Parte II.

 

Los Elementos Constitutivos del Oficio.

Los elementos constitutivos del oficio se pueden reducir a tres fundamentales:

I. Los salmos con sus antífonas. II. Las lecturas con sus responsorios. III. Las oraciones (colecta, preces).

Tal se presenta desde la época primitiva la estructura de la oración canónica, pasada substancialmente a la Iglesia de la liturgia sinagogal. Tertuliano alude a ello expresamente describiendo el orden de las vigilias: Scripturae leguntur. aut psalmi canuntur, aut adlocutiones proferuntur, aut peti-tiones delegantur. Al final del siglo IV, Nicetas, obispo de Remesiana, encomia los oficios vigiliares, en los cuales los salmos, las lecturas y las oraciones se entrelazan armónicamente para nutrir y alegrar el alma de los fieles: Et psalmis delectamur, et orationibus regimur, et interpositis lectioni-bus pascimur... Auditori quidem oratio ipsa fit pinguior, dum mens recenti lectione saginata, per divinarum rerum quas nuper audivit imagines currit.

Todavía hoy, excepto las pocas añadiduras hechas más recientemente, como los himnos, los tres elementos dichos se encuentran como base del oficio.

De ellos: a) la salmodia tiene el fin más directo de tributar alabanza a Dios (elemento doxológico); b) las lecturas, el de instruir (elemento didáctico); c) las oraciones, el de pedir la ayuda divina en las contingencias cotidianas de la vida.

Trataremos en particular de estos elementos en los capítulos de la presente sección, estudiándolos naturalmente desde el punto de vista histórico-litúrgico.

 

 

1. Salmos y Salmodia.

 

 

El Salterio y Su Uso Litúrgico.

Llámase Salterio (del griego ψαλτηριον — instrumento de cuerda) a la colecciσn de 150 poemas religiosos, llamados más propiamente Salmos (de ψαλμός = aire melσdico, y, consiguientemente, el texto cantado), compuestos, bajo la inspiración de Dios, por David y por otros escritores hebreos para servir como cantos sagrados y como fórmulas de oración tanto en el uso litúrgico como en la devoción privada.

El Salterio es un libro complejo: a) por su contenido; porque abraza composiciones de toda especie poética: de la lírica a la didascálica, de la épica al epitalamio, del canto individual al himno colectivo; b) por sus autores; David fue, ciertamente, el principal, y con él reyes, jefes, levitas, sacerdotes, cantores y fieles desconocidos; c) por su valor; indiscutiblemente, muchos salmos muestran una perfección de concepto y de forma tal, que pueden estar a la par con los trozos mejores de la literatura profana, mientras otros revelan menor originalidad y una redacción literaria menos cuidada; d) por su finalidad; porque, mientras algunos salmos fueron compuestos expresamente para el uso litúrgico, otros, por el contrario, nacieron en circunstancias particulares extralitúrgicas, y sólo más tarde fueron introducidos en el culto con alguna ligera modificación.

El Salterio ha llegado hasta nosotros distribuido en cinco libros; el primero contiene los salmos del 1 al 40; el segundo, del 41 al 71; el tercero, del 72 al 88; el cuarto, del 89 al 105; el quinto, del 106 al 150. Los salmos están dispuestos en cada uno de los libros sin un especial criterio de fecha, de género o de autor. Cada uno de los cuatro primeros libros termina con una doxología particular; al quinto sirve de doxología el último salmo. Los cinco libros formaban tres distintos grupos en su origen. El primero, (yahvista), atribuido a David mismo o poco posterior a él, comprende los salmos 1 al 41, en los cuales casi constantemente — 272 veces contra 15 — Dios es llamado con el nombre sagrado oficial de Yahvé. El segundo (elohista) comprende los salmos 42-83 y un apéndice (84-89). En contraste con el grupo precedente, Dios es llamado 200 veces Elohim y sólo 44 veces Yahvé. Esta reunión, que contiene salmos de David, de Coré y de Asaf, parece que ha sido compilada en el tiempo de Ezequías; el suplemento, aún más tarde. El tercero, de carácter compuesto, comprende los libros cuarto y quinto; se distingue, en particular, el grupo de los "salmos graduales" (120.122-134). Según una tradición referida por 2 Mach. 2,13, el Salterio había sido reunido y reordenado definitivamente en tiempo de Esdras y Nehemías.

Los salmos habían tomado carácter litúrgico en los sacrificios del templo y en el servicio divino de las sinagogas. Esto resulta cierto no sólo de la tradición particular hebrea, que había adoptado el Salterio como libro oficial de canto, sino además por el contenido y por la misma estructura externa de los salmos. En los salmos 25:6; 26:6; 46:2.6s; 53:8; 67:5; 80:2, etc., se habla expresamente del canto de los salmos en las funciones litúrgicas. Muchos de los salmos, por su constitución, se parecen a cantos corales para ser ejecutados en el servicio divino; así los salmos 8, Domine Dominus noster; 23, Domini est térra et plenitudo eius; 45, Deus noster refugium et virtus; 94, Venite, exultemus Domino; 99, lubilate Deo; 113, In exitu Israel de Aegypto; 117, Confitemini Domino; 133, Ecce nunc benedi-cite Domino; 134, Laúdate nomen Domini, 135, Confitemini Domino quoniam bonus. Otros se revelan por su contenido como cantos decididamente litúrgicos; así, además de los ya notados, los salmos 145, Lauda anima mea Domínum; 146, Laúdate Dominum quoniam bonus; 141, Lauda lerusalem, Dominum; 148, Laúdate Dominum de caelis; 149, Cántate Domino; 150, Laúdate Dominum in sanctis eius, y además los grandiosos himnos a Yahvé de los salmos 67, Exurgat Deus; 95, Cántate Domino canticum novum; 96, Dominus regnavit, exultet térra, etc. Otros dejan comprender por su fórmula final que han sido admitidos al uso litúrgico, como los salmos 3, 20, 27, 50, 123, 124, 130, 133, etc. Otros, en fin, por su inscripción demuestran que han sido compuestos con vistas a su empleo en el culto; así el 29, Para la clausura de la fiesta de los tabernáculos; el 30, Para la consagración del templo; los salmos 119-133, Canto de las ascensiones, para uso de los peregrinos que subían a Jerusalén, etc. Por lo demás, los salmos, que tenían en un principio carácter puramente personal, con su inserción en el Salterio entraron en el uso ritual, y así toda la reunión de los 150 salmos fue para los hebreos el libro de la oración litúrgica.

 

El Salterio, junto con los otros libros sagrados, pasó de la Sinagoga a la Iglesia primitiva, la cual no sólo lo recibió como un texto de oración inspirada colectiva e individual, sino que lo introdujo en su nueva liturgia, en la consideración de que en todas sus páginas se refleja el misterio de Cristo: adúmbrala (est) imago Christi Redemptoris in ómnibus psalmis. El, en efecto, había declarado (Lc. 24) que los salmos contenían los oráculos respecto a su misión; muchas veces había dado el ejemplo de orar y de argumentar sirviéndose de los salmos, substituyendo la propia persona por la del salmista y haciendo propios sus sentimientos. En las palabras de los salmos, decía San Agustín, yo escucho Christi vocem vel psallentem, vel gementem, vel laetantem in spe, vel suspirantem in re. Precisamente por este su contenido cristológico, la Iglesia ha orado siempre y orará con los salmos, expresión de la oración de Cristo; y escogiendo de ellos con preferencia los textos de la liturgia, intentó interpretar exactamente y expresar los sentimientos mismos de su divina Cabeza.

Este valor divino del Salterio es igualmente el motivo que lo ha hecho amar tanto por las almas más contemplativas de todos los siglos, las cuales hicieron de él su alimento preferido, hasta el punto de recitarlo por entero cada día y de repudiar en la oración litúrgica todo texto que no hubiese sido sacado de los salmos.

Además de esto, los salmos, por la universalidad de los sentimientos que expresan, coordinándolos todos constantemente hacia Dios, se prestan maravillosamente a interpretar las más variadas emociones del alma cristiana siempre que quiera adorar, dar gracias, alabar y volver propicio al Señor. "Las palabras de este libro (el Salterio) — escribía San Atanasio — abrazan toda la vida humana, cualquier estado de espíritu, toda emoción del alma... Sentís vosotros necesidad de penitencia y de perdón? ¿Estáis oprimidos por la desventura o por la tentación? ¿Habéis sufrido una persecución u os habéis escapado, escondiéndoos? ¿Quizá alguno de vosotros, triste o afligido, o bien, alegre por haber conseguido triunfar de un enemigo, quiere alabar, dar gracias y gloria a Dios? Recurra a los salmos; en ellos encontrará materia más que suficiente para su necesidad y podrá ofrecer a Dios, como si fuesen suyos, todos sus sentimientos." He aquí por qué el Salterio fue siempre en la Iglesia considerado como el libro por excelencia de la oración cristiana, no sólo para los sacerdotes y religiosos, sino también indistintamente para todos los fieles.

Como tal, se explica la costumbre, tan difundida en la edad antigua, de estudiar los salmos, aprendiéndolos de memoria. Ya San Pablo invitaba a los primeros fieles a familiarizarse con los salmos: Loquentes vobismetipsis in psalmis, et hymnis et canticis spiritualibus. Así lo había hecho él mismo encontrándose con Silas en la prisión de Filipos (Act. 14, 25). Más tarde, los Padres exhortaban a los monjes y a los clérigos y a todos los jóvenes de uno y otro sexo que querían consagrarse al servicio de Dios. San Pacomio, el autor de la primera regla claustral, obligaba a sus monjes al estudio del Salterio. El autor del De Virginitate amonesta a la virgen: Psalterium habeto et psalmos edisce. San Jerónimo escribía así al monje Rústico: "Este libro no debe nunca faltar de tus manos, ni de delante de tus ojos; debes aprender los salmos literalmente de memoria." Y en la carta a Eustoquio hace un gran elogio de las religiosas de Santa Paula, en Jerusalén, porque eran tenaces en el exigir la observancia de la regla que "ninguna monja pudiese permanecer si no sabía los Salmos. A este estudio se aplicaban también las niñas, y el mismo santo Doctor lo aconseja con grande insistencia a Laeta, noble dama romana, respecto a su hijita. El concilio II de Nicea puso como condición absoluta el conocimiento de los salmos para la consagración episcopal; en efecto, San Gregorio Magno rechazó, una vez consagrado obispo, a un sacerdote que no los sabía de memoria.

 

En cuanto al uso de las oraciones salmódicas en la oración privada, Tertuliano hasta su tiempo nos da testimonio sobre la iglesia de África y de Italia cuando exhorta a los obispos cristianos a competir entre ellos en el canto de los salmos. En la sección precedente demostramos nosotros cuan numerosas fuesen en los primeros siglos las personas devotas que en casa consagraban a Dios las primeras horas del día y de la noche con la recitación de salmos a propósito. Una carta enviada desde Belén por Paula y Eustoquio a su amiga Romana Marcela nos da idea de la popularidad alcanzada allí por los Salmos al final del siglo IV. "En esta pequeña aldea de Cristo, todo es campestre, y, a excepción de los salmos, no reina más que el silencio. De cualquier parte que venga, el aldeano, con la mano en el timón del arado, canta el Alleluia. El sudoroso segador se recrea con el canto de los salmos; el viñador, mientras corta con la hoz curva las uvas, canta un cántico davídico. Tales son los aires melódicos de este país, éstas sus canciones de amor."

Es interesante recordar cómo en la antigua liturgia napolitana existía un rito que hasta ahora no se ha encontrado en otras partes, la traditío psalterii, el cual se hacía a los catecúmenos en la tercera dominica de Cuaresma, Dom quando psalmi accipiunt, anota el Capitulare Evang., de Lindisfarne, escrito en el 658. Los catecúmenos eran invitados a aprender de memoria el salmo 22, Dominus regit me... considerado como una síntesis de los misterios de la religión cristiana, o bien, para los menos inteligentes, el 116, Laúdate Dominum omnes gentes.

 

Según un antiguo uso romano de origen oriental, introducido probablemente en el siglo V, al final de cada salmo (excepto en el triduo sacro y en el oficio de los muertos) se añade como conclusión el versículo doxológico Gloria Patri... sicut erat. San Benito lo adoptó en seguida en su cursus monástico, pero tardó en hacerse común. En las Galias, en tiempo de Amalario (+ 850), a pesar de que el concilio de Vaison (529) había decidido el adaptarse a la práctica romana, el Gloria Patri se intercalaba solamente cada cuatro salmos en el oficio ferial.

La práctica de insertar en la salmodia la pequeña doxología no era solamente una afirmación trinitaria en tiempos de la difusión del arrianismo, sino que constituía uno de tantos medios escogidos para distinguir un salmo de otro, o un grupo determinado de salmos, y para favorecer la recitación. En Egipto, según refiere Casiano, los primeros monjes gustaban tomar después de cada salmo un breve respiro en silencio y después se ponían de rodillas, a continuación de lo cual el abad recitaba una oración. En otras partes, como en Jerusalén, era regla recitar solamente una colecta. Esta costumbre, especialmente en los días feriales, estaba también muy en boga en Occidente, en la liturgia galicana y ambrosiana, en las reglas monásticas extra-benedictinas, y duró mucho en la Iglesia. Son varios los salterios de los siglos VIII y IX en los cuales a cada uno de los salmos sigue una oración destinada a parafrasear el sentido y a resumir el fruto.

 

El Texto Litúrgico del Salterio.

No hay duda de que la Iglesia romana, la cual en los primeros tres siglos usó oficialmente el griego como lengua litúrgica, se sirviese en la salmodia del texto griego llamado "de los LXX," el cual, por lo que respecta a los Salmos, es una traducción del original hebreo hecha en Alejandría cerca de 150 años antes de Cristo. Pero en seguida debió sentirse la necesidad de una versión latina. Esta se tuvo en el siglo II, si bien no sabemos precisar la fecha del lugar de origen. Por San Agustín es llamada Itala; y, según él observa, su texto traducía muy servilmente el griego de los LXX.

Al final del siglo IV, habiendo sido notablemente alterados por las múltiples transcripciones los manuscritos de la Itala que contenían el Salterio, San Jerónimo en el 382-83 hizo en Roma una revisión. Hasta ahora se había sostenido que el texto salmódico corregido por él estaba representado por el así llamado Psalterium Romanum, en uso en Roma y en Italia hasta Pío V y todavía seguido en la basílica de San Pedro y quizá por el rito milanés, del cual nos quedan vestigios en el invitatorio (Ps. 94) de maitines y en varios textos del misal. Pero recientemente De Bruyne ha creído poder demostrar que el Psalterium Romanmrt no puede ser de San Jerónimo por los errores e interpolaciones de que está lleno. El primer salterio jeronimiano sería, por el contrario, el que él cita en las cartas por él escritas a Roma y en los Commentarioli por él compuestos al principio de su estancia en Palestina. La primera revisión del Salterio, hecha, como declara el mismo santo Doctor, cursím, un poco precipitadamente, fue corregida y perfeccionada en el 386, utilizando las Hexaplas, de Orígenes, estudiadas por él en Cesárea de Palestina. Esta segunda revisión llegó a nosotros con el nombre de Psalterium gallicanum, porque fue introducida primeramente en las Galias por San Gregorio de Tours (+ 593), y de allí, poco a poco, en todas las iglesias del Occidente; mientras, como observa dom De Bruyne, sería más exacto llamarla Psalterium hexaplare. Su texto es el que forma parte de la Biblia Vulgata y se recita después de la reforma de Pío V en el breviario.

San Jerónimo hizo todavía, hacia el 392, otra traducción latina de los Salmos directamente del original hebreo. Esta versión iuxta hebraicam veritatem, la mejor, sin duda, y todavía la más apreciada, no fue jamás admitida en la liturgia, probablemente para no ponerla en contraste con los textos salmodíeos de la Vetus Latina, entrados desde hacía siglos en el uso litúrgico y conocidos por todos de memoria.

Se admite unánimemente que la actual versión de los Salmos recitada en la oración canónica es muy defectuosa; y de todas partes se hacen votos para que sea oportunamente revisada. Sería quizá mejor una nueva traducción latina hecha sobre los textos originales, sirviéndose de las grandes ayudas de la sana crítica moderna. La difícil empresa fue hace poco felizmente conducida a término por los -profesores del Pontificio Instituto Bíblico de Roma, y a ella dio el reconocimiento oficial el papa Pío XII con su "motu proprio" In cotidianis precibus, del 14 de marzo de 1945, autorizando su uso tanto en la recitación publica como privada del breviario.

Pero, a pesar de una excelente traducción, los Salmos, por motivos de diverso género, tienen siempre necesidad de un estudio cuidadoso que facilite su plena inteligencia. San Juan Crisóstomo ya desde su tiempo, y después muchas veces los Santos Padres, han deplorado en los fieles, y mucho más en los clérigos, la escasa comprensión del Salterio, motivo siempre de una tibia y desgarbada recitación del santo oficio. Sería deseable que cada sacerdote se preparase con un estudio personal sobre los salmos, al menos los más difíciles, como se lee que hubiese hecho un monje de Cluny, el cual llevaba siempre consigo una Glossa de los salmos, que consultaba siempre que salmodiando tropezaba con algún versículo obscuro.

 

Los Varios Géneros de Salmodia.

Los salmos del oficio público fueron siempre cantados. Eusebio llama, en efecto, a la salmodia μελωδεισθαι, porque la salmodia, según el alto concepto de los antiguos, confería la más digna expresión a las fórmulas de la oración. No hay duda de que la melodía de los salmos ha podido cambiar de un país a otro, y que, aun conservando alguna señal de un origen común, haya debido adaptarse a los gustos y al temperamento de los diferentes pueblos en los cuales había sido introducida. San Agustín constata esta diversidad en África: De hac re varia est consuetudo; y reprende a los fieles sus compatriotas por su descuido y por su dejadez en el canto, pleraque in África ecclesiae membra pignora sunt, mientras que los himnos inflamados de los donatistas sonaban como un reclamo de trompeta, quasi ad tubas exhortationis inflamment.

Pero, cualquiera que fuese la diversidad de las formas melódicas, todos los Padres están unánimes en celebrar los piadosos atractivos de la salmodia eclesiástica. San Basilio exalta la virtud de los salmos, que ungen todas las heridas del alma, y añade que "tal fuerza les viene a ellos de la modulación y de la suavidad del canto, que excita al alma al bien." San Ambrosio describe el entusiasmo universal con que todo el pueblo cantaba los salmos: "El salmo es el canto de la tarde y de la mañana. El Apóstol manda a las mujeres callar en la iglesia, pero ellas tienen el derecho de cantar los salmos. Son el himno de todas las edades como de todos los sexos; oíd a los viejos, a los jóvenes, a las vírgenes y a las más encantadoras niñas modular al unísono aquellos cantos y dulces cánticos. Los niños desean saberlos; y a aquellos que generalmente no quieren aprender, les es grato tenerlos en la mente.¡Qué fatiga no cuesta el obtener el silencio durante las lecturas! Y, si uno habla, todos bisbisean. Pero ¿se entona el salmo? Todo se hace silencio por sí mismo, todos los cantan sin tumulto. Se recita en casa, se repite en los campos; es el himno de la concordia, ya que qué lazo de los corazones no es la armonía de un pueblo que canta junto? Quién rehusaría perdonar a aquel que en la iglesia une su voz a la suya?" Son conocidas las palabras de San Agustín con las cuales ha celebrado la belleza y el poder misterioso de la salmodia: "¡Cuántas veces, oh Señor, he llorado oyendo tus himnos y tus cánticos, profundamente conmovido por la voz de tu Iglesia, voz que resonaba suavemente y penetraba en mis oídos, en tanto que la verdad se insinuaba en el corazón; piadosos afectos encendían mi alma y lágrimas saludables caían de mis ojos!"

La antiguedad cristiana nos ha transmitido tres diferentes formas litúrgicas de salmodia:

a) la salmodia responsorial; b) la salmodia antifónica; c) la salmodia directa.

 

La salmodia responsorial.

Llámase así la salmodia ejecutada por un solista, que desarrolla melódicamente el texto del salmo, mientras al final de cada versículo, o en ciertos puntos determinados, el pueblo le responde con una breve aclamación. Es éste el tipo de canto salmódico más antiguo de la Iglesia, el único en uso hasta el siglo IV, que se relaciona directamente con la tradición de la Sinagoga. Los hebreos, por regla, ejecutaban así los salmos en las funciones del templo. Tenemos un típico ejemplo en el salmo 136 cantado por el gran coro de los músicos en la dedicación del templo, a cada versículo del cual se aclamaba con las palabras quoniam in aeternum misericordia eius. Esta frase final formaba una especie de estribillo, con el cual el pueblo respondía a la primera parte del versículo. El uso salmódico, iunto con las respuestas intercaladas por el pueblo, es, por tanto, un antiguo uso judaico, que, por un hecho fácil de explicarse, pasó al servicio litúrgico de la Iglesia primitiva. El solista comenzaba por enunciar el título del salmo que estaba para cantarse, después se desgranaban con ritmo melódico cada uno de los versículos, a cada uno de los cuales respondían todos los fieles con una frase estribillo siempre igual, sacada generalmente del principio o del final del salmo mismo o que expresa una especial sentencia, o con una fórmula aclaratoria, como Benedictas Deus, Amen, Alleluia. Ya en tiempo de San Pablo, los extranjeros y los que no sabían seguir la oración dicha o cantada por el solista respondían Amen. Numerosos testimonios de los escritores de los siglos IV y V atestiguan la difusión en toda la Iglesia, tanto de Occidente como de Oriente, de la salmodia responsorial tanto en el oficio como en la misa.

Nuestro misal ha conservado un antiguo ensayo en el canto de los tres niños, Benedictas es, los sábados de las témporas, a cada versículo del cual se repite: Et laudabilis et gloriosas in saecula. A causa de estas respuestas intercaladas del pueblo, el salmo así ejecutado era llamado psalmus responsorius, y la salmodia relativa, cantas responsorius. Así, en efecto, se expresa Eteria a propósito del oficio nocturno celebrado en Jerusalén: psalmi respondentur. No hay duda de que la ejecución del salmo responsorial requería en el cantor una pericia musical no común. Era su obligación, bajo la guía de ciertas melodías tradicionales, ejecutar el canto con modulaciones de voz más o menos complicadas según su habilidad personal y la solemnidad litúrgica. Pero hay que observar que los salmos responsoriales del oficio debían tener una línea melódica mucho más simple de lo que requería el solemne Psalmus Responsorius ejecutado durante la misa. San Agustín, en efecto, refiere que San Atanasio hacía salmodiar en Alejandría al lector con una inflexión de voz tan moderada, que parecía más bien una lectura que un canto. Parecida debía ser la práctica en las iglesias de África, porque el mismo santo Doctor registra el mismo reproche hecho a los católicos¡por los donatistas quod sobrie psallimus in Ecclesia divina cántica prophetaram. Todo esto deja suponer que las primitivas formas melódicas de la salmodia responsorial debían de ser muy sencillas; mientras más tarde, como atestigua San Agustín, el desarrollo del arte musical había adornado el Salterio davídico con las más suaves cantilenas.

No debe maravillar si, para precaverse de estos peligrosos adornos del arte, el canto fuese tenido por sospechoso en algunos ascetas más rígidos y en algunas reglas monásticas. Psalmum dicas in ordine tuo — escribía San Jerónimo al monje Rústico — in quo non dulcedo vocis, sed mentís ajjec-tus guaeritur; y más tarde, las constituciones cartujanas amonestan: Quia boni monachi officium est plangere potius quam cantare sic cantemus voce ut planetas non cantas de-lectatio sit in corde. Con todo esto, la Iglesia en todo tiempo permitió que los salmos revistiesen un digno aunque austero vestido musical. Casiodoro (+ 570) interpretaba exactamente el pensamiento cuando escribía: "Los salmos deleitan nuestras vigilias. Mientras los coros salmodian en el silencio nocturno, la voz humana levanta a Dios un canto melódico, y con palabras moduladas con arte nos levanta hasta aquel de donde viene la palabra divina para la salud del género humano."

La salmodia responsorial en el oficio fue en seguida suplantada por el nuevo canto antifónico, más sencillo, más breve, más práctico. Encontramos los últimos vestigios en la regla de San Benito, la cual prescribe en el tercer nocturno del oficio dominical tria cántica de "Prophetarumn... quae cántica cum Alleluia psallantur (c.ll). En cambio, en la misa, el Psalmus Responsorius se mantuvo por largo tiempo; y, aunque mutilado en gran parte de sus versículos, conserva todavía la bella fioritura de los antiguos melismas.

 

La salmodia antifónica.

La antífona está constituida substancialmente por el canto alternado de los des coros, que se responden mutuamente en la ejecución melódica del salmo. Difiere de la salmodia responsorial porque, mientras la característica de ésta consiste en el solo salmódico de un cantor, al cual responde el pueblo, en el canto antifónico son, por el contrario, dos grupos corales que se responden recíprocamente.

La antífona tiene precedentes muy remotos. Encontramos ya un clásico ejemplo en el himno mosaico de acción de gracias Cantemus Domino, ejecutado por los hebreos, después del paso del mar Rejo, a dos coros distintos, que se alternaban, hombres y mujeres. Leemos también de David que había dividido los cantores del templo en dos coros, los cuales se respondían mutuamente en el canto de los salmos. El historiador Sócrates hace ascender la institución del canto antifónico a San Ignacio, obispo de Antioquía, el cual, "habiendo oído a los ángeles cantar alternativamente himnos en alabanza de la Trinidad, estableció en la iglesia de Antioquía esta manera de cantar. La noticia tiene sabor de leyenda; pero, de los varios elementos dignos de fe, se puede deducir que este sistema de cantar estuviese en estimación desde hacía mucho tiempo en las iglesias siríacas y de Mesopotamia. De allí, en efecto, la tomaron y la implantaron en Antioquía, hacia la mitad del siglo IV, Diodoro y Flaviano, jefes del partido ortodoxo de aquella ciudad, para contraponerlo a la antifonía de los arrianos. Estos dos eminentes varones "dividieron a sus fieles ascetas en dos coros, y les enseñaron a salmodiar alternativamente los himnos de David.

Fueron estas piadosas asociaciones de ascetas y de vírgenes, viviendo en medio del siglo, los que en Antioquía, Edesa y Jerusalén inauguraron el nuevo canto, el cual, unido a la salmodia de las vigilias cotidianas por ellos introducidas, dio, como veíamos, un impulso inesperado al desarrollo de la oración canónica.

La antífona obtuvo entre los obispos y los fieles tales simpatías, además de servir también, como arma semejante, para combatir los cánticos heréticos de los arrianos, que a la vuelta de pocos años fue honoríficamente acogida por las principales iglesias del Oriente y del Occidente. Por estas últimas tenemos positivos testimonios respecto de Roma, donde fue introducida por el papa Dámaso; de Milán, llevadas por San Ambrosio en el 386; de la iglesia africana, según narra San Agustín. En un principio, el nuevo canto fue asociado al preexistente canto responsorial, como sabemos por Eteria y por San Basilio, que describe minuciosamente el desenvolvimiento del oficio vigiliar en Cesárea en el 375; después, poco a poco, la salmodia antifónica substituyó a la otra, eliminándola casi del todo. No se puede negar que la antifonía en el oficio se prestaba, mucho mejor que cualquier otra clase de canto, a mantener despierta la atención de una gran masa de fieles y para interesarlos más vivamente en la oración salmódica.

 

¿Cómo era ejecutado el canto antifónico? Wágner observa justamente que, en un principio, la antífona debía comprender un alternado de dos coros a voces dispares, que después se fundían en uno solo, cantando en octava. Pero cuando en el siglo IV hizo su ingreso triunfal en la Iglesia, se presentó solo y como canto alternado de dos coros; más aún, quedó como el único sentido anejo a esta expresión. Es después difícil admitir que desde un principio los dos coros se alternasen entre ellos cada uno de los versículos y de los salmos según el uso actual, ya que una práctica de este género supone un conocimiento no común de los salmos, que podía verificarse en un pequeño grupo de ascetas, pero era imposible encontrar en la masa de los fieles, los cuales muy poco sabían del Salterio y difícilmente podían disponer de códices.

Para superar la dificultad fue encontrada la antífona, es decir, un breve texto salmódico, cuya frase melódica era anunciada inmediatamente antes del salmo, después repetida por el coro "popular y más tarde intercalada a cada versículo o grupo de versículos, ejecutados por los cantores o sacerdotes en lugar del coro. San Juan Crisóstomo, comentando el salmo 117, Confitemini Domino, al cual los asistentes respondían con el versículo Haec dies quam iecit Dominas, escribe: "El pueblo no conoce el salmo entero; por esto se ha establecido que él cante un versículo adaptado que contiene alguna sublime verdad." Teodoreto. narrando la traslación de los restos de San Babila, mártir en Dafnea, junto a Antioquía, bajo Juliano el Apóstata, dice que los que conocían bien los salmos cantaban los primeros, pero la multitud se limitaba a responder a cada versículo la antífona Conius sunt omnes qui adorant sculptilia, qui gloriantur in simulacris.

Este, de todos modos, es el hecho: que, ya en el siglo IV, los salmos y las antífonas propiamente dichas son recordadas como dos cosas muy distintas; y desde aquel tiempo en adelante, el estribillo con el cual se alterna el canto salmódico es llamado antífona, nombre que ha sido conservado hasta hoy.

 

La antífona, en sus modalidades originales, continuó siendo practicada en Occidente durante una buena parte de la Edad Media. Ya la manera misma con que entonces eran cantados los salmos y las antífonas, y lo son todavía hoy, presupone la repetición de la antífona a cada versículo. En efecto, para unir oportunamente el final del versículo con el comienzo de la antífona se usaban, por el mismo tono del salmo, varias fórmulas de terminación, correspondientes a la melodía inicial de la antífona, fórmulas llamadas dijferentiae. Suprimida la antífona intercalada, han quedado en los libros de canto las variantes finales, que, si melódicamente tienen un valor relativo, conservan un significado arqueológico.

Por lo demás, a principios del siglo IX, Amalario, en la descripción del oficio nocturno, recuerda seis antífonas repetidas alternativamente por dos coros después de cada versículo. Naturalmente, la repetición de la antífona prolongaba notablemente el oficio. Para no quitar demasiado tiempo al trabajo, se comenzó, por tanto, a omitir la repetición; de aquí, poco a poco, se limitó a repetir la antífona cada dos o tres versículos de los salmos de maitines y laudes, como todavía se hace en el salmo 94 en el invitatorio y en el tercer nocturno de Epifanía.

 

El canto antifónico en el oficio se desarrolló de manera distinta al de la misa. En ésta, las llamadas antífonas ad Introitum, ad Offertorium y ad Communionem fueron instituidas solamente para servir de marco ornamental a los ritos particulares, la entrada del celebrante, la ofrenda de los dones, la comunión. Recibieron una fórmula melódica muy rica, aunque inferior al salmo responsorial, porque eran ejecutadas por cantores de profesión, en los cuales frecuentemente el sentimiento artístico prevaleció sobre el litúrgico. Consiguientemente, la exuberancia musical de aquellas antífonas redundó en desventaja del salmo sobre el cual estaban insertas, así que éste fue olvidado y reducido a casi nada poco a poco.

En el oficio, por el contrario, la antífona es la cosa principal y no tiene que adornar ninguna acción litúrgica; existe y vive sólo para el salmo. Más aún, su ejecución quedó siempre encomendada a los monjes y a los clérigos, los cuales sabían naturalmente apreciar el sentido litúrgico de las formas del canto y eran tan concienzudos, que no se dejaban llevar a cambios radicales. Si existió una reducción, ésta no llegó nunca a sacrificar el carácter fundamental de la antífona, y el salmo quedó íntegro.

Merece también que se haga resaltar la simplicidad de la salmodia antifónica. "Aquí ninguno debe prevalecer; las varias formas que poco a poco se suceden son tales, que todos las pueden sostener, aun los que no tienen voz ni habilidad especial para el canto. Era ésta, en un principio, la característica de la salmodia antifónica, la cual en el oficio ha quedado siempre inalterada. Las antífonas, principalmente las más antiguas, son de hechura simple, cada sílaba del texto lleva una o dos notas, raramente tres; además, muchas, como las de los días feriales, son del todo silábicas. Su importancia musical está en el preparar la fórmula salmódica correspondiente, de la cual forman parte como preludio. El diseño melódico del salmo corresponde al de la antífona, es un canto-tipo que se ofrece natural cuando varias voces dicen simultáneamente, sin pretensiones, el mismo texto. Su melodía, aun siendo accesible a todos, es de una simplicidad y una belleza estructural tal, que, cosa verdaderamente maravillosa, no fatiga, no cansa jamás aunque se repita a cada versículo del salmo. Los tonos antifónicos de los salmos del oficio son de aquellas creaciones elementales que en su camino a través de los siglos no han perdido nada de su frescura y de su fuerza; poseen siempre el secreto del agradar a millones de corazones y de levantarlos a Dios."

 

La salmodia directa.

La salmodia directa (psalmus in directum, tractus) consiste en cantar el salmo desde el principio hasta el fin, siempre a coros alternados, pero sin adiciones responsoriales o antifónicas. Es el canto salmódico más sencillo y más cómodo. Los primeros que han hablado de él son Casiano y San Benito. Era un género de salmodia que convenía particularmente a las comunidades menos numerosas; minor congregatio fuerit (psalmi), in directum psallantur, nota San Benito (c. 17); o cuando sus miembros estuviesen cansados de las fatigas del día. Probablemente, en este segundo caso, el canto de los salmos se reducía a un simple recitado, o bien bastaba que un cantor, aunque fuera menos hábil, ejecutase el salmo con cierta cadencia, sin especial ornamento melódico. Los presentes lo escuchaban en silencio, sentados, limitándose a seguir mentalmente el sentido de las palabras. Así, según Casiano, se hacía también en los monasterios de Egipto.

San Benito prescribe el canto directo para el salmo 66 -Deus, misereatur nosíri, introductorio de las laudes matutinas, indicando que debía ser ejecutado subtrahendo modice... ut omnes occurrant (c. 17), es decir, cantando con una discreta lentitud a fin de dar a los monjes tiempo de encontrarse en coro para el comienzo de las laudes. Tal lentitud no pertenecía ya, por tanto, a la naturaleza de la salmodia directa, como quería Durando, sino que era sólo ocasional. También en las reglas de San Cesáreo y de San Aureliano se alude al psalmus directaneus, como también en el Ordo ambrosiano de Beroldo, una rúbrica del cual advierte que debe ser cantado por dos coros reunidos sin alternarse. También el I OR en la vigilia pascual, asignando al lector después de la lección el cántico Cantemus Domino, deja suponer que lo ejecutaría ín directum.

 

Las Antífonas.

La antífona fue creada teniendo en cuenta una doble función musical y litúrgica. Musical, porque designa y prepara el tono en el cual deberá ser cantado el salmo, susceptible, como es fácil de comprender, de varias melodías. Pero mientras en un principio el salmo cantado debía ser lo principal, y la antífona lo simplemente accesorio, más tarde esta última se extendió y se enriqueció, atrayendo sobre sí todo el interés musical, y la cantilena salmódica se redujo a una serie de fórmulas estereotipadas. Litúrgica, porque la antífona sugiere el pensamiento dominante a través del cual la Iglesia invita a interpretar el salmo. El salmo 129, por ejemplo, De projundis, etc., forma parte tanto de las vísperas de difuntos con la antífona Si iniquitates ob-servaveris, Domine... como de las vísperas de Navidad con la antífona Apud Dominum misericordia... En ambos casos, la antífona precisa el sentido, o temeroso o confiado, pretendido por la liturgia con este salmo. La antífona fue por esto justamente llamada la "clave del salmo."

Podemos clasificar todas las antífonas en cuatro grandes categorías:

 

a) antífonas salmódicas;

b) antífonas,evangélicas;

c) antífonas históricas;

d) antífonas independientes.

a) Las antífonas salmódicas.

 

Son aquellas que derivan su texto del mismo salmo que preludian. Tal era el uso primitivo, todavía conservado, salvo raras excepciones, en los oficios dominicales y feriales. Estas antífonas salmódicas forman breves frases, sacadas del comienzo del salmo o del versículo más característico, de modo que llaman sobre él desde el principio la atención del que canta. A veces, estas frases reproducen exactamente el versículo escogido, a veces lo han retocado algo, a veces, especialmente en las antífonas más largas, están hechos con perícopas sacadas de diversos versículos.

También los antiguos oficios vigiliares de Pascua, Navidad, Epifanía, Ascensión, Pentecostés, del triduo sacro y, además, los comunes de los apóstoles, de los mártires, de los confesores y de las vírgenes, que hacía el fin del siglo VIII constituían ordinariamente el oficio de los santos, seguían la regla de las antífonas salmódicas, escogidos o compuestos con el versículo que mostrase especial relación con la fiesta. Cuando estaba en vigor la práctica de repetir la antífona a cada versículo, todo el salmo era así iluminado por el pensamiento de la solemnidad expresado por la antífona. Aun sucedía esto mejor en el oficio de laudes, en el cual, a diferencia de los maitines o vísperas, que en tal solemnidad adoptaban salmos propios, se seguía el esquema salmódico dominical. Las antífonas para estos salmos, generalmente eran sacadas del pasaje evangélico del misterio y tejían casi la cronohistoria.

En la serie de las antífonas salmódicas hay que contar también la aclamación Alleluia, la cual, no obstante su sentido genérico, está unida originariamente a muchos salmos. Si como tal no da propiamente la clave litúrgica del salmo que introduce, da, sin embargo, el color a la atmósfera espiritual en la cual florece el canto de la salmodia. Sola o con otras, o unida a textos salmodíeos, expresa la alegría cristiana del tiempo de Pascua. Pero, aun fuera de este tiempo, en el siglo IV servía ya de antífona en el acostumbrado oficio nocturno en los monasterios de Egipto, y de ellos San Benito imitó la norma de su regla (c.9) de cantar los salmos del segundo nocturno ferial y los tres cánticos del tercer nocturno de la dominica con un Alleluia final. No es preciso creer, sin embargo, que este Alleluia terminativo fuese una simple aclamación, como ahora usamos en el breviario romano. Para los orientales, y hoy todavía en el rito ambrosiano, el canto del Alleluia después de la lección del Nuevo Testamento es un Alleluia muy prolijo y eminentemente melismático.

En Roma, desde el siglo VIII, el Alleluia quedó como antífona de laudes en todas las dominicas del año, excepto la Cuaresma; la Instructio lo atestigua formalmente. Es desde el principio de aquel siglo cuando las laudes fueron doradas de antífonas propias.

La extrema sencillez literaria y melódica de las antífonas salmódicas es, sin duda, indicio de su muy grande antigüedad; Gevaert las asigna a los siglos V-VI. Si después se advierte que buena parte de las antífonas vigiliares se muestran tomadas del comienzo del salmo, es natural suponer que, en un principio, el praecentor haya adoptado tal sistema con fin esencialmente práctico; de este modo bastaba el códice del Salterio, sin tener que recurrir al antifonario. El hecho de que los antiguos salterios destinados al coro están desprovistos de antífonas, puede ser una confirmación de este procedimiento.

 

Las antífonas "ad Evangelium."

Tienen una importancia fundamental en la historia de la antífona las antífonas de los dos cánticos evangelicos, Benedictus y Magníficat, llamados también en los códices litúrgicos antiphonae ad Evangelium, in Evangelio. Es preciso notar en seguida que en el antiguo oficio, tanto romano como monástico, la antífona para los cánticos del evangelio (Benedictus y Magníficat), como se expresa San Benito (c.12), era en las dominicas la aclamación Alleluia, cantada tres o cinco veces; en cambio, en las ferias semanales era una breve frase sacada del cántico mismo. Posteriormente se quiso en los días festivos adornar el cántico con una antífona propia, cuyo texto ha sido sacado generalmente de la perícopa evangélica del día o de la solemnidad, muchas veces con singular amplitud, elaborándolo, si es preciso, mediante oportunas modificaciones. Su composición melódica y la de la fórmula salmódica añadida a ellos se adorna, especialmente en ciertos días solemnes, de singular belleza. "Los pequeños ejemplos de inspiración, que, mientras expresan con energía los sentimientos sugeridos por la fiesta, se desenvuelven en una melodía de sublime grandeza y además de una delicada interpelación del sentido de las parábolas." Estos dos cánticos, seguidos de pie por todos los fieles, que responden a una voz, mientras el santuario está empapado por los perfumes del incienso, constituyen el apogeo litúrgico del oficio.

El Medievo buscaba la alta poesía repitiendo tres veces la antífona del cántico. Esta manera de cantar la antífona llamábase triumphare o triumphaliter canere, denominación muy apropiada tanto por la triple repetición (fer jan) como por el carácter festivo. Durando habla de ello como de uso muy común. Otra práctica entonces igualmente en boga consistía ten cantar los cánticos con varias antífonas, de mcdo que a cada versículo o grupo de versículos se cantaba una diferente; escogiendo, del elenco que llevaba el antifonario, aquellos que tuviesen parentesco o identidad de tono con la antífona principal. Era una costumbre afín con la antífona primitiva, de la cual es, ciertamente, uno de los más antiguos testimonios. Esto resulta no solamente del hecho de que la liturgia bizantina tiene algo de análogo, y precisamente los más antiguos manuscritos del oficio traen numerosos ejemplos, sino también del nombre que se daba a este uso: antiphonare. odie antiphonamus es una rubrica que se encuentra muchas veces en los manuscritos.

 

Las antífonas históricas.

Pertenecen a esta serie las antífonas que reflejan en su texto algún episodio de la vida del santo conmemorado en el oficio. Actualmente no son muchas, pero los antiguos antifonarios traen un número mucho mayor.

De ellos pueden considerarse como anteriores a la época gregoriana los que tienen el texto sacado de los Evangelios, porque el santo por ellos celebrado encontraba allí las líneas históricas de su vida. Tales son la Virgen, los Santos Inocentes, San Juan Bautista, San Juan Evangelista, San Pedro y algún otro, como San Miguel. Nótese, sin embargo, que el antiquísimo oficio de San Pedro y San Pablo tenía exclusivamente antífonas salmódicas y es el que, substituido después por un oficio propio, pasó a formar el actual Commane Apostolorum.

Otras antífonas, en cambio, han sido sacadas de las actas de los mártires, generalmente aprócrifas, que circulaban en gran cantidad en los siglos V y VI. Tales son las de San Lorenzo, San Andrés, San Clemente, Santa Inés, Santa Águeda, Santa Cecilia y otros mártires, compuestas durante el siglo VII o bien ya insertas en el oficio romano. Estas, generalmente, no tiene melodía propia, sino que imitan formas melódicas anteriores.

 

Las antífonas independientes.

Forman una serie aparte, dividida en tipos característicos. He aquí los principales:

a) Las antífonas mayores o de Adviento, que, evocando líricamente las más importantes figuras mesiánicas, preparan inmediatamente a la fiesta de Navidad.

b) Las antífonas cuyo texto comienza con Hodie, propias de las mayores solemnidades, que son la imitación de un tipo análogo muy común en las liturgias orientales. Estos se muestran ya al final del siglo V; antes aún si se tiene en cuenta un praeconio para la Epifanía — de carácter gnóstico — del siglo III. En Occidente, las antífonas y los responsorios Hodie son menos numerosos; pero algunos presentan el tipo griego, otros están compuestos más libremente, pero siempre sobre el tipo bizantino. Se deben muy probablemente a los papas griegos y sirios de los siglos VII-VIII.

c) Las numerosas antífonas independientes del salmo, y generalmente con texto muy desarrollado, traducción de troparios bizantinos, introducidos, como los precedentes, en la liturgia latina por los papas griegos de los siglos VII y VIII. Entre las principales recordaremos las antífonas Sub tuum praesidium, Adorna thalamum tuum y Ave, grafía plena, de la Purificación; Nativitas tua, Dei Genítrix, de la Natividad; Mirabile mysterium, de la octava de la Navidad; Crucem tuam acforamus, del Viernes Santo, y otras varias, especialmente del ciclo navideño, cuyos originales griegos se han perdido, pero que conservan todavía todo su sabor oriental.

d) Las cuatro grandes antífonas marianas, de las cuales trataremos en particular en la tercera parte.

e) Las antífonas per viam, llamadas así porque se cantaban durante las procesiones de algunas fiestas, como el 2 de febrero y el domingo de Ramos, y en las procesiones ocasionales. Estas antífonas tienen estilo pneumático, y no están, al menos ahora, acompañadas del canto de un salmo; sin embargo, en el pasado así lo estaban. El Ordo de San Amando lo declara: Sí autem via longinqua fuerit ad ducendum, dicit psalmum cum antiphona.

 

 

2. Los Himnos.

 

Los Precursores de la Himnodia Cristiana.

La inspiración carismática, que tanto conmovió a la primera generación, no encontró sólo los antiguos salmos davídicos para expresar con el canto la ola de los afectos hacia Cristo, sino en sus encendidas improvisaciones debió revestir muchas veces las alabanzas a Dios y a Cristo Redentor de nuevas formas rítmicas y melódicas, llenas de encanto y de eficacia. San Pablo habla de un carisma de la salmodia, aludiendo precisamente a los cantos nuevos, inspirados en la solemnidad del momento litúrgico, y de himnos y odas espirituales, como de composiciones sacras poeticecas bien conocidas por los fieles. Tales composiciones de carácter lírico eran llamadas frecuentemente psalmi, porque estaban compuestas según el tipo de los salmos davídicos. Tertuliano los recuerda como todavía frecuentes en su tiempo en las reuniones para los ágapes, y Eusebio cita los testimonies de un escritor romano de la primera mitad del siglo II, que arguye al herético Artemón con la autoridad de los muchos salmos e himnos compuestos por los fieles desde los primeros tiempos, que cantaban a Cristo, Verbo de Dios. En el siglo III, estos salmos extrabíblicos habían adquirido tanta popularidad, que el concilio de Antioquía, en el 269, tuvo palabras de reproche para Pablo, obispo de Salmosata, el cual les había condenado al ostracismo en su iglesia, "porque no eran sacados del Salterio de David, sino de origen del todo reciente." Quizás él se había decidido a una medida tan rigurosa para suprimir muchas composiciones poco recomendables desde el punto de vista de la ortodoxia. Sabemos, en efecto, que los gnósticos de los siglos II y III, como Marción, Valentino, Lerace, Bardesano y Armonio, habían compuesto y difundido largamente un gran número de "salmos" heréticos, que, con el atractivo de la melodía, sembraban el error. Poco más tarde será ésta también para Arrio una de las armas de propaganda más eficaz He aquí por qué, en la segunda mitad del siglo IV, el concilio de Laodicea (en. 59) prohibió que se cantasen durante el oficio litúrgico textos (el concilio los llama fisalmi idiavci = privados) que no fuesen sacados de la Sagrada Escritura. La prohibición no fue aplicada en la práctica tan severamente. Muchos obispos permitieron el canto de aquellas composiciones privadas que revestían de formas selectas y dé bella melodía la doctrina ortodoxa; textos y cantos que después en la iglesia bizantina se llamaron troparios, odas y cánones, tomando tanta parte en su brillante liturgia. Esta postura más tolerante acabó por triunfar; más aún, quedó el sistema adoptado por la Iglesia durante el Medievo, que perdura hasta nuestros días.

Entre los antiquísimos cantos litúrgicos, todos de carácter doxológico, que sólo muy impropiamente pueden llamarse himnos, mientras no son más que oraciones líricas, en prosa, dispuestos con un cierto paralelismo, cuatro son traídas por las Constituciones apostólicas (c.380), es decir: a) el Gloria in excelsis Deo, como himno matinal; b) el Alabad,¡oh niños! al Señor, afín al anterior, pero más breve, como himno vespertino; c) el Bendito seas, Señor, como himno de acción de gracias después de la comida; d) el Lumen hilare, como himno lucernal. Otro antiquísimo himno matinal griego es el Te decet laus, escogido por San Benito como conclusión de los maitines de domingo.

 

La Nueva Métrica Cristiana.

El himno (del griego ύμνος, derivado de υμνέιν = cantar) era ya definido por Rufino Laus Dei cum cantu. En esta definición, como en la más elaborada de San Agustín, no se alude claramente a un elemento substancial de la himnodia, la forma métrica, si bien ésta sea fácilmente supuesta por la forma melódica. Más exactamente, por tanto, el Venerable Beda decía: Humnus est laus Dei metrice scripta.

El himno aparece como tal en la segunda mitad del siglo IV casi contemporáneamente; en Oriente, con San Efrén Sirio y San Gregorio de Nacianzo; en Occidente, con San Ambrosio. Estos dos últimos, y, después de éstos, otros poetas menores, en la composición de sus himnos siguieron las leyes tradicionales de la prosodia clásica. Pero la nueva himnodia cristiana no estaba hecha para quedar vinculada a las formas métricas y literarias del clasicismo greco-latino. Debía abrirse un nuevo camino, el de la poesía rítmica, en la cual el verso se funda no ya sobre la cantidad breve o larga de las sílabas, sino sobre el número y sobre el acento tónico de la palabra. Ha sido ésta una victoria de largo alcance y de inmensa ventaja para la Iglesia. Ya que la poesía cristiana no debía ser preferentemente una pura ejercitación literaria para el placer estético de un grupo de personas cultas, sino la expresión viva de la colectividad cristiana, que quería cantar los nuevos y excelsos misterios de la fe en las asambleas litúrgicas. Ahora, el pueblo advierte muy poco la cantidad de las sílabas. De correptione vo calium — decía San Agustín — eí de productione non iudicat; pero, en cambio, movido por el lenguaje que habla, tiende naturalmente y presta oído mucho mejor al ritmo acentuado. La poesía métrica cristiana fue, por lo tanto, originaria y esencialmente poesía popular.

Por lo demás, es interesante notar cómo también los pocos poetas cristianos, los cuales no abandonaron el antiguo metro cuantitativo, escogieron, por lo general, formas métricas muy populares, teniendo cuidado de que el acento tónico de las palabras coincidiese, en cuanto fuera posible, con el acento largo, requerido por la métrica cuantitativa. Las estrofas en dímetros yámbicos, escogidos por San Ambrosio para sus himnos, gozaron de mucha popularidad por este motivo; ellos, si bien compuestos según las leyes de la cantidad, podían igualmente cantarse rítmicamente; y el pueblo las cantaba así.

La nueva poesía rítmica nació en Siria, y encontró en San Efrén (+ 373) el primero, más célebre y más fecundo poeta. En Occidente fue Auspicio de Toul (+ 470) el que adoptó primero los yámbicos rítmicos, derivación del versus saturnias, el metro favorito de la poesía popular profana de los romanos. Junto con esto era muy común el versus popiilaris, escogido por San Hilario para su himno a Cristo.

Adae cárnis glóriosae ét cadúci córporís.

El versus popularía y el dímetro yámbico son los dos metros en los cuales fueron escritos la mayor parte de los antiguos himnos cristianos tanto en latín como en griego; prueba evidente del interés que tenía la Iglesia de salir al encuentro del gusto del pueblo, e indirectamente, a su corazón. No se puede negar que muchos de aquellos trozos poéticos son de escaso valor; pero la poesía rítmica en su ulterior desarrollo, especialmente después del 1000, alcanzó tal perfección artística, que ganó definitivamente para la propia causa las lenguas romances entonces nacientes.

 

La Himnodia Siríaca y Griega.

No está fuera de lugar aludir brevemente a la himnodia sagrada siríaca y griega, porque la primera sobre la segunda y ambas a su vez ejercieron no pequeña influencia sobre las formas y sobre el desarrollo de la himnodia litúrgica de la Iglesia occidental.

La himnodia siríaca se resume principalmente en la obra poética de San Efrén, llamado el "Arpa del Espíritu Santo." Nacido en Nisibe, sobre el Eufrates, a principios del siglo IV, se retiró hacia el 363 a Edesa, donde compuso la mayor parte de sus célebres poemas (homilías métricas e himnos) con medida rítmica, casi todos para el uso litúrgico. Las homilías están divididas en estrofas de diversa extensión; el canto de las más largas estaba confiado a un coro; el de las más cortas, que servían de estribillo después de los primeros, al segundo coro. Otra particularidad de su poesía es el acróstico; cada estrofa del himno comienza con una letra del alfabeto (acróstico abecedario) o bien con letras que forman el nombre del autor. Las características de la himnodia siríaca fueron en seguida imitadas en Occidente, como lo prueban los abecedarios de San Hilario de Poitiers (+ 366) y otros que entraron en la himnodia visigótica e irlandesa. También la liturgia romana actual le es tributaria con los dos himnos de laudes de Navidad y las vísperas de Epifanía (Hostis Herodes impie según el texto antiguo) y parte del gran abecedario de Sedulio. El Gloria, laus et honor, de Teodulfo de Orleáns, de la procesión de Ramos; el himno Audi, iudex mortuorum, de la consagración del crisma el Jueves Santo, y el magnífico Pange lingua gloriosi, del Viernes Santo, son todavía cantados según las grandes formas de la antigua poesía de la Siria cristiana.

Cuando la poesía siríaca, hacia el siglo VII, caminaba hacia la decadencia, la himnodia griega había comenzado hacía poco su glorioso camino. En realidad, desde el siglo IV la iglesia bizantina había tenido sus poetas sagrados, como San Metodio, San Gregorio Nacianceno, Nono y Sinesio; pero sus himnos, compuestos según las reglas clásicas de la cantidad, no entraron en el uso litúrgico donde los troparios, si bien escritos en prosa, representaban dignamente, por su lirismo y por su canto, la parte poética. Solamente a la mitad del siglo VI la himnodia griega con el gran Romanos, llamado el Melódico (+ 560), comienza a adquirir importancia de primer orden en el campo litúrgico literario. Romanos, Sergio de Constantinopla, Sofronio de Damasco, Andrés de Creta y San Juan Damasceno, que fueron los luminares, recogieron en sus cantos las nuevas formas de la poesía tónica siríaca y compusieron cánones, troparios, idiomeles y odas, ricos de profunda inspiración y animados de un vivo sentimiento de piedad hacia Dios y la Virgen santa. En la iglesia bizantina, tales producciones poéticas, a diferencia de cuanto sucedió en Roma, penetraron ampliamente en toda la vida litúrgica, tanto que, al menos en el oficio, prevalecieron sobre la prosa misma. Pero mientras numerosos troparios griegos pasaron durante los siglos VII y VIII al patrimonio de las liturgias occidentales, la himnodia griega propiamente dicha quedó siempre excluida.

 

 

3. Las Lecturas y los Responsorios.

Las Lecturas Escr1turísticas.

Al elemento eucológico propiamente dicho (salmos, himnos), la Iglesia desde un principio quiso asociar un elemento didáctico, la lectura de los libros sagrados, a fin de que, según el aviso de San Pablo el corazón y la mente de los fieles adquiriesen su alimento espiritual. Por lo demás, ésta era la costumbre judía; más aún, las lecciones escriturísticas formaban el núcleo central del servicio sabático de las sinagogas. De la lectura pública de los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento dan testimonio expresamente escritores de los tres primeros siglos, como San Pablo, San Ignacio, la epístola a Diognetes, San Justino, Tertuliano, San Hipólito y San Cipriano. Baste como muestra la afirmación de Tertuliano: Coimus ad divinarum litterarum commemorationem. Pero no es fácil distinguir si sus referencias dicen relación a la misa o a las sinaxis alitúrgicas; es cierto de todos modos que tales lecturas debían tener lugar en ambas.

En los siglos IV y V, en Oriente, la primera organización de la oración canónica en los ascetorios de los monasterios admitió solamente la salmodia y oraciones. Eteria no hace referencia a lecturas hechas durante los oficios vigiliares de los ascetas en Jerusalén. Pero muy pronto la lectura de los libros sagrados tuvo su parte en el servicio eucológico, especialmente durante las largas vigilias nocturnas de las comunidades monásticas, como ya lo habían hecho las iglesias seculares. San Basilio de Cesárea (+ 379) lo dice explícitamente: Ideo et nostra sunt oracula divina, et ab Ecclesia Dei, tamquam dona divinitus missa, in singulís conventibus legun· tur. El historiador Sócrates, su contemporáneo, da informaciones análogas para las otras grandes iglesias de Oriente. Casiano, alrededor de esta época, dice que en los monasterios egipcios de San Pacomio, a los doce salmos del nocturno seguían dos lecciones, una del Antiguo Testamento, la otra del Nuevo (excluidos los Evangelios), excepto el sábado, el domingo y el tiempo de Pascua, en el cual ambas lecturas eran tomadas del Nuevo Testamento.

Para las iglesias occidentales, tenemos solamente el claro testimonio de Nicetas, obispo de Remesiana (+ 414), en Iliria: (En las vigilias) et psalmos delectamur, et orationibus regimur et interpositis lectionibus pascimur. Es muy probable que en Roma se hiciese lo mismo. Más aun, a principios del siglo V, no sólo el uso litúrgico romano admitía en la lectura todos los libros escriturísticos, sino aue debía poseer ya una ordenación o canon que los asignaba a tiempos determinados. La Vita Melaniae iunioris. de la primera mitad del siglo V, indica que la salmodia y las lecturas en los monasterios por él fundados se hacía iuxta statutum canonem, es decir, según una ordenación preestablecida, que era la de la Iglesia romana. Por lo demás, nada más natural que el que algunos libros o perícopas fuesen escogidos para ser leídos en particulares circunstancias o fiestas litúrgicas, como las profecías de Isaías o de Jeremías, en los días de la Pasión; los Actos, en Pascua y en Pentecostés. Pero mientras los libros del Antiguo Testamento eran leídos una vez durante el año, los Salmos, las cartas de San Pablo y el Evangelio, análogamente a cuanto se hacía en la misa, se leyeron desde el principio todos los días sin interrupción: Psalmi omni tempore, evangelium et apostolum similiier, dice el Ordo de San Pedro, el más antiguo de la Iglesia romana (s.VII).

¿Cuál era la distribución de las lecturas bíblicas en el ciclo anual? Nosotros conocemos dos esquemas ligeramente diversos, de los cuales, uno (A), el más antiguo, consignado en el referido Ordo de San Pedro, de Juan Archicantor, representa la práctica romana anterior a San Gregorio; el otro (B), contenido en el Ordo Librorum Catholicorum, fue compilado en las Calías después de mitad del siglo VIII, si bien, fuera de Roma, el Ordo antiguo en alguna iglesia quedó todavía en vigor. He aquí los detalles de ambos: las lecturas está puesto una semana antes de Cuaresma, en correspondencia con el principio del antiguo año civil republicano. Reagrupándolos según los varios períodos del año eclesiástico, tenemos:

 

Cuaresma: El Pentateuco, o sea los cinco libros de Moisés, Josué y los Jueces, a los últimos de los cuales debía unirse el pequeño libro de Ruth. El Génesis en esta época, como en Milán y en Oriente, era leído cada día en las dos primeras semanas de Cuaresma.

Semana Santa: Trozos escogidos de las profecías de Isaías y de las Lamentaciones de Jeremías, unde ad passionem Christi convenit. Es de creer que antiguamente tenía lugar el Jueves Santo una lectura de Joñas, como dejan suponer los libros de Benevento y atestiguan, para Milán, los escritos de San Ambrosio y, para Verona, un sermón de Zenón.

Tiempo de Pascua: Las epístolas católicas, los Actos y el Apocalipsis. El Ordo de San Pedro se ha conformado al uso tradicional de las lecturas de la misa, que se transparenta todavía en nuestro misal.

De Pentecostés a las calendas de diciembre: Los Reyes, Paralipómenos, Salomón, Judit, Ester, Macabeos y Tobías. Faltan los dos libros de Esdras, influidos quizá por la duda sobre la canonicidad de los apócrifos homónimos.

De las calendas de diciembre a la Epifanía: Isaías, Jeremías y Daniel.

De la Epifanía a los idus de febrero: Ezequiel, profetas menores y Job. Es claro que el profeta Isaías, puesto en diciembre, como preparación a la Navidad, ha traído así a los otros libros profetices. Daniel fue cambiado antes que Ezequiel para que se leyere antes del tiempo natalicio la célebre profecía mesiánica de las setenta semanas. Job fue unido a los profetas quizá porque le interpretaron como profeta de la paciencia del Mesías.

El Ordo no asigna un tiempo especial a las lecturas paulinas, porque su lectura era ordinaria durante el año, omni tempore, siendo asignadas a ellas las lecciones del tercer nocturno dominical en correspondencia con la epistola de la misa. También la perícopa del evangelio leída en el oficio se relacionaba con la de la misa.

 

Las Lecturas Hagiográficas.

La costumbre de leer en las asambleas cristianas la narración de la pasión de los mártires, se remonta, como ya hemos visto, a la época subapostólica. Las relaciones del martirio de San Policarpo de Esmirna (155) y de los mártires de Lyón 177) demuestran cuánta diligencia pusieron las iglesias en conservar la memoria de sus gestas y con cuánto fervor las recordaban los fieles en la memoria y en el corazón. Solemnitate martyrum — decía San Agustín — exhor-tationes sunt martiriorum. Esto tuvo lugar primero en el oficio de la vigilia del mártir, cuando, junto al sepulcro donde reposaba su cadáver, se celebraba la fiesta aniversario; pero más tarde se introdujo también en el oficio canónico. Encontramos una clara mención para Roma en la vida de Santa Melania. Su biógrafo Geroncio, refiriendo haber leído con la Santa la narración de las reliquias de San Esteban, observa que consuetudo erat ei per vigilias sanctorum quinqué legere lectiones.

No debemos creer, sin embargo, que e) uso fuese muy frecuente, sea porque tales fiestas eran pocas y de carácter preferentemente local, sea porque el llamado Decreto gelasiano revela en la Iglesia romana una irreductible oposición a las historias anónimas novelescas de los santos, que circulaban en gran número en su tiempo. De todos modos, la práctica de las lecciones hagiográficas, como elemento ordinario del oficio, encuentra en Roma confirmación a principios del siglo VI en la regla de San Benito: In sanctorum festivitatibus... lectiones ad ipsum diem pertinentes dicantur (c.14). No hay duda de que San Benito debía tomar de Roma el modesto calendario santoral y el texto de las lecciones históricas relativas. Es probablemente a este exiguo passionario al que se refería San Gregorio Magno cuando en el 598, escribiendo a Eulogio de Alejandría, que le había rogado le enviase cunctorum martyrum gesta, respondía que nulla (gesta) in Archivo huius nostrae vel in romanae urbis bibliothecis esse cognovi, nisi pauca quaedam in unius codicis volumine collecta.

 

 

4. Las Oraciones.

La oración, tanto oral como mental, entraba ampliamente en los cánones salmodíeos de la vida ascética y monástica en los siglos IV y V especialmente en Oriente; nosotros hemos aludido varias veces a ella. En este capítulo queremos más bien tratar de los elementos eucológicos propiamente dichos con los cuales se inicia y se concluye el oficio.

 

Las Oraciones Iniciales.

Son tres las oraciones iniciales que tienen visiblemente como fin el preparar el alma a la oración y el pedir a Dios la gracia de rezar bien, según las bellas palabras de San Agustín: Non laudabunt labia mea, nisi praecedat (Domine) misericordia tua. Dono tuo te laudabo. Non enim ego possum laudare Deum, nisi mihi donet laudare se (In ps. 62, 12):

 

a) La oración Aperi, Domine, os meum, que no por precepto, sino por simple devoción (laudabiliter), se suele poner antes de los maitines. Aparece por vez primera en el siglo XI como oración privada del celebrante durante el canto del Sanctus, antes de comenzar el canon. Fue después acomodada a la recitación del oficio, con la añadidura de la cláusula ut digne, atiente, ac devote...

b) El Pater, Ave, Credo. Juan, obispo de Maiuma, en Oriente, en las Pleroforie, escritas por él alrededor del 515, recomienda el Pater y el Credo como preparación inmediata a la oración. En Occidente se recitaban la oración dominical y el símbolo apostólico antes de maitines y a la hora de prima quizá desde el siglo VII, y ciertamente al final del siglo VIII. San Benito de Aniano (+ 823) prescribe a sus monjes el decirlas en voz baja delante del altar; pero probablemente en esta época debían recitarse también en el oficio romano, porque los salterios de los siglos VIII y IX los traen ordinariamene. Juan de Avranches (+ 1079) observa que en su tiempo eran de uso general también entre el clero secular. En el breviario de la curia estaba prescrito solamente el Pater para ser recitado en silencio.

El Ave María, el popular saludo a la Virgen, ya desde el alto Medievo se asociaba naturalmente al Pater noster como afirmación de la gracia mediadora de María. Un canon del sínodo de Odón de París (1193) prescribe a los fieles reunir habitualmente las tres fórmulas en su oración. Naturalmente, al Ave, como ya decíamos, le faltaba todavía la segunda parte, Sancta María...

c) El versículo Deus, in adiutorium meum intende, Domine, ad adiuvandum me festina, seguido de la pequeña doxología Gloría Patri y del Alleluia. Constituye la verdadera introducción a las horas.

La invocación Deus, in adiutorium... sacada del comienzo del salmo 69, era de uso común en la devoción privada desde los tiempos más antiguos. Casiano hace un cálido elogio, y dice que entre los monjes egipcios servía de jaculatoria para fomentar en ellos el espíritu de oración. A él nace referencia Casiodoro, añadiendo que quidquid mariachi assumpserint, sine huius versiculi trina iteratiorte non inchoentl. San Benito lo adoptó como oración introductoria a todas las horas, excepto los maitines, en homenaje al principio por él proclamado en el prólogo de su regla: Quidquid agendum inchoas, bonum ab Eo perfici instantissima oratione deposcas; o bien, como alguno ha supuesto, para contraponer a las tendencias semipelagianas de su tiempo la afirmación católica de la necesidad de la gracia. Pero en maitines, en lugar del Deus, in adiutorium, San Benito puso el versículo Diomine, labia mea apenes; Et os meum an nuntiabit laudem tuam, llamado versus aperitionis (salmo 50), en contraposición al versus clusor, y el Pone, Domine, custodiam ori mea... (del salmo 140), que cerraba la boca del monje después de completas, imponiendo el riguroso silencio nocturno, tan recomendado en las reglas monásticas.

 

Las Oraciones Conclusivas de los Nocturnos.

La salmodia de la vigilia tiene una conclusión eucológica, que consiste en un versículo a pregunta y respuesta, en la oración dominical y en una breve oración, la cual, sirviendo precisamente de final de los nocturnos, fue llamada cbsolutio (de absolvere = terminar). Pero, si miramos a los nocturnos del triduo sagrado, podemos conjeturar que el solo versículo concluía la oración salmódica del antiquísimo oficio romano, cuando no se habían añadido todavía las lecturas o al menos faltaban en ciertos días; al versículo fue unida después la fórmula de la absolutio y, finalmente (s.IX), el Pater noster.

Sabemos de cierto por Amalario que los francos intercalaban el Pater noster entre el versículo y la absolutio, mientras que los romanos lo omitían. El Pater galicano debía ser el resto de la oración y correspondiente postración usada en Oriente y en Irlanda después de cada salmo. De todos modos, el uso franco terminó por prevalecer también en Roma. Amalario observa todavía que, entre los romanos, la fórmula de la absolutio era deprecativa y reclamaba la atención de los santos: (Romani) dicunt aliquod capitulum tale quale istud est: Intercedente beato principe apostolorum Petro, salvet et custodiat nos Dominus. Tenemos confirmación de éste en una colección del siglo IX que comprende diez de tales fórmulas, todas del género; y más tarde, por Durando, que escribe: Per praeces, quae dominicam orationem ante lectiones sequuntur, imploratur Sanctorum intercessio. Las antiguas absoluciones santorales no fueron admitidas en el breviario moderno; y las cuatro actualmente en uso, que se remontan al siglo XII, no tienen ya, excepto una, más que un sentido genérico.

El versículo es una frase breve generalmente salmódica (de donde le viene su nombre), que imprime de manera vibrante un sentimiento relativo al oficio del día y a la hora a la que pertenece. Se compone siempre de dos miembros, el primero de los cuales (versículo) es recitado por un cantor, el otro (responsorio) es respondido por el coro o por la asamblea. El fin del versículo es el de despertar de un posible sopor el espíritu de los salmodiantes para resumir el tema dominante de la oración; por esto encuentra oportunamente su puesto después de los nocturnos y se canta en tono más elevado, con una final pneumática característica.

La índole del versículo era ya precisada por Amalarlo: Talis namque debet esse omnis versus, ui vel statum officii ad memoriam reducat vel statum temporis. Véase, por ejemplo, el versículo de los nocturnos feriales: Media nocte surgebam... o bien: Memor fui nocte...; de Adviento: Egredietur Dominas...; de Pascua: Surrexit Dominus de sepulcro...; de los apóstoles: In omnem terram...; de María Virgen: Elegit eam Deus...

No hay duda de que los versículos pertenecen al núcleo primitivo del oficio romano, y de éste San Benito derivó el uso en su cursus. Según una ley muy antigua de la composición litúrgica, los diferentes versículos de un oficio festivo no deben ser más de cuatro, es decir, los de los tres nocturnos y los de laudes; y éstos, como ya decíamos, sirven para formar los responsorios breves de las horas, excepto los de prima y de completas, siempre iguales. De este modo, se puede decir que los versículos constituyen un elemento conectivo de todo el oficio festivo, haciendo repetir con insistencia cuatro conceptos que delinean sintéticamente el carácter de la fiesta.

 

Las Oraciones Conclusivas del Oficio.

 

Las preces.

La exhortación de San Pablo a Timoteo (1 Tim. 2:12) que se hagan obsecraitones, orationes, postulationes, gratiarum actiones pro ómnibus hominibus, pro regibus et ómnibus qui in sublimitate sunt, ui quietam et tranquillam vitam agamus, ha sido la trama sobre la cual desde el primer siglo se ordenó la oración llamada de los fieles, recitada al final de la vigilia dominical, cuyo eco directo o indirecto vemos reflejarse en los escritos de los primeros siglos, comenzando por San Clemente Romano y por San Justino.

Esta en la segunda mitad del siglo IV, cuando podemos conocer el formulario, se nos presenta bajo doble forma, de letanía y de colecta; y como tuvo su puesto de honor en la misa a la clausura de la reunión catequética de los fieles antes del sacrificio, así, pasando a las horas canónicas, sirvió de conclusión de las grandes horas tradicionales, laudes y vísperas.

En Oriente prevaleció el título de letanía. Hablan de esto las Constituciones apostólicas (c.380), San Juan Crisóstomo (+ 407) y la peregrina Eteria, que le describe así su uso en las vísperas en la basílica de Jerusalén (c.385): Uñus ex diaconibus facit commemorationem singulorum, sicut so-let esse consuetudo. Et diácono dícente singulorum nomina, semper pisinni plurimi stant respondentes semper: "Kyrie eleison." En Occidente, las preces en el oficio debían también existir al final del siglo IV. Eteria lo hace suponer cuando dice: Sicut solet esse consuetudo, es decir, la costumbre de sus países occidentales. No tenemos sobre el particular otros testimonios positivos, salvo quizá una alusión del Ambrosiáster, que la llama regula ecclesiastica y dice que ea utuntur sacerdsotes nostri. En Roma, según los Padres del concilio de Vaison (529), al final del siglo V se había introducido en laudes y en vísperas el canto diverso del Kyrie, el cual debió de ser asociado, como en Oriente, a las preces litánicas. Probablemente, las preces romanas de aquel tiempo nos son indicadas por San Benito en su regla (526). El distingue netamente entre litania y supplicatio litaniae. La primera (c. 12.13.17) es prescrita por él al final de laudes y de vísperas, y designa el formulario tradicional de las preces, seguido por el Kyrie eleison y el Pater; la supplicatio litaniae, id est Kyrie eleison (c.9,17), es, por el contrario, asignada al final de las otras horas, y designa el simple Kyrie eleison repetido varias veces, pero sin otras añadiduras.

Fuera de Roma, y particularmente en las Galias, las preces en el siglo VI eran preferentemente de tipo colectivo, en forma de versículos salmodíeos, solos o acoplados, terminados o no con la cláusula de las colectas, aui vivís... Nos trae un ejemplo el antifonario de Bangor (s.VII):

Pro baptizatis:

Salvum fac, populum tuum, Domine, et benedic haereditati tuae et rege eos et extolle, Domine, illos usque in aeternum. Miserere ecclesiae tuae catholicae, quam in tuo sanguine redemisti. Qui regnas... O Domine, salvum fac, o Domine, bene prosperare. Prosperitatem itineris praesta famulis tuis. Qui...

De la presencia de versículos salmodíeos en las preces da testimonio en el 506 el concilio de Agde, en Francia, cuando sanciona que in conclusione matutinarum vel vespertinarum, missarum, post hymnos, capitella de fDsalmis dicantur (c.30). Este término capitella o capitula de psal-mis, o también simplemente capitulum, como leemos en la regla contemporánea de San Cesáreo, resultó sinónimo de preces. El tradicional Kyrie eleison no fue, sin embargo, excluido, sino que quedó como preludio o como apéndice de las preces, dicho solo o, más comúnmente, tres veces y aún más.

En los siglos siguientes, las preces, introducidas también en la hora de prima, asumieron un marcado carácter penitencial con la inserción de versículos especiales para implorar el perdón de los pecados, y de los salmos Miserere y De profundís; de ahí el nombre de preces flébiles dado a aquéllas por los liturgistas medievales y también la costumbre de recitarlas de rodillas. Por este motivo, desde el tiempo de Amalario fueron excluidas del oficio pascual, de los domingos y de las fiestas, y más tarde, en el breviario de la curia, fueron arregladas en un texto muy prolijo, restringidas al Adviento y a la Cuaresma.

El breviario de los Menores llevaba también un breve formulario de preces para los domingos y los días ordinarios en prima y completas. Estas han quedado todavía en uso, si bien se muestran menos concordantes con el tradicional carácter festivo de la dominica.

 

La oración dominical.

Era natural que el Pater noster, la fórmula cotidiana de la oración enseñada por Nuestro Señor, tuviese su puesto en la ordenación de la oración pública de la Iglesia. En efecto, a ejemplo de la misa, en la cual la anáfora eucarística se concluye con la oración dominical, también el oficio le asignó su puesto conclusivo o porque era considerada como el resumen ideal de toda oración o, más probablemente, para que sirviese para cancelar los defectos ocurridos en la recitación del oficio, conforme al pensamiento de las Padres antiguos, que la consideraron como el cotidianum baptisma, hecho para cancelar los debita cotidiana.

Como quiera que sea, es un hecho que, en un principio, todas las horas terminaban regularmente con el Pater noster. Lo atestiguan desde el principio del siglo VI el concilio de Gerona, en España (517): ómnibus diebus post matutinas, et vespertinas (horas), oratio dominica a sacerdote proferatur (en. 10), y en Italia, en la misma época, San Benito, el cual prescribe que los Agenda matutina vel vespertina deben terminar con la oratio dominica, recitada por el abad, así también todas las otras horas. Tal debía ser, sin duda, el antiguo uso romano, que se mantenía todavía en el siglo XII en la basílica lateranense, atribuido a una tradición apostólica: Haec (ecclesia) — escribe Juan Diácono (c. 1170) — reservans apostolicam institutionem, nonnisi Dominica in officiis utitur oratione. Y el Ordo de la misma iglesia nos da la rúbrica: Expleto vero "Kirie" (dicho nueve veces), omnes sub silentio curvi dicant orationem do-minicam. Oratione vero expleta, hebdomadarius erigens se dicat sollemniter: "Et ne nos," choro sibi respondente. "Sed libera nos" (n.3).

San Benito, imitando quizá una costumbre galicana, dispuso que el Pater en laudes y en vísperas fuese recitado en alta voz, audientibus ómnibus, para que todos entendiesen la frase del perdón, propter scandalorum spinas quae oriri solent. Pero en las otras horas debía decirse sub silentio, pero alzando la voz a la penúltima petición et ne nos... a fin de que todos pudiesen responder: Sed libera nos... Este era precisamente el uso primitivo romano, residuo de la disciplina del arcano, cuando el Pater, iunto con el símbolo, eran consideradas fórmulas reservadas, de las cuales San Ambrosio decía: Cave, ne incaute symboli vel domi-nicae orationis divulges mysteria.

Con las preces litánicas, seguidas del Pater, terminaba el oficio antiguo. Hoy las dos fórmulas conclusivas casi han desaparecido, y poco a poco ha sido substituida, como veremos, por la oración propia del día.

 

La colecta y la bendición.

San Benito no conoció la colecta al final de las horas, al menos en el sentido moderno que damos a este término, ni siquiera el vetusto ceremonial de la basílica lateranense imitado por él. Pero la Regula (c.II) prescribe al abad, al término de los nocturnos y antes de comenzar las laudes, una fórmula de bendición: et data benedictione, in cipiant matutinas (laudes), que ha sido probablemente la primera forma de la colecta con la que hoy termina cada hora canónica. En el Laterano sucedía lo mismo, como veremos. Pero en seguida aquella conclusión del oficio, siempre uniforme aun en los días más solemnes, debió parecer menos concluyente, y se pensó, en ciertas fiestas más características, en substituirla con una fórmula que sintetizase el pensamiento de la solemnidad. Es un hecho que los antiguos sacramentanos, comprendido el leoniano, contienen una serie más o menos numerosa de Orationes matutinae vel ad vesperum, puestas generalmente en los días más solemnes, las cuales se refieren al misterio de la fe y parecen haber sido hechas para el oficio. De todos modos, aquello que no podemos precisar para Roma en una época muy posterior, lo tenemos claramente declarado para las Galias por Amalario (f. 850). Este, explicando las cláusulas finales de las horas, después de haber hablado de las preces, escribe: Postremo surgit sacerdos... et dicít stando orationem. Haec oratio in omni tempore subsequitur; idest, Paschali, Pentecostés, do-minicis diebus et festis... Quam orationem praecedit saluta-tio (Dominus oobiscum) et subsequitur benedictio (Benedicamus Domino), quam et gratiarum actio (Deo gratias) sequitur. Por tanto, en los días de solemnidadesc, en las dominicas y en las fiestas, pero excluidas las ferias, se decía ya al final del siglo VIII una colecta en relación evidente con el misterio celebrado. La práctica ha pasado después al oficio romano y al breviario de la curia.

Es interesante notar cómo el dicho Juan Diácono, que nos ha transcrito el uso arcaico de la basílica lateranense acerca del fin de las horas, añade: Sunt praeterea aliae quaedam collectae ad Matutinas vel Vesperas intitulatae, quae ab Apostólico, vel ab eius septem collateralibus epis-copis tantum, et non ab alus penitus in ipsa ecclesia dici possunt. "El motivo — escribe Schuster — por el cual en el Laterano no era lícito recitar estas colectas, excepto al papa y a sus cardenales obispos suburbicarios, era el que estas preces servían precisamente como fórmulas de bendición sobre el pueblo. Ahora bien: en la catedral de Roma sólo el pontífice y sus obispos auxiliares podían bendecir a los fieles." En efecto, si la oratio super populum de los sacramentarlos es la antigua fórmula de bendición dada a los fieles al final de la misa, se explica muy bien cómo el gregoriano, y por esto nuestro misal, en las ferias de Cuaresma, cuando la misa era celebrada muy tarde, haga recitar la fórmula al final de las vísperas.

A la colecta sigue de parte del coro una invitación a bendecir al Señor: Benedicamus Domino! a lo cual todos responden: Deo gratias. Las dos aclamaciones, como hemos visto, estaban ya en uso en tiempo de Amalario; y las ricas formas melódicas de las cuales la piedad medieval las ha sacado demuestran qué importancia litúrgica tenían.

 

 

Parte III.

Cada Una de las Horas del Oficio.

 

1. Los Nocturnos.

La oración nocturna, no desconocida a las almas contemplativas del Antiguo Testamento se convirtió en cristiana por el ejemplo del Hijo de Dios, y de El pasó la práctica a los apóstoles y a la Iglesia, que la apreció sobre todas las horas del cuadrante sacro y la dotó de particular carisma litúrgico.

La vigilia dominical, en un principio prolongada durante toda la noche o poco menos (pannuchia), reducida después a medida más discreta, no fue solamente en los siglos de la persecución una necesidad práctica para escaparse a fáciles sospechas, sino que respondió al sentimiento siempre vivo de la parusía, que el Señor en las parábolas había dejado entender que habría de suceder de noche: Benditos aquellos siervos que el Señor encontrará vigilantes a su llegada.

También la vigilia ferial, como ciertas horas diurnas, fue puesta en seguida en relación histórico-mística con la vida del Señor, con la noche de la traición y de la captura y con aquellas que los discípulos pasaron angustiados y llenos de incertidumbre de la resurrección después de la sepultura. Más aún, según Hipólito, la tradición cristiana (patres nostri) asociaba a la oración nocturna la idea de una llamada a reunión de todas las criaturas terrenas y celestiales para la glorificación de Dios y de una efusión tácita de su gracia sobre el mundo.

He aquí por qué la oración nocturna, a pesar de su gravedad sobre los sentidos, embriagó siempre de su mística poesía las almas más generosas; y todavía hoy, en las órdenes monásticas, que la mantienen en su tradicional esplendor, como en las acensiones solitarias de las almas contemplativas, nutre y exalta el espíritu hacia Dios y lo templa con eficacia insuperable para las luchas espirituales de la vida. La liturgia encomia justamente el tiempo dedicado a la oración nocturna como el más sagrado: Ut quique sacratissimo Huius diei tempore; Horis quietis psallimus, Donis beatis muneret.

La primitiva oración nocturna (vigiliae), traducida a su tiempo, como narrábamos, en los varios cursus de las iglesias monásticas y seculares, tomó en la alta Edad Media el nombre de Officium nocturnale o Nocturnorum. En Roma, en Milán y en Jerusalén comenzaba a una hora indicada generalmente con el término ad galli cantum, ad gallicinium (pero que no hay que tomarlo al pie de la letra), y terminaba hacia el alba; a primo gallo usque mane, decía la nota que en el siglo VII firmaban los obispos suburbicarios romanos. San Benito prescribe para el tiempo de invierno (del 1 de noviembre a Pascua) la hora octava de la noche, es decir, alrededor de las dos; para el período estival, la anticipa proporcionalmente. Parece que después, en ciertas grandes ocasiones, se volvió a la disciplina antigua más severa de la pannuchia, porque los Ordines romani de los siglos VIII y IX prescriben para el oficio nocturno del triduo sacro: Media nocte surgendum est. Después, para los monjes, la práctica de la pannuchia entre el sábado y el domingo era también muy frecuente en Occidente.

La práctica de anticipar los maitines a la tarde del día precedente, que prevaleció después del abandono por parte de los clérigos del oficio en común, era va conocida en el siglo XII y largamente difundida. El XIV OR de este tiempo fija los maitines en relación con las tinieblas a la tarde, de sero (n.82). Desde entonces la anticipación de maitines ascendió poco a poco hasta casi el mediodía, a pesar de una justa repugnancia de la Iglesia, la cual recientemente ha terminado por sancionarla.

 

La importancia preferente de la vigilia, en contraste con las horas del oficio, se ponía de relieve en la liturgia monástica medieval por una particular preparación, que se anteponía variadamente según las diversas reglas monásticas. Los estatutos de Cluny imponían la recitación de 15 salmos graduales, y frecuentemente también del grupo de los salmos 134-150, precedida por una triple oración a la Santísima Trinidad.

San Benito de Aniano (+ 821) hacía realizar antes a sus monjes una visita a cada uno de los altares de la iglesia, práctica ya en uso en el siglo XII y después hecha común en muchas órdenes religiosas. Algo parecido sucedía también en Roma.

Hemos ya aludido a las oraciones preliminares de los maitines, comunes también a las otras horas del oficio; pero la que constituye la introducción característica de la vigilia es el invitatorio, así llamado por la frase inicial del salmo 94, del cual se compone: Venite, exultemus Domino. El salmo, que quiere ser una fervorosa invitación universal a todas las criaturas para alabar a Dios, es cantado responsorialmente, intercalando un breve verso-estribillo por parte del coro, con el cual se subraya el motivo litúrgico del día, que será después desarrollado en el himno. Por ejemplo, ¡Christus natus est nobis. Venite, adoremus!

El invitatorio como preludio de maitines ha sido, al menos en Occidente, feliz creación de San Benito, del cual lo derivó probablemente San Gregorio en el oficio romano.

Es cierto que el primitivo oficio romano no lo conocía; comenzaba, sin más, con el primer salmo de los nocturnos, como sucede todavía en el triduo sagrado y antiguamente también en el oficio de difuntos. Otras y mayores señales de su ausencia en un principio existían todavía en tiempo de Amalario (+ 850), el cual refiere que en Roma, en las fiestas más antiguas y más importantes del año, se cantaban en San Pedro en la misma noche dos oficios; el primero, el de la fiesta, carecía de invitatorio: Primam (vigiliam) solet apostolicus faceré in initio noctis, quae jit, sin invitatorio; el otro, en cambio, de la feria, lo tenía, según la costumbre; otra prueba existe en el oficio de la Epifanía, al principio del cual, como es sabido, se omite el invitatorio. Es evidente que cuando fueron escogidos los salmos de los nocturnos de esta solemnidad, y esto sucedió ciertamente durante el siglo V, si hubiese existido el salmo 94 como invitatorio, éste habría sido quitado para no dar lugar a una repetición. Si fue escogido este salmo, es prueba de que no se cantaba en un principio, porque el invitatorio no existía todavía. Cuando, después de San Gregorio, se introdujo éste en el cursus romano, para evitar una repetición, se prefirió dejar el oficio de la Epifanía en su forma primitiva, es decir, sin verso, sin invitatorio y sin himno, como lo decimos todavía. Todo esto encuentra confirmación en los más antiguos antifonarios, en los cuales las antífonas o versículos del invitatorio forman un grupo aparte, no puesto en su lugar, sino colocado al final, como apéndice.

El canto del Venite exultemus, según San Benito, debía ejecutarse en estilo antifónico: psalmus nonagesimus quartus cum antiphona. Pero en el oficio romano se ha convertido en un canto responsorial, o sea confiado al solista, como ya atestigua Juan Archicantor: cantat statim cui iussum fuerit invitatorium... ceteris respondentibus. Esto explica la división del texto del Venite exultemus, no en versículos, como en los otros salmos, sino en estrofas — cinco solamente —, para dar facilidad al praecenfor de ejecutarlo más dignamente. Se notará además que el texto, todavía hoy después de la adopción del salterio galicano, está tomado del salterio romano, como los textos de las otras antífonas salmódicas, que en los días feriales intercalan el invitatorio.

Estas antífonas ad invitatorium eran en un tiempo muy numerosas y se encuentran en abundancia en los libros litúrgicos medievales y en los primeros breviarios impresos. Por fortuna, el breviario de Pío V las ha disminuido en gran parte.

El himno que sigue al invitatorio, y con el cual generalmente está coordinado, aporta al oficio ferial la impronta precisa de la hora nocturna, y por esto responde exactamente a su fin. Cambia en cada feria de la semana, pero esencialmente insiste sobre el concepto de que es preciso arrojar la pereza y el sueño y levantarse prontamente para dedicarse a la oración, que se purifique el corazón de toda mancha y que se pida a Dios el perseverar en el bien durante toda la jornada.

 

 

2. Las Laudes.

 

Índole y Esquema de las Laudes.

Al surgir un nuevo día, que, después del reposo nocturno, parece casi un renacimiento a la vida, el ser humano ha sentido la necesidad de dirigirse a Dios con un pensamiento jubiloso de alabanza y de gratitud. Las laudes son la expresión litúrgica de este sentimiento, que desde los primeros siglos forman universalmente el substrato de la oración oficial, una de las legitimae orationes impuesta por una costumbre que tiene fuerza de ley, y que en seguida, como hemos visto, se divulgó en las varias iglesias en ritos y formularios a propósito.

Las laudes, por ser oficio de aurora (matuta), tuvieron el nombre de Agenda matutina, Matutinorum solemnitas (San Benito), o simplemente Matutini (psalmi), y más tarde, laudes, del grupo salmódico (148-150) que llevaba este nombre y les daba una impronta característica de alegría y de fiesta.

Con el primer formarse del cursus cotidiano, las laudes fueron el desahogo natural del oficio vigiliar de la dominica, del cual vinieron a formar la conclusión. Por eso, en un principio estaban íntimamente unidos, sin conseguir un oficio distinto. Esto se deduce fácilmente de la relación de Eteria, de San Benito y del mismo uso romano, que, en las vigilias arcaicas de las témporas, con el canto de las bendiciones (Dan. 3:52) señala naturalmente la transición entre el oficio nocturno y la misa matutina de la fiesta. Una señal de esta antigua conexión se mantiene todavía hoy en el oficio coral, que prohibe la separación entre maitines y laudes.

Pero posteriormente, con la elaboración cada vez mayor del cursus, se sintió la necesidad, después de los largos nocturnos, de una breve pausa, aunque no fuese por otra cosa propter necessitates fratrum; las laudes se separaron de la vigilia y acentuaron su carácter de Officium aurorae, símbolo de la luz espiritual del mundo, que es Cristo, y memorial de su gloriosa resurrección, acaecida al alba del tercer día. Por esto, a diferencia de la vigilia, se escogieron para formarla aquellos salmos que tenían alguna relación con la hora matutina y sugerían sentimientos de júbilo y de alabanza a Dios.

También, en relación con esto, Amalarlo señalaba una antigua costumbre romana: Sancta Romana Ecclesia hoc speciatim nobis insinuat per suam consuetudinem; ipsa enim quotcumque ordine vel numere lectionum viderit matutam (= aurora) procederé, ut audivi, dimittit nocturnale officium et incipit matutinale. Así que el despuntar del alba era una señal categórica que truncaba, aunque no estuviese terminado, el oficio vigiliar, para dar paso inmediatamente a las laudes. Esto lo confirma Juan Archicantor y San Benito, el cual quiere que los salmos matutinos (= de laudes) se comiencen incipiente luce. Por lo demás, idéntica era también la práctica oriental; Eteria lo atestigua expresamente: lam autem ubi ceperit lucescere, tum incipiunt matutinos hymnos dicere.

El primitivo esquema salmódico de laudes, en uso en la Iglesia romana, comienza a conocerse en los siglos III y IV, con alusiones esporádicas de escritores orientales y occidentales, que se precisan y completan en el siglo sucesivo, de manera que permiten el reconstruirlo con suficiente certeza. Nosotros lo hemos expuesto ya en la primera parte, pero aquí lo exponemos más ampliamente, sirviéndonos de los preciosos estudios hechos sobre el particular por monseñor Callewaert.

 

 

4. El Oficio Vespertino.

El Lucernario.

Como las laudes son el canto de la Iglesia en la aurora, así las vísperas son el canto de la puesta del sol, mientras en el cielo comienza a brillar Véspero, la estrella de la tarde, y en las casas se encienden las luces. De aquí los varios nombres con los cuales se designó a esta hora en los libros litúrgicos y la celebraron los escritores de los primeros siglos: vesperae, agenda o svnaxis vespertina, duodécima, hora lucernalis, lucernarium, eucharistia lucernalis.

Hemos dicho en su lugar cómo una oración de la tarde entraba en el programa religioso de cada fiel como un deber santo, legítima oraffo, tanto más cuanto que las tradiciones religiosas, así hebreas como paganas, sugerían a sus prosélitos, al hacerse de noche, un pensamiento áe gratitud hacia Dios, dador de la buena jornada.

Pero, queriendo estudiar los orígenes y el desarrollo del oficio vespertino, no basta pararse en la expresión de una oración aun salmódica recitada en casa, y por esto con carácter del todo privado; es necesario buscar las primeras formas públicas. Estas se relacionan con dos elementos primitivos fusionados: a) el uso judío-cristiano de saludar ritualmente a la luz cuando, al hacerse de noche, se encendía la lámpara, convertida en seguida en símbolo de Cristo, luz indefectible, y se daba comienzo a la vigilia dominical; b) los ágapes de la tarde, comunes en los tiempos subpostólicos y todavía más tarde.

San Hipólito Romano (c.218), describiendo en la Traditío el rito inferendi lampades in coena congregationis, muestra al diácono, que, en medio de la reunión de los fieles, enciende la luz, después de lo cual el obispo pronuncia una oración eucarística, con la cual da gracias a Dios, que, por medio de Jesús, su Hijo, nos ha iluminado revelándonos su luz, que nos ha saciado con la luz del día y ahora nos da esta luz de la tarde. Prescribe después que, terminada la cena, se canten salmos con Alleluía y se distribuya a los fieles la eulogia del pan, que "no es el cuerpo del Señor." Refiriéndose siempre al mismo ritual, los llamados Canones Hyppoliti, de la mitad del siglo IV, dicen: Si ágape fit, oel coena ab aliquo pauperibus paratur, die dominica tempore accensus lucernae, praesente episcopo, surgat diaconus ad acczndcndum. Episcopus autem orat super eos et eum qui invitavit íllos... Psalmos recitent antequam recedant... Quando autem episcopus sermocinatur sedens... Diaconus in ágape, absenté presbytero, vicem gerat presbyteri quantum pertinet ad orationem et fractionem pañis (en.32).

Podemos, por tanto, sostener que el oficio agápico vespertino a principios del siglo III comprendía tres fases: a) el lucernarium, es decir, el rito de encender la luz y de santificarla con una fórmula eucarística; b) el ágape; c) el canto de salmos con sermón y oraciones. De estos tres elementos, el primero en separarse y en decaer fue el ágape. Los otros dos se mantuvieron por algún tiempo alineados el uno junto al otro, hasta que el primero decayó a su vez o se confundió con el tercero, que, asumiendo forma y carácter siempre más decididos, constituyó el oficio vespertino verdadero y propio.

 

Del lucernario como oficio distinto y preámbulo a las vísperas, tenemos en la Iglesia antigua testimonios tales como para poder deducir que fuese todavía casi umversalmente practicado al final del siglo IV. Para Oriente, las Constituciones apostólicas en el libro 8, traen, sobre todo, las preces lucernales, entre las cuales el salmo 140, Domine, Aclamad ad Te, llamado por excelencia el psalmus lucernaris; después las preces vespertinas, ambas celebradas en una iglesia en presencia del obispo. San Basilio recuerda la anáfora eucarística pronunciada ad lucernas y, además, un vetusto himno, probablemente el Lumen hilare, cantado delante de la nueva luz, mientras el pueblo alternaba a sus estrofas el estribillo trinitario Laudamus Patrem et Filium et Spiritum Sanctum Dei. Es característica después la narración de Eteria, que describe los colores deslumbrantes del oficio de la tarde, realizado en la Anástasis, de Jerusalén, cuando, en presencia del clero, de los ascetas y de todo el pueblo, del interior del Santo Sepulcro se sacaba afuera la litúrgica luz con la cual se iniciaba el lucernario, quod appellant hic licinicon, nam nos dicimus Lucernare, mientras que el aula, de cuya bóveda pendían gran numero de lámparas, era iluminada como si fuese de día: et fit lumen infinitum. Siguen los psalmi lucernares sed et antiphonae diutius, después de los cuales llega el obispo con su clero y se cantan hymni et antiphonae... et unus ex diaconibus facit commemorationem singulorum sicut solet esse consuetudo. Son los salmos y las preces de vísperas, que se concluyen con la letanía y con la bendición episcopal cuando es ya de noche.

En Occidente, en Milán, si el rito del lucernario no puede encontrar un explícito testimonio en los escritos de San Ambrosio, sin embargo, ha sobrevivido en la liturgia ambrosiana, en la cual, junto con el canto de los versículos lucernarios, se enciende todavía sobre el altar la luz simbólica; en ciertas fiestas más antiguas se asocia la oblación del incienso. Uranio, el biógrafo de San Paulino de Nola (+ 431), nos hace comprender que el salmo 131 debía formar parte del oficio lucernario; por esto, narrando la agonía del santo obispo, escribe: Quasi ex somno excitatus, Lucernaria devotionis tempus agnoscens, extensis manibus, lenta licet voce Paravi lucernam Christo meo Domino decantavit. En España, el lucernario era un oficio bien conocido. ***F.teria, española, lo deja entender: Licinicon, nam nos dicimus Lucernare. Un concilio de Toledo en el 400 ordena no celebrarlo en las parroquias rurales si al menos un sacerdote y un diácono no presidiesen le ceremonia, porque nisi in ecclesia non legatur. Entre los cantos de Prudencio, el sexto, ad mcensum lucernae:Inventor rutilis, dux bone, luminis Qui certis vicibus témpora dividís, exalta el esplendor de la luz que el pueblo cristiano ofrece a Dios mientras el astro diurno chaos ingruit horridum. El rito mozárabe conserva todavía, como en Milán, el recuerdo de esta antigua oblación de la luz; ya que, después del triple Kyrie eleison de preludio y después del Pater, el diácono canta: In nomine D. N. lesu Christi. lumen cum pace. El pueblo responde: Deo gratias, y comienza entonces el oficio verpertino propiamente dicho. Por último, en las Calías, las reglas monásticas de San Cesáreo y de San Aureliano distinguen claramente el lucernarium, con salmos y antífonas, y la hora de duodécima, es decir, el oficio vespertino.

En cuanto a Roma, el lucernario, a pesar de que había tenido precedentes antiguos indiscutibles, como hemos referido antes, en el siglo IV debió caer en desuso desde hacía tiempo; ningún escritor o documento habla, ni siquiera San Benito, tan afín en su oficio con los usos romanos. Y esto encuentra confirmación en el hecho de que, mientras en otras partes el lucernario había alcanzado su punto máximo de desarrollo en la fastuosa ceremonia del cirio pascual con la relativa Laus cerei, que tanto halagaba la vanidad de los diáconos, en Roma de todo esto no se encuentra señal alguna. La Iglesia romana no conoció la bendición del cirio de Pascua en su ritual antes del siglo VII.

"Con el triunfo definitivo de la liturgia romana sobre los ritos galicanos, fuera de los países de influencia ambrosiana, desaparece también el rito tan simbólico y lleno de poesía del antiguo lucernario, para no sobrevivir más que en la vigilia pascual. El ofrecimiento del incienso durante el canto del Magníficat en las vísperas, según el cursus romano, viene, casi sin saberlo, a substituir a la antigua oblación lucernaria. El incienso vespertino, si bien se refiere más directamente al sacrificio de la tarde del Antiguo Testamento, se inspira, sin embargo, en el mismo concepto que dio origen al lucernario, queriendo representar, tanto por medio de la luz corno de los perfumes de aroma árabe, el sacrificio cruento del Calvario, donde, entre los esplendores de una santidad substancial e infinita, el Pontífice del nuevo pacto elevó al cielo, flameante como una nube de incienso, su oblación pascual por la salvación del mundo."

 

Las Vísperas.

Como antes decíamos, la costumbre de cerrar la terminación del día dominical con un oficio salmódico público, precedido en muchos lugares, si no en todas partes, de un ágape, es ciertamente anterior a la paz constantiniana. Se une, por lo demás, a aquella oración privada vespertina, cotidiana, sugerida siempre por la Iglesia y practicada efectivamente por los fieles. Añádase que, en la primera mitad del siglo IV, las florecientes congregaciones de ascetas orientales habían dado un poderoso impulso a la oración colectiva, que se convirtió después, con sus atrevidas iniciativas, en oración pública y semioficial; y no sorprenderá el que, al final del mismo siglo, el oficio de vísperas se nos presente regularmente celebrado cada domingo, y quizá cada día, en las iglesias más importantes del orbe cristiano.

Dejando a un lado el Oriente, nos limitamos a traer como prueba algunos testimonios sacados de escritores occidentales. Para las Galias, San Hilario de Poitiers (+ 366) escribe: Progressus Ecclesiae in matutino misericordiae Dei signurn sunt. Para el África, San Agustín elogia la costumbre de una señora que solía dirigirse con sus esclavas a la iglesia ad vespertinos illuc hymnos et orationes; y en otras partes: Acta sunt vespertina quae quotidie solent. Para la alta Italia. San Ambrosio dice: Diei ortus psalmum resultat, psalmum resonat occasus; y en otro lugar, refiriéndose más claramente a un oficio celebrado en la iglesia, escribe: Ut qttotidie procedentes in ecclesiam... ab Ipso (se. Deo) incipiamus ei in Ipso desinamus.

En el siglo V y a principios del VI, una larga serie de concilios provinciales en las Galias y en España miran no tanto a establecer, cuanto a poner orden y uniformidad en la recitación del oficio, y especialmente en las horas de laudes y de vísperas. Baste referir lo que sancionó en el 506 el concilio de Agde, presidido por San Cesáreo de Arles, que ejerció durante mucho tiempo gran influencia en las Galias y en Italia superior: Quia convenit ordinem Ecclesiae ab ómnibus aequaliter custodiri, studendum est, ut sicut ubique fit... et hymni matutiríi vel vespertini diebus ómnibus de-cantentur; et in conclusione matutinarum vel vespertinarum missarum ( — oficios de laudes y de vísperas) capitella de psalmis (= las preces) dicantur; et plebs collecta oratione ad vesperam ab episcopo cum benedictione dimittatur.

De los testimonios aducidcs podemos, por tanto, deducir que, en los siglos IV y V, el oficio de vísperas era regularmente celebrado cada día en las principales iglesias de Occidente de la misma forma que las laudes.

 

Resta por ver el uso de Roma. Hay quien ha opinado recientemente que la Urbe hasta el siglo VII no conoció en su cursus la hora de vísperas, hora que ya era celebrada solemnemente en tantas otras iglesias. Pero no parece que tal opinión tenga en la debida cuenta varios datos importantes.

San Jerónimo (+ 420), muy práctico en las costumbres de Roma, enumera las vísperas entre las horas canónicas que recomienda repetidamente a la piedad de sus discípulas; a Leta: accensa lucerna reddat sacrificium vespertinum, y a Demetríades: Praeter psalmorum et orationis ordinem quod tibi hora tertia, sexta, nona, ad vesperum... semjoer est exercendum. Hablando del monasterio de Paula, en Jerusalén, donde es cierto que se seguía el cursus romano, escribe: Afane, hora tertia, sexta, nona, véspero, medio noctis per ordinem psalterium canebant. Del mismo modo obraba la joven Santa Meliana, aun siendo fiel secuaz de las costumbres romanas. Algo semejante a esto se encuentra en los dos vetustos sacramentarlos romanos, el leoniano y el gelasiano, los cuales contienen una serie de orationes ad vesperum, que por su tenor muestran una evidente pertenencia al oficio cotidiano. Pero sobre todo se pone de relieve con Callewaert la importantísima contribución que al conocimiento del antiguo oficio romano vespertino dio la regla benedictina, cuyas estrechas relaciones con el cursus de la ciudad son admitidas por todos.

San Benito, del modo de expresarse en dicha regla, deja fácilmente entrever cuáles son las particulares novedades o modificaciones por él introducidas en su cursus monástico en comparación con las normas comúnmente seguidas en el oficio romano, y que supone conocidas por todos. Ahora bien: analizando la fraseología de la regla, resulta que el oficio de vísperas por ella prescrito no es, salvo determinadas particularidades, un quid novi, aunque presupone la existencia de un oficio análogo, del cual depende; oficio que no puede ser otro que las antiguas vísperas de Roma. Una característica confirmación de esto la da el sistema de las antífonas salmódicas relativas a los salmos vesperales, y ya existentes desde el siglo VI. En el oficio romano, éstas forman una serie compacta e ininterrumpida, mientras en el benedictino se halla truncada y dispersa como consecuencia de la reducción de cinco a cuatro de los salmos de vísperas querida por San Benito.

 

La Organización Salmódica.

A través de la regla, es, por tanto, posible ascender hasta la forma primitiva (s.V) del oficio romano de vísperas. Se componía de cinco salmos antifonales, variables en cada día de la semana, escogidos en el grupo de los salmos que va del 106, Dixit Dominus, al 147, a excepción de aquellos ya asignados a otras horas. El domingo se cantaban los salmos 109-113 (fodavía conservados); en las ferias se continuaba la serie numérica, salvo pocas excepciones, hasta el 147, Lauda lerusalem, que concluía las vísperas del sábado.

La antiguedad de tal orden salmódico la atestiguan todas las fuentes más remotas: desde el antifonario de San Pedro y el ordinario lateranense, hasta Amalario, Juan Archicantor y el uso de la iglesia de Inglaterra, llevado en el tiempo de San Gregorio Magno por San Agustín de Cantorbery. Una preciosa confirmación se encuentra en el vetusto Ordo Vesperarum, que se celebraba solemnemente en el Laterano el día de Pascua y en toda la octava sucesiva, cuyas rúbricas se han conservado en el I OR. Este no era más que el acostumbrado formulario de las vísperas dominicales, acentuado con particular solemnidad y avivado por una procesión de los neobautizados y del clero, que hacía sucesivamente estación en el altar de la confesión, cantando allí los salmos 109-111; en el baptisterio, el salmo 112, Laúdate pueri; en el oratorio de San Juan ad vestem, el salmo 1Í3, In exitu, y en el de San Andrés ad crucem, el salmo 113, repetido una segunda vez.

El esquema salmódico quinario de las vísperas romanas fue modificado por San Benito reduciendo de cinco a cuatro los salmos, pero manteniendo la tradicional división del Salterio en dos grandes grupos 1-108 (psalmi nocturnales) y 109-150 (psalmi vespertini). Además, mientras los romanos no fraccionaban jamás los salmos, aunque fuesen largos, él los dividió en dos o más secciones. Pero, y esto argumentan en favor de la prioridad del oficio romano sobre el benedictino, el salmo 138, Domine probasti me, que, en las vísperas de la feria quinta, San Benito divide en dos secciones, es cantado, por el contrario, entero en las vísperas de San Pedro y San Pablo. Y la razón no puede ser más que ésta: el salmo formaba parte del oficio de los santos apóstoles, tornado por él del antiguo santoral romano y por él dejado intacto, como era justo, en su tradición litúrgica.