Semana In Albis

 

            La fiesta de Pascua está dotada de una octava, privilegiada entre todas las demás[1]. Pero ¿cómo explicar la institución de esta octava, puesto que el tiempo pascual, como hemos afirmado al comienzo de estas páginas, era originariamente una solemnidad ininterrumpida que abarcaba todo el misterio redentor y representándole en su conjunto, sin distinguir sus etapas sucesivas? ¿Qué ha sucedido para que en esta solemnidad pascual de una duración de cincuenta días, se haya venido a insertar una octava que prolonga una semana la celebración de la resurrección del Salvador? La respuesta es muy sencilla. La octava de Pascua no fue universalmente admitida, en occidente como en oriente, sino a finales del siglo IV, es decir, en una época en que la significación primitiva de la "cincuentena" pascual había sido ya modificada sensiblemente. No era ya tanto la representación y el símbolo del único misterio divino y eterno de la redención, como "la conmemoración histórica, réplica fiel de los acontecimientos de la redención en su orden cronológico: muerte, resurrección, ascensión, misión del Espíritu Santo. Entonces se comprende que el ciclo antiguo de siete semanas se haya podido desdoblar en un nuevo ciclo de ocho días, definido tan sólo por el día de Pascua, por la resurrección, por uno de los actos redentores, y que el nuevo ciclo haya recibido sorprendentemente un carácter festivo y bautismal"[2].

            Por otra parte, la Iglesia tenía sumo interés en prolongar durante una semana entera la solemnidad del día de Pascua, única fiesta bautismal del año, para permitir a los neófitos saborear, en su original frescura, la alegría de su bautismo y dar gracias a Dios por el insigne beneficio que acababan de recibir. Prolongar una semana la fiesta de Pascua era además seguir el ejemplo de los judíos, para quienes la solemnidad pascual duraba por lo menos siete días[3]. Nuestra fiesta de Pascua está actualmente dotada de una verdadera octava que termina con el domingo Quasimodo[4]. Sin embargo, tenemos fuertes razones para creer que, desde el principio, la celebración de la fiesta no se prolongaba más de siete días, los dies baptismales, y que se terminaba no como hoy, en el domingo Quasimodo, sino el sábado precedente, el sábado in albis, cuya importancia litúrgica era superior a la del octavo día, como se advierte aún por diversas peculiaridades[5].

            La liturgia de la semana de Pascua no interesaba solamente a los neófitos que acababan de recibir el bautismo durante la noche pascual. Brindaba además, preferentemente, a todos los que habían tenido la dicha de nacer a la vida de Cristo resucitado, la ocasión de renovarse en la gracia de su bautismo y de expresar a Dios su agradecimiento cada vez más profundo. Además, los cristianos habían tenido mayor facilidad para unirse a los neófitos y tomar parte en las asambleas litúrgicas, durante la semana de Pascua, puesto que se habían suspendido los negocios seculares, cerrado los tribunales y prohibido los intercambios comerciales. Tenemos en este aspecto innumerables testimonios patrísticos y disciplinares. Graciano, en el año 380 y Teodosio en el 389, prohíben las sesiones judiciales durante la semana que precede a la fiesta de Pascua y durante la siguiente. En un sermón que predicó como clausura de la semana de Pascua, san Agustín comprueba, no sin lamentarse, que los días de fiesta han terminado y que vuelven a reanudarse los contratos, los actos judiciales y los procesos[6]. El concilio in Trullo, celebrado en 622, prescribe a los fieles dedicarse al culto divino, durante toda la semana, desde el domingo de Pascua hasta el domingo siguiente[7]. Los concilios de Maguncia el año 813, Meaux en 845, de Ingelheim en 948, ordenan que la semana de Pascua se celebre en su totalidad[8]. A comienzos del siglo XII es cuando se ve reducir la vacación laboral a las dos primeras ferias que siguen al domingo de Pascua que han conservado hasta nuestros días una solemnidad especial.

            En cuanto a los ritos que tenían lugar durante la semana pascual, "obligaban de algún modo a todos los cristianos a conmemorar automáticamente el aniversario de su bautismo. Las lecciones que se leían en ella, las oraciones que se recitaban, los gestos que realizaban catecúmenos y neófitos, todo avivaba en su espíritu el recuerdo de su propio bautismo; y los esplendores pascuales les recordaban la magnitud de los misterios que se habían operado en sus almas"[9].

            Indudablemente, no es inútil, para apreciar en su justo valor el interés que presenta en la actualidad la celebración de la octava pascual, remontarnos a la época ya lejana en que numerosos neófitos participaban en una liturgia que había sido compuesta directamente para ellos y que estaba acomodada para hacerles tomar conciencia de todas las riquezas de su bautismo. De hecho sabemos que la elección de los diferentes textos del misal para la semana in albis, lecturas, oraciones y cantos, estuvo visiblemente inspirada por el afán de afirmar la fe de los recién bautizados y aumentar el fervor de su gratitud hacia quien les había comunicado su propia vida divina. Pero, por rica y atrayente que pueda parecernos la liturgia de la octava pascual encuadrada en el marco histórico en que se desarrollaba con tanto esplendor, procuremos no sacar la conclusión de que esta antigua y tan venerable liturgia no responde ya a nuestras propias necesidades y de que está desprovista, desde el punto de vista espiritual, de toda utilidad práctica. Conceder a la octava pascual un interés meramente arqueológico, no ver en ella otra cosa sino un respetable residuo del pasado, sería ignorar su profunda significación y suprimir su propia razón de ser. Pues la liturgia, nunca se insistirá demasiado en ello, carece de verdadero interés si no sigue siendo viva y actual. Aunque los textos litúrgicos de la octava pascual hayan sido seleccionados y compuestos en una época en que el sacramento del bautismo era administrado en diferentes condiciones y con una solemnidad que hoy no conocemos, sin embargo esos textos no han perdido nada de su propia virtud. Se ha dicho muy acertadamente, que "para todos los fieles, la semana in albis mantiene el recuerdo de la noche luminosa de Pascua, el santo orgullo de haber sido bautizados, la frescura de la infancia espiritual"[10]. No sólo nos ayuda a profundizar en la significación de la fiesta de Pascua, sino principalmente nos permite revivir más profunda y extensamente este misterio.

            Añadamos a esto que la restauración reciente de la vigilia pascual, debido a la importancia que en ella se concede a la renovación de las promesas del bautismo, refuerza al mismo tiempo la importancia de la semana in albis y le confiere, podemos decir, un suplemento de actualidad. Pues no todo ha terminado cuando, en la noche de Pascua, los cristianos han renovado sus promesas bautismales y que, por alimentarse con el Cordero, han participado en el misterio de Cristo inmolado y resucitado. Es menester aún que puedan disponer de algunos días para dar gracias al Señor por el beneficio recibido, y afianzarse en su conducta de verdaderos hijos de Dios.

            Siendo el lunes de Pascua la única feria privilegiada de la octava, la Iglesia no puede, como. antiguamente, pedir a todos los bautizados, antiguos o recientes, participar en la misa estacional que, en principio, debería celebrarse solemnemente cada uno de los días de la semana pascual. No obstante, no sería pedir demasiado a los cristianos que asistieran, en lo posible, todos los días de la octava, y con verdadero espíritu de acción de gracias, al sacrificio eucarístico. ¿Por qué no restaurar en nuestras parroquias la antigua y saludable costumbre de terminar cada feria de la semana in albis con una reunión de los fieles en torno a la pila bautismal? Sabemos, efectivamente, que en la iglesia romana, el domingo de Pascua y los días siguientes, la celebración de las vísperas pascuales exigía una procesión al baptisterio y al oratorio de la cruz donde había tenido lugar la confirmación. En el transcurso de esta doble estación que se celebraba en estos lugares, se cantaban antífonas apropiadas, salmos y el Magnificat[11]. No tenemos que insistir aquí en los detalles de esta función, de la que algunas iglesias de Francia han conservado ciertos vestigios[12]. Pero nos parece que sería de gran interés volver a introducir, revalorizándola, una práctica que se podría fácilmente adaptar a las circunstancias actuales, y que sería muy apropiada para fomentar y dasarrollar en los cristianos la devoción al bautismo.


Liturgia estacional

            Hubo una época en que, cada día de la octava, los neófitos de la noche pascual y numerosos fieles se reunían en uno u otro de los santuarios más venerables, tanto de la ciudad como del extrarradio urbano de Roma, para tomar parte en el sacrificio de la misa que se celebraba con todo el esplendor litúrgico que requiere una función estacional. Habiéndose celebrado la noche de Pascua en la archibasílica de Letrán, y habiendo tenido lugar la misa de la mañana en santa María la Mayor, los tres días siguientes se reunían en los grandes santuarios que se elevaban fuera de los muros de la ciudad, sobre los sepulcros de los tres grandes protectores de Roma[13]. La misa estacional del lunes de Pascua se celebraba en san Pedro, en el Vaticano, donde se encuentra la sepultura del príncipe de los apóstoles; la del martes, en San Pablo extra-muros, donde reposa el cuerpo del apóstol de los gentiles; y la del miércoles, en san Lorenzo, en la vía Tiburtina, junto a la confesión del gran diácono, cuya memoria sigue siendo tan grata a la piedad romana. El jueves de la octava pascual, neófitos y fieles eran convocados en la basílica colocada bajo el patrocinio de los santos apóstoles, todos ellos testigos de la resurrección del Salvador. Desde hace mucho tiempo, la asamblea litúrgica se celebra en Santa María de los Mártires, panteón de Agripa transformado en basílica cristiana por el papa Bonifacio IV a principios del siglo VII[14]. Finalmente, el sábado, último día de la semana, que en cierto sentido es la más solemne del año, la asamblea litúrgica tenía lugar en el santuario en que, siete días antes, los neófitos se habían convertido en hijos de Dios. Este mismo sábado, a la salida de vísperas y después de una estación en el baptisterio, los neófitos se reunían en una dependencia de la basílica de Letrán para despojarse, en una ceremonia conmovedora, de las túnicas blancas que se habían vestido al salir de la piscina sagrada". De ahí que los antiguos sacramentarios titulen al sábado de la octava pascual Sabbatum in albis deponendis, sábado de la deposición de las vestiduras blancas[15].


Lecturas litúrgicas

            Primitivamente, debía haber durante la octava pascual, en Roma y en Milán, dos series de misas, la primera celebrada de madrugada para los neófitos, y la segunda, a la hora de tercia, para honrar más especialmente el misterio de la Resurrección[16]. El formulario actual se cree que proviene de la fusión de estos dos tipos, fusión ciertamente realizada antes de finales del siglo VII. En todo caso, la liturgia de la octava, tal como nos la ha conservado nuestro misal romano, armoniza acertadamente los textos referentes a la resurrección del Salvador con los que se refieren al bautismo, puesto que, según san Pablo, por este sacramento penetramos en el misterio de Cristo inmolado y resucitado[17].

            La Resurrección del Salvador es el hecho históricamente probado sobre el que se asienta nuestra fe. "Si Cristo no resucitó, declara san Pablo, vana es nuestra predicación, vana nuestra fe"[18]. La Iglesia deseando confirmar y fortalecer nuestra fe, nos recuerda, en sus lecturas litúrgicas, los más decisivos testimonios concernientes al hecho de la resurrección del Señor. Los evangelios de los diferentes días de la semana pascual, tomados intencionadamente, y según el orden tradicional de los cuatro testigos canónicos, nos transmiten la narración auténtica de múltiples apariciones de Cristo resucitado[19]. Naturalmente, para el domingo Quasimodo se reserva la lectura del pasaje en que san Juan narra la aparición en el cenáculo que tuvo lugar el octavo día después de la resurrección del Salvador.

            Las epístolas de la semana pascual nos permiten oír ante todo los principales testimonios de la resurrección de Cristo dados por los apóstoles. A san Pedro corresponde el honor, como es lógico, de tomar el primero la palabra. El es quien durante la misa estacional del lunes de Pascua, eleva su voz en esta basílica vaticana, en la que permanece espiritualmente presente, para atestiguar que Dios ha resucitado a su Hijo al tercer día de su muerte[20]. Al día siguiente, el martes, mientras los fieles y neófitos se reúnen en la basílica erigida sobre su tumba, san Pablo viene a su vez a dar testimonio de Cristo resucitado[21]. El miércoles de Pascua, oímos una vez más a san Pedro presentarse como testigo de la resurrección del Salvador y afirmar que si los judíos han matado al autor de la vida, Dios lo ha resucitado de entre los muertos[22].

            Las epístolas de los tres últimos días de la octava nos hablan del bautismo y sus consecuencias. La lectura del jueves nos brinda una viveza y frescura de estilo cuando el autor del libro de los Hechos de los apóstoles nos cuenta el bautismo del etíope, oficial de la reina Candaces, durante su retorno de Jerusalén a Gaza[23]. La Iglesia, como es justo, confía a san Pedro el cuidado de hablarnos el viernes y el sábado, con la autoridad que le es propia, de la necesidad y grandeza del bautismo. La epístola del viernes nos muestra que este sacramento es para nosotros el único medio de entrar en la Iglesia, al que prefiguró el arca famosa donde, por orden de Dios, se refugiaron Noé y los suyos para escapar del diluvio[24].

            La epístola del sábado, verdadera conclusión de este septenario bautismal, tiene especial importancia[25]. Si la Iglesia, apropiándose este texto de san Pedro, se dirige más directamente a los neófitos que debían despojarse, en este último día de la semana in albis, de las túnicas blancas, símbolo de la inocencia bautismal, entiende además que debe extenderse a los demás fieles. En esta lectura se pueden distinguir tres partes. San Pedro exhorta en primer lugar a los nuevos cristianos a despojarse de toda maldad, volviendo a la sencillez de la infancia, y a alimentarse de la leche espiritual del evangelio:

Amadísimos: Despojándoos, pues, de toda maldad y de todo engaño, de hipocresías, envidias y maledicencias, como niños recién nacidos apeteced la leche espiritual, para con ella crecer en orden a la salvación, si es que habéis gustado cuán suave es el Señor.

            San Pedro recuerda a continuación a los bautizados que habiéndose convertido en piedras vivas de la Iglesia, deben apoyarse mediante la fe en Cristo, fundamento inquebrantable colocado por Dios mismo, y rechazado por los judíos incrédulos:

Acercaos a El, como a piedra viva rechazada por los hombres, pero escogida y preciosa ante Dios. Vosotros, como piedras vivas sois edificados en la casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por Jesucristo. Por lo cual, en la escritura se lee: He aquí que yo pongo en Sión una piedra angular, escogida, preciosa, y el que creyere en ella no será confundido.

            Para concluir, el príncipe de los apóstoles, después de haber aludido a la maldición que pesa sobre todos los que han rechazado a Cristo, reconoce la eminente dignidad de los cristianos a los que proclama "linaje escogido", "sacerdocio real", "pueblo santo", cuya misión consiste en dar testimonio de aquel que de las tinieblas los ha llamado a su admirable luz:

Para vosotros, pues, los creyentes, es honor, mas para los incrédulos esa piedra, desechada por los constructores y convertida en cabeza de esquina, es piedra de tropiezo y roca de escándalo. Rehusando creer, vienen a tropezar en la palabra, pues también a eso fueron destinados. Pero vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para pregonar el poder del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable. Vosotros que un tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios; no habíais alcanzado misericordia, pero ahora habéis conseguido misericordia.

            No hay pasaje en la sagrada Escritura que haga resaltar mejor que este texto de san Pedro las insignes prerrogativas que se derivan del bautismo.


Cantos de la Misa

            Los cantos responden a las lecturas, pues también ellos celebran tanto la resurrección de Cristo como los efectos maravillosos del bautismo. Todos hacen resaltar, dentro de la obra redentora, la manifestación de la sabiduría y poder divinos. Pero las piezas musicales que más merecidamente reclaman nuestra atención son con toda seguridad esas sabrosas antífonas de entrada que la Iglesia ha tomado, casi todas, con su libertad acostumbrada, del Antiguo Testamento.

            La más notable de estas antífonas es la del día de Pascua, de la que ya hemos hablado anteriormente. Las antífonas de los días siguientes, desde el lunes hasta el sábado in albis, acentúan el doble aspecto del bautismo que prefiguró antiguamente el paso del mar Rojo. Por el bautismo, Dios nos ha rescatado de la servidumbre del príncipe de este mundo, y además nos ha dado acceso a la verdadera tierra prometida, el reino de los cielos, ya realizado en la tierra en la Iglesia.

            La antífona del lunes de Pascua recuerda a todos los cristianos como a los neófitos, que el "señor les ha introducido en una tierra que mana leche y miel", para que su ley, la ley evangélica, esté siempre en sus labios a la par que en el corazón[26]. La antífona del martes afirma a su vez que, por las aguas del bautismo, el Señor ha dado a beber a los cristianos su propia sabiduría. Si son dóciles a la acción del Espíritu Santo que viene a ellos, esta sabiduría divina, lejos de doblegarse, se consolidará y se desarrollará, y los glorificará por toda la eternidad[27]. Cristo en persona nos deja oír su voz en la antífona del miércoles. Se dirige a quienes por el bautismo se han convertido en hijos de Dios:

Venid, benditos de mi Padre, poseed el reino, aleluya, que os está preparado desde el principio del mundo, aleluya, aleluya, aleluya[28].

            Este reino que Cristo ha venido a instaurar sobre la tierra y que se consumará en la gloria del cielo, no es otro sino la Iglesia[29]. La antífona del jueves proclama otro gran beneficio del bautismo. Cristo, Sabiduría encarnada, ha abierto la garganta que el pecado había hecho enmudecer y ha desatado las lenguas de quienes no podían hablar. Lo cual ha permitido a los nuevos bautizados, durante estas fiestas pascuales, alabar unánimemente, a una sola voz y con un solo corazón, la mano victoriosa del Señor que les ha ordenado atravesar las aguas del bautismo para librarlos de la esclavitud del pecado[30]. Pues nadie es capaz de alabar y bendecir al Señor si, por el bautismo, no ha pasado de la muerte a la vida -declara el salmista[31]. ¿No es gran privilegio de los bautizados poder alabar como conviene la sabiduría y la misericordia del Salvador y entonar un cántico nuevo, el del agradecimiento?[32].

            Sin embargo, los neófitos de la noche pascual no podían entrar en la verdadera tierra prometida sino después de haber escapado del poder del demonio, como antiguamente los israelitas no pudieron ocupar la tierra de Canaán sino después de ser libertados de la esclavitud de Egipto. Ahora bien, la antífona del viernes nos muestra al Señor renovando por el bautismo, en favor de los neófitos, el prodigio que había realizado antiguamente anegando en las olas del mar Rojo todo el ejército del Faraón, carros y caballeros:

El Señor los sacó llenos de esperanza, aleluya, y el mar anegó a sus enemigos, aleluya, aleluya, aleluya[33].

            La antífona del sábado in albis, último día de esta gozosa semana, enlaza con la precedente, pues nos presenta al Señor sacando a los recién nacidos de su penosa servidumbre, con transportes de júbilo semejantes a los que sintieron los israelitas al huir de la tierra de Egipto:

Así sacó a su pueblo gozoso, aleluya, y a sus elegidos llenos de alegría, aleluya, aleluya[34].

            Por lo demás, es muy natural que el septenario bautismal termine en la radiante alegría de Pascua, esa misma alegría a la que la Iglesia nos invita tan vivamente cada día de la semana, repitiendo en el gradual y en los versículos del oficio la invitación del salmista:

Este es el día en que actuó el Señor; sea nuestra alegría y nuestro gozo[35].

            La mayor parte de los versos aleluyáticos enuncian brevemente el motivo de esta alegría, la resurrección de Cristo. Porque "ha resucitado de la tumba el Señor que por nosotros fue suspendido en el madero de la cruz"[36]; "El Señor ha resucitado verdaderamente y se apareció a Pedro"[37]; "Cristo ha resucitado, El que ha creado todo y ha tenido piedad del género humano"[38]; "Pregonad a las naciones que el Señor reina sobre el madero de la cruz"[39].


Oraciones pascuales

            Mediante sus lecturas, que recuerdan los principales testimonios referentes a la resurrección de Cristo, la Iglesia se dedica a consolidar la fe de todos los bautizados. En los cantos de la misa, en las antífonas de entrada concretamente, para estimular a los cristianos a la gratitud y a la alegría, resalta a través de evocaciones, de sabor eminentemente bíblico, las maravillosas consecuencias del sacramento que, arrancándoles de la esclavitud del pecado, les abre las puertas del reino celestial. En las diversas oraciones que reza el sacerdote en cada misa: colecta, oración sobre las ofrendas y poscomunión, la Iglesia se preocupa de obtener para todo el pueblo fiel el pleno desarrollo de la vida bautismal. Esta preocupación es la que inspira la colecta siguiente:

Oh Dios que con la solemnidad pascual has traído al mundo la salvación; dígnate derramar sobre tu pueblo dones celestiales para que merezca alcanzar la perfecta libertad y progrese en el camino de la vida eterna[40].

            Teniendo en cuenta que la eucaristía es el verdadero alimento de la vida bautismal, la Iglesia pide el sábado in albis, último día del septenario, que por la virtud de este sacramento se produzca en los cristianos un constante aumento de la verdadera fe[41]. Pero no se puede tener fe verdadera, fe viva, sin que la vida práctica esté conforme con las exigencias del bautismo. Por esto la colecta del martes pide para los nuevos bautizados y para los antiguos, la gracia de conservar, mediante una conducta verdaderamente cristiana, el misterio que han recibido por la fe. En cuanto a la colecta del viernes, pide a Dios que reproduzcamos en nuestra actividad lo que profesamos celebrando la solemnidad pascual.

            Naturalmente, puesto que el bautismo comunica a los cristianos una nueva vida, la vida de Cristo, es necesario que exista en todos los "renacidos de la fuente bautismal", y esto es lo que pide la Iglesia el jueves de Pascua, unidad en la fe y en la caridad[42]. Que derrame el Señor el Espíritu de su caridad para que, alimentados con los sacramentos de Pascua, por su misericordia permanezcan unidos en santa concordia[43].

            No basta que la celebración del misterio pascual proporcione a todos los bautizados un sabor anticipado, más o menos pasajero, de las alegrías eternas; la Iglesia sobre todo desea que esta celebración sea para todos un medio eficaz de llegar a la bienaventuranza eterna. De ahí esta petición que formula la colecta del miércoles:

Oh Dios que nos alegras cada año con la solemnidad de la resurrección del Señor; concédenos benigno que, por las fiestas celebradas en el tiempo, merezcamos llegar a las alegrías eternas.

            Y expresa exactamente este mismo deseo en la colecta del sábado in albis:

Oh Dios todopoderoso, que la devota celebración de estas fiestas pascuales nos merezca llegar a la alegría eterna.

            Esta oración parece muy apropiada para cerrar el septenario gozoso, pues se trata de que no sólo todos nosotros los bautizados que celebramos la fiesta pascual, regocijándonos en la tierra por la victoria conseguida por Cristo sobre la muerte, ya hace siglos, sino también de que nos dispongamos a reunirnos con nuestra cabeza en la gloria del cielo para participar también nosotros de la alegría de su resurrección.


Aparición del día octavo

            El septenario bautismal termina el sábado in albis, llamado así en nuestro misal porque en este último día de la semana antiguamente los neófitos se despojaban de las túnicas blancas que habían vestido la noche de Pascua después de su bautismo. Pero para superar el número siete, número perfecto de la antigua ley y para alcanzar el número ocho, número perfecto de la ley nueva[44], pareció útil y conveniente transformar en verdadera octava, añadiendo el domingo, el antiguo septenario bautismal. Los más antiguos sacramentarios convierten ya al domingo que sigue a la semana in albis en día octavo de Pascua[45]. Los libros litúrgicos actuales: misal, breviario, martirologio, titulan a este domingo: Dominica in albis, in octava Paschae[46]. Por este motivo, este domingo llamado comúnmente de Quasimodo por las primeras palabras de la antífona de entrada, se nos presenta como una especie de complemento o última conclusión del septenario bautismal.

            Hemos visto que cada feria de la semana implicaba la celebración de una misa estacional en la que los fieles se unían a los neófitos de la noche pascual. La misa del Domingo Quasimodo es también una misa estacional, pero la función litúrgica, en vez de celebrarse en una de las grandes basílicas de la ciudad o del extrarradio urbano de Roma, tiene lugar extra muros en un modesto santuario de la Vía Aurelia que se edificó en el siglo IV, sobre la tumba de un pequeño mártir de doce años, san Pancracio, y restaurado en el siglo VII por el papa Honorio.

            Todo el interés litúrgico de este domingo de Quasimodo se centra en el evangelio de la misa y las consecuencias que de él se derivan. Es normal, puesto que estamos en el octavo día después de Pascua, que la Iglesia nos ofrezca como lectura el trozo del evangelio de san Juan donde se nos narra la escena de que fue testigo ocho días después de la resurrección del Salvador[47]. En efecto, por la tarde del primer día de la semana, Cristo se apareció a sus apóstoles reunidos en el cenáculo de Jerusalén, les mostró sus manos y su costado que había sido taladrado. Pero santo Tomás que no había asistido a esta aparición del Salvador, se negó a creer que Cristo hubiese resucitado. Entonces, nos cuenta san Juan:

            Los otros discípulos le decían: -Hemos visto al Señor.

            Pero él les contestó: -Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.

            A los ocho días estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos, llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: -Paz a vosotros.

            Luego dice a Tomás: -Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.

            Contestó Tomás: -¡Señor mío y Dios mío!

            Jesús le dice: -¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.


La fe en Cristo Señor

            La breve exclamación del apóstol en presencia de Cristo resucitado expresa admirablemente la fe de nuestro bautismo. El acto realizado por santo Tomás es un acto que procede de una fe tan total como profunda y viva, puesto que de un solo golpe, reconoce a Jesús como su "Señor" y su "Dios". Sustancialmente todo el Credo. Cuando el intendente de la reina de Candaces expresó en el camino de Gaza el deseo de ser bautizado, el diácono Felipe le dijo: "Si crees con todo tu corazón, todo es posible". Como respuesta, el eunuco hizo entonces esta sencilla profesión de fe: "Creo que Jesús es el Hijo de Dios"[48]. Y Felipe le bautizó inmediatamente. Esta misma fue, firme y plena, la profesión de fe de san Pedro en Cesarea: "Tú eres el Hijo de Dios vivo"[49]. Efectivamente, conviene que enfoquemos nuestra fe no como la adhesión a una verdad doctrinal, a una enseñanza moral o religiosa, sino sobre todo como adhesión personal a otra persona, la persona de Jesús reconocido como nuestro Dios y Señor. Para san Pablo, la fórmula 'Jesús es el Señor", es la expresión de la fe cristiana y resumen de todo el evangelio. Encierra sustancialmente las condiciones de nuestra salvación: "Porque si confesares con tu boca al Señor Jesús y creyeres en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo"[50]. "Pues -observa en otro lugar- nadie puede decir "Jesús es el Señor", si no es bajo la acción del Espíritu Santo"[51].

            Creer que Jesús es el Señor, o mejor, creer en el Señor Jesús, es evidentemente creer en su resurrección de entre los muertos y en su glorificación; es creer, al mismo tiempo, en su filiación divina, en su misión, en su evangelio, en toda su obra, en la Iglesia y en las enseñanzas de ésta. Es, por consiguiente, reconocer los derechos que, por su sacrificio, ha adquirido el Redentor sobre nosotros y nuestra total dependencia respecto de El. Pues es el Señor, de todos y cada uno, "nuestro Señor", como preferimos llamarle con ternura y reverencia profunda.

            Pero no debemos reconocer a Cristo, como "Señor nuestro" sin someternos totalmente a El, sin plegarnos a su voluntad, sin cumplir su ley, sin rendirle el homenaje de nuestra alma y todas sus potencias, el homenaje del cuerpo con todos sus miembros[52]. Indudablemente, creer en el Señor Jesús implica inicialmente una adhesión de la inteligencia iluminada, por la luz divina, pero esta adhesión no es completa, efectiva, si no abarca todo nuestro ser en una absoluta sumisión a la voluntad del Señor.

            ¿Hay algo más significativo a este respecto que la actitud de san Pablo en el momento de su conversión? Esta actitud ofrece por otro lado cierta semejanza con la de santo Tomás cayendo a los pies del Salvador. Santo Tomás no podía decidirse a creer que Jesús, que había sido crucificado y sepultado, hubiese resucitado como había predicho. Su estado de espíritu era el de los demás discípulos antes de que el Señor se apareciera. Santo Tomás estaba desanimado, desalentado. Sin embargo, no debiéramos afirmar que había perdido realmente la fe en Cristo, pues siempre formó parte del colegio de los doce y continuaba viviendo como discípulo del Maestro. Las disposiciones de san Pablo en el momento de su conversión eran muy diferentes. Resuelto adversario de Cristo, lo perseguía en los miembros de su Iglesia. Cuando se dirigía a Damasco, respiraba amenazas de muerte contra los discípulos del Señor[53]. Desde el momento en que cae en tierra como fulminado por Cristo resucitado en las condiciones que conocemos, san Pablo quedó cambiado y transformado por la fuerza de la gracia. Reconoce a su Señor en quien le ha vencido, y se pone generosamente a su disposición: "Señor, ¿qué quieres que haga?"[54].


Fidelidad a Cristo y victoria de la fe

            Según el ritual actualmente en uso, la primera pregunta que hace el sacerdote a quien se presenta para recibir el bautismo, es ésta: "¿Qué pides a la Iglesia de Dios?". A esta pregunta, el catecúmeno debe responder, o si se trata de un infante, el padrino responde en su nombre: "la fe"[55]. Esto no debe sorprendernos. Indudablemente, si el candidato no tenía ya la fe en su corazón, no pediría el bautismo. Pero aquí la Iglesia, como lo hacia san Agustín, identifica de algún modo el bautismo y la fe[56]. Ya Tertuliano llamaba al bautismo "signo de fe", y también "sello de la fe"[57]. Según la expresión tradicional empleada por san Agustín y frecuentemente repetida por santo Tomás, el bautismo es el "sacramento de la fe". En efecto, por el bautismo el cristiano entra en comunión de fe con la Iglesia, se adhiere perfectamente a Cristo, del que se convierte en miembro vivo, se compromete en su servicio. En consecuencia, solamente merece el nombre de fiel aquel cuya vida está conforme a este compromiso.

            Ahora bien, en el pensamiento de la Iglesia, la octava pascual ofrece a todos los cristianos una ocasión favorable para renovarse en su fe en el Salvador. Con la antífona de la comunión, que está tomada del evangelio del día, la misa del domingo Quasimodo termina precisamente con esta recomendación que, prescindiendo del discípulo recalcitrante, se dirige a todos y cada uno de los bautizados: "No seas incrédulo, sino creyente".

            También es importante que en la práctica de la vida cristiana conservemos el beneficio de la renovación producida en nuestras almas mediante una fervorosa celebración de la solemnidad pascual. Esto es lo que nos hace pedir la Iglesia en la colecta del domingo:

Concédenos, Señor todopoderoso que, habiendo celebrado las solemnidades pascuales, conservemos, con tu gracia, su fruto en nuestra vida y costumbres[58].

            Está fuera de duda que el hecho de revivir litúrgicamente cada año el misterio pascual tiene como efecto hacer más profunda y sólida nuestra convicción de que Cristo resucitado es el Señor, "Nuestro Señor" para cada uno de nosotros. Nos ayuda a comprender mejor la naturaleza del bautismo y el alcance de nuestro compromiso. Recibimos de Cristo mismo mayor luz y fuerza para responder con mayor fidelidad a las exigencias de nuestra fe. La sumisión al influjo de Cristo viviente, se hace en nosotros más total, más absoluta, más conforme a nuestra consagración bautismal. Cada fiesta de Pascua merece ser considerada como el punto de partida de una nueva vida, no solamente para los neófitos que acaban de nacer a la vida de Cristo resucitado, sino para todos los cristianos que han participado en la celebración de la solemnidad pascual renovándose en la gracia de su bautismo. De unos y otros se puede decir con toda verdad que caminan en una nueva vida.

            Cuando san Juan afirma en la epístola de la misa[59] que nuestra fe ha vencido al mundo, se comprende en seguida que se trata de la fe que implica un compromiso total en servicio del Señor, la fe del bautismo. En realidad, solamente Cristo es el único vencedor del mundo, como lo ha dicho[60]. Ahora bien, incorporado a Cristo por el bautismo, el cristiano participa en su victoria en la medida en que permanece bajo el influjo del Salvador resucitado, viviendo y actuando en él.

            Es inútil repetir que, para vivir su bautismo y responder fielmente a sus exigencias, es necesario ante todo guardar la pureza de la fe. Renovados en Cristo por la celebración de las solemnidades pascuales, los cristianos, como los neófitos, deben asimilarse a los recién nacidos. No pueden crecer y desarrollarse en Cristo sin alimentar su alma con la leche purísima del evangelio[61]. De ahí arranca esta recomendación que la Iglesia dirige maternalmente a todos sus hijos para introducirles, mediante la antífona de entrada, en la liturgia del domingo Quasimodo:

Como niños recién nacidos, aleluya; con toda sabiduría[62], apeteced la leche espiritual sin engaño, aleluya, aleluya, aleluya.

            Finalmente, la Iglesia no acertaría a concluir los días que siguen a la celebración de la verdadera Pascua, estos días que Romano Guardini llama tan acertadamente "días de tránsito hacia lo eterno", sin pedir por última vez al Señor que, después de haber sentido la alegría de la solemnidad pascual, pueda un día gozar de la plenitud de una alegría eterna. ¿No sucede el fruto a la flor?

 

EMANUEL FLICOTEAUX

 Act: 28/03/16   @pascua cristiana           E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A 

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[1] La octava de Pascua es hoy, con la de Pentecostés, la única octava privilegiada de primer orden, es decir, que excluye cualquier otra fiesta, sea la que sea su solemnidad. Pero la octava de Pentecostés no fue instituida sino después de la octava de Pascua y a imitación de ésta.del sábado in albis), la leche sin mezcla, no falsificada, representa más bien la doctrina del evangelio.

[2] cf. VANDENBROUCKE, F; Les origines de l'octave pascale: QLP 37, 1946. El autor de este artículo afirma que la octava pascual estaba universalmente admitida en oriente a fines del siglo IV. Existía en Milán en tiempos de san Ambrosio, y en África en tiempos de san Agustín quien, en sus sermones, pone de relieve el carácter bautismal de la octava. En cuanto a Roma, la octava pascual existía seguramente desde el siglo v.

[3] Lev 23, 4 y 5.

[4] Ya en el sacramentario gelasiano, el domingo Quasimodo se titula: Octava Paschae.

[5] El canto Haec est dies, los Alleluia añadidos al Benedicamus Domino, la secuencia Victimae Paschali, el prefacio del día de Pascua, el Communicantes propio, todas estas diversas particularidades litúrgicas de la semana pascual cesan desde el sábado. Por otra parte, el despojarse de las túnicas blancas tenía lugar igualmente el sábado in albis deponendis en la misma basílica de Letrán donde los neófitos habían recibido el bautismo durante la noche pascual.

[6] Serm. 259: PL 38, 518.

[7] LECLERCQ, H; Histoire des Conciles, 3, p. 571, can. 66.

[8] cf. Ibid., 4, p. 773.

[9] cf. Ibid., 4, p. 774.

[10] Dom J.G. Anj; El misterio pascual y su liturgia, p. 217.

[11] La descripción completa de las vísperas pascuales se halla en el Año litúrgico de Dom Guerangefi, Aldecoa, Burgos 1956; así como en el folleto de Dom, El misterio pascual y su liturgia. Barcelona, 1959, p. 209.

[12] En algunas iglesias la procesión se celebra aún después de las vísperas del día de Pascua; se dirige a la pila bautismal, deteniéndose ante la cruz triunfal suspendida a la entrada del santuario; se cantan antífonas, una oración, y se vuelve cantando el salm In exitu que recuerda la salida de los judíos de la tierra de Egipto y que en estos momentos celebra la liberación de la esclavitud del pecado por el bautismo. Por lo demás, esta costumbre, allí donde existe, no es uniforme; tiene algunas variantes según los lugares.

[13] Las misas estacionales de Septuagésima y Quincuagésima se celebraban sucesivamente en estas mismas basílicas, pero siguiendo el orden inverso, ascendente, comenzando por san Lorenzo y terminando en san Pedro.

[14] La estación del viernes en Santa María de los Mártires no debió ser anterior al siglo VII. Ignoramos en qué santuario de Roma podía tener lugar en esta época. Apoyándose en algunos textos de la misa donde se alude a la muerte redentora, algunos autores suponen que la estación del viernes de Pascua era como una réplica de la estación del viernes santo que tenía lugar en la basílica de Santa Cruz de Jerusalén: Cf. MOLIEN, Liturgie de l'année, 2, p. 384.

[15] La descripción de esta ceremonia se encuentra en el Año litúrgico de Dom Guérangefi, 3, p. 192 s.

[16] Esta doble celebración cotidiana tal vez justificaría la brevedad del oficio romano durante la octava de Pascua.

[17] Rom 6, 3 y s.

[18] 1 Co 15, 14.

[19] El evangelio de San Mateo (28, 1-7) se lee en la primera Misa de Pascua, y el de san Marcos (16, 1-7) en la segunda. Los dos días siguientes, lunes y martes, se lee la narración de dos apariciones de Cristo resucitado según San Lucas (24, 13-55, 36-47). Finalmente, el miércoles, el jueves y el sábado, las lecturas están tomadas del cuarto evangelio (21, 1-14; 20, 11-18; 20, 1-9). Se debería saber por qué la distribución de estas últimas lecturas no ha seguido el mismo orden de San Juan. En cuanto al evangelio del viernes, está tomado de San Mateo (28, 16-20). Se trata del relato de la aparición de Cristo que ordena a sus apóstoles enseñar y bautizar a todas las naciones.

[20] Hch 9, 34-43.

[21] Hch 13, 26-33.

[22] Hch 3, 12-15, 16-19.

[23] Hch 8, 26-40.

[24] 1 Ped 3, 18-22.

[25] 1 Ped 2, 1-10.

[26] En el pasaje del Exodo, de donde está tomada la antífona (9, 5, 9), Moisés predice a los hijos de Israel la liberación de la esclavitud de Egipto y la entrada en la tierra prometida. Aquí la Iglesia, que se dirige a los cristianos, pone los verbos en pasado, porque la figura ya se ha cumplido.

[27] Ecl 15, 3, 4, 5. También aquí la adaptación del texto bíblico está hecha con gran soltura y verdadera libertad.

[28] Mt 25, 34.

[29] Se puede observar que en todos estos textos litúrgicos el bautismo está considerado desde la perspectiva que abre a los cristianos la entrada del cielo. Muy merecidamente, pues la vida eterna que confiere el bautismo es ya germinalmente la vida del cielo. La gracia es la semilla de la gloria, semen gloriae. Entrar en la Iglesia por el bautismo es entrar en el reino de Dios que, comenzado en la tierra, se consumará en el cielo.

[30] Sab 10, 20-21. El texto de esta antífona de entrada alude al cántico que entonaron los israelitas después de atravesar el Mar Rojo (Ex 15, 9).

[31] "No son los muertos los que te alabarán, Señor, sino los que vivimos alabamos al Señor": Sal 113, 17, 18. - Según los judíos, las almas que descendían al sheol no podían alabar a Dios.

[32] El salmo que sirve de antífona de entrada, que está hoy reducido a un sólo versículo, se halla aquí introducido con toda naturalidad por el canto de la antífona. El salmo Cantate Domino representa el cántico de aquellos a quienes el bautismo ha abierto la boca.

[33] Sal 77, 53.

[34] Sal 104, 43. El vocablo electi designaba precisamente los candidatos al bautismo.

[35] Sal 117, 24. El versículo de este responsorio, que varía cada día de la semana in albis, está tomado del mismo salmo 117, salmo por excelencia del tiempo pascual, como ya hemos dicho.

[36] Aleluya del martes de Pascua.

[37] Aleluya del miércoles.

[38] Aleluya del jueves.

[39] Aleluya del viernes.

[40] Colecta del lunes de Pascua.

[41] Poscomunión del sábado.

[42] Colecta del jueves.

[43] Poscomunión del domingo y lunes de Pascua.

[44] Sobre el simbolismo del octavo día, Cf. Dom HILD, La mystique du dimanche: LMD 9 (1947) 7-37. Principalmente las p. 23 y s.

[45] Por ejemplo, los sacramentarios gelasiano y gregoriano.

[46] Hoy en nuestros libros litúrgicos, este domingo después de Pascua se titula Dominíca in albis. Debería titularse más exactamente Dominica post albas (es decir, depuestas). Este es el título que le dan algunos sacramentarios gregorianos, como el de Padua.

[47] Jn 20, 19-31.

[48] Hch 8, 37.

[49] Mt 18, 16.

[50] Rom 10, 9.

[51]1 Cor 12, 3.

[52] La revista Vers l'unité chrétienne, boletín del Centro Istina (abril 1952), se lamenta con toda razón, de que en la formulación del acto de fe, tal como lo proponen nuestros manuales de catecismo, ni siquiera se nombre la persona de Cristo. Sería necesario afirmar lo mismo del acto de caridad. La misma revista hace esta observación muy justa: "Otra ventaja de esta manera de ver en la persona de Cristo el objeto central de nuestra fe consiste en que nuestra fe aparece entonces de golpe en la complejidad de un acto humano que compromete todo nuestro ser, corazón, espíritu y voluntad. Efectivamente, es un acto por el cual una persona (nosotros) se relaciona con otra persona viva (Cristo), reconociendo y aceptando en todo su alcance lo que su misterio comporta y exige".

[53] Hch 9, 1.

[54] Hch 9, 6. - La Vulgata pone estas palabras despues de otra narración de la conversión de san Pablo: Hech 22, 10.

[55] Rituale romanum, Ordo baptismi.

[56] "Sacramentum fidei, fides est": Epist. 98, n. 9.

[57] De spectaculis, 24: PL 1, 656; De Paenitentia, 6: PL 1, 1239.

[58] El axioma "Baptismus est fidei sacramentum" se halla repetido unas veinte veces por santo Tomás que lo cita en la mayor de su raciocinio en cuatro pasajes de la Suma teológica. El catecismo del concilio de Trento ha subrayado este nombre del bautismo. Lo explica así: "Se llama sacramento de la fe, porque aquellos que lo reciben hacen profesión general de fe cristiana; san Agustín es testigo de ello".

[59] 1 Jn 5, 4-10.

[60] Jn 16, 33.

[61] Como todos saben, en la antigüedad había costumbre de dar a los neófitos, después de la comunión, una mezcla de leche y miel bendecida por el pontífice. Era una manera de darle a entender que el bautismo les había introducido en la tierra prometida. El vaso de leche se empleó a veces, concretamente en las pinturas de las catacumbas, para simbolizar la eucaristía. Pero aquí, según el contexto de la carta de san Pedro, de la que está tomada la antífona de entrada, (cf. epístola del sábado in albis) la leche sin mezcla, no falsificada, representa más bien la doctrina del evangelio

[62] El texto de la Vulgata pone rationabile, en neutro. Esta es la lectura que ofrece, como hemos visto, la epístola del sábado in albis. Aquí, en el texto de la antífona, leemos rationabiles. Las traducciones omiten ordinariamente esta pequeña modificación del texto litúrgico. Sin embargo, no carece de interés. Rationabiles es un plural que se refiere necesariamente a infantes. Estos, aunque sean recién nacidos están dotados de la sabiduría que les ha comunicado el bautismo y la confirmación, participando de la sabiduría de Dios.