ÉTICA Y CULTO


por Juan José Tamayo-Acosta


Vamos a abordar a continuación las relaciones entre ética y 
sacramentos, en tres momentos. Primero, analizaremos el carácter 
histórico de la religión bíblica y nos aproximaremos a una de las 
categorías fundamentales de dicha religión conforme a su 
dimensión histórica: la anámnesis. Posteriormente, veremos la 
actitud de los viejos profetas y de Jesús de Nazaret ante el culto. 
Terminaremos con una reflexión global sobre la relación entre ética 
y sacramentos.

RLS-cultuales y RLS-éticas
Entre las plurales tipologías que los historiadores de las RLS han 
ofrecido de éstas hay una que nos interesa especialmente en este 
tema: la que distingue entre RLS ontológico-cultuales y RLS 
ético-proféticas. Las primeras se caracterizan por su dimensión 
preferentemente cultual y por su vertiente ahistórica. La existencia 
humana se configura en torno al culto, que establece una neta 
distinción entre lo sagrado y lo profano en sus diferentes 
manifestaciones: tiempos, lugares, personas y acciones. Sagrado y 
profano son dos mundos contrapuestos que no pueden 
armonizarse.
El tiempo, en las RLS ontológico-cultuales, no es histórico e 
irreversible, sino cíclico y reversible; no es humano, sino cósmico: 
se rige por los ciclos de la naturaleza. El ser humano no se 
auto-comprende como ser histórico ni tiene conciencia de futuro. La 
historia queda en suspenso. El tiempo verdadero no es el tiempo 
histórico, sino el tiempo mítico de los orígenes. La vida carece de 
significación por sí misma. Lo que da sentido a la vida es su 
conexión con el tiempo de la fundación del mundo. Las diferentes 
etapas de la vida humana se enmarcan en un universo sagrado. La 
trascendencia se manifiesta fuera y por encima de la historia. La fe 
en el ser supremo -o en los seres supremos- no genera actitudes 
éticas orientadas a mutar el curso de la historia en clave de libertad, 
sino que desemboca en prácticas cultuales y en la aceptación del 
destino. Las RLS ético-proféticas, sin embargo, tienen su centro en 
la vida; su horizonte es la historia como espacio de salvación y lugar 
de revelación de la trascendencia. La experiencia religiosa no se 
cierra sobre sí misma, sino que se traduce en actitudes éticas.
Los acontecimientos no son una sucesión de hechos que se 
repiten cíclicamente, sino fenómenos nuevos que llevan la marca de 
la libertad del ser humano y de la comunidad en que vive. El punto 
de mira no es un pasado ideal que nunca existió, sino un futuro que 
está por venir y que hay que construir.

Constructores del tiempo
La religión bíblica pertenece a la familia de las RLS 
ético-proféticas y se caracteriza por su dimensión histórica. La 
historia es la categoría central de dicha religión y una de sus 
principales aportaciones a la humanidad. Seeligman define dicha 
categoría como «el pentagrama conceptual de la fe yahvista» y 
Heschel describe a los israelitas como «constructores del tiempo».
Israel experimenta la existencia como historia orientada a una 
meta, la tierra prometida, que es la que da sentido al camino a 
seguir. El tiempo cósmico y reversible cede paso al tiempo histórico 
e irreversible. Ello produce una modificación sustancial en la 
manera de entender y experimentar la revelación y la propia 
divinidad. La revelación tiene lugar en la historia y a través de la 
historia, que se convierte en el lugar privilegiado de la salvación. El 
Dios que se revela es un Dios histórico; renuncia a estar en el 
Olimpo de los dioses y entra en el escenario de la cotidianidad para 
compartir la suerte de los seres humanos. El nombre mismo de 
Dios, Yahvé, tiene significación histórica y remite al futuro. Yahvé 
significa: «seré el que seré, os sacaré de la esclavitud y os 
acompañaré en el itinerario hacia la tierra prometida».
La manifestación de Dios tiene lugar a través de su acción 
histórica. La visibilidad de Yahvé es perceptible en sus obras de 
salvación. En consecuencia, el camino que lleva derechamente al 
conocimiento de Dios no es otro que el de su presencia liberadora 
en la historia.

El culto como memorial histórico-profético
Una religión así, ¿es radicalmente ajena al culto? No 
necesariamente. Lo que hace es darle un contenido diferente al de 
las RLS ontológico-cultuales. El culto es vivido como «memorial 
histórico-profético», que rompe «la circularidad mítica simple y la 
recurrencia cósmica en espiral de la ritualidad vivida en la 
ingenuidad primitiva» 1 Llegamos así a la categoría que mejor 
expresa y define la identidad del culto judío: memorial, anámnesis, 
recuerdo. Se trata de una categoría descuidada y hoy recuperada 
en la filosofía gracias a W. Benjamin y en la teología gracias a los 
especialistas en la religión bíblica y a teólogos como J.-B. Metz.

El recuerdo subversivo
Metz ha reformulado la «memoria de los vencidos» de Benjamín a 
través de la expresión «razón anamnética». Con ella se refiere no a 
la teoría platónica de la anámnesis (memoria), sino a la idea bíblica 
de recuerdo subversivo del sufrimiento en la historia. La destrucción 
del recuerdo es una medida típica de la dominación totalitaria, que 
recurre a borrar toda huella del pasado para eliminar, así, la 
identidad cultural de los pueblos sometidos y cercenar las 
aspiraciones a la libertad inscritas en la historia de las 
colectividades humanas. Cuando al ser humano se le priva de sus 
recuerdos, se inicia su estado de esclavitud.
MEMORIAL/QUE-ES: La fe cristiana es definida como «memoria 
de la pasión y de la resurrección de Jesucristo». La resurrección se 
comprende no desde el lado triunfalista del vencedor que impone 
su ley a los vencidos, sino a partir del memorial de la pasión que 
genera solidaridad con y entre los que sufren y devuelve la vida. La 
razón anamnética se muestra solidaria no sólo con las personas 
que viven en el presente y que vivirán en el futuro, sino también con 
las víctimas del pasado. El recuerdo en sentido bíblico no es la 
simple evocación de algo sucedido en el pasado, ni posee el tono 
añorante que con frecuencia suele darse a la memoria. Más que 
recordar en ese sentido de añoranza, memorial significa re-avivar, 
re-vivir, traer a la memoria, hacer presentes los acontecimientos 
liberadores de la historia del pueblo.
El memorial constituye un puente de comunicación entre el 
pasado y el presente, se caracteriza por la actualización del pasado 
que se torna operativamente presente y encierra un impulso ético, 
una llamada a actuar aquí y ahora.
Un ejemplo del impulso ético que implica el memorial es el relato 
que hace el libro del Génesis, capítulo 40, sobre la prisión de José 
en Egipto. José interpreta los sueños del copero y del panadero del 
rey, encarcelados con él. Al panadero le predice que, tras 
abandonar la cárcel, volvería a ocupar el puesto del que fue 
desposeído. Tras la predicción le dice: «Sólo te pido que te 
acuerdes de mí cuando te vaya bien; hazme el favor de hablar de 
mí al faraón, para que me saque de esta prisión» (Gn 40, 14). Sin 
embargo, continúa el texto, «el copero no se volvió a acordar de 
José, sino que se olvidó de él» (Gn 40, 23).
Aquí recordar no es un simple acto de la memoria, sino que exige 
llevar a cabo una acción efectiva en favor de José: interceder ante 
el faraón para que lo sacara de la cárcel. El olvido del panadero no 
es una simple pérdida de memoria, sino dejar de actuar, no hacer 
nada por el otro.
El memorial o anámnesis se encuentra ejemplificado de forma 
paradigmática en la fiesta cultual más importante del pueblo judío: 
la Pascua, «día de memorial», que hace presente y aviva el 
acontecimiento fundante de la historia de Israel, el éxodo, la 
liberación de Israel de la opresión faraónica. La conmemoración de 
tal acontecimiento tiene lugar ritual y narrativamente.
El libro del Éxodo explica el significado de la celebración de la 
pascua, que los judíos habrán de celebrar cada año: «Ese día 
explicarás a tus hijos: "Hacemos esto para recordar lo que hizo por 
mí el Señor cuando salí de Egipto". Este rito será para ti como una 
señal en tu mano, como memorial ante tus ojos, para que tengas en 
tu boca la ley del Señor; porque el Señor te sacó de Egipto con su 
fuerza poderosa. Observaréis este rito cada año en la fecha 
señalada» (Ex 13, 8-10). La Misná subraya la vigencia y actualidad 
de la liberación de Egipto a través de la pascua.
El memorial genera una especie de contemporaneidad entre 
quienes fueron liberados entonces y los que lo celebran 
posteriormente. La celebración pascual no es un rito rememorativo 
sin más. Quienes participan en él entran en el mismo mundo de los 
liberados de antaño, re-viven su historia y hacen realidad en ellos 
tanto las experiencias de sufrimiento como el acontecimiento 
liberador que conmemoran.
El memorial no es un acto de idealización del pasado. Lo que 
hace es, más bien, movilizar las energías entumecidas del pasado y 
activarlas en el aquí y el ahora para que den frutos de liberación. 
No se contenta con recordar lo que entonces sucedió, sino que 
busca extraer toda la fuerza liberadora escondida en la historia 
humana.
La anámnesis hace memoria de los sufrimientos, tanto 
personales como colectivos, del pasado, pero no por arte de 
morbosidad malsana o de sado-masoquismo. Si los recuerda es 
para que no se repitan. El recuerdo tiene, así, efectos 
regeneradores para todo el pueblo, que ve preservada su identidad 
como pueblo. Genera, asimismo, una solidaridad transgeneracional, 
que se extiende a las víctimas del pasado. Constituye, en fin, una 
demanda de reparación y de justicia.

Memoria histórica, ética y rito
Lo peculiar de la ritualidad en la experiencia religiosa de Israel 
radica en su relación con la memoria y con la historia o, si se 
quiere, con la memoria histórica. Hay un texto paradigmático al 
respecto donde se describe de manera precisa e inconfundible la 
relación entre memorial, recuerdo e historia, Dt 26, 1-12, que dice 
así:

Cuando hayas entrado en la tierra que el Señor tu Dios te da en 
herencia, la hayas tomado en posesión y te hayas establecido en ella, 
tomarás las primicias de todos los productos que hayas cosechado en su 
suelo, las pondrás en una cesta e irás con ellas al sitio elegido por el 
Señor para morada de su nombre. Te presentarás al sacerdote de turno en 
ese momento y le dirás: «Yo declaro hoy, en presencia del Señor, mi 
Dios, que he entrado en la tierra que el Señor había de darnos, según 
había jurado a nuestros antepasados». El sacerdote recibirá la cesta de 
tus manos y la pondrá delante del altar del Señor, tu Dios. Y tu dirás 
delante del Señor...: «Mi antepasado era un arameo errante. Bajó a Egipto 
y se estableció allí como emigrante con un puñado de gente; allí se 
convirtió en una nación grande, fuerte y numerosa. Los egipcios nos 
maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron una dura esclavitud. 
Entonces clamamos al Señor, Dios de nuestros antepasados, y él 
escuchó nuestra voz y vio nuestra miseria, nuestra angustia y nuestra 
opresión. El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo poderoso, 
en medio de gran terror, señales y prodigios; nos condujo a este lugar y 
nos dio esta tierra, que mana leche y miel. Por eso traigo las primicias de 
esta tierra que el Señor me ha dado». Las dejarás delante del Señor, tu 
Dios, te postrarás en su presencia y celebrarás una fiesta con el levita y el 
emigrante que vive en medio de ti, por todos los bienes que el Señor tu 
Dios te ha dado a ti y a tu familia. El año tercero, año del diezmo, cuando 
hayas terminado de separar el diezmo de todos tus frutos y se los hayas 
dado al levita, al forastero, al huérfano y a la viuda, para que coman todo lo 
que quieran en tus ciudades, dirás en presencia del Señor, tu Dios: «He 
tomado de mi casa lo consagrado a ti y se lo he dado al levita, al 
forastero, al huérfano y a la viuda, como me has mandado».

Vamos a destacar algunos aspectos del texto.
El rito de las primicias no se relaciona aquí con fenómenos de la 
naturaleza, sino con acontecimientos históricos protagonizados por 
el Dios liberador de Israel. El autor del texto describe la fiesta de las 
primicias en el marco de un relato histórico, que recuerda los 
momentos más importantes de la historia del pueblo: emigración de 
Abrahán, opresión en Egipto, clamor del pueblo a Dios, éxodo y 
entrada en la tierra prometida.
Memorial histórico y rito remiten al ámbito de la vida, de los 
comportamientos, y desembocan en el campo de la ética. La 
presentación de las primicias de los productos de la tierra comporta 
la asunción de determinadas actitudes morales. El rito constituye 
una invitación a la ética; pero no a la ética intimista, sino a la ética 
cívico-social, a la ética de la alteridad. Esta se caracteriza por el 
reconocimiento del otro como otro. Aquí el otro son los levitas, las 
viudas, las personas extranjeras y las personas huérfanas, todas 
ellas necesitadas. Los sujetos y destinatarios de la ética son las 
personas marginadas. El principio ético por excelencia aquí 
proclamado es el de la alteridad. El reconocimiento de estas 
personas como tales lleva derechamente a la solidaridad y al 
compartir.
Hay todavía en el texto un aspecto importante relacionado con el 
compartir que conviene subrayar aquí. Lo que se comparte con las 
personas necesitadas no son los productos defectuosos, sino las 
primicias, lo mejor de la cosecha. Éstas, una vez presentadas a 
Dios, se convierten en algo sagrado. El Dios de Israel no se reserva 
para sí las primicias de los productos de la tierra, sino que ordena 
su distribución entre quienes pasan necesidad. El texto es bien 
explícito al respecto: «He tomado de mi casa lo consagrado a ti y se 
lo he dado al levita, al forastero, al huérfano y a la viuda, como me 
has mandado» (Dt 26, 12).

Una ritualidad encubridora de la injusticia
Pero la correcta articulación entre memoria histórica, ética y 
ritualidad fue realidad por poco tiempo; pronto entró en crisis. Los 
ritos no tardaron en independizarse y desconectarse de la ética y 
de la historia. Más aún, se vaciaron de contenido y se convirtieron 
en instrumento para encubrir e incluso legitimar la injusticia 
generalizada.
La alabanza verbal a Dios se tornaba negación de Dios en el 
interior de la persona y en la vida. El culto, cada vez más perfecto 
en sus formas, tenía cada vez menos que ver con la práctica de la 
justicia. El memorial de la liberación de Egipto no iba acompañado 
de actitudes liberadoras para con los/as oprimidos/as. El rito de la 
circuncisión carnal cada vez se alejaba más de la circuncisión del 
corazón. La ofrenda de las primicias no se correspondía con gestos 
concretos de compartir con los necesitados en la vida. Los 
sacrificios de animales no se traducían en entrega al prójimo.
Quienes desde muy pronto cayeron en la cuenta y llamaron la 
atención sobre de la perversión de los ritos y de su vaciamiento 
ético e histórico fueron los profetas de Israel, que dirigieron las más 
severas críticas contra el culto.
El profeta Samuel criticó ya con dureza los sacrificios ofrecidos a 
Dios por el rey Saúl tras vencer a los amalecitas y propuso como 
alternativa la obediencia a Dios y la docilidad (1 Sm 15, 22).
La pregunta fundamental que se plantean las RLS en general e 
Israel en particular en relación con el culto es cómo acceder a Dios 
y cómo relacionarse con él. Dos son las principales respuestas: la 
que sobrevalora el culto como única mediación para agradar a la 
divinidad y conseguir su favor, y la que lo relativiza, desenmascara 
su carácter absoluto, cuestiona sus abusos y pone el acento en las 
actitudes éticas. Los profetas de Israel ofrecen la segunda 
respuesta y se desmarcan abiertamente de la primera.

Sobrecarga religioso-cultual
Ellos describen con todo lujo de detalles las prácticas populares 
más extendidas que configuraban el clima religioso de Israel, 
caracterizado por una desmedida actividad religioso-cultual. Entre 
las prácticas religioso-cultuales más extendidas Amós e Isaías se 
refieren a holocaustos de carneros y de grasa de cebones, 
novilunios, sábados, reuniones litúrgicas, festividades, cantos, 
cítaras, etc. (Am 5, 21-24; Is 1, 11-15).
Los profetas constatan el fuerte arraigo que tenían entre el 
pueblo las peregrinaciones a los santuarios más renombrados, la 
obligación del pago de los diezmos, la práctica de sacrificios de 
animales. Se multiplicó la construcción de altares como cauce para 
que el pueblo expiara sus faltas. Tales prácticas eran consideradas 
el núcleo de la religión.

La corrupción, instalada en las estructuras socio-politicas
Esta sobrecarga de actos religioso-cultuales coexistía con una 
situación de injusticia generalizada, ampliamente expuesta por los 
profetas en tono crítico. La ciudad -bien se trate de Samaría o de 
Jerusalén-, aparentemente próspera, oculta una guerra de los ricos 
contra los pobres y está dominada por la maldad, la opresión y la 
violencia. Está construida con la sangre de los pobres, observa 
Miqueas.
Las autoridades y las clases dirigentes están instaladas en la 
corrupción y se venden al mejor postor. Traicionan a Dios y a los 
pobres, al implantar una violencia criminal y al tratar a la gente 
como carne de matadero. Abusan del derecho, poniéndolo al 
servicio de sus intereses.
Los legisladores promulgan leyes vejatorias «que no hacen 
justicia a los indefensos y despojan de sus derechos a los pobres 
de mi pueblo, que hacen de las viudas su presa y de los huérfanos 
su botín» (Is 10, 1-2).
El orden jurídico se encuentra en ruinas; es una maquinaria 
legitimadora y perpetuadora de las injusticias. «Cambian el derecho 
en amargura y echan por tierra la justicia», sentencia Amós (Am 5, 
7; cf. Am 6, 12). Los jueces son corruptos; absuelven a los 
culpables y condenan a los inocentes; utilizan la ley para expoliar a 
los pobres. El funcionamiento de la justicia es nefasto.
Los poderosos amasan fortunas sin escrúpulo; arrebatan a los 
campesinos sus tierras y acumulan tierras y casas donde viven en 
medio del lujo y el dispendio, mientras el pueblo vive en estado de 
extrema necesidad. He aquí el testimonio de Amós: «Duermen en 
camas de marfil; se apoltronan en sus divanes; comen los corderos 
del rebaño y los terneros del establo...; beben el vino en elegantes 
copas y ungen con delicados perfumes, sin dolerse por la ruina de 
José» (Am 6, 4-6).
La vida política también deja mucho que desear. La monarquía es 
considerada por los profetas como señal de la ira de Dios. Así dice 
Oseas: «¿Dónde está ahora tu rey, para que salve tus ciudades? 
¿Dónde los jueces de quienes decías: "Dame rey y príncipes?" En 
mi ira te di un rey, y en mi furor te lo quito» (Os 13, 10-11). La 
monarquía y la corte carecen de legitimación.
La economía sigue reglas ajenas al bienestar del pueblo. Los 
bienes están en manos de unas pocas personas (Is 5, 8-9). 
Cualquier método vale para acumular, sin miramiento alguno. Los 
impuestos son excesivos; los préstamos, abusivos; los salarios, 
míseros.
La reacción de los profetas frente a esta situación es de crítica 
airada hacia la realidad económica, de denuncia de la situación 
socio-religiosa y de propuesta de alternativas.

Los lugares sagrados convertidos en santuarios reales
Los profetas adoptan una actitud de sospecha hacia los lugares 
sagrados, sobre todo hacia los santuarios, construidos y tutelados 
políticamente por la monarquía . La supuesta «casa de Dios» en 
Betel se ha convertido en «santuario real y templo del reino» (Am 7, 
13). Por eso Amasías, el sacerdote de Betel, denuncia a Amós ante 
el rey Jeroboán y le prohíbe profetizar en dicho santuario.
Isaías se muestra contrario a que se construya una casa o un 
lugar de descanso en la tierra para Dios y da como razón disuasoria 
el que Dios tiene los ojos fijos «en el humilde y abatido» (Is 66, 2b). 
Las personas humildes y abatidas son la verdadera residencia de 
Dios.
El templo de Jerusalén es criticado por algunos profetas. La 
crítica más severa sale de la boca de Jeremías (Jr 7), que razona 
de esta guisa: El pueblo y las autoridades mitifican la fuerza 
salvadora del templo de Jerusalén; en él tienen depositada su 
confianza y le consideran el lugar de salvación, hasta el punto de 
repetir, cual jaculatoria con indulgencias, el siguiente estribillo: «¡El 
templo del Señor, el templo del Señor, el templo del Señor!» (Jr 7, 
4).
Tal razonamiento es, sin embargo, engañoso, ya que la 
seguridad que busca el pueblo en el templo no se corresponde con 
la conducta desviada del pueblo, que vive en un estado de 
permanente idolatría.
Además, argumenta el profeta, el templo se ha convertido en 
«cueva de ladrones»; ha pasado de centro religioso a centro 
económico. El templo ha llegado a ser «lugar de cita de todos los 
especuladores y arribistas, lugar de fornicación e idolatría» (A. 
Mecer). Por eso, Dios amenaza con destruir el templo de Jerusalén, 
como hizo antaño con el de Siló.
Jeremías propone como alternativa a la seguridad depositada en 
el templo un cambio radical de vida: enmendar la conducta, 
practicar la justicia, no oprimir al emigrante, al huérfano y a la viuda, 
no derramar sangre inocente en el templo, ni seguir a otros dioses 
(cf. Jr 7, 5-6).

Las festividades religiosas en un clima delictivo
Por lo que se refiere a las festividades religiosas, los profetas 
dirigen su crítica a los sábados y novilunios (Is 1, 10 ss.; Am 5, 
21-27), mientras que muestran cierto respeto hacia las grandes 
fiestas, como los Ácimos, Pentecostés o Pascua. El motivo de la 
crítica a los sábados y novilunios es porque, a su juicio, no facilitan 
la conversión, sino que la dificultan e incluso la hacen imposible. 
Las fiestas se celebran en un clima de injusticia, que no se ve 
modificado tras su celebración. Más aún, las fiestas encubren la 
criminalidad reinante.

Los sacrificios, deformación de la imagen de Dios
Objeto de crítica son también las acciones sagradas, 
especialmente los sacrificios, que forman parte sustancial de la 
religión judía. La imagen que los sacrificios presentan de Dios es la 
de alguien que exige sangre para aplacar su ira, que necesita 
alimentarse, más aún atiborrarse de comida. Y eso constituye la 
más crasa deformación de la imagen de Dios. De ahí el rechazo que 
el mismo Dios muestra por los sacrificios de animales a través de la 
palabra del salmista: «¿Acaso como yo carne de toros, o bebo 
sangre de machos cabríos?» (Sal 50, 13).
Frente a los sacrificios de animales, el salmista propone como 
alternativa: ofrecer a Dios un sacrificio de alabanza, cumplir las 
promesas hechas a Dios, seguir el camino que conduce a la 
salvación (Sal 50, 14.23).
Los sacrificios van en dirección contraria al espíritu del éxodo. Si 
el espíritu del éxodo lleva derechamente a la liberación, a la tierra 
prometida, los sacrificios llevan a la obstinación en la maldad. «Yo 
no prescribí nada a vuestros antepasados sobre holocaustos y 
sacrificios cuando los saqué de Egipto. Lo único que les mandé fue 
esto:... seguid fielmente el camino que os he prescrito para que 
seáis felices» (Jr 7, 21).
Los profetas desenmascaran el doble juego de quienes ofrecen 
sacrificios a Dios al tiempo que atentan contra la vida del prójimo y 
practican la idolatría: «El mismo que inmola un toro -sentencia 
Isaías en clave de denuncia-, mata a un hombre; el que sacrifica a 
una oveja, degüella a un perro...; el que quema incienso, bendice a 
un ídolo» (Is 66, 3).

La práctica del ayuno y el mal trato al prójimo
El ayuno es otra práctica religiosa criticada por los profetas. Se 
trata de una práctica común a la mayoría de las RLS. Responde a 
diferentes motivos: luto, purificación, mortificación, súplica, etc.
La Biblia presenta el ayuno como una práctica piadosa regulada 
por la ley (Lv 16, 29. 31). En un principio la ley establecía un día de 
ayuno obligatorio al año. Luego se fijaron varios días más en 
recuerdo de las calamidades nacionales.
El ayuno constituía un refuerzo de la oración en aras de una 
mayor eficacia de ésta. Tenía carácter de humillación personal y de 
arrepentimiento colectivo.
Entre los riesgos del ayuno los profetas subrayan tres: el 
formalismo, la ostentación y la vacuidad.
El más implacable de los profetas en la crítica contra el ayuno es 
Isaías 58, 3-13, quien muestra la incoherencia de esa práctica, ya 
que mientras se ayuna siguen las riñas y disputas, las agresiones y 
los malos tratos al prójimo, la injusticia y la explotación a los 
trabajadores, el egoísmo y la codicia.
La alternativa al ayuno se concreta en una doble práctica 
liberadora hacia el prójimo que se encuentra privado de libertad y 
necesitado de pan, techo y vestido. Dicho en terminología actual, la 
primera consiste en el reconocimiento de los derechos políticos: 
abrir «las prisiones injustas», desatar «las correas del yugo», 
liberar «a los oprimidos», acabar «con todas las tiranías» (Is 58, 6). 
La segunda consiste en la satisfacción de las necesidades básicas: 
compartir el pan «con el hambriento», hospedar «a los pobres sin 
techo», vestir «al desnudo», preocuparse por los «semejantes» (Is 
58, 7).
Los profetas denuncian las prácticas cultuales en general porque 
avanzan en dirección opuesta a la justicia. La alternativa que 
proponen es una actitud solidaria con el prójimo, lealtad, 
conocimiento de Dios y justicia. Lo que quiere Dios, dice Miqueas, 
es «tan sólo el derecho, amar la fidelidad y obedecer humildemente 
a Dios» (Miq 6, 8). Primero se enumeran los principios éticos de 
validez universal: Lo que agrada a Dios es el cambio de conducta: 
«dejad de hacer el mal, aprended a hacer el bien y buscad el 
derecho (Is 1, 16b-17a). Después se concretan conforme a las 
situaciones extremas en que viven los marginados: «Proteged al 
oprimido, socorred al huérfano, defended a la viuda» (Is 1, 17b). 
Éste es el imperativo ético de los profetas, que sintoniza con las 
tradiciones liberadoras de Israel, que prohibían explotar a las viudas 
y huérfanos (Ex 22, 21) y declaraban malditos a quienes les 
defraudaban (Dt 27, 19).

¿Sacerdotes y profetas, a la greña?
Otro elemento importante de la vida religiosa de Israel son las 
personas sagradas, más en concreto, los sacerdotes. Pero, ¿qué 
decir de las relaciones entre sacerdotes y profetas? ¿Chocan entre 
sí o se entienden? ¿Se contraponen el culto, representado por los 
sacerdotes, y el espíritu, representado por los profetas? Sacerdotes 
y profetas son dos polos de la religión judía en tensión. A. Neher 
cree que los profetas chocan contra los sacerdotes que eran falsos 
fariseos y abusaban de la ley2. Los profetas critican a los 
sacerdotes por las negligencias y traiciones en que incurrían en el 
ejercicio de su ministerio: libertinaje, servilismo político y ser 
rehenes del poder real, ligereza ritual, sincretismo religioso, 
oportunismo clerical, apuesta en favor de los ricos, búsqueda de 
pingües prebendas, ser una casta, impiedad, ambiciones, violación 
de la ley, darse a la bebida, fraude.
Se muestran críticos con el sacerdocio espacial, es decir, el 
sacerdocio vinculado a un lugar que se convertía en sede 
permanente de Dios, espacio privilegiado de manifestación de Dios 
y ámbito exclusivo de la alianza. Hay ahí una crítica a la religión 
sedentaria y estática. La alternativa de los profetas es la religión 
nómada, que no ata a Dios a ningún lugar concreto, sino que lo 
experimenta como itinerante, como el que va delante, acompañando 
al pueblo en la gran marcha hacia la liberación.

Jesús, persona religiosa, pero de otra forma
Si el criterio para discernir la dimensión religiosa de una persona 
es su relación con el mundo de la trascendencia y de lo divino, no 
parece que pueda negarse carácter religioso a Jesús de Nazaret. 
Sucede, sin embargo, que Jesús es una persona religiosa no a la 
manera de las RLS establecidas, ni siquiera de la religión de su 
pueblo, tan mediatizada por un aparato sacral que, más que 
acercar a Dios, aleja de él; sino a partir del encuentro personal, 
directo y profundo con Dios.
Las tradiciones evangélicas coinciden en que en todas las 
oraciones -salvo en la cruz, Mc 15, 34, que es, en realidad, una cita 
del Sal 22, 2- Jesús se dirige a Dios con la expresión aramea 
¡Abba!, «Padre mío», que no encontramos nunca en el Antiguo 
Testamento. El aspecto novedoso de esta expresión revela 
certeramente la peculiaridad de la relación de Jesús con el Padre. 
Se trata de una relación de confianza, de una actitud de diálogo 
sincero, que J. Jeremías define en estos términos tan expresivos: 
«Jesús habló con Dios como un niño habla con su padre, lleno de 
confianza y seguro y, al mismo tiempo, respetuoso y dispuesto a la 
obediencia» 3.
Dios no es, para Jesús, un ser ajeno y distante, al que haya que 
dirigirse con la formalidad y lejanía con que los seres humanos se 
dirigen a los monarcas terrenos. Es, más bien, el padre-madre, a 
quien el hijo y la hija se acercan confiadamente y con cariño filial. 
Es el padre-madre que no tiene secretos para su hijo-hija.
La relación cercana y directa de Jesús con Dios constituye la 
clave de la actitud crítica que va a adoptar ante la religión oficial de 
Israel, y en concreto ante los elementos que conforman esa religión: 
los tiempos sagrados, los espacios sagrados, las acciones 
sagradas y las personas sagradas.

Mesa compartida y perdón de los pecados:
liturgia de la projimidad
J/CULTO/GUARDA-ROMPE: CULTO/J/GUARDA-ROMPE: Jesús 
es un judío, no lo olvidemos; y un buen judío, me atrevería a decir; 
y como tal, radicado en la cultura y las tradiciones de su pueblo; 
pero no al modo fundamentalista de los leguleyos, sino con talante 
liberal y actitud crítica. Lo expresa con precisión casi aforística E. 
Schweitzer en lo que se refiere a la actitud de Jesús hacia el culto: 
«Jesús de Nazaret vive dentro del orden cultual de Israel», pero 
«quebranta en toda ocasión el orden cultual de Israel» 4.
Con Jesús irrumpe la salvación en la historia. Tal irrupción parece 
invalidar las mediaciones religiosas judías como vías de acceso a 
Dios y como cauces de salvación: el culto, las leyes de pureza, 
instituciones salvíficas como el Templo, el sábado, etc. La salvación 
llega a quienes antes no llegaba: publicanos, prostitutas, 
pecadores, enfermos/as, posesos/as, y llega sin pasar por la 
mediación de los ritos o de las personas sagradas. Éstas se 
convierten, más bien, en obstáculo para la salvación.
Una de las señales de que la salvación está presente es el 
perdón de los pecados. Pero éste no se concede por medio de 
liturgias penitenciales, de presentación de ofrendas ante el altar o 
de absoluciones dadas por sacerdotes, sino a través del 
arrepentimiento, de la conversión y del seguimiento de Jesús, como 
muestran bellamente tantas escenas evangélicas, parábolas, dichos 
de Jesús y testimonios de personas pecadoras. El ejemplo 
paradigmático de lo dicho es la parábola llamada del «hijo pródigo» 
(Lc 15, 11-32), donde lo que destaca es el arrepentimiento personal 
del hijo y el perdón del padre. La reconciliación se sella no con 
penitencias humillantes impuestas al hijo pecador ni con gestos 
altaneros del padre ofendido, sino con un banquete de acogida.
Otra de las señales de la irrupción de la salvación es la 
comensalía, el compartir la comida con los/as excluidos/as del 
sistema socio-religioso. Se trata de una comensalía abierta, que no 
tiene en cuenta los tabúes alimentarios y se opone a las 
discriminaciones por razones de sexo, cultura, religión, posición 
social, etc. Pero dentro de la apertura, la invitación se dirige de 
manera preferente a los grupos y personas que viven en situación 
de marginación crónica: prostitutas, pobres, tullidos, posesos/as, 
enfermos/as, mendigos, etc.
Hay un detalle a subrayar todavía: la comida comunitaria de 
Jesús con los/as marginados/as no se atiene a unos ritos 
sacramentales, o cuasi-sacramentales, que haya que ejecutar 
miméticamente, sino que se desarrolla conforme a la práctica 
hospitalaria de la comensalidad humana y a la prioridad de sentar a 
la mesa a quienes han sido alejados de ella5.
La fraternidad de mesa era una práctica propia del judaísmo. A 
esa fraternidad sólo tenían acceso las personas que estaban 
dentro del sistema religioso: los fieles observantes de la ley. Jesús 
recupera esa práctica, pero dándole un nuevo contenido y sentido. 
En la nueva comida de fraternidad tienen sitio preferente las 
personas hambrientas y harapientas, la gente sin ley, sin moral y 
sin religión. Y, claro, a esa gente no se le exige guardar formalidad 
cultual alguna para participar en el banquete. La aceptación de la 
invitación es suficiente.

«Misericordia quiero, y no sacrificios»
Jesús no niega lo sagrado, ni osa profanarlo. Lo respeta y valora 
en su verdadero sentido. Lo sagrado es el mundo del misterio, de lo 
inmanipulable, tanto del ser humano como de Dios. Es 
precisamente el respeto al misterio escondido en lo sagrado lo que 
lleva a Jesús a relativizar y desacralizar las manifestaciones o 
mediaciones de lo sagrado que pretenden absolutizarse y suplantar 
realmente lo sagrado. Ése es el caso del sábado, del templo y de 
los sacrificios, tal como funcionaban en la religión de Israel en 
tiempos de Jesús.
El sábado, como cualquier día de la semana, está al servicio de la 
causa de Dios, que remite derechamente a los derechos del ser 
humano. En la enseñanza de Jesús, la observancia del sábado, 
lejos de ser una excusa para despreocuparse del prójimo, se 
convierte en un aliciente para la atención a los hermanos y 
hermanas en estado de necesidad.
Aliviar el dolor de la persona que sufre y salvar la vida del 
próJimo en peligro son exigencias éticas inexcusables que no 
pueden ser obviadas so pretexto del descanso sabático. Ése es el 
significado de los relatos evangélicos de curaciones siempre 
gratuitas. Cuando están en juego la salud, la justicia o la existencia 
humana, la transgresión del sábado está más que justificada, 
porque la persona no está al servicio del sábado, sino éste al 
servicio de aquélla (Mc 2, 27). La persona, más que esclava del 
tiempo, controla el tiempo y le da contenido humanizador. Cronos 
no puede seguir devorando a sus hijos, sino que se somete al 
control de éstos, que le dan un sentido liberador. Cabe traer a 
colación aquí el certero aforismo de Jorge-Luis Borges: «El tiempo 
es un tigre que me devora, pero yo soy el tigre».
El templo se ve igualmente relativizado por Jesús. El hecho de 
que Dios tenga una residencia permanente en un lugar fijo choca 
frontalmente con la vida itinerante de Jesús, con su teología del 
camino y con la religión del éxodo, de la que es seguidor. De ahí su 
actitud subversiva frente al templo, como se pone de manifiesto en 
la escena de la expulsión de los vendedores del templo, narrada 
por los cuatro evangelistas (Mt 21, 12-17; Mc 11, 15-18; Lc 19, 
45-48; Jn 2, 13-22).
Las traducciones del Nuevo Testamento suelen introducir esta 
escena con el epígrafe «purificación del templo», cuando de lo que 
se trata en realidad es de una destrucción simbólica del templo. El 
templo se destruye al negar legitimidad religiosa a las operaciones 
mercantiles llevadas a cabo en él y al prohibir el ejercicio de las 
mismas.
La crítica de Jesús a las acciones sagradas, preferentemente los 
sacrificios, se sitúa en la línea de los profetas, como consta en el 
evangelio de Mateo, quien pone dos veces en boca de Jesús la 
afirmación de Oseas: «Misericordia quiero, y no sacrificios» (Os 6, 
6). Una de ellas en repuesta a quienes le echan en cara que coma 
con publicanos y pecadores (Mt 9, 12); otra, con motivo de la 
polémica sobre la conducta de sus discípulos que arrancan espigas 
y las comen en sábado. Es la compasión la que constituye el núcleo 
de la experiencia religiosa, y no los sacrificios, que pueden llegar a 
pervertir la religión.
La lógica de la compasión está a favor de la vida; la de los 
sacrificios es necrófila. Esta idea fue expuesta ya por los profetas y 
es desarrollada hoy por la teología latinoamericana de la liberación, 
tan crítica con la idolatría y con las prácticas sacrificiales de la 
«religión del mercado», que exigen la vida de los pobres para 
satisfacer las necesidades del sistema.

Culto y existencia humana
La disociación entre ética y sacramentos no es connatural ni a la 
ética ni a los sacramentos. Por ello, aun cuando dicha disociación 
es real, es superable. De ahí que no sea necesario renunciar a 
ninguna de las dos dimensiones de la experiencia religiosa. Una 
religión sin culto sería poco expresiva y carente de dinamismo. Una 
religión sin referencia ética caería en el formalismo. Ética y 
sacramentos son dos momentos necesarios en la experiencia 
religiosa, también en la religión cristiana. Ambos se encuentran en 
tensión permanente, remitiéndose la una a los otros y viceversa. 
Pero la referencia no es de mutua complacencia, sino de corrección 
y vigilancia.
El recuerdo cultual del éxodo tiene que estar en sintonía con una 
experiencia de liberación histórica. De lo contrario, se queda en una 
ritualidad vacía. La memoria sacramental de la muerte y 
resurrección de Cristo requiere, además de su celebración festiva, 
su verificación en la práctica. La experiencia sacramental ha de 
articular culto y vida, conformando una unidad diferenciada con 
estas o similares características: estar sólidamente arraigada en la 
interioridad de la persona, vivir el encuentro personal con Dios, 
celebrar comunitariamente y de forma visible el misterio de la 
salvación, ser subversiva ante la injusticia, mostrarse solidaria con 
el sufrimiento ajeno y defender la vida de los pobres.
En los sacramentos actitud interior y práctica exterior han de 
corresponderse. Las loas verbales se tornan inanes cuando el 
corazón está alejado de Dios (Is 29, 13, citado por Mc 7, 67; Mt 15, 
8-9). El amor a Dios es retórica cuando no va acompañado del 
amor al prójimo.

HACIA LA COMUNIDAD 3
Los sacramentos, liturgia del prójimo
EDITORIAL TROTTA MADRID-1995. Págs. 148-167

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1. L.-M. Chauvet, Símbolo y sacramento, Herder, Barcelona, 1991, 244.
2. A. Neher, La esencia del profetismo, Sígueme, Salamanca, 1974, 256; cf. 
A. González, Profetismo y sacer- docio, Casa de la Biblia, Madrid, 1969.
3. J. Jeremías, Teología del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca, 1974 
87; cf. Id., El mensaje central del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca, 
1966,
4. E. Schweizer y A. Díez Macho, La Iglesia primitiva: medio ambiente, 
organización y culto, Sígueme, Sala- manca, 1974, 57.
5. Esta idea es desarrollada con todo rigor exegético por J. D. Crossan, 
Jesús: vida de un campesino judío, Crítica, Barcelona, 1994. Recogeremos 
muchas de las aportaciones de la obra de Crossan en el cuarto tomo de 
«Hacia la comunidad», que llevará por título Jesús de Nazaret, profeta de la 
utopía y que ahora estoy preparando.