 
íntimos del ser. La diversión no podía salir a flote.
¿Se puede cantar mientras asistimos a la práctica de sacrificios 
humanos, a través de los cuales son masacrados pueblos enteros? 
¿Puede una comunidad divertirse mientras ve a su alrededor, e 
incluso sufre en su propia carne, el dantesco espectáculo de la 
miseria, de la violencia, de la esclavitud, en forma de mujeres 
violadas, «niños de la calle», mendigos sin techo...?
A la comunidad judía de entonces no le resultaba fácil. A una 
comunidad judía más cercana a nosotros, igualmente deportada, 
tampoco, pero al menos lo intentaba. Es el caso de la comunidad 
judía de la aldea ucraniana Anatevka, argumento de la bella 
película El violinista en el tejado. Aun encontrándose en tierra 
extranjera y sufriendo persecución, la comunidad baila y canta al 
Señor. ¿Por qué? Porque no se resiste a vivir siempre sometida y 
humillada. Porque espera la luz liberadora del amanecer. Con los 
cantos el pueblo no se engaña creyendo que está liberado, cuando 
sigue exiliado, ni sublima el destierro ni busca un consuelo fácil e 
irreal. Lo que hace es sacar fuerza de flaqueza y activar la 
esperanza en la pronta liberación.

Entre el homo-ludens y el homo-faber
Entre las muchas definiciones que se han dado del ser humano 
hay una que viene de lejos y que hoy vuelve a adquirir importancia: 
la de homo ludens, persona que juega, que goza, que disfruta. El 
homo sapiens subraya la inteligencia; el homo volens acentúa la 
voluntad; el homo oeconomicus resalta el aspecto productivo 
generador de riqueza; el homo faber destaca el carácter creador; el 
ser humano como animal político pone el acento en la dimensión 
sociable. El homo ludens y ridens repara en la imagen festiva.
Estas definiciones, y especialmente la última, vienen a mostrarnos 
que el ser humano es más que razón. Hay en él una dimensión que 
apenas aflora y, cuando lo hace, es reprimida: la del juego, la fiesta, 
la fantasía y la risa. Estamos ante uno de los correctivos más 
consistentes de la Modernidad, que achica hasta extremos 
impensables la imagen del ser humano.
La Modernidad privilegia una concepción productivista de la vida, 
convierte el trabajo en principio de estructuración de la existencia 
humana y excluye la concepción lúdico-festiva. Renuncia al símbolo, 
que constituyó otrora un camino privilegiado de expresión de la 
experiencia religiosa, y adopta el concepto, que se convierte en la 
guía de clarificación racional. El lenguaje narrativo pierde relevancia 
y la gana el lenguaje empírico, cuyas proposiciones son verificadas 
científicamente.
Analicemos algunos de los elementos de la imagen del ser 
humano que nos ofrecen las nuevas antropologías.

El juego, una función llena de sentido 
JUEGO/SENTIDO: El juego no se mueve sólo en el plano 
biológico; es, al decir de Huizinga, «una función llena de sentido», 
que está presente en los diferentes ámbitos de la existencia 
humana. En la creación literaria aparece con frecuencia la imagen 
de la vida como juego, como teatro donde cada persona representa 
un papel, y tiene que representarlo bien. Se trata de una idea muy 
presente en los grandes dramaturgos de los siglos XVI-XVII: 
Calderón de la Barca, Shakespeare, Racine, etc. El propio trabajo, 
cuando autorrealiza a la persona, puede entrar dentro de la 
categoría de «juego creador». El utopista Fourier creía que el 
trabajo podía convertirse en juego; idea a la que se oponía Marx. 
Hasta el lenguaje se presenta como un juego de palabras.
En una aproximación global al juego y teniendo como guía el ya 
clásico estudio de J. Huizinga4, podemos destacar las siguientes 
características.
El juego tiene su radicación en las zonas más profundas del ser 
humano. El horizonte en el que se mueve no es el de la razón ni la 
virtud. Se encuentra más allá de las oposiciones pecado-virtud, 
bondad-maldad, verdad-falsedad, sensatez-necedad. Escapa a las 
categorías del tener o del hacer, para sentirse cómodo en la 
categoría del ser. No se enmarca dentro de la lógica productivista, 
sino de la creatividad. Su campo de referencia no es la ética, sino la 
estética.
El juego tiene lugar fuera del curso normal de la vida. Es una 
especie de escape en medio de la monotonía, un corte en lo 
cotidiano. Se suele jugar fuera del espacio, del tiempo y de la 
actividad establecidos para el trabajo.
Es una actividad plenamente libre, que se realiza por propia 
iniciativa, sin presiones externas que lo impongan. Se suele jugar 
durante el tiempo que la persona tiene libre y en un clima 
distendido. El tiempo de juego coincide con el tiempo de ocio. Aun 
cuando ocio y juego no se identifican, poseen más de un punto de 
encuentro.
Es una actividad desinteresada. El móvil del juego no suele ser. 
generalmente, el interés material. Se juega por el simple placer de 
jugar, sin buscar recompensa. El juego tiene razón de ser por sí 
mismo y no es una mediación para conseguir otra cosa.
Posee, además, sus reglas. De ahí la expresión «respetar las 
reglas de juego», que se aplica no sólo al juego, sino a las cosas 
más serias que pueden hacerse en la vida. No se trata, por tanto, 
de algo anárquico. La espontaneidad del juego no es desbocada, 
sino ordenada. El juego se caracteriza por la dialéctica 
tensión-distensión, espontaneidad-control. Las reglas de juego no 
admiten excepciones; han de cumplirse escrupulosamente. Cuando 
se trasgreden o incumplen, el juego pierde su sentido. Quien las 
incumple a sabiendas es considerado tramposo y tiene que 
abandonar el juego. También en el juego tiene que funcionar la 
lealtad.
El juego es un cauce de liberación del ser humano. A través de él 
la persona logra la distensión y supera con mejor ánimo los 
sinsabores de la vida. Apunta a un nuevo estilo de vida y anticipa 
un mundo distinto caracterizado por la libertad . Los chistes, 
caricaturas e imitaciones de los dictadores, por ejemplo, liberan del 
miedo y de la angustia.
Pero puede ser también fuente de alienación. Así, el programa 
imperial romano «pan y circo», que tiene su traducción en 
programas modernos igualmente alienantes.
El juego suele realizarse en un clima alegre y jovial. El estado de 
ánimo del jugador se mueve entre el abandono y el éxtasis.

La fiesta, afirmación de la vida
FIESTA/AFIRMACION-V: La fiesta pertenece a la familia del 
juego. Con él comparte muchos rasgos comunes. Puede definirse 
como «la expresión comunitaria, ritual y alegre de experiencias y 
anhelos comunes, centrados en un hecho histórico pasado y 
contemporáneo» 5.
La persona no sólo piensa, trabaja, come, viste; también Juega, 
danza, baila, reza, relata historias y, sobre todo, vive la vida en 
plenitud festeJando los principales acontecimientos de su existencia 
personal y colectiva.
Quienes piensan con criterios productivistas tienden a considerar 
la fiesta como una distracción o un entretenimiento, como un 
desahogo o una evasión tras un trabajo agotador y estresante. 
Pero tales consideraciones se quedan en la superficie y no llegan al 
fondo, a la radicación antropológica profunda, de la fiesta.
La fiesta es, en primer lugar, afirmación de la vida, celebración de 
esta vida y rebelión contra la muerte. En ella se reconoce sentido y 
valor a la vida; por eso, se celebra y se apuesta por ella. Este 
enfoque es sensible a las críticas de Nietzsche, a las que nos 
referíamos al inicio de este capítulo. Con su defensa de lo 
dionisíaco, el filósofo alemán está haciendo una afirmación explícita 
de la vida. Dicha afirmación no es acto de resignación, sino de 
creatividad.
La celebración de la vida implica la esperanza de que se puede 
vencer a la muerte, de que el final no está todavía decidido. La 
fiesta celebra el mundo considerado como laboratorium possibilis 
salutis (Bloch ), como cruce de expectativas. Lo mejor del mundo 
todavía no se ha manifestado. Y lo que hace la fiesta es abrir paso 
a lo nuevo, elimi4ar los obstáculos, anticipar la salvación del 
mundo.
Pero, ¿no desemboca la fiesta en un optimismo ingenuo? No 
necesariamente. La fiesta reconoce la existencia del mal y su 
potencia histórica, oculta o manifiesta. Pero se niega a concederle 
la última palabra. No se da por vencida ante él. La fiesta es una 
forma esperanzada de luchar contra el mal y de superarlo.
La fiesta se caracteriza por su tono alegre, jovial. Más aún, posee 
un plus de efusividad, un excedente de jovialidad. La celebración 
festiva no sigue el cauce de la vida cotidiana, sino que lo rompe. La 
nota más saliente de la fiesta es el exceso, la exuberancia. La 
euforia y el entusiasmo no conocen límites. «La fiesta es el brinco 
que suelta la traba... La exuberancia es manifestación de riqueza... 
de espíritu; es efusión, rebose y plenitud»6. La gente que participa 
en la fiesta hace lo que normalmente no se atreve a hacer en la 
vida diaria. Expresa de manera espontánea y efusiva sentimientos 
que suelen quedar ocultos. Tiene una forma distinta -llamativa, la 
mayoría de las veces- de vestir, de comer, de relacionarse con los 
demás, de moverse, de disfrutar de la vida, de usar las cosas, de 
divertirse.
FIESTA/V/CONTRASTE: Entre fiesta y vida diaria hay una 
ruptura, un contraste múltiple, el que tiene lugar entre ocio y 
trabajo, moderación y exceso, agobio y disfrute, cansancio y 
relajación, distensión y apremio, monotonía y creatividad, entre lo 
útil de la producción y lo inútil de la fiesta. Frente a la fatiga y el 
agobio de las tareas cotidianas se impone la holganza. El trabajo se 
relativiza y deja de ser fin último. En la fiesta, según la certera 
expresión de Mircea Eliade, se produce una «ruptura de nivel». Lo 
cotidiano cede paso a lo extraordinario, a lo inesperado, a lo nuevo, 
a lo incontrolable.
En la fiesta se vive el presente de manera intensa. Se vive el aquí 
y ahora con verdadera fruición, sin pensar en el agobio pasado ni 
en los problemas que haya que afrontar de mañana en adelante.

Imaginación y fantasía
La fiesta es inseparable de la imaginación y de la fantasía. 
«Somos esencialmente festivos e imaginativos», asevera 
certeramente el teólogo H. Cox 7. La fiesta nace de la imaginación, 
es creación suya. Sin imaginación no hay fiesta. A su vez, la fiesta 
despierta, despliega y activa la imaginación, que recrea un mundo 
distinto. La imaginación levanta el vuelo sobre lo prosaico y lo 
mezquino de la vida y teje utopías e ideales.
¿Escapa, así, del presente y se refugia en un futuro inasible y 
lejano? No necesariamente, como adelantábamos antes. La 
imaginación no huye del presente, pero tampoco se somete a él, no 
se queda en la superficie, sino que trasciende lo dado. Protesta 
contra el orden establecido, pero no cual cascarrabias que se queja 
de todo por el vicio de quejarse y disfruta quejándose, sino 
haciendo propuestas alternativas de transformación de la sociedad. 
Es iconoclasta por naturaleza, ya que demuele los falsos cimientos 
en que se pretende sustentar la realidad y los falsos techos en que 
se pretende encerrar el mundo. Pero compagina la crítica 
demoledora con la creatividad. Imaginación y fantasía se dan la 
mano; ésta no puede falta en la vida; no puede estar ausente de los 
proyectos de transformación social y de creación artística, pero 
mucho menos en la fiesta. Así la canta Dante Alighieri en La divina 
comedia:
¡Oh fantasía, que arrobas a veces y nos ensimismas tanto...! ¡Te mueve 
una luz, que brota del cielo, o por sí misma, o por voluntad de quien la 
envía hacia abajo!

Los empiristas suelen colocar un trazo divisiorio muy grueso entre 
la fantasía y la realidad, aceptando sólo lo que se corresponde con 
los hechos y volviendo la espalda maleducadamente al mundo de la 
fantasía por considerarlo irreal e irrelevante. Según su 
razonamiento apoyado en Freud, lo que manda es «el principio de 
realidad».
A los empiristas se enfrentó Camus, quien consideraba la 
fantasía un cauce para combatir la realidad y transformarla. La 
realidad empieza a mutarse cuando se empieza a soñarla, a 
imaginarla de otra manera.
Pero ello no quiere decir que la fantasía tenga que romper todo 
contacto con los hechos. En ese caso, se desembocaría en 
fantasmagorería.

La risa
RISA/SIMBOLO-LICO: Hace un lustro publicaba la editorial 
italiana Queriniana un libro que causó un desproporcionado y casi 
«farisaico» escándalo en sectores biempensantes del catolicismo 
europeo. Se trataba de Risus paschalis, de la teóloga María 
Caterina Jacobelli, una obra que intentaba establecer los 
fundamentos teológicos del placer. La reflexión se centraba en una 
peculiar y llamativa práctica litúrgica muy extendida en Alemania en 
el siglo XVI, consistente en que el predicador pronunciaba frases 
obscenas y adoptaba posturas indecentes en el altar delante del 
público asistente a la misa del día de Pascua, provocando la risa en 
la comunidad. La autora cree que la risus paschalis tiene sus raíces 
en el espíritu humano y que «es fruto no tanto de una costumbre, 
como de algo que es inherente al hombre en sí mismo» 8.
Sorprende el escándalo provocado por el libro cuando hasta el 
cardenal Ratzinger mostraba un profundo respeto por la práctica de 
la risus paschalis en los siguientes términos:
Antaño, el risus paschalis formaba parte de la liturgia barroca. La 
prédica de Pascua debía contener una historia capaz de suscitar la risa, 
de modo que en la Iglesia resonaran alegres carcajadas. Era una forma 
superficial de alegría cristiana. Pero, ¿acaso no es espléndido y 
perfectamente lógico que la risa se haya convertido en símbolo 
litúrgico?9.

La risa es suscitadora de vida y expresión de plenitud de vida. 
Risa y nacimiento aparecen relacionados en los mitos y costumbres 
de los diferentes pueblos. Los niños, observa Aristóteles en su 
Historia de los animales, comienzan a reír, cuando están despiertos, 
a partir de los cuarenta días. A través de la risa, el niño entra 
plenamente en la vida.
La risa aparece como atributo de los dioses. Determinadas 
mitologías presentan la risa del dios primordial como el origen del 
nacimiento de todos los dioses. La sonrisa divina contagia la 
sonrisa humana. Así lo reconoce Sara, esposa de Abrahán, cuando 
le da un hijo en plena ancianidad: «Dios me ha hecho reír, y todos 
los que lo oigan reirán conmigo» (Gn 21, 6). El nombre puesto al 
niño es Isaac (Yisbaq), que significa «quiera la divinidad reírse» o 
«la divinidad se ha reído».

Fiesta, juego y religión
No se entiende cómo algunas religiones sean tan poco lúdicas y 
tan remisas a la fiesta, la risa y la fantasía, cuando es en ellas 
donde tienen su origen la fiesta y el juego. La religión no se inscribe 
en el orden de la necesidad, sino en el ámbito de la libertad. 
Conceptos como rito, magia, sacramentos, misterio están dentro del 
ámbito del concepto «juego». Entre juego y religión hay un 
parentesco de primer grado que no siempre se percibe y que 
Huizinga ha puesto de manifiesto con especial lucidez. La religión y 
los rituales, observa, aparecen como despliegue de la capacidad 
que tiene el ser humano para jugar.
Platón tiende a identificar acción sagrada y juego. El ser humano, 
piensa, ha sido creado «para ser un juguete de Dios». Los juegos 
dedicados a la divinidad constituyen lo más grandioso del ser 
humano.
Juego y acción sagrada coinciden en que uno y otra se realizan 
en un lugar bien demarcado y en un ambiente distinto del de la 
cotidianidad. En el mundo de lo sagrado, como en el del juego y de 
la fiesta, tienen un papel fundamental el gozo, la fiesta y la alegría.
Fantasía y religión coinciden en trascender el mundo empírico y 
en estar abiertas al lado misterioso de la existencia. El ritual 
religioso tiene una fuerte carga teatral. Es una forma y, al mismo 
tiempo, un cauce de expresión de la fantasía y de la libertad. Sin 
embargo, el ritual corre el doble peligro de convertirse en ideología 
e idiosincrasia, observa H. Cox. Cuando el ritual se impone desde 
arriba y desde fuera, mata la fantasía, asfixia el espíritu y sacrifica 
la libertad. Cuando se carga de ortodoxias, pierde agilidad. Cuando 
el ritual no es compartido comunitariamente y se torna propiedad de 
un grup o excluyente, desemboca en idiosincrasia.

¿Pueden jugar los creyentes?
Moltmann se pregunta de forma provocativa si los creyentes 
pueden jugar y si no tienen algo más importante que hacer 10. La 
pregunta no puede ser más pertinente en un momento en que la 
experiencia religiosa tiende a adquirir una tonalidad light y la 
estética cultual parece preocupar más que la ética de la 
projimidad.
Hay que empezar por una observación importante en la que 
apenas se repara: la experiencia cristiana está marcada por el 
juego de la gracia, que no sigue las reglas de juego del orden 
establecido, ni se atiene a las rúbricas cultuales, sino que trastoca 
unas y otras. En ese juego se invierten los papeles y el orden de 
factores altera sustancialmente el producto: los poderosos son 
despojados de su poder, mientras los humildes son exaltados; los 
ricos se van de vacío, mientras los pobres se sacian; los primeros 
se colocan en la cola, mientras los últimos ocupan los puestos de 
delante; los deudores ven perdonadas sus deudas, mientras los 
rentistas ven disminuir sus ahorros; los extranjeros son acogidos, 
mientras los de casa son excluidos (cf. Lc 1, 48-55; Mt 25, 31-46).
En la década de los setenta de nuestro siglo se difundió la 
imagen de Cristo como payaso y bufón, como personificación del 
carácter lúdico de la existencia humana. «Cristo como arlequín 
-escribía entonces H. Cox- es la broma en la oración. Mejor aún, es 
quizá la oración como broma o la broma como oración. Es el espíritu 
lúdico de un mundo de calculada seriedad utilitaria»11.
Dicha imagen no dejó de chocar en los ambientes cristianos 
convencionales. Tras ver Gospel, la gente se preguntaba si la 
imagen que presentaba de Jesús era trucada, estaba falseada, o si 
se trataba de una imagen con raíces evangélicas.
Las reacciones de sorpresa, e incluso abiertamente negativas, 
frente a un Jesús tan jovial y vital estaban justificadas, pues la 
imagen de Jesús presentada por la mayoría de los teólogos y de las 
iglesias cristianas era la de un ser divino impasible y, por tanto, 
irrisible, sin sentido del humor, ajeno a la fiesta y al juego, al placer 
y al disfrute de la vida. Una prueba de lo arraigada que se 
encuentra tal concepción en el imaginario colectivo es la resolución 
condenatoria dictada por un tribunal de la ciudad alemana de 
Hamburgo, en julio de 1981, contra un periodista que había sido 
acusado de ultrajar a las instituciones eclesiásticas. En los 
fundamentos de la sentencia el juez hacía constar que Jesús «fue 
inmune a todo pecado y placer»
Y, sin embargo, creo que hay que revisar a fondo una imagen tan 
a-pática -por no decir anti-pática- de Jesús. Los evangelios dan otra 
versión menos rígida y más festiva de la vida del Nazareno, cuyo 
nacimiento aparece rodeado de alegría y regocijo, cuya muerte 
tiene lugar mientras los soldados se juegan a los dados la túnica del 
crucificado y cuya resurrección aparece como un burlarse de la 
muerte en su misma cara Los evangelios describen el nacimiento de 
Jesús como un maravilloso acontecimiento que es festejado por los 
pastores del contorno, los ángeles del cielo y los magos de Oriente. 
La Resurrección se celebra entre cantos de alegría por el triunfo de 
la vida y entre manifestaciones de esperanza, como maranata (Ven, 
Señor Jesús) por el retorno de Jesús.

La gratuidad recuperada
En el apartado precedente nos preguntábamos si los cristianos y 
cristianas podían permitirse el lujo de jugar y celebrar fiestas, 
habiendo tantas causas perdidas que precisan de su colaboración y 
siendo necesario poner manos a la obra para cambiar la sociedad y 
reconstruirla desde cimientos liberadores y bases solidarias. 
Efectivamente, los cristianos y cristianas no pueden hacer oídos 
sordos a las llamadas que piden con urgencia apoyo en la lucha por 
la justicia. Pero la causa de la justicia se defiende a través de 
múltiples formas y tiene varias direcciones. Además, requiere 
espacios de recogimiento e interioridad, de descanso y expresividad 
festiva.
La fe cristiana se caracteriza por su pluridimensionalidad y una de 
esas dimensiones es la gratuidad, que se expresa a través de la 
celebración festiva. Ésta no busca utilidad alguna ni tiene una 
consideración pragmática de la realidad. Trata de festejar 
simbólicamente la gratuidad de la fe, de la vida, del tiempo, del 
amor, de la hermandad y sororidad. En ese sentido bien puede 
hablarse de la «inútil liturgia» 13. Cuando los cristianos y cristianas 
celebran festivamente la gratuidad de Dios y de la fe en él a través 
de los sacramentos, están denunciando la sociedad de consumo, 
sus ídolos y símbolos utilitarios. La gratuidad sacramental se 
convierte así en antídoto frente a los ritos interesados impuestos 
por la «magia del mercado» a toda la sociedad.
FE/CELEBRARLA: Una fe vivida no resulta tal si, además de dar 
frutos de justicia, no es celebrada. La fe, o se celebra o se diluye. 
Una concepción prometeica del cristianismo no repara en la 
gratuidad ni tiene en cuenta el carácter festivo. Una de las más 
graves patologías de la modernidad y de algunas corrientes del 
cristianismo es que traducen y valoran el tiempo por la eficacia, la 
utilidad, el rendimiento, el trabajo, el negocio, las ganancias. Por 
ello, R. Bastide afirmaba con razón que «no existe la posibilidad de 
domingo para Prometeo».
La recuperación del horizonte de la gratuidad por parte del 
cristianismo y de cualificadas antropologías modernas constituye 
una importante aportación a la actual civilización dominada por el 
mercantilismo y un correctivo a la prepotencia del homo faber, que 
es producto de esa civilización. La experiencia de la gratuidad abre 
horizontes liberadores a una humanidad perdida en una lucha 
fratricida de intereses.

Un acontecimiento liberador
Los sacramentos constituyen importantes manifestaciones o 
despliegues de la dimensión lúdico-festiva de la fe. Pero, para que 
sean de verdad celebración lúdico-festiva, tiene que haber algo que 
celebrar. Y, a decir verdad, no pocas veces se celebran por rutina, 
por inercia o por obligación, más que por celebrar algo 
significativo.
Los sacramentos celebran acontecimientos significativos, 
liberadores, de la fe cristiana y de la vida. No todos los momentos 
son iguales en la vida de la persona y de la comunidad. Hay 
momentos que poseen relevancia especial y constituyen un hito en 
la historia personal y/o colectiva. Vividos y leídos en clave religiosa, 
son momentos donde la gracia, la plenitud de vida y el Espíritu 
actúan con más intensidad que de costumbre. Rompen la 
monotonía del tiempo del reloj y son manifestaciones de la irrupción 
de Dios en la historia humana.
El acontecimiento significativo por excelencia que celebran los 
cristianos y cristianas es la pascua, es decir, la muerte y 
resurrección de Jesús, como acontecimiento liberador. Dicho 
acontecimiento constituye el kairós, el momento de mayor densidad 
existencial, la experiencia fundante de la fe. Muerte y resurrección 
forman una unidad en dos tiempos.
MU/RS/UNIDAD-2TIEMPOS: El primer tiempo es el 
estaurocéntrico, el que pasa por el sufrimiento, la cruz y la 
destrucción de la vida. La muerte de Jesús hay que tomarla en 
serio; no es un simple remedo, un simulacro de la muerte, una 
simple representación; no es un simple jugar a ser mortal sin serlo 
en realidad. Jesús es plenamente mortal, como lo somos todos los 
seres humanos, y asume la muerte en toda su tragicidad, sin 
edulcoramientos, sin dulcificaciones.
La celebración de la muerte de Jesús es la celebración de su 
martirio. Con frecuencia suele olvidarse que Jesús fue un mártir. El 
mártir da su vida por una causa noble, que hay que continuar. La 
celebración del martirio y el recuerdo de la causa por la que el 
mártir da su vida suponen la actualización y el proseguimiento de la 
causa por la que murió. Y eso no tiene por qué celebrarse de forma 
triste, con desesperanza, como si se tratara de una derrota sin más, 
sino gozosa y esperanzadamente.
Pero el martirio de Jesús no es algo que haya que recordar 
a-históricamente, románticamente y de forma aislada. Hay que 
relacionarlo con los martirios de las personas que han proseguido 
su causa y que han pagado con su vida el precio de la liberación. 
Hay una línea de continuidad entre el martirio de Jesús y el martirio 
de otros/as cristianos/as de ayer y de hoy, entre la causa por la que 
él dio la vida y las causas por las que siguen dándola los mártires 
hoy. Entre los mártires más cercanos cabe citar a Bonhoeffer, 
Monseñor Romero, Ignacio Ellacuría y los jesuitas de El Salvador y 
recordar a muchos mártires anónimos. Todos ellos lucharon por la 
justicia, la libertad, la igualdad y la solidaridad desde motivaciones 
humanitario-religiosas.
Pero la muerte de Jesús forma un todo con la resurrección y 
remite a ésta. La resurrección constituye el triunfo de la vida. Por 
eso toda celebración cristiana es, en definitiva, celebración de la 
vida, del sentido de la vida; más aún, de la plenitud de sentido. En 
ella se hace justicia a los mártires y se les rehabilita. Haciendo 
memoria de ellos se les hace presentes.
La resurrección de Jesús se prolonga en cuantas experiencias de 
triunfo de la vida sobre la muerte vive a diario la humanidad: 
pueblos que recuperan la libertad o que, a pesar de estar 
sometidos, no se dan por vencidos.
Sin embargo, a tenor de la tonalidad oscura de no pocas 
celebraciones cristianas, bien pareciera que lo que se celebra es la 
muerte de Cristo como final frustrado de una vida que terminó en 
fracaso, sin posibilidad de superarlo.
La muerte y resurrección de Cristo se explicitan y concretan en 
una serie de manifestaciones festivas, que recuerdan momentos 
importantes de la vida de Jesús, de quienes le acompañaron y 
continuaron la causa que él defendió, así como de comunidades y 
personas que han destacado por su vida ejemplar y por sus 
enseñanzas a lo largo de la historia del cristianismo: profetas, 
profetisas, doctores/as, mártires, etc.
Hay que intentar que los acontecimientos más significativos de la 
vida religiosa de la persona y de la comunidad estén en relación 
con los momentos de especial densidad en la vida de los/as 
ciudadanos/as y de los pueblos. Los acontecimientos religiosos que 
se celebran no son sucesos míticos de los orígenes, sino hechos 
históricos, que tienen que ver con la historia presente.
Cada sacramento acentúa un elemento fundamental del 
acontecimiento liberador celebrado: el bautismo, la incorporación a 
la comunidad; la confirmación, la adultez en la fe y el compromiso; la 
penitencia, la reconciliación; la eucaristía, la comida compartida ; el 
matrimonio, el proyecto de vida en común; el orden sacerdotal, el 
servicio a la comunidad; la unción de enfermos, el consuelo en la 
enfermedad.

Gestos y palabra
SIGNOS/GESTOS: GESTOS/SIGNOS: Como ya vimos, no hay 
fiesta sin gestos expresivos, y cuanto más expresivos y bulliciosos, 
más auténtica es la fiesta. La tarta, las velas, el regalo son gestos 
típicos de los cumpleaños. Los abrazos efusivos, los apretones de 
manos y los besos expresan la buena acogida que se presta a una 
persona y su incorporación en el círculo de la amistad.
Los sacramentos también tienen sus gestos peculiares, como ya 
vimos en los capítulos dedicados a los símbolos y a los ritos. 
Cuanto más expresivos sean dichos gestos, más auténticos serán 
los ritos sacramentales. Las autoridades religiosas tienden a 
controlar el ritmo y la intensidad de las celebraciones 
sacramentales, para evitar que se produzcan excesos. Los excesos 
les parecen una desnaturalización del acontecimiento salvador. Sin 
embargo, si el mundo sacramental quiere moverse en su lugar 
natural, que es el lúdico-festivo, es el comedimiento, y no la euforia 
entusiasta, el que puede desnaturalizar los ritos y los símbolos. 
Procede, por ende, recuperar la expresividad de los gestos 
simbólicos.
A los gestos acompaña la palabra. Pero, en este caso, no es una 
palabra argumentativa, exhortativa, de efectos mágicos; es, 
preferentemente, narración: he aquí la infraestructura del lenguaje 
sacramental. La fiesta sacramental hace referencia a los tres 
tiempos que conforman la historia: el pasado, el presente y el 
futuro.

Jesús, narrador de historias
El acontecimiento salvador a festejar se narra, se relata. La 
narración es un género literario frecuente en la Biblia y 
consustancial al cristianismo. Los evangelios son relatos de la 
práctica de Jesús, narraciones de la experiencia de quienes 
compartieron con él mesa, sinsabores y esperanzas. Jesús fue un 
extraordinario narrador de historias, que no se dirigían tanto a la 
razón como al corazón, que no trataba tanto de convencer con 
argumentos irrefutables como de llamar al cambio de actitudes. 
Buena parte de su vida pública estuvo dedicada a ese bello 
menester.
Los mismos dogmas, a pesar de sus formulaciones a veces 
rígidas y cerradas, son en realidad -o pretenden ser- breves 
fórmulas narrativas que condensan el contenido profundo de la fe.
Los discípulos y las discípulas escucharon, con atención e incluso 
con embeleso, las historias contadas por Jesús. El relato y la 
escucha de las mismas fueron forjando gradualmente la comunidad 
de seguidores y seguidoras. Los oyentes de las narraciones las 
transmitieron, a su vez, a quienes estaban interesados en 
escucharlas, dando lugar a la formación de una tradición narrativa 
que ha llegado hasta hoy y que los cristianos y las cristianas 
actuales han de continuar.

La teolog{a, narración de la historia de Dios
La narración ha sufrido una importante devaluación tanto en la 
filosofía como en la teología. Se observa un desdén por la 
narración incluso en las ciencias históricas.
El logos ha suplantado a la historia y el razonamiento ha ocupado 
el lugar que tuviera otrora la narración. Los teólogos y filósofos se 
han ido alejando gradualmente del mitólogo, hasta el punto de no 
tener ya apenas nada en común. La teología, en concreto, 
considera a la narración como género menor y como una forma 
precrítica de expresión, observa atinadamente Metz.
Como reacción frente a tal devaluación ha surgido en el seno del 
cristianismo una corriente favorable a armonizar logos e historia y a 
rehabilitar la narración en la teología y en la liturgia. El prólogo del 
evangelio de Juan (Jn 1) no opone narración-Logos, sino que es 
una narración del Logos: «En el principio existía la Palabra... La 
palabra era la luz verdadera... Y la Palabra se hizo carne y habitó 
entre nosotros». La teología se entiende como historia y, como tal, 
es una reflexión radicada en la historia sobre la historia de Dios 
como Padre, Hijo y Espíritu Santo. El viejo tratado sobre «Dios uno 
y trino», que se ocupaba de Dios desde una óptica intemporal y 
ahistórica, por entender que carecía de pasado, presente y futuro, 
ha dado paso a un nuevo tratado que relata la historia de las tres 
personas 14.
Los sacramentos son «macrosignos liberadores de narraciones» 
(Metz). En ellos, la palabra narrativa es signo eficaz. Nada tiene que 
ver, por tanto, con el lenguaje críptico invariable y repetitivo de las 
celebraciones religiosas. La eficacia sacramental no radica en la 
pronunciación exacta de unas palabras sagradas que produzcan 
efectos mágicos, sino en la narración de la historia de la salvación 
que se hace realidad simbólicamente.

La comunidad, gozne de la celebración festiva
La comunidad es a la fiesta lo que el gozne a la puerta: así como 
el gozne hace que la puerta gire, la comunidad es la que hace que 
la fiesta sea humana y humanizadora.
Sin comunidad no hay fiesta. Y. sin embargo, ¡cuántas veces se 
celebran los sacramentos sin comunidad! Y en ese caso, 
difícilmente pueden celebrarse como una fiesta. Son, más bien, 
actos individuales y nada lúdicos.
Es la comunidad la que reconoce valor a los acontecimientos 
significativos y llena de sentido los gestos simbólicos.
Desde el principio, la asamblea tuvo una centralidad 
incuestionable en el cristianismo. Todo sacramento es sacramento 
de la comunidad, de la asamblea.
El cristianismo no es, propiamente hablando, una comunidad de 
argumentación, sino, como afirman H. Weinrich y J.-B. Metz, una 
«comunidad de narración» y de comensales 15. La narración de las 
diferentes experiencias de los miembros de la comunidad y de los 
acontecimientos liberadores que se celebren ponen en 
comunicación a las personas reunidas y dan lugar a una comunidad 
de comunicación interpersonal.
Las celebraciones de la comunidad no son lugares para el debate 
académico, para argumentar las diferentes posiciones de sus 
miembros, sino para poner en común las experiencias personales y 
comunitarias de la fe y de la vida. El acontecimiento de la Pascua 
que se celebra no se razona; se narra; como se narran también los 
hechos más significativos de la vida de la comunidad. Pero la 
narración no se limita a contar de manera «objetiva» y distante lo 
sucedido para información de las personas presentes, sino que 
tiene una intencionalidad moral, un efecto práctico y una 
perspectiva liberadora.

HACIA LA COMUNIDAD 3
Los sacramentos, liturgia del prójimo
EDITORIAL TROTTA MADRID-1995. Págs. 122-139

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1. F. Nietzsche, El Anticristo, Alianza, Madrid, 1974, 74.
2. Ibid, 63,69.
3. Ibid., 43, 82.
4. J. Huizinga, Homo ludens, Alianza, Madrid, 1968.
5. J. Mateos, Cristianos en fiesta, Cristiandad, Madrid, 1972, 276-277.
6. Ibid,259-260.
7. H. Cox, Las fiestas de locos, Taurus, Madrid, 1972, 26.
8. M. C. Jacobelli, Risus paschalis, Planeta, Barcelona, 1991, 76.
9. Citado en M. C. Jacobelli, o. c., 68.
10. Cf. J. Moltmann, Sobre la libertad, la alegria y el juego, Sígueme, 
Salamanca, 1972, 50.
11. H. Cox, o. c., 163.
12. Tomo esta información del libro de la teóloga alemana U. 
Ranke-Heinemann, Eunucos por el reino de los cielos, Trotta, Madrid, 1994. 
13. La expresión es de J. Llopis, que ha publicado un libro con ese título, La 
inútil liturgia, Marova, Barcelona-Madrid, 1974.
14. Cf. Ias dos obras del teólogo italiano B. Forte, La Trinidad como historia 
Sígueme, Salamanca, 1988; La teología como compañia, memoria y profecia, 
Sígueme, Salamanca, 1990.
15. Cf. Ios artículos de ambos autores en Concilium 85 (1973): H. Weinrich, 
«Teología narrativa», 210-221; J.-B. Metz, «Breve apología de la narración», 
222-237.