Jueves Santo, el día de la Eucaristía

• Arnold Omar Jiménez Ramírez, semanario.com.mx
 

Con la llegada del Jueves Santo, los católicos comenzamos la celebración del Misterio central de nuestra fe, la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Cada uno de estos Días Santos, cada uno de sus momentos, conllevan un significado y encierran profundos misterios que Jesús de Nazareth quiso dejar para nosotros. En este Año de la Eucaristía, preparándonos para vivir el XLVIII Congreso Eucarístico Internacional (XLVIII CEI), es preciso hacer una reflexión profunda sobre este Misterio instituido por Jesús, Sacerdote por excelencia, precisamente el Jueves Santo.
 

El Don por excelencia
 

La noche del Jueves Santo, Jesús se dispuso a celebrar la Pascua con sus Apóstoles. Era la Última Cena que compartía con ellos antes de que se cumplieran las profecías, porque «el tiempo se había cumplido»: «Tomó luego pan, dio gracias, lo partió y se los dio diciendo: ‘Este es mi Cuerpo que se entrega por ustedes; hagan esto en recuerdo mío’. De igual modo, después de cenar, tomó la copa diciendo: ‘Esta copa es la nueva alianza en mi Sangre que se derrama por ustedes’», (Lc 22, 19-20). Es en este momento cuando Jesús quiere perpetuar su presencia entre nosotros de manera sacramental. Es la Iglesia la que desde sus inicios ha custodiado este gran regalo en el que encuentra su impulso y razón de ser. De ahí que, en la Carta Encíclica de Su Santidad Juan Pablo II, La Iglesia vive de la Eucaristía, asegura que «es la Eucaristía el Sacramento que contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo». Más aún, en el número 11 de la misma carta, el Sumo Pontífice afirma que «la Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sean muy valiosos, sino como el Don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación».


“Hasta el extremo”

En vísperas del gran acontecimiento eclesial, el XLVIII CEI, es importante recordar y redescubrir que en la celebración de la Santa Misa se actualiza el acontecimiento de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, el acontecimiento Pascual. La Misa hace presente el Sacrificio de la Cruz, no se le añade, ni lo multiplica. La misma Encíclica dice: «Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la Muerte y Resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y se realiza la obra de nuestra redención». Pero no es el Sacrificio de Jesús un acto de masoquismo, ni la Eucaristía se limita en ello; el Papa contextualiza la Pasión de Jesús en el ámbito del amor: «Deseo una vez más llamar la atención sobre esta verdad, poniéndome con vosotros, mis queridos hermanos y hermanas, en adoración delante de este Misterio: Misterio Grande, Misterio de misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega ‘hasta el extremo’»


“Fuente y cumbre”

Este Sacramento, «Don por excelencia», prenda visible de un amor llevado «hasta el extremo», se ha de convertir en la fuente y cumbre de toda acción apostólica, y, a decir verdad, de toda la vida del católico. De ahí han de nacer nuestras fuerzas para vivir día a día nuestro compromiso bautismal, y ahí, han de llegar todos nuestros esfuerzos por instaurar en este mundo el Reino de Dios, reino de justicia, de paz y gozo. Así se expresa Su Santidad al concluir la Encíclica ya citada en los números 50 y 60: «Todo compromiso de santidad, toda acción orientada a realizar la misión de la Iglesia, toda puesta en práctica de planes pastorales, ha de sacar del Misterio Eucarístico la fuerza necesaria y se ha de ordenar a él... Dejadme que, como Pedro, al final del discurso eucarístico en el Evangelio de Juan, yo lo repita a Cristo, en nombre de toda la Iglesia y en nombre de todos vosotros: ‘Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida Eterna’», (Jn 6, 68).


Un acto de amor
Todo lo que vale un Sacrificio

Xóchitl Zepeda León, semanario.com.mx
 

Para entender «el valor redentor del Sacrificio de Jesús», es necesario dejar en claro que la palabra «sacrificio» nada tiene que ver con aquellos actos que predisponen cierta dificultad o esfuerzo para su realización. Para Cristo, el Sacrificio significó su consagración a Dios, puesto que esta palabra, la cual proviene del latín sacrificium, significa «hacer que algo sea sagrado o consagrado».

Partiendo de esto, se debe entender, desde un punto de vista teológico, que el Sacrificio de Cristo no está representado por su sufrimiento físico ni por su muerte misma, ya que éstos representan sólo un signo de la redención, sino por toda una vida de consagración de Jesucristo a Dios y a nosotros. Por lo tanto, el valor redentor del Sacrificio de Jesús estriba en una consagración del ser humano a Dios. Así lo explicó Carlos Ignacio González SJ, Maestro de Teología en el Seminario de Señor San José, quien dijo que «la Cruz no es la Redención, sino el signo de la consagración de toda la vida de Jesús a Dios y al hombre, sus hermanos. Vida que representa, en sí, el sacrificio de Cristo», tal y como lo expone Santo Tomás de Aquino.

«La cruz es el signo del Sacrificio; no es el Sacrificio, puesto que éste está representado por la consagración de toda la vida de Jesús a Dios y a nosotros», siguió diciendo el sacerdote jesuita.


Nuestro Redentor

Ejemplo de lo anterior, refirió, es el hecho proclamado por el Evangelio que nos dice que junto a Jesús murieron dos ladrones ajusticiados, los cuales sufrieron junto a Él, pero no son nuestros redentores porque ellos sucumbieron ejecutados por crímenes; en cambio, Jesús murió por su consagración al Padre y a nosotros. Así, el Sacrificio de Cristo es interior, y nada tiene que ver con el dolor externo, que indica y representa el signo de hasta dónde llevó su consagración Cristo por el ser humano, es decir, hasta la muerte en la Cruz, que era considerada como la más dura e indigna que había en su época.

Jesús vivió su muerte con una actitud de obediencia y fidelidad total al Padre y de amor y perdón a los hombres. La muerte en cruz, que era la manifestación suprema del pecado, se convirtió en la manifestación suprema de amor y reconciliación entre Dios y el hombre. La muerte de Cristo no fue fruto del azar, sino que pertenece al misterio del designio de Dios (cfr. Hch 2, 23); sin que ello signifique que los que entregaron a Jesús eran sólo ejecutores pasivos de un drama escrito de antemano por Dios. El designo eterno de Dios incluye la respuesta libre de cada hombre a su gracia (cfr. Hch 4, 27-28). Así, Dios permitió los actos nacidos de la ceguera del hombre para realizar su designio de salvación.


¿Qué es la Redención?

La Redención parte y significa el perdón de los pecados, los cuales nos impiden experimentar el amor a Dios y nos aleja de Él.

Mas nuestros pecados no sólo tienen que ver con acciones externas, sino, y principalmente, con el pecado que está en el corazón, es decir, el pecado de «no amar», aspecto que nos lleva a no cumplir con la Ley de Dios, la cual se resume en amarlo a Él y al prójimo con todo el corazón.

En este sentido, el Padre Carlos Ignacio González explicó que muchos de los grandes teólogos, como San Agustín y Santo Tomás de Aquino, se percataron de que «todo pecado es contra el amor, y de no ser así no es pecado». Por ejemplo, San Agustín decía: «Ama y haz lo que quieras»; si se ama a una persona, aclaró, no le vas a hacer daño; si amas a una persona, no la vas a robar, ni le vas a faltar en ningún aspecto; es por ello que toda la Gracia y la Ley de Dios se resume en el «amor».

Aquí cabría la pregunta: ¿Cómo nos redimió Cristo? Y la respuesta es tajante: Amándonos hasta la muerte y pensando en nosotros aun en los momentos en que nuestros pecados lo condenaban a ella: «Padre, perpor nosotros, es el signo más visible de hasta dónde nos amó, y nos ama. La Cruz es el mayor signo que puede haber del amor de Cristo por nosotros.

La salvación la tenemos asegurada en ese amor de Cristo traducido en una muerte de Cruz. Nos abrió el camino para que aprendamos a amar, y ésta es precisamente su Ley, la última que nos dio antes de morir, en la Última Cena, y que nos legó como un Mandamiento: «Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado» (Jn 15, 12).

Además, Jesús no sólo perdonó y borró nuestros pecados, sino que nos capacitó para ya no pecar más, con el testimonio de su vida, con su doctrina, con su gracia. En la Cruz murió todo lo que no nos dejaba vivir como hijos de Dios y por su Sangre preciosa, fuimos rescatados, lavados y purificados. Él soportó el castigo que nos trae la paz y por sus heridas fuimos liberados.


Toda una vida de entrega

La Pasión de Jesús no es sólo un momento; la Cruz para Jesús no sólo fueron días u horas de padecimientos físicos, sino que toda su vida fue una preparación que culminaría con esos acontecimientos, es decir, toda su vida fue de consagración, desde que comenzó su ministerio de predicación, hasta su muerte en la Cruz.

La Pasión de Cristo no es puro dolor, no es sólo la muerte en la Cruz; es ininteligible su muerte, si no consideramos toda su vida de entrega por amor. El sufrimiento físico es sólo un signo del amor, pero no es el amor, ni es la consagración, y por lo mismo no es el sacrificio.

Ese es el valor redentor; toda una vida de entrega por amor al Padre y por nosotros.