Los Sacramentos y los Sacramentales

 

1. El Bautismo.


Introducion. Origen Cristiano del Bautismo. Su Institución por Parte de Jesucristo. El Bautismo en la Época Apostólica. Noción del Bautismo Cristiano. La Preparación al Bautismo. El Catecumenado. Sus Períodos. La Iniciación Ritual de los Catecúmenos en los Siglos IV-V. La Iniciación Ritual de los Catecúmenos en los Siglos VI-VII. Las Observancias Rituales de los Competentes. Los Escrutinios. El Escrutinio del Sábado Santo. El Ritual del Catecumenado Después del Siglo VII. El Rito Bautismal. Tiempo del Bautismo. La Sagrada Vigilia de Pascua. La Bendición de la Fuente. La Ablución Bautismal. Los Ritos Postbautismales.
 

Introducion.

Toda institución religiosa ofrecida a los hombres en la historia ha exigido de sus adeptos un rito externo, mediante el cual los admitía a formar parte y con el cual estos expresaban su propia adhesión al conjunto de doctrinas que formaban su contenido. Era, más que nada, una norma sugerida por el orden natural de las cosas.

Jesucristo, que vino a fundar sobre la tierra el reino de Dios, quiso que todo ser humano, para entrar y obtener la salvación, se sometiese a un rito de ablución simbólica que, estimulando al arrepentimiento de las culpas e imprimiendo en él una señal espiritual indeleble, lo hiciese renacer místicamente a una nueva vida, la vida misma de Dios, constituyéndolo en la Iglesia conciudadano de los santos y familiar de la casa de Dios.

El doble factor visible e invisible responde así armónicamente a la doble entidad material y espiritual del hombre.

Jesús, que, contra vacías aberraciones formalísticas y las áridas pedanterías de la letra, ha instaurado el reino del Espíritu — venit hora et nunc est —, no ha dejado, sin embargo, a la humanidad perderse en las regiones de un espiritualismo trascendente, sin una ligadura que lo atase a las realidades concretas de su vida. Una religión exclusivamente interior no habría, por lo demás, proseguido el camino trazado por El haciéndose hombre sobre la tierra. Más bien los ha reunido con un sentido eminentemente espiritual — in spiritu et veritate —; pero ha querido que el hombre fuese conducido a tal altura por medios que, aun siendo espirituales, se tradujesen en señales y formas sensibles para hacerlos posibles, fáciles e inteligibles al hombre.

El bautismo es precisamente uno de éstos; el primero, el más necesario; espiritual, ex Spiritu sancto, mas sensible, ex aqua, y puesto indefinidamente a merced de todos los hombres: Ego mitto vos... euntes... baptízate!

De aquí la importancia fundamental del bautismo como rito de iniciación en la fe y de agregación a la Iglesia de Cristo.

Nosotros lo trataremos en estas páginas desde el solo punto de vista histórico litúrgico, dejando naturalmente a un lado los aspectos teológicos y morales del sacramento. Pondremos por esto en claro, en primer lugar, su origen histórico desde Cristo; después, el desarrollo de sus formas rituales en Occidente a través de los siglos.

 

 

Origen Cristiano del Bautismo.

 

Su Institución por Parte de Jesucristo.

Toda la tradición patrística ha visto delineados anticipadamente los grandes rasgos de la institución bautismal cristiana en la predicación de Juan Bautista, relatada por todos los evangelistas, en la cual indicaba, aun sin nombrarlo, a Jesús como autor de un futuro bautismo, diverso e inmensamente más eficaz que el conferido por él en las aguas del Jordán.

Yo ciertamente os bautizo en agua para penitencia; más el que viene en pos de mí es más fuerte que yo, cuyas sandalias no soy digno de atar. El os bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego.

El Bautista quería decir con esto que, si bien ambos bautismos se presentaban instrumentalmente iguales, porque eran conferidos mediante un lavatorio, substancialmente eran diferentes, ya que uno estimulaba solamente a la penitencia, mientras el otro actuaba interiormente sobre las almas con la llama iluminadora y purificadora del Espíritu Santo.

El bautismo provisional de Juan Bautista era el camino escogido por la Providencia para introducir a Cristo y hacerlo conocer al pueblo de Israel. Después de mí — decía el Precursor — viene un hombre que es antes que yo... Por esto he venido yo a bautizar con agua, a fin de que fuese conocido en Israel.

Jesús ha comprendido su profundo significado, y un día, mezclado entre la turba de los penitentes, se acerca a recibirlo La narración de este episodio la hace vivamente San Mateo (3:13-17): "Por este tiempo, vino Jesús de Galilea al Jordán en busca de Juan para ser bautizado por él. Más Juan se resistía a ello, diciendo: Yo debo ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? A lo cual respondió Jesús, diciendo: Déjame hacer ahora; que así es como conviene que nosotros cumplamos toda justicia. Juan entonces condescendió con él. Bautizado, pues, Jesús, en cuanto salió del agua, se abrieron los cielos, y vio bajar al Espíritu de Dios a manera de, paloma y posar sobre El. Y oyóse una voz del cielo que decía: Este es mi querido Hijo, en quien tengo puesta toda mi complacencia."

Jesús, sometiéndose, aun sin pecado, a la ablución simbólica del agua, recomendada por el Bautista, pretendió consagrar para siempre aquel elemento como principio de regeneración espiritual para todos aquellos que lo usasen y como medio para entrar a formar parte del reino de Dios y ser consagrados a El. En efecto, en el bautismo de Jesús se manifestó separadamente toda la Trinidad. El Padre da testimonio de su Unigénito; el Hijo fue acreditado ante el mundo como legado del Padre; el Espíritu Santo, que desciende sobre El, lo consagra en su divina misión. Lógicamente, más tarde, Jesús se referirá a las tres augustas personas en la fórmula oficial del sacramento dada por El a sus apóstoles.

La intención de Jesús debía, por tanto, ser enunciada con no menor autoridad y más claramente. Esto sucedió en el famoso coloquio nocturno con Nicodemo. Este, que se había dirigido a Jesús para pedirle explicaciones de su misión, recibió la respuesta: En verdad, en verdad te digo que, si uno no renace de nuevo, no puede ver el reino de Dios. Y Nicodemo, ingenuamente, objeta: Cómo puede un hombre volver a nacer cuando es ya viejo? ¿Puede quizá entrar de nuevo en el seno de su madre y renacer? Jesús no recoge la fútil objeción, pero expresa cada vez más claro su pensamiento, señalando el doble elemento que debía operar el renacimiento espiritual: el Espíritu Santo, agente creador de la vida divina en el alma, y el agua, instrumento material y expresión simbólica de las disposiciones requeridas para que se realice la mística regeneración. En verdad, en verdad te digo — añade Jesús — que, si no renacieras por el agua y el Espíritu Santo, no podrás entrar en el reino de Dios. Lo que es engendrado de la carne, carne es; lo que es engendrado por el Espíritu, espíritu es. No debe maravillarte si te he dicho: "Es preciso que seáis regenerados de nuevo." El viento sopla donde quiere, y se oye su voz, pero no se sabe ni de dónde viene ni adonde va; así es todo lo nacido del Espíritu.

Jesús precisa bien los dos factores de la regeneración en relación con el hombre y con Dios. En el hombre, compuesto de alma y cuerpo, hay que distinguir un doble nacimiento: el de la carne y el del Espíritu; con la diferencia de que uno depende de la voluntad del hombre; el otro, de la acción misteriosa de la gracia. A manera de viento impetuoso, el Espíritu de Dios hace germinar, según su beneplácito, la vida sobrenatural en el alma arrepentida de sus pecados, la cual es transformada y regenerada por El.

Y a las palabras de Jesús sigue la práctica. Después que ha escogido y formado el grupo de apóstoles y de discípulos, los manda por los caminos de Judea a predicar, a curar a los enfermos y a bautizar.

Los sinópticos hablan solamente de evangelización; pero San Juan declara expresamente que administraban también el bautismo. Más aún, este hecho provocó un movimiento de celotipia en los discípulos del Bautista, los cuales se le quejaron ásperamente. Maestro — le dijeron —, aquel que estaba contigo en el Jordán, del cual tú diste testimonio, he aquí que bautiza, y todos van a él.

Pero el Precursor, lejos de participar en sus recriminaciones, se mostró contento de que el Mesías hubiese inaugurado de hecho su reino y hubiera entrado en el campo que él había preparado. Cada uno — explicaba a sus discípulos — debe simplemente atribuirse lo que Dios le ha dado. Querer usurpar un mandato que no se ha recibido, sería un delito. Vosotros mismos —añade — sois testigos de lo que yo he dicho: Yo no soy el Cristo, sino que fui mandado delante de EL Es el esposo, el que tiene la esposa; en tanto, esta alegría mía se ha cumplido. Es preciso que El crezca y yo disminuya. El que viene de arriba, está sobre todos; mientras el que viene de la tierra, a la tierra pertenece y habla de la tierra. La decisión de Juan Bautista no podía ser más justa ni más perentoriacambio, el amigo del esposo, que lo escucha, se llena de gozo con su voz. Por.

Algún comentarista ha puesto en duda el carácter cristiano del bautismo conferido por los discípulos de Jesús; pero, si se considera que éstos lo administraban en su nombre y por mandato suyo para inaugurar el reino de Dios y que aquel rito confería al que lo recibía la filiación de Dios, es sumamente probable que debía tratarse del bautismo instituido por Cristo, No había predicho el mismo Juan que el Poesías había de dar un bautismo diverso del suyo, porque era conferido en el agua y en el Espíritu Santo?

Por lo demás, según una antiquísima tradición, recogida ya por Clemente Alejandrino, Cristo habría bautizado personalmente a San Pedro; éste, a Andrés, Santiago y Juan; y éstos, a su vez, a los otros apóstoles. Es cierto, en efecto, que éstos no habrían podido recibir en la última cena la eucaristía ni ser investidos por Cristo del poder sacerdotal si antes no hubiesen sido bautizados.

 

Finalmente, cuando se trató de enviar a los apóstoles para comenzar la fundación de la Iglesia en el mundo, Jesús les resaltó solemnemente la importancia y la necesidad del bautismo, declarándolo señal característica e indispensable de la adhesión de los fieles a su Evangelio y prescribiendo que debía conferirse en nombre de las tres divinas personas. El texto clásico de San Mateo 28:19 dice: Se me ha concedido todo poder en el cielo y en la tierra. Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándolas a observar todo lo que os he mandado.

A este texto se debe asociar el otro paralelo de San Marcos 16:1516: Id por todo el mundo, predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y se bautizare, se salvará; pero el que no creyere, se condenará.

La crítica racionalista niega la autenticidad de estas perícopas, y, consiguientemente, no admite la institución divina del bautismo. No es nuestro propósito traer aquí las pruebas de su autenticidad, sobre todo las de la fórmula trinitaria. Esta se encuentra en todos los manuscritos y en todas las antiguas versiones. La alusión a una o a otra o a todas las personas divinas aparece frecuentemente en los discursos de Jesús y en las cartas de San Pablo; y no se puede, si no es de una manera totalmente arbitraria, declararlo fruto de una elaboración posterior de las comunidades cristianas.

Lo que sí se discute es el significado de la partícula antepuesta al nombre de las divinas personas: βαπτιζάντες αυτούς εις το όνομα του πατρός. ΏQuería Jesús indicar una relación de unión, o bien de autoridad o de invocación del nombre del Padre, etc.? Jacono, teniendo en cuenta las diversas opiniones, excluye que pueda verse en aquellas palabras una orden litúrgica perentoria, ya que se falsificaría la portada del texto. La frase hay que entenderla en el sentido de oblación, consagración de los bautizados al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. "El bautismo es, por tanto, un verdadero rito de iniciación, ¡porque con la consagración a la Santísima Trinidad se establecen nuevas relaciones entre ésta y el bautizado, comienza la vida de la nueva criatura, que participa de la naturaleza divina. Es un precepto doctrinal importantísimo, que se completa con lo que después dirá San Pablo."

 

Notemos, finalmente, cómo algunos Padres y escritores sostienen que Jesús instituyó el bautismo solamente cuando dirigió a los apóstoles las palabras antes referidas; es decir, inmediatamente antes de subir al cielo. Después de lo que hemos expuesto antes, nos parece más probable que el bautismo ya estaba entonces instituido. Jesús lo había hecho preanunciar por Juan, lo había inaugurado en el Jordán, había declarado su índole sobrenatural en el coloquio con Nicodemo, lo había hecho administrar por los apóstoles. No quedaba más que promulgarlo para que fuese en su Iglesia como el primer acto de la vida litúrgica de los fieles. Y El lo hizo en aquel memorable encuentro con sus apóstoles, y probablemente en aquella gruta llamada de la Enseñanza, que todavía se puede contemplar en el monte de los Olivos.

 

El Bautismo en la Época Apostólica.

¿Cómo han entendido los apóstoles y cumplido el precepto del Maestro? Evidentemente, su modo de proceder y su enseñanza son para nosotros la información más segura y digna de atención sobre las intenciones de Cristo en este particular.

Ahora bien: los Hechos de los Apóstoles, que proporcionan las más antiguas noticias acerca de la vida litúrgica de la naciente Iglesia, nos narran que el bautismo fue presentado en seguida, el día mismo de Pentecostés, por San Pedro como el rito indispensable que debía abrir a los nuevos creyentes las puertas de la fe.

Después del discurso inspirado de San Pedro, tres mil personas se adhieren a sus palabras, y a su propuesta preguntan: ¿Qué debemos hacer? — Arrepentios — responde el Apóstol — y bautícese cada uno en el nombre de Jesucristo para obtener la remisión de sus pecados. No de otra manera hablan y obran los otros apóstoles. En Samaría, el diácono Felipe predica a Cristo, y, en el nombre de Jesús, se bautizan hombres y mujeres. Poco tiempo después, el mismo Felipe se encuentra con el eunuco de la reina de Etiopía, lo instruye y lo bautiza. Saulo, iluminado por la gracia en el camino de Damasco, es visitado por Ananías, que le dice: Y ahora qué esperas? Levántate y recibe el bautismo y lávate de tus pecados invocando el nombre de Jesús. Lidia, la vendedora de purpura en Tiatira, es convertida por Pablo y, sin más, bautizada con toda su familia. E1 mismo apóstol, estando en la prisión en Filipos de Macedonia junto con Silas, catequiza al carcelero, que les pregunta: Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo? Y le responden: Cree en el Señor Jesús... Y fue bautizado él y toda su familia inmediatamente.

A la práctica se acopla la enseñanza eclesiástica. Las cartas de San Pablo, de San Pedro y más tarde de San Ignacio de Antioquía, la Didaché y Hermas hacen alusión frecuentemente a la necesidad e importancia fundamental del bautismo; así que, a menos que se quiera admitir un hecho sin causa, es preciso ascender a una originaria y expresa disposición de Jesucristo.

 

La administración del bautismo en la Iglesia primitiva aparece como incumbencia principal, si bien no exclusiva, de los grados menores de la jerarquía; a los apóstoles les estaba generalmente reservada la imposición de las manos en la confirmación. Los habitantes de Samaría convertidos por el diácono Felipe reciben de éste el bautismo, pero la imposición de las manos la hicieron Pedro y Juan, llegados de Jerusalén. Cuando San Pedro, junto con algunos hermanos de Jope, fue a Cesárea, a casa del centurión Cornelio, y comenzó a catequizarlo sobre la persona divina de Jesús, en un momento dado, el Espíritu Santo descendió sobre todos los que escuchaban el discurso. La confirmación les había sido dada directamente del cielo; no quedaba más que bautizarlos. Y Pedro quiso que fuesen bautizados en el nombre del Señor Jesucristo. Nótese esta cricunstancía: no fue Pedro el que los bautizó, sino otro, sin duda uno de los hermanos de Jope, que muy probablemente eran seglares. Otra vez, San Pablo, estando en Efeso, supo de algunos neófitos que habían recibido solamente el bautismo de Juan. Oído esto, fueron bautizados en el nombre del Señor Jesús. Tampoco aquí el apóstol bautiza, sino que se limita a imponer las manos. Con todo, no se debe creer que los apóstoles no bautizasen también personalmente; porque San Pablo, que ciertamente hacía resaltar enfáticamente su ministerio evangélico, diciendo: Non misit me Christus baptizare sed evangelizare, afirma haber bautizado en Corinto a Crispo y Cayo y a la familia de Estefanía.

La Didaché parece excluir todavía para el bautismo un ministro cualificado o exclusivo; dice genéricamente: De baptismo, sic baptizate. Pero era lógico que con la progresiva organización de la Iglesia se reservase al jefe de la comunidad esta importantísima función del culto. San Ignacio (+ 107) afirma expresamente: "No es lícito bautizar sin el obispo."

 

El ritual del bautismo, aunque estaba lejos todavía del conjunto imponente de ceremonias que más tarde le dará tanto esplendor, posee ya todas las partes esenciales y muestra una impronta simple y original, con un contenido francamente cristiano.

Tiene al comienzo una instrucción catequística sobre la obra y la persona divina de Jesús, sobre las obligaciones morales que impone su ley; a continuación se bautiza al candidato, después de una solemne promesa de vida cristiana y un acto explicito de fe en la divinidad de Jesús. El rito es, sin duda, sencillo, pero completo. Los Hechos nos han dejado un clásico ejemplo en la narración del bautismo del eunuco de Candace. Mientras él en su carruaje, volviendo de Jerusalén a su patria, se halla leyendo las profecías de Isaías, es alcanzado por el diácono Felipe, que le pregunta si entiende aquella lectura. Y, después de recibir una respuesta negativa, Felipe, tomando pie de estos escritos, le anunció a Jesús. Y lo catequizó durante algún tiempo; hasta que, en cierto punto del camino, toparon con una fuente, y el eunuco dijo: He aquí el agua; ¿qué impide el que yo sea bautizado? Puedes — respondió Felipe — si crees de todo corazón. Y él exclamó: Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios. E hizo parar el carruaje; después, ambos, Felipe y el eunuco, descendieron al agua y lo bautizó.

Una catequesis parecida, seguida también de la profesión de fe en Jesucristo, la encentramos exigida antes del bautismo también por San Pablo. Encontrándose éste, junto con Silas, en la cárcel en Filipos de Macedonia y viéndose cerca de la media noche liberados de sus cadenas por un prodigioso terremoto, el carcelero, convencido de que habían huido, quería suicidarse; pero, aclarado el enigma, echándose a sus pies, exclamó: Señores, ¿qué debo hacer para salvarme? Y ellos respondieron: Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo tú y tu familia. Y anunciaron la palabra del Señor a él y a cuantos estaban en su casa...; y fue bautizado él y toda su familia inmediatamente.

 

Además de una profesión de fe, se exigía al bautizado la promesa de querer llevar una vida cristiana, es decir, una vida moral dirigida según las enseñanzas del Evangelio. Todo el hombre, entendimiento y voluntad, debía adherirse a Cristo. El había mandado expresamente a los apóstoles: Enseñad (a las gentes) a observar todo cuanto os he mandado. Los apóstoles en sus discursos debían insistir ampliamente en la importancia de tal promesa, que obligaba a los neófitos a nuevos y capitales deberes. San Pablo, con una metáfora atrevida, pero profundamente expresiva, escribía a los gálatas: Los que habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo. En este punto, San Justino (+ 155) es igualmente explícito. El escribe que el bautismo se concede solamente a los que "están persuadidos de las verdades que nosotros enseñamos y que aseguran querer vivir en conformidad con ellas." ¿Esta promesa comprendía ya en este tiempo una renuncia explícita a la idolatría, como se ha pedido después en toda la Iglesia? No es temerario el suponerlo, porque parece aludir a esto el mismo San Justino cuando escribe de los cristianos que "con plenitud de fe han renunciado gozosamente a los ídolos y por medio de Cristo se han consagrado al Dios eterno."

Es muy probable que las líneas de la catcquesis primitiva, a la cual hemos aludido antes, fueran fijadas desde hacía tiempo en algún librito o formulario doctrinal para uso de los catequistas y para comodidad de su ministerio. Aluden a ello bastante claramente San Pedro y San Pablo en sus cartas; y encontramos ya los elementes y un cierto bosquel o en la Carta de los Hebreos, donde, hablando de la enseñanza cristiana, alude a su parte moral: fundamenium poenitentiae ab operibus mortuis; a la parte dogmática: et fidei in Deum; y a la parte litúrgica (bautismo y confirmación): baptismum doctrinaer irnpositionis quoque manuurn.

Alguien ha querido dar a este catecismo primitivo un título, Los dos caminos, y encontrar el texto en la Doctrina de los doce apóstoles a los gentiles, adelantando la hipótesis de que la obrita sería en un principio un escrito judío para la instrucción de los prosélitos, interpolado después con normas cristianas para uso de los catequistas misioneros. La hipótesis no tiene fundamento, porque los mismos primeros capítulos de la Didaché, en varias sentencias y reminiscencias derivadas del Nuevo Testamento, muestran una impronta específicamente cristiana. Es cierto, sin embargo, que en la descripción de las dos vías morales, la de la vida y la de la muerte, seguida de una serie de instrucciones litúrgicas y disciplinares, el autor quiere dar un breve pero completo manual de catcquesis cristiana.

En la preparación inmediata al bautismo debió entrar en seguida el ayuno, considerado desde los tiempos apostólicos cómo el preludio penitencial de los actos que interesaban a la comunidad. La Didaché lo prescribe, con duración de uno a dos días, para el bautizando, para el que bautiza y para cuantos pueden. Y San Justino confirma estos datos, diciendo que "a los bautizandos los exhortamos nosotros a rezar, a ayunar, a pedir perdón de los pecados cometídos, mientras, por nuestra parte, rezamos o ayunamos con ellos."

 

El bautismo se confería con el agua natural corriente. Jesús había sido bautizado en el Jordán; sus discípulos, mientras vivía El, habían bautizado con agua. El término mismo βαπτίζειν, usado por Nuestro Seρor, indicaba manifiestamente la ablución física con que sus fieles debían ser iniciados en la nueva fe. Esta ablución se hacía generalmente sumergiendo más o menos el cuerpo del candidato en agua corriente (aqua viva). Así lo hacían en tiempo de Jesús los judíos, que practicaban el bautismo de los prosélitos. Esto lo insinúan claramente los Actos en la narración del bautismo del eunuco: Et descenderunt uterque in aquam Philippus et eunacus, et baptizavit eum. Cum autem ascendissent de aqua. San Pablo tenía ciertamente delante de los ojos el bautismo de inmersión cuando establecía el conocido paralelo entre este sacramento y la muerte y la resurrección de Cristo, símbolo de la muerte mística del cristiano (consepulti in mortem) y de su resurrección a la gracia. No menos expresivas son las palabras que encontramos en el Pseudo-Bernabé: "Nosotros descendemos al agua llenos de pecado y de inmundicia, pero salimos llevando en el corazón la confianza en Jesús." Y en el Pastor, de Hermas: "Para obtener la vida les fue necesario salir del agua...; la señal (del Hijo de Dios) es, por tanto, el agua; se desciende muerto y se sale vivo." Además, el pez, uno de los más antiguos y graciosos símbolos del arte cristiano de las catacumbas, no podía ser sino una alusión al bautismo de inmersión.

En casos extraordinarios era igualmente válido el bautismo por infusión y con agua no corriente. De baptismo — prescribe la Didaché — sic baptízate... baptízate in aqua viva. Sin autem non habes aquam uiuam, in alia aqua baptiza; si non potes in frígida, in calida. Sin autem neutram habes, effunde in caput ter aquam in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Como se ve, la Didaché considera ciertamente como caso excepcional el bautismo por aspersión, pero lo considera igualmente eficaz. Podía realizarse fácilmente cuando faltaban lugares a propósito para la inmersión. Tal fue probablemente el bautismo del carcelero de Filipos, del centurión Cornelio y, como opinan muchos, de los primeros fieles convertidos el día de Pentecostés.

El importantísimo testimonio de la Didaché, que ha hecho, finalmente, justicia a las insistentes objeciones de los protestantes y de los griegos, es, por lo demás, confirmación de no pocas preciosas pruebas documentales. Prófumo ha descubierto e ilustrado hace poco tiempo una pequeña bañera bautismal existente en la cripta-pórtico de las catacumbas de Priscila, la cual puede remontarse hasta el año 140 d. de C., y debía necesariamente servir para el bautismo de infusión al no poder contener más que pocos centímetros de agua. Es además muy conocido el fresco de la cripta de Lucila, en el cementerio de Calixto, que constituye la más antigua representación del bautismo cristiano (mitad del siglo II). En éste, el candidato, representado por un niño desnudo, está de pie en el agua, que le llega apenas a las canillas de los pies.

 

Sobre la fórmula bautismal primitiva reina todavía alguna incertidumbre, porque no parece que la invocación de la Santísima Trinidad hecha por Cristo al promulgar la ley del bautismo haya tenido un preciso carácter litúrgico, mientras los Actos hablan repetidamente del bautismo conferido In Nomine Iesu. Por esto, algunos teólogos, entre ellos Santo Tomás, han expresado la opinión de que la fórmula primitiva, por una particular dispensa de Nuestro Señor, contenía la simple epiclesis o invocación del nombre de Jesús. La actual fórmula trinitaria, según algunos críticos modernos, se habría desarrollado ciertamente de las conocidas palabras de Cristo, pero no antes de final del siglo I. En realidad, de los Actos se puede igualmente deducir el uso de la fórmula trinitaria en las iglesias apostólicas mucho antes del tiempo dicho. Recuérdese el episodio de Efeso, cuando algunos discípulos bautizados solamente con el bautismo de penitencia de Juan confiesan a San Pablo no conocer siquiera la existencia del Espíritu Santo. Bastó esto al Apóstol para concluir que éstos no habían recibido el bautismo cristiano, ya que tal bautismo importaba la mención y, por tanto, el conocimiento del Esipíritu Santo. Sin olvidar que casi todas las cartas paulinas traen, al principio y en el cuerpo, la afirmación explícita de las tres divinas personas. Ha venido a hacer más verosímil esta opinión el descubrimiento de la Didaché, dándonos un explícito testimonio del uso primitivo de la fórmula trinitaria: De baptismo se lee en ella — sic baptízate... baptízate in nomine Patris et Filii et Spmtus Sancti, in aqua viva. La fórmula in nomine lesu era probablemente una expresión técnica para designar correctamente el bautismo de Jesús, no una fórmula litúrgica. La Didaché, en efecto, que, tratando ex professo del sacramento, trae exactamente la fórmula con la invocación de las tres divinas personas, algunas líneas más abajo, hablando de los fieles, que sólo ellos tienen el derecho de participar de la eucaristía, los designa con la frase qui baptizati sunt in nomine lesu.

 

Podemos preguntarnos todavía si en la época apostólica, o por lo menos desde el principio del siglo II, el simple ritual del bautismo había iniciado ya un desarrollo litúrgico, integrándose con alguna ceremonia que acentuase el profundo significado simbólico, como las unciones con óleo sobre el bautizado, el beber leche y miel, el vestido blanco de los neófitos, que se hicieron después de uso general. La respuesta afirmativa tiene fundados motivos de credibilidad. Sabemos en efecto por San Ireneo y Tertuliano que el óleo formaba parte del ritual de la iniciación, en uso entre la secta de Marción, la cual estaba ampliamente difundida alrededor del año 150. Ahora conocemos cuánto gustaba a los antiguos herejes, al separarse de la Iglesia, usurpar los ritos en sus pseudoliturgias.

En cuanto a la leche y a la miel, de aquélla se hace ya mención en la primera Carta de San Pedro, si no como rito, al menos como símbolo bautismal. También las Oda de Salomón aluden más de una vez, y en términos bastante explícitos; sin querer buscar los orígenes de esta ingenua pero expresiva costumbre en el ritual de los misterios paganos, basta decir que el concepto de renacimiento espiritual, no desconocido para los hebreos y tan fuertemente acentuado por Cristo, puede fácilmente haber sugerido el beber leche a los neófitos. La miel fue añadida posteriormente para completar el símbolo de su entrada en la Iglesia, la mística tierra prometida, donde la fe y la palabra de Dios son fuente y alimento perennes de vida para el alma cristiana. Quare lac et mei — escribe el primum melle, tune lacte viviscit; Ha igitur et nos fide, quam habemus promissis Dei, et verbo praedicationis vivificati ví Demus terram possidentes.

El rito de la vestidura blanca en los neófitos, símbolo de la gracia bautismal recibida, fue introducido más tarde; los primeros testimonios ciertos se encuentran hacia la mitad del siglo IV, como veremos. Algunos creen descubrir en esto una alusión a las visiones del Apocalipsis de San Juan, donde aparece la candida muchedumbre de los elegidos alrededor del trono del Cordero: Hi qui amicti sunt stolis albis, qui sunt et unde venerunt? Hi sunt... qui laverunt stolas suas et dealbaverunt eas in sanguine Agni. Pero el color blanco de aquellas vestiduras es clarísimamente simbólico; entre los antiguos era el color propio de los días de fiesta y de las ceremonias del culto porque era símbolo de la pureza ritual.

15. No podemos terminar este párrafo sin hacer alusión a una extraña costumbre de los tiempos apostólicos: el así llamado bautismo Pro Mortuis. San Pablo, en la primera Carta a los Corintios, demostrando que el dogma de la resurrección de Jesucristo lleva lógicamente al de la resurrección de la carne, que algunos corintios negaban (... quídam dicunt in vobis quoniam resurrectio mortuorum non est), tiene estas palabras: Alioquin quid jacient qui baptizantur pro mortuis, si omnino mortui non resurgunt? Quid et baptizantur pro illis? Este texto ha sido una verdadera crux interpretum. La explicación más natural de estas expresiones parece ser ésta: los marcionitas y cerintianos practicaban un uso extraño; cuando alguno de ellos moría antes de recibir el bautismo, lo administraban segunda o tercera vez a algunos de sus amigos o parientes con el fin de transferir el fruto al alma del difunto, vicarium baptisma. Ahora bien: el uso de estos herejes del siglo II no era nuevo, sino que debía remontarse a una práctica parecida de la secta de los nicolaítas, contemporánea de los apóstoles. San Pablo, por lo tanto, para convencer a aquellos corintios que negaban la resurrección, les pone un argumento ad hominem. Sabiendo que algunos de ellos, por una costumbre que se abstiene de calificar, se prestaban a recibir un bautismo para los muertos, dice: ¿De qué sirve este bautismo a aquéllos, si después pretendéis quv estos muertos no resucitan? Es ésta la interpretación que ya daba Tertuliano y que mejor responde al texto.

 

Noción del Bautismo Cristiano.

Bien diverso se nos presenta nuestro bautismo en su contenido doctrinal y moral, según se deduce de los libros neotestamentarios, y cuyas características podemos resumir en los puntos siguientes:

a) Es una remisión de los pecados como declaraba San Pedro en su discurso inaugural de la Iglesia; consiguientemente, una purificación del alma.

b) Es una regeneración espiritual (lo. 3:5; Tit. 3:5; 1 Petr. 1:3; 3:21) a través de la cual somos hechos Hijos Adoptivos De Dios (Gal. 3:26-27), renovados interiormente por el Espíritu Santo (Tit. 3:5; Act. 2:38; Gal. 6:15). Entre todas las concepciones del bautismo, la anunciada por Cristo a Nicodemo es ciertamente la primera tanto en dignidad como en profundidad.

De los dos conceptos precedentes, puestos en relación con el rito de la inmersión y emersión del baño bautismal, San Pablo ha desarrollado un sugestivo simbolismo. El bautismo (inmersión) representa la muerte y la sepultura mística del fiel en Cristo: c No sabéis — escribe a los romanos — que los que fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte? El bautismo extingue en quien lo recibe la vida del pecado y de la carne para substituir e iniciar en él la vida de la gracia. En efecto — continúa el Apóstol —, sí fuimos injertados en él, reproduciendo su muerte, lo seremos ciertamente también para reproducir su resurrección. En otros términos: si con el bautismo nosotros hemos sido injertados en Cristo agonizante y hemos muerto con él muriendo místicamente al pecado, imitando su resurrección, debemos resucitar con él a nueva vida y debemos vivir una vida nueva en todo conforme con la vida de Jesucristo resucitado. Como la vida del injerto metido en el tronco es absorbida por la vida del tronco mismo, de modo que el injerto vive de ella, así nosotros, injertados por el bautismo en Cristo, debemos vivir de su vida.

c) Es un rito de iniciación con el cual queda agregado a la sociedad fundada por Jesucristo. Esto presupone la adhesión a El por la fe; pero, en la intención de Jesús, el bautismo es la consagración del hecho de haber creído en Cristo.

Podemos traer aquí otra profunda alegoría bautismal hallada por San Pablo. Escribiendo a los corintios, hace un parangón entre el cuerpo material y el cuerpo místico de Cristo, constituido por los fieles. Así como el cuerpo material, aunque es uno, está formado,por la unión de varios miembros, así también en Cristo: uno solo en su cuerpo místico, pero múltiple en sus miembros; en efecto, todos nosotros, seamos griegos o gentiles, seamos pobres o esclavos, fuimos bautizados en un solo espíritu para constituir un solo cuerpo. Evidentemente, este cuerpo formado por los bautizados es el cuerpo místico de Cristo, la Iglesia, al cual hemos sido incorporados mediante el bautismo sin distinción alguna de nacionalidad o de condición social.

d) Es una iluminación. La idea de señalar con el término el ministerio apostólico de purificar las mentes idólatras del error para proyectar en ellas la luz de la verdad cristiana imprimiendo su adhesión por el bautismo, se halla implícitamente contenida en el mandato de Cristo, transmitido por San Mateo. San Pablo expresa ya el concepto y el término cuando escribe a los corintios que el Evangelio está velado para aquellos infieles cuya mente ha obcecado el dios de este mundo, de forma que no vean el esplendor del glorioso Evangelio de Cristo. Pero la idea dimana directamente de Jesús. El había dicho: Yo soy la LUZ del mundo; el que me sigue, no anda en tinieblas; y a los apóstoles respecto a su futuro ministerio: Vosotros sois la luz del mundo; había llamado a los que creyesen en él hijos de la luz; a los cuales hace referencia el Apóstol cuando amonesta a loe de Efeso: Caminad como hijos de la luz; antes erais tinieblas; ahora, en cambio, la luz del Señor. En la Carta a los Hebreos une la idea y el término al rito bautismal, aunque no lo nombre: Es imposible que aquellos que fueron ya Iluminados y gustaron el don celestial...

e) Es una señal que patentiza nuestra filiación con Dios. El vocablo, desconocido en los Evangelios, se encuentra por primera vez en San Pablo, que lo usa varias veces en la forma verbal: También vosotros..., habiendo creído en el Evangelio" habéis sido marcados con el Sello Espíritu Santo. Como sinónimo de bautismo se hizo de uso común solamente después del siglo II.

 

Esclarecidos los principales aspectos con que fue considerado y recibido el bautismo de solo su origen, es grato comprobar la enorme distancia que los separa de los ritos y de las ideas de las religiones mistéricas, y por esto de la inconsistencia de las objeciones de la crítica racionalista. He aquí los puntos más salientes:

1) El bautismo, con todas sus claras características de rito y de contenido moralreligioso, se nos presenta en la historia alrededor de la mitad del siglo I. Ahora bien: en tal época, los cultos mistéricos, si bien existían, no habían penetrado todavía en el mundo grecoromano, donde fueron conocidos hacia mitades de aquel siglo, y con una cierta amplitud, sólo en los dos siglos sucesivos. Son excepción los misterios eleusinos, que se remontan a varios siglos antes de Cristo. Pero el bautismo cristiano surgió en Judea, no en Grecia, y la comunidad cristiana primitiva que lo practicó estaba compuesta esencialmente de hebreos. No consta tampoco que haya tenido relaciones con los elementos paganos. Cuando más tarde los misterios invadieren con su propaganda el Imperio, el ritual del bautismo estaba ya fijado en sus partes esenciales y en sus conceptos fundamentales.

2) Se puede todavía añadir que en algún caso, encontrando analogías entre los dos rituales, puede haber fundadas sospechas de plagio, a cargo no del culto cristiano, sino del culto pagano.

Sabemos, por ejemplo, que Tertuliano, San Justino y la Didascalia protestaron contra falsificaciones sacrilegas que el mitraísmo y los gnósticos — inspirados por el diablo — habían perpetrado en los símbolos de los ritos cristianos. El mitraísmo no ocultaba sus simpatías por el cristianismo; San Agustín refiere una frase característica pronunciada por un sacerdote del dios frigio: Ipse (Mitra) christianus est; los grandes corifeos de la gnosis, Valentín, Marción, Basílides y otros, fueron al principio miembros influyentes de la Iglesia. Cuando se les expulsó llevaron a sus propias reuniones, cambiándolos, no pocos elementos de su ritual. Hipólito Romano, Orígenes" y Vopisco lo atestiguan expresamente. ¡El demonio ha sido siempre la mona de Dios!

Por lo demás, los escritores paganos no han reprochado nunca al cristianismo el haber plagiado sus misterios y los Padres no se defienden nunca de acusaciones de tal género.

3) Alguien ha pretendido descubrir diferencias entre el sentido del bautismo primitivo, descrito por los sinópticos y los Hechos, y el del bautismo ilustrado por San Pablo y San Juan como si éstos últimos hubiesen alterado su fisonomía original. Sin embargo, si se piensa bien, los diversos aspectos de la ablución bautismal, como los hemos descrito antes, extraídos tanto de los sinópticos como del cuarto Evangelio y de las cartas paulinas, son substancialmente uniformes y armoniosamente ligados entre sí. Sin duda, San Pablo ha profundizado e iluminado más que nadie lo dicho por Nuestro Señor; pero no ha introducido ningún cambio substancial. El, que vivía en pleno ministerio misional, entendió que era preciso hacer accesible a los simples fieles las sublimes realidades de la gracia bautismal, y encontró alegorías e imágenes (señal, iluminación) que, hablando a la imaginación y a los sentidos de sus fieles, se las hiciesen claras y comprensibles. San Pablo ha sido el genial expositor de la doctrina bautismal, pero no ha alterado las líneas fundamentales señaladas por Cristo. No sabemos, en efecto, que sobre este punto hayan surgido nunca contrastes entre el Apóstol y Pedro y los once; más aún, sabemos expresamente por los Hechos que éstos aprobaban sus directrices.

4) Aun quien examine superficialmente las cosas, ve a simple vista la profunda diferencia de carácter moral que separa los ritos mistéricos de iniciación del bautismo cristiano. Los misterios no han mirado nunca a una reforma moral de sus adeptos; no podían mirar. No consiguieron nunca despojarse del primitivo fondo naturalístico. Falta, por tanto, en ellos también el concepto de la santidad en el sentido ético de conformidad con la voluntad divina. La santidad de las religiones mistéricas es una santidad física que se guarda y se recupera por medio de purificaciones, de lavatorios, de abstención de ciertos contactos. Asi, los órficos se conservaban puros con tales prácticas; pero, contra este concepto, San Pablo proclama que todo es puro para los puros.

El cristianismo, en cambio, pidió desde el principio a quien lo abrazaba una substancial pureza interior que detestase toda mancha moral y prometiese seriamente apartarse del pecado en lo sucesivo. Ha sido precisamente por esta alta concepción moral de la vida por lo que, en los siglos III y IV, muchas almas ya iniciadas en las religiones mistéricas del paganismo decadente se sintieron atraídas hacia la luz del Evangelio.

5) Lo que hemos dicho hasta aquí puede servir de respuesta también a aquellos que han creído ver en el bautismo un rito de magia. Con la magia, el ser humano pretendía someter las potestades superiores, los demonios, a su propia voluntad y obligarles, mediante conjuros o procedimientos misteriosos, a realizar obras extraordinarias, prodigios, maravillas. En la institución bautismal ocurre todo lo contrario. No es Dios el obligado por la voluntad del hombre a obrar, sino el ser humano, que, humillado y arrepentido, se somete a Dios y expresa con aquel rito sus buenas disposiciones internas. La Iglesia desde el principio, como hemos visto, ha pedido al candidato esta preparación espiritual de fe y de arrepentimiento: Sí credis ex foto corde licet; y más tarde, en el período del catecumenado, la ha puesto a prueba todavía mejor con los ejercicios penitenciales de los escrutinios.

 

Finalmente, no se ha demostrado todavía que ciertos términos, como σφραγις, σφραγίζειν, τέλειον, πνευματικοί, φωτίζειν, μϋστήριον, γνώσις, επόπτης, y algϊn otro de las cartas paulinas, se hayan derivado de la fraseología de los misterios helénicos. Los términos Σφραγίς, σφραγίζειν, usados en el ritual hebraico y en San Pablo para indicar la circuncisión, el signo distintivo de los hijos de Abrahán, se prestaba naturalmente a designar la impronta espiritual, el signaculum fidei de aquellos que Dios había hecho suyos en el bautismo; τέλειοι, πνευματικοί, no son expresiones de la mística pagana o de fórmulas mágicas egipcias, porque San Pablo los emplea en sentido totalmente diverso; φωτίζειν, como observαbamos arriba, está enlazada con análogas expresiones estrictamente evangélicas; μοστήριον en el lenguaje paulino, tiene de ordinario un sentido que no se diferencia del de los LXX, porque indica no verdades reservadas a sólo los iniciados, y que se debían guardar en silencio, sino el plan secreto, divino, de la redención, revelado por Cristo al mundo. La γνώσις del Apσstol no tiene, como la literatura hermética, el significado de visión estética de Dios, sino el de conocimiento indirecto y confuso de El a través de las cosas creadas y de las verdades sobrenaturales que El ha querido revelar a los hombres. Finalmente, el término ποπτης fue usado una vez por San Pedro, pero no pasσ jamás a tener parte en el lenguaje sacramental cristiano. Por lo demás, si se demostrase de manera cierta que San Pablo u otros escritores neotestamentarios tomaron términos del lenguaje técnico de los cultos mistéricos para mejor expresar a los fieles de Grecia, que los conocían muy bien, el contenido de las sublimes concepciones evangélicas, tan distantes de las vacías abstracciones de la gnosis pagana, no habría por qué extrañarse. La palabra es el vestido del pensamiento, y es éste el que tiene importancia.

 

 

La Preparación al Bautismo.

 

El Catecumenado. Sus Períodos.

Llámase catecumenado (que significa instruir de palabra) a la institución didáctico-moral creada por la Iglesia en los primeros siglos con el fin de preparar convenientemente la mente y la voluntad de aquellos que aspiraban al bautismo.

Hemos expuesto ya en el capítulo precedente cómo, desde los tiempos apostólicos, se hacía preceder al bautismo de una instrucción sobre las verdades de la fe y las obligaciones morales que el candidato contraía al recibirlo. En San Justino (+ 165) encontramos ya brevemente trazado el programa. Posteriormente, creciendo el número de los que pedían hacerse cristianos, mientras, por otra parte, se imponía un riguroso control para impedir que gente tarada entrase a deshonrar las filas de los fieles, la Iglesia advirtió loe 2 Petr. 1:16. la necesidad de organizar de manera más segura y uniforme la preparación al bautismo. De aquí el conjunto de normas y de cautelas variadamente dispuestas por los obispos en las principales comunidades cristianas, mediante las cuales el catecumenado fue conducido,poco a poco a una perfección no común y fue en la Iglesia durante muchos siglos el medio de selección más importante para encaminar las almas a la fe y a la vida cristiana.

La historia del catecumenado se puede dividir en tres grandes períodos:

a) Los comienzos, desde la mitad incierta del siglo u a la primera mitad del siglo IV.

b) El apogeo, desde el 350 a buena parte del siglo V.

c) La decadencia, desde el siglo VI en adelante; cuando, habiendo cesado casi del todo el bautismo de los adultos, el catecumenado perdió su razón de existir, y solamente quedaron en los libros litúrgicos los ritos y las fórmulas.

 

Los "comienzos." (s. II-III)

Las primeras noticias seguras acerca de una existencia organizada de la preparación bautismal se encuentran: en África, en Tertuliano (+ 220), y en Roma, en la Traditio apostólica, de San Hipólito (+ 235).

Tentuliano conoce ya el catecumenado como instrucción preparatoria al bautismo, y nos da el concepto justo llamándolo el "noviciado" de la vida cristiana. En África debía existir desde hacía tiempo, porque en el De praescriptione, compuesto antes del 207, catecúmeno es usado como término técnico muy conocido para designar el aspirante a la fe y distinguirlo de los otros miembros de la comunidad cristiana. Los catecúmenos eran admitidos en la asamblea litúrgica solamente a la primera parte de la sinaxis. Debían el ercitarse en la oración, en el ayuno, en las vigilias, en la confesión dolorosa de sus culpas. La penitencia, escribe el Apologista, es el camino más seguro para obtener la gracia del bautismo. Retardarlo, como hacían algunos, para poder pecar más anchamente con la esperanza del perdón, es un engaño. Sin embargo, si el catecúmeno conoce que su estabilidad en el bien es todavía precaria, debe más bien retardar la recepción del sacramento. La renuncia a las pompas del diablo se repetía dos veces. Tentuliano no habla de exorcismos sobre los catecúmenos, pero San Cipriano los nombra expresamente. Obligación esencial del catecúmeno era la de seguir el curso de instrucción religiosa y moral dado per el catequista, el doctor audientium, como es llamado por San Cipriano. Uno de éstos era Saturio, que en el 202, en Cartago, sufrió el martirio junto con Perpetua y Felicitas y otros, todos catecúmenos. En realidad, la obligación tan delicada de la preparación catequística correspondía al obispo; pero a veces, no pudiendo cumplirla personalmente, la delegaba en otra persona que fuese capaz, clérigo o también simple laico, como sucedía en Oriente. En Roma se encargaba frecuentemente a un lector, pero siempre clérigo.

La materia de la enseñanza estaba constituida por el conocimiento de los libros sagrados del Antiguo y Nuevo Testamento y por el comentario al símbolo apostólico, "el catecismo de la Iglesia antigua," que resumía todo el patrimonio dogmático.

El Apologista da tal importancia a la catequesis prebautismal, que desaconseja a el sacramento a los niños, porque no pueden entenderla: Fiant christiani cum Christum nosse potuerint.

 

No sabemos cuánto duraría el tiempo de preparación al bautismo; dependía más bien de las buenas disposiciones del catecúmeno. Sin embargo, no debía ser corto, porque Tertuliano reprende a los herejes diciendo que sus catecúmenos ante sunt perfecti quam edocti.

La organización del catecumenado en Roma según la describe la Traditio, parece acusar una fase ulterior de desarrollo en relación con la africana.

El que quiera hacerse cristiano, debe presentarse a los "doctores" de la Iglesia con alguno que garantice su recta intención. Es interrogado sobre su estado civil, si es esclavo o libre, célibe o casado; sobre su profesión, ya que deberá abandonarla si es considerada incompatible con la vida cristiana. Si se le recibe, da comienzo su catecumenado, que consiste en una serie de instrucciones especiales dadas por el "doctor" y en asistir, en lugar separado de los fieles, a la primera parte de la misa. Al catecúmeno se le considera ya cristiano; lleva el título de tal, y en los períodos de persecución debe arrostrar con los fieles el peligro de la vida; si lo martirizan, queda bautizado en su sangre. La preparación prebautismal, según la Traditio, duraba tres años, a menos que el empeño demostrado por el catecúmeno inclinase a abreviar el tiempo. En todo caso, antes de ser admitido al bautismo, debía sufrir un examen sobre la conducta observada por él durante el catecumenado; vixerit ín tímore Domini priusquam baptizetur, si victuas honoraverit... Si el examen concluía favorablemente, era exorcistado diariamente durante cierto tiempo y, finalmente, conducido al bautismo.

Para el Oriente no poseemos muchos detalles sobre el particular. En Siria, las llamadas Clementinas (c. 200) hablan de una preparación bautismal de tres meses por lo menos, durante los cuales el catecúmeno era instruido por el obispo y sometido a ejercicios de penitencia y de piedad. En Alejandría había adquirido gran fama la escuela catequística presidida por Clemente Aleiandrino (+ 215) y, después de él, por su discípulo Orígenes (+ 254).

En conclusión, podemos precisar por documentos positivos que a principios del siglo III la institución del catecumenado funcionaba regularmente en toda la Iglesia.

 

El apogeo.

Cuando Constantino en el 313 con el edicto de Milán concedió la paz a la Iglesia, y el cristianismo no sólo cesó de ser una religio illicita y muy peligrosa para el que la profesaba, sino que adquirió la protección y el favor del Estado, masas cada vez mayores del pueblo comenzaron a afluir hacia la Iglesia para pedir formar parte de ella. Los obispos, justamente temerosos de que cálculos demasiado humanos empujasen en a esta gente a la fe, con perjuicio de la integridad de las costumbres, proveyeron a el crecer un más severo control de los postulantes, perfeccionando la organización del catecumenado que funcionaba desde hacía tiempo.

De las noticias que es fácil extraer de los escritos de los Padres de los siglos IV y V tanto en Oriente como en Occidente, se constata cómo el catecumenado abraza dos grandes clases de personas:

1) Los auditores o audientes, o simplemente los catecúmenos que habían obtenido la admisión en la Iglesia con el simple rito de la iniciación y habían llegado ciertamente a ser cristianos, es decir, matriculados en sus registros, pero después dilataban por tiempo indefinido la recepción del bautismo. El número de éstos era muy grande principalmente entre las clases más cultas, a pesar de que los obispos no se cansaron de deplorar aquella pereza y de rebatir las excusas con las cuales se disculpaban. Estas, a la postre, se reducían a una sola: vivir a su propio antojo, fuera de la ley cristiana, para no incurrir con sus transgresiones en las duras sanciones de la penitencia eclesiástica. San Agustín refiere una máxima de éstos: Sine illum, faciat quod vult, nondum enim baptizatus est.

Ilustres y santos personajes, como San Martín, San Eusebio, San Ambrosio, San Jerónimo, San Juan Crisóstomo, San Agustín, si bien provenían de familias cristianas, permanecieron catecúmenos durante muchos años. No pocos recibían el bautismo solamente al final de la vida, como sucedió con Constantino y su hijo Constancio. Es evidente que a este grupo demasiado numeroso de cristianos a medias, la Iglesia no podía abandonarlos ni dedicarles una especial instrucción. Bastaba para ellos la asistencia a la misa didáctica con las lecturas relativas y el sermón que el obispo hacía generalmente para comentarlas.

2) Los competentes o elegidos. Con este nombre, en Milán, en África, en Roma y en otras partes se designaba a aquellos catecúmenos que, transcurrido algún tiempo desde su iniciación cristiana, habían dado su nombre para recibir el bautismo en la primera Pascua. San Ambrosio comenzaba ya desde la Epifanía a invitar a los morosos a que diesen su nombre. En Hipona, San Agustín no era menos solícito: Ecce Pascha est, da nomen ad baptismuml En Jerusalén, los nombres eran recibidos en la primera dominica de Cuaresma; en Roma, incluso algún día antes.

 

Dado el nombre, seguía un examen de los peticionarios por el obispo para comprobar su idoneidad moral.

Aprobado y admitido entre los competentes, el catecúmeno entraba en el punto culminante de la preparación inmediata al bautismo, a la cual se consagraba toda la Cuaresma. El grupo de les competentes se reunía cada día en la iglesia o en una sala a propósito (auditorium la llamaba el diácono Juan), y el obispo o un delegado suyo les hacía una serie ordenada de instrucciones dogmáticas y morales.

En Jerusalén, las reuniones de los catecúmenos duraban cerca de tres horas, desde tercia a sexta.

Ejemplo típico de estas instrucciones son las homilías catequísticas dadas por Teodoro de Mopsuestia a los catecúmenos de Antioquía alrededor del 382; como también las 24 catequesis anagógicas y mistagógicas ad illuminandos dirigidas en el 350 por San Cirilo de Jerusalén, de las cuales la primera sirve de instrucción, cinco se refieren a la Escritura, trece exponen el contenido del símbolo apostólico, polemizando brevemente con el paganismo y las herejías; las cinco últimas (mistagógicas), recitadas en la octava de Pascua, tratan de los misterios o sacramentos. El conocimiento de estos últimos, principalmente el de la eucaristía, estaba reservado generalmente a los competentes después de que habían recibido el bautismo, como consecuencia de la disciplina del arcano, que en el siglo IV estaba en vigor en todas partes. También San Ambrosio ha dejado una noble muestra de estas catcquesis sacramentales en sus obritas De mystenis y De sacramentís, compuestas en Milán en la Pascua del 387.

Si la Cuaresma era el tiempo oficial para la instrucción de los elegidos, con vistas al bautismo de Pascua, también durante el año, cuando un catecúmeno lo pedía, podía recibirse dicha instrucción en curso privado. San Agustín lo recuerda, y, sin ocultar los inconvenientes, dio las normas en su De catechizandis rudibus, En Cartago estaba encargado de ello el diácono Deogracias.

Los capacitados debían unir a la instrucción un conjunto de ejercicios ascéticos para acostumbrarse a la práctica de la virtud. San Ambrosio compara al catecúmeno con un atleta, que se ejercita cada día para conquistar el palio.

En África y en Roma, sabemos que los capacitados ayunaban durante la Cuaresma junto con toda la comunidad cristiana; más aún, era ésta su observancia principal. Si estaban casados, se debían abstener del uso del matrimonio; práctica esta también vivamente aconsejada en Cuaresma a los cristianos casados. Por lo demás, toda la liturgia, a la cual estaban obligados a asistir cada día, en la parte didáctica los recordaba constantemente en sus formas eucológicas y los asociaba a la comunidad de los fieles.

 

La decadencia.

El catecumenado comenzó progresivamente poco a poco a decaer en la segunda mitad del siglo V, a medida que los catecúmenos adultos se hacían más raros y, multiplicándose las familias cristianas, los niños eran bautizados apenas nacían o en su primera adolescencia. Naturalmente, esto se verificó en medida y tiempo notablemente diversos según los lugares. A principios del siglo VI, Ferrando de Cartago (+ 531) alude todavía a una clase de capacitados adultos en África que siguen regularmente las etapas tradicionales del catecumenado; e igualmente en otras partes debía existir tal necesidad a causa de la evangelización de los pueblos en las zonas rurales. Al mismo tiempo, en Roma la carta del diácono Juan a Senario, escrita en el 492, supone ya una sensible reducción y simplificación del ritual. Hay que observar también que las invasiones de los bárbaros, que habían penetrado en todos los rincones del Occidente después del siglo V, presentaron ciertamente adultos para bautizar, pero en condiciones tales, que hacían muy difícil el someterlos a la metódica preparación bautismal de otro tiempo. Quedaron así en los libros solamente los ritos y las fórmulas tradicionales.

El XI OR, en efecto, que representa el ceremonial romano del bautismo en el siglo VII, se refiere solamente a les infantes, los cuales naturalmente no podían responder sino por boca de los acólitos y de los padrinos, que los llevan en brazos.

 

La Iniciación Ritual de los Catecúmenos en los Siglos IV-V.

Cuando un pagano deseoso de hacerse cristiano y amonestado quemadmodum post cogniiam veritatem debeat había sido aceptado por el obispo para hacerlo catecúmeno, debía someterse a algunas ceremonias preliminares, después de las cuales solamente era contado entre los cristianos, pero no todavía entre los fieles. Esta serie de ceremonias, según el uso de Roma, se ha conservado en el Ordo ad cathecumenum ex pagano faciendum, inserto en el sacramentarlo gelasiano, y que refleja ciertamente la práctica en la ciudad durante el siglo V. Lo confirma la carta escrita en el 492 por un cierto Juan, diácono romano, a su amigo Senario, funcionario del gobierno bizantino en Rávena, para satisfacer algunas aclaraciones pedidas por el mismo acerca de les ritos pre-bautismales.

Apoyándose en dichas fuentes, podemos precisar así las ceremonias prescritas en el antiguo Ordo de la primera iniciación cristiana:

a) El soplo en el rostro, acompañado de una fórmula de exorcismo. Para comprender esta ceremonia conviene tener presente que la Iglesia antigua consideraba a cada infiel poseído, en cierto modo, del demonio, el cual operaba en él las obras malas, de la misma forma que el Espíritu Santo es en el alma fiel el principio de sus obras buenas. Ocurría, por tanto, que el gesto despreciativo, con el exorcismo que le seguía, rompía esta esclavitud diabólica y desembarazaba de todo obstáculo el camino a la fe. Exsufflatus igitur exorcizatur, ut, fugato diabolo, Christo Deo nostro paretur ín troitus, dice el diácono Juan. El triple soplo sobre el catecúmeno es la expresión de esta operación interior, corno cuando con el soplo se quiere alejar de un objeto alguna cosa que lo perturba.

La ceremonia estaba también en vigor en África desde los tiempcs de los donatistas. Nec coepisse — los reprende San Agustín — dicunt esse christianum, cum tamquam paganum exufflant, cum cathecumenum faciunt.

b) La imposición de las manos sobre la cabeza y la señal de la cruz en la frente.

El gesto de imposición de las manos quiere ser una invocación a Dios para que, eliminada toda influencia nefasta, haga descender su virtud sobre el candidato, e, iluminando el entendimiento, lo prepare a la gracia de la fe.

La ceremonia se remonta a una época muy antigua, porque en África, en el 256, un sínodo de Cartago la indica ya como el primer paso en el camino que conduce a Cristo. Pero no debía ser menos común en otras iglesias. Eusebio refiere de Constantino que, cuando en Helenópolis se decidió a pedir el bautismo, como primera providencia le fueron impuestas las manos: quo in loco manuum impositionem cum solemni precatione primum meruii accipere. San Agustín es testigo a su vez en el África: Cathecumenos secundum quemdam modum suum per signum Christi et orationem manus impositionis puto sanctificari. La imposición de las manos en casos extraordinarios, cuando se trataba de una gran multitud, debía ser medio más rápido para agregarle a la Iglesia.

La señal de la cruz hecha sobre la frente del candidato sellaba el rito y la fórmula de la queirotonía, aunque algunas veces en ciertas iglesias no la precedía. Como quiera que sea, debía ser una tradición primitiva, porque ya Tertuliano lo considera como un plagio del culto de Mitra: Mithras signat illic in frontibus milites suos. Esto, característico y bien conocido por análogas costumbres paganas, se prestaba mejor para señalar el sentido espiritual del catecúmeno y las explicaciones morales que el obispo hacía seguir como comentario. San Agustín les decía: Quando primum credidisti, signum Christi in fronte iamquam in domo pudoris accepisti... Noli ergo erubescere ignominiam crucis. Sin embargo, la fórmula del gelasiano, aunque de origen romano, no se detiene en tales conceptos.

c) La degustación de la sal bendita. Escribe el diácono Juan:. Accipit etiam cathecumenus benedictum sal in quo signatur, quia sicut omnis caro sale condita servatur, ita sale sapientiae et praedicationis Verbi Dei mens fluctibus saecuii madida et fluxa conditur.

La primera noticia de esta ceremonia la encontramos en África, en San Agustín, que la considera como un sacramental y la pone en parangón con la misma comunión eucarística: Quod accipiunt (los catecúmenos), quamvis non sit corpus Christi, sanctum est tamen et sanctius quam cibi quibus alimur, quoniam sacramentum est. Por esto, su degustación no estaba limitada al ritual de la iniciación, sino que se repetía otras veces; por ejemplo, en Pascua; y un sínodo de Hipona del 393 dispone que el solitum sal sea distribuido a los catecúmenos también durante solemnissimos paschales díes.

El significado alegórico de la sal, símbolo de la sabiduría divina, ya manifestado por Cristo respecto a sus apóstoles, ha dado probablemente origen al rito material. El catecúmeno debía impregnarse en adelante de la sabiduría de Dios, que da el justo tono a la vida y la preserva de la corrupción del pecado. Además, los antiguos consideraban la sal bendita como de gran valor apotropéutico para neutralizar el influjo de los espíritus malignos. La ceremonia, desconocida por la Traditio, debió introducirse entre los siglos III y IV en África, desde donde pasó después a Roma. Pero las iglesias orientales no la adoptaron.

Realizadas las ceremonias dichas, se consideraba al candidato como catecúmeno, cristiano, miembro de la Iglesia, con derecho a asistir a la primera parte de la misa, en el lugar designado, hasta el sermón inclusive. Después de lo cual un diácono recitaba sobe el grupo de los catecúmenos una oración, imponiéndoles las manos, y los despedía con las fórmulas rituales: Cathecumeni, recedant! Si quis cathecumenus est, recedat!

 

La Iniciación Ritual de los Catecúmenos en los Siglos VI-VII.

Es difícil precisar cuándo cesaron las ceremonias expuestas en personas adultas, para hacerlo preferentemente en los niños o adolescentes. Para Roma podemos suponer el final del siglo V, la época de Juan Diácono, o la primera mitad del VI; en otras partes, quizá también una época posterior.

Para acomodarse a esta nueva situación fue compilado en Roma entre el 550 y el 600 un ordo o ritual para la iniciación de los infantes — es el XI OR de la colección de Andrieu —, derivando gran parte de las ceremonias y de las fórmulas de la pura tradición del sacramentarlo gelasiano original, compilado hacía poco; pero distribuyendo en siete escrutinios lo que antes se realizaba en sólo tres. Más tarde, en la recensión franca (Vat. Reg. 316) del gelasiano se interpoló, entre la dominica quinta de Cuaresma y la dominica de Ramos, lo esencial del Ordo antes dicho desde el primero hasta el séptimo escrutinio inclusive, pero de tal manera que el conjunto de las ceremonias aparece como si debiesen terminarse en una sola reunión. El XI OR es, por tanto, una fuente segura de la que podemos sacar el ritual y los formularios propios de la primera iniciación y del catecumenado vigente en Roma, no sólo en la época de la segunda compilación, sino además en la que surgió del gelasiano original, es decir, la segunda mitad del siglo VI. Solamente hay que tener en cuenta que las rúbricas indicadas en el Ordo para los infantes se aplicaban en otro tiempo, con las pocas variantes necesarias, a los adultos.

Exponemos, sobre todo, los ritos de la iniciación de los catecúmenos; en el párrafo siguiente trataremos de los propios capacitados.

Los infantes de ambos sexos, guiados por sus respectivos padres y padrinos, se reunían en la puerta de la iglesia, donde un acólito les tomaba los nombres. Una vez en el templo, se dividían en dos grupos: a la derecha, los niños, y a la izquierda, las niñas. Después un sacerdote hace sobre cada uno la señal de la cruz, diciendo: In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.

Pone en la boca de cada uno un poco de sal bendita, diciendo: Accipe, Ule talis, salem sapientiae, propitiatus in vitam aeternam.

Con esto terminaba su iniciación; eran ya catecúmenos. Como se ve, la ceremonia se encuadra substancialmente en las líneas de la tradición antigua. Los niños eran conducidos fuera de la iglesia; pero naturalmente no para comenzar, como antes, un período más o menos largo de penitencia, de preparación bautismal; esperaban sólo pocos instantes; es decir, hasta que se cantase el introito y la colecta de la misa Cum sanctificatus fuero in vobis, cuyo formulario, de la dominica precedente, fue trasladado en esta época a la feria tercera, donde se encuentra actualmente; después continuaba la ceremonia con la aperitio aurium.

 

Las Observancias Rituales de los Competentes.

Después de que los catecúmenos al principio de la Cuaresma habían adquirido con su firma el compromiso de recibir el bautismo en Pascua — y con esto se habían convertido en competentes o elegidos —, comenzaba para ellos la serie de instrucciones catequísticas y ejercicios ascético-penitenciales de que hablábamos antes.

Insertas en esta laboriosa preparación catequística y moral, realizada como obra en la cual toda la Iglesia estaba interesada y parte integrante del culto oficial de la comunidad, se celebraban:

1) Dos solemnes ceremonias:

a) La traditio symboli, que resumía las catequesis hechas sobre el símbolo.

b) La traditio orationis dominicae, que resumía las hechas sobre el Pater noster.

Cada una de las traditiones iba seguida de la respectiva redditio.

2) Tres reuniones especiales, llamadas escrutinios, en los cuales, mediante oraciones y exorcismos sobre todo, se procuraba purificar moralmente al capacitado y darle conjuntamente poco a poco una formación espiritual.

 

La Doble "Traditio."

 

La "traditio" del símbolo.

En África y en Roma, que observaban ciertamente una disciplina análoga, por traditio symboli se entendía la enseñanza de los artículos del símbolo apostólico dada a los capacitados de viva voz en una solemne reunión litúrgica. La fórmula, por cautela, no debían escribirla, sino aprenderla de memoria. Nec — decía San Agustín — ut eadem verba symboli teneatis, ullo modo debetis scribere, sed audiendo perdiscere, nec cum didiceritis, scribere; sed memoria semper tenere atque recolere.

La ceremonia tenía lugar en Hipona la dominica cuarta de Cuaresma y se insertaba en las lecturas de la misa didáctica, cuyo formulario — hoy trasladado al miércoles siguiente — conserva en todos sus textos una clara referencia al bautismo. En el lenguaje litúrgico se la designaba con el nombre de dominica in aurium aperitione, porque en esa circunstancia los oídos de los capacitados se abrían para oír por primera vez el anuncio de las grandes verdades de la fe. El símbolo lo explicaba frase por frase el obispo o un presbítero, de manera que los capacitados pudiesen aprenderlo y retenerlo lo suficiente para estar en disposición de recitarlo delante de los fieles el domingo siguiente.

La redditio symboli se hacía en la dominica quinta de Cuaresma a título de prueba; la oficial, definitiva, tenía lugar en la mañana del Sábado Santo.

También en Milán y en Roma se hacía así desde hacía tiempo. La redditio symboli tenía, como en África y en otras partes, carácter público y solemne, de loco eminentiore, in conspectu totius populi fidelis. Sin embargo, alguna vez, cuando la salida fuese molesta para alguno, se permitía recitar el símbolo en privado delante de los presbíteros. Al famoso rector Victorino se le hizo también esta propuesta, pero él la rechazó, y, entre el aplauso de los fieles creyentes, proclamó su profesión de fe.

La reunión de la mañana del Sábado Santo debía cerrarse con una última alocución del obispo a los elegidos sobre el misterio bautismal inminente. Antequam baptizaremini — les decía San Agustín — die sabbati, locuti sumus vobis de sacramento fontis, in quo íinguendo eratis. El fervor de la espera, que hacía vibrar aquellos corazones, lo expresa felizmente la colecta romana de clausura del rito vigiliar: "Dios eterno y omnipotente, mira propicio la devoción del pueblo, que espera su renacimiento lo mismo que un ciervo anhela la fuente de agua; y concédele que la sed de la santa fe, por gracia del sacramento del bautismo, santifique las almas y los cuerpos."

 

La "traditio" del "Pater noster."

La traditio orationis dominicae tenía lugar en África la dominica quinta de Cuaresma, inmediatamente después de la provisional redditio del símbolo. Decía, en efecto, San Agustín: Reddidistis quod creditis, audite quod oretis; y que explicaba en otro lugar el mismo santo Obispo: Ordo est aedificationis vestrae, ut discatis prius quid credatis, et postea quid petatis. No poseemos pormenores sobre el rito, excepto la circunstancia de que se hacía después de la lectura del Evangelio de San Mateo 6:7-13, pero es fácil adivinar cómo se realizaba. Las alabanzas y el comentario del Pater noster, al cual Tertuliano, Orígenes y San Cipriano habían consagrado libros a propósito, eran bien conocidos; San Agustín en sus escritos se hace eco frecuentemente, exaltándolo como la primera y la más comprensiva de las oraciones cristianas.

No está claro si la liturgia de Roma en un primer tiempo, es decir, en los siglos IV-V, poseía, además de la traditio symboli, también la del Pater y la de los cuatro Evangelios, que vemos en uso al final del siglo VI, y cuyos ritos con las fórmulas relativas están contenidos en el gelasiano primitivo y en el XI OR. Es probable suponer que Roma en un principio recogió del uso africano la traditio orationis dominicae y poco más tarde instituyó la traditio evangelii, que el diácono Juan en su carta del 492 no conocía todavía, pero que quedó siempre como una característica exclusiva de Roma. El ordenado arreglo de estos varios elementos litúrgicos debió comenzar quizá bajo el pontificado del gran papa liturgista San Gelasio I (492-495), de África, y terminarse en el siglo siguiente.

 

Las "Traditiones" en Roma en los siglos VI-VII.

La doble traditio que hemos descrito arriba, fundados en los testimonios patrísticos de los siglos IV-V, se relaciona con ceremonias realmente vividas, es decir, realizadas sobre capacitados adultos, al menos en su mayor parte. Las fórmulas que debían acompañarlas se han perdido; solamente nos quedan las del gelasiano, que son ciertamente contemporáneas, si no anteriores, al siglo VI, época de su composición, junto con textos de las tres misas pro scrutinio, en cuyo cuadro estaban insertas las traditiones.

No podemos, en cambio, considerar igualmente como antiguas las rubricas correspondientes, las cuales acusan una apoca posterior, porque suponen que las ceremonias se desarrollan preferentemente delante de los niños (infantes); algunos de ellos de tan tierna edad, que debían ser llevados en brazos por sus padrinos. También las tres homilías o exposiciones catequísticas, antepuestas, según el gelasiano, por el pontífice a toda traditio, y que substituyen en pocas líneas a la antigua larga catequesis pre-bautismal, indican, en su suscinta estilización, un desarrollo litúrgico más avanzado y una situación diferente.

La traditio en la liturgia posterior y en Roma era triple: de los Evangelios, del símbolo y de la oración dominical. Todas tenían lugar el miércoles de la cuarta semana de Cuaresma (in mediana). El gelasiano las titula in aurium aperitíonem ad electos.

En la primera, la traditio Evangelii, exclusiva de Roma, se iniciaba al catecúmeno en el conocimiento de los cuatro Evangelios, los títulos de la ley cristiana (instrumenta legis divinae). Cantado el responsorio gradual de la misa, cuatro diáconos, precedidos de acólitos con velas encendidas y un incensario humeante, llevaban procesionalmente del secretarium al altar los cuatro libros de los Evangelios, colocándolos sobre los cuatro ángulos de la mesa.

Un acólito, sosteniendo en brazos a un niño (infans) e imponiendo la mano sobre su cabeza, recitaba (decantando) el símbolo en latín o en griego, según la nacionalidad del niño, ya que en Roma en los siglos VII-VIII, después que los ejercitos de Justimano conquistaron Italia, era numerosa la colonia bizantina. El símbolo se recitaba según el texto niceno-constantinopolitano; pero primitivamente, sin duda, debía decirse el apostólico; Juan Diácono lo atestigua expresamente. Proseguía la misa, en la cual se admitía a los padres o los futuros padrinos a presentar la oblación en nombre de sus hijos respectivos, y su nombre era leído por el diácono en los dípticos.

 

Es oportuno recordar también una cuarta traditio, propia solamente, por lo que sabemos, de la iglesia de Nápoles: la de los salmos. Según el evangeliario de Lindisfarne, cuyas perícopas nos dan el calendario litúrgico napolitano en el siglo VI, la tercera dominica de Cuaresma tenía lugar quando psalmi accipiunt, dice el documento; pero ciertamente debía ser más antigua. La traditio psalmorum está directamente confirmada por una serie de homilías, atribuidas, con buen fundamento, a Juan, llamado el Mediocre, que fue obispo de Nápoles entre el 532 y el 555. Una de éstas comenta ante un grupo de elegidos los salmos 22, Dominus regit me et nihil mihi descrit... y 116, Laudate Dominum omnes gentes, alusivos, el uno, al agua y a los ritos bautismales: Super aquam refectionis educavit me...; parasti in conspectu, meo mensam·.. impinguasíi in oleo caput meum...; el otro, a la infinita misericordia redentora de Dios. El comentarista explica su contenido y manifiesta su esperanza de que lo aprendan y lo reciten de memoria: Hos versículos psalmi — dice el obispo del salmo 22 — memoria tenete, Ore Reddite, operibus ímplete...; y acerca del salmo 116 añade: lungamus et brevem (psalmum) propter tardos, qui prolixos versus psalmi tenere non possunt.

De Rosa cree que la traditio de los salmos 22 y 116 admitía también la del 41, Quemadmodum desiderat cervus..., cuya alegoría encuentra una magnífica expresión en las figuras de los mosaicos del baptisterio napolitano.

 

Los Escrutinios.

El escrutinio era un conjunto litúrgico inserto en la misa por medio del cual con oraciones a propósito — exorcismos, unciones, renuncias a Satanás — se procuraba purificar el alma y el cuerpo del catecúmeno de eventuales influencias demoníacas y asegurarse de que había de ser digno de la recepción fructuosa de la gracia bautismal. El término se encuentra por primera vez en San Ambrosio: Celebrata hactenus mysteria scrutaminum.

El escrutinio, por tanto, no tenía como fin, al menos en un principio, medir el grado de instrucción religiosa o el provecho espiritual alcanzado por el candidato, sino el de scrutare su corazón y asegurarse de que realmente estaba libre del dominio del espíritu impuro. Por tanto, los exorcismos formaban la observancia cotidiana y principal; se encargaban de ellos particularmente los clérigos exorcistas. "Era corriente en aquellos siglos la preocupación por los espíritus malvados, por su poder y por la necesidad de liberar de ellos no sólo las almas, sino también los cuerpos y la naturaleza misma animada o inorgánica. Se creía que todo objeto sobre el cual no se invocase enérgicamente el nombre de Jesucristo estaba sometido a la acción del demonio y era capaz de transmitirla. Por esto se multiplicaban los exorcismos sobre los candidatos al bautismo, y se quería que descendiesen desnudos a la sagrada piscina, sin el mínimo vestido, joya, amuleto, hilo en las trenzas, donde el enemigo hubiese podido ocultarse. Semejante pesadilla puede parecemos extraña, pero en un tiemipo tuvo gran importancia y ha dejado señales demasiado evidentes en la liturgia desde los tiempos antiguos hasta nuestros días para que pueda ser olvidada."

Durante el escrutinio, los capacitados, divididos en grupos según el sexo, debían estar sin capa, apoyando los pies desnudos sobre un cilicio, símbolo del hombre viejo, que el cristiano debía deponer y pisotear, para ser revestidos por Dios del hombre nuevo. En Oriente se extendía además sobre ellos durante el exorcismo un velo. Velo obductus tibí vultus fuit — escribe San Cirilo — ut attienta de caetero vacaret cogitatio, nevé oculus vagus ipsum queque cor vagari efficeret. Así, bajo una multitud de fórmulas imprecatorias, el demonio debía huir y el candidato daba prueba de estar inmune de influencias del maligno.

 

La antigua disciplina romana conocía tres escrutinios, fijados en las dominicas tercera, cuarta y quinta de Cuaresma. Este numero nos lo atestigua en el 402 uno de los Canones ad Gallos y más tarde la carta de Juan a Senario; se encuentra también en Milán, Nápoles, Benevento y Aquileya, que recibieron de Roma su organización cuaresmal. El gelasiano titula dichas tres misas pro scrutinio, y todas se presentan con un carácter verdaderamente arcaico, poseen un Hanc igitur sin la añadidura gregoriana, prescriben la recitación de los nombres de los padrinos y de los elegidos en los dípticos y sus fórmulas, a tono con el bautismo, suponen candidatos adultos; éstas, por tanto, pueden considerarse como anteriores a la organización de la Cuaresma, es decir, probablemente a la segunda mitad del siglo VI.

Al final del siglo V, época de una intensa elaboración litúrgica, el concepto primitivo de escrutinio muestra haber sufrido ya una evolución. La carta de Juan Diácono nos refiere que no es ya una sesión dedicada a repetir los exorcismos, sino un examen que se hace al candidato sobre la fe y sobre el conocimiento del símbolo, que le ha sido comunicado poco antes.

Los escrutinios son todavía tres; no sabemos, sin embargo, si estaban todavía fijados en la dominica o si, por el contrario, uno de ellos se celebraba ya durante la semana. No van precedidos de ninguna inscripción de los candidatos y la preparación catequista para éstos se reduce a nada o casi nada.

 

Una evolución también mayor y definitiva de los escrutinios nos la atestigua el XI OR (s. VII) y la confirman otros documentos contemporáneos. Los escrutinios, que son ya simples reuniones pre-bautismales, han llegado a ser tres o siete y se realizan solamente sobre niños. La variante de número se debe a preocupaciones simbólicas. Son siete porque es septiforme la gracia del Espíritu Santo.

Los más importantes son: el primero, colocado en el miércoles de la tercera semana de Cuaresma, en el cual los niños se hacen catecúmenos (cf. p. 660); el tercero, en la cuarta semana, en el cual tiene lugar la aperitio aurium, y el séptimo, que se desarrolla en la mañana del Sábado Santo. Los otros escrutinios (segundo, cuarto, quinto y sexto) no contienen más que exorcismos, los cuales se repiten constantemente en las ceremonias y en el formulario. He aquí el tipo:

Un diácono llama a los presentes; después les invita a arrodillarse y a rezar: Orate, electi, flectite genual Después de algún tiempo, añade: Lévate, complete orcttíonem vestram in unum, et dicite Amen! El Ordo no dice cuál era la oración; puede suponerse que sería el Pater, porque la traditio no había venido todavía; por lo demás, los infantes, por su edad, no podían conocerlo; si acaso, lo recitaban sus padres. Dirigiéndose a ellos, el diácono dice: Sígnate tilos! y ellos con el índice hacen la señal de la cruz sobre la frente de sus hijos, diciendo: In nomine Patris et Filii et Spiritus sancti.

A su vez, un acólito, según el XI OR (en un principio debió ser un exorcista), repite la misma ceremonia sobre los niños: In nomine Patris, etc. Impone después sobre cada uno sus manos, y en voz alta, en actitud de mandar, pronuncia la siguiente fórmula de exorcismo: "Deus Abraham, Deus Isaac, Deus lacob, Deus qui Moysi fámulo tuo in monte Sinai apparuisti, et filios Israel de térra Aegypti eduxisti, deputans eis Angelum pietatis tuae qui custodiret eos die ac nocte; Te, quaesumus, Domine, ut mittere digneris sanctum Angelum tuum, ut similiter custodiat et hos fámulos tuos et perducat eos ad gratiam baptismi tui. Ergo, maledicte diabole, recognosce sententiam tuam. et da honorem Deo vivo et vero; et da honorem lesu Christo Filio eius et Spiritui Sancto; et recede ab his famulis Dei, quia istos sibi Deus et D. N. I. C. ad suam sanctam gratiam et benedictionem, fontemque baptismatis donum vocare dignatus est. Per hoc signum sanctae Crucis, frontibus eorum quod nos damus, tu, maledicte diabole, nunquam audeas violare."

La misma ceremonia se realiza sobre las niñas; cambia solamente el exorcismo.

Terminado este primer exorcismo, otro acólito comienza un segundo, idéntico en las ceremonias, sobre los dos grupos, pero variando las dos fórmulas exorcísticas.

 

El Escrutinio del Sábado Santo.

Llamamos escrutinio, para usar la nomenclatura del XI OR, a la reunión litúrgica de los elegidos en el Sábado Santo; mientras, según el uso ritual de los siglos anteriores, los tres scrutinia se terminaban con el de la quinta dominica de Cuaresma. Es cierto de todas formas que este día, en que la Iglesia daba el último retoque a la preparación espiritual de los candidatos al bautismo, revistió, desde los tiempos más antiguos, una extraordinaria solemnidad. Ya la Traditio, de Hipólito, lo pone de relieve, prescribiendo a los elegidos un severo ayuno y recomendando que todos estén presente.

Las ceremonias propias de este día eran cuatro:

 

a) El último exorcismo, concluido con el rito del Ephpheta.

b) La unción con el óleo de los catecúmenos.

c) La renuncia a Satanás.

d) La redditio symboli.

 

Nosotros las ponemos en el orden en que las presenta el gelasiano y el XI OR; pero en otras partes, y en la misma Roma, no siempre tuvieron este orden, como indicamos en su lugar.

 

El último exorcismo y el "Eplipheta."

Conforme a la rúbrica del XI OR, el grupo de los elegidos se reúne en la iglesia a la hora de tercia, colocándose, según el sexo, en dos filas. Un sacerdote hace sobre la frente de cada uno la señal de la cruz y, con las manos extendidas sobre su cabeza, recita el siguiente exorcismo:

"Nec te latet, satanás, imminere tibí poenas, imminere tibí tormenta, imminere tibí diem iudicii, diem supplicii, diem qui venturas est velut clibanus ardens, in quo tibí atque universis angelis tuis aeternus veniet interitus. Proinde, damnate, da honorem Deo vivo et vero, da honorem lesu Christo Filio eius. et Spiritui sancto; in cuius nomine atque virtute praecipio tibí ut exeas et recedas ab hoc fámulo Dei, quem hodie D. N. I. C. ad suam sanctam gratiam et benedictionem, fontemque baptismatis dono vocare dignatus est; ut fíat eius templum per aquam regenerationis in remissionem omnium peccatorum, in nomine D. N, I. C. qui venturus est iudicare vivos et mortuos et saeculum per ignem."

A la ceremonia del exorcismo, más aún, al rito entero de este día, se le llama en la rúbrica del Ordo y del gelasiano, del cual fue extraída, cathechizare: Prius cathechizas eos, imposita sufer capita eorum manu...; al final ha tomado ya el sentido derivado de exorcistar. La nomenclatura no tendría de suyo importancia si no hubiese permanecido en nuestro misal el Sábado Santo y no resultase ininteligible a quien ignora los precedentes históricos.

El último exorcismo va unido al rito del Ephpheta, la aperitio aurium, porque la unción de los oídos y de las narices es una acción exorcística, como lo indica la fórmula tradicional: Tu autem effugare diabole... En un principio los dos sentidos eran señalados con el simple signo de la cruz, como advierte la Traditio; después éste fue acompañado por la palabra taumatúrgica de Jesús al sordomudo: Ephpheta! es decir, ¡Abrios! El gesto tenía también un significado simbólico, puesto ya de relieve por San Ambrosio.

La ceremonia formaba parte del ritual del bautismo no solamente en Milán, sino también en Turín, en Aquileya, en Rávena y en Roma; Juan Diácono lo atestigua expresamente, añadiendo el pormenor, en uso también en las Galias, de que la unción se hacía con el óleo. Pero San Ambrosio, que se gloría de seguir la práctica romana, no parece aludir en el texto referido al óleo, sino a la saliva. Pero si, al final del siglo V, Roma lo substituyó con una unción de óleo, más tarde la unión de la ceremonia con el milagro del ciego de nacimiento, al cual Jesús impregno los oídos con saliva, la hizo volver a poner en práctica, como ya advierte el gelasiano: tanges ei nares et aures De Sputo, et dicis ad aurem: Ephpheta...

 

La unción.

La unción del óleo sobre el pecho y las espaldas prescrita en este punto por el gelasiano continúa la línea exorcística del rito. El candidato ha llegado al momento crítico de la lucha con Satanás, porque dentro de poco renegará de él solemnemente para darse definitivamente a Jesucristo. Con el Ephpheta se han abierto y suelto sus sentidos para oír y expresar su voluntad; con esta unción se le quiere substraer simbólicamente del dominio del enemigo, igual que el atleta que iba a descender a la lucha con su adversario. Uñetas es quasi atleta Christim — decía San Ambrosio — luctam huíus saeculi luctaturus. En Oriente no se ungía solamente una parte, sino todo el cuerpo, de los pies a la cabeza. Deinde vero, exuti — cementaba San Cirilo de Jerusalén — exorcízate oleo perungebcmini a sumrnis verticis capillis usque ad ínfima, et participes facti estis sinceran olivae I. Christi. Para salvaguardar la intimidad, la unción de las mujeres la hacían las diaconisas.

El gelasiano no contiene ninguna fórmula para este rito. Después de los siglos XI-XII, en el pontifical de la Curia lo vemos colocado después de la renuncia, con la añadidura de la fórmula actual: Ego te lineo oleo salutis..., calcada sobre la de la confirmación.

 

La renuncia a Satanás.

La irreductible oposición al demonio y a cuanto tiene relación con él, que constituye una de las condiciones esenciales de la fe y profesión cristiana, era sensible y vigorosamente afirmada con esta ceremonia, cuyo origen se remonta, sin duda, a la época apostólica. En efecto, San Justino ya alude a ella a mitades del siglo II, como también después la mayor parte de los Padres más antiguos. Por lo demás, la lucha viva y cotidiana contra la idolatría hacía sentir entonces fuertemente su necesidad y extraordinaria importancia.

Desde un principio, la renuncia a Satanás se hizo en el baptisterio poco antes de recibir el bautismo, cuando ya los pies estaban sumergidos en el agua de la fuente; aquam ingressi, escribe Tertuliano; venimus ad fontem. Ingressus es, dice San Ambrosio al neófito. Sin embargo, en el gelasiano la encontramos anticipada y unida al Ephpheta, porque substancialmente es, como las (precedentes, una acción exorcística. El ceremonial romano posterior ha conservado señales de tal transposición; en efecto, el Ordo actual prescribe que la renuncia, la unción y el Ephpheta se hagan fuera de la cancela del baptisterio.

De la fraseología de que se sirven los Padres para designar el acto de la renuncia, parece deducirse que este rito tenía en todas las iglesias un triple formulario casi uniforme. En África y en Egipto, el candidato renunciaba al demonio, a sus pompas y a sus ángeles. Aquam ingressi —escribe Tertuliano — renuntiasse nos diabolo et pompae et angelis eius ore nostro contestamur; y más tarde, Qucdvultdeus de Cartago dice a los neófitos: Vos professi estis, renuntiare vos diabolo, pompis et angelis eius. Las "pompas" del diablo son los espectáculos idolátricos, explica Tertuliano, y sus "ángeles," según la frase evangélica, son sus ministros.

La fórmula romana olvidaba en la triple renuncia la alusión a los ángeles: "Yo renuncio a ti, ¡oh Satanás! a todas tus pompas y a todas tus obras"; así la indica la Traditio. Pero mientras en un principio tenía forma afirmativa, después (s. IV), quizá por analogía con la profesión de fe, tomó forma interrogativa.

 

En Oriente, el acto de la renuncia revistió también una forma dramática. El candidato, abjurando de Satanás, se volvía hacia occidente, el lugar de las tinieblas, y, por tanto, del demonio; soplaba tres veces contra él con los brazos extendidos en señal de amenaza; después, vuelto a oriente con las manos y los ojos dirigidos hacia el cielo, pronunciaba una frase de adhesión a Cristo.

No parece que la liturgia romana, muy sobria siempre, haya aceptado nunca gestos semejantes. La orientación a que hace alusión San Ambrosio, después de haber hablado de la renuncia en el De mysteriis, debe interpretarse probablemente en sentido figurado.

 

La "redditio symboli."

Al Sábado Santo estaba reservado el honor de la profesión de fe solemne y oficial, por parte de los elegidos, con la redditio symboli. También en esto Roma concordaba con el uso de la iglesia africana, como hemos dicho antes; y así lo mantuvo posteriormente, según la rúbrica del gelasiano y del XI OR: Sabbatorum die mane reddunt infantes symbolum; con la advertencia de que, tratándose de niños, la redditio había llegado a ser una simple y fría ceremonia. Un sacerdote pasaba revista a los dos grupos de infantes, niños y niñas, e, imponiendo sobre ambos las manos, cantaba: Credo in unum Deum... Reducida a estos términos, la escena, en un tiempo tan grandiosa y conmovedora, había perdido casi todo su significado.

El último escrutinio se cerraba con una oración en común, arrodillados, y con la advertencia del diácono: Filii carissimi, revertimini in locos vestros, expectantes hofam, qua possit circa vos Dei gratia baptismum operan, y ellos eran llevados a casa, en espera de dirigirse al atardecer al baptisterio pontificio del Laterano.

 

El Ritual del Catecumenado Después del Siglo VII.

Es difícil indicar con claridad cuál fue la práctica pre-bautismal seguida en Roma y en otras partes después del siglo VII. En las iglesias francas, hasta que estuvo en vigor el gelasiano, tanto en la recensión más antigua (Reg. 316) como en la sincretística del siglo VIII, fue fácil encontrar las fórmulas relativas y aun las prácticas directivas del rito con la ayuda del XI OR, tan largamente difundido allí. Sabemos, en efecto, que el sistema romano de los escrutinios se aplicaba a les catecúmenos también en Alemania y en Inglaterra. Pero cuando el gelasiano tuvo que ceder el paso al nuevo ritual, el gregoriano, la práctica resultó más bien complicada, ya que el sacramentarlo gregoriano, según la recensión adrianea, que llegó a Francia alrededor del 790, parece que quiso simplificar el Ordo precedente, reduciendo fórmulas y ceremonias. No mostraba ya señales de las tres traditíones, excepto en una rúbrica: Oratio super infantes in quadragesima ad quattuor evangelia, seguida de la fórmula Aeternam ac iustissimam pietatem tuam, que concluía el exorcismo sacerdotal de los escrutinios; no se habla ya de escrutinios, si bien los del a suponer en esta otra rúbrica del Sábado Santo: Oratio in sabbato paschae. Ad reddentes dicit dominus Papa post "Pisteusis." ítem ad cathechizandos infantes. "Nec te latet Satanás..."

También el orden de las ceremonias pre-bautismales se había cambiado; véase la rúbrica que sigue a la precedente: Posí hoc tangit singulis nares et aures et dicit eis: Ephpheta; postea tangit de oleo sancto scapulas etpectus et dicit: Abrenuntias Satanae?...

He aquí por qué, ante tales incertidumbres, Carlomagno en el 812 creyó oportuno consultar a todos los metropolitanos de su Imperio sobre un cuestionario acerca de los ritos que en un tiempo se realizaban sobre los capacitados durante su catecumenado. El conjunto de ritos propuesto por el emperador no tenía ninguna relación con el Ordo baptismi gregoriano del sacramentarlo homónimo, pedido por él a Roma poco antes, pero se había extraído de una carta escrita en el 758 a Alduino por el famoso Alcuino, el cual la había compilado imperfectamente con la del diácono remano Juan Senario.

Conocemos las respuestas de aquellos obispos, entre los cuales se distinguieron Odilberto de Milán y Amalario de Metz (+ 850.) Este compiló la suya sobre el modelo del XI OR y del gelasiano, pero introduciendo diversas variantes. Por lo demás, en aquellos tiempos de gran libertad litúrgica, la uniformidad en el orden de las variadas ceremonias prebautismales debía encontrarse en muy pocas iglesias. Por ejemplo, una variante de importancia que aparece en el siglo X es la anticipación al tercer escrutinio in aperitione aurium de la Ephphetatio, la cual se había realizado hasta entonces en el Sábado Santo.

 

 

El Rito Bautismal.

 

Tiempo del Bautismo.

No nos consta que los apóstoles hubieran fijado un tiempo determinado para conferir el bautismo; ellos, como atestiguan los Hechos, lo administraban siempre que se presentaba la oportunidad. Tampoco la Didaché parece conocer un tiempo determinado. El Ambrosiáster observa justamente: Primum omnes baptizabant quibuscumque diebus vel temporibus fuisset occasio. Pero San Justino en su primera apología, cuando describe el bautismo, preparado por un ayuno solemne y público, no sólo del candidato, sino también de la comunidad entera, y concluido con el santo sacrificio, hace sospechar fundadamente que aquel ayuno y aquel bautismo tenían lugar en la solemnidad de Pascua como quiera que sea, la primera disposición explícita sobre el particular, si bien no tcdos la consideran auténtica, es del papa Víctor (190-202), el cual en una carta a Teófilo de Alejandría, después de confirmar el uso romano de la fecha pascual, añade: Eodem quoque tempore baptisma celebrandum est catholicum; es decir, se confiere el bautismo oficial y solemne de la Iglesia.

La gran fiesta de Pascua era, en efecto, lógicamente el tiempo sagrado más a propósito para la administración del bautismo, merced al cual, como había explicado San Pablo, descendemos a la piscina para ser sepultados con Cristo y resucitar de allí, según la imagen de su santidad, a la nueva vida de gracia. Hay, por tanto, un íntimo nexo entré el bautismo y la fiesta de Pascua; de donde la Iglesia en la liturgia de esta solemnidad entrelaza y funde estos dos conceptos, estas dos resurrecciones, para cantar las glorias de una única Pascua, la de Jesús cabeza y la de su cuerpo místico.

Tertuliano advertía ya esta trabazón: Diem baptismo solemniorem Pascha praestat; cum et passio Domini in qua tingimur adimpleta est. Con todo, él añade que, si el día de Pascua y el período de la quincuagésima pascual hasta Pentecostés son el tiempo más a propósito para conferir el bautismo, omnis dies Domini est, omnis hora, omne fenupus habile baptismo; si de solemnitate interest, de gratia nihil referí. Como se ve, en África la disciplina en aquel tiempo estaba todavía oscilante, y así se mantuvo en tiempo de San Agustín.

 

Pero muy pronto las exigencias de la preparación del grupo de los catecúmenos empujaron a la necesidad de limitar con mayor rigor a una época determinada — el tiempo de Pascua — su instrucción y su bautismo. Esto sucedió con la organización del catecumenado a principios del siglo III. La Traditio nos da de ello claro testimonio; y así se expresa siempre la tradición litúrgica de Roma, exigida severamente por los papas en los siglos IV y V cuando en muchas iglesias de Occidente se había introducido el uso oriental de bautizar en la fiesta de la Epifanía, en memoria del bautismo de Cristo en el Jordán.

Tenemos sobre el particular una enérgica carta del papa Siricio (385-398) a Himerio de Tarragona, la cual delinea claramente la disciplina eclesiástica sobre la materia:

Sequitur deinde baptizaríaorum... improbabilis et emendando confusio... ut passim ac libere natalitiis Christi seu apparitionis (Epifanía) necnon et apostolorum seu martyrum festiüitatibus innumerae, ut asseris, plebes baptismi mysterium consequantur; cum hoc sibi privilegium, et apud nos et apud omnes eccesías, dominicum specialiter, cum pentecoste sua, Pascha defendat; quibus solis per annum diebus ad fidem c o nflu er. tib us generalia baptismatis tradi convenit sacramenta, his dumtaxat electis, qui, ante quadraginta vel eo amplius elíes, nomen dederint, et exorcismis quotidianisque orationibus ieiunüs fuerint expiati.

Exceptúa, sin embargo, de esta regla los casos de necesidad, como sería el temor de un naufragio, la invasión de un ejercito o una enfermedad grave en los neófitos.

Sicut sacram ergo paschalem reverentiam in nullo dicimus esse minuendam, ita infantibus, qui nondum loqui poterunt per aetatem, vel his quibus in qualibet necessitate opus fuerit sacri unda baptismatis, omni volumus celeritate succurri; ne ad nostram perniciem tendat animarum, si negato desiderantibus fonte salutari, exiens unusquisque de saeculo et regnum perdat et vitam.

El abuso condenado por el papa Siricio existía también en Italia, en la zona rural, en el Piceno, en Sicilia. San León Magno y después el papa Gelasio lo deploran en sus cartas a aquellos obispos. Sin embargo, a pesar de las recriminaciones de los papas, la costumbre se mantuvo durante largo tiempo. Clodoveo fue bautizado en la Navidad del 496; y todavía en el 1072, contra el antiguo uso galicano, un sínodo de Rúan sancionaba: Vigilia üel die Epiphaniae ut nullus, nisi infirmitatis necessitatet baptismate baptizetur, omnino interdicimus.

Se habrá notado cómo el decreto del papa Siricio atribuye el privilegio bautismal a la Pascua: Cum Pentecoste sua, es decir, con los cincuenta días que le seguían y se concluían con la fiesta de Pentecostés. Sin embargo, es fácil suponer que, entre el número de los catecúmenos, no pocos, por insuficiente preparación, o por alguna enfermedad que les sobrevenía, o por algún impedimento físico o moral, no podían recibir el bautismo en Pascua. San Agustín, por ejemplo, lo recibió, como narra Posidio, no in perüigilio, sino accedentibus diebus Paschae.

En el transcurso del tiempo, habiendo disminuido los bautismos de los adultos, y considerando que los recién nacidos, por su misma condición, están expuestos fácilmente al peligro de muerte imprevista, la Iglesia no sólo permitió, sino que persuadió a los fieles que bautizaran solícitamente a sus niños no más allá de los cuarenta días de su nacimiento.

Sin embargo — observa todavía el ritual —, cuando el nacimiento tiene lugar en la proximidad de la Pascua y no exiote razón particular, es conveniente, en homenaje a la antigua disciplina, ex apostólico instituto, esiperar a administrar el bautismo durante la vigilia de Pascua o de Pentecostés inmediatamente después de la consagración de la fuente.

San Ildefonso (+ 667) atestigua el uso, común en España y en otras partes en su tiempo, de cerrar la fuente bautismal a principios de la Cuaresma con el sello del obispo para que ninguno pudiese administrar el bautismo hasta Pascua. Todavía en el siglo XVI en muchas ciudades episcopales, como en Genova, estaba prohibido a los párrocos urbanos y suburbanos bautizar desde el Miércoles Santo hasta teda la octava de Pascua. En este período, los recién nacidos debían ser llevados a la fuente de la catedral.

 

La Sagrada Vigilia de Pascua.

Era la panuquia más solemne del año, aniversario de la resurrección del Señor, recordada ya por San Justino y Tertuliano y celebrada por las fervientes alabanzas de los Padres, velut mater omnium sanctarum vigíliarum. Los fieles acudían en masa; hasta los fríos y los indiferentes sentían misteriosos atractivos. Vigilat ista nocte — continuaba el santo Obispo — et mundus inimicus et mundus reconciliatus.

El grupo de los elegidos en Roma se había dado cita al anochecer en el Laterano. Para prepararles próximamente al bautismo, la iglesia romana, desde la más remota antigüedad, había tejido esta vigilia de una selección de perícopas escriturísticas alusivas al gran sacramento que iban a recibir, e intercaladas, según la antigua tradición de Roma, entre las colectas y los cánticos, sacados no del Salterio davídico, sino de las numerosas odas esparcidas en los libros sagrados del Antiguo Testamento. Las lecturas eran doce, dispuestas como otras tantas grandes misiones de la historia del mundo y del pueblo de Dios, figura de los novísimos misterios de Cristo y de su Iglesia. El obispo y los presbíteros, para mantener despierta la piadosa atención de los fieles, hacían el comentario frecuentemente de viva voz, mientras las oraciones que seguían a cada una exigían una aplicación ascética en relación con el bautismo. Los catecúmenos oían, cantaban, rezaban, y toda la comunidad con ellos y por ellos. Omnes petebatis — decía después a los neófitos San Agustín — orando, psallcndo.

Es interesante recordar cómo el sistema numérico de las lecturas romanas, llamadas más tarde "profecías," sufrió muchas variaciones a lo largo de los siglos. No hay duda que en un principio eran doce, según el antiguo tipo de la vigilia remana, todavía vigente en las cuatro témporas y confirmado por el sistema paralelo de Jerusalén, de Luxeuil y de Silos; pero ya en el gelasiano (Reg. 316) las encontramos reducidas a diez; en el Comes ab Albino expositus (s. IX), a seis, y en el sacramentarlo de San Gregorio, a cuatro: la del Génesis 1:131: In principio creavit Deus; del Éxodo 14:24-31: Factum est in vigilia matutina; de Isaías 4,16: Adprehendent septem muíeres, y la otra, del mismo (54:17 ss.): Haec est hereditas. Pero la tradición duodenaria primitiva no se perdió. Recogida por el gelasiano original, pasó a la recensión de los llamados gelasianos del siglo VIII y se mantuvo en el sistema romano de perícopas emparentado con los gelasiancs, de los cuales es exponente el comes de Murbach; hasta que, a través de la práctica de las iglesias septentrionales, en tiempo de los Otones terminó por entrar en la liturgia de Roma y mantenerse en ella, no sin notables oscilaciones, hasta nuestros días.

 

La Bendición de la Fuente.

Es cierto que en un principio el agua bautismal no recibía una bendición previa; el hecho mismo de tener que usar agua viva, como prescribe la Didaché, es decir, el agua corriente, lo excluye. No tiene, por tanto, positivo fundamento la afirmación de San Basilio de que una bendición de este género es de institución apostólica.

Pero muy pronto la elaboración teológico-litúrgica, sugerida fácilmente por varios textos escriturísticos, sobre todo aquel a los hebreos: Abluti corpas aqua munda, llevó a invocar a Dios sobre aquellas aguas, para que, como dirá después San Cipriano, purificadas de toda influencia demoníaca, recibiesen la virtud del Espíritu Santo y, consiguientemente, la facultad de santificar a los bautizandos. En la segunda mitad del siglo II, Clemente Alejandrino, citando las palabras del gnóstico Teodoto, y San Ireneo, refiriéndose a la costumbre de los marcosíanos, suponen que, en los conventículos herejes, el agua de su pseudo-bautismo era ya objeto de una preparación ritual. En el campo católico, Tertuliano es el primero en hablar como de una práctica pacíficamente admitida en las iglesias africanas en su tiempo. En el tratado De baptismo escribe: Omnes aquae... sacramentum sanctificationis consequuntur, invocato Deo. La invocación divina a que alude él se refiere evidentemente a una fórmula epiclética, que más tarde encontramos también en todas las liturgias, sobre cuya necesidad los Padres de los siglos IV y V insistieron vigorosamente.

Pero tales epiclesis suponían igualmente un exorcismo? La respuesta afirmativa es muy probable, porque Tertuliano añade poco después que las aguas son purificadas por una intervención del ángel, que prepara el camino a la acción santificadora del Espíritu. Pero esta medicatio aquae debía ser, en forma más o menos velada, un exorcismo. En efecto, con él se relaciona lo que dice expresamente San Cipriano: Oportet ergo mundari et sanctificari aquam prius a sacerdote, ut possit baptismo suo peccata hominis, quo baptizatur, abluere. Por lo demás, como la mentalidad cristiana consideraba al agua como un elemento de suyo insuficiente para producir efectos espirituales, según la frase de San Agustín: Aqua non est salutis nisi Christi nomine consécrala, existía en aquellos siglos una confusa mentalidad pagana, que ponía en el agua una de las sedes de los espíritus malignos. De aquí la necesidad de una doble acción epiclética y exorcística.

Las antiguas fórmulas occidentales debieron, por tanto, compilarse según este doble esquema. San Ambrosio no nos ha dejado testimonio completo de la que estaba en uso en Milán. La antigua fórmula romana se encuentra en el gelasiano (Reg. 316), y substancialmente es la que se recita todavía el Sábado Santo. Esta, precedida de la apología personal Omnipotens, sempiterne Deus, adesto magnae pietatis tuae mijsteril..., se compone actualmente de los siguientes miembros:

a) La introducción a un diálogo eucarístico: Veré dignum et iustum est... aeterne Deus, que falta en el gelasiano y aparece solamente con los gregorianos del siglo IX.

b) La consagración del agua, con la invocación del Espíritu Santo sobre la Iglesia y sobre el agua: Deus, qui inüisibili potentia..., a fin de que de su seno inmaculado "proceda una generación celestial regenerada en la nueva vida; y a los que ahora distingue el sexo del cuerpo, la edad o el tiempo, regenere a todos la gracia, a manera de madre común, en la misma infancia": in unam pariai gratia mater infantiam. A ésta sigue

c) El exorcismo sobre el agua: Proculergohinc, iubente te, Domine, omnis spiritus immundus abscedat... ut omnes hoc lavacro salutífero diluendi... perfectas purgationis indulgentiam consequantur.

Termina en este punto, según parece, la parte primitiva y más homogénea de la Benedictio, a la cual puede asignarse un origen más próximo al siglo IV que al V, porque San Pedro Crisólogo, de Rávena (+ c. 450), cita ampliamente trozos de ella en sus sermones.

d) A la precedente se añadió, durante el siglo VI, una segunda bendición del agua, puesta en singular, que comienza así: Unde benedico te, creatura aquae, per Deum vivum, per Deum sanctum..., y se interrumpe en las palabras baptizantes eos in nomine P. et F. et S. S. Muchos consideran esta fórmula de origen galicano, pero en realidad no es otra cosa que la fórmula exorc'stica propia del rito ambrosiano, cambiado poco felizmente el principio Adiuro te en Benedico te, ya que no puede ponerse en duda que el Adiuro te... per... representa el texto original, conforme a la fraseología tradicional de los exorcismos, usada por el misriio gelasiano para la Benedictio fontis suplementaria, mientras la construcción romana Benedico te... per... resulta extraña e ininteligible. Añádase que el texto subsiguiente: Haec nobis praecepta servantes..., que concluye con la doxología, se presenta como una añadidura posterior a la fórmula definitiva, realizada, junto con el prefacio, al principio, con el fin de dar a la bendición de la fuente una especie de anamnesis y de epiclesis sobre el modelo de la anáfora eucarística. Lo comprueba la diversidad del tono de lectura y la brusca interrupción del desarrollo conceptual, que no se verifica, en cambio, en la fórmula milanesa, la cual prosigue y concluye normalmente.

 

La infusión del crisma, que se realiza en esta última parte de la consagración de la fuente, si bien desconocida por el Ordo del gelasiano, es mencionada explícitamente por el XI OR, cuya rúbrica dice: Haec omnia expíeia, junait chrisma de vásculo áureo intro in fontes super ipsam aquam in modum crucis; et cum manu sua miscitat ipsum chrisma cum aqua et aspergit super omnem fontem vel populum circumsiantem. Pero la fórmula Infusio chrismatis D.N.I.C. ... y la otra Sanctificetur... (siempre para el crisma) se encuentran por primera vez en los sacraméntanos gregorianos del siglo IX.

Los gestos varios distribuidos actualmente durante el canto de la bendición, todos de fácil simbolismo en relación con el texto, no son originales, sino introducidos en el siglo IX. Es una excepción la signatio crucis al Benedico fe, de la cual hablan repetidamente los Padres del siglo IV, y el cambio de voz prescrito en las palabras Haec nobis praecepta... sint etiam purificandis mentibus efjicaces, ambos mencionados por el gelasiano. Este último se debe probablemente a la fractura de la fórmula; en cambio, otros los explican por el deseo de preparar y poner melódicamente más de relieve el triple canto de la fórmula epiclética Descendat in hanc plenitudinem fontis... que sigue inmediatamente. La primera inmersión del cirio en la fuente, realizada cada vez más profundamente y con voz más elevada, quería significar en el simbolismo antiguo a Cristo o al Espíritu Santo, que desciende sobre las aguas para tomar casi materialmente posesión de ellas y comunicarles la vis generativa spirituale. Qui... arcana sui luminis admixtione foecundet... En un principio, Roma no sumergía el cirio, sino los cirios encendidos llevados por los diáconos regionarios.

Terminada la consagración de la fuente, antes de derramar los óleos santos, el celebrante debe asperjar a los fieles presentes. De la aspersión, como antes decíamos, nos da testimonio el XI OR, el cual, sin embargo, la describe después de la infusión del crisma El pueblo en este momento solía sacar con sus propios vasos el agua consagrada ad aspergendum in domibus vel in vineis vel in campis vel fructibus. Esta piadosa costumbre se conserva todavía.

 

La Ablución Bautismal.

Ya que el bautismo, generalmente, se administraba por inmersión unida a la infusión, era necesario que el catecúmeno, entrando en la piscina, estuviese completamente desnudo. Como quiera que sea, para evitar que el cuerpo apareciese menos decoroso, se aconsejaba a los catecúmenos tomar un baño el Jueves Santo; ne baptizandorum corpora — observa San Agustín — per observantiam quadragesimae sordidata cum offensione sensus ad fontem venirent. No es cierto, al menos en Occidente, que" tratándose de mujeres, existiera un ministerio de viudas o diaconisas; San Ambrosio no le conoce. Venisti ad fontem — dice a los neófitos de ambos sexos — descendisti in eum, adtendisti summum sacerdotem, levitas et presbyterum in Jonte vidisti; sin embargo, no puede ponerse en duda que la Iglesia salvaguardaba lo mejor que podía las razones de la modestia, sea con la separación de sexos, y a veces también de baptisterios, sea ayudándose de la escasa luz que durante la noche debía existir en el baptisterio. Además, para juzgar aquella antigua disciplina es preciso tener en cuenta los usos públicos de la vida pagana, que hacían entonces a las personas menos accesibles a los estímulos de los sentidos.

Con los vestidos, el bautizando, antes de entrar en la concavidad bautismal, debía quitarse todos sus accesorios aun de simple adorno, como amuletos, anillos, pendientes, etc., donde, según la concepción antigua, el demonio podía esconder una insidia. La Traditio, en efecto, advierte que las mujeres no pueden presentarse al bautismo con joyas y collares de ningún género y deben deshacer las trenzas de sus cabellos.

 

La ablución bautismal iba estrechamente unida a una profesión de fe en las verdades fundamentales de la religión cristiana. La vemos exigida desde los tiempos apostólicos antepuesta al acto del bautismo; y es cierto que la más antigua regula fidei, que llegó a ser después el llamado "símbolo apostólico," nació de la necesidad de proponer a los catecúmenos una fórmula que de manera sumaria, pero simple y completa, contuviera las verdades aprendidas por ellos de los catequistas y les sirviese dé norma para juzgar de la ortodoxia de una doctrina. En efecto, habla en este sentido San Ireneo cuando escribe que para advertir la sutil insidia de las lucubraciones heréticas de los gnósticos es preciso apelar a aquella inmutable regla de fe, el κανών της αληείας άκλινής, que cada uno ha recibido en el propio bautismo.

La profesión de fe tenía forma interrogativa y proponía la doctrina católica en Dios uno y trino en tres miembros distintos. El candidato, ya con los pies en el agua, expresaba su consentimiento a cada una de las preguntas diciendo: Credo. A cada respuesta del catecúmeno, el obispo lo sumergía en el agua de la fuente. Se obtenía con esto, observa San Ambrosio, una trina interrogatio, una trina confessio y una trina mersio.

He aquí cómo describe el rito la Traditio: (Después de la unción exorcística, el sacerdote remite el catecúmeno) "al obispo o al sacerdote, que está junto al agua. Igualmente, un diácono desciende en el agua con el que debe ser bautizado. Tanto el diácono que está en el agua como el que bautiza imponen la mano sobre la cabeza del bautizando diciendo: "Crees en Dios, Padre omnipotente?" y el que es bautizado responde: "Creo."

A la distancia de casi dos siglos, San Ambrosio no describe de otra manera la escena de la ablución bautismal.

Todos los antiguos ordines baptismi, aun orientales, convienen substancialmente con el ritual romano. Las pocas diferencias existentes se refieren solamente a los artículos de la fe, puestos más o menos de relieve en las interrogaciones, como observaba ya Tertuliano: Dehinc ter mergitamur, amplius aíiquid respondentes quam Dominus in evangelio determinavit.

Tratándose de niños, respondían en su nombre los que los presentaban.

Las interrogationes fidei se conservan todavía en nuestro ritual, pero extraídas del acto del bautismo. No es fácil saber cuándo sucedió esto. Probablemente alrededor de los siglos VIII-IX al menos en las Galias, ya que es en esta época cuando aparece la pregunta Vis baptizan? inserta entre las interrogaciones y la ablución. El nombre, que en nuestro Ordo precede a la primera interrogación: credis..., falta en el ceremonial antiguo, pero se encuentra ya en los gelasianos del siglo VIII.

 

Por los testimonios antes citados, se deduce con bastante claridad que el bautismo se administraba con una triple inmersión acoplada a una triple infusión. En la práctica, la inmersión estaba limitada a la parte inferior de las piernas, que quedaban sumergidas en el agua de la piscina hasta casi las rodillas, mientras el ministro, imponiendo la mano izquierda sobre el bautizando, derramaba con la derecha por tres veces el agua sobre su cabeza, la cual después fluía a lo largo de todo el cuerpo. Los antiguos monumentos confirman esta práctica litúrgica.

La triple inmersión simbólica, ya prescrita por la Didaché en homenaje al dogma trinitario y que ha permanecido como norma litúrgica en toda la Iglesia, sufrió una excepción en España y en alguna provincia de Italia, donde hacia el final del siglo V se introdujo el uso de una única inmersión, como afirmación de fe en la unidad de las tres divinas personas, contra los arríanos. La novedad fue muy combatida; más aún, fue oficialmente deplorada por el papa Pelagio I, en el 560, en una carta al obispo de Volterra, y antes de él por el papa Vigilio (540-555) a Profuturo de Braga. Más tarde, diferida la cuestión a San Gregorio Magno, la práctica fue reconocida como legítima por éj, porque, aunque contraria al uso romano, in tribus mersionibus pérsonarum trinitas, et in una potest divinitatis singularitas designari.

 

Acerca de la fórmula del bautismo, debe deducirse del examen de los textos antes referidos de San Hipólito y de San Ambrosio que la triple profesión de fe en las tres divinas personas, alternada con la triple ablución, constituía en Roma y en Milán la forma del sacramento. La invocación (epiclesis) de la Trinidad en el bautismo, de que a veces han hablado los Padres, se explica suficientemente con las interrogaciones de fide, sin suponer una fórmula a propósito, que los textos no sugieren de ninguna forma.

De la fórmula actual Ego te baptizo..., que se encuentra, en primer lugar, en Oriente en los Cañones Hippolyt, nos da testimonio en Occidente la carta de Paulino de Aquileya al sínodo de Forli (796), y se encuentra en la misma época en el sacramentarlo gregoriano adrianeo, proveniente de los gelasianos del siglo VIII o de los libros galicanos.

 

La administración solemne del bautismo fue siempre una de las funciones reservadas al obispo. Non licet — escribía ya San Ignacio de Antioquía — sine episcopo neque baptizare, neque agapen celebrare; y Tertuliano confirma esta regla, observada también en su tiempo. Razón por la cual, si en Pascua faltaba en una diócesis el obispo, era imposible administrar el bautismo a los catecúmenos. Entre las actas del concilio de Calcedonia se encuentra una carta del clero de Edesa a los obispos Eustaquio y Focio en la cual les ruegan que permitan al obispo Ibas volver a Edesa para administrar el bautismo en la próxima Pascua. Poseemos una carta parecida de San Gregorio Magno a Romano, hexarca de Rávena, en la cual le ruega que trabaje para enviar a Ortensa a su obispo Blando, porque en su ausencia les niños morían sin bautismo.

Pero los obispos, aun para aliviar su no pequeña fatiga, delegaban fácilmente la facultad de bautizar en los sacerdotes y en los diáconos; más todavía, buscaban ansiosamente otros en las diócesis sufragáneas para satisfacer las crecientes exigencias de la multitud de catecúmenos. En Roma, el XI OR observa que el papa, después de haber bautizado uno, dos o más infantes, según su parecer, ceteri a diácono, cui ipse iusserit, baptizantur. Era ésta una tradición de la que nos da testimonio ya San Hipólito. De una carta del papa Siricio (+ 398) a los obispos de la Galias, parece que allí los sacerdotes y los diáconos bautizaban sin delegación episcopal, escudándose, para propia justificación, en la existencia de alguna necesidad. El papa declaraba que solamente en los casos urgentes puede per salutaris aquae gratiam daré indulgentiam peccatorum; pero a los diáconos nulla licentia invenitur esse concessa.

 

En el bautismo privado, es decir, en caso de necesidad, faltando un ministro cualificado, la Iglesia latina permitió siempre a cualquiera, aun laico, sea hombre o mujer, el administrar el bautismo. Esta disciplina gozó en un principio de una adhesión absoluta y universal; las iglesias de África y muchas orientales excluían a las mujeres, y especialmente a los herejes; así, cuando alguno volvía a la verdadera fe, debía someterse a recibir de nuevo el bautismo. La iglesia de Roma reprobó esta práctica, que en el 254 originó una fuerte y áspera controversia entre el papa Esteban I y el obispo de Cartago San Cipriano. Este había escrito al pontífice que en un sínodo de obispos africanos reunidos en Cartago, entre otras prescripciones sancionadas, se había decidido que los convertidos de la herejía ya bautizados fuera de la Iglesia se debían rebautizar. Justificaba tal decisión con la tradición de las iglesias africanas, que era la misma de las iglesias de Frigia y de Capadocia, de las cuales se había hecho intérprete Firmiliano de Cesárea en una carta suya a San Cipriano.

La respuesta del papa fue decisiva. Desaprobaba la decisión de los obispos, alegaba la contraria tradición romana como sagrada y veneranda herencia apostólica y, en fin, con verdadero y propio decreto, determinaba: "Si, por tanto, alguno entre vosotros vuelve a la Iglesia proveniente de cualquiera secta herética, no sea sometido a ningún nuevo rito, nihil innovetur nisi quod traditum est, excepto el tradicional de imponerle las manos para intimarlos a la penitencia, ut manus illis imponantur ín poenitentiam." Puso fin a la encendida polémica, que pudo convertirse en cisma, la feroz persecución de Valeriano (257), que quitó de la arena a los dos adversarios: en primer lugar, a San Esteban (2 de agosto del 257), y un año más tarde, a San Cipriano (14 de septiembre del 258). Sin embargo, el uso romano terminó por triunfar en seguida aun en África. Y con razón, pues la validez del rito no depende de la fe o de la dignidad del que lo realiza, sino del poder de Dios, invocado sobre el bautizando, que interviene con la impronta indeleble del Espíritu Santo.

 

Cuando el neófito salía de la piscina chorreando agua, encontraba pronto al padrino o a la madrina, que con un paño especialmente preparado lo secaba y lo cubría. Era uno de los oficios del padrino, al cual aludía probablemente Tertuliano en su tiempo cuando, después de haber descrito la ablución bautismal, añade: Inde suscepti... Los susceptores (llamados también sponsores, fideüussores, patrini) eran los que, presentando alguien al bautismo, garantizaban, si era adulto, su recta intención. Generalmente, en la antigüedad eran los mismos padres los que ofrecían al bautismo sus niños; más tarde fueron excluidos para poner más en evidencia la diversidad de la generación carnal, que les correspondía a ellos, de la formación moral y religiosa, a la cual estaba llamado el padrino. En el campo litúrgico, aquél debía responder, si se trataba de un niño, a la profesión de fe, a la renuncia a Satanás, a las interrogationes baptismi; asistirlo además en el acto del bautismo y acompañarlo después a la misa de Pascua y de la octava pascual, haciendo la ofrenda en nombre de su ahijado, mientras se recitaba el nombre de ambos en los dípticos.

El paño de lino con que se secaba al neófito se conservaba frecuentemente como recuerdo querido del bautismo. Víctor Vítense narra el extraño episodio de un diácono (Murria) que en su tiempo había sacado de la fuente a Elpidofono, que después se hizo apóstata y perseguidor. Cuando Murita, denunciado por él como cristiano, iba a ser extendido sobre el caballete para la tortura, sacó fuera los paños de lino con los cuales lo había recogido en la fuente bautismal y, extendiéndolos delante de todos, exclamó: "He aquí los paños que te acusarán delante del Juez divino, porque te has revestido de maldición, perdiendo el sacramento del verdadero bautismo y de la fe." A estos paños se los llamaba sabana. Poseemos una carta del papa Paulo I a Pipino en la cual le da las gracias por haberle mandado el paño (sabanum) con el cual había sido cubierta su hija al salir de la fuente, y afirma haberlo agradecido como un precioso regalo.

La legislación carolingia exigía con mucho rigor que los padrinos y las madrinas estuviesen en condiciones de cumplir fielmente su oficio, conociendo los elementos de la vida cristiana, el Pater y el Credo, y que se mantuviesen irreprensibles en sus costumbres. Por esto debía excluirse a los indignos, como les herejes, los infieles, los excomulgados, los pecadores públicos. Generalmente, la Iglesia exigió un solo padrino, según el sexo del bautizando; pero a principios del siglo VIII se pusieron dos, tres y aún más, frustrando en la práctica el fin del padrinazgo. A este propósito, un sínodo de Metz en el 888 establecía: Nam unus Deus, unum baptisma, unus, qui a fonte suscipit, debet esse paier vel mater inf antis.

 

Los Ritos Postbautismales.

 

La Unción Crismal.

Encontramos las primeras menciones, en África, en Tertuliano, y en Roma, en la Traditio.

En la Traditio, la unción se describe así: Et postea (el bautizado) cum ascendeñt, ungeatur a presbítero de illo oleo quod sanctificatum est, dicente: Ungeo te oleo sancto in nomine lesu Christi. Esta crismación, propia del uso romano-africano, no era primitiva, pero se introdujo muy pronto en el ritual del bautismo para significar los efectos de la gracia santificante producidos en el alma del neófito; los cuales, según un conocido lenguaje bíblico, fueron siempre presentados como una unción espiritual procedente del Espíritu Santo. Baptisma esse sine Spiritu non potest, decía San Agustín. La unción en particular decía relación con la recibida en un tiempo por los sacerdotes y por el rey, prefigurativa de la unción real y sacerdotal de Cristo, por la cual el bautizado también se hacía "ungido, cristiano," membrum Christi, aeterni regís et sacerdotis, y se incluía en el genus electum, en el regale sacerdotium" en la geris sancta de que habla San Pedro. Es el mismo concepto que llevó también a algunas iglesias de Oriente a coronar al neófito y a aclamar la dignidad de que el bautismo lo había revestido.

Por esto, la unción se hacía, según el ceremonial hebreo, sobre la cabeza; ín cerebro, dice el gelasiano; o, como nota el XI OR, in vertíce. La realizaba el mismo sacerdote o el diácono que había conferido el bautismo, a no ser que estuviese presente el obispo; y era totalmente distinta de la otra crismación que seguía a la imposición de las manos hecha por el obispo en la confirmación, y acompañaba a la consignatio, es decir, al hacer la señal de la cruz sobre la frente. San Agustín daba una especialísima importancia a la unción postbautismal, porque la consideraba como el símbolo eficaz de la colación de la gracia mediante el don del Espíritu Santo.

 

La vestidura blanca.

El simbolismo cristiano encontró un modo de expresar la pureza interior efectuada por el lavatorio bautismal cubriendo al neófito con una vestidura blanca; lo mismo que, según parece, hicieron en las iniciaciones de sus adeptos los cultos mistéricos antiguos.

No sabemos bien cuándo fue introducida la ceremonia o, como alguno quiere suponer, cuándo se transformó en rito litúrgico el gesto natural de secar con un paño de lino blanco al neófito. Las primeras alusiones las encontramos en Oriente, en la narración que Eusebio hace del bautismo de Constantino el Grande (+ 337), y más específicamente en las iglesias de Siria, hacia la mitad del siglo IV. De allí probablemente pasó a Occidente. En la segunda mitad de aquel siglo lo encontramos en Roma, Milán y África. San Ambrosio dice al neófito: Accepisti post haec, vestimenta candida ut esset indicium quod exueris involucrum peccatorum, indueris innocentiae casta velamina. En Roma es testigo la carta de Juan Diácono a Senario; y sabemos con cuánta generosidad San Gregorio Magno proveía de albas bautismales a los neófitos pobres de Sicilia y de Córcega. El Ordo Romanus hace también alusión a ello, pero sin dar a entender que el papa pronunciase fórmula alguna sobre el particular; en cambio, ésta existía en las Galias, según nos refiere el misal de Bobio: Accipe vestem candidam et itnmaculatam quam pereras ante tribunal Christi.

Los neófitos llevaban la vestidura blanca recibida en el bautismo durante toda la octava de Pascua al menos durante la misa y la procesión de la tarde que celebraban cada día y, en ciertos lugares, también en la vida civil. Los libros litúrgicos titulan aquellos días in albis, y la nomenclatura ha quedado todavía en el misal. Las albas, junto con la larga venda que velaba la unción crismal de la consignatio, eran depuestas por los neófitos el sábado de Pascua, llamado por esto in albis depositis. San Cesáreo de Arles, en efecto, decía: Paschalis solemnitas hodierna festivitate concluditur; et ideo hodie neophitomm habitas commutatur. La ceremonia se realizaba en el baptisterio. Desde aquel día formaban parte ya de la comunidad de los fieles: ecce miscentur hodie fidelibus infantes nostri.

 

Es oportuno notar cómo nuestro ritual aplica la misma fórmula: Accipe vestem candidam..., sea al pañito (linteolus) que en el baptismo parvulorum debe colocarse sobre la cabeza del niño (imponit capiti eius), sea a la vestís candida, de la cual en el baptismo adultorum prescribe que se revista el nuevo bautizado. Ahora bien: si en este segundo caso la fórmula está en su lugar, en el primero no está tan acertado, perqué una vestidura, si de vestidura se puede hablar en un niño, no se coloca en la cabeza.

Apoya esta teoría el observar que el linteolus que hay que poner sobre la cabeza del recién nacido no representa ni substituye a la vestidura blanca tradicional, sino al pañuelo (linteum, chrismale, mitra) con que por reverencia se cubría la cabeza del neófito después de la unción crismal recibida en la confirmación; la cual, como es sabido, seguía inmediatamente al bautismo. Leemos en una carta de Troyano, obispo de Saintes, en las Galias: Consulitis de quodam puero qui nescire se didt si fuerit baptizatust nisi hoc tantum recolít, qud de linteo caput habuit involutum, quod frequenter infirmantibus jieri solet ne caput algeat. También se llevaba en la cabeza durante la octava de Pascua el chrismale, el cual, junto con el alba, se quitaba el sábado. Per esto, San Agustín decía: Hodie octavae dicuntur infantium; revelando sunt capita eorum.

 

El Cirio Encendido.

Después de la unción crismal, el sacerdote da al recién bautizado o al padrino que lo representa una vela encendida, acompañando el rito con una fórmula, que se inspira, como toda la ceremonia, en la parábola evangélica de las vírgenes prudentes. Ésta traditio lampadas ha entrado en La liturgia romana con el pontifical de los papas (s. Xl-XII); pero ciertamente se relaciona con la abundante iluminación que desde el siglo IV, especialmente en Oriente, se encendía en la noche de Pascua en señal de alegría por el bautismo (la illuminatio) de los neófitos, a la cual se asociaban con las luces. San Ambrosio conmemora los lumina neophitomm splendida, que éstos llevaban en la procesión de la fuente al altar.

 

La confirmación.

A la recepción del bautismo seguía inmediatamente la consignatio del neófito, es decir, la confirmación, dada por el obispo con la imposición de la mano y la unción del crisma sobre la frente. De ella hablaremos ampliamente en la sección segunda.

 

La misa y la comunión pascual.

Terminadas las ceremonias postbautismales, la candida fila de los neófitos, al canto del salmo Introibo ad altare Dei, ad Deum qui laetificat iuventutem meam, abandonaba ordenadamente el baptisterio para dirigirse a la iglesia, donde había quedado la muchedumbre de los fieles respondiendo a las invocaciones de la letanía sugeridas por la schola. Colocados en el lugar asignado, todo estaba dispuesto para la solemne celebración de la misa, en la cual ellos participaban por primera vez, comenzando por la oratio fidetium, que iniciaba el sacrificio. Acogidos ya en la casa de la madre, vosotros — les decía Tertuliano — abrid, confiados, los brazos a la vista del Padre celestial: primas manus apud rnatrem (la Iglesia = Ecclesia mater) cum fratribus aperitis.

El altar aparecía adornado como de fiesta; compositum lo llamaba San Ambrosio; dispuesto "para recibir las oblaciones de los fieles. En Milán, sin embargo, no se solía permitir a los neófitos, en gran parte todavía niños, hacer en los días de la octava de Pascua la ofrenda, como los otros, porque — declara el mismo santo Doctor — éstos no están suficientemente instruidos para comprender el significado: ne offerentis inscitia contaminet oblationis mysterium. En su lugar ofrecían sus padrinos, y sus nombres eran leídos por el diácono en los dípticos. Por lo demás, todo el formulario de la misa estaba lleno en aquel día del pensamiento de los neófitos y del profundo sentido de alegría, que hacía vibrar suavemente el corazón de cada uno y ponía en los labios del pontífice acentos de sublime lirismo.

En esta misa, los neófitos recibían por primera vez la comunión eucarística. Era un sagrado deber observado en la Iglesia desde los tiempos apostólicos; San Justino nos da de ello testimonio, y después, todos los Santos Padres. No se exceptuaba a los niños aun de tierna edad; más aún, San Agustín y el papa Inocencio I la hacen condición indispensable de salvación.