La Misa Sacrifical

 

1. El Ofertorio.

Nociones Preliminares. La Antigua "Oratio Fidelium." La Presentación de los Dones. La Antífona "Ad Offertorium." La Incensación de las Oblatas y la Ablución de las Manos. El Ceremonial del Ofertorio.

2. El Canon Romano.

Prolegómenos. El Preludio del Sacrificio. La Introducción Eucarística. La "Commendatio" de las Ofrendas y de los Oferentes. Del Sacrificio. El Ofrecimiento del Sacrificio. La Doxología Conclusiva. El "Examen" Final. Los Gestos del Canon

3. La Historia del Canon Romano.

Preliminares. Los Precedentes del Canon. Los Comienzos del Canon Romano. Una Tentativa de Reconstrucción del Canon Arcaico. El Autor del Canon. Los Desarrollos del Canon. La Refusión del Canon.

4. La Comunión.

El "Pater Noster." El Ósculo, la Fracción y la Conmixtión. La comunión. El Canto de la Comunión. La "Postcommunio." La Eulogía Litúrgica. La Conclusión de la Misa.

 

1. El Ofertorio.

 

Nociones Preliminares.

El rito eucarístico es esencialmente un sacrificio, la renovación del sacrificio de Cristo. Ahora bien: el sacrificio supone una ofrenda. La ofrenda eucarística la designó el mismo Cristo en el pan y el vino que él tomó en sus manos durante la última cena.

La primera fase del rito eucarístico consiste, por tanto, en ofrecer, con intervención del pueblo o sin ella, los elementos materiales del sacrificio que va a realizarse. Hasta una determinada época, que podemos grosso modo determinar en la primera mitad del siglo IV, estos elementos de pan y vino, una vez ofrecidos por el pueblo y el sacerdote y dejados sobre el altar, recibían ya con esto solo una dedicación a Dios, es decir, se convertían en una res sacra, una oblatio, sin que hubiera ninguna fórmula especial que lo declarara. La acción hablaba por sí sola. Seguía inmediatamente la oración consecratoria del sacerdote, en virtud de la cual la oblatio se hacía sacrificio y sacramento.

Más tarde pareció necesario subrayar más la donación hecha a Dios de los elementos del sacrificio y la confianza de los oferentes de obtener en cambio sus bendiciones. Esto se hizo ccn una fórmula que Inocencio I llama muy acertadamente commendatio oblationis. Esta, por razones que desconocemos, ha llegado a nosotros como si dijéramos por duplicado, es decir, en la secreta y en la primera parte del canon, muchas veces con términos casi iguales en las dos. Parece extraño que una anomalía de este género se hiciera conscientemente. Para atenuar su gravedad, se dice que la secreta tenía poca importancia, que es una oración de transición; pero el hecho es innegable, y mejor sería reconocer que nos hallamos ante un duplicado poco feliz.

Del mismo modo deben juzgarse, desde el punto de vista litúrgico, las diversas apologías introducidas en la zona del ofertorio después del siglo IX. Únicamente pueden aceptarse como expresión de piedad personal, como una especie de liturgia privada del sacerdote, y nada más. En realidad son un contrasentido, ya que anticipan los conceptos, que luego vendrán a repetirse en la secreta y en la commendatio del canon.

 

El ofertorio tuvo ya desde el principio alto significado litúrgico, expresado ya por San Ireneo. Los fieles en el pan y vino que ofrecen intentan darse ellos mismos a Dios, no en sentido individual, sino colectivo, es decir, en cuanto son miembros del cuerpo místico de Cristo, la Iglesia, a fin de mantener bien firmes los vínculos de unión con Cristo y de caridad con los demás. En consecuencia, el ofertorio se consideraba como la oblación de toda la Iglesia, considerada ya en su trabazón jerárquica (desde el papa hasta el último clérigo), ya en su unidad social. La aceptación de la ofrenda equivalía a declarar al fiel en comunión con la Iglesia y con la comunidad de los hermanos, así como la no aceptación significaba para el clérigo la destitución de su grado, y para el seglar, su separación de la sociedad cristiana. Sólo la reconciliación podía darles de nuevo el derecho de la ofrenda y la reincorporación en las filas del clero o de los fieles.

El ofertorio representa además la participación oficial y personal de cada fiel al sacrificio. Y, puesto que el sacrificio es eminentemente un acto corporativo, todos, sacerdotes y seglares, deben contribuir con su oblación, y, consiguientemente, todos tienen derecho a recibir el pan por ellos ofrecido, cambiado en el cuerpo de Cristo. He aquí por qué la Iglesia antigua, que suponía en estado de gracia a toda la asamblea oferente, consideraba directamente relacionadas la ofrenda y la comunión; cada oferente era un comulgante. Cuando el rito de la ofrenda empezó a decaer, cesó también poco a poco la práctica de la comunión. Es preciso no perder de vista este profundo significado litúrgico del ofertorio para comprender la magnífica expresión ritual que le ha dado la Iglesia sobre todo en los siglos antiguos.

 

La Antigua "Oratio Fidelium."

En el ordenamiento de la misa del siglo II, como en su lugar del dejamos explicado, el rito del ofertorio comenzaba en este momento con una gran oración intercesoria. en la que tomaban parte todos los fieles, y que servía al mismo tiempo de introducción al rito eucarístico propiamente dicho. San Justino la llama, por razón de su estructura litánica, orationes communes. Tertuliano, más exactamente, la designa con el término petitiones, porque en realidad estaba formada de tantas peticiones como invocaciones. El papa Félix III es quien la llama por vez primera oración de los fieles (oratio fidelium), en contraposición con otra oración litánica que decían los catecúmenos. En fin, las rubricas de los libros litúrgicos antiguos le dan el apelativo de orationes solemnes por razón de su importancia. Pero, sin duda, oración de los fieles es su verdadero nombre, porque, como advierte la Traditio, estaba reservada para los bautizados, entonándola no un diácono, sino el obispo, jefe jerárquico de la comunidad. Era, por tanto, su oración oficial, en la cual estaban llamadas a participar todas las clases sociales, teniendo acogida en ella todas las necesidades de la gran familia cristiana.

El lugar que ocupaba en el ritual del sacrificio fue siempre inmediatamente antes del ofertorio así en Roma como en África. Por lo que hace a Rema, hemos citado ya a San Justino y San Hipólito; podemos añadir el testimonio del papa Félix III, que en el 478 prohibe a una determinada categoría de penitentes Orationi, non modo Fidelium, sed ne cathecumenorum omnimodis interesse. En África, San Agustín recuerda las Precationes... quas facimus in celebratione sacramentorum, antequam illud, quod est in Domini mensa, incipiat benedici. San Próspero de Aquitania en sus Capitula, escritos hacia el 440, atestigua la universalidad de las obsecrationes sacerdotales, diciendo que in tofo mundo atque in omni catholica ecclesia uniformiter celebrantur. Uniformiier, porque formaban parte de la misa cotidiana, cuyo formulario debía ser prácticamente igual en todas partes. El mismo santo Prelado alude a ello expresamente: Ecclesia Quotidie pro inimicis suis orat, id est pro his qui nondum Deo credideruntg. Por la misma época (c. 420), Bonifacio I, en una carta al emperador Honorio, habla de las preces, hechas ínter ipsa mysteria, por la salvación del imperio, como de una oración consuetudinaria. Esto lo confirma su sucesor Celestino I (423-32), quien asegura a Teodosic que, mientras se celebra la misa, oblatis sacrificns, per omnes ecclesias vestrum commendatur im perium. La petitio por el emperador y su ejercito desde el siglo II iba incluida regularmente entre las intenciones de la oración de los fieles. Otra prueba de que esta oración se recitaba eri las misas ordinarias es el hecho de que las Oraiones solemnes, en uso todavía el Viernes Santo, no tienen relación especial con este día; están allí simplemente porque formaban parte del Ordo missae cotidiano.

 

La Presentación de los Dones.

El ofertorio, como dijimos, constituye esencialmente la participación material de los fieles en el sacrificio. El pan y el vino, que son les elementos básicos con los cuales el hombre sustenta su vida, lo representan a él cuando los lleva al altar: son sus dones, que él ofrece a Dios para que, por la función mediadora del sacerdocio, se conviertan en sacrificium acceptabile, es decir, en el cuerpo y sangre de Jesucristo.

El gesto o rito de la presentación de las ofertas en el altar para que sean transubstanciadas es primitivo. Lo hallamos ya en San Justino, sin que nos diga quién lo ejecuta materialmente; no va acompañado de pompa alguna ni de fórmula especial. La Traditio, de Hipólito, setenta años más tarde, registra todavía la misma simplicidad de ritual, pero añade ya el detalle de los diáconos. Son éstos los que presentan a| obispo neoconsagrado la materia del sacrificio (oblationem), disponiéndola además sobre el altar; después de le cual el obispo reza, sin más, la oración consecratoria.

Pero el significado simbólico de la oblación era demasiado claro e importante para que no se subrayara en seguida con un rito colectivo. San Ireneo, al final del siglo II, ya lo del a entrever en aquel su cálido tratado acerca del deber del cristiano de hacer ofrendas a Dios, entre las cuales la eucaristía ocupa el primer puesto. En Roma, la Traditio empieza a decir que los que se preparan a recibir el bautismo deben llevar consigo una oblación, vas... propter eucharistiam. Decet enim, eum, qui dignus factus est, confestim Oblationem offerre. Aunque no sea muy claro el texto, pone ya en relación la ofrenda de los fieles con la eucaristía, que cada uno podía luego llevarse a casa. Parece natural que lo que debían hacer los neófitos como primer testimonio de sujeción a la Iglesia, lo hicieran también los demás. No lo sabemos, pues es éste el primer documento positivo en la historia litúrgica que aluda a una ofrenda pública en orden al rito eucarístico. A partir de esta época, los testimonios se multiplican. Los Hechos de Pedro (200-225) muestran a los fieles orando con San Pablo y trayendo las ofrendas para el sacrificio, oblationem oferentes. San Cipriano, a su vez, habla de las ofrendas como de una costumbre que en Cartago tenía casi fuerza de ley para todos. Regañando a la mujer rica, pero avara, le dice: "Tú vienes al rito del Señor sin el pan del sacrificio, sine sacrificio, y luego pretendes recibir una parte del pan sacrificado que el pobre ha ofrecido."

La ofrenda estaba en relación estrecha con la comunión. En España, al final de este siglo, el sínodo de Elvira (303) es el primero en dictar las normas jurídicas de la práctica ofertorial. No puede ofrecer ni recibir la eucaristía el que no está en comunión con la Iglesia (en. 28). La aceptación de la ofrenda y el acto de llevarla al altar con la correspondiente mención del oferente es el signo externo de la pertenencia del fiel a su comunidad. Sólo los obsesos y epilépticos, por su especial condición, están exentos de la obligación de la ofrenda (en. 29). El concilio de Nicea (325) eximió también a los penitentes mientras no se reconciliasen. Cuando San Ambrosio en el 390 recibió la carta del emperador Teodosio en la que le notificaba su penitencia después de la destrucción de Tesalónica, le contestó el Santo que había ofrecido a Dios en la misa aquella carta corno una oblación, asociada a la suya sacerdotal: Epistulam pietatis tuae ad altare detuli, ipsam altari imposui, ipsam gestavi manu, cum offerrem sacrificium, ut fides tua in mea voce loqueretur, et ápices Augusti sacerdotalis muñere fungerentur. En Milán eran también excluidos de la oblación los neófitos durante los siete días sucesivos al bautismo, por no hallarse aún suficientemente adoctrinados acerca del significado de la ofrenda; porque, como observa San Ambrosio, non quasi rudis hostia, sed quasi rationis capax, tum demum suum munus altaribus sacris offerat... ne offerentis inscitia contamineí oblationis mysteríum.

 

Durante los siglos IV y V, la práctica de llevar los fieles el pan y el vino para el sacrificio era general en las iglesias de Occidente. San Agustín refiere la solicitud de su madre nullo die praetermittentis oblationem ad altare tuum, así como la desolación de las vírgenes cristianas durante la persecución vandálica al no poder presentar su ofrenda ante el altar de Dios ni encontrar allí sacerdotem per quem offerant Deo. En otros lugares, el santo Doctor gusta de subrayar el sentido dogmático del ofertorio: "El Señor tomó sin ti la carne que inmoló por ti; mas tu ahora da al sacerdote tu ofrenda, y él la ofrecerá por ti a Dios, a fin de que perdone tus culpas." De Roma tenemos muchas oraciones de los antiguos sacraméntanos en las cuales se pide a Dios que santifique los dones puestos sobre el altar y al mismo tiempo se hace alusión a los fieles que los han ofrecido.

Evidentemente, el gesto de toda una muchedumbre de fieles llevando en las manos, veladas por un candido lienzo, fanonibus candídis, su correspondiente porción de pan, oblationis coronam, y dirigiéndose ordenadamente hacia el altar para poner la ofrenda en manos del obispo o del arcediano, debía de ser una ceremonia solemne e impresionante. Puede dar una idea la serie de los mártires y de las vírgenes representados sobre las paredes de San Apolinar el Nuevo, de Rávena, que se dirigen, según la visión del Apocalipsis, con sus coronas hacia el altar. Hecha la ofrenda, cada uno de los fieles volvía a ocupar su puesto. Un día en que el emperador Teodosio en Milán, después de haber presentado a San Ambrosio la ofrenda, se detuvo más de lo justo en el puesto reservado a los ministros sagrados, recibió del Santo una invitación cortés, pero enérgica, a que saliera. Purpura, imperatores, non sacerdotes efficit, le mandó a decir el austero pontífice. El emperador luego se excusó diciendo que en Constantinopla se seguía otra norma diversa.

El rito del ofertorio en esta época (s. IV-V) se desarrollaba en silencio, sin cánticos ni fórmulas especiales de bendición. Los diáconos reunían sobre el altar la cantidad de pan y vino que se creía necesaria para la comunión; a veces, la mesa, más bien pequeña, de los altares antiguos se veía rebosante:

Tua, domine, muneribus altaría cumulamus, dice la secreta de la misa del Precursor. Acto seguido, el obispo iniciaba la solemne oración para la consagración de los dones.

 

El primer ritual de la ceremonia del ofertorio nos lo ha dado el I OR, que describe todos sus detalles con relación a la misa papal de los siglos VII-VIII. Nosotros hablamos de él expresamente en el número 94, al que remitimos al lector. Se debe, sin embargo, poner de manifiesto cómo aquél sufrió en esta época sensibles modificaciones. No es ya el pueblo el que va al altar con la propia ofrenda para entregarla al celebrante, como en los tiempos de San Ambrosio, sino que es el celebrante el que con sus ministros se dirige al pueblo en los diversos sectores de la iglesia para retirarla. Además, el I OR del a comprender cómo en "Roma las ofrendas se habían convertido casi en un privilegio de los fieles nobles y distinguidos.

 

La Antífona "Ad Offertorium."

El antiguo rito de Roma no admitía ningún canto durante la ofrenda de los fieles; la misa de la antiquísima vigilia de Pascua no lo posee todavía, lo mismo que las misas más antiguas de la liturgia ambrosiana. ¿Cuándo fue introducido? Es fácil dar la respuesta para el África. La iniciativa de un canto de esta clase partió de Cartago durante el episcopado de San Agustín (391-430). Este recuerda haber escrito un libro contra un tal Hilaro, vir tribunitius, quien criticaba desdeñosamente morem, qui tune esse apud Carthaginem coeperat, ut hymni ad altare dicerentur de psalmorum libro, sive ante oblationem sive cum distribueretur populo quod fuisset oblatum. Hilaro le combatía porque le parecía aquello una costumbre que contrastaba con toda la tradición. Era, en efecto, una novedad; pero una buena novedad, sugerida por la conveniencia de acompañar, con un canto que recogiese y elevase el alma, la pomposa ceremonia de la presentación de las ofrendas ante el altar.

 

La Incensación de las Oblatas y la Ablución de las Manos.

La incensación de las oblatas es una ceremonia extraña a la antigua liturgia romana. Esta la tomó del ritual galicano donde desde el siglo V, en la procesión que acompañaba las oblatas de la prótesis al altar, había adquirido especial solemnidad. No está muy claro si en las Galias la incensación iba precedida de una ceremonia de inspiración bíblica: la ofrenda del incienso sobre el altar, como la conservan todavía las liturgias orientales. (** falta una página del texto original, sigue # 191.)

 

El Ceremonial del Ofertorio.

Este comienza con la preparación del altar. Según los Ordines, mientras el pontífice se lava las manos para prepararse a recibir las ofrendas, dos diáconos extendían el amplio corporal antiguo sobre la mesa, recubriéndola enteramente: diaconi interim altare vestiunt. También hoy es el diácono el que, terminado el canto del Incarnatus, del Credo, toma de la alacena el corporal, cerrado en su bolsa, y lo lleva al altar, extendiéndolo sobre la parte central de la mesa.

El traslado del pan y del vino al altar desde la alacena, donde habían sido preparados o antes de la misa, como sucede hoy, o cuando los dos ministros habían llegado al altar con el celebrante al principio de la función, como era la costumbre medieval, es realizado por el subdiácono sin ninguna pompa. La liturgia romana, aun cuando estaba en vigor la práctica de las ofrendas, no ha adoptado la procesión solemne, como tenía lugar en las Galias y en Oriente para llevar de la prótesis al altar los elementos del sacrificio. Todavía actualmente entre los griegos el gran introito constituye la ceremonia más imponente de la misa. Como antiguamente, es todavía el diácono el que preside la preparación inmediata de las oblatas. Dispone, si hay necesidad, las partículas para consagrar sobre la mesa y ofrece al celebrante sobre la patena la hostia del sacrificio. Este, hecha la ofrenda con la oración Suscipe, la coloca con las propias manes sobre el altar, haciendo con ella sobre la patena la señal de la cruz. En la antigua misa papal se hacía también así: el papa disponía personalmente las propias oblatas sobre la mesa: ipse Pontifex... suas proprias duas (oblatas) accipiens in manus suas, elevans oculis et manibus cum ipsis ad caelum, orat ad Dcum secrete et, completa oratione, ponet eas super altare (Ordo de San Pedro). La señal de la cruz, sin embargo, no se encuentra antes del siglo XII.

La forma actual del ofrecimiento del vino es notablemente diferente de la primitiva. En el antiguo uso litúrgico romano, la oblación del vino era enteramente de competencia del diácono. El proveía a poner en el cáliz del papa vino suficiente, derramaba un poco de agua faciens crucem y lo colocaba, sin más, sobre la mesa a la derecha de las ofrendas del papa sin recitar ninguna fórmula. Uno solo generalmente era el cáliz que se preparaba, por grande que fuese el número de los comulgantes. En una carta del 726 dirigida a San Bonifacio de Alemania, el papa Gregorio II, que había sido interpelado, prohibe que sobre el altar sean colocados más de un cáliz durante el sacrificio: Congruum non est duos vel tres cálices in altan ponere, cum missarum sollemnia celebrantur. Con esto, él alegaba la consuetudo romana, la cual, decía, se asociaba al ejemplo de Cristo, que consagró un solo cáliz. Las oblatas y el cáliz, según otra antigua tradición de Roma, debían estar sobre la mesa en la misma línea horizontal. La costumbre actual de poner la hostia delante del cáliz es de origen galicano, como ya advertía Amalarlo. La fórmula relativa al cáliz no aparece antes del siglo XI, por influencias germánicas, sino en Italia, solamente por boca del diácono; el cual, deponiendo sobre el altar el cáliz, traza con él una señal de la cruz, diciendo: Offerimus tibi, Domine.

 

 

2. El Canon Romano.

Terminada la presentación de los elementos eucarísticos y dispuestos sobre el altar el pan y el vino, la preparación del sacrificio está completa. Corresponde ahora la palabra al sacerdote, para que, en nombre y con el poder de Jesucristo, ofreciéndolo a Dios, haga la oblación perfecta, consume el sacrificio. El realiza este sublime y divino encargo con la solemne oración consecratoria, el canon. Es la oración sacrifical de la Iglesia, en la que Cristo, como sumo sacerdote, renueva al Padre la oblación perfecta de todo su cuerpo y toda su sangre, inmolados un día sobre el Calvario para la salvación del mundo. Entre todas las fórmulas litúrgicas, la del canon es, sin duda, la más sagrada y la más veneranda, porque encuadra las palabras divinas de la institución eucarística, y desde hace dieciséis siglos, en los labios de millares de obispos y de sacerdotes, constituye invariablemente la expresión oficial de la oración sacerdotal. No es de maravillar el que esta fórmula augusta, que el concilio de Trento declaró inmune de errores, haya sido objeto, principalmente en los tiempos modernos, de estudio intenso y apasionado con el fin de indagar sus primeras formas, precisar sus seculares alternativas y penetrar su profundo significado.

Nosotros nos proponemos, después de haber fijado el texto auténtico, hacer el análisis, comentando cada una de las partes, para trazar, finalmente, las grandes líneas de su historia.

 

Prolegómenos.

Nomenclatura y extensión del canon.

La oración consagratoria, fórmula esencial de todo el rito eucarístico, recibió nombres diversos en los documentos antiguos y en el uso litúrgico.

Debernos recordar, sobre todo, el de benedictio, adoptado por San Pablo y repetido frecuentemente por Tertuliano, que recalca la expresión proferida por Cristo en La última cena ; el otro, igualmente evangélico, de eucharistiaf usado por San Justino en su famosa descripción de la misa, y el de sanctificatio, sanctificare, usado comúnmente durante mucho tiempo en Occidente, tomado ya en sentido amplio, para designar toda la anáfora, ya en sentido restringido, para indicar las palabras de la consagración. Oblatio Sanctificari non potest — escribe San Cipriano — ubi sanctus Splritus non est; y San Agustín: Panis Ule, quem videtis in altari, Sanctificatus per verbum De, corpus est Christi. Sucesivamente, para afirmar la idea del sacrificio, encontramos en las liturgias orientales el nombre de ofrenda, en latín oblatio, vocablo del cual se sirve San Ambrosio y el anónimo escritor de las Quaestiones V. et N. Testamenti y de los fragmentos eucarísticos descubiertos por Mai.

La nomenclatura propia de Roma debía asemejarse a la del África. San Cipriano y San Agustín usan los términos oratio y prex, que se encuentran también en documentos romanos de Inocencio I, Geroncio y San Gregorio Magno, y el de actio (entendido sacrijicv), que, como ya observábamos, en sentido amplio significaba la misa, pero que sirvió también para designar la parte más íntima y principal. Por esto, el término latino actio, en cuanto al sentido, se puede considerar equivalente al griego κανών (regula), Canon Actionis (sacrijíóii), introducido más tarde, que se encuentra por primera vez en la carta del papa Vigilio (538) a Profuturo de Braga y en San Gregorio. Sobre todo aparece como título de la oración consecratoria en el sacramentarlo gelasiano y en el Missale Francorum: Incipit Canon actionis. Este vocablo, modificado más tarde en Canon missae, ha quedado desde entonces inmutable y se ha convertido en el término técnico. Pero nuestro misal, en la rúbrica infra (intra) acííonem, no ha olvidado totalmente la antigua nomenclatura de la Iglesia.

Por último es preciso recordar otro sinónimo, praedicatío, conocido por San Cipriano y Firmiliano, y preferido, según parece, por el redactor (s. VI) del Líber pontijicalis, y alusivo probablemente a la solemnidad con la cual se pronunciaba la prez. Pero el vocablo no tuvo después seguidores.

 

Actualmente, los límites del canon son exactamente señalados por la rúbrica del misal, que lo hace comenzar con la fórmula Te igitur... y termina con el Amen, recitado inmediatamente antes del Pater noster. Respecto al fin, su uso concuerda perfectamente con el antiquísimo, referido por San Justino y quizá ya por San Pablo, y que se mantuvo inalterable en toda la Edad Media. En cambio, respecto al principio, hay que observar que, en su comienzo, el prefacio se consideraba como parte integrante de la oración eucarística; la cual formaba por esto un todo único, sin discontinuidad, desde el diálogo inicial hasta el Amen final. San Cipriano y San Agustín lo atestiguan formalmente. Además lo exigía así el lógico desenvolvimiento del tema tradicional de la prez. In ipso sacrificio Corporis Christi — escribe San Fulgencio de Ruspe (África; f 533 — A Gratiarum Actione Incipimus.

La unidad orgánica del canon comenzó a romperse con la inserción del epinicio (sanctus); el cual, habiendo separado la parte más íntima de la prez de la parte introductoria, el prefacio, consintió que este último adquiriese un desarrollo autónomo, hasta el punto de considerarlo como fórmula independiente. Esto debió suceder hacia el siglo VII, si bien Amalario muestra todavía ciertas dudas sobre este particular algún tiempo después. Ccn todo esto, el recuerdo de la unidad primitiva aparace afirmado también más tarde. El gelasiano pone el título antes referido: Incipit canon actionis, antes del Sursum corda, y así hacen varios sacramentarlos del siglo VIII, como el de Gelón y otros aún más tardíos.

En el estado actual de las cosas, la oración central del sacrificio viene a quedar por esto encuadrada entre los dos cantos, el prefacio y el Pater nosfer, que se asemejan y sirven admirablemente para poner en singular contraste el silencio solemne del canon.

 

El silencio del canon.

El silencio con que desde el siglo VII es recitada la oración consagratoria no es primitivo; generalmente, ninguna oración de la sinaxis antigua se decía en silencio; cuanto menos la del canon, la más importante de todas. Esto se deduce claramente de los escritores y de los documentos más antiguos. San Justino (+ 165) lo declara sin más, como Tertuliano. San Hipólito lo del a fácilmente entender. El hecho de que todas las liturgias conozcan el Amen al final de la anáfora recitado por el pueblo, y algunas también un Amen después de las fórmulas de la consagración, supone evidentemente una recitación en alta voz. San Dionisio de Alejandría (c. 257) habla de un fiel qui gratiarum actionem audierit, et qui cum caeteris responderit Amen. Geroncio, biógrafo de Santa Melania (+ 437), refiere que, mientras celebraba en el oratorio contiguo a la habitación de aquella moribunda, no podía recitar la anáfora con voz clara por la gran pena que sentía. Entonces la Santa desde su lecho le rogó que levantase el tono de la voz: Clarius iube fundere Precem, para poder sentir mayor confortación. Otra vez durante el canon, in terribili illa hora, habiendo añadido a la recitación de los dípticos el nombre de una difunta muerta con dudosas señales de ortodoxia, Melania rehusó aquel día recibir de él la comunión. San Agustín declara expresamente que las fórmulas con las cuales se consagra la eucaristía son oídas por los fieles: quae aguntur ín precíbus sanctus — dice a los neófitos — Quas Audituri Estis, ut accedente verbo, fíat corpus et sanguis Christi. El mismo santo Doctor en el libro contra Petiliano reproduce una objeción de éste: Si quisquam carmina sacerdotis memoriter teneat, numquid inde sacerdos est, quos ore sacrilego carmen publicat sacerdotis? El carmen del que habla es precisamente, como se dice en seguida, la prex sacerdotis, verbis et mysteriis evangelicis conformata, es decir, el canon. Prueba evidente de que aba en alta voz; más aun, podemos añadir que no solamente se recitaba, sino que probablemente se cantaba, como mas tarde refiere el Ordo de San Pedro. El carmen reclama un cursus, un ritmo musical, aunque simple. Por lo demás, si se cantaba el prefacio, que formaba el preámbulo — y se conserva siempre la tradición —, es legítimo deducir que se cantase también lo restante. En algunas liturgias orientales, la anáfora, o al menos Las fórmulas de la consagración, se profieren todavía con una recitación a manera de cantilena.

 

Las primeras alusiones a una recitación de la anáfora en alta voz, que comenzaba a insinuarse aquí y allá, se encuentran para Oriente en una nota de Justiniano escrita el 26 de marzo de 565, en la cual ordena a todos los obispos recitar la "divina oblación" non in secreto, sed cum ea voce quae a fidelissimo populo exaudiatur. Sabemos en efecto por las homilías de Narsai que la práctica, desautorizada por el emperador, estaba ya establecida en Mesopotamia en el siglo V; también en Palestina y en Siria alrededor del 600. Juan Mosco, que describió hacia aquel tiempo sus graciosas leyendas, en la conocida narración de los niños que tomaron a juego la celebración de la misa, observa que ellos conocían la anáfora, porque quibusdam in locis alta voce consueverunt praesbyteri sancti sacrificii orationes pronuntiare.

La prez eucarística en Roma hacia el final del siglo VII se decía todavía, según el uso tradicional, en alta voz y quizá con alguna ligera modificación, de manera que se asemelas e más bien a un canto que a una recitación. La rúbrica del Ordo de Juan Archicantor (c. 680), después de decir que el papa elevans vocem, dicit ipsam praefationem Ha ut ab ómnibus audiatur, añade que, cantado por todos el Sanctus, (Pontifex) incipit canere de simili voce et melodía, ita ut a circumstantibus altare tantum audiatur.

 

El texto del canon.

Antes de proceder al análisis de las partes siguientes del canon es oportuno precisar el texto, no en la forma moderna del misal piano (1570), sino en una época lo más lenta posible, después de la cual no sufrió ulteriores variaciones sensibles. Tal es la época de San Gregorio Magno (606). Podríamos quizá tener un texto más antiguo si el sacramentarlo leoniano no estuviese mutilado en los cuatro primeros meses. Este no nos ha conservado más que algún Communicantes, muchas fórmulas del Hanc igitur y una variante del Quam oblationem. El canon contenido en el gelasiano no puede considerarse anterior a San Gregorio, porque en la recensión más antigua llegada hasta nosotros (Vat. Reg. 316) trae la final diesque nostros, añadida por aquel santo Pontífice. Debemos, por tanto, contentarnos con un texto de la época gregoriana; texto que, en el estado actual de los estudios litúrgicos, es relativamente fácil reconstruir.

Bíshop ha demostrado que las diversas redacciones conocidas, sea en los códices litúrgicos, sea entre los escritores de la alta Edad Media, pueden reducirse a dos tipos principales: un tipo irlandés o galicano (A), más antiguo, y un tipo romano o gregoriano (B), más reciente.

Al tipo A pertenecen el misal de Bobio, el misal de Stowe y el Missale Francorum; al tipo B, el gelasiano antiguo (Vat. Reg. lat. 316) y los siguientes manuscritos del gregoriano: palimpsesto de Monte casino, Cambrai 159, Vat. Reg. lat. 337, Vat. Octob. lat. 313. Los dos tipos se distinguen por algunas lecciones y variantes características; pero solamente el segundo parece representar fielmente la tradición romana.

 

Caracteres estilísticos y unidad lógica del canon.

El formulario del canon, sea una traducción del griego, como algunos piensan, sea un trabajo original, como más bien creemos nosotros, demuestra haber sido compuesto, dada su especial finalidad, siguiendo las buenas normas estilísticas y literarias. Se notan en particular:

 

a) Algunas expresiones propias, como ratam, adscriptam, ángelus tuus, praecesserunt, refrigeríum, etc., las cuales no se encuentran ya más en los sacraméntanos, y exigen una antigua terminología litúrgica, que se encuentra ya en Tertuliano y en San Cipriano.

b) Un paralelismo de miembros, de frases, de cadencias, que no responden siempre exactamente a las leyes del cursus, contribuyen a dar una estructura digna y regular al período.

 

Lo que turba la disposición actual del canon es la escasa homogeneidad de alguna de sus partes, sea debida ya a la separación y a la diversa recitación del prefacio y de la prez, ya a la inserción de varias fórmulas intercesorias, fácilmente identificables, porque va provista de la conclusión Per Christum... Amen, las cuales lo dividen en secciones casi independientes, con un anexo más ideal que lógico entre ellas; ya, en fin, al probable desplazamiento de alguna fórmula original. Todo esto ha resquebrajado innegablemente el orden primitivo de los conceptos intentado por el compositor y roto el carácter unitario de la prez, la cual, no obstante, conserva todavía substancialmente las líneas fundamentales del tema eucarístico, cuyo desenvolvimiento está en la base de todas las anáforas.

 

El tema del canon es, en efecto, el sacrificio de Cristo, renovado en un marco de alabanza, de acción de gracias, de bendición a Dios, como él mismo había hecho solemnemente en la cena, gratias egit, benedixit, y había prescrito a los apóstoles. En la primera parte, el sacerdote proclama y desarrolla el tema teológico-cristológico de la redención, poniendo de relieve, en cada una de las fiestas o tiempos litúrgicos, este o aquel misterio de la vida de Cristo; como, por ejemplo, en Pascua.

Entre tanto, resumiendo todos los conceptos en la suprema mediación de Cristo ante el Padre, son invocadas todas las jerarquías angélicas para cantar, al unísono con ellas, su himno triunfal de la glorificación de Dios: sanctus, sancius, sanctus...

Pero la más perfecta acción de gracias y de alabanzas es el sacrificio; no el de los labios o el de algún bien terreno, sino el que solamente Cristo ha podido ofrecer al Padre: su propio cuerpo y su propia sangre. He aquí por qué entran ahora en escena (Te igitur) los pobres dones comunes, que son los auténticos elementos de los que Cristo ha querido servirse para realizar y renovar perennemente su sacrificio. Estos dones — pan y vino — son ante todo presentados a Dios con la persona de sus oferentes, presentes o ausentes, inmediatos o remotos (segunda parte), para que los acepte, los bendiga, los purifique de toda malsana influencia y los haga dignos de ser transformados en el cuerpo y en la sangre de su Hijo divino.

Aquí (tercera parte), el sacerdote, verdaderamente alter Christus, evoca la escena memorable de la institución de la eucaristía, en la que Cristo, nuestro Sumo Sacerdote, oculto en las especies del pan y del vino, ofreció al Padre su cuerpo y su sangre que al día siguiente inmoló la víctima purísima sobre el altar de la cruz. Notamos, sin embargo, que el sacerdote, en las palabras narrativas del canon, no se contenta con una simple evocación histórica, sino que, en virtud de su sacerdocio, renueva realmente el misterio de la muerte expiatoria de Cristo.

Después de la cual, en la cuarta parte de la prez, le ofrece de nuevo al Padre aquellos dones no ya terrenos o sagrados, sino convertidos en la misma humanidad sacrificada de su bendito Hijo, y le suplica que, llevados al místico altar del cielo, sean todavía nuestra salvación, nuestra propiciación y, hechos nuestro alimento, nos llenen de su gracia. Y el canon termina con una magnifica doxología, en la cual se toma de nuevo el tema eucológico fundamental: Por Cristo y con Cristo sean dados a ti, Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Es innegable, por tanto, en el canon un tema único, el tema tradicional de la eucaristía primitiva, que se desarrolla con amplitud y maestría y que consigue una fórmula digna de la máxima consideración. Si la Iglesia, sobre este pensamiento quisiera introducir alguna ligera modificación para coordinar más visiblemente las diversas oraciones que lo componen y eliminar algún inciso inoportuno la prez revelaría mejor su íntima unidad y belleza y ganaría en seguida nuestra admiración.

 

División del comentario.

Según los conceptos antes expuestos, dividimos nuestro comentario del canon en cinco grandes párrafos, distinto además del preludio, constituido, según nuestro parecer, por el Orate, fratres y por la secreta:

 

1) El preludio (Orate, fratres y secreta).

2) La introducción eucarística (prefacio y banctus).

3) La Commendatio de las ofrendas y de los oferentes (dípticos).

4) El sacrificio (epiclesis y consagración).

5) La ofrenda del sacrificio (anamnesis y orrencía).

6) La doxología final.

 

El Preludio del Sacrificio.

 

Orate, fratres.

El Orate, fratres se puede considerar como la introducción de la secreta, como ésta lo es del canon. Con él el celebrante invita a los asistentes a rezar a fin de que la ofrenda común (sacrificium) sea agradable a la divina Majestad. Los fieles le responden con la oración.

 

S. Orate, fratres, ut meum ac vestrum sacrificium acceptabile fíat apud Deum Pa trem omnipotentem.

M. SuBcipiat Dominus sacrificium de manibus tuis ad laudem et gloriam nominis s u i, ad utilitatem quoque nostram, totiusque Ecclesiae suae sanctae.

S. Orad, hermanos, para que mi sacrificio, que es también vuestro, sea aceptable a Dios, Padre omnipotente,

M. El Señor acepte de tus manos este sacrificio para alabanza y gloria de su nombre y también para utilidad nuestra y de toda su santa Iglesia.

 

El sacerdote añade en voz baja: Amen.

El Orate, fratres es la apología más antigua del grupo ofertorial. El Breviarium de Juan Archicantor la menciona ya, sin dar la fórmula Tune vero sacerdos, dextera laevaque, alus sacerdotibus Postula! Pro Se Orare esta rubrica explica por qué el sacerdote se vuelve al pueblo, describiendo con su persona un círculo cerrado. El pontífice debía dirigirse de esta manera a todos, obispos y clero, situados a derecha e izquierda del altar.

 

La Introducción Eucarística.

El "prefacio."

 

Dominus vobiscum.

Et cum spiritu tuo.

Sursum corda.

Habemus ad Dominum.

Gratias, agamus Domino Deo nostro.

Dignum et iustum est.

Veré dignum et iustum est, aequum et salutare, nos tibí semper et ubique gratias agere; Domine sánete, Pater omnipotens, aeterne Deus, per Christum Dominum nostrum. Per quem maiestatem tuam laudant angelí, adorant dominationes, tremunt potestates; caeli caelorumque virtutes ac beata seraphim soda exultatione concelebrant. Cum quibus et nostras voces, ut admitti iubeas deprecarniír, supplici confessione dicent es:

Sanctus, sanctus, sanctus Dominus, Deus sabaoth.

Pleni sunt caeli et térra gloria tua.

Hosanna in excelsis.

Benedictus qui venit in nomine Domini.

Hosanna in excelsis.

 

El Señor sea con vosotros.

Y con tu espíritu.

Arriba les corazones.

Los tenemos en el Señor.

Demos gracias al Señor, nuestro Dios.

Es digno y justo.

Es verdaderamente digno y justo, conveniente y saludable que siempre y en todo lugar te demos gracias, Señor santo, Padre omnipotente, eterno Dios, por medio de Cristo, Señor nuestro. Por el cual los ángeles alaban tu majestad, la adoran las dominaciones, la, temen las potestades, los cielos y las virtudes de los cielos y los bienaventurados serafines la celebran con unánime exultación. Y nosotros te rogamos que quieras asociar a sus voces las nuestras, mientras con humilde homenaje decimos:

Santo, santo, santo

(es) el Señor, Dios de los ejercitos;

los cielos y la tierra están llenos de tu gloria.

Hosanna en las alturas. Bendito el que viene en nombre del Señor.

Hosanna en las alturas.

 

 

 

Es en San Cipriano (+ 258) donde se encuentra el término praefatio en sentido temporal (prae = ante), para indicar un preámbulo, un prólogo; y él lo aplica a los versículos dialogados entre el celebrante y la asistencia con los cuales ha comenzado la prez: Ideo et sacerdos ante oratiomm (la anáfora eucarística), Praefatione praemissa, parat fratrum mentes dicendo: Sursum corda. En sentido análogo se encuentra también como título, praefatio symboli, praef. orationis dominicae, en el Ordo in aperitione aurium, del gelasiano, y en forma más decisiva, praefatio missae, en los invítatenos en uso en la misa galicana, con los cuales el celebrante sugería a les fieles la intención específica a poner en la oración que después cada uno formulaba en silencio. El gelasiano y el Jeoniano no ponen ningún título al prefacio de las misas, excepto las dos iniciales VD — Veré dignum. Jungmarm hace observar, sin embargo, que, en un principio, praefatio, praefari, en el lenguaje sagrado pagano, se usaba en sentido local (prae — ante), y significaba la oración oficial que el sacerdote dirigía a la divinidad delante de una asamblea. De donde deduce que praefatio indicaba no sólo la gran oración eucarística, sino cualquiera otra fórmula litúrgica importante. En este sentido podemos entender el canon 12 del II concilio Milevitano (416), que sanciona: Placuít... ut praeces vel orationes seu missae, quae probatae fuerínt in concilio, sive Praefationes, sive commendationes su manas imposiliones ab ómnibus celebrentur; el gregoriano, por ejemplo, designa con el título de prefacio el Hanc igitur y la fórmula de bendición de la uva para recitarla antes del final del canon.

El significado derivado de la fórmula introductoria del canon, y, por tanto, bien distinta de él, aparece solamente en el siglo VI con el Líber pontificalis: (Gelasius Pp.) fecit etiam et sacramentorum Praefationes et orationes y después regularmente en el gregoriano, es decir, cuando se había olvidado casi totalmente que el canon formaba una fórmula sola desde el Sursum corda hasta el Amen final.

 

En realidad, la unidad de la fe comenzó a ser amenazada el día (s. V) en que Roma aceptó insertar en su canon el trisagio, que venía necesariamente a interrumpir el curso de la prez. Desdoblada la prez al Sanctus, la primera parte, casi en antítesis con la segunda, que quedaba predominantemente fila e inmutable, llegó a tomar una clara variabilidad, con perjuicio de su carácter eucarístico primitivo teocristológico, admitiendo un gran número de fórmulas embolísticas a tono con el misterio o el santo festejado aquel día. El Leoniano, aunque mutilado en las misas de cuatro meses, contiene hasta 267 prefacios, generalmente breves, conceptuosos, de un ritmo inconmensurable. Si éste refleja una práctica litúrgica real (esto no es totalmente seguro) se debe deducir que, en su tiempo, la variabilidad era la norma ordinaria; de aquí que cada misa festiva o ferial del Señor o de los santos poseyera un prefacio variante, y a veces más de uno.

Sin embargo, pronto debió parecer excesiva esta exuberancia de embolismos, porque éstos se encuentran reducidos apenas a 54 en los gelasinos antiguos, distribuidos así: 1) en las cinco solemnidades tradicionales: Navidad, cuatro; Epifanía, dos; Pascua, doce; Pentecostés, cuatro; 2) en las fiestas de algunos santos principales: Santos Felipe y Santiago, uno; Santos Pedro y Pablo, tres; San Lorenzo, dos; San Andrés, dos; 3) en las dominicas después de Pascua, ocho; 4) en algunas ferias de las témporas, cuatro; 5) en algunas misas de ocasión o votivas, once. Prevaleció; por tanto, en este sacramentarlo el criterio de que cada solemnidad del Señor tenga un prefacio propio, mientras que las fiestas de los santos lo tienen sólo por excepción.

Esta regla del gelasiano encuentra un parecido en la carta enviada por el papa Vigilio en el 538 a Profuturo de Braga (España). En ella el pontífice declara que en Roma el canon da una norma fila e invariable de oración consécratería, semper, eodem tenore, oblata Deo muñera consecramus. Después añade:

Quotics vero paschatis, aut Ascensionis Domini vel Pentecostés et Epiphaniae) sanctorumque Dei fuerit agenda festivitas, singula capitula diebus apta subiungimus, quibus commemorationem sanctae solemnitatis, aut eorum facimus quorum natalitia celebramus; caetera vero ordine consueto prosequimur.

¿Qué eran estos trozos o capitula que se mezclaban en tales días en la prez? Los liturgistas les han identificado con las fórmulas variables del Communicantes y del Hanc igitur; pero, como justamente hace observar Alfonzo, es preciso añadir los prefacios variantes, ya que, si queremos aplicar exactamente las palabras del papa, en las fiestas santorales sólo el prefacio es la parte variable de la prez.

El gregoriano — no teniendo en cuenta el suplemento de Alcuino — contiene, a su vez, solamente catorce prefacios variables, distribuidos como en el gelasiano, pero con una diferencia puramente cuantitativa: mientras éste contiene diversas fórmulas para una misma fiesta, el gregoriano nos da solamente una escueta para Navidad, cuya segunda misa contiene el prefacio de Santa Anastasia.

 

El "Sanctus."

La alabanza angélica del prefacio desemboca en el Sanctus o epinicio (hymnus seraphicus, angelicus, hymnus Gloriae en la anáfora griega, trisagio) que, con alguna variante, es el himno antifónico (alter. ad alterum) oído por Isaías de labios de los serafines, postrados delante del trono de Dios: Sanctus, sanctus, sanctus Domínus, Deus sabaoth. Plena est omnis térra gloria eius. La frase Deus sabaoth, que no es de la Vulgata, sino de una versión anterior, equivale a Deus exercituum, Dios de las milicias celestiales.

El trisagio, si bien formaba parte del servicio de la Sinagoga, donde todavía se recita en la Keduscha del oficio matutino, y no era extraño a la liturgia de la iglesia romana, entró tarde en el canon romano. San Justino, la Traditio, los fragmentos de Mai, San Ambrosio y San Agustín no lo conocen todavía en la misa; era usado más bien como fórmula doxológica. Pero un anónimo escritor español del final del siglo V escribía un poco enfáticamente: Ecclesiae Christi omnes ab oriente usque ad occidentem convenienter Patrem a Seraphim laudan profitentur in ministeriorum relatione. Si esto último se refiere a la cláusula, quiere decir que, en su tiempo, el trisagio en honor del Padre era bastante común. El Eucologio de Serapión, San Cirilo de Jerusalén, San Juan Crisóstomo en Antioquía y las Constituciones apostólicas atestiguan el uso litúrgico en Oriente. Es cierto que su introducción en el misal sucedió primeramente allí, y más concretamente en Jerusalén, que derivó la fórmula de Alejandría. De Oriente pasó después a España y a las Galías, donde San Hilario es el primer testigo.

Para Italia encontramos la primera alusión en San Pedro Crisólogo (+ 450), el cual afirma que en Rávena lo cantaba ya el pueblo: Maiestatem (Dei) vox fidelium quotidiana testatur, clamans: Pleni sunt caeli et térra gloria tua.

En cuanto a Roma, no tiene ningún valor la noticia del Líber pontificalis de que fue el papa Sixto I (+ 127) quien lo introdujo en la misa. Inocencio I, a principios del siglo V, parece que no lo conocía todavía. Es muy posible que el epinicio fue recibido en la liturgia sacrifical de Roma durante la primera mitad de aquel siglo, quizá bajo Sixto III (+ 440), derivándolo de la liturgia siríaca; porque mientras en otras partes el texto de la fórmula era Sanctus... Dominus Sabaoth, en Antioquía se decía: Dominus Deus Sabaoth. De su tardía inserción en la prez es prueba, por lo demás, el hecho de que fue unido con un Per quem a la parte cristológica, cuando de suyo pertenece a la teológica, y la circunstancia, atestiguada por el concilio de Vaison (529), de que el Sanctus no se decía en las misas privadas, sino solamente en las públicas cantadas. Los Padres decidieron (en. 3) que en adelante debía recitarse en todas las misas, seu in matutinis, seu quadragesimalibus, seu in illis quae pro defunctorum commemoratione fiunt.

 

La añadidura en honor del Hijo: Benedictus qui venit... Hosanna (— alabanza, gloria) in excelsis, que evoca la aclamación triunfal dirigida a Cristo a su entrada en la santa ciudad, es de origen más reciente y, como opina Baumstark, de derivación jerosolimitana, de cuya liturgia pasó a las otras comunidades orientales, excepto en las tributarias de Alejandría (papiro de Der-Balyzeh, anáfora de Serapión, liturgia de San Marcos), las cuales no la acogieron nunca. En Occidente, el Benedictus es atestiguado ya por San Cesáreo de Arles (+ 543) para las Calías. En Roma entró mucho más tarde; el texto del canon gregoriano no lo conoce todavía. La eulogía del Benedictus fue probablemente asociada al trisagio como doxología final, según una costumbre frecuente en La Iglesia antigua.

Las dos partes del trisagio conservan todavía en nuestra misa cierta preeminencia. El sacerdote recita la primera profundamente inclinado; la segunda, en cambio, recto, haciendo la señal de la cruz; en las misas cantadas, la eulogía se ejecuta después de la consagración. El uso, sin embargo, es moderno, debido al hecho de que la música polifónica de los siglos XV-XVI, que había dado gran extensión al canto del Sanctus, no daba tiempo a cantar el Benedictus antes de la consagración. Debía por esto cantarse después — el sentido, por lo demás, no se oponía-; y la práctica romana insensiblemente alcanzó fuerza de ley, autenticada después por el Ceremonial de los obispos.

 

El himno angélico fue en un principio un canto del pueblo, no de la schola. El prefacio, en efecto, se concluye invitando a todos los presentes a unir las propias voces a las de las milicias celestiales. El citado pseudo-decreto del papa Sixto 1, que en realidad refleja la práctica romana a principios del siglo VI, dice que sacerdote incipiente, populushymnum decantaret: Sanctus. También en Rávena, como veíamos, en la primera mitad del siglo V lo ejecutaba el pueblo. De un sermón de San Cesáreo de Arles (+ 548) deducimos que en esta época, en las Galias, el Sanctus era siempre un canto popular. Cum máxima pars populi — dice él — recitatis lectionibus exeuni de ecclesia, cui dicturus est sacerdos "Sursum corda?" ... vel qualiter cum tremore simul et gaudio clamabunt: "Sanctus, sanctus, sanctus, benedictus qui venit in nomine Domini?" Más tarde todavía conservó este carácter. Los reyes francos lo recuerdan en sus capitulares y una ordenación del obispo Herardo de Tours (585) obliga a los sacerdotes a asociarse en este canto con el pueblo. Rábano Mauro lo confirma.

 

La "Commendatio" de las Ofrendas y de los Oferentes.

La Commendatio de las ofrendas y de los oferentes (llamada también gran intercesión), que nuestro canon ha colocado entre el epinicio y la consagración, comprende cuatro fórmulas distintas:

 

a) El Te igitur (Commendatio de las ofrendas).

b) Los dípticos diaconales de los vivos (Commendatio de los oferentes).

c) El Communicantes.

d) El Hanc igitur.

 

El "Te igitur" ("Commendatio oblationis").

 

Te igitur, clementissime Pater, per lesum Chistum Filium tuum, Dominum nostrum, supplices rogamus ac petimus, uti accepta habeas et benedicas, haec dona, haec I< muñera, haec tRsancta sacrificia illibata.

In primis, quae Tibí offerimus pro Ecclesia tua saneta catholica; quam pacificare, custodire, adunare et regere digneris tota orbe terrarum; una cum fámulo tua Papa nostro N. et Antistite nostro N. et ómnibus orthodoxis, atque catholicae et apostolicae fidei cultoribus.

Mientras tanto, clementísimo Padre, suplicantes te rogamos y te pedimos, por los méritos de Jesucristo, Hijo tuyo y nuestro Señor, aceptes y bendigas estos dones, estos presentes, estos y los santos sacrificios inmaculados.

Te lo ofrecemos en primer lugar por tu santa Iglesia católica, a fin de que te dignes pacificarla, custodiarla, reunirla y gobernarla en todo el mundo, junto con tu siervo nuestro papa N., y con nuestro obispo N., y con todos los creyentes y seguidores de la fe católica y apostólica.

 

 

En la famosa carta a Decencio de Gubio (416) el papa Inocencio I preguntaba a su interlocutor cuál era, según el uso de Roma, el orden a seguir en la misa respecto de las ofrendas y de los oferentes. Prius oblationes sunt commendandae, ac tune eorum nomina, quorum sunt oblationes edicenda, ut ínter sacra mysteria nominentur. La fórmula del Te igitur que abre el canon actual es precisamente en su primera parte la Commendatio oblationum, es decir, la presentación a Dios de las ofrendas — pan y vino — para que las acepte y las bendiga. La oración está dirigida al Padre, clernentissirne Pater· y su comienzo: Te igitur, aunque un poco brusco en relación con el Sanctus que precede, se une idealmente con el protocolo del prefacio Domine sánete, Pater omnipotens..., si bien no puede disimular la interpolación del epinicio, que ha interrumpido la línea natural del pensamiento primitivo. Se dice: ut accepta habeas, es decir, agradezca, acola favorablemente las ofrendas: et benedicas: aquí no tiene el sentido de consagrar, sino el tradicional de purificar de todo influjo indebido. Alude a ello San Agustín: ...Ut precationes... quas facimus in celebratione sacramentorum, antequam illud, quod est in Domini mensa, incipiat benedici, Orationes, Cum Benedicitur.

Las ofrendas son llamadas dona..., muñera..., sacrificia illibata, es decir, no tocadas por nadie. Probablemente, los tres términos son sinónimos, conforme al estilo del canon; pero Brinktrine los relaciona con la antigua rúbrica de la concelebratio (I OR, n. 48), por lo cual los sacerdotes cardenales, estando a la derecha y a la izquierda del altar del papa y teniendo cada uno en la mano dos oblatas, las consagraban, recitando junto con él la prez consecratoria. El solo, sin embargo, hacía sobre todas las señales de la cruz: sed tantum pontifex facit super altare crucem dextra levaque. Las intenciones generales del sacrificio se expresan en la segunda parte de la fórmula. Se pide sobre todo por la Iglesia católica, para la cual se suplica la paz, la tutela, la unidad, el gobierno. La fraseología es casi idéntica a la de las oraciones solemnes del Viernes Santo: ut eam, Deus... pacificare, adunare et custodire dignetur toto orbe terrarum, y encuentra numerosos parecidcs en la antiquísima literatura cristiana. A él alude ciertamente Otón de Mileto (370) cuando reprende a los donatistas la contradicción en que se encuentran de ofrecer el sacrificio por la Iglesia católica, con la cual han roto las relaciones: Offerre vos dicitis Deo pro una ecclesia, quae sil in toto terrarum orbe diffusa; y el papa Vigilio (+ 555) al emperador Justiniano: Omnes Pontífices antiqua in offerendo sacrificio traditione deposcimus, exorantes ut catholicam fidem adunare, regere Dominus et custodire toto orbe dignetur.

220. Pero así como en la liturgia romana el concepto de iglesia no se encuentra nunca disociado del de su cuerpo, así en las oraciones solemnes (en la commendatio del Exultet) sigue inmediatamente la fórmula intercesoria por el papa, una cum fámulo tuo Papa nostro illo. El título de papa era común desde el siglo III al V a todos los obispos; a partir del siglo VI aparece la tendencia de reservarlo al obispo de Roma. La recitación de su nombre no era, sin embargo, una característica de Roma, sino general en todas las iglesias de Occidente. El concilio de Vaison (529) hace expresa mención. Pelagio I (556-561) se disgustó gravemente con los obispos cismáticos de la Tuscia porque no lo nombraban durante los santos misterios: Quomodo vos ab uniüersi orbis communione separatos esse non creditis, si mei Ínter sacra mysteria, secundum consuetudinem, nominis memoriam reticetis? Y algún tiempo antes, Ennodio, hablando a los obispos del concilio Romano celebrado bajo el papa Símaco (498-514), decía: Ullo ne ergo tempere, dum celebrarentur ab his sacra Missarum, a nominis eius (es decir, del papa) commemoratione cessatum est? Unquam pro desideriis vestris sine ritu catholico et cano more, semiplenas nominatim antistites hostias obtulerunt.

Esta conmemoración pontificia, realmente distinta de los dípticos de los oferentes, recitadcs por el diácono, revestía un significado especial porque la profería el celebrante mismo. Para Pelagio I, el omitirla equivalía a declararse fuera de la Iglesia, y para Ennodio de Pavía era como ofrecer sacrificio incompleto. Todo, por tanto, nos induce a creer que el lugar actual atribuido a la mención del papa en el canon sea verdaderamente original y primitivo.

 

 

El memento (dípticos de los vivos.)

 

Memento, Domine, famulorum famularumque tuarum N. et N.... (orat aliquantulum pro quibus orare intendit) et omnium circumstantium, quorum tibi fides cognita est et nota devotio, pro quibus tibi offerimus, vel qui tibi offerunt, hoc sacrificium laudis, pro se suisque ómnibus pro redemptione animarum suarum, pro spe salutis et incolumitatis suae; tibiaue reddunt vota sua aeterno Deo, vivo et vero.

Acuérdate, Señor, de tus siervos y de tus siervas N. N.... (aquí el sacerdote reza un momento según las propias intenciones) y de todos los circunstantes, de los cuales te es manifiesta la fe y conocida la devoción, por los cuales te ofrecemos, o ellos mismos te ofrecen, este sacrificio de alabanza por sí y por todos los suyos, para la redención de sus almas, para la esperanza de su salvación y conservación, y presentan sus votos a ti, Dios eterno, vivo y verdadero.

 

A la commendatio oblationis, conforme al orden indicado por el papa Inocencio I, sigue la recitación de los nombres de aquellos que han hecho las ofrendas: tune eorum nomina quorum (oblationes) sunt edicenda, ut ínter sacra mysteria nomine ntur..., y también de otras personas beneméritas de la Iglesia por cualquier título. Los nombres se escribían generalmente sobre dos tablillas plegadas por una bisagra (dípticos) y un diácono o subdiácono los leía públicamente. Del uso de los dípticos hay testimonios por lo menos desde el siglo III; no admite, por tanto, duda alguna. En Roma y en África, en un principio se recitaban solamente los nombres de los vivos, es decir, de aquellos que habían hecho la ofrenda y comulgaban. Los nombres de los difuntos se proferían en las misas pro dormitione, como atestigua San Cipriano; más tarde, sin embargo, por lo que podemos deducir de los escritos de San Agustín, los difuntos tuvieron una conmemoración en las misas ordinarias. En Oriente, los dípticos comprendían dos listas en tiempo de San Juan Crisóstomo (407): una de personas vivas, en relación no con las ofrendas, sino con su alta dignidad, ortodoxia, méritos; la otra, de difuntos, obispos, emperadores, particulares. Más tarde (s. V), Roma comenzó también a poner en sus dípticos los nombres de personajes insignes vivos; San León Magno, a ejemplo de cuanto se hacía en Jerusalén y en África, asoció al recuerdo de los vivos más ilustres los nombres de aquellos santos que en Roma gozaban de especial veneración (fórmulas del Communicantes y del Nobís quoque peccatoribus). No está muy claro cuándo se leían los dípticos, porque la disciplina pasaba de iglesia a iglesia. El obispo de Gubio había, en efecto, preguntado directamente al papa. En Roma, el más antiguo recuerdo, el del papa Inocencio I (416), lo supone dentro de la anáfora; pero es muy dudoso si este puesto era el primitivo o, en cambio, una derivación oriental. Las liturgias galicanas hacían la lectura, una vez terminado el ofertorio, antes del canon; en Alejandría, dentro del canon, pero antes de la consagración; en Antioquía, en cambio, después de la consagración. Al principio, sin embargo, también el Oriente debió tener dípticos en el ofertorio. El canon gregoriano ha adoptado un término medio entre el uso alejandrino y el romano, ya que los dípticos diaconales de los vivos preceden a la consagración, mientras los de los difuntos vienen después. Sin embargo, ambas oraciones de intercesión muestran un común origen oriental y conservan las señales del desdoblamiento sufrido cuando en Roma se recitaron en dos veces, conforme a la doble lista de las conmemoraciones de los vivos y de los difuntos.

 

La fórmula Memento Domine... Deo vivo et vero representa precisamente la fraseología protocolaria que se anteponía a la recitación de los nombres de los oferentes; — Quí tibi offerunt: un anónimo del siglo IV declara bien el concepto: Ipse semper dicitur offerre cuius oblationes sunt, quas super altare imponit sacerdos. En la frase et omnium circumstantíum es fácil ver reflejado el cuadro litúrgico de la misa antigua: el obispo celebra de cara a la asamblea (clero y pueblo), distribuida alrededor del altar. La pausa después de las palabras famularumque tuarum tiene un parecido en una rúbrica del gelasiano a propósito de las misas de los escrutinios bautismales: Infra actionem, ubi dicit: Memento, Domine... famularumque tuarum, qui electos tuos suscepturi sunt (les padrinos y las madrinas) ad sanctam gratiam baptismi tui et omnium circumstantium. Et taces. Et recitantur nomina virorum et mulierum... Et intras (prosigue) quorum tibi fides... inciso pro quibus tibi offerimus, vel... en primera persona aparece en el siglo IX con la disminución de las ofrendas en especie, cuando les oferentes estaban ausentes tratándose de misas de fundación; el vel es rubrical, para indicar que son fórmulas de recambio, a tomarse según los casos.

El término sacrificium laudis, derivado de la Carta a los Hebreos, quiere significar el carácter eucarístico de la misa. Los oferentes ofrecen pro redemptione animarum suarum, sometidas al pecado; el pensamiento se repite frecuentemente en las secretas de la misa: a cunctis nos reatibus absolve; expiatis mentibus; ut offensa nostra relaxentur. — Tibique reddunt vota sua: expresión bíblica, en la cual votum es sinónimo de sacrificium. — La frase Deo vivo et vero está tomada de San Pablo (1 Thes. 1:9). El uso actual de hacer en silencio mención de alguno, a beneplácito del celebrante, debió introducirse alrededor del 1000. El Micrólogo asegura que al final del siglo XI era una práctica común.

 

El "Communicantes" (dípticos de los santos).

 

Communicantes et memoriam venerantes in primis gloriosae semper virginis Mariae, Genitricis Dei et Domini nostri lesu Christi; sed et beatorum apostolorum ac martyrum tuorum, Petri et Pauli. Andreae, lacobi, loannis, Thomae, lacobi, Philippi, Bartholomaei, Matthaei, Simo nis et Taddaei; Lini, Cleti, Clementis, Xysti, Cornelii, Cypriani, Laurentii, Chrysogoni, loannis et Pauli, Cosmae et Damiani et omnium sanctorum tuorum; quorum mentís precibusque concedas, ut ín ómnibus protectionis tuae muniamur auxilio. Per eumdem Christum Dominum ο s t r u m. Amen.

Unidos en una misma comunión y celebrando la memoria en primer lugar de la gloriosa siempre virgen María, Madre de Dios y de nuestro Señor Jesucristo, y además de los bienaventurados apóstoles mártires tuyos Pedro y Pablo, Andrés, Santiago, Juan, Temas, Santiago, Felipe, Bartolomé, Mateo, Simón y Tadeo; Lino, Cleto, Clemente, Sixto, Cornelio, Cipriano, Lorenzo, Crisógono, Juan y Pablo, Cosme y Damián y de todos tus santos; por cuyos méritos y oraciones concédenos el ser en todas las cosas avudados por tu protección. Por el mismo Cristo nuestro Señor. Amén.

 

El Communicantes en el misal romano lleva el título Infra (= intra) actionem. Esta rúbrica tenía su razón cuando en los antiguos sacraméntanos, como el gelasiano, el Communicantes, con su particular embolismo, se ponía después de las oraciones propias de la misa del día o del santo para indicar que la fórmula se recitaba dentro del canon. Hoy, naturalmente, ya no tiene significado donde está.

La fórmula del Communicantes se une con la proemial precedente Offerunt... aeterno Deo vivo et vero. Communicantes..., manteniéndose, como ésta, dirigida a Dios. Quiere ser una solemne conmemoración de los mártires más ilustres, asociando, en torno al altar del sacrificio, la iglesia triunfante a las alegrías, a los cantos, a las súplicas de la iglesia militante. Aquí está todo el dogma de la comunión de los santos. Los fieles profesan, a través del sacerdote celebrante, el estar en comunión con Cristo, en comunión con los hermanos esparcidos por toda la tierra, en comunión con los hermanos glorificados en el cielo.

Obsérvese: el término communicantes, o está solo, y quiere decir que qui offerunt están unidos en la misma comunión (junto con los santos que siguen), — o se une al tibí offerimus del Te igitur y a la mención del papa, una cum fámulo tuo Papa nostro communicantes; es decir, en plena comunión con nuestro papa, o bien se coloca en relación con la fórmula precedente del Memento y con los nombres de los santos aue siguen, según una conocida variante de la Carta a los Romanos, Memoriis sanctorum communicantes, para significar la unidad en Cristo de los fieles y de los santos. Es ésta la interpretación más común. — Memoriam venerantes equivale a "haciendo venerada conmemoración," según el texto de San Cipriano: Dies eorum quibus excedunt nótate, ut commemoratienes eorum ínter memorias marturum celebrare possimus; — la Virgen Santísima es exaltada con los títulos de gloriosa, semper Virgo, como la llama ya San Epifanio; Genetrix Dei, título reconocido oficialmente en el concilio de Efeso (431), pero muy anterior, porque se encuentra en una homilía de Ático, obispo de Constantinopía (406-415); primero la fórmula debía decir simplemente Genetricis D. N. lesu Christi.

 

Coordinación de las fórmulas intercesorias.

Es necesario en este punto dirigir una mirada retrospectiva de conjunto a las diversas fórmulas de la oración intercesoria que hemos analizado para ver y poner de relieve el hilo lógico conductor que tuvieron en un tiempo. Para esto es preciso tener en cuenta que, en el actual canon, las oraciones recitadas antiguamente por el sacerdote se han mezclado con las que pertenecen al diácono, de forma que para restablecer el orden y el nexo es preciso distinguir las partes propias de cada una.

El Te igitur, que abre el canon, con el consiguiente Communicantes, corresponde al sacerdote. Representa la oración recordada por San Agustín cum benedicitur, que el sacerdote debía recitar en alta voz apenas terminado el epinicio, cantado por el pueblo. Después de que él había presentado y recomendado a Dios las ofrendas en nombre de toda su santa Iglesia: en comunión con el papa, con los propios obispos; en honor y memoria de la Virgen Santísima, de los apóstoles, de los mártires, el diácono subía al ambón y comenzaba el memento de los vivos (dípticos), recitando la larga lista de los oferentes y la de los dignatarios eclesiásticos y civiles que tenían derecho a ello. Era su fórmula propia, la cual aun por su estilo se distingue de las demás del canon. El celebrante la escucha en silencio. Et taces, dice en este punto la rúbrica del gelasiano; y añade: Et recitaniur nomina virorum et mulierum..., claro que por otro diácono. Cuando éste había terminado la lista de los nombres, concluía con el formulario protocolario...et omnium circum adstantium qui... tibí reddunt vota sua aeterno Deo vivo et vero. En este punto, excepto los días a los cuales estaba asignada la fórmula del Hanc igitur, el celebrante pasaba en seguida, con la fórmula epiclética Quam oblationem, a la consagración.

 

Para mayor claridad de lo que hemos dicho, ponemos sobre dos columnas la parte del canon sacerdotal y diaconal (dípticos). Este, inserto más tarde en la primera, vino a turbar la coordinación de pensamiento y de expresiones que poseía, El texto que presentamos es el que, poco más o menos, existía a principios del siglo VI después de los retoques sufridos en la reforma del papa Gelasio.

"De esta manera, el nexo parece restablecido y las diversas partes del canon aparecen verdaderamente coherentes y unidas entre sí. Las grandes líneas fundamentales y el rito de la anáfora eucarística, que la Roma papal del siglo V consideraba de origen apostólico, y por esto intangible, reaparecen netas, y la antigua oración se nos presenta hoy rodeada por un nimbo de venerable antigüedad mucho mayor de lo que podíamos sospechar."

 

Del Sacrificio.

1) El "Quam oblationem" y la epiclesis romana Quam oblationem, tu, Deus, in ómnibus quaesumus, teñedictam, ad scriptam, ra tam, rationabilem, acceptabilemque faceré, digneris, ut nobis Coriepus et Sanctus guis fiat dilectissimi Filii tui Domini nostri lesu Christi.

La cual oblación te rogamos, ¡oh Dios! te dignes hacerla, entre todas bendita, aceptable, ratificada, razonable y agradable; sea esto para nosotros el cuerpo y la sangre de tu Hijo dilectísimo, Señor nuestro Jesucristo.

 

El Quam oblationem, que sirve de unión entre las oraciones intercesorias y la consagración, tiene como objeto impetrar la virtud divina sobre la oblación de los fieles, a fin de que ésta, hecha agradable a Dios, se transforme para nosotros en el cuerpo y en la sangre de Jesucristo. Sintácticamente, sin embargo, se une mal con la fórmula Hanc oblationem que precede, y acusa, con su repetición, la intromisión de esta última, originariamente extraña a la prez.

La fórmula pide que la oración sea in ómnibus (enteramente); bajo toda relación, benedictam (consagrada); adscriptam, registrada como mérito de los oferentes; ratarn. (ratificada), es decir, reconocida válida; rationabilem, espiritual, según el elevado concepto de la λογική υσία, que los latinos tradujeron oblatio rationabilis, y designa el sacrificio de Cristo, al cual es asociado el hombre; o también en el sentido de canónica, según las debidas formas; acceptabilem, agradable; Ut nobis... fíat: sea para nuestro provecho. — El De Sacramentis nos ha conservado la final originaria del Quam oblationem, que el redactor del actual canon ha modificado después, no sabemos si por crtodoxia o por claridad. Aquélla decía:... acceptabilem, quod figura est corporis et sanguinis Iesu Christ. Las dos expresiones, sin embargo, son semejantes, ya que Tertuliano en su tiempo había llamado al pan eucarístico Hoc est corpus deum id est figura corporis mei, en el sentido de sacramento, símbolo del cuerpo de Cristo.

La invocación dirigida a Dios para que intervenga con su virtud omnipotente sobre el pan y sobre el vino y los transforme en el cuerpo y en la sangre de Cristo, es lo que con término griego se llamaba epiclesis (invocación). Esta se encuentra en todas las liturgias orientales y en casi todas las occidentales. Generalmente va dirigida a Dios Padre, y lo solicita para que conceda el efecto deseado, mandando el Espíritu Santo o, más raramente, su Logos o Verbo. He aquí algunos ejemplos:

 

Anáfora de Serapión, Liturgia de San Marcos

"Mitte super hos panes et super haec pocula Spiritum tuum Sanctum, ut ea sanctificet et efficiat panem quidem Corpus, poculum vero Sanguinem testamenti n o i ipsius Domini Dei et servatoris."

 

Papiro de Der Balyzeh

"Mittere dignare Spiritum Sanctum tuum in has creaturas. et fac panem quidem Corpus Domini et Salvatoris nostri lesu Christi, calicem autem Sanguinem novi (testamenti)."

"Reple, Deus, hanc oblationem tua virtute et tua acceptatione... Veniat, Deus veritatis, sanctum Verbum tuum super panem hunc ut pañis fíat Corpus Verbi, et super hunc calicem, ut calix fíat Sanguis veritatis."

 

Obsérvese además cómo en muchas anáforas se encuentra otra epiclesis, menos importante que la primera, pero también muy antigua, la cual va dirigida a pedir la misión del Espíritu Santo o del Verbo, no para que se efectúe la transubstanciación, sino para que los asistentes al sacrificio puedan recibir eficazmente con la comunión los frutos saludables. Nos da un ejemplo la anáfora de la Traditio:

Et petimus, ut Mixtas Spiritum Tuum Sanctum in oblaüonem sanctae Ecclesiae, in unum congregans Je cmnibus, qui percipiunt, sanctis in repletionem Spiritus sancü ad confirmaíionem fidei in veníate, ut te laudemus et glorificemus per puerum íuum lesum Christum.

El puesto natural de la primera epiclesis no puede hallarse más que antes de la narración de la institución, como efectivamente encontramos en Roma, en la liturgia alejandrina (cf. los ejemplos antes referidos, todos pertenecientes a ella) y originariamente también en Antioquía, ya que las doctrina de la Iglesia antigua, tanto occidental como oriental, hasta el siglo VII ha sido unánime en creer y en declarar que la consagración se realiza por obra de las palabras de Cristo: Este es mi cuerpo, ésta es mi sangre, proferidas por el sacerdote en el altar en nombre de Cristo mismo. Baste notar las tajantes afirmaciones de San Justino, según el cual lo que eucaristiza o transforma el pan y el vino es la fórmula de oración y de acción de gracias; fórmula, sin embargo, de oración (o palabra-oración) que viene de Cristo," y aquellas otras no menos explícitas del De sacramentis.

Pero, a partir de mitad del siglo III, con la Didascalia comienza a abrirse camino en Oriente la idea, por lo demás plenamente ortodoxa, de una cooperación del Espíritu Santo en la eficacia consecratoria de las palabras de Cristo, según la fórmula más tarde enunciada por Radberto (+ 865): la consagración tiene lugar in verbo Christi per Spiritum Sane· tum; o bien: virtute Spiritus Sancti per verbum Christi. En efecto, ¿no existe quizá entre la transubstanciación y la encarnación una analogía innegable? Y como ésta tuvo lugar en María por intervención del Espíritu Santo, así era natural admitir una semejante en la otra del altar. También sobre la cruz, como escribe San Pablo, el Espíritu Santo, con la plenitud de su santidad, consagró la Víctima divina y la hizo aceptable al Padre.

Estos conceptos, sin embargo, subestimados por los orientales, sobre todo en tiempo de las controversias macedonianas acerca de la divinidad del Paráclito, alteraron en muchas de sus liturgias la genuina tradición epiclética; y como también después de La anamnesis se invocaba la venida del Espíritu Santo con el fin de obtener la eficaz participación de los fieles en el convite eucarístico, se quiso confundir una epiclesis con otra; la invocación preconsecratoria resultó así postconsecratoria, formando una sola cosa con la ya existente. Véase, por ejemplo, la epiclesis de las Constituciones apostólicas (fin del siglo IV).

Consecuencia inmediata de la transposición de la epiclesis fue el retardar el misterio de la transubstanciación hasta después de la anamnesis y la ofrenda del sacrificio; más aún, en Oriente se llegó a negar a las palabras de Cristo toda eficacia consagratoria, para atribuirla, en cambio, exclusivamente a esta epiclesis paraclética, tardía y fuera de lugar."

 

¿Tenía la antigua liturgia de Roma la epiclesis? Debemos responder que sí; al menos la post-consecratoria. El texto de la anáfora de San Hipólito, aunque único, nos proporciona una prueba segura.

En cuanto al texto primitivo de nuestro canon romano, problema todavía muy discutido, podemos hacer solamente inducciones. Es cierto que cuando se compuso éste, en la primera mitad del siglo IV, la epiclesis preconsecratoria había sido ya desde hacía tiempo ampliamente introducida en Jerusalén, en Egipto y en Occidente, en muchas liturgias cismáticas. La anáfora de Serapión de Thmuis (Alejandría) y los Hechos gnósticos de Juan, de Tomás, nos dan las fórmulas. Ahora bien: ya que el texto del canon fue compilado principalmente sobre la pauta de la anáfora alejandrina, es sumamente probable que contuviese ambas fórmulas epicléticas: la preconsegratoria, en el Quam oblationem, atestiguada ya por el De sacranientis, y la postconsegratoria, en el Supplices te rogamus, que sigue a la anamnesis, propia de la iglesia de Roma.

Pero podemos preguntarnos todavía: ¿Tenían estas epiclesis entonces la forma implícita y sobrentendida que mantienen hoy, o bien contenían una invocación clara y expresa del Espíritu Santo? La pregunta, si es de difícil solución por falta de datos explícitos, puede aclararse mucho con estas consideraciones.

Juzgando a priori, debemos responder afirmativamente, porque, en el estilo de la tradición litúrgica romana, todas las fórmulas eucarísticas solemnes empleadas para la confección de los sacramentos y de les sacramentales contienen regularmente la epiclesis expresa del Espíritu Santo.

He aquí algunos ejemplos: Benedict. oíei infirm. Emitte, quaesumus, Domine, Spiritum Sanctum Paraclitum... ín hanc pinguedinem olei... et tua sancta benedictione sit tutamntum animae et corporis... (gelas.; feria quinta del Corpus Christi).

Ccnsecr. Chrismatis: Te igitur deprecamurf Domine sánete... per lesum Christum... ut huic creaturae pinguedinem sanctificare tua bcnediciione digneris et ei Sancti Spiritus 1mmiscere Virtutem... (gelas,; ibid.I).

Consecr. Fontis: Descendat in hanc plenitudinem fotitis Virtus Spiritus Sancti et totam huius aquae substantiam regenerandi foecundet effectu (gelas.).

Consecr. Diaconi: Emitte in eum Domine, quaesumus, Spiritum Sanctum; quo in opus ministerii fideliter exequendi, septiformis gratiae muñere roboretur (gregor.).

Consecr. Ecclesiae: Descendat quoque in hanc ecclesiam tuam, quam indigni consecramus, Spiritus Sanctus Tuus, septiformis gratiae ubertate redundans (gregor.).

 

Sabemos además por testimonios positivos de los siglos IV y V que en la misa latina se invocaba al Espíritu Santo, sea en relación con la consagración, sea en relación con los frutos de la comunión. He aquí algunos: San Opiato de Mileto (África; f 390), a los donatistas: Quid enim tam sacrilegum quam. altaría Dei, in quibus et oos aliquando (antes del cisma) obtulistisf frangere... in quibus vota populi et membra Christi pórtala suní, quo Deus omni potens invocatus est, Quo Postulatus Descendit Spiritus Sanctus, unde a multis pignus salutis aeternae, et tutela fidei, et spes resurrectionis accepta est...? (De schismate donatist., 6, 1).

San Ambrosio (+ 396): Quomodo igitur (Spiritus Sanctus) non omnia habet quae Dei sunt, qui cum Paire et Filio a sacerdotibus in baptismo nominatur et In Oblationibus Invocatur? (De Spiritu Sancto, 3:16).

San Jerónimo (+ 420) escribe: Quod asserens non recogítat (Orígenes)... panem dominicum... quem frangimus in sanctificationem nostri, et sacrum calicem (quae in mensa ecclesiae collocantur et uíique inanima sunt) Per Invocatio Nem Et Adventum Sancti Spiritus sanctificari

San Fulgencio de Ruspe (África; f 533) exige una doble epiclesis ante y postconsecratoria: lam nunc etiam illa nobis est de Spintus S. missione quaestio resolvenda, cur sciÍicet, si omni Trinitati sacrificíum offertur, ad sanctificandum oblationis nosirae Munus, S. Spiritus tantum Missio Postuletur. Y en otra parte: Cum ergo Sancti Spiritus ad smctificandum totius Ecclesiae sacrifícium Postulatur Adventus. nihil aliud mihi postulare videtur, nísi ut per gratiam spiritalem in corpore Christi quod est Ecclesia, charitatis unitas iugiter indisrupta servetur (Ad Monimum, 2, 9). Esta segunda invccación epiclética se hacía después de la anamnesis: Cum tempore sacrificii commemorationem moriis eius faciamus, charitatem nobis tribuí Per Adventum Spiritus Sancti postulamus.

 

El papa Gelasio I (+ 496) tiene dos textos particularmente interesantes. Escribiendo contra Eutiques, habla del pan y del vino consagrados, los cuales in hanc divinam transeunt, Sancto Spiritu Perficiente, substantiam (Adv. Eutych., 3, 14). Puede suponerse que el papa quiso hacer resaltar más bien la idea epiclética que una fórmula litúrgica; pero en la carta a Elpidio, obispo de Volterra, habla, sin embargo, claramente en el sentido preconsagratorio: Quomodo ad diüini mvsterii consecrationem Caelestis Spiritus Invocatus Adveniet, sf sacerdos, qui eum adesse deprecatur, criminosis plenís actionibus reprobetur?

Del examen de los textos referidos debe ser claro que la invocación paraclética debió ser expresa y explícita. Por esto debemos concluir que, cuando en la iglesia Romano-Catolica el canon fue retocado y reducido a la forma gregoriana conocida, las frases epicléticas fueron eliminadas.

 

La Consagración.

Quí pridie quam pateretur, accepit panem in sanctas ac üenerabiles manus suas, et elevatis oculis in caelum ad Te Deum Patrem suum omnipotentem, Tibí gratias agens, bene dixíf, fregit, deditque discipulis suis dicens: Accipite et mandúcate ex hoc omnes: Hoc Est Enim Corpus Meum.

Simili modo postquam coenatum est, accipiens et hunc praeclarum calicem in sanctas ac üenerabiles manus suas, ítem Tibí gratias agens, benel Rdixit, deditque discipulis suís dicens: Accipite et bibite ex eo omnes: Hic Est Enim Calix Sanguinis Mei; Novi Et Aeterni Testamenti; Mysterium Fidei; Qui Pro Vobis Et Pro Multis Effundetur In Remissionem Peccatorum. Haec quotiescumque feceritis, in mei memoriam facietis.

 

El cual, el día anterior a su pasión, tomó el pan entre sus santas y venerandas manos y, alzando sus ojos al cielo, a ti, Dios Padre suyo omnipotente, dándote gracias, lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: Tomad y comed todos de él, porque este es Mi Cuerpo.

 

Igualmente, terminada la cena, tomando también este preclaro cáliz en sus santas y venerables manos, e igualmente dándote gracias, lo bendijo y lo dio a sus discípulos, diciendo: Tomad y bebed de él todos, porque éste es el cáliz de Mi Sangre, del Nuevo y Eterno Testamento; Misterio de fe, que será derramado por vosotros y por muchos en remisión de los pecados. Cada vez que hagáis esto, lo haréis en memoria Mía.

 

La narración de la institución eucarística a la luz de los tres sinópticos forma no sólo en la liturgia romana, sino en todas las liturgias conocidas, el punto central de la misa, el más solemne, el más sagrado. Por esto, mientras las fórmulas que lo preceden o lo siguen han sufrido fácilmente alteraciones según las iglesias, los tiempos, las fiestas, la narración ha quedado casi siempre inalterable, como un santuario inviolable, donde solamente Dios puede penetrar. Ninguna fórmula, aun solemne, se juzgó nunca digna de substituir o interpretar las palabras de Cristo. En el altar, decía ya San Cipriano, nihil aliud quam quod Ule (Christus) fecit, facere debemus. Las poquísimas variantes que se encuentran comparando los diversos textos litúrgicos con el texto evangélico son insignificantes. Esto prueba que desde la más remota antigüedad se tuvo con la consagración eucarística una cautela singular y una redacción en tedas partes igual, que podríamos sin temeridad calificar como forma apostólica. Antes de hacer algún comentario a la fórmula consagratoria es necesario, para las oportunas comparaciones, asociar al del misal el texto arcaico conservado por el De sacramentis, cuyo texto muestra innegables relaciones con la liturgia egipcia de San Marcos.

 

Que, pridie quam pateretur, in sanctis manibus suis accepit panem, respexit in caelum ad Te, sánete Pater, omnípotens aeterne Deus, gratias agens, benedixit, fregit, fractumque apostolis suis et discipulis suis tradidit dicens: Accipite et edite ex hoc omnes: hoc est enim Corpus meum, quod pro multis confringetur. Similiter etiam calicem postquam coenatum est, pridie quam pateretur, accepit, respexit in caelum ad Te, sánete Pater omnipotens, aeterne Deus, gratias agens, benedixit, apostolis sui et discipulis suis tradidit dicens: Accipite et bibite ex hoc omnes, hic est enim Sanguis meus. Quotiescumque hoc feceritis toties commemorationem mei facietis, doñee iterum adoeniam.

 

La narración de la institución se abre en las liturgias occidentales con la frase Qui pridie quam pateretur, conforme a los sinópticos, mientras los orientales y la mozárabe la comienzan siempre con In qua nocte tradebatur, según San Pablo. La anáfora de Hipólito reclama ambos datos: qui... cum pateretur... cumque traderetur. — En el Jueves Santo se inserta en este punto el inciso que falta en el De sacramentis: pro nostra omniumque salute, añadido, según Morin, en el siglo V contra les predestinacianos y suprimido después por el uso cotidiano, pero conservado en el canon milanés. — In sanctas ac verter ahiles...: la liturgia de San Marcos y la de las Constituciones apostólicas dicen "santas, inmaculadas manos," según una expresión que se encuentra ya en San Clemente (1, 33); et elevatis oculis in caelum ad Te...: lo específico de este gesto litúrgico, propio del sacrificio, común en las liturgias siríacas (Const. apost. y de la de San Marcos, Hamm lo juzga introducido para hacer simetría con la frase calicern. ex vino et aqua mixtum de la consagración del cáliz, que está en las Constituciones apostólicas. De todos modos, reclama cuanto hizo Jesús en un milagro eucarístico, la multiplicación de los panes;

Deum Patrem suum omnipotentem: reminiscencia del símbolo romano; también la frase sánete Pater, omn. aet. Deus del De sacramentis es característica romana; — bcnedixit; aquí, como más abajo benedicere, no tiene el sentido acostumbrado en griego y en hebreo de Gratias agere; sino, asociado al gratias agens, asume el específico de consecrare;

quod pro multis confringetur: el inciso, propio de Lucas y Pablo y conservado en la antigua tradición romana (Tra ditio, De sacr.) y alejandrina, se omitió en la refusión del canon, si bien lo conservan gran parte de las liturgias orientales. Muchas de éstas, sin embargo, han preferido la frase de Mt.Mc. quod pro vobis datum, en relación no con el sacrificio, sino con la comunión. En Egipto, los dos conceptos fueron unidos: roto y distribuido por vosotros.

 

Accipiens et hunc... calicem: se nota al hunc de un insólito carácter dramático, que se encuentra solamente en nuestro canon; — Praeclarum.Calicem...: reminiscencia bíblica del salmo 22:5: Calix meus inebrians quam praedarus est; — ET Aeterni Testamenti: otra reminiscencia escriturística del salmo 111:9: Mandavit in aeternum testamentum suum. En la consagración del cáliz, el texto litúrgico actual, a diferencia de cuanto hacía el arcaico del De sacramentis, destaca de modo especial la idea de la pasión de Cristo, porque, observaba Santo Tomás, sanguis seorsum consecratus expresse passiorem Christi repraesentat; ideo potius in consecraiione sanguinis fit mentio de effectu passionis, quam in consecrarone corporis, quod est passionis subiectum; — Mysterium fidei: interpolación de origen galicano, introducida probablemente para afirmar la realidad de la transubstanciación en fuerza de las palabras ccnsecratorias, y omitidas en muchos antiguos manuscritos; — pro vobis et pro multis el fundetur: nuestro canon reproduce el texto de San Mateo según la Vulgata, añadiendo el pro vobis de San Lucas por paralelismo con el pro vobis del Pan, ahora desaparecido. El texto original tiene el presente efjunditur esta sangre que se esparce ahora aquí, en la cena, como verdadera oblación a Dios. EL futuro effundetur de la Vulgata es, sin embargo, exacto, ya que se refiere a la inmolación cruenta al día siguiente sobre el Calvario. — Haec quotiescumque feceritis...: la fórmula actual, atestiguada a principies del siglo V por Arnobio el Joven, se limita a narrar el mandato de Cristo según la fórmula de los sinópticos, mientras que el texto arcaico del De sacramentis concluía el Qui pridie con la conocida cláusula paulina doñee veniat, común a todas las liturgias, y que el canon ambrosiano ha desarrollado de ellas ampliamente: Haec quotiescumque feceritis, in meam commemorationem facietis; mortem meam praedicabitist resurrectionem meam annuntiabitis, adventum meum sperabitis, doñee iterum de caelis veniam ad vos.

Con la consagración se ha ejecutado el hoc facite mandado por Cristo a los apóstoles; el sacrificio se ha realizado.

Del análisis de cada una de las partes del Qui pridie podemos concluir que la narración de la institución eucarística, según nuestro canon, se desenvuelve sobre las normas de una arcaica tradición, que no es estrictamente escriturística, si bien reproduce substancialmente la narración de los sinópticos y de San Pablo. Los pocos trozos extrabíblicos, insertos aquí y allí con el fin probablemente de dar al texto una cierta simetría y paralelismo de miembros, dejan comprender que la composición tuvo una finalidad y un carácter litúrgicos desde un principio.

 

El rito de la elevación.

Mientras los fieles conservaron viva la tradicional ofrenda del pan y del vino en el altar y una activa participación en la comunión, la consagración no aparecía tan rotundamente a sus ojos como el punto culminante de la misa. Pero cuando, después del siglo XI, la comunión se hizo más rara y el uso de las ofrendas decayó, al mismo tiempo que, con ocasión de la herejía de Berengario (+ 1088), se había formulado más claramente que nunca la doctrina católica de la transubstanciación, el pueblo adquirió una mayor conciencia de la importancia capital de la consagración en la misa y expresó entusiásticamente su fe con un nuevo rito introducido al final del siglo XII: la elevación de la hostia consagrada.

Este, desconocido hasta entonces, se desarrolló del sencillo gesto de las palabras accepit panem del Qui pridie, pero fuertemente acentuado por motives alegóricos y convertido en práctica común después del siglo XI. El sacerdote tomaba la hostia entre sus dedos, alzándola no sólo hasta la altura del pecho, como quiere la rúbrica, sino hasta encima de la propia cabeza, y, teniéndola así en alto con la izquierda, hacía sobre ella el signo ritual de la cruz al benedixit, y a veces además, sobre la hostia así elevada, profería las palabras de la consagración. En el simbolismo medieval se quería representar con aquel gesto el acto de elevar a Jesús sobre la cruz. Pero sucedía, en cambio, que no pocos fieles, viendo la hostia elevada en alto por el celebrante, la creían consagrada y la adoraban, cuando todavía no era más que simple pan.

 

El Ofrecimiento del Sacrificio.

La parte del canon que va de la consagración al final ha sufrido menos cambios que la otra. Si quitamos el memento de los difuntos, con la segunda lectura de los dípticos añadida (Nobis queque peccatoribus), y la breve fórmula bendicional Per quem haec omnía... la prez se desarrolla con una bella y lógica continuidad de pensamiento, que encuentra su natural conclusión en la solemne doxología a la Santísima Trinidad. Los conceptos desarrollados son casi iguales en todas las liturgias: la anamnesis, recuerdo del mandato divino de conmemorar su pasión y muerte; la ofrenda, presentación al Padre de Cristo víctima, y la epiclesis, súplica a Dios para que responda con sus gracias al ofrecimiento del sacrificio. La evocación que se hace del altar celestial, del cual debe descender toda bendición sobre los que participan del altar terreno, introduce los ritos de la consumación del sacrificio ofrecido (fracción y comunión).

 

La anamnesis y el ofrecimiento.

Unde et memores, Domine, nos serví tui ei plebs tua sancta, eiusdem Christi Filii tui Domini nostri tam beatae Passionis, necnon et ab inferís resurrectionis sed et in cáelos gloriosae Asensionis;

Offerimus praeclarae maiestati tuae de tuis donis ac datis Hostiam puram, Hostiam sanctam, os tiam immaculatam, Panem sanctum vitae aeternae, et calicem salutis perpetuae. Supra quae propitio ac sereno vultu respicere digneris, et accepta habere, sicuti habere dignatus es muñera pueri tui iusti Abel et sacrificium patriarchae nostri Abrahae et quod tibí obtulit summus sacerdos t u u s Melchisedech, sanctum sacrificium immaculatam hos tiam.

También es oportuno aquí confrontar la fórmula gregoriana con el texto arcaico más conciso del De sacrarnentis

 

Ergo memores gloríosissimae eius passionis et ab inferís resurreciionis et in caelum ascensionis, offerimus Tibí hanc immaculatam Hostiam, rationabilem Hostiam, panem sanctum et calicem vitae aeternae; et petimus et precamur, ut hanc oblationem suscipias in subhmi altan tuo per manus angelorum tuorum, sicut suscipere dignatus es muñera pueri tui iusti Abel et sacrificium patriarchae nostri Abrahae et quod tibi obtulit summus sacerdos Melchisedech.

 

Por esto, recordando, Señor, nosotros, siervos tuyos, y también tu pueblo santo, la bienaventurada pasión del mismo Jesucristo, tu Hijo y Señor nuestro, y su resurrección de entre los muertos, como también su gloriosa ascensión a los cielos; ofrecemos a tu excelsa majestad, de tus mismos dones y dádivas, la hostia pura, hostia santa, hostia inmaculada; el pan santo de la vida eterna y el cáliz de perpetua salvación. Sobre los cuales dígnate, Señor, mirar con rostro propicio y sereno y aceptarlos, como te dignaste aceptar los dones de tu siervo el justo Abel y el sacrificio de nuestro patriarca Abranán y el que te ofreció tu sumo sacerdote Melquisedec, sacrificio santo, hostia inmaculada.

 

 

La primera parte del Unde et memores constituye la anamnesis (recuerdo, evocación), que cumple el precepto divino de conmemorar la muerte del Señor y sirve de unión entre la consagración y la ofrenda del sacrificio. El texto gregoriano colocaba después del Unde et memores el verbo sumus, con el fin quizá de dar una consistencia más independiente a la anamnesis, pero rompe la unidad de la frase memores... offerimus; desaparece después del siglo VIII; tam beatae Passionis... Resurrectionis... Ascensionis: sobre el fondo del misterio de la muerte de Jesús, se evoca la resurrección y la ascensión, que fueron el corolario. En muchas liturgias y en el texto arcaico se añade todavía la alusión, recordada por San Pablo, a la segunda venida; y en la de San Marcos, también la encarnación, el nacimiento, el bautismo. Algunos, basándose en un texto muy discutible de Arnobio el Joven y en el hecho de que a la partícula tam le falta La correlativa quam, sostienen que nuestro canon en el siglo V acoplaba a los otros misterios el del nacimiento. Pero la suposición es poco probable. Los manuscritos que añaden veneranda Nativitas son todos posteriores al siglo IX, y la cláusula, introducida probablemente alrededor de este tiempo, no perduró. El Micrólogo la desaprueba: Natwitatem Domini, commemorant, cum iuxta Apostolum, in eiusmodi sacrificio, non Nativitatem Domini sed moriem eius adnuntiare debemus. El Líber pontificalis escribe del papa Alejandro I (105-115) que passionem Domini miscuit in praedicatione sacerdotum, es decir, en la prez consecratoria. Si la noticia tiene fundamento histórico, es poco verosímil referirla a la introducción de la anamnesis del sacrificio, porque ésta es de origen divino y apostólico. Puede suponerse, en cambio, conjetura Botte, que la fórmula primitiva recordase simplemente la muerte del Señor, como hace la Traditio; el papa Alejandro quiso poner de relieve toda la pasión de Jesús. El texto, en efecto, del De sacramentis la llama Gloriosissima, un epíteto que se comprende bien en una época de persecución, cuando la passio estaba aureolada de gloria. — El canon actual no tiene ya la cláusula paulina de la anamnesis doñee veniam, que también existía en el texto arcaico. Ha quedado, sin embargo, en el texto ambrosiano: doñee iterum de caelis veniam ad vos.

 

Offerimus...: la anamnesis implica parcialmente la ofrenda del sacrificio. Cristo la ha hecho ya en la consagración de manera perfecta en virtud de la suprema mediación sacerdotal, que le es propia e incomunicable. Pero ahora también toda la Iglesia, nos serví tui sed et plebs tua sancía, ofrece a Dios el sacrificio de su augusta Cabeza, porque esta víctima divina es también nuestra y dada por nosotros: ut nobis fíat... Si la ofrenda del Hijo de Dios es ciertamente agradable al Padre, la eficacia subjetiva del sacrificio está condicionada a nuestras buenas disposiciones. La Iglesia, por tanto, ruega para que el Señor dirila su mirada misericordiosa sobre nuestra personal participación a la oblación de Cristo. La anamnesis, por tanto, es el punto central de la oración eucarística como tal. Todas las liturgias expresan este elevado concepto después de la narración de la institución.

El inciso tuis donis ac datis, reminiscencia bíblica (1 Par. 24:14), no se encuentra en el De sacranentist pero es común a muchas liturgias orientales, entre las cuales está la alejandrina: (**) σοι εκ των σων δώρων τυροεήκαμεν ενώπιον σου. La fσrmula de donis Dei es frecuente en la epigrafía cristiana; respicere digneris: otra reminiscencia bíblica del Génesis 4:4: Respexit Deus ad Abel et ad munera eius. — La prez recuerda algunos sacrificios del Antiguo Testamento en los cuales Dics ha mostrado particular complacencia: la ofrenda de Abel (pueri tui = tu siervo), el primero de los justos, como es llamado en el Evangelio; el sacrificio de Abrahán, padre de los creyentes; el pan y el vino de Melquisedec, rey y sacerdote, que presentó al Omnipotente sanctum sacrificium, immaculatam hostiam. Los dos apelativos fueron añadidos por San León I contra los maniqueos, que, no admitiendo el uso del vino, encontraban impuro aquel sacrificio suyo. La trilogía Abel, Abrahán, Melquisedec quizá está en relación con los tres misterios conmemorados en el Unde et memores: Abel, figura de la muerte de Cristo; Abrahán, de la resurrección (Hebr. 11:8); Melquisedec, de la ascensión (Ps. 109:5). Les tres tipos eucarísticos se encuentran representados en los mosaicos de San Vital, en Rávena (s. VI). El calificativo de summus a sacerdos, aplicado a Melquisedec, no es bíblico, y fue criticado en el siglo IV por el autor de las Quaestiones V. et N. Testamenti, pero se encuentra igualmente en las Constítuciones apostólicas.

El te rogamus

 

Supplices te rogamus, ornnipotens Deus, iube haec perferri per manus sancti Angelí tui in sublime altare tuum, in conspectu diüinae maiestatis tuae, ut quotquot ex hac altaris participatione sacrosanctum Filii tul Cor pus et San guinem sumpserimus omni benedictione caelesti et gratía repleamur. Per eumdem Christum Domi num nostrum. Amen.

Suplicárnoste humildemente, Dios omnipotente, mandes que sean llevados estos dones por las manos de tu santo ángel a tu sublime altar ante la presencia de tu divina ¡Majestad para que todos los que, participando de este altar, recibamos el sacrosanto cuerpo y sangre de tu Hijo, seamos colmados de toda bendición y gracia celestial por el mismo Cristo nuestro Señor. Amén.

 

La fórmula de esta oración, que en la primera parte continúa desarrollando la ofrenda del sacrificio, no es primitiva; la confrontación con el texto del De Sacramentis lo demuestra de manera evidente. La cláusula introductoria Supplices te rog. omn. Deus es de clara marca gregoriana. La idea del altar celestial, adonde se lleva la oblación de la Iglesia para asemejarla a la oblación de todos los santos unidos a Cristo, se deriva del Apocalipsis de San Juan; se encuentra en varias liturgias orientales, comenzando por la alejandrina de San Marcos, encuadrada a veces en fórmulas de ofrecimiento del incienso. Esta, sin embargo, es antiquísima; San Ireneo (Adv. haer., 4:18), Orígenes (In Leo., hom. 9:910), San Agustín (In Ps. 25 enarr., 2:10), San Ambrosio (De Omin., 1, 48) y San Juan Crisóstomo (In Ep. ad Hebr., hom. 14:12) tratan de ello: — per manus S. Angeli tui: se ha discutido mucho sobre la personalidad de este santo ángel; algunos ven al Espíritu Santo; otros al Verbo de Dios, el magra consilii Ángelus de Isaías; otros, al ángel del Apocalipsis (San Miguel?), que presenta la ofrenda de las oraciones de los santos sobre el altar de oro delante del trono divino; otros, con mayor probabilidad, el ministerio angélico en general, conforme al texto arcaico per manus angelorum tuorum y en conformidad con la fraseología de las anáforas orientales, donde el oficio de presentar las ofrendas en el cielo se atribuye expresamente a los santos ángeles. Una confirmación monumental de tal interpretación puede fácilmente verse en el famoso ciclo litúrgico de San Vital, en Rávena. Mientras a los dos lados de las tribunas son reevocados los sacrificios de Abel, Abrahán y Melquisedec, en el centro del cielo musivo de la bóveda, cuatro ángeles con los pies apoyados sobre otros tantos globos llevan en alto con las manos una guirnalda redonda, florida, en la cual está representado el ángel místico; — in sublime altare tuum...: es el altar del cual habla el Apocalipsis. Evidentemente, en el cielo no se puede poner un altar material, sino sólo simbólico; altar que en la común interpretación de los Padres es Cristo mismo, mediador nuestro, el cual, como sacerdote eterno, semper vivens ad ínterpellandum pro nobis, ofrece perennemente al Padre la oblación perfecta de su humanidad glorificada. En realidad, con la fórmula no demasiado clara y precisa del Supplices. El compositor ha querido simplemente expresar la idea de que como un ángel ofrecía a Dios los sacrificios de la antigua ley, así, por el ministerio de sus ángeles, le sea presentado el sacrificio de La Iglesia y le sea agradable.

 

Entre la segunda parte de esta fórmula ut quot quot... y la que precede aparece claramente una separación. Es legítimo suponer que el ut quotquot fuese en un principio la conclusión de una frase o de un período más tarde suprimido. Ahora bien: si se piensa que con aquellas palabras se piden a Dics los frutos de la comunión para aquellos que participan en el sacrificio, debemos concluir que nos encontramos frente a una epiclesis postconsagratoria, no en el sentido oriental, dirigida a la transformación de los dones, sino en el tradicionalmente romano y originario de prez preparatoria para la sagrada comunión, de la cual la Traditio nos ha conservado el tipo. He aquí cómo se expresa ésta: Pctimus ut mittas Spiritum tuum Sanctum in oblationem sanctae Ecclesiae; in unum congregans (la unión entre todos los fieles) de ómnibus, qui percipiunt, sacra, repletionem spiritus tui (el alimento de la vida interior), ad confirmationem fidei in veritate (el acrecentamiento de la fe). A fin de que los fieles obtengan estas gracias sacramentales es precisa una preparación espiritual de sus almas, la cual es obra del Espíritu Santo.

He aquí el porqué de la epiclesis. Así, el Espíritu divino completa, perfecciona, ratifica y santifica la ofrenda por las almas de los fieles. Como en Pentecostés la obra redentora de Jesucristo llegó a su término y a su completo perfeccionamiento, así también en el sacrificio eucarístico, memorial y renovación del de la cruz, la epiclesis pone su sello a la obra santificadora de la eucaristía.

Es por esto muy probable la conjetura de que, antes de la refusión del texto del canon, al ut quotquot precediese una frase epiclética, como la de la Traditio: Et Mittas Spiritum.. Sanctum Tuum In Oblationem Ecclesiae Tuae, ut... Los textos romanos.acerca de una invocación del Espíritu Santo en la prez, que hemos citado antes a propósito del Quam oblationem, hacen la hipótesis muy digna de atención.

Ex hac altaris participatione...; se esperaría esta otra concordancia: ex huius altaris participatione. La expresión, recogida de San Pablo, usa el término "altar" como sinónimo de "sacrificio." El beso que aquí da el celebrante a la mesa quiere indicar que es precisamente éste el altar y el sacrificio del cual participan: — omne benedictione caelesti et gratia repleamur: generalmente, las antiguas liturgias, entre los frutos de la comunión, piden en primer lugar la gracia de la vida eterna. Quizás el canon arcaico terminaba con una petición de este género, que más tarde fue substituida por la fórmula actual, muy genérica.

 

El momento de los difuntos.

 

Memento etiam, Domine, famulorum famularumque íuarum N. et N., qui nos praecesserunt cum signo fidei et dormiunt in somno pacis. Ipsis, Domine, et ómnibus in Christo quiescentibus, locum refrigerii, lucís et pacis, ut indulgeas, deprecamur. Per eumdem Christum Dominum nostrum. Amen.

Acuérdate también, Señor, de tus siervos y siervas N. y N., que nos precedieron con la señal de la fe y duermen el sueño de la paz. Te pedimos, Señor, que a éstos y a todos los que descansan en Cristo les concedas el lugar de la luz y de la paz. Por el mismo Cristo nuestro Señor. Amén.

 

El momento de los difuntos, a pesar de sus etiam, no tiene verdadera unión lógica con la oración anterior, a menos que pensemos que entre los cultos del sacrificio se haya querido poner también el sufragio por las almas de los difuntos.

Es un hecho que en muchos manuscritos arcaicos, comenzando por el antiguo gelasiano, el Memento defunctorum, con o sin el Nobis quoque peccatoribus, no se encuentra; sabemos que en Roma, per el contrario, en las misas dominicales no se recitaba nunca, sino sólo en las feriales. El Ordo de Juan Archicantcr lo declara expresamente: In diebus septimanae de secunda feria, quod est usque in sabbatho, celebrantur missas vel (et) nomina eorum (defunctorum) commemorant; die autem dominica non celebrantur agendas mortuorum nec nomina eorum ad missas recitantur, sed tantum vivorum nomina... vel pro omni populo christiano oblationis vel vota redduntur.

Con la mencionada rúbrica concuerda la del sacramentarlo gregoriano de Padua puesta en el memento: Si fuerint, nomina defunctorum recitentur, dicentg diácono: Memento...; y más abajo añade: Hic orationes duae dicuntur una super dipütios (sic) (que es la fórmula Memento...), altera (es decir, el Nobis quoque...), post lectionem nominum; et hoc quotidianis vel in agendis tantum diebus. Tal era, por tanto, el uso remano en los siglos VII-VIII.

Así pues, es cierto que el sacramentarlo gregoriano enviado por el papa Adriano a Carlomagno contenía el Memento, pero con las limitaciones de la práctica romana. Esto no debía andar muy a tono con el genio del clero romano, porqué pocos años después, en el 813, el concilio de Chalonssur Saone (en. 39) prescribe que, en todas las misas, en su debido lugar se rogase al Señor por las almas del purgatorio. ¿Cuál era este lugar? En un principio se puede fundadamente creer que se encomendaba a los difuntos, sea genéricamente, sea nominalmente, en la recitación de les dípticos, que seguía al ofertorio; pero más tarde, no después del siglo IV ciertamente, según Bishop, se introdujo el recuerdo sólo ocasionalmente, es decir, no en las misas públicas, dominicales o festivas, sino en las privadas y en las celebradas a propósito en sufragio de los difuntos, insertando la fórmula conmemorativa en el canon, y más precisamente en el Hanc igitur. El leoniano y el gelasiano contienen todavía muchos ejemplos.

Cuando, finalmente, se hizo la refusión del canon (s. V-VI), la conmemoración de los difuntos con la lista añadida de santos y santas mártires fue separada de la gran intercesión de los vivos y colocada después de la consagración; el Etiam inicial de la fórmula era un resto de la unión primitiva de los dos díptices. Con todo, fue ésta todavía por mucho tiempo, más que una fórmula de la prez, una fórmula propia de las misas de los difuntos y no entró de manera fila y definitiva en el canon antes del siglo IX.

De todos modos, como quiera que se haya desarrollado la obscura histeria del Memento defunctorum hay que reconocer que su bella fórmula es romana o, como cree Bishop, romanoafricana. Sus términos reflejan la ingenua fraseología de los epígrafes cristianos de los primeros sigloe. Praecesserunt; praecessit fidelis in pace; — cum signo fidei: es el carácter bautismal: Signum fidei est baptisma; — in somno pacis: dice una inscripción encontrada en el cementerio de Priscila: Dulcís et innocens hic ctormit Severianus XP in somno pacis; — locum refrigerii: en el sentido traslaticio designa la felicidad celestial, imagen familiar a Tertuliano y en las actas de las Santas Perpetua y Felicidad. Nótese todavía que el texto gregoriano del memento, después de famulorum famularumque tuarum, pone ill et ill y hace pausa, mientras el texto actual la ha cambiado en somno pacis. Aquí efectivamente termina el memento. La fórmula que sigue: Ipsis, Domine..., es una oración de sufragio que pudo ser añadida sucesivamente.

 

El "Nobis quoque peccatoríbus."

 

Nobis quoque peccatoribus famulis tuis, de multitudine miserationum tuarum sperantibus, partem aliquam et societatem donare digneris, cum tuis sanctis Apostolis et Martyribus; cum lorjanne, Stephano, Mathia, Barnaba, I g n a t i o, Alexandro, Marcellino, Petro, Felicítate, Perpetua, A g a t h a, Lucia, Agnete, Caecilia, Anastasia, et ómnibus sanctis tuis; intra quorum nos consortium, non aestimator meriti sed veniae, quaesumus, largitor admitte. Per Christum Dominum nostrum.

 

Dígnate darnos también a nosotros pecadores, siervos tuyos, que esperamos en la abundancia de tus misericordias, alguna partecita siquiera y vivir en compañía de tus santos apóstoles y mártires: Juan, Esteban, Matías, Bernabé, Ignacio, Alejandro, Marcelino, Pedro, Felicidad, Perpetua, Águeda, Lucía, Inés, Cecilia, Anastasia, y de todos tus santos; en cuyo consorcio te pedimos nos recibas no como apreciador de méritos, sino como perdonador que eres de nuestras culpas, Por Cristo nuestro Señor.

 

 

Actualmente, el Nobis quoque se une bien con el memento de los difuntos, pero antiguamente, cuando éste se omitía, el Quoque inicial sonaba duramente. La conmemoración asociada de los mártires y de los difuntos durante el sacrificio se menciona frecuentemente en la literatura antigua, en la cual se pone también de relieve el diverso carácter de ambas: los mártires son invocados como nuestros intercesores, a los difuntos se los recuerda para ofrecerles sufragios. Ideo — escribe San Agustín — ad ipsam mensam non sic eos (martyres) commemoramus, quemadmodum alios qui in pace requiescunt, ut etiam pro eis oremus, sed magis ut ipsi pro nobis, ut eorum vestigüs adhaereamus; y Geronció, el biógrafo de Santa Melania (+ 426), parece aludir a nuestro Memento Nobis quo, que cuando escribe: Et cum offerrem, nominavi eius nomen ínter durmientes, consecrans sanctam oblationem; haec enim mihi erat consuetudo in terribili hora illa sanctorum Martyrum nomina recitare, ut pro me Dominum postulent; peccatores autem misericordiam consecutos ut et ipsi pro me intercedant. El Nobis quoque es, en realidad, un apéndice del Communicantes, y, como éste, entra en el cuadro de la gran oración intercesoria. Es interesante aquí, nota Schuster, hacer resaltar su estructura esquemática en el canon. Esta se divide en dos partes: para los vivos y para los difuntos; y cada una de éstas comprende dos oraciones: una super dipticos — como se expreba Amalario — altera post lectionem nominum, enteramente separadas de la anáfora y formando parte por sí solas, con doxología propia y conclusión final; en suma, perfectamente distintas del canon. Por esto, a la conmemoración de los vivos corresponde exactamente la de los difuntos, como a la prez Communicantes corresponde la Nobis quoque, donde se prosigue la interrumpida lista de los mártires, cuya intercesión se invoca. Ni parezca extraña a ninguno esta doble letanía de los santos; es un artificio literario para acompañar con honor las dos tablas de los dyptica, cuyos nombres quiere que sean presentados a Dios con la potente recomendación de sus abogados celestiales.

 

La lista de los santos del Nobis quoque se abre con, San Juan Bautista, el Precursor, festejado en Roma desde el siglo IV. Siguen siete santos mártires hombres y siete mujeres. La agrupación de los santos se halla aquí en esta proporción: (**) 1 47+7, mientras en la lista del Communicantes era 1 + 12 f 12. Entre los primeros tenemos: San Esteban Protomártir, cuyo culto después del descubrimiento de sus reliquias, que tuvo lugar en el 416, alcanzó amplísima difusión; — San Matías, el apóstol añadido, que no entró en el Communicantes, habiéndose puesto en el número duodenario fijo a San Pablo: — San Bernabé, discípulo del Señor, acompañado de San Pablo; — San Ignacio, el famoso obispo de Aritioquía, martirizado en Roma en el anfiteatro el año 107; — San Alejandro, o el papa mártir (+ 119), o, más verosímilmente, uno de los hijos de Santa Felicidad, al cual el papa Vigilio (537-555) dedicó el Coemeterium lordanorum, donde él y sus hermanes tenían la tumba; — Marcelino, sacerdote romano, y Pedro, exorcista romano, ambos decapitados en el 304. — El orden en el cual se sucedían los siete nombres de Las santas vírgenes y mujeres fue en la antigüedad ligeramente diverso del actual, es decir, en este orden: Perpetua, Inés, Cecilia, Felicidad, Águeda, Lucía.

Santa Perpetua es la matrona africana martirizada en el 203 en Cartago, junto con Felicidad, su camarera, que sigue poco después, a menos que esta última sea, como parece más probable, La mártir romana homónima, madre de siete hijos, también mártires; — Santa Inés, virgen romana, martirizada en el 304; — Santa Cecilia, virgen romana también, de cuya decapitación se ignora la época (177 ó 203); — Santa Anastasia, viuda romana, confundida más tarde con otra Santa Anastasia de Sirmio, muy venerada en Roma en la época bizantina; — Santas Águeda y Lucia, dos vírgenes y mártires sicilianas. Sus nombres representan una tardía añadidura Nobis quoque, hecha probablemente por San Gregorio Magno, como lo atestigua San Anselmo, obispo de Sherborne (+ 709): Gregorius in canone, pariter copulasse (Águeda y Lucía) cognoscitur, hoc modo in catalogo martyrum ponens: Felicítate, Anastasia, Agatha, Lucia. A él, por tanto, se atribuye también la inversión de los nombres que existe en el canon actual. —Intra quorum nos consortium… esta conclusión del Nobis quoque se encuentra ya mencionada en una obrita atribuida falsamente a San Jerónimo, pero ciertamente escrita en el siglo V: Ad capessendam futuram beatitudinem cum electis eius, in quorum nos consortium, non meritorum inspector, sed veniae largitor, admittat Christus Dominus.

El Nobis quoque tiene un final propio, y por lo mismo se revela como un texto accidental, sin verdadero nexo con el canon. Además, su misma fraseología, tan recatada y humilde, concuerda mal con el lenguaje solemne y digno de la anáfora romana y acusa quizá otra mentalidad y redacción. Esta se atribuye hoy generalmente a San León Magno (+ 461), el cual la habría recogido de la liturgia alejandrina, donde la memoria de los santos y de los mártires va acompañada de una fórmula equivalente a la latina partem aliquam et societatem; pero es probable que en la refusión del canon realizada por el papa Gelasio (+ 496) haya recibido añadiduras y sufrido retoques.

 

La Doxología Conclusiva.

 

Per quem (lesum Christum) haec omnia, Domine, sem per bona creas, sanctificas vivificas, benedicis, ei praestas nobis.

Per ipifrsum, et cum ip so et in iplftso est Tibí,

Deo Patri omnipotenti,

in uníta te Spirituf sancti, omnissaecula saeculorum honor et gloria per omnia.

Amen.

Por medio del cual (Jesucristo), Señor, tú creas siempre todas estas cosas buenas, las santificas, las vivificas,

las bendices y nos regalas

 

Por El, con El y en El

sean dados a ti, Dios Padre

omnipotente, en la unidad

del Espíritu Santo, todo el honor y toda gloria por todos

los siglos de los siglos.

Así sea.

 

 

La doxología final se presenta dividida en dos miembros: a) el Per quem haec omnia...; b) el Per Ipsum..., que es la doxología propiamente dicha.

 

El "Per quem haec omnia.,."

La fórmula Per quem... actualmente no puede referirse más que a las especies consagradas. Pero es preciso admitir que las frases haec omnia..., bona creas, sanctijicas, etc., son muy poco apropiadas a la eucaristía. El haec omnia hace suponer sobre el altar un altar completo o de elementos, los cuales no son el cuerpo y la sangre de Cristo. Sabemos, en efecto, que en este punto de la anáfora, desde la más remota antigüedad (y la Traditio nos proporciona el primer ejemplo), se bendecían con fórmulas especiales los nuevos frutos de la tierra, el óleo para los enfermos, las primicias estacionales, y todavía hoy se bendicen los óleos santos el Jueves Santo y las habas primeras en la fiesta de la Ascensión. No debe parecer extraño que para tal fin se haya escogido este momento. Se quería poner mejor en evidencia el carácter íntimo de unidad que dominaba antiguamente la liturgia; cuando el sacrificio del altar era el centro del culto cristiano, con el cual estaban unidos, y del cual, como de una fuente de gracia, brotaban todos los otros ritos. Se quería además que, como se había llamado alrededor del altar del sacrificio a toda la ciudad de Dios-iglesia militante, triunfante, purgante —, se hiciesen presentes también las criaturas inanimadas, y también éstas fuesen santificadas por la eucaristía.

El Per quem sería, por tanto, la cláusula final de aposición a la frase protocolar in nomine D. N. I. Christi, con la cual generalmente se concluían las breves fórmulas de bendición pronunciadas sobre las ofrendas. He aquí, por ejemplo, la contenida en el leoniano sobre la leche y la miel.

 

Con todo, el último redactor de nuestro canon ha creído mantener esta cláusula doxológica en su puesto sin corregirla siquiera; más aún, suprimiendo, como supone Duchesne, la fórmula genérica de bendición sobre los frutos de la tierra, que formaba la parte principal, con la intención clara de dirigirla a las especies consagradas; a las cuales, en efecto, actualmente se refieren, pero con un cierto esfuerzo de exegesis. Cada cosa, explica Roberti, fue creada por medio del Verbo, y fue encontrada buena; y el pan y el vino son los dones preciosos, primicias de la creación, que Dios renueva cada año cuando fecunda el seno de la tierra; santifica cuando, separados de los usos profanos, los destina al sacrificio; vivifica cuando por las palabras de la consagración, hechas instrumentos de infusiones admirables de gracia, se los ofrece en alimento y bebida saludable en la santa comunión.

No debemos silenciar, sin embargo, que no todos los liturgistas participan de Las ideas expuestas. Algunos, entre ellos Cagin, Batiffcl, Destefani, suponen que la cláusula Per quem formaba regularmente parte del texto de) canon antiguo, sirviendo como fórmula de conjunción entre el Supplices... y la doxología final cuando todavía no se había inserto el Memento de los difuntos con su Nobis quoque. La expresión haec omnia hay, por tanto, que referirla a los dones eucarísticos, sobre el tipo de aquellas otras semejantes supra quae... iube haec perferri... En esta segunda hipótesis, sin embargo, la unión lógica entre las fórmulas Supplices... y Per ipsum del a mucho que desear y resulta difícil explicar cómo una fórmula eminentemente eucarística ha sido ordenada a bendecir los frutos naturales. Las señales de la cruz se acompañan a los términos sanctificas, vivíficas, benedicis, hoy, por lo demás, sinónimos de consagración, en un principio se referían evidentemente a las ofrendas materiales que estaban sobre el altar o junto a él.

Recientemente, Callewaert ha tratado de demostrar que no sólo el primer miembro, Per quem..., está ordenado a la eucaristía, sino que, junto con el segundo, constituye una única fórmula doxológica, en la cual la frase Per quem hace de proposición en relación con la principal que sigue: Per ipsum...: "Y gloria a ti, Padre omnipotente..., por El..., por medio del cual todas estas cosas creadas son buenas..." La hipótesis es ingeniosa, pero la construcción propuesta no se presenta nada natural y se separa manifiestamente del uso litúrgico de los antiguos, los cuales unían siempre la frase final de la gracia mediadora de Cristo a una fórmula inmediatamente antecedente, que hacía al mencs sobrentendido el nombre; lo que no se encuentra en el texto primitivo del canon.

 

El "Per ipsum..."

Esta fórmula doxológica está inspirada evidentemente en el prólogo de San Juan y en no pocas expresiones de San Pablo: Omnia per ipsum et in ipso creata sunt; Quoniam ex ipso et per ipsum et in ipso sunt omnia; pero substituyendo el ex ipso, que de suyo conviene propíamente al Padre, con ín ipso, más adaptado al Hijo (in Christo lesu del Apóstol); — Est Tibí Deo Patri...: se resalta la idea del canon de que la oración está dirigida al Padre; — Omnis honor et gloria: final derivada del Apocalipsis (7:13); sólo Dios recibe una gloria infinita por medio de Cristo y de su sacrificio.

El De sacramentis cierra el sermón a los neófitos con una doxología que podemos considerar como un eco de la del canon, citado por él frecuentemente.

Actualmente, mientras el sacerdote recita la fórmula doxológica, inserta entre cada una de las frases una serie de actos que tienen su historia. Toma en primer lugar entre los dedos la hostia santa, y con ella hace tres veces la señal de la cruz sobre el cáliz de parte a parte, diciendo: Per ipsum et cum ipso, et in ipso; después hace dos señales entre el cáliz y el pecho: est Tibi, Deo in omnipotente — ín unitate in Spiritus Sancti; y, elevando juntos el cáliz y la hostia sobrepuesta, concluye: Omnis honor et gloria. Aquí la rúbrica prescribe el poner el cáliz y la hostia sobre el altar, hacer genuflexión y añadir en alta voz: per omnia saecula saeculorum. Amen.

 

El "Examen" Final.

A la solemne doxoiogía del canon, la concurrencia responde: Amen, vocablo que expresa su asentimiento de fe a cuanto se ha realizado sobre el altar y su efectiva participación en la acción sacrifical realizada.

La importancia litúrgica de este Amen la señala ya San Justino, según el cual es una respuesta vibrante, una aclamación: omnis qui adest populus Fauste Acclamat Amen. Amen autem hebraea lingua Fiat significat. También con posterioridad los Santos Padres trataron frecuentemente del significado especial de tal Amen. Tertuliano encuentra un particular motivo de reprensión en el cristiano que frecuenta les espectáculos, por el hecho de que la misma boca que ha aclamado Amen en el santo sacrificio levante después los vivas a las torpes y feroces diversiones del circo. Dionisio de Alejandría (+ 265) resume así las fases de la participación de un fiel en la misa: "Ha escuchado la prez eucarística, ha respondido Amen con los otros, se ha presentado a la mesa y ha extendido la mano para recibir el santo alimento." San Ambrosio comentaba a los neófitos el Amen de la prez así: Tu dicis "Amen" hoc est verum est: quod os loquitur, mens interna faieatur, quod sermo sonat, affectus sentiat.

 

Los Gestos del Canon

 

La Señal De La Cruz.

Después de la elevación de la hostia y del cáliz, de la cual hemos hablado ya, la señal de la cruz sobre los elementos eucarísticos era el gesto más importante y más frecuente del canon; se podría quizá añadir que también entre los más antiguos, porque San Agustín ya lo considera realizado durante el sacrificio: Quod signum (crucís) nisi adhibeatur síve... sacrificio quo aluntur nihil eorum rite perfícitur. El celebrante lo hace hasta veintiséis veces, o separadamente sobre la hostia y sobre el cáliz o simultáneamente sobre ambos, es decir, en el Te igitur (tres), Quam oblationem (cinco), Qui pridie (una), Simili modo (una), Unde et memores (cinco), Supplices te rogamus (tres), Per quem haec omnia (tres), Per ipsum (cinco).

Las señales de la cruz en el canon, por lo que sabemos, no son primitivas, sino que fueron poco a poco insertas, comenzando en el siglo VIII. Se había apoderado hacía poco tiempo de ciertos sacerdotes de las Galias la extraña idea de que la consagración eucarística debía ser perfeccionada con muchas señales de la cruz, y por esto ellos las realizaban repetidamente sobre las sagradas especies. Ex quo consecrare coeperint (dice un concilio de París del 825, usque ad finem pene sine intermissione crucís signáculo benedicunt. El concilio desaprobó muy justamente tal costumbre. Quizá a tales novedades se refiera también cuando en la Epistula synodica, atribuida al papa León IV (847-855), se recomienda al clero bendecir el cáliz y la oblata con un gesto recto, no circular. Calicem et oblatam recta cruce sígnate, id est non in circulo et variatione ¿igiiorum, ut plurimi faciunt, sed districtis duobus digltis et pollice intus recluso. San Bonifacio de Alemania, a propósito de las cruces en el canon, habiendo pedido instrucciones al papa Zacarías, recibió de éste en el 751, por medio de un cierto sacerdote Luí, un rollo con el texto del canon donde se señalaban expresamente las cruces que debían hacerse. Este es con probabilidad idéntico al IV OR, que precisamente se titula Qualiter quaedam oraliones et cruces in "Te igitur" agendae sunt.

Las señales de la cruz más antiguas son las del Te igitur, señaladas en el Regin. 316 (s. VII-VIII), el códice que nos ha conservado el gelasiano y precisamente sobre las palabras benedicas, haec di dona, haec muñera, haec santa... Por esto, además de las tres cruces actuales, enumera una cuarta sobre el benedicas, exigida, sin duda, por el vocablo;cruz, sin embargo, que desaparece en seguida de los manuscritos. También en el Regin. 316 y en los más antiguos sacraméntanos, el de Gelón por ejemplo, se encuentran ya las tres señales de la cruz en el Per quem... sanctieficas, vivificas, benedicis...; el creas carece siempre de ella. Algo posteriores son las señaladas al quam oblationem, al benedixit de la consagración, al Unde et memores y al Supplices, si bien en esta última fórmula los manuscritos más antiguos generalmente la omiten. La señal de la cruz, en cambio, al omni benedictione, que el celebrante hace sobre sí mismo, no se encuentra antes del siglo XII. También son muy tardías las señales de la cruz en la doxologia Per ipsum..., porque antiguamente, según prescribe el I OR, el cáliz lo tocaba solamente el papa en la orla con las oblatas.

 

Para explicar estas múltiples señales de la cruz, los liturgistas medievales y modernos distinguen entre las que preceden a la consagración y las que la siguen. Las primeras son consideradas como signa benedictionis invocativae, con las cuales se pide a Dios que, por medio de los méritos de la cruz de Cristo, los elementos a consagrar sean purificados y se hagan idóneos a su transubstanciación. En realidad, La cruz debería acompañar solamente al término benedicere, sea en el Te igitur, sea en el Quam oblationem, pero pareció oportuno extenderlo también a los términos que siguen: haec dona... y adscriptam, ratam, los cuales determinan el sentido. Más tarde, como decíamos, la señal de la cruz sobre el benedicas del Te igitur desapareció, probablemente para limitar a tres, el número sagrado, los gestos cruciformes.

Mayor dificultad presentan las señales de la cruz postconsagratorias, porque se hacen sobre las especies consagradas, las cuales poseen ya toda plenitud de divinidad. San Pedro Damián (+ 1072) opina que éstas añadían alguna cosa que todavía falta, nondum enim est consecratio consummata. Más prudentemente, Inocencio III confiesa que no sabe dar una explicación plausible. En el concilio de Trento no faltó quien expresó la idea de suprimirlas sin más. La exegesis más natural, enunciada ya por el mícrólogo y por Santo Tomás, ve en ellas unas señales conmemorativas y en cuanto recuerdan la pasión y la muerte de Cristo, fuente para nosotros de toda gracia.

Αsí como en el Apocalipsis los elegidos llevan el distintivo en forma de tau, así a veces en la tradición litúrgica la señal de la cruz sirvió para individualizar una persona o una cosa. Rufino nos refiere que en su tiempo, cuando se recitaba el Credo, todos, al artículo carnis resur rectionem, se hacían una cruz en la frente, como queriendo decir: Creo que esta mi carne resucitará.

En fin, las tres señales de la cruz hechas en la fórmula Perquem haec... sanctificas, vivitíficas, benedi dlcis, que es esencialmente una bendición de ofrendas, entran en la categoría de las bendiciones invocativas. La triple señal la sugirió naturalmente el deseo de extender el gesto de bendición a la izquierda y a la derecha del grupo de las ofrendas.

 

La pequeña elevación.

Es la que concluye el canon, y se remonta probablemente al siglo V, como antes decíamos; según la rúbrica del 1 OR, el diácono al Per quem haec... tomaba con la mappula, cum offerturío, el cáliz por las dos asas y lo levantaba lo necesario, manteniéndolo así levantado, mientras el papa, habiéndcle acercado por ambos lados las dos oblatas, decía hasta el fin el texto de la doxología. Dada la disposición antigua del altar y la posición del archidiácono y del pontífice en el altar — ambos de cara al pueblo —, la pequeña y simultánea elevación de las oblatas y del cáliz era suficiente para exponer a la vista y a la adoración de los presentes las sagradas especies. Esta elevación quería ser también un gesto que significase la oblación que la Iglesia hace a Dios de la Víctima augusta en las oraciones del canon después de la consagración.

Pero cuando, después del 1000, se introdujeron en la fórmula doxológica aquellas múltiples señales de la cruz de que hemos hablado y después que el sacerdote celebrante daba las espaldas al pueblo, la pequeña elevación se hizo invisible y desapareció su profundo significado. También las liturgias orientales hasta el tiempo de San Cirilo de Jerusalén elevaban ante los ojos de los fieles poco antes de la comunión el pan consagrado, diciendo: Sancta sanctis! Observa De Stefani: "Son tantos los cambios a los cuales estuvieron sujetos los ritos que primitivamente se realizaban al final del canon y a la comunión, que no sería de maravillar el que también una elevación inherente al Sancta sanctis haya venido a reducirse al final del canon."

 

La imposición de las manos.

La imposición de las manos es el gesto más antiguo de la anáfora. La Traditio muestra al obispo, que, junto con el presbítero y poniendo las manos sobre la oblación, se apresta a recitar la oración consagratoria. La conocida escena eucarística del siglo III existente en la capella de los Sacramentos, en las catacumbas de San Calixto, presenta la ilustración. El gesto quiere significar la invocación del poder de Dios sobre los elementos eucarísticos con vistas a su transubstanciación; era un gesto epiclético; hasta que el tenor de la anáfora se mantuvo breve y sin interferencias, fue posible y debió conservarse la imposición de las manos; más tarde desapareció, sin dejar más señales.

Actualmente está prescrita durante la recitación de la fórmula Hanc igitur...; su sentido, sin embargo, no es ya ciertamente epiclético, sino que, en conformidad con la índole de la oblación, expresa el carácter expiatorio del sacrificio eucarístico (placatus accipias). En el Antiguo Testamento, según las reglas de la ley mosaica, la imposición de las manos sacerdotales sobre un animal inmolado a Dios indicaba la transmisión simbólica del pecado y de la pena relativa sobre aquél, el cual se convertía, en lugar del oferente, en víctima expiatoria. En la misa, a Cristo, que va a sacrificarse por nosotros y en nuestro lugar, el gesto litúrgico lo designaría como nuestra víctima.

 

3. La Historia del Canon Romano.

 

Preliminares.

No se ha escrito todavía una historia completa del canon romano, y quizá no lo será nunca, porque las noticias que nos ha transmitido la antigüedad cristiana son demasiado escasas y fragmentarias. La Iglesia en los primeros siglos se había envuelto prudentemente en el secreto, y debían hablar poco sobre el particular los simples fieles, tanto menos los que en medio de ellos tenían una dignidad y una responsabilidad. Recientemente se hicieron tentativas por medio de beneméritos estudiosos, como Bunsen, Drews, Cagin, Baumstark, pero con resultado poco satisfactorio. Sus sistemas, urdidos generalmente sobre el prejuicio de hacer combinar nuestro canon con tipos anaforales orientales y occidentales, llevaron al resultado de verlo descompuesto desgraciadamente en fragmentos, para recomponerlo en otro orden según el tipo litúrgico preferido. ¿Cómo puede ser verosímil que el canon haya sufrido cambios tan radicales sin que se trasluzcan al menos alusiones, mientras vemos que el redactor del Líber pontificalis ha sido escrupuloso en recoger las mínimas variaciones o añadiduras hechas sucesivamente por los papas?

No creemos, por tanto, que valga la pena esforzarse en exponer las varias teorías propuestas y ya superadas; esto no obstante, ayudados de las sabias investigaciones de los estudiosos y elaborando oportunamente los datos positivos proporcionados por la historia a la luz del estudio comparativo de las anáforas más antiguas, nosotros nos esforzaremos en trazar en sus grandes líneas aquellos que según nuestro parecer han existido:

 

1) Los precedentes.

2) Los comienzos.

3) Los desarrollos ulteriores del canon romano.

 

Los Precedentes del Canon.

Como se dijo ya al tratar de la misa subapostólica, es cierto que el tema de las primitivas anáforas abrazaba dos partes distintas, ambas substancialmente originales: una, teológica, preferentemente laudativa, de origen y carácter hebreo, que exaltaba a Dios Padre en sus atributos, en sus beneficios sobre el mundo y sobre el pueblo elegido; la otra, en cambio, cristológica, predominantemente eucarística, que desarrollaba el tema de la encarnación redentora a través de los misterios de la vida de Cristo, y especialmente de su pasión, recordando la cual se abría paso a la narración de la institución eucarística. A ésta seguía inmediatamente la anamnesis, la ofrenda del sacrificio y una invocación al Espíritu Santo impetrando para los fieles les frutos de la comunión.

No entraba todavía a formar parte de él oración alguna. La intercesión tradicional a favor de las diversas clases de personas estaba confinada en la zona del ofertorio; al principio, con la prez de los fieles; al final, con los dípticos diaconales de los vivos y de los muertos.

Tal debía ser, poco más o menos, el esquema lógico substancial de la anáfora; que, dados los precedentes, según se deduce de los escritos del siglo II, se habían transmitido en la iglesia romana a principies del III y en las principales iglesias de la cristiandad, también orientales, excepto las ligeras variantes de estilo y de concepto, aportadas, como es fácil imaginar, por las diversas condiciones accidentales de lugares y de personas.

De todos modos, para tener una idea lo menos inexacta posible, creemos oportuno tratar por extenso no sólo de la anáfora romana de la época, la de San Hipólito, que puede atestiguar también para el África, sino de aquellas otras que con alguna aproximación pueden considerarse como contemporáneas suyas, y que reflejan la respectiva tradición anafórica de Alejandría, de Antioquía, de Edesa, las grandes metrópolis provinciales del Oriente en el siglo III. Digo que reflejan las tradiciones anafóricas porque, remontándonos a la libertad litúrgica propia de la Iglesia antigua, podemos difícilmente admitir que también los obispos de una misma provincia se sirviesen todos de un mismo formulario, como tipo único ne varietur. El de Thmuis (Egipto), por ejemplo, debía presentar variantes en relación con el de Alejandría (ciudad) y de otros centros episcopales; tenemos las pruebas comparando la anáfora de Serapión con la de San Marcos (Alejandría, ciudad) y del papiro de DérBelyzeh, todas de tipo alejandrino. Las anáforas indicadas de las grandes iglesias de Oriente no nos han llegado en la forma original, porque, como sucede para todas las fórmulas vivientes, con el tiempo sufrieron modificaciones y añadiduras; pero no tanto corno para hacer imposible, con un sano trabajo de crítica, volverlas al texto primitivo.

 

La anáfora romana de San Hipólito.

Este texto incomparable, transmitido a nosotros en la Traditio apostólica, reivindicada ya por San Hipólito, el más ilustre doctor de la iglesia de Roma en el siglo III, autor, por desgracia, de un infeliz cisma disciplinar, pero reconciliado con el papa Ponciano poco antes de morir mártir de la fe (+ 235), refleja, sin duda, si no la forma precisa, sí el tema y el desenvolvimiento del formulario eucarístico en uso en la iglesia romana alrededor del 215-220. Este es tanto más precioso por cuanto muestra no haber sufrido nunca alteraciones de ninguna clase. Fue escrito en griego; el original se ha perdido, pero queda una antigua tradición latina, que reproducimos traducida:

 

Diálogo Inicial.—"El Señor sea con vosotros. (Et omnes dicant:)..

—Y con tu espíritu.

—Arriba los corazones;

—Los tenemos puestos en Dios.

—Demos gracias al Señor;

—Es digno y justo. (Et sic iam prosequatur.)"

 

Acción de Gracias.

— "Nosotros te damos gracias, ¡oh Dios! por tu Hijo predilecto, Jesucristo, que en estos últimos tiempos nos has mandado para salvarnos, redimirnos y evangelizarnos tu voluntad; el que es tu Verbo inseparable.

Por medio del cual has hecho todas las cosas, y las has encontrado buenas;

que has enviado del cielo al seno de la Virgen;

que en sus entrañas se ha encarnado, el Hijo te ha sido presentado, nacido del Espíritu Santo y de la Virgen; que, cumpliendo tu voluntad y consiguiéndote un pueblo santo, extendió sus manos en su pasión para librar del sufrimiento a aquellos que han creído en ti."

Institución Eucarística.

— "Que cuando fue entregado voluntariamente a la pasión,

para destruir la muerte,

para romper las cadenas del diablo,

para vencer al infierno,

para iluminar a los justos,

para firmar la alianza

y manifestar la resurrección,

tomando el pan y dando gracias, dijo: Tomad y comed; éste es mi cuerpo, que será despedazado por vosotros;

e igualmente (dijo) sobre el cáliz: Esta es mi sangre, que será derramada por vosotros. Cuando vosotros hagáis esto, hacedlo en memoria mía."

 

Anamnesis y Ofrecimiento. — "Recordando, por tanto, su muerte y su resurrección, nosotros te ofrecemos el pan y el cáliz, dándote gracias porque nos has hecho dignos de estar delante de ti y de ser tus ministros."

 

Epiclesis. — "Y te pedimos que mandes tu Santo Espíritu sobre la oblación de la santa Iglesia, a fin de que todos juntos, reunidos, tú concedas a cuantos entre los santos comulgan el llenarse del Espíritu Santo para la confirmación de su fe en la verdad, a fin de que te alabemos y te glorifiquemos a través de Jesucristo, tu Hijo."

 

Doxología. — "Por el cual sube a ti, al Hijo, en unidad del Espíritu Santo,.gloria y honor en tu santa Iglesia ahora y por todos los siglos de los siglos.

Amén."

 

La impronta del genio romano se revela soberana en esta admirable fórmula, en la cual "el movimiento es de tal forma cortado, que todas las partes de las frases parecen gia final es por él reproducida varias veces, compenetrarse simultáneamente las unas con las otras desde la primera hasta la última palabra para constituir un todo único con la acción central, la eucaristía del Señor." San Hipólito, componiéndola así e insertándola en su Traditio apostólica, quería evidentemente referirse, si no a la fórmula literal, sí a la tradición anafórica de Roma. También en San Justino, la prez, ordenada a la alabanza y gloria del Padre a través del nombre del Hijo y del Espíritu Santo, debía seguir las grandes líneas de la anáfora de Hipólito. Esta sin embargo, en comparación de aquélla, señala una primera fase de desarrollo; porque, menos ligada a la tradición eucológica judía, todavía viva en Oriente, apenas alude al tema teológico, laudativo de los atributos de Dios, para destacar con relieve particular el tema cristológico. Efectivamente, la anáfora está teda enmarcada en el misterio de Cristo; es El quien da gracias al Padre con su encarnación, con su pasión, con su muerte, vencedora de las fuerzas infernales; con su resurrección, con la consagración de su cuerpo y de su sangre, en cuya comunión los miembros de su cuerpo místico, unificados en la Iglesia por la efusión del Espíritu Santo, pueden rendir a Dios el honor y la gloria que le son debidos. Nótese todavía cómo la anáfora romana proporciona la primera muestra decisiva de una epiclesis dirigida al Espíritu Santo en el sentido primitivo, al cual ya aludíamos; es decir, para ser causa eficiente no de la transformación de los elementos eucarísticos, sino de los frutos de la comunión, mediante la unión en la caridad de todos los fieles.

 

La anáfora alejandrina.

Se admite comúnmente que la fórmula anafórica titulada Oratio oblatíonis Serapionis episcopi, contenida en el eucologio atribuido a Serapión, obispo de Thmuis (delta del Nilo) alrededor del 340, no era una composición original, sino rehecha de un texto más antiguo. Quitando lo que probablemente fue añadido por él o por otros, es decir, las fórmulas que introducen al Sanctus y lo concluyen, como también las de la intercesión, sea de los vivos, sea de los difuntos, insertas después de la consagración y la epiclesis, podemos considerar lo restante, en lo substancial, como el texto de la anáfora que hacia la mitad del siglo III estaba en uso en Alejandría. Escribimos en el texto tales fórmulas en letra menor; éstas desvían el curso lógico y simétrico de los pensamientos.

Preambulo. — "Es cosa digna y justa alabar, cantar y orificarte a ti, Padre increado del unigénito Jesucristo."

Acción de Gracias. — "Nosotros te alabamos, ¡oh Dios increado, inescrutable,.inenarrable, incomprensible para toda humana criatura! Te alabamos a ti, que te haces conocer por medio de tu Hijo unigénito, por el cual ante todo te manifestaste y revelaste a toda naturaleza creada. Te alabamos a ti, que conoces al Hijo y revelas a los santos sus glorias; tú, conocido por el Verbo, por ti engendrado, visto y revelado a los santos! Te alabamos, Padre invisible, dador de la inmortalidad.

Tú eres la fuente de la vida, la fuente de la luz, la fuente de toda la gracia y de toda la verdad; amante de los pobres, que a todos te diriges y a todos atraes a ti por medio de la humanidad de tu Hijo querido. Te rogamos: haznos hombres vivos, danos el espíritu de la luz, a fin de que te conozcamos verdadero (Dios) y a aquel que has enviado, Jesucristo. Hablen en nosotros el Señor Jesús y el Espíritu Santo y canten himnos por nosotros a ti."

Trisagio. — "Ya que tú estás sobre todo principado, y potestad, y virtud, y dominación y sobre todo nombre proferido no sólo en este tiempo, sino también en el futuro. A ti te asisten miles y miles y diez mil miríadas de ángeles, arcángeles, tronos, dominaciones, principados y potestades. A ti te asisten los dos serafines más excelsos con seis alas cada uno: con dos alas esconden el rostro de Dios; con dos, los pies (de Dios); con dos vuelan, y te proclaman santo.

Santo, santo, santo es el Señor Sabaoth; el cielo y la tierra están llenos de tu gloria. Lleno está el cielo, llena está la tierra de tu excelsa gloria, ¡oh Señor de las potestades! Lleno también este sacrificio de tu virtud y de tu comunicación; a ti te dirigimos esta oferta viviente, oblación incruenta."

Narración de la Institución y Anamnesis. "A ti te ofrecemos este pan, semejanza del cuerpo del Unigénito. Este pan es figura del (suyo) sagrado cuerpo; porque el Señor Jesucristo, en la noche en la cual fue entregado, tomó el pan y lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: Tomad i comed; ésts es mi cuerpo, entregado por vosotros en remisión de los pecados. De donde también nosotros, celebrando la memoria de (su) muerte, ofrecemos este pan y suplicamos por este sacrificio nos perdones a todos nosotros y tengas piedad, ¡oh Dios veraz!

Y como este pan diseminado sobre lo alto de los montes y recogido se convirtió después en una sola substancia, así de todas las gentes, de todas las regiones., de todas las ciudades, de todos los pueblos y casas, recoge tu santa Iglesia y haz de ella una única y viviente Iglesia católica. Ofrecemos también el cáliz, semejanza de la sangre; porque el Señor Jesucristo, habiendo tomado el cáliz después de la cena, dijo a sus discípulos: Tomad, bebed; éste es el nuevo pacto de alianza, es decir, mi sangre, derramada por vosotros en remisión de los pecados, de donde también nosotros ofrecemos el cáliz, semejanza de tu sangre piedad, ¡ oh Dios veraz!

Epiclesis. (Descienda, ¡oh Dios de verdad! tu santo Verbo sobre este pan, de forma que el pan se convierta en el cuerpo del Verbo; y sobre este cáliz, de forma que el cáliz se convierta en la sangre de la verdad. Haz que cuantos participan reciban el alimento de vida para sanar toda enfermedad, para corroborar todo progreso y virtud: no para condenación, ¡oh Dios de verdad! ni para acusación, ni para profanación."

Intercesión. — "A ti, ¡oh increado! te pedimos por medio del Unigénito, en el.Espíritu Santo. Obtenga misericordia este pueblo y se haga digno de progreso; sean enviados los ángeles para asistir al pueblo, para develar el mal y consolidar la Iglesia.

Rogamos también por todos los difuntos de los cuales hacemos memoria. (Después de la enunciación de los nombres.) Santifica estas almas, tú que a todas las conoces. Santifica a todas aquellas que duermen en el Señor e introdúcelas en el número de tus santas virtudes y dales el puesto y la mansión en tu reino.

Acoge también la acción de gracias del pueblo y bendice a aquellos que han traído las ofrendas con sus acciones de gracias; concede santidad, incolumidad, alegría y todo progreso del alma y del cuerpo a todo este pueblo."

Doxología. — "Por tu unigénito Jesucristo en el Espíritu Santo, como era, es y será en las generaciones de las generaciones y por todos los siglos de los siglos"

 

La anáfora de Serapión no tiene la claridad, el vigor, la concatenación de los conceptos que se admiran en la de Hipólito. Esta desarrolla preferentemente el tema teológico, la alabanza al Padre. La parte que corresponde a Jesús está restringida a pocas palabras: "Fuiste (por Cristo) anunciado, demostrado, revelado a toda naturaleza creada"; pero, conforme a la regla tradicional, la narración de la institución se halla en el centro de la prez y constituye el nervio de todo el rito. Nótese cómo la commendatio de les elementos eucarísticos, que entra a formar parte de la anáfora; la anamnesis, apenas aludida, y, finalmente, la epiclesis van dirigidas al Logos, mientras que las también egipcias del papiro de Der-Belyzeh y de la liturgia de San Marcos se dirigen al Espíritu Santo. El Logos es invocado sobre las oblatas para transformarlas, como un día vino a María virgen para encarnarse. San Atanasio, amigo de Serapión, confirma tal fórmula epiclética. "Cuando — se dirige él a los elegidos — la gran oración y la sagrada súplica ha sido elevada a Dios, el Verbo desciende sobre el pan y sobre el cáliz y éstos se convierten en su cuerpo." La epiclesis del Verbo hace explícito aquello que se contiene en la narración de la institución y fila el momento de la consagración. Esta es la primera fórmula del género que encontramos en la historia litúrgica ordenada a producir la transformación espiritual del pan y del vino (epiclesis consecratoria) inserta después de la narración de la institución. Hay que revelar, finalmente, cómo la gran intercesión, que Serapión coloca al final, antes de la doxología final, en la liturgia de San Marcos es anticipada al Sanctus.

 

La tradición siríaca.

Antioquía, llamada la grande, la bella, por sus monumentos y sus escuelas, ocupa con Jerusalén uno de los puestos más conspicuos en!a historia cristiana de los primeros siglos. A principios de la era vulgar, los hebreos tenían una floreciente colonia y gozaban de derechos iguales que los de los griegos. Después de la persecución en la que cayó el protomártir San Esteban, los fieles de Jerusalén se refugiaron allí en gran número, y aquí fueron llamados por primera vez cristianos. San Pedro se estableció allí ciertamente y rigió por algún tiempo la comunidad. Antioquía fue el primer foco de irradiación evangélica en las regiones circunvecinas, y, consecuentemente, el centro litúrgico donde confluyeron las corrientes religiosas en la Iglesia primitiva, impregnadas todavía de hebraísmo.

Aunque nos faltan elementos seguros para conocer cuáles fueron en el siglo III sus particularidades espirituales y las de la iglesia sufragánea de Jerusalén, sin embargo, la liturgia titulada de Santiago y la de las llamadas Constituciones apostólicas permiten recoger suficientemente las grandes líneas de la antigua tradición anafórica siríaca, descendiente directa de la jerosolimitana, judaizante todavía. Bickell, en efecto, ha creído poder encontrar en el salmo 135, Confitemini Domino, del gran Hallel pascual, la serie de temas desarrollados por la anáfora de las Constituciones.

Para Jerusalén en particular poseemos una fuente de primer orden en la quinta catequesis mistagógica de San Cirilo de Jerusalén, dirigida por él en la semana pascual del 348; la cual, si bien no contiene el texto de la prez eucarística, nos da una amplia descripción, con la cual no es difícil reconstruir, si no La fórmula precisa, al menos cada una de sus partes. Esta acusa un desarrollo ulterior sobre las fórmulas del siglo III (añadidura del Sanctus y de la intercesión por los vivos y difuntos), a pesar de que San Cirilo la designe como una tradición, como quiera que sea, tiene la ventaja de traer al principio una fecha y un origen preciso.

Para integrar en una fórmula contemporánea o casi contemporánea el nexo de los conceptos expuestos por San Cirilo, tenemos la fortuna de poseer el texto de la anáfora de las llamadas Constituciones apostólicas, la cual sigue evidentemente todo el desarrollo. Las Constituciones apostólicas son, como es sabido, una gran compilación canónica en ocho libros, puesta bajo el nombre de San Clemente Romano, pero compuesta alrededor del 380 en la región de Antioquía sobre el ejemplo de varias obras antiguas, como la Didaché, la Didascalla, la Traditio. Una de las secciones más importantes — el libro 8, § 515 — contiene la descripción del rito de la misa según el esquema de la liturgia antioquena. En particular, la anáfora, muy prolija, se desarrolla con una solemnidad verdaderamente extraordinaria. Abraza dos grandes partes: el Ante Sanctus y el Post Sanctus. El Ante Sanctus, que lleva preferentemente La impronta del Antiguo Testamento y se deriva de fórmulas judías, se divide en cinco partes: 1) la glorificación de Dios Padre (teología); 2) la creación del mundo (cosmología); 3) la creación del ser humano y su caída (antropología); 4) los beneficios divinos sobre el pueblo elegido (historia); 5) la introducción al Sanctus.

El Post Sanctus, en cambio, es todo de contenido cristológico y constituye la parte originariamente cristiana de la anáfora. Se encuentra frecuentemente en la fraseología de la anáfora de San Hipólito.

Nosotros seguimos el texto de San Cirilo, y en letra menor, el de las Constituciones.

 

San Cirilo, después de haber aludido al lavatorio de las manos hecho por el celebrante y por los otros presbíteros y al siguiente ósculo de paz cambiado entre los fieles, escribe:

 

Prefacio. — "El sacerdote grita: ¡Arriba los corazones!...

Después, vosotros respondéis: ¡Los tenemos puestos en el Señor

Añade el sacerdote: ¡Demos gracias al Señor!

Después vosotros respondéis: ¡Las hemos dado al Señor!

Vosotros responded: ¡Es cosa digna y justa!"

 

Acción de Gracias. — "Después de esto, hacemos mención del cielo, y de la tierra, y del mar, y del sol, y de la luna, y de los astros, y de todas las criaturas racionales e irracionales, visibles e invisibles; de los ángeles, arcángeles, virtudes, dominaciones, principados, potestades, tronos; de los querubines; de los muchos rostros, según el dicho de David: Exaltad al Señor juntamente conmigo (Ps. 33:4). Hacemos también mención de los serafines de Isaías en el Espíritu Santo, dispuestos en círculo alrededor del trono de Dios en acto de cubrir con dos alas el rostro, y con otras dos, los pies, y extendidas al vuelo las otras dos, mientras decían: Santo, santo, santo es el Señor de Sabaoth (Is. 6:2). Por tanto, también nosotros, enseñados por ¡os serafines en la manera de unimos, proferimos esta alabanza de Dios junto con las milicias celestiales, a¡ cantar la gloria a Dios."

En las Constituciones apostólicas, el prefacio se abre con el saludo del celebrante: "La gracia de Dios omnipotente, y la caridad de nuestro Señor Jesucristo, y la comunicación del Espíritu Santo sea con todos vosotros."

Y después del diálogo antes referido, pone así la anáfora (Teología): "Verdaderamente es cosa justa dar alabanzas ante todo a ti, que eres el Dios verdadero, existente antes de toda criatura, del cual se deriva toda paternidad en el cielo y en la tierra (Eph. 3:15); tú único, no engendrado; tú sin principio, no sujeto a ninguna cosa ni a ningún soberano; tú, que de ninguna cosa tienes necesidad; distribuidor de todo bien., superior a.toda causa y fenómeno natural, que siempre eres idéntico a ti mismo y en ti mismo, del cual todas las naturalezas creadas proceden en la existencia como saliendo de un escondrijo cerrado (1 Cor. 8:6).

Ya que tú eres el conocimiento que no tiene principio, la visión perenne, el oído increado, la sabiduría no enseñada; primero por naturaleza, único por la existencia, superior por razón del número. Tu has producido todas las cosas de la nada por medio de tu unigénito Hijo, que has engendrado antes de todos los tiempos con tu poder, con tu bondad, sin intermediario, como tu Hijo único, Verbo, Dios, sabiduría viviente, primogénito de toda criatura, nuncio de tu gran consejo (Col. 1:15); tú sumo sacerdote, rey y Señor de toda naturaleza racional y sensible, que está delante de todo, del cual depende todo (Col. 1:17).

(Cosmología): Ya que tú, Dios eterno, criaste todas las cosas por medio de él y asistes por su medio a toda criatura con sabia providencia; por su medio, en efecto, les diste la existencia, y también por su medio les viene a ellas de ti todo bienestar.

Tú eres Dios y Padre de tu único Hijo; por medio de él creaste, antes de las otras cosas, los querubines y los serafines, los eones, las milicias, las virtudes, las potestades, los principados, los tronos, los arcángeles y los ángeles. Y después de éstos, creaste, por medio de él, todas las otras cosas de este mundo y cuanto hay en él.

Ya que eres tú el que con sólo tu voluntad has establecido el cielo como una bóveda y lo has escondido como un velo, y has colocado sobre el vacío la tierra (Is. 11:22; Ps. 103:2); que has fijado el firmamento y has hecho la noche y el día; que has sacado de sus penetrales la luz y has hecho descender poco a poco las tinieblas para el reposo de los vivos en la tierra; que has encendido el sol para dominar el día, y la luna para dominar la noche, y has trazado en el cielo el coro de las estrellas para alabanza de.tu grandeza; que has dado el agua para bebida y para lavar; el aire, para respirar y emitir la voz...; que has hecho el fuego para que ilumine las tinieblas y nos socorra en la necesidad de calentarnos e iluminarnos..."

Sigue una larguísima enumeración de las criaturas inanimadas — la tierra, los ríos, los montes, las plantas — y animadas — los animales, y después el hombre, del cual recuerda la creación, la caída, el castigo del diluvio, los beneficios dados al pueblo elegido (antropología e historia). Después continua, pasando a la introducción del Sanctus:

"Por todo esto, sea gloria a ti, Señor omnipotente. Te adoran las innumerables falanges de los ángeles, de los arcángeles, de los tronos, de las dominaciones, de los principados, de las potestades, de las virtudes, de los ejercitos y de los eones; te adoran los querubines y los serafines, que tienen seis alas; con dos se cubren los pies; con dos, el rostro; con dos vuelan (Is. 6:2); y, entre tanto, con los miles y miles de arcángeles y con las diez mil miríadas de ángeles, sin descanso y con perenne aclamación, repiten (lo dirá todo el pueblo junto):

Santo, santo, santo es el Señor de las virtudes. Lleno está el cielo y la tierra de su gloria; Bendito sea en los siglos. Amén."

 

Epiclesis y Consagración. — "A continuación — prosigue San Cirilo —, después de habernos santificado con estos cánticos espirituales, hacemos oración al benigno Dios para que mande al Espíritu Santo sobre las ofrendas puestas sobre la mesa, a fin de que convierta el pan en el cuerpo de Cristo, y el vino, en la sangre de Cristo; y que todo aquello que siente el contacto del Espíritu Santo sea santificado y transformado."

San Cirilo pasa en silencio el desenvolvimiento del tema cristológico en la anáfora unido a la narración e institución. Las Constituciones, en cambio, lo desarrollan ampliamente:

"(Después dirá el obispo): Santo eres tú verdaderamente y santísimo; altísimo eres tú y sobreexaltado en los siglos" (Dan. 3:28). Santo es también tu Hijo unigénito, el Señor nuestro, Jesucristo. El, en todo obediente a ti, su Dios y Padre, ya en la variada creación, ya en la conveniente providencia, no despreció al género humano en ruinas; sino que, después de la ley natural, después de las amonestaciones de la ley antigua, después de las proféticas llamadas y las angélicas embajadas..., él, creador del hombre, escogió tomar la naturaleza humana; él, legislador, se sometió a la ley; él, sacerdote, se hizo víctima; él, pastor, se hizo cordero.

Así te hacía propicio, Dios y Padre suyo; te reconciliaba con el mundo y nos libraba a todos de la inminente ira, naciendo de una virgen hecho carne el Dios y Verbo, Hijo predilecto, primogénito de toda criatura (Col. 1:15); según los vaticinios antiguamente pronunciados sobre sí mismo, nació de la descendencia de David (Rom. 1:3) y de Abrahán y de la tribu de Judá.

Engendrado virginalmente nació aquel que a todo lo que hace da vida; se hizo carne aquel que está sobre toda carne; fue engendrado en el tiempo aquel que es antes de todo tiempo. Vivió santamente, enseñó la ley, ó de los hombres toda enfermedad (Mt. 4:23), obró prodigios y maravillas entre el pueblo (Act. 5:12); tomó alimento y bebida y sueño aquel que nutre a cuantos necesitan de alimento; aquel que a todo viviente llena de bienestar, manifestó tu nombre (Ps. 144:16) a aquellos que lo ignoraban; disipó la ignorancia, suscitó la piedad, el ecutó tu querer; llevó a cumplimiento la obra que tú le confiaste (lo. 17:4). Realizadas todas estas obras, cayó en las manos de los impíos, cedió a la envidia de los falsos sacerdotes y archisacerdotes, a la traición de un pueblo perverso y enfermo de iniquidad.

Muchos sufrimientos soportó de ellos: estuvo sujeto a ignominia; permitiéndolo tú, fue llevado delante del procurador Pilatos; el Juez fue juzgado, el Salvador fue condenado, el que es impasible fue clavado en cruz; estuvo sujeto a la muerte el Inmortal por naturaleza; fue sepultado el que vivifica, a fin de que su dolor fuese nuestra medicina; su muerte fue vida de aquellos por los cuales había venido, a fin de que se rompiesen las cadenas del maligno y los hombres se librasen de su doblez. Después resucitó de la muerte al tercer día, estuvo cuarenta días con sus discípulos y, ascendido a los cielos, está sentado a tu diestra (Mc. 16:19), ¡oh Dios y Padre suyo!

Acordándonos, por tanto, de aquello que él por nosotros sufrió, te damos gracias, Dios omnipotente, no según la justa medida, sino según nuestro poder, y cumplimos su mandato. Ya que en la noche en la cual era entregado (1 Cor. 11:23), tomando el pan en sus santas e inocentes manos, elevados los ojos a ti, Dios y Padre suyo; lo partió y lo distribuyó a los discípulos, diciendo: Este es el misterio de la nueva alianza; tomad y comed; éste es mi cuerpo (Mt. 26:26), que fue entregado por la salud de muchos en remisión de los pecados. Igualmente tomó el cáliz (1 Cor. 11:25), mezcló vino con agua, lo bendijo y lo distribuyó entre ellos, diciendo: Bebed todos; que ésta es mi sangre, que se derrama por muchos en remisión de los pecados (Mt. 26:27). Esto haréis en memoria de mi; ya que cada vez que comáis este pan y bebáis de este cáliz anunciaréis mi muerte hasta que venga (1 Cor. 11:2526).

Acordándonos, por tanto, de su pasión y muerte, de su resurrección de entre los muertos, de su ascensión a los cielos y de su segunda venida futura..., nosotros te ofrecemos, soberano y Dios, según tu mandato, este pan y este cáliz y te damos gracias por medio de él (Col. 3:17), porque nos has hecho dignos de estar en tu presencia y realizar el ministerio sacerdotal.

Y te suplicamos que dirilas la mirada propicia sobre estas ofrendas traídas delante de ti, que de nada tienes necesidad, y te dignes complacerte por la gloria de tu Cristo y de mantener tu santo Espíritu sobre este sacrificio, como testimonio de los sufrimientos del Señor Jesús (1 Petr. 5:1), para que, transformado este pan en el cuerpo de tu Cristo y este cáliz en la sangre de tu Cristo, cuantos participan sean confirmados en la piedad, obtengan la remisión de sus pecados, sean preservados del maligno y de sus engaños, queden llenos del Espíritu Santo, sean dignos de tu Cristo, alcancen la vida eterna en tu plena reconciliación, ¡oh Soberano omnipotente!"

 

Memento de los Vivos.—"Después de haber realizado el sacrificio espiritual—continúa San Cirilo—como acto de culto incruento sobre aquella Víctima de propiciación, invocamos a Dios por la paz común de las iglesias, por la serena estabilidad del mundo" por los reyes, los soldados, los aliados; además, por los enfermos y por cuantos están oprimidos por la aflicción y, en general, por todos aquellos que tienen necesidad de ayuda; nosotros todos rezamos y ofrecemos este sacrificio."

He aquí cómo se desarrolla el tema de la intercesión en la anáfora de las Constituciones. "Además te rogamos, ¡oh Señor! por tu santa Iglesia, que se extiende del uno al otro confín de la tierra; aquella que has conquistado con la preciosa sangre (Act. 20:28) de tu Cristo, a fin de que la guardes ilesa y tranquila hasta el fin de los siglos.

Y (te rogamos) por todo el episcopado, que rectamente define la palabra de la verdad (2 Tim. 2:15). Te ruego también por mí, hombre mezquino, que ofrezco este sacrificio, por los presbíteros, por los diáconos y por todo el clero, a fin de que infundas en ellos la sabiduría y los llenes del Espíritu Santo.

También te rogamos, ¡oh Señor! por el soberano y por cuantos están revestidos de autoridad (1 Tim. 2:12); por todo el ejercito, a fin de que nuestro Estado se mantenga en paz y, transcurriendo en tranquilidad todo el tiempo de nuestra vida, podamos darte gloria a ti por medio de Jesucristo, que es nuestra esperanza (1 Tim. 1:1).

También te ofrecemos (este sacrificio) por todos los santos que partieron ya de esta vida y te agradaron: patriarcas, profetas, justos, apóstoles, mártires, confesores, lectores, cantores; por las vírgenes, las viudas, los laicos y todos aquellos cuyos nombres conoces.

Te ofrecemos también el sacrificio por este pueblo para que tú lo incluyas en alabanza de tu Cristo como real sacerdocio, como pueblo santo (1 Petr. 2:9); y por aquellos que viven en casta virginidad, por las viudas de la Iglesia, por aquellos que viven en legítima unión y engendran hijos; por los niños de este pueblo tuyo, a fin de que no permitas que alguno de nosotros incurra en tu condenación.

También te pedimos por esta ciudad y por cuantos habitan en ella; por los enfermé, por los oprimidos, por toda clase de esclavitud; por aquellos que fueron expulsados de la patria; por aquellos que fueron proscritos con la confiscación de sus bienes; por los navegantes y por aquellos que están de viaje, a fin de qué a todos concedas tu socorro y de todos seas awxiliador y defensor (Ps. 118:114)."

Y continúa la oración de intercesión a favor "de aquellos que nos odian y persiguen," de los catecúmenos, de los penitentes, de los paganos, de los ausentes, terminando con la doxología:

"Y que aquí, (¡oh Señor!), se tribute toda gloria, veneración, acción de gracias, amor y adoración al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo ahora y siempre y por los infinitos y sempiternos siglos de los siglos."

Y todo el pueblo responderá: "Amen."

 

Memento de los Difuntos. — "Después — prosigue San Cirilo — hacemos mención también de aquellos que se durmieron en el Señor; sobre iodo de los patriarcas, de los profetas, de los apóstoles, de los mártires, a fin de que Dios acola por sus oraciones y por su intercesión nuestra oración. Después también (hacemos mención) de nuestros santos padres, difuntos; de los obispos y, en general, de todos aquellos que entre nosotros han pasado de esta vida, porque creemos que esto sirve de gran ayuda a las almas por las cuales hacemos nuestra oración mientras la santa y augustísima Víctima yace sobre el altar."

El "Pater Noster." — "Después de esto, recitamos aquella oración que el Salvador enseñó a sus discípulos y con pura conciencia invocamos a Dios con el nombre de Padre, diciendo: Padre nuestro, que estás en los cielos..."

 

La Comunión. —"A ccntinuación, el sacerdote dice: Las cosas santas, a los santos... Vosotros respondéis: Uno solo es santo, uno solo es el Señor, Jesucristo." (Sigue el ritual de la comunión.)

 

La tradición de Edesa.

Podemos encentrar otros elementos interesantes para la antigua historia de la anáfora eucarística en la liturgia de la iglesia de Edesa.

La región de la cual esta ciudad era el centro, situada en las fronteras más orientales del Imperio, tuvo siempre una marcada autonomía o confluyeron en ella, más que en otras partes, las corrientes de las tradiciones y de la cultura semítica. Edesa no adoptó nunca la liturgia de Santiago, propia de la iglesia de Antioquía, sino la de los Santos Adeo y Maris, sus presuntos primeros evangelizadores, la cual se difundió ampliamente por las anáforas helenísticas y occidentales por el hecho de ser una liturgia semítica, es decir, marcada con las concepciones semíticas de sus primeros apóstoles, y por esto única en su género.

He aquí el texto:

 

Prefacio. — "Digno de ser alabado por boca de todos y de ser glorificado por todas las lenguas, digno de ser adorado y exaltado por toda criatura, es el adorable y glorioso nombre de tu gloriosa Trinidad, ¡oh Padre, oh Hijo, oh Espíritu Santo!

Ya que tú creaste el mundo con tu gracia, y sus habitantes con tu bondad, y salvaste al mundo con tu misericordia, concediendo tu gracia a los mortales."

 

Trisagio. — "Miles y miles de santos ángeles y un ejercito de seres espirituales, ministros de fuego y de espíritu, alaban tu nombre junto con los santos querubines y espirituales serafines, que ofrecen adoración a tu soberanía, aclamando y alabando incesantemente y cantando el uno al otro y diciendo: Santo, santo, santo el Señor Dios de los ejercitos; llenos están los cielos y la tierra de tu gloria y de la naturaleza de su ser y de la excelencia de su glorioso esplendor. Hosanna en las alturas; hosanna al Hijo de David; bendito el que vino y viene en nombre del Señor. Hosanna en las alturas; y con estas milicias celestiales."

 

Acción De Gracias. — "También nosotros te damos gracias, ¡oh Señor mío! nosotros tus siervos, débiles, frágiles y miserables, porque nos has dado una ayuda mayor de lo que se puede imaginar, vivificando nuestra humanidad con tu divinidad, exaltando nuestro bajo estado y restaurando lo caído, y levantando nuestra mortalidad, olvidando nuestras culpas, justificando nuestras faltas, iluminando nuestras mentes; tú, Señor y Dios nuestro, has condenado a nuestros enemigos y asegurado la victoria a la debilidad de nuestra frágil naturaleza con la sobreabundante misericordia de tu gracia."

 

Institución Eucarística. — ‘Y nosotros también, ¡oh Señor mío! nosotros, tus débiles, frágiles y miserables siervos, que nos hemos reunido en tu nombre y estamos delante de ti y hemos recibido por tradición el ejemplo que nos has dado... alegrándose, glorificando, exaltando y conmemorando esta [grande, dramática, santa y vivificante reproducción de la pasión, muerte, sepultura y resurrección de nuestro Señor y salvador nuestro Jesucristo."

 

Epiclesis. — "Descienda, ¡oh Señor mío! tu Santo Espíritu y repose sobre esta oblación de tus siervos; bendícela y conságrala, a fin de que sea para nosotros, ¡oh Señor mío! perdón de las ofensas y remisión de los pecados y gran esperanza en la resurrección de los muertos y en una nueva vida en el reino de los cielos, junto con todos aquellos que fueron agradables a tus ojos."

 

Doxología. — "Por toda esta maravillosa dispensación (de bienes que nos haces), te damos gracias y te alabamos incesantemente en tu Iglesia, redimida por la preciosa sangre de tu Cristo, con la boca abierta y la frente elevada, alabando, honrando, adorando, confesando tu viviente y vivificante nombre ahora y siempre por los siglos de los siglos."

La anáfora de los Santos Adeo y Maris, a pesar de cierta antigüedad en la frase, no va dirigida al Hijo, como quieren algunos, sino a Dios, designado con un término semítico, frecuente en la antigua eucología judaicocristiana: "nombre" (— majestad, potencia de Dios). La dedicación actual a la Trinidad fue añadida cuando fue inserta la anáfora en la alabanza angélica con su breve preámbulo. Falta el texto escrito de la narración de la institución, omitida, sin duda, por un temor reverencial, muy común en las liturgias del Oriente. Este, sin embargo, era recitado por el celebrante precisamente en el punto donde se habla del ejemplo dado por el Señor e impuesto a los apóstoles: Hoc jacite... A la institución eucarística alude, por lo demás, la fórmula de la anamnesis, que la sigue inmediatamente. Ahora debe ser claro el sentido consacratorio de la epiclesis del Espíritu Santo, con el cual se cierra la anáfora.

 

Conclusión.

El análisis de los formularios anaforales más antiguos y representativos de los siglos III-IV nos permite deducir qué conceptos fundamentales se encuentran en todos, y como tales podemos creer que forman parte de la gran tradición anafórica primitiva:

 

a) Un prólogo o prefacio dialogado entre el celebrante y les asistentes, que propone el tema eucarístico de la anáfora.

b) Un tema inicial de acción de gracias a Dios por sus beneficios sobre el mundo, comenzando desde la creación, etcétera, desarrollado según el ejemplo de análogas fórmulas hebreas. La liturgia antioquena y hagiopolita presentan el tipo más completo.

c) Un tema sucesivo, unido con el precedente, de acción de gracias por la obra de la redención, realizada por medio de Cristo y culminada en su pasión y muerte. El mejor ejemplo lo presenta la anáfora de San Hipólito, desprovista por lo demás, bajo el clima latino, de las prolilas reminiscencias hebreas y toda ella fuerte y sólidamente encuadrada en el tema cristológico.

d) Una narración detallada de la institución eucarística, que tuvo lugar en la última cena, la cual forma regularmente el centro de la anáfora y se presenta como el objetivo principal de todo el rito.

e) Una anamnesis, es decir, una explícita conmemoración memorial o representación de la pasión y muerte redentora de Cristo.

f) Una epiclesis o bien una evocación tácita o expresa del Espíritu Santo para que descienda sobre los elementos del pan y del vino y los transforme en el cuerpo y en la sangre de Cristo. En algunas anáforas precede la narración de la institución; en otras la sigue. En las egipcias (Serapión y probablemente en la del papiro de Dér-Bel yzeh) existen ambas. En la de Hipólito falta.

g) Una súplica para impetrar la eficacia de los frutos de la comunión en esta y en la vida futura en favor de aquellos que participarán en aquélla.

h) Una doxología final, concluida por la asamblea con la respuesta: Amen.

 

Elementos no comunes que en Oriente al final del siglo III o a principios del IV comienzan a insinuarse en la anáfora son:

a) Una commendatio de las ofrendas inmediatamente entes de la consagración (anáfora de Serapión).

b) Una oración intercesoria por los vivos y difuntos, puesta, para mayor eficacia, después de la consagración (anáfora de Serapión, de San Cirilo de Jerusalén, de las Constituciones, de Santiago).

c) El trisagio, con el relativo preámbulo de la alabanza angélica y de los serafines. Fue introducido primeramente en Alejandría al final del siglo III, y desde allí se difundió a todas las iglesias de Oriente, para pasar de Siria a las Galias, Italia y, finalmente, a Roma, pero no antes del siglo V.

 

Por último es importante observar cómo del examen comparativo de las antiguas anáforas eucarísticas, o sea de los elementos más íntimos y substanciales del culto cristiano, alcanzó en seguida un resultado y se impuso con una lógica irrefutable: la constatación de la esencial unidad litúrgica que se encuentra en todas ellas a la distancia de más de tres siglos. La uniformidad de concepto y de ritual por ellas presentada demuestra claramente que todas provienen de un único germen, el creado por Cristo y entregado por él a la Iglesia; germen que ha sido transmitido por los apóstoles y se ha desarrollado, bajo la acción del Espíritu Santo, en los varios centros religiosos de la tierra, pero que ha mantenido constantemente su autenticidad substancial. La variedad de los tipos anafóricos no es una contraprueba; éstos más bien han asimilado los elementos externos, secundarios, formales, que han podido darles un aspecto de variada belleza, pero que no han cambiado la divina substancia.

 

Los Comienzos del Canon Romano.

La primera alusión a nuestro actual canon se encuentra, poco después de la mitad del siglo IV, en una pequeña obra anónima, Quaestiones Veteris et Novi Testamenti, escrita alrededor del 370-74, según parece, por un romano contemporáneo del papa San Dámaso (366-384). Queriendo probar una tesis suya muy extraña, la de que Melquisedec ha sido una teofanía del Espíritu Santo, escribe: Similiter et Spiritus sanctus, quasi antistes, sacerdos appellatus est excelsi Del, non summus, sicut nostri in Oblatione praesumunt. La alusión a la frase del canon romano summus sacerdos tuus Melchisedech es no sólo evidente, sino que la crítica que el anónimo hace del epíteto summus aplicado a Melquisedec del a suponer que la fórmula criticada no era muy antigua, más aún, era casi una novedad introducida hacía poco en el uso litúrgico.

Una segunda mención del canon, y ésta es la más importante, se encuentra en el tratado De sacramentis, escrito alrededor de 338 por San Ambrosio (+ 396). Explicando a los neófitos la liturgia de la misa, el santo Obispo alude ante todo a la parte del canon que precede a la consagración.

 

Los comienzos de nuestro canon podemos resumirlos, por tanto, con mucha probabilidad así: alrededor de la mitad del siglo IV, o lo más tarde en los primeros años del pontificado del papa San Dámaso (366-384), cuando con la paz se fue reorganizando todo en la Iglesia, también la prez eucarística, punto esencial de la liturgia, recibió un nuevo acoplamiento. Debió intervenir o sugerirlo, sin embargo, algún factor particular, y éste fue probablemente el desarrollo siempre mayor que, con el afluir de masas cada vez mayores de fieles, iba recibiendo el ritual de la ofrenda. Sabemos que en Roma, como en otras partes, éste tomó en seguida un desarrollo tan extraordinario, que llegó a aparecer como la parte más importante y más pomposa de la misa. Nada maravilla el que se sintiese la conveniencia de ponerlo de relieve también en la solemne fórmula de) sacrificio.

La tesitura de la nueva prez eucarística no podía, naturalmente, romper con la tradición anafórica romana del siglo precedente. Debió conservar el esquema hipolitano, de base teológica y cristológica; laudes Deo deferuntur, así la caracteriza San Ambrosio; pero se introdujo oportunamente un nuevo elemento, sacado de la zona del ofertorio: la commendatio oblationis a Dios, seguida lógicamente de una oración intercesoria por todos los oferentes. Este orden de fórmulas en la prez lo confirma un documento algo posterior, que atestigua una práctica fijada hacía tiempo: la famosa carta del papa Inocencio I, escrita en el 416 a Decencio, obispo de Gubio, el cual le había preguntado sobre el puesto a asignar en la misa a la recitación de los nombres (dípticos). El papa insiste en que éstos no deben leerse antes del canon (como era, por lo demás, el uso antiguo, mantenido fuera de Roma), y por esto no antes de que en sus ofrendas se haya hecho la commendatio a Dios; de manera que los dones y los nombres de los oferentes se recitan y recomiendan a Dios ínter ipsa mysteria.

El autor de la nueva prez exceptúa la disertación de la Commendatio oblationis y de la intercesión general; se atiene, en cuanto al resto, al orden de la tradicional anáfora romana. A la narración de la institución ha hecho seguir la anamnesis, la oblación a Dios del sacrificio y la doxología final.

En esta época, el trisagio con el preámbulo de la alabanza angélica no entraba todavía en la ordenación de la prez romana. Fue introducido alrededor de la mitad del siglo V, al principio quizá de forma esporádica, para alguna ocasión especial, después como elemento estable. Su inserción inmediatamente antes de la Commendatio aportó una primera penetración en La composición organizada y lineal del canon primitivo. El trisagio interrumpió y en parte desvió el nexo lógico de los conceptos y contribuyó a reducir, de manera más o menos amplia, el desenvolvimiento de la parte teocristológica, que quedó limitada a la fórmula proemial y a una parte del prefacio.

Otros elementos entonces todavía desconocidos por la anáfora romana e introducidos más tarde son el Communfcantes y su relativo Nobis quoque peccatoribus y las fórmulas del Memento de los difuntos y del Hanc igítur, recitadas solamente, como decíamos, en ciertas ocasiones particulares. He aquí, según nuestro parecer, cómo debía aparecer en sus grandes líneas el texto arcaico del canon romano.

 

Una Tentativa de Reconstrucción del Canon Arcaico.

 

Los criterios.

Para mayor claridad, hemos osado intentar una reconstrucción sirviéndonos de los datos y de los documentos antes citados; pero tenemos que exhibir la fórmula textual del canon para declararlo, sin ninguna pretensión, salvo por lo que respecta a las citaciones del De sacramentis. Nosotros pretendemos solamente proponer, con textos pertenecientes al siglo IV, la sucesión lógica de los conceptos que debían probablemente sucederse en el desenvolvimiento de la arcaica anáfora romana. Para suplir, por tanto, la parte prefacial, hemos recurrido al segundo de los dos fragmentos eucarísticos descubiertos por Mai, que desenvuelve precisamente, de manera noble y eficaz, el tema teocristológico tradicional. Este precioso fragmento de anáfora pertenece litúrgicamente al final del siglo IV, porque le falta todavía el Sanctus. No tenemos prueba absoluta de que sea precisamente de Roma, pero el tenor y el orden de su formulario (el cual se interrumpe al principio de la intercesión) son ciertamente romanos. Naturalmente, insertándolo en la reconstrucción de la prez, no se puede asegurar que en realidad formase parte de ella, si bien el desconocido autor, arriano según parece, dice expresamente que lo recitaban los católicos en sus oblaciones. Después, el paso del prefacio a la Commendatio oblationis lo hemos sacado de una fórmula del Líber Ordinum mozárabe, señalada por Connolly, y sacada ciertamente, como él piensa, del arcaico canon romano. Le falta, en efecto, aquella mayor exactitud de frase que le añadió más tarde la refusión del papa Gelasio.

Para suplir después de la anamnesis la fórmula Et petimus et precamur del De sacrarnentis que, a nuestro parecer, debía concluirse con una epiclesis explícita, hemos recurrido al texto de una postsecreta del misal gótico, emparentada visiblemente con el canon primitivo; y para final de la fórmula misma, a otra postsecreta del mismo misal.

En este asunto es de gran ayuda observar que muchos textos entre los más antiguos, tanto orientales como occidentales, paralelos a la segunda parte de la fórmula epiclética Supplices, piden, como fruto de la percepción del cuerpo y la sangre de Cristo, la gracia de la unión de los fieles en la calidad y, al final, la admisión en la vida eterna; dos conceptos que faltan en la frase conclusiva de nuestro canon, la cual se limita a decir genéricamente: omni fcenedíctione caelesti et gratia repleamur. Puede juzgarse como probable que la final arcaica del Supplices, con la petición de la vida eterna, ha sido substituida por la actual después de que un pensamiento análogo se había introducido en el Nobis quoque, donde se dice: Nobisque partem aliquam et societatem donare digneris cum tuis sanctis apostolis et martyirbus. Botíe opina que la frase ut quotquot ex hac... es residuo de una oración ya recitada durante la fracción, que se insertó después en la reorganización de esta parte de la misa.

Ponemos aparte el texto de la prez, recitada por el celebrante, y las fórmulas dipticales propias del diácono, sacándolas del canon gregoriano, pero ciertamente mucho más antiguas. Durante su lectura, el celebrante suspendía su oración y esperaba el fina! en silencio; el gelasiano lo declara taxativamente

 

El Autor del Canon.

El texto del antiguo canon de la iglesia romana, que substancialmente hemos intentado reconstruir, si bien se halla ausente de aquella decidida ejecución de frase y de período que será característica de las grandes fórmulas litúrgicas del siglo V, posee un desarrollo lógico y una expresión formal no indigna de la tradición eucológica de Roma.

Decimos esto en la hipótesis, hasta ahora la más plausible, de que haya sido compilado en Roma. Ya que no hay que olvidar que, según algunos modernos liturgistas, nuestro canon pudo haber sido escrito en un principio para la iglesia de Milán (y el De sacramentis sería un eco directo), y de allí trasladado y aceptado después en Roma. La idea, por ahora simple conjetura, adquiriría un valor positivo cuando se consiguiese personalizar al llamado Ambrosiáster, el anónimo autor de las Quaestiones Vet. et Novi Testamenti, y precisar a qué sacerdotes quiso referirse cuando escribía: Sicut nostri in oblatione praesumunt. c Eran los sacerdotes de Rema o de Milán? Según nuestro parecer, sin embargo, si San Ambrosio hubiese conocido que el canon per él recomendado era de origen milanés, no habría insistido tanto sobre la romanidad de la propia liturgia.

Nos es desconocido el autor del canon. Morin ha hecho notar que Fírmico Materno, un abogado siciliano convertido en el 337, en las Consultationes Apollonii et Zachaei a él atribuidas, usa una fraseología tan hierática, que más de una página recuerda al leoniano; por lo cual no sería infundada la hipótesis de que la autoridad eclesiástica le hubiese invitado a una colaboración litúrgica, haciéndole componer quizá también el texto de la prez. Pero la conjetura es demasiado vaga. San Gregorio, en la conocida carta a Juan de Siracusa, atribuye la prez — si con este nombre pretendía referirse al canon — a un cierto scholasticus, es decir, según la terminología jurídica, a un literato de profesión, sin precisar más, y esto probablemente porque no sabía más que nosotros. De todos modos, cualquiera que haya sido, hay que reconocer que el compositor cumplió honorablemente su empeño, exponiendo el texto de la nueva anáfora romana en lengua latina, en forma menos elegante, si se quiere más sobria y conceptuosa, teniendo ciertamente delante de los ojos las anáforas orientales, sobre todo las de tipo alejandrino, de las cuales entresacó conceptos y frases; pero la ordenación sistemática de la prez tuvo un sello romano y original. Se podía añadir que aquél en ella ha sabido fundir, en feliz concordancia, la antigua liturgia de Roma con las veneradas tradiciones anafóricas de las iglesias de Oriente.

 

Esto es cuanto puede decirse sobre el particular con alguna certeza en la hipótesis, la más probable sin duda, de que la iglesia romana haya adoptado una prez única, canónica. Ya que, como observábamos antes, no se puede excluir de manera absoluta el que circulasen otros tipos de prez, si no en Roma, al menos en los centros vecinos más importantes. Mario Victorino, rétor en Roma alrededor del 357, cita la frase Munda tibi populum circumvitalem, aemulatorem bonorum operum, circa tuam substaniiam venientem, y la hace preceder de las palabras sicuti in oblatione dicitur7. Más abajo reproduce la misma frase en griego. Ahora bien: ningún texto litúrgico conocido tiene relación con las palabras referidas, que pertenecían probablemente a una prez itálica desaparecida. También los dos fragmentos de Mai se presentan como dos diversas redacciones de un mismo tipo de prez eucarística. Esto, por lo demás, está conforme con la costumbre de las iglesias orientales, las cuales, aun en el ámbito de una misma provincia litúrgica, han continuado durante muchos siglos redactando anáforas del mismo tipo.

Ayuda, sin embargo, el observar que, si alguna duda puede surgir en cuanto al uso occidental, éste hay que limitarlo estrictamente al siglo IV. Ya que San Ambrosio, en el De sacramentis, alude claramente a una única fórmula consagratoria en vigor, y cincuenta años después (538), el papa Vigilio, escribiendo a Profuturo de Braga, le hace recordar cómo en Roma se solía semper eodem tenore oblata Deo muñera consecrare, y llama al canon canónica prex, precedida ex apostólica traditione.

 

Los Desarrollos del Canon.

El primero, y quizá el más notable, lo tuvo con la introducción del epinicio, inserto antes de la Commendatio oblationis. Roma fue la última de las iglesias de Occidente en admitirlo en su prez: y, según una conjetura de Dix, lo derivó directamente de la liturgia de Antioquía, en la cual la fórmula angélica era Sanctus... Dominus Deus Sabaoth, mientras en Alejandría y en Jerusalén se decía: Sanctus... Dominus Sabaoth. No es posible, por falta de dates precisos, determinar cuándo lo acogió Roma; podemos sostener como fecha aproximada el período entre la muerte de Inocencio I (+ 417) y el pontificado de San León (446-460). Si se quisiese sugerir un nombre, podría ser el de Sixto 111 (432-440), el cual después del concilio de Efeso (431) debió recoger en Roma el eco de tantas voces de las iglesias de Oriente.

La inserción del epinicio, con el relativo canto del pueblo, llevó a consecuencias litúrgicas importantes. Obligó a suprimir o a reducir notablemente una parte del tema teocristológico inicial de la prez; la dividió de hecho en dos partes, que en seguida se consideraron separadas e independientes (prefaciocanon); permitió la transformación del prefacio, de tema exclusivo e invariable de acción de gracias, en una fórmula embolística, al menos parcialmente, a tono con el misterio o la solemnidad santoral del día. Por ultimo, hizo acuñar aquella frase Te igitur clementissime Pater, per lesum Christum D. N. supplices rogamus ac permus, que, sirviendo como lazo de unión entre el Sanctus y la Commendatio, unió oportunamente la prez, interrumpida por el canto del epinicio, con su protocolo inicial: Domine sánete Pater omnipotens...

La introducción en los dípticos de las fórmulas Communicantes y Nobis quoque peccatoribus fue una etapa ulterior en el camino evolutivo del canon. Destinada la primera a conmemorar a María Santísima, Madre de Dios, junto con los santos apóstoles Pedro y Pablo y los principales mártires romanos, fue compilada muy probablemente por San León I sobre el ejemplo de una oración análoga de la liturgia antioquena de Santiago. Al mismo santo Pontífice se deben también los embolismos del Communicantes, titulados en los sacramentarlos infra actionem, para recitarlos en las principales solemnidades. Algunos de ellos, sin embargo, sufrieron retoques en la época gregoriana.

También la fórmula Hanc igitur se debe probablemente a San León. Hemos dicho ya, en el comentario del canon, algo de su carácter advenedizo; por lo cual, dado su particular destino, no entraba generalmente en la recitación ordinaria del formulario diptical. Sólo más tarde, bajo Gregorio Magno, perdido quizá su significado específico, fue incorporada probablemente en el canon, dándole un sentido genérico, pero obteniendo como resultado una repetición de la Commendatio.

Recordamos, por último, ía frase sanctum sacrificium, immaculatam hostiam, añadida también por San León a la fórmula que conmemora el sacrificio de Melquisedec, y el texto del Memento de los difuntos, que no entró a formar establemente parte del canon antes del siglo IX.

 

La Refusión del Canon.

El texto arcaico de la prez fue durante casi dos siglos el canon actionis de la iglesia romana, la cual, perdida la memoria de su origen, lo conservó y veneró como una reliquia de la liturgia apostólica. Esto no impidió que los papas hiciesen los retoques y las añadiduras que más tarde fuesen sometidas a una revisión.

Nos son desconocidos los motivos que han inducido a la Iglesia a una tal reforma; pero podemos probablemente entreverlos comparando el texto arcaico del De sacramentas con el gregoriano. Se deduce fácilmente que el que procedió a la refusión de la prez obedeció a algunas tendencias, que podemos precisar así:

 

a) Una tendencia teológica, que miraba a substituir los "anticuados," como en el Quam oblationem la frase pro nostra omniumque salute; la doxología, demasiado complicada, y que miraba también a eliminar fórmulas sujetas a discusión, como la epiclesis y la segunda venida en la anamnesis.

b) Una tendencia litúrgica, con el fin de dar mayor relieve a la consagración, haciéndola el centro de la adió. El haber separado los dos mementos con sus embolismos, colocándolos, respectivamente, antes y después de la consagración, es una prueba.

c) Una tendencia literaria, cuidando mayormente de la euritmia y la elegancia de la frase y desarrollando más ampliamente el pensamiento con simetría y paralelismo de miembros con una mayor trabazón entre ellos, aunque todo esto resultase con desventaja de la simplicidad primitiva. Un ejemplo característico nos lo da la fórmula Unde et memores, que el De sacramentis muestra toda seguida, bien unida en sus partes, mientras en el texto gregoriano se halla diluida en tres oraciones distintas. Se diría también que en las dos partes de la narración de la institución, el corrector no sólo ha querido disponer cada uno de los miembros del período en cierta armónica correlación, sino que le ha querido dar un color dramático, como en las frases Hunc praeclarum calicem; Aetern íestamenti; Mysterium Fidel Sin embargo, algunos vocablos fueron poco acertados, como el epíteto beatae a la pasión de Cristo, substituido con el gloriosissirnae del canon arcaico, y el final del Supplices, que auguraba la unidad y el fruto del premio eterno, substituida con una genérica bendición y gracia.

Y en el pasivo de esta refusión de la prez debemos también anotar que la antigua unidad del canon quedó rota con la inserción de conclusiones incidentales y de alguna fórmula, como el Per quem haec omnia, que, turbando la continuidad lógica, le dieron un aspecto de incoherencia y de confusión.

¿Cuándo tuvo lugar este cambio de la prez? La respuesta por ahora es imposible darla; pero nosotros creemos, con Wilmart, que no se está lejos de la verdad asignándolo a la época del papa Gelasio (492-496), al cual una antigua tradición atribuye la codificación de los usos litúrgicos romanos; el misal de Stowe (s. VII) le atribuye, sin más, la paternidad del canon: Canon dominicus papae Gelasii. Digamos, sin embargo, que acaso también San Gregorio puso la mano en aquél, y no sólo el famoso inciso diesque nostros... Fue ésta de todos modos la última mano dada al canon de Roma, y desde entonces, excepto las insensibles variantes aludidas en su lugar, quedó invariable en los siglos.

 

 

4. La Comunión.

 

El "Pater Noster."

 

Oremus..

Praeceptis salutaribus mo niti et divina institutione formati, audemus dicere:

Pater noster, qui es in caelis,

sanctificetur nomen tuum,

adveniat regnum tuum,

fiat voluntas tua sicut in cae

lo et in térra; panem nostrum quotidianum

da nobis hodie, et dimitte nobis debita nos

ira sicut et nos dimittimus

debitoribus nostris,

et ne nos inducas in tentationem, sed libera nos a malo.

(Amen.)

 

Libera, nos, quaesumus, Domine, ab ómnibus malis praeteritis, praesentibus et futuris; et intercedente beata et gloriosa semp'er Virgine Dei genitrice Μaria, cum beatis apostolis tuis Petro et Paulo atque Andrea, et ómnibus Sanctis, da propitius pacem ín diebus nostris; ut ope misericordiae tuae adiuti, et a peccato simus semper liberi et ab omni perturbatione securf. Per eumdem Dominum nostrum lesum Christum Fi lium íuum, qui tecum, vivit et regnat in unitate Spiritus Sancti, Deus, per omnia saecula saeculorwn. Amen.

Oremos.

Exhortados por un mandato saludable y amaestrados por la enseñanza divina, nos atrevemos a decir:

Padre nuestro, que estás en los cielos,

santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino llágase tu voluntad, así en la

tierra como en el cielo; el pan nuestro de cada día

dánosle hoy;

perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores,

y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal.

(Así sea.)

Líbranos, te rogamos, ¡oh Señor! de todos los males pasados, presentes y futuros, y por intercesión de la bienaventurada y gloriosa siempre virgen María, Madre de Dios, y de tus bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y Andrés y de todos los santos, da propicio la paz en nuestros días, a fin de que, ayudados con el socorro de cu gracia, vivamos siempre inmunes del pecado y seguros de toda turbación. Por el mismo Señor nuestro, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo, Dios por los siglos de los siglos. Así sea.

 

La oración dominical (dominica oratio) se presenta aquí como lazo de unión entre el canon y el rito de la comunión. Podemos con probabilidad creer que precisamente con vistas a esto fue introducida en la misa, sea por la alusión al perdón de los pecados, ut his verbis — como observa San Agustín — Iota facie ad altare accedamus, sea por aquella petición del pan cotidiano, que los Padres han entendido siempre también en sentido espiritual. Desde este punto, encontramos la primera referencia cierta a la misa en un pasaje de San Cipriano: Hunc autem panern dari nobis cotidie postulamus, ne, qui in Christo sumus et eucharistiam eius cotidie ad cibum salutis accipimus, intercedente aliquo graviore delicio., a Christi corpore separemur. El uso africano está confirmado por San Optato de Mileto, el cual, escribiendo alrededor del 370, afirma que los donatistas decían en la misa antes de la comunión el Pater noster: Ínter vicina momenta, dum manus imponitis et delicia donatis, mox ad altare conversi, dominicam orationem praetermittere non potestis. Ahora bien: si tenemos en cuenta que su cisma se remonta por lo menos al 310, quiere decir que tal práctica se relaciona con la época de San Cipriano. Más tarde, San Agustín alude no menos explícitamente: In celebratione Sacramentorum... benedicitur (quod est in Domini mensa) et sanctificatur et ad distribuendum comminuitur, quam totam petitionem fere omnis Ecclesia dominica oratione concludit. De los pasajes referidos, puede deducirse casi con certeza que el Pater en África se recitaba después de la fracción, es decir, inmediatamente antes de la comunión. Tal es todavía hoy el uso de la iglesia ambrosiana.

En Oriente, en la primera mitad del siglo IV sólo Jerusalén admitía el Pater en la misa. San Cirilo en su quinta catequesis mistagógica lo pone después del canon y siguientes oraciones intercesorias por los vivos y difuntos; dicho el Pater, se realiza en seguida la comunión. Poco tiempo después lo admitió la liturgia de Antioquía, según testimonio del Crisóstomo, y la de Alejandría.

En Occidente sólo para Milán tenemos al final del siglo IV el testimonio explícito de San Ambrosio. En el De sacramentis, después de aludir a la consagración, añade: In oratione dominica, quae postea sequitur ait: "Panem nostrum.".. En cuanto al uso romano, las probabilidades son ciertamente afirmativas, si bien la Traditio no hace mención ni después de ella otros escritores romanos. A menos que no queramos computárselo a San Jerónimo, a tono sin duda con los usos litúrgicos de Roma, el cual en su Diálogo contra los pelagianos, compuesto en Belén el 415, pocos años antes de morir, hace remontar a los mismos apóstoles la recitación del Pater durante el sacrificio: Síc docuit apostólos suos, ut quotidie, in corporis illius sacrificio, credentes audeant loqui, "Pater noster.".. Después, el hecho de encontrarlo en Milán al lado del canon de Roma es demasiado significativo. Por lo demás, si entre las pocas iglesias (y se diría de escasa importancia) que, al decir de San Agustín, no recitaban el Pater en la misa hubiese estado también Roma, la iglesia madre del mundo, el santo Doctor lo habría declarado.

Un atento examen de las expresiones gregorianas nos hace pensar que la controversia surgida acerca del Pater no miraba tanto al hecho de haberlo introducido en la misa cuanto al haberlo cambiado de lugar. El, en efecto, después de apoyarse en la costumbre apostólica, verdadera o presunta, de consagrar ad ipsam solummodo orationem (el Pater), es decir, como ya hemos demostrado, de asociar a las palabras de la institución, establecidas por Cristo, la recitación del Pater, hace resaltar que (con motivo de los ritos de la fracción, de la conmixtión y de la bendición del pueblo, insinuadas en el intervalo entre el canon y la comunión) tal recitación no tenía lugar ya, presentes sobre el altar los elementos eucarísticos, no sucediendo esto con la oración del canon, compuesta no por Cristo, sino por un literato (scholasticus). Por esto, San Gregorio, considerando el Pater casi como un complemento de las fórmulas consagratorias, quiso unirlo a la prez, conforme al uso apostólico, a pesar de que, en realidad, lo sacaba de su raíz tradicional, la comunión. No sabemos si él pretendía conformar, con tanta exposición, la práctica litúrgica de Roma con la de Constantinopla y la de las otras iglesias orientales. San Gregorio, sin embargo, lo excluye, porque se disculpa de no haber querido imitar a nadie, en particular a los griegos.

De todos modos, de cualquier manera que se quiera interpretar la carta antes expuesta, es cierto que San Gregorio se ocupó del Pater en la misa, modificando de alguna manera las relaciones con los ritos ambientales. Cabrol hace también remontar a él la melodía más rica, prescrita todavía por el misal, cuyas cadencias rítmicas reclaman el cursus propio de las fórmulas entre los siglos V y VII.

 

San Gregorio nos informa además que mientras entre los griegos el Pater lo recitaban en voz alta todos los fieles, en Roma lo decía el sacerdote solo. No podemos decir si desde entonces el pueblo le respondía, como hacemos todavía, con la última petición: Sed libera nos a malo; es muy probable, porque San Benito (529) ya lo prescribe en su Regla. También en África, el Pater era una fórmula reservada al sacerdote; San Agustín lo da fácilmente a entender: In ecclesia, ad altare Dei, quotidie dicitur Dominica oratio et audiunt illam fideles...; si quis vestrum non poterit ¿enere Oerecíe, audiendo quotidie ienebit. El mismo santo Doctor hace notar varias veces que, a las palabras dimitie nobis, todos solían golpearse el pecho: Tundentes pectora dicimus: "Dimitte nobis debita nosíra"; quod nos quoque antistites ad altare assistentcs cum ómnibus facimus.

El Amen final, que falta en los manuscritos más antiguos de los Evangelios, es ahora añadido en voz bala por el sacerdote después de la respuesta del pueblo: Sed libera nos a malo, pero es un uso introducido por primera vez alrededor del siglo X.

Ayuda, por otra parte, además, recordar que la Didaché hace seguir a la última petición una fórmula doxológica de manifiesto carácter litúrgico: aporque tuyo es el poder y la gloria en los siglos de los siglos." Un final parecido se encuentra también en varias liturgias orientales; y quizá también en Milán y en Roma, si la doxología citada por el De sacramentis (6:24) se halla en relación con el texto de la oración dominical, que la precede. Esta fue suprimida cuando le fue añadido el actual embolismo, Libera nos a malo. La fórmula del Pater en la misa va encuadrada por un prólogo, que reclama la institución divina, y un epílogo o embolismo, que desarrolla y comenta la última petición. San Cipriano alude ya a un preámbulo que introducía el texto de la oración de Jesús: Dominus ínter cociera sua mónita et praecepta divina, quibus populo sao consuluit ad salutem, etiam orandi ipse formam dedil, ipse quid precaremur monuit et instruxit. La frase, sin embargo, audemus dicere aparece más tarde; probablemente por un influjo de la liturgia bautismal, cuando los neófitos, hijos ya adoptivos de Dios, podían "atreverse" a llamar Padre a su Dios. San Agustín ya la conoce; más aún, del a suponer que la fórmula protocolaria, en uso hacía tiempo, era muy semejante a la nuestra: Audemus quotidie dicere: Adveniat regnum tuum. Todas las liturgias han adoptado el tipo con una fraseología casi uniforme.

 

El embolismo que sigue a la oración dominical, que tiene su origen en su final doxológico, se debe probablemente a la pluma de San Gregorio; éste se encuentra ya en el gelasiano. La insistencia con que se pide el don de la paz y se prepara a la siguiente ceremonia del beso de paz exige naturalmente la cláusula por él añadida al canon: diesque nostros in íua pace disponas. También la mención del único apóstol, Andrés, después de los Santos Pedro y Pablo fue atribuida a San Gregorio Magno, el cual vivió durante largos años en el monasterio de San Andrés, en el monte Celio. En realidad no es ésta una prueba suficiente para considerarlo como una añadidura gregoriana; tanto más si se considera que San Andrés desde el siglo V tuvo culto y veneración en Roma, traído de Constantinopla, y que todavía gozaba, antes de San Gregorio, de amplia fama la legendaria carta de los presbíteros y diáconos de Acaya, en la cual se atribuía al apóstol el martirio de la crucifixión, como a San Pedro, su hermano.

En este punto del embolismo, la antigua rúbrica permitía añadir otros santos ad libitum. Hic — dice el IV OR (después de Andreae) sacerdos nominatim quales voluerit sanctos vel quantos, commemorat. Se mencionaban particularmente San Miguel, San Juan Bautista, San Esteban y el patrono titular del monasterio o de la diócesis.

También esta oración, que constituye una efectiva prolongación del Pater, antiguamente la recitaba el sacerdote en voz alta, como lo hacemos nosotros todavía el Viernes Santo, y normalmente en la iglesia ambrosiana.

 

Al Pater va unido otro rito ya casi totalmente desaparecido, del cual encontramos el primer testimonio a principios del siglo III: la bendición episcopal, que el obispo daba a los fieles antes de la comunión. Por la Traditio, que nos proporciona el texto más antiguo, se deduce fácilmente que su fin era esencialmente el de preparar los corazones de los presentes a recibir dignamente la comunión, purificando el corazón y fortificando la fe. Mientras todos estaban con la cabeza inclinada, el obispo recitaba esta oración:

Eterno Dios, que conoces todas las cosas, estén ocultas o a la vista: vuestro pueblo inclina delante de vos la propia cabeza y plega la dureza del propio corazón y de la carne propia; envía una mirada desde tu excelsa mansión sobre él; bendice a hombres y mujeres; abre para ellos tus oídos y escucha su oración. Fortalécelos con el poder de tu brazo y protégelos de toda pasión maligna; custodíanos en el cuerpo y en el alfna; acrecienta en ellos y en nosotros nuestra fe y nuestro temor por los méritos de tu Unigénito, por el cual y con el cual, en unión del Espíritu Santo, recibes gloria y poder ahora y en los siglos. Amén.

Dirigidos a la intención del diácono, el obispo amonestaba: Sancta sanctis! después de lo cual cada uno se acercaba a recibir el pan consagrado.

No es muy cierto que el capítulo de la Traditio, que describe el rito expuesto, con las relativas fórmulas eucológicas, sea auténtico. Muchos lo dudan; el hecho de que no haya dejado en Roma señal alguna puede ser un fuerte argumento. Sin embargo, el rito de una bendición en este punto de la misa se encuentra en el siglo IV en Alejandría; en los siglos V-VI, en España, en las Galias y en África, donde, como declara San Agustín, se consideraba como muy antiguo.

Naturalmente, entre las liturgias de Occidente, éste aparece después del Pater, que, como se sabe, fue colocado inmediatamente antes de la comunión; de manera que cuando, con motivo de la reforma gregoriana, el Pater fue puesto delante, también la bendición, con la cual se hallaba en relación, tomó lugar después de su embolismo; por tanto, antes de la fracción y del beso de la paz. Recibida la bendición del obispo o, en su ausencia, del sacerdote, la misa se consideraba terminada para aquellos que no comulgaban; para los otros no terminaba hasta después de la comunión. En las Galias y en muchas ciudades de Italia septentrional que seguían sus costumbres litúrgicas, las Benedictiones gozaban de la simpatía del pueblo no menos que del clero.

La costumbre tradicional de las bendiciones se mantuvo, aun cuando el sacramentarlo gregoriano, que no hacía mención de ellas, fue oficialmente adoptado en el Imperio carolingio, Al cuino se cuidó de añadir las fórmulas en su suplemento. La mayor parte de ellas fueron compuestas por él, entresacándolas de textos romanos y mozárabes, pasando después a los sacramentarlos medievales con ampliaciones y modificaciones. Las antiguas fórmulas galicanas entraron en algunos sacramentarlos gelasianos en el siglo VIII o en colecciones separadas (Benedictionalia), pero sin uso después en la práctica litúrgica.

 

El Ósculo, la Fracción y la Conmixtión.

El origen y el desarrollo de los ritos que se refieren a la fracción y a la conmixtión de las sagradas especies en este punto de la misa presenta un complejo de problemas entre los más complicados de la historia litúrgica, porque la transposición del Pater, realizada por San Gregorio, y la desaparición de la fracción han dislocado toda la ordenación antigua de los ritos. No debe, por tanto, maravillar si, en defecto de documentos, La ilustración histórica intentada por los liturgistas no ha sido hasta ahora tan exhaustiva como se quisiera. Nosotros trataremos de resumirla con la mayor claridad posible.

Trazamos, ante todo, las líneas del cuadro ritual según la rúbrica actual del misal. El celebrante, cantado el Pater nosfer, antes de llegar al embolismo Libera nos, recibe del diácono la patena y, teniéndola derecha sobre el corporal, comienza a decir: Libera nos... A las palabras eí ómnibus sanctis, se hace con la patena la señal de la cruz, diciendo: da, propitius pacem in diebus nostris, y signádose, la besa; después prcsigue: ut ope misericordiae..., pone la patena debajo de la hostia, descubre el cáliz, hace la genuflexión, se levanta, toma la hostia y la lleva sobre la copa del cáliz, donde la parte con reverencia en dos mitades, diciendo entre tanto: Per eumdem Dominum nostrum lesum Christum Filium tuum. Depone luego una mitad sobre la patena, después separa una partícula de la otra mitad y continúa diciendo: qui tecum vivit et regnat; retiene dicha partícula sobre el cáliz y coloca la otra parte de la hostia junto a la primera sobre la patena, terminando de proferir la doxología: in unitate Spiritus Sancti Deus, per omnia sácenla saeculorum. Una vez que el coro ha respondido Amen, el celebrante hace tres cruces sobre el cáliz con la partícula, diciendo la fórmula augural: Pax Domini sit semper vobiscum, a la cual responde el coro: Et cum spiritu tuo. Aquí, el celebrante del a caer la partícula en el cáliz, diciendo:

Haec commixtio et consecrado Corporis et Sanguinis D. N. lesu Christí fíat accipientibus nobis in vitam aeternam. Amen.

Esta mezcla y consagración del cuerpo y de la sangre de Nuestro Señor Jesucristo se convierta para nosotros que la recibimos en la vida eterna. Amén.

El celebrante recita después con los ministros por tres veces el Agnus Dei, que el coro canta tres veces también: Agnus Dei, qui tollis peccata mundit miserere nobis (bis). Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, dona nobis pacem (Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros (dos veces). Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, danos la paz).

El celebrante añade después la siguiente oración, dirigida a Jesucristo, implorando para sí y para la Iglesia la paz: Domine lesu Chrfsíe, qui dixisti Apostolis tuis: Pacem relinquo vobis, pacem meam do vobis; ne respicias peccata mea, sed fidem Ecclesiae, eamque secundum voluntatem tuam pacificare, ei coadunare digneris; qui vivís et regnas Deus per omnia saecula sazculorum. Amen. (Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: Mi paz os del o, mi paz os doy; no mires a mis pecados, sino a la fe de tu Iglesia, y dígnate pacificarla y reuniría según tu voluntad; tú que vives y reinas Dios por todos los siglos de los siglos. Amén).

Sigue inmediatamente el ósculo de paz, que da el celebrante al diácono, y éste transmite a todos los ministros asistentes en torno al altar.

Comparando la rúbrica del misal con la indicada por el I OR, ya por nosotros descrita, se deduce fácilmente que las fases del rito son lógicamente las siguientes:

 

a) El ósculo de paz.

b) La fracción.

c) La conmixtión.

 

El ósculo de paz.

285. El ósculo de paz se une directamente con el concepto fundamental del embolismo que lo precede y de la petición final del Pater para expresar, de cara a la comunión, el sentimiento de la solidaridad y de la fraternidad cristiana. La fórmula introductoria del rito lo declara: Pax Domini sit semper vobiscum.

Como ya decíamos en un principio, la paz se daba antes del ofertorio como sello del Oratio fidelium, signaculum orationis. Para Roma, la Traditio confirma exactamente la frase de Tertuliano. Por lo demás, algunas liturgias orientales la mantienen todavía en este punto, como la tuvieren el rito galicano y por muchos siglos también el ambrosiano. Posteriormente, es decir, en el siglo IV, la compleja ceremonia de las ofrendas y quizá la introducción del Pater después de la prez consecratoria sugirieron a Roma el trasladar el ósculo de paz antes de la comunión. Esta es, en efecto, la costumbre de las iglesias romana y africana a principios del siglo V. Ubi est perada sanctificatio — escribe San Agustín — dicimus orationem dominicam... Post ipsam dieitur "Pax vobiscum" et osculantur se christiani in ósculo sanctot quod est signum pacis. E Inocencio I (416), escribiendo al obispo de Gubio, reprende la costumbre todavía existente en alguna iglesia del Lacio de dar la paz aníe confecta mysteria.

El ósculo fraterno se daba entre los fieles del mismo sexo boca a boca, labia tua ad labia fratris tui; pero, como ya advertía la Traditio, estaban excluidos los catecúmenos. En el ritual de la alta Edad Media, la paz la transmitía al clero el archidiácono, no el pontífice: Archidiaconus dat pacem episcopo priori, deinde coeteris per ordinem.

El abrazo litúrgico se realiza actualmente entre los ministros y el clero asistente con las palabras Pax tecum; Et cum spiritu tuo. La fórmula se remonta por lo menos al siglo V, porque San Agustín la alude bastante claramente; poco tiempo después da testimonio de ella el I OR. No sabemos si antiguamente el ósculo de paz era anunciado por el diácono con una fórmula a propósito, como sucede en Oriente. La frase del papa Inocencio I Pax est indicenda podría hacer suponer su uso también en Roma. En los misales medievales de Italia y de Francia se encuentra frecuentemente esta fórmula de invitación: Habete vinculum caritatis et pacis, ut apti sitís sacrosanctis mysterus, a la cual el ayudante respondía: Pax Christi et Ecclesiae semper abundet in cordibus nostris.

 

Hemos supuesto y mantenemos también como probable que la fórmula Pax Domini sit semper vobiscum fue introducida en relación con el ósculo de paz, a pesar de que de hecho se profiera durante la mezcla de las dos especies. Sin embargo, no puede relegarse al silencio la opinión de algunos liturgistas que, considerando que ésta se dice haciendo tres veces la señal de la cruz (consignatio), la suponen un residuo de aquellas bendiciones de las cuales hablábamos en el párrafo precedente; teniendo en cuenta que, junto con las fórmulas más largas usadas en tal ocasión por los obispos, existía una breve, simplicísima, recitada por los presbíteros cuando faltaba el obispo. El rito ambrosiano trae ésta: Pax et communicatio D. N. lesu Christi sit semper vobiscum, a la cual sigue la invitación diaconal a darse el ósculo fraterno. Esta fórmula, como otras parecidas, vigentes en los ritos galicano e irlandés, usadas en la bendición presbiteral sobre los fieles, tienen una evidente analogía con nuestra fórmula del misal. La hipótesis, por tanto, no es del todo infundada; pero queda sin explicar cómo ha quedado señal de la fórmula de los presbíteros y ha desaparecido la más importante de los obispos. Con menos razón se puede suponer que la bendición se impartiese al pueblo con el fragmento eucarístico, porque la rúbrica del I OR prescribe la fracción de la oblata después de la consignatio y la fórmula relativa.

Es quizá más verosímil la conjetura lanzada por De Stefani, que pone en comparación la fórmula de nuestro Pax Domini... con ctras análogas de las Constituciones apostólicas, diciendo que esto no es más que una frase de saludo equivalente al Dominus vobiscum; saludo que, como precede a las partes más importantes de la misa, como la prez, era natural que se diese a la asamblea antes de comenzar y los actos preparatorios de la comunión. Se puede objetar, sin embargo, que generalmente el saludo preludia a una oración (como la colecta), o a un formulario (como la antigua Oratio fidelium), o a una lectura (como el evangelio), pero no a un complel o de actos no eucológicos, como ocurriría en este caso.

En relación con el ósculo de paz, ponemos la apología Domine lesu Christe. Batiffol la considera, en cambio, independiente; pero equivocadamente, porque los manuscritos la presentan como una verdadera oratío ad pacem. Esta alrededor del siglo XI fue inserta en el Ordo Missae después del Agnus Dei como terminación a la tercera cláusula final, dona nobis pacem.

Solamente después de tal oración, el celebrante en las misas cantadas da el abrazo de paz a les ministros. En las misas por los difuntos, faltando la paz, se omite también la oración relativa. Cagin descubre en esta omisión un resumen del sistema primitivo de dar la paz al ofertorio. Sabemos que todo el oficio de difuntos ha permanecido totalmente fiel a la antigüedad. Precisamente por eso, nosotros eremos que la omisión de la oblación se debe a que las apologías, surgidas en una época bastante tardía, no encontraren complaciente hospitalidad, al menos algunas, en la misa de los difuntos. Por lo demás, muchos sacraméntanos no registran, en efecto, la oración Domine lesu Christe.

 

La fracción y la conmixtión.

El rito de partir el pan para repartirlo fraternalmente entre los comensales era común entre los hebreos. También Jesús lo había hecho más de una vez; pero especialmente en una circunstancia memorable: en la última cena; y había mandado que se repitiese en memoria suya. Por esto, la eucaristía fue para los apóstoles la fractio pañis por excelencia, y este término quedó en el lenguaje sagrado como su sinónimo.

Partir el pan fue en la Iglesia primitiva una función puramente ministerial, exigida por la necesidad de reducir en trozos el pan consagrado, a fin de darlo en comunión a los fieles. In oblatione (Christus) patitur frangí — escribía el Crisóstomo — Ut Omnes Impleat. En efecto, ésta se realizaba inmediatamente después de la fracción del pan. Frangens panem — prescribe el ritual de la Traditio — (episcopus) singulas partes porrigens, dicat: Pañis caelestis in Christo lesu. Pero la función material, precisamente porque interesaba más a los sentidos, atraía la común atención con preferencia sobre otras. Se explica por esto cómo muy pronto se le agregaron significados místico-simbólicos, dos de los cuales desembocaron en un rito de conmixtión.

El simbolismo más antiguo en cuanto al tiempo fue éste: que el pan fraccionado, panis quem frangimus, representaba al cuerpo de Cristo, roto en su pasión. La fracción se convertía, en cierto sentido, como en un rito de sacrificio. He aquí el porqué de la antigua glosa apostólica: κλώμενον υπέρ υμών = roto por vosotros; y del concepto frecuentemente referido por los Padres: Cristo es el pan que cada día se lleva a la mesa de la Iglesia y que se parte (frangitur) en remisión de los pecados. Fraccionado el pan, se disponían sobre la patena las partículas de tal manera que formasen la figura de la humanidad crucificada de Cristo. El concilio II de Tours prohibió estas extravagancias y ordenó que se pusiesen las partículas simplemente en forma de cruz, como todavía se hace en el rito mozárabe.

El fraccionamiento de las oblatas consagradas era una función imponente, característica, en la cual tomaba parte el presbyterium entero. Obispos, sacerdotes y diáconos se apresuraban a partir el pan eucarístico, que se les presentaba en grandes patenas, e introducían los trozos en saquitos de lino que los acólitos tenían abiertos. Durante el desarrollo de las ceremonias, el papa Sergio I (687-701) había oportunamente ordenado ejecutar un canto, el Agnus Dei. La fracción como tal se mantuvo en el ritual de la misa hasta que se hizo necesario que el pan ofrecido se partiese en trozos para ser distribuido. Es difícil precisar un término de tiempo sobre el particular, porque varió de lugar a lugar.

 

La eucaristía fue considerada desde el principio en función de la unidad del Cuerpo místico de Cristo, según la frase paulina: Quoniam unus panis, unum corpus multi sumus, omnes qui de uno pane participamus. La iglesia romana dio a este concepto eminentemente católico una concreta expresión simbólica introduciendo el uso del ermentum. Se llamaba así a la partícula que el papa separaba de las propias oblatas consagradas en los días festivcs y se llevaba a los obispos suburbicarios y a los sacerdotes titulares de Roma, los cuales la depositaban en el cáliz del sacrificio en señal ya de comunión con ellos, ut se a nostra communione non iudicent separatas, como declaraba Inocencio I, ya de su eminencia litúrgica y jerárquica sobre las otras iglesias. La costumbre estaba limitada a Roma, porque, según refiere el Líber pontificalís, la usaban también los obispos con sus sacerdotes. El de Gubio, en efecto, había interpelado al papa Inocencio I sobre esto.

La del fermentum es la conmixtión más antigua que recuerda la historia litúrgica, porque se encuentran probables muestras ya en el siglo II. Duró mucho en La Iglesia de Occidente. En Roma fue practicada ya desde el siglo IX; pero cuando cayó en desuso quedó la conmixtión, a la cual había dado origen, realizada, a su vez, con una partícula separada de la hostia consagrada del celebrante y colocada en el propio cáliz. Está la conmixtión todavía en uso en la misa, la cual, en la antigua fórmula Pax Domini... que la acompaña, expresa siempre su originario simbolismo de unión y de paz.

Un tercer concepto eucarístico inspiró más tarde el rito simbólico de una segunda conmixtión, hecha en el cáliz no ya con el fermentum, sino con una partícula separada del mismo sacrificio antes de la comunión: el de significar la unidad de las especies consagradas, es decir, del pan y del vino, si bien separado; no como cosas muertas o separables, sino formando una sola cosa, el cuerpo vivo y glorioso de Cristo; es decir, preludian el misterio de su resurrección.

Esta conmixtión de fondo teológico nació en Oriente; y, en efecto, encontramos la primera mención en Teodoro de Mopsuestia alrededor del 400. Esta entró rápidamente en todas las liturgias orientales y occidentales, tomando un auge ritual considerable. La aceptó también la liturgia papal, y constituyó, como decíamos en su lugar, la única conmixtión realizada por el pontífice en la propia misa antes de comulgar.

Delineados brevemente los puntos salientes en la historia del ritual de la fracción y conmixtión, pasamos ahora a estudiar las fases de su desarrollo litúrgico.

 

La primera conmixtión antes aludida, la que tiene relación con el fermentum, tradicional en la iglesia romana, era naturalmente propia de las misas celebradas no por el papa, sino por obispos y por sacerdotes. En estas misas, según la prescripción del I OR (suplemento), se le llevaba al celebrante, que substituía al papa, al final del embolismo del Pater, la partícula del fermentum, y la ponía en el cáliz, haciendo con ella tres veces la señal de la cruz mientras pronunciaba la fórmula Pax Domini...; pero podía ocurrir que faltase el fermentum, como sucedía cuando se decían misas privadas. En este caso, en vez de omitir la conmixtión, el celebrante debía suplir el fermentum separando una partícula de la propia única oblata y haciendo la conmixtión como antes. Seguía después el ósculo de paz, la fracción general de las oblatas y la comunión, que el celebrante hacía, naturalmente, en el altar.

No era muy diverso el uso de las iglesias episcopales del Septentrión, según nos describe el V OR, de los siglos VIII-IX. El obispo comienza la fracción en el altar con la propia oblata; pero de las partículas en que la divide, una queda sobre el corporal, y la otra, depositada en el cáliz con la acostumbrada fórmula Pax Domini... Hecho esto, del a el altar y vuelve a la propia sede, presenciando desde aquí la fracción de las oblatas destinadas a los fieles. Cuando se ha realizado ésta, se le lleva a él una partícula, con la cual comulga, sin ninguna fórmula o ceremonia especial. Se recordará, en cambio, que el papa antes de comulgar separaba con los dientes un trozo de la propia oblata presentada sobre la patena y la ponía en el cáliz, sostenido por el archidiácono, diciendo: Fiat commixtio et consecratio Corporis et Sanguinis D. N. lesu Christi accipientibus nofofs in vitam aeternam, Amen; Pax tecum! Era ésta la conmixtión derivada de la iglesia griega y adaptada en la misa papal, mientras en las otras misas de obispos y sacerdotes se observaba solamente la antigua conmixtión latina.

En Francia, según refiere Amalarlo (+ 850), la práctica de las iglesias a principio del siglo IX estaba influenciada ya por el uso oriental, ya por el uso romano. Algunos hacían la fracción y la sucesiva inmixtión antes del Pax Domini..., que decían poco después; otros la transportaban, more papalis inmediatamente antes de la comunión. Amalario se muestra embarazado para dar un juicio sobre estas diferencias rituales; pero observa que la práctica de los primeros le parece más justa: A estimo, quod non erret, si quis primo ponit in calicem et dein dixertti "Fax uoinscum," salvo magisterio didascalorum. Esta, en efecto, fue prevaleciendo poco a poco, eliminando definitivamente la segunda conmixtión, la cual, sin embargo, ha prevalecido sobre la primera, transfiriéndole la propia fórmula: Haec commixtio et consecratio, que encontramos desde el siglo IX junto a la otra, si bien con un sentido totalmente diverso.

 

La fórmula commixtio et consecratio..., que nos ha transmitido el I OR, pero ciertamente mucho más antigua, ha sido objeto de muchas discusiones por su palabra consecratio, ya recordada por San Ambrosio. Este no puede evidentemente aludir a una transformación eucarística de los elementos puestos sobre el altar, porque han sido consagrados antes. Según Brinktrine, hay que considerarla más bien como un sinónimo de commixtio, en cuanto que la unión de los elementos concluye y perfecciona el rito consecratorio sacramental. Una mixtio parecida se encuentra también en otros ritos, como en la bendición de la fuente con la mezcla de los óleos santos, en la consagración del crisma con el bálsamo y, análogamente, con la unción de los objetos y las personas en su bendición. La observación es justa en cuanto a la mixtio y a su significado; pero ni en los casos referidos ni en otros parecidos, las fórmulas hablan de consagrarlo. También creemos menos fundada la opinión de aquellos que teman los términos commixtio y consecratio no en un sentido abstracto, sino concreto, como expresando la materia misma del rito.

La fórmula debe interpretarse con una cierta amplitud en el cuadro litúrgico para el cual fue compuesta. La consecratio de la cual habla significa, efectivamente, una transformación eucarística; pero no de aquel vino contenido en el único cáliz, antes sobre el altar y ahora presentado por el archidiácono al papa para la mixtio, sino del vino no consagrado todavía, reunido al ofertorio en las vasijas puestas junto al altar, en las cuales, como notan todos los Ordines antiguos, se derramaba una pequeña cantidad del vino consagrado para la confirmatio, es decir, la comunión de los fieles. Era una práctica considerada entonces legítima y de indiscutible eficacia sacramental, en virtud de la cual todo el vino quedaba consagrado.

 

El "Agnus Dei."

La fracción general de las oblatas, que en la liturgia bizantina desde el siglo V iba acompañada del canto del Konoinikon, y en la ambrosiana del Confractorium, en la antigua liturgia romana se desarrollaba en silencio. Esto al menos parece lo más probable, si bien varios manuscrites gregorianos contienen alguna fórmula titulada in fractione, pero casi ciertamente de origen galicano y de época tardía. El papa Sergio I (682-701), nacido en Sicilia de familia originaria de Antioquía, juzgó oportuno que durante la fracción se ejecutase un canto colectivo, e introdujo el Agnus Dei. Este apelativo, dirigido a Jesús bajo las especies consagradas, era frecuente en las liturgias orientales; más aún, entre los nestorianos servía como término técnico para designar el pan eucarístico. El P. SilvaTarouca ha manifestado su opinión de que el Agnus Dei se decía ya en Roma antes del papa Sergio; pero ningún documento subraya tal conjetura, excepto quizá una muy vaga alusión del historiador Agnello relativa al uso litúrgico de Rávena. Por lo demás, éste es desconocido al sacramentarlo gelasiano y al ordinario de la misa ambrosiana. El Líber pontificalis es, en cambio, explícito en atribuir la introducción al papa Siro: Hic statuit, ut tempere con frictionis dominici Corporis, "Agnus Dei qui tollis peccata mundi, miserere nofcí's," a clero et populo decantetur. Duchesne sugiere también la hipótesis de que la iniciativa del papa Sergio sería una protesta indirecta contra el concilio Trullano (692), el cual en el canon 8 había prohibido el representar al Salvador bajo el símbolo del Cordero. El texto de la invocación está sacado del Evangelio y próximamente del himno angélico: Qui tollis peccata mundi, miserere nobis, transformado ya antes del papa Sergio como súplica conclusiva en las letanías de los santos de la noche de Pascua, como nos consta por el gelasiano. Es extraño, sin embargo, que, por fidelidad al Bautista, se haya dicho Agnus en vez del vocativo Agne y se haya hecho plural, peccataí el término expresado por él en singular: την άμοφτίαν. Por el Líber pontificalis sabemos que el Agnus Dei fue instituido como canto alternado entre el clero y el pueblo; debía, por tanto, repetirse hasta que no se hubiese terminado el rito de la fracción. Cuando éste decayó, permaneció el canto, y la repetición fue reducida a tres, el número trinitario. Su el ecución, sin embargo, como el de los otrcs cantos de la misa, pasó en seguida del pueblo al dominio de la schola; más aún, sorprende el que como tal aparezca ya en el I OR. No está claro por qué la tercera cláusula final ha sido cambiada en dona nobis pacem; probablemente fue sugerida por la ceremonia de la paz que se desarrollaba durante el canto, habiéndose olvidado su función primitiva.

Hemos hecho observar, hablando de las bendiciones episcopales en uso en las Calías y en otras partes, que después de aquéllas, los que comulgaban se creían lícitamente autorizados para dejarla iglesia y marchar a sus negocios; los otros se quedaban para la comunión. También en Roma, aunque no existía la costumbre de bendecir al pueblo more gallico, debía existir una práctica semejante; de lo contrario, no se explicaría por qué antes de la comunión el diácono anunciaba al pueblo el día y el lugar de la próxima estación. La fórmula de tal aviso nos la ha transmitido el I OR: íllo die veniente, statio erit ad sanctum illum, joras aut intus civitate. Todos responden: Deo gratias! En ocasiones particulares, como en las témporas, el diácono debía también pedir a los fieles hiciesen memoria sobre el particular. San León Magno se hacía él mismo heraldo en sus sermones de estas sagradas observancias.

 

La comunión.

 

Oferentes y comulgantes.

Reducido a trozos el pan consagrado, todo era poco para darlo en comunión a los fieles asistentes. La comunión, parte integrante del sacrificio, debe completar y perfeccionar su participación en la acción sagrada. La Iglesia — y la antigua lo ponía particularmente de relieve en su práctica ordinaria — ha mirado siempre la comunión como la conclusión lógica y en cierto modo necesaria del rito sacrifical; lógica, porque todo sacrificio que tiene por objeto la ofrenda de un alimento implica por esto mismo la idea de consumación; necesaria, porque en este caso expresamente es exigida por Cristo, su fundador. Todo fiel, por tanto, que llevaba al altar su oblación, si era aceptada por el sacerdote, se convertía en un comulgante.

Todos los documentos acerca de la misa antigua mencionan o suponen la distribución a los asistentes de los elementos consagrados. Más tarde, ante algún relajamiento de la disciplina, la Iglesia ha protestado enérgicamente. Encontramos ejemplos desde el siglo IV.

El noveno de los llamados cánones apostólicos, admitído después en todas las colecciones canónicas medievales, impone a los obispos, a los sacerdotes y a los diáconos que asisten al solemne oficio eucarístico el recibir la comunión. Algo posterior es un decreto penitencial erróneamente atribuido al papa Eutiquiano (275-283), y concebido así: "El sacerdote que en su misa no recibe aquello que sacrifica, debe hacer penitencia durante cuarenta días."

 

La comunión bajo las dos especies.

Es superfluo, después de lo que se ha dicho, observar que la comunión en la misa fue recibida durante muchos siglos bajo las dos especies del pan y del vino. Ningún escritor eclesiástico señala derogación alguna a esta regla absoluta; excepto los casos, fuera de La misa, de enfermedad o de infortunio. León Magno denuncia la sacrilega simulatio de los maniqueos de su tiempo, los cuales no participaban en la comunión de la sangre de Cristo, limitándose a recibir solamente el pan consagrado; éstos debían ser expulsados de la asamblea de los fieles, a sanctorum societate sacerdotali auctoritate pellantur. Algún tiempo después, el papa Gelasio I deplora con acentos de indignación un desorden parecido entre los cristianos de Calabria.

Sin duda, la distribución del vino, llamada en lenguaje litúrgico confirmatio (= complemento), debía traer consigo a veces complicaciones, sea por la cantidad necesaria, sea por los no pocos inconvenientes que la índole del rito llevaba consigo. En el 726, San Bonifacio preguntaba desde Alemania al papa Gregorio II si era lícito poner sobre la mesa más de un cáliz para consagrar, con el fin de poder satisfacer mejor a los numerosos comulgantes. El papa dio respuesta negativa por la razón de que Nuestro Señor había consagrado solamente un cáliz: Unde congruum non es1 dúos vel tres cálices in altano poneré, cum missairum solemnia celebrantur. A las exigencias del número de los fieles se proveía en Roma y en otras partes echando una pequeña parte de la preciosa sangre consagrada por el papa en los cálices ministeriales llenos de vino común, que los diáconos llevaban después a los fieles. Se creía generalmente que aquella mezcla efectuaba la consagración de todo el vino contenido en ellos.

Además, eran varios los inconvenientes inherentes al rito mismo: efusión del líquido en los varios trasiegos de los cálices, repugnancia instintiva de algunos, especialmente mujeres, hacia el vino; suciedad de los vasos, barbas largas, que quedaban impregnadas; conservación difícil por el peligro de avinagrarse, costo notable, facilidad de helarse en los duros inviernos septentrionales.

Para resolver alguna de estas dificultades, se hacía que el vino fuese sorbido por los fieles a través de una cañita metálica (fístula, calamus, pugillaris) de oro o de plata; pero más que otra cosa, pareció a muchos oportuno adoptar el modo, que desde el siglo VIII adoptaron los griegos, de dar un trozo de pan consagrado empapado en la preciosa sangre. La novedad apareció en Occidente a mitades del siglo XI, encontrando la aprobación de algunos y muchas protestas.

 

El rito de la comunión.

Antiguamente, el aproximarse el momento de la comunión fue señalado ritualmente a los fieles: Si quis sanetus est, accedat, leemos en la Didaché. Más tarde, un diácono advertía que se retirasen aquellos que no intentaban comulgar: Si quis non communicai, det locum! Así se decía en Roma, según refiere San Gregorio Magno. Posteriormente, haciéndose cada vez más raros los comulgantes y desaparecida la fórmula, se usó sonar una campanilla o también golpear la patena sobre el cáliz, como dicen las instrucciones camaldulenses (1253). En España, la fórmula mozárabe diaconal decía: Locis vestris acceditel Entre los orientales, desde el siglo IV el celebrante, elevando ante el pueblo el pan consagrado, exclamaba: Sancta sanctis! como invitación a la comunión y a la vez amonestación para recibirla dignamente. La vibrante aclamación eucarística fue introducida en seguida en casi todos los países de Occidente, comprendida Italia del Norte y del Sur, de las cuales posteriormente ha desaparecido; solamente Roma parece que no la aceptó nunca.

Tampoco entró nunca oficialmente semejante advertencia en el Ordo Missae romano, que tanto en los siglos más antiguos como durante la Edad Media fue práctica muy común en las otras iglesias. Se amonestaba a los fieles a purificar la conciencia llorando los propios pecados, como advierte ya la Didaché; a deponer los rencores, como prescriben varios sínodos, comenzando por el de Nantes (s. IX).

 

El Canto de la Comunión.

Sabemos por San Agustín que, viviendo él, se había introducido hacía poco en Cartago la costumbre de cantar durante la distribución del pan consagrado a los fieles: Hymni ad altare dicerentur de Psalmorum libro, sive ante oblationem (consagración), sice cum distribueretur populo quod fuisset oblatum. Era una novedad adivinada y ya en uso en las iglesias de Oriente y quizá también en Roma; él la defendió de las críticas de un tal Hilario y, sin duda, la adoptó en la propia iglesia.

El salmo preferido por los antiguos, y que se prestaba muy bien a este fin, era el 33; sobre todo en el versículo 5: Accedite ad eum et illuminamini, que San Agustín pone en relación con el dirigirse a la mesa del Señor y con la luz que emana de la eucaristía: Nos ad eum Accedamus ut corpus et sanguinem eius accipiamus... nos manducando crucifixum el bibendo Illuminamur: "Accedite ad eum et illuminaminum"; y más todavía por el versículo 8: Gústate et videte quoniam suaüis est Dominus, que era una abierta invitación ad sanctorum mysteriorum communionemf como atestigua San Cirilo. El canto de estas palabras durante la comunión se encuentra al final del siglo IV no sólo en Oriente y en África, sino también en Milán y en Roma. Para Roma tenemos el claro testimonio de San Jerónimo.

De todos modos, es cierto que la mayor ductilidad de su espíritu latino, en Roma y quizá también en África se desvinculó en seguida del tema estrictamente eucarístico y prefirió espigar más libremente en el campo de la eucología. En efecto, cuando en la segunda mitad del siglo V fue organizado el nuevo ciclo cuaresmal, los salmos desde el 1 al 26 fueron aceptados indistintamente para hacer de Communio. Así se hacía también en otras partes. La Regla de San Aureliano de Arles (+ 541), compuesta no mucho tiempo después, prescribe que psallendo, omnes communicent. Podernos creer, por tanto, que por todas partes, a principios del siglo VI, el convite eucarístico iba acompañado de la variedad y exaltación de los himnos davídicos. La única excepción en Rema ocurría en Viernes Santo, en el cual communicant omnes cum silentio, dice el I OR, y en la noche de Pascua, en la que recitaban el anticuado ordenamiento de la misa anterior a la introducción de la comunión. Más tarde (s. X), sin embargo, también la misa pascual se enriqueció en la comunión con cantos, como el Magníficat y el salmo 114, Laúdate Dominum, omnes gentes..., que se conservan todavía, aunque disimulados bajo la etiqueta pro vesperis.

 

La antífona ad communionem, en vez de ser extraída de los Salmos, estaba formada a veces también por otros cantos bíblicos, pero rara vez con cantos de libre composición; los cuales servían como antífona a intercalar entre los versículos del salmo que siempre seguía; más aún, las antífonas con texto extrasalmódico eran las que prevalecían. Del examen del repertorio musical contenido en el Antiphonarium Missae (códice 339 de San Galo; s. IX), sobre 147 Communío diferentes, 64 están tomadas del Salterio, 89 de otros libros escriturísticos, y solamente tres son de origen extrabíblico. Mientras que el Salterio ha proporcionado generalmente para los otros cantos de la misa el mayor número de textos, aquí se verifica una excepción, porque éstos se encuentran en la exacta proporción de cuatro a cinco. Generalmente, los trozos extra-salmódicos están sacados del evangelio del día, especialmente en las grandes solemnidades (siempre en las dominicas después de La Epifanía y después de Pascua) o bien de la epístola, pero sin particular relación con la comunión. Un canto muy difundido en Francia y en Italia en la comunión general de Pascua era la bella antífona galicana Venite, populi, ad sacrum et immortale mysterium. Otro también muy popular en los siglos VI-VII era el himno Sancti, venite, Chrísti corpus sumite, contenido en el antifonario de Bangor.

Antiguamente, y también más tarde, en los días de gran solemnidad, como Pascua, cuando, por regla general, todos debían recibir la comunión en la propia parroquia, y por esto el número de comulgantes era extraordinario, el salmo intercalado por la antífona ad communionem se cantaba todo entero, o en su mayor parte, hasta que el celebrante no hacía señal de terminar con la doxología y la repetición de la antífona

En cuanto a la relación del salmo de la Communio con la antífona relativa, la regla de la composición litúrgica fue siempre la de atenerse a las mismas normas que rigen el introito. La antífona es sacada del Salterio y forma el comienzo de un salmo; el primer versículo de la Communio será el segundo versículo del salmo; si, en cambio, está tomada del cuerpo del salmo, el primer versículo del salmo será también el primer versículo de la Communio. Cuando el texto de la antífona no está tomado de los salmos, entonces sus versículos son los mismos del introito; más aún, muchos manuscritos conducen, sin más, a él: psalmus ut supra. He aquí algún ejemplo. La communio Erubescant (feria sexta ante dominicam II Quadragesimae) proviene del salmo 6:11; el primer versículo de esta Communio, Domine ne in furore, es precisamente el primer versículo del mismo salmo. La Communio del día siguiente, Domine Deus meus, es el principio del salmo 7, y su primer versículo, Nequando rapiat, es precisamente el segundo versículo del salmo. Al contrario, la Communio Mitte manum tuam (dom. in albis), tomada del evangelio del día, tiene los versículos Exultate Deo y Sumite psalmum, con los cuales comienza el salmo 80, que son precisamente los mismos del introito Quasi modo geniti, extraídos de la primera Carta de San Pedro.

 

La "Postcommunio."

Postcommunio (= post communionem populi; sacram. gelas.) es el nombre de la fórmula que oficialmente recita el celebrante después de la comunión. Podría llamarse oración de acción de gracias, como la nombra San Agustín: Particípalo tanto Sacramento gratiarum adío cuneta concludit; y ésta efectivamente existía en todas partes, según afirman Serapión, San Cirilo de Jerusalén y el Crisóstomo; pero hay que observar cómo, en la austera mentalidad de la iglesia romana antigua, es raro encontrar, en el sentido entendido por la piedad moderna, una acción de gracias específica, afectiva, por el sacramento recibido. En cambio, generalmente, la Posí commumo, considerada como la oración conclusiva de todo el sacrificio (de ahí el nombre de Orarlo ad complendum o Complendam que le dan los sacraméntanos gregorianos), toma ciertamente el motivo de la comunión recibida, pero recuerda la intención general o especial según la cual se ha ofrecido el sacrificio, para pedir a Dios los frutos que se esperan, como son el nutrimiento espiritual, una mayor eficacia en el bien, la unidad del cuerpo místico de Cristo, la purificación de las culpas, la protección de Dios sobre el alma y sobre el cuerpo y especialmente la inmortalidad bienaventurada. Son también numerosas las postcommunio en las cuales resuenan acentos sobre la comunión, como la de la Epifanía, Praesta quaesumus; de la Bienaventurada Virgen María en Adviento, Gratiam tuarn; de San Juan Bautista, Sumat Ecclesia tua.

Sin embargo, la función de la Posicommunio no es sólo la de pedir, en virtud de la comunión, los frutos del sacrificio, sino la de unir, como hace la secreta, la actio sacra con la fiesta del día o con el período del año litúrgico que se celebra entonces. Bajo este aspecto, frecuentemente la fórmula eucológica aparece profunda y muy elaborada. Véase, por ejemplo, la de la octava de la Epifanía, que en el gelasiano está asignada al día mismo de la fiesta.

Podemos creer que las fórmulas de la Posicommunio, las cuales con las colectas y las secretas entran ya regularmente en los formularios del leoniano y de los sacraméntanos posteriores, fueron creadas e introducidas en la misa romana contemporáneamente a aquélla, es decir, entre los siglos V y VI.

 

El leoniano, entre las fórmulas oficiales de la misa, pone casi siempre, después de la Postcommunio, una segunda oración, a la cual no da un nombre, pero que después en el gelasiano asume el título Super populum. Hoy ha desaparecido del Ordo Missae cotidiano, excepto en las ferias de Cuaresma, llamada oratio super populum, en las cuales la fórmula sacerdotal es anunciada por el diácono con la invitación a inclinarse: Humíllate capita vestra Deo! Todos convienen ya en que ésta es la antigua oración de bendición pronunciada por el celebrante sobre el pueblo antes de despedirlo de la misa, análogamente a las muy prolijas que se usaban en las liturgias orientales. Ya Amalario la llamaba ulterior benedictio para distinguirla de la Postcornmunio, considerada por él como última benedicfío.

En efecto, el examen de sus varios textos, especialmente de los pre-gregorianos, demuestra una contextura característica, que se diferencia de las de otras oraciones de la misa, la Post-cornmunio sobre todo, ya que no alude casi nunca a la comunión hecha, sino, como dice su mismo título, se dirige constantemente a la masa de fieles presentes, el populus Dei, sobre los cuales quiere implorar la bendición divina con todos sus favores espirituales y temporales. He aquí algunas muestras de su fraseología: "Tuere, Domine, populum tuum — fideles tuos, Deus, benedictio desiderata confirrnet, perpetuam benignitatem largire poscentibus — in tua semper benedictione laetemur — caelesti protectione muniatur — praetende dexteram caelestis auxilii."

Una oración en este sentido se encuentra ya en la recensión etiópica de la Traditio de San Hipólito; y nos da testimonio de ello en Roma, en el siglo VI, un impresionante episodio del papa Vigilio. El 22 de diciembre del 538, durante la Jucha entre Roma y Bizancio por la cuestión de los tres Capitolios, el papa Vigilio celebraba la misa estacional en la basílica de Santa Cecilia, próxima a la ribera del Tíber. Arrancado a la fuerza por los soldados de Justiniano, se le obligó al Papa a subir a una nave allí preparada; pero como él después de la comunión no había recitado todavía la ultima bendición, el pueblo comenzó a amotinarse para que se diese tiempo al menos al Pontífice de dar a Roma su bendición. Se convino en consentirlo, y Vigilio recitó allí, desde la nave misma, la pedida Oratio super populum; después de la cual, una vez que los fieles respondieron Amen, la barca se alejó para conducirlo prisionero al destierro. Nos es desconocido el proceso evolutivo por el que la Oratio super populum, de fórmula regular y constante de la misa, como aparece en el leoniano (162 tipos diversos para las fiestas de tempore, votivas y de los santos), quedó notablemente reducida en el gelasiano, para ser, finalmente, relegada, bajo San Gregorio Magno, a las solas ferias de Cuaresma. Olvidado, quizá, su genuino carácter, fue considerada con su preámbulo, como simple fórmula penitencial, o bien, aun conociéndolo, fue eliminada de la mayor parte de las misas cuando, según escribían los liturgistas medievales, la Postcommunio fue considerada ya en sí misma como una bendición: Ultima oratio sacerdotis benedictio intellígitur. Una ulterior benedictio era, por tanto, un inútil duplicado.

 

La Eulogía Litúrgica.

Los antiguos llamaban eulogía (y más tarde pan bendito) a la porción de pan ofrecida por los fieles en el altar, la cual no se consagraba porque era superflua, sino que, después de haber sido bendecida, se distribuía, al final de la misa, entre aquellos que no habían comulgado, en señal de su participación en el sacrificio. Es preciso distinguir por esto la eulogía de simple devoción, con la cual se designaba un objeto piadoso cualquiera, como, por ejemplo, llama Eteria a los frutos recogidos por ella en recuerdo del monte Sinaí, o también aquel pan que San Paulino de Nola mandaba como don a San Agustín y éste a aquél en señal de su fraterna amistad, huno panem eulogiam esse tu facies dignittíte sumendi, de la eulogía propiamente dicha, de preferente carácter litúrgico.

Encontramos un precedente de esta última en Roma, en la Traditio, la cual habla de un trozo de pan ciertamente bendecido, distribuido por el obispo a los fieles antes del ágape "como eulogía y no como eucaristía," advierte expresamente San Hipólito, que es el cuerpo del Señor; y de otro trozo de pan exorcistado, es decir, bendecido con un exorcismo, reservado a los catecúmenos. También en Oriente, hacia la mitad del siglo IV, se encuentra algo semejante. El Eucologio de Serapión contiene una fórmula de bendición del pan eulógico y el concilio de Laodicea y las Constituciones apostólicas parece que aluden o al menos suponen la costumbre.

Más tarde, para encontrar en Occidente un testimonio seguro de la eulogía eucarística, es preciso descender hasta Hincmaro, obispo de Reims, el cual en sus Capitula, redactados el año 852, dicta al clero las normas para su distribución en los domingos y fiestas, además de la fórmula para bendecirla.

De los términos del decreto antes referido no se puede ciertamente deducir si Hincmaro es quien introdujo el uso de las eulogias; él al menos, si, como parece cierto, el uso existía ya, las reorganizó de manera más regular y eficaz. Más tarde, en efecto, los canonistas medievales, como Reginón de Priim y Burcardo de Worms, no hacen más que referirse en sus colecciones a los términos del Capitulum, de Hincmaro.

 

Después del siglo IX, la práctica del pan eulógico se difundió rápidamente en las iglesias seculares; la encontramos en Inglaterra, en Alemania y en España. En Italia está prescrita por la carta sinódica pseudo-leoniana (s. IX) y por Raterio de Verona, el cual ordenaba a sus sacerdotes: Eulogías post missam in diebus festis plebi tribuite. En el sur de la península y en otras partes se daba de manera particular a los esposos después de su misa nupcial, y a la madre, como complemento de la bendición post partum. En cuanto a las comunidades monásticas medievales es curioso constatar todavía, antes de la época de Hiñemaro, la existencia de una eulogía agápica semilitúrgica sobre el tipo de la recordada por la Traditio. En los domingos y fiestas, en el refectorio, recitada la oración de la mesa, dos sacerdotes llevan al abad y a los monjes como eulogía (dant eulogiam) un trozo de pan sobrante de las ofertas de la misa, los cuales lo comen. Después continúa la comida. Así se hacía desde el siglo VIII en Reichenau, en Fulda, en Aachen y más tarde en Cluny.

La eulogía litúrgica del pan está en vigor todavía en muchos países de Francia y entre los griegos, que, con el nombre de antidoron, la distribuyen en pedacitos al final de la misa. El sacerdote bendice el pan durante el canon después de la conmemoración de la Virgen y lo entrega principalmente a aquellos que lo han ofrecido, pero que no recibieron la comunión. Está prescrito el recibir el antidoron en la palma de la mano derecha cruzada sobre la izquierda y el besar la mano del sacerdote que lo distribuye. Como, según decíamos arriba, comulgaban antes los fieles, así comulga todavía hoy el diácono en la liturgia bizantina. En el pasado estaba también mandado el cantar, durante la distribución del pan eulógico, el salmo 33.

 

La Conclusión de la Misa.

 

La Despedida.

Entre los romanos era norma observada en todas las reuniones públicas que ninguno de los presentes pudiera marcharse sin el permiso expreso de quien las presidía. Esto tenía lugar también en las ceremonias religiosas. El sacerdote, hecha la veneratio, pronunciando en voz alta: Ilicet (= iré licct), o bien: Válete, disolvía la reunión sacrifical. Es natural suponer que el obispo, que había convocado y presidido en la asamblea cristiana el rito litúrgico, terminado éste, declarase directamente, o por medio del diácono, que cada uno podía volverse a casa, pronunciando una fórmula de despedida semejante, más o menos, a la que todavía está en uso: Ite, missa est. Escribe Tertuliano: Post transacta Solemnia, Dimissa plebe. Esta fórmula, que muestar el término clásico missio (= dimissio, de dimitiere, licenciar) concentrado en missa, según el uso de la bala latinidad, aparece, en primer lugar, con el significado litúrgico de "despedida" en la Peregrinatio y San Ambrosio.

Y como se hacían dos despedidas durante la sinaxis, una a los catecúmenos, al final de la parte didáctica, y la otra a los fieles, después de la comunión, el vocablo missa podía referirse a una o a otra de las despedidas, o a ambas; de donde brotaron las expresiones fíat missa, missas faceré, missarum solemnia. Hemos explicado en su lugar cómo este término, que "menos que cualquier otro podía expresar la inmensa grandeza del santo sacrificio; más aún, no podía indicar ni siquiera un aspecto de él, aun secundario, fue el que las caprichosas fortunas del uso popular hicieron elevar a título corriente del divino sacrificio."

El permiso, siendo de competencia del obispo, se daba por orden suya. Así lo declara expresamente el antiguo ceremonial romano: Finita vero oratione, cui praeceperit archidiaconus de diaconibus, aspicit ad Pontificem ut ei annuat et dicit ad populum: (dte missa est." Et respondent: "Deo grafías." Es el testimonio más antiguo de nuestra fórmula latina. Por lo demás, todas las liturgias tienen fórmulas de igual género. Las orientales asocian después un augurio de paz, muy a tono con el espíritu de la antigua tradición litúrgica: Exite in pace! dicen las Constituciones apostólicas; Procedamus in pace, la liturgia bizantina, y el rito ambrosiano y el misal de Stowe: Missa acta est; in pacel Actualmente, la fórmula de despedida es substituida en las misas feriales de la Cuaresma, de las témporas, etc., cuando no se recita el Gloria in excelsis, por la aclamación Benedicamus Domino! Al principio, el lie missa est se debía decir también en los tiempos de penitencia; el I OR lo prescribía formalmente. Pero después del 1000 se abre camino la curiosa idea de que la despedida tradicional tiene un carácter de alegría, menos conforme con la índole de las misas penitenciales, y entonces vemos introducirse el Benedicamus Domino, la cláusula de las horas canónicas; la cual es, ciertamente, una fórmula conclusiva, pero no de despedida. Lo declara el autor del Micrólogo, que es el primero en notar la diferencia: Sciendum tarnen quod (dte missa est" infra Adventum Domini et Septuagesimam non recitetur; non quasi eo tempere ñullus fíat conventos, qui sit dimittenduSy sed potius pro tristitia tefnporis insinuanda. Hacía excepción la misa natalicia de medianoche, en la cual se omitía el Ite missa est, porque sucedía inmediatamente el oficio de laudes. En las misas por los difuntos, la fórmula acostumbrada era substituida, en cambio, por el Requiescant in pace. Amen.

En algún tiempo, con la despedida, la función había terminado y la reunión se declaraba disuelta. El sacerdote se retiraba al secretarium para quitarse los ornamentos sagrados y los fieles se volvían a sus casas. Así se hacía todavía en tiempo de Alcuino y de Amalario (+ 850). Hoy, por el contrario, por una estridente anomalía litúrgica, siguen dos ceremonias: la bendición y la recitación del Evangelio de San Juan.

Todavía antes de dar la bendición, el sacerdote dice en voz bala la última apología de la misa, la oración Placeat tibí, sancta Trinitas, con la cual expresa a la Santísima Trinidad el deseo de agradecer el sacrificio que ha realizado, para que redunde en bien de él y de cuantos han participado de las divinas misericordias.

Te sea agradable, ¡oh santa Trinidad! el homenaje de mi esclavitud y concede que este sacrificio ofrecido por mí, indigno a los ojos de tu majestad, te sea acepto, y a mí y aquellos por les cuales lo he ofrecido sea, por tu misericordia, provechoso. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

 

La bendición.

Una bendición conclusiva al término del servicio litúrgico, después de la supresión de la oratio super fiopulum se nos presenta bastante natural, porque encuentra no pocas analogías en la tradición ritual romana y oriental. Las Constituciones apostólicas, por ejemplo, concluyen la misa con una solemne fórmula de bendición del celebrante sobre los fieles inclinados, después de lo cual el diácono los despide: Ite in pace. Pero en nuestra misa, la bendición, puesta como está, cuando ya se ha dado la despedida, tiene aire de un pequeño contrasentido.

Como quiera que sea, el rito actual no se une, como muchos afirman, con la bendición pedida por los fieles; bendición que, según el I OR, impartía el papa a cada uno de los grupos de asistentes — obispos, sacerdotes, monjes, clérigos de la schola, etc. — mientras el cortejo volvía del altar al secretarium. Esta costumbre está en vigor todavía, pero sólo en ocasiones parecidas, cuando el obispo pasa a través de un grupo de fieles, a los cuales imparte a derecha e izquierda su bendición. La bendición al final de la misa debe ir, en cambio, unida con las antiguas bendiciones episcopales galicanas; es, sin duda, el fruto de una errónea interpretación de ciertos antiguos textos canónicos sobre el particular. He aquí cómo: