4. Los Gestos Litúrgicos.

 

Preliminares.

El ser humano posee dos clases de lenguaje: la palabra y el gesto, entendido este último en el sentido más amplio de la postura del cuerpo. El primero se dirige a los oídos; el segundo, a los ojos. Y con la unión de uno y otro se llega a expresar perfectamente el propio pensamiento.

Es lógico, por lo tanto, que la Iglesia haya llevado a la liturgia, junto con las fórmulas, también el expresivo movimiento del cuerpo humano. Tenemos así la categoría de los gestos litúrgicos.

Algunos de ellos están tan íntimamente unidos con ciertas y determinadas formas rituales, que casi puede decirse son la expresión mímica connatural de los mismos, como el extender las manos para pedir alguna cosa, el postrarse en tierra para adorar. Otros, sin embargo, tienen su origen en la necesidad de poner de relieve la importancia de un texto litúrgico preexistente. La fórmula en este caso ha sugerido el gesto. Varios ejemplos de ellos tenemos en la misa. El inclinarse al supplices te rogamus; al tomar el cáliz al accipíens et hunc praeclarum calicem... in manas...; el bendecir con la señal de la cruz la oblata al benedicas haec dona, haec muñera, haec sancta sacrificio, etc., no son, como puede verse, gestos originales, sino un comentario mímico posterior, sugerido por los correspondientes textos del canon.

En sentido inverso, muchas veces un gesto litúrgico, introducido al principio solo, viene más tarde a ser subrayado con una fórmula ilustrativa. El beso, por ejemplo, que, conforme a la rúbrica del I OR (n.8), da el celebrante al altar en el comienzo de la misa, no iba acompañado de ninguna plegaria en los tres más antiguos sacraméntanos. Solamente después del siglo XI comenzó a asignársele en los libros litúrgicos la fórmula Oramus te, Domine, per merita sanctorum... El lavatorio de las manos, que al principio era un acto de necesidad, más tarde convertido en simbólico, recibe como complemento la fórmula del salmo 15:6-12. En estos casos y en otros semejantes ha sido el gesto el que ha creado la fórmula.

Con el fin de dar cierta unidad a nuestro tratado, hemos reunido los diversos gestos litúrgicos en diversos grupos según su característica fundamental, si bien debe reconocerse que muchos de ellos, tanto al principio como en el correr de los tiempos, fueron adoptados para expresar sentimientos un tanto diversos, como notaremos en su lugar. Tendremos así:

 

1.° Los gestos sacramentales: a) La imposición de las manos. b) La señal de la cruz.

2.° Los gestos de la plegaria: a) La plegaria en pie con los brazos extendidos y elevados. b) La plegaria dirigida hacia el oriente y con los ojos hacia el cielo. c) La plegaria de rodillas, d) La plegaria con las manos juntas.

3.° El gesto del ofertorio: la elevación.

4.° Los gestos de la penitencia: a) La genuflexión y postración. b) Los golpes de pecho. c) La inclinación.

5.° El gesto del saludo y de la fraternidad: el beso litúrgico.

6.° Los gestos de reverencia: a) La inclinación y la genuflexión. b) La incensación. c) Las luces.

7.° Los gestos de la comodidad: a) El sentarse. b) El lavatorio de las manos. c) El ayudar al celebrante. d) El dar y el recibir.

8.° Las procesiones.

 

Los Gestos Sacramentales.

Los gestos sacramentales son dos:

a) La imposición de las manos.

b) La señal de la cruz.

 

La imposición de las manos.

El gesto más importante, más aún, el primero entre todos los gestos litúrgicos, por estar directamente tomado de la dignidad sacramental, es la imposición de las manos, que entró como elemento esencial en la colación de la confirmación y el orden. Los Hechos indican expresamente que los apóstoles invocaban al Espíritu Santo sobre los neobautizados y consagraban los nuevos ministros del culto imponiéndoles las manos.

Pero en la liturgia de la Iglesia antigua se empleaba también en el rito de los demás sacramentos, sin excluir la Eucaristía. Entraba en la preparación de los catecúmenos para el bautismo. Después de la oración, advierte la Tradivo, cuando el que instruye ha impuesto las manos sobre los catecúmenos... los despedirá; en la confirmación y en la absolución de los pecadores y en la reconciliación de los penitentes, la frase imponere manum in poenitentiam era ya antigua en tiempo de San Cipriano (+ 258); en la celebración de la Eucaristía: imponens manum in eam (oblationem) cum omni presbyterio, prescribe la Traditio a propósito del obispo consagrado, dicat gratias agens...; entraba también en la unción de los enfermos, pues ya Orígenes traduce el conocido texto de Santiago orent super eum así: imponant ei manum. También en otros muchos ritos extrasacramentales, la imposición de las manos tenía y tiene xtodavía una amplia aplicación. Así lo encontramos en la consagración de las vírgenes, en la bendición de los abades y abadesas, en los exorcismos, en el canon de la misa, en muchas bendiciones; tanto que, en no pocos textos escriturísticos y antiguos, el término benedicere equivale a imponer las manos. Podemos decir que desde comienzos del siglo III, a medida que los documentos son más numerosos, la imposición de las manos se presenta en el ceremonial litúrgico como un rito tan tradicional, que no pueda dudarse un momento de su antigvedad.

El gesto, evidentemente, era casi igual en todos los ritos antes citados; la mano derecha o ambas manos extendidas o levantadas sobre o hacia una persona o cosa, o bien puestas en contacto con ella; pero el significado simbólico era diverso en cada caso. Unas veces quería indicar la elección o designación de una persona para un determinado oficio; otras, la transmisión de un poder o de un carisma; otras, la consagración a Dios de una persona o cosa; bien el auspicio de la bendición celestial sobre alguno, o el conjuro y la purificación de un influjo demoníaco, o la invocación del perdón y de la gracia de Dios, o, como en el Hanc igitur, la declaración tácita de poner sobre una víctima expiatoria (Cristo) los pecados del mundo. Es corriente encontrar que la imposición de las manos esté acompañada de una fórmula que precise el sentido de la misma y una señal de la cruz, que indica la causa eficiente de la misma. Escribe San Cipriano: Praepositis Ecclesiae offeruntur (los neófitos) et per nostram orationem ac manus impositionem Spíritum Sanctum consequuntur ac signáculo dominico consummantur.

 

La imposición de las manos está reservada alguna vez al obispo, como en la confirmación; en ciertos casos, al obispo y al presbiterio colectivamente, como en la concelebración eucarística y en las ordenaciones, o al sacerdote, como en el bautismo, y también a los diáconos y a los exorcistas en el cumplimiento de sus funciones. A los laicos está siempre expresamente prohibida.

El gesto de la imposición de las manos tiene precedentes antiquísimos en las religiones paganas y en el culto hebreo. Las manos, que entre los miembros del cuerpo son el medio principal con que el hombre desarrolla su actividad propia, fueron muy pronto consideradas en el lenguaje religioso como sinónimo de potencia y de fuerza. De aquí las expresiones bíblicas manus Def, dextera Domini, y el arte cristiano antiguo, que pone "una mano entre las nubes extendida hacia abajo" para simbolizar a Dios Padre, que bendice y transmite el poder a los hombres.

Los libros del Antiguo Testamento hacen frecuente mención de la imposición de las manos en el ritual de los sacrificios (Lev. 24:14; 16:21); en las bendiciones (Gen. 48:14; Lev. 9:22); en las ordenaciones de los levitas (Num. 8:6). Nuestro Señor la usó también con frecuencia para sanar los enfermos (Mc. 16:18; Lc. 4:10); para bendecir a los niños (Mc. 10:16) y a los discípulos, y quizá también para consagrar en la última cena el pan y el vino. Bastan, por tanto, la tradición hebrea y el ejemplo de Jesús para dar razón del rito litúrgico cristiano, sin calificarlo de plagio o de una derivación de liturgias paganas o darle un sentido mágico que obra infaliblemente, prescindiendo de toda interna disposición del sujeto. La imposición de las manos en la liturgia, como dijimos, estuvo siempre unida a una fórmula que determina exactamente el sentido y el fin de la misma y sirve de invitación al fiel para que la acompañe con correspondientes actos interiores.

 

La señal de la cruz.

También la señal de la cruz, si bien de un modo menos esencial, va estrechamente unida a la colación de todos los sacramentos. Lo notaba ya San Agustín: con la señal de la cruz se consagra el cuerpo de Señor, se santifica la fuente bautismal, se ordenan los sacerdotes y los de más ministros; se consagra, en suma, todo lo que con la invocación del nombre de Cristo debe hacerse santo. Deja esto suponer una tradición litúrgica antiquísima. En efecto, los Hechos agnósticos de San Juan, de Santo Tomás, de San Pedro, en el siglo II, aluden claramente a esto. In tuo nomine — dicen estos últimos, dando a entender que el gesto debía tener también su propia fórmula — mox lotus et signatus est sancto tuo signo. Tertuliano alude a este mismo gesto, echando en cara al mitraísmo sus adulteraciones de la liturgia cristiana. Mithra signat illis in frontibus milites saos. Los cristianos, sin embargo, solían persignarse en la frente contra las tentaciones del demonio, como leemos en la Tradvio: Signo frontem tuam signo crucis, ad vincendum satanam.

Tertuliano atestigua también lo mucho que se extendió la práctica de signarse aun en el campo no estrictamente litúrgico. Al ponernos en camino, al salir o entrar, al vestirnos, al lavarnos, al ir a la mesa, a la cama, al sentarnos, en estas y en todas nuestras acciones, nos signamos la frente con la señal de la cruz. Otro tanto afirma para el Oriente, poco tiempo después, San Cirilo de Jerusalén: Ne nos igitur teneat verecundia, quominus crucifixum confiteamur. In fronte confidenter, idque ad omnia, digitis crux pro signando efficiatur: durn panes edimus et sorbemus pocala; in ingressibus et egressibus; ante somnum, in dormiendo et surgendo, cundo et quiescendo. La costumbre de hacer la señal de la cruz estaba tan arraigada entre los cristianos, que hasta el emperador Juliano, ya apóstata, se signaba maquinalmente en los momentos de peligro.

Los textos antes citados, así como otros de la época patrística, se refieren a la pequeña señal de la cruz, la única entonces en uso, que se trazaba principalmente sobre la frente, in fronte depingitur, según las visiones de San Juan en el Apocalipsis, con el pulgar o el índice de la mano derecha. El gesto lo llamaban los Padres latinos signum, signaculum, tropaeum, y los griegos, σφραγις συμβολον, y tenνa su expresión más augusta en el rito prebautismal.

De origen algo posterior es la costumbre de signar junto con la frente el pecho, a la que alude Prudencio (+ 410): Frontem locumque coráis signet.

Debió introducirse primeramente en Oriente, de donde pasó a las Galías y después al ritual romano del bautismo, en el cual se practica todavía.

La pequeña signatio crucis, de la que hemos hablado hasta aquí, sobre la frente y sobre el pecho, incluida más tarde la de los labios, continúa teniendo, como puede verse, una amplísima aplicación en muchos ritos de la Iglesia latina relativos a la misa, al oficio, a los sacramentos, a los sacramentales; su significado simbólico aparece claro.

 

En Oriente, después de la herejía monofisita y en conformidad con las tendencias alegóricas del tiempo, se introdujo en el siglo VI la costumbre de hacer la señal de la cruz con dos (pulgar e índice) o tres dedos abiertos (pulgar, índice y medio) y los otros dos cerrados, para simbolizar las dos naturalezas de Cristo, o la Santísima Trinidad, o el trinomio sagrado IXΣ = Jesús Cristo Salvador). Esta costumbre pasó después al Occidente. Y a mediados del siglo IX, la Admonitio Synodalis manda a los sacerdotes: Calicem et oblationem recta cruce sígnate, id est, non in circulo et variatione digitorum, ut plurimi faciunt, sed strictis duobus digitis et pollice intus recluso, per quos Trinitas innuitur. Hoc signum recte faceré studete, non enim alíter quidquam potestis benedicere. Podemos creer que fuera éste el método seguido por los fieles al hacer la señal de la cruz, porque los liturgistas del siglo XII y los monumentos de aquel tiempo nos hablan de ella como de una práctica común. Decayó, sin embargo, muy pronto.

Los griegos, en efecto, a finales del siglo XIII ya echaban en cara a los latinos el bendecir con la mano abierta en vez de hacerlo con tres dedos. El gesto antiguo ha quedado en la Iglesia griega y en el rito de la bendición papal.

 

El signo grande de la cruz que se traza desde la frente hasta el pecho y desde el hombro izquierdo hasta el derecho, según la costumbre moderna, parece que se introdujo primeramente en los monasterios en el siglo X; pero quizá fuera más antiguo. Se hacía con los tres dedos abiertos y los otros cerrados, como dijimos, trazando, sin embargo, del hombro derecho al izquierdo. A los tres dedos del siglo XII se fue poco a poco substituyendo la mano extendida e invirtiéndose el movimiento de la izquierda a la derecha. Esta práctica, como devoción privada, se conocía ya en el siglo V; definitivamente no entró en la liturgia hasta la reforma piaña del siglo XVI.

La signatio crucis iba generalmente acompañada de una fórmula. Aquella antiquísima que se hacía sobre la frente del catecúmeno llevaba consigo la invocación trinitaria: In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti, y se ha convertido actualmente en la oficial. San Agustín, a su vez, habla de un saludo al nombre de Cristo.

Los griegos usan ésta: Sanctus Deus, Sanctus fortis, Sanctus ímmortalis, miserere nobis. Otras fórmulas comunes en la liturgia latina son: Adiutorium nostrum in nomine Domini... Domine labia mea apenes..., Deus in adiutorium meum intende, y esta que se encuentra frecuentemente en los rituales de la Edad Media, todavía conservada en el ritual romano: Ecce crucem Domini, fugite partes adversae: vicit leo de tribu luda, Radix David, amen!

No estará de más aludir al uso, muy antiguo y todavía conservado en la Iglesia, de bendecir no con la mano, sino con una cruz. El mosaico de San Vital en Rávena (s.VI), que representa al arzobispo Maximiano, lo presenta en el acto de tomar con la derecha una cruz de este género (cruces de bendición). Eran de dimensiones muy pequeñas, como aquella de oro del emperador Justiniano I, conservada en el Museo Vaticano, que no mide más que veintidós centímetros de altura.

 

La señal de la cruz en la liturgia toma diversos significados, que podemos esquematizar así:

 

a) Es el sello (signum) de Cristo, que se imprime en el cuerpo del catecúmeno e indica que se ha convertido totalmente en suyo. Se señala, por lo tanto, no sólo en la frente, sino también en el pecho, en las espaldas y en cada uno de los cinco sentidos.

b) Es una profesión de fe en Cristo, de quien no se debe nunca avergonzar. Decía San Agustín: Sí dixerimus catechumeno: Credis in Christum? respondet: Credo, et signat se; iam crucem Christi portat in fronte et non erubescit de cruce Domini sui.

c) Es una afirmación del soberano poder de Cristo contra los malos espíritus: Ecce crucem Domini, fugite, partes adversae. Por esto, la fórmula bautismal dice: Et hoc signum sanctae crucis, quod nos eius fronti damus, tu maledicte diabole, numquam audeas violare. Por el mismo motivo, las señales de la cruz en los exorcismos se multiplican sobre la persona poseída de demonio.

d) Es una invocación de la gracia de Dios, implorada eficazmente merced a los méritos infinitos de la cruz de Cristo. Por este motivo van acompañados de la señal de la cruz todos los sacramentos y sacramentales. Y ya que la triple infusión del agua bautismal se hace en forma de cruz, en nombre de las tres divinas personas, ha llegado a quedar constituido como práctica litúrgica que siempre que se nombren en una fórmula vayan acompañadas por la señal de la cruz. Esto explica la razón de muchas señales de la cruz en el ritual; por ejemplo, la que se hace en la terminación del Gloria y del Credo (fórmulas trinitarias).

e) Es una bendición de cosas o de personas mediante la que se les consagra a Dios, de forma análoga a lo que sucede en el bautismo con el cristiano. Por esto, desde la más remota época se unió a todas las fórmulas de bendición la señal de la cruz: Quia crux Christi, omnium fons benedictionum, omnium est causa gratiarum; hasta puede decirse que cuando un texto litúrgico lleva consigo los vocablos bcnedicere, consecrare, sanctificare, lleva necesariamente la señal de la cruz. Pero no siempre fue así, pues, por ejemplo, en Francia se comenzaba a signarse al Sit et benedictio del Tantum ergo, al Benedicamus Domino, donde benedicere significaba, sin embargo, alabar, glorificar. El obispo se signa todavía sobre el pecho al Sit nomen Domini benedictum, y la rúbrica prescribe una señal de la cruz al Benedictus del Sanctus y al principio del cántico de Zacarías, de donde después ha pasado, por asimilación, a los otros dos cantos, el Magníficat y el Nunc dimittis.

f) Es alguna vez una señal demostrativa para designar personas o cosas. Rufino de Aquileya recuerda que en aquella iglesia los fieles hacían la señal de la cruz sobre la frente en estas palabras del símbolo local: Huius carnis resurrectionis. Las tres primeras cruces señaladas en el canon al haec dona, haec muñera, haec sancta sacrtfícia illibata, y quizá también las otras después de la consagración tienen el mismo carácter. La signatio ha sido también alguna vez un signo convencional; así, en el Ordo romano el sub diácono regional hace una señal de la cruz sobre la frente para indicar a la schola que interrumpa el salmo de la comunión y termine.

 

Los Gestos de la Plegaria.

En todo culto, la actitud del cuerpo en la oración es de lo más noble, porque traduce al exterior los sentimientos más elevados del alma, los que se dirigen a la divinidad; pero en la liturgia cristiana quiere expresar especialmente aquella eminente dignidad sobrenatural a la que ha sido elevado el fiel y aquella universal paternidad que venera él en Dios.

Los gestos de la oración son cuatro:

 

a) La plegaria en pie con los brazos extendidos y elevados.

b) La plegaria hacia el oriente y con los ojos dirigidos al cielo.

c) La plegaria de rodillas.

d) La oración con las manos juntas.

 

La plegaria en pie con los brazos extendidos y elevados.

La posición rígida era la postura acostumbrada de los pueblos antiguos durante el servicio religioso y en general ante una persona de autoridad. También los hebreos oraban en el templo y en la sinagoga de pie, con la cabeza descubierta, elevando las manos al cielo. Los primeros cristianos, en memoria de Cristo y del Apóstol, usaron en sus costumbres rituales el mismo gesto simbólico, pero imprimiéndole un nuevo significado: el sentimiento del ser humano, que no es ya más esclavo del pecado, sino libre, por ser hijo de Dios, hacia el cual puede elevar confiadamente sus ojos y manos como a su Padre. Una representación viva de tal postura cristiana en la oración es la figura del orante, que nos han dejado con profusión los frescos y sarcófagos antiguos. En ellos, el orante aparece en pie, la cabeza elevada y erguida, los ojos elevados al cielo, las manos extendidas en forma de cruz. Que los fieles oraban ordinariamente así en los primeros siglos nos lo atestiguan ampliamente los escritores de aquel tiempo, comenzando por Clemente Romano, Tertuliano y San Cipriano, hasta San Juan Crisóstomo, San Ambrosio y San Máximo de Turín (+ 465). El canon 20 del concilio de Nicea lo manda expresamente.

La práctica de orar en pie se mantuvo siempre en la Iglesia; aun hoy día muchas antiguas basílicas están desprovistas de medios para sentarse. Pero la liturgia la prescribe en particular los domingos, durante el tiempo pascual, en la lectura del evangelio, de los cánticos y de los himnos. Análoga disciplina se encuentra en las Reglas monásticas más antiguas del Oriente y del Occidente, según las cuales los monjes, durante la salmodia, debían estar en pie: S’c stemus ad psallendum, ut mens nostra concordet voci nostrae, dice San Benito. La postura se hacía menos gravosa apoyándose en soportes en forma de tau, en forma de brazuelos (cambutae), que muchas veces se unían a los bancos del coro. La disciplina se conservó con alguna resistencia hasta el siglo XI; en esta época comenzó por vez primera a mitigarse, aplicando a los sitiales del coro unos apéndices (llamados "misericordia") sobre los que se apoyaba la persona sin estar propiamente sentada, hasta que entró la costumbre de sentarse sin más. Los asistentes al coro se levantaban, como constata el concilio de Basilea (1431, 49), Bolamente al Gloria Paírí. Esta mayor amplitud se tomó del ceremonial de los obispos; pero la antigua severidad se conserva todavía en diversas familias religiosas masculinas y femeninas.

La posición erguida en la oración, si era para los fieles una práctica vivamente inculcada, para el sacerdote fue siempre considerada una regla precisa cuando cumplía los actos del culto, es decir, en las funciones de mediador entre Dios y los hombres. Al ejemplo de Moisés, del cual está escrito: Stetit Moyses in confractionem. San Juan Crisóstomo observa: Sacerdos non sedet sed stat; stare enim signum est actionis liturgicae. La más antigua representación de la misa en el cementerio de Calixto, del final del siglo II, nos muestra al sacerdote de pie y con las manos dirigidas hacia el tríbadion que lleva las oblatas. Por eso en la misa, en la administración de los sacramentos y en los sacramentales, en el oficio divino, el sacerdote adopta la posición erguida. Sobre este particular, la Iglesia fue siempre rígido guardián de la antigua costumbre; sólo cedió en un punto, como antes decíamos: la salmodia.

 

El gesto en la plegaria con los brazos abiertos en forma de cruz fue el predilecto de las primeras generaciones cristianas por su místico simbolismo con Cristo crucificado. Tertuliano lo presenta, en efecto, con una postura original cristiana frente a un gesto pagano similar: Nos vero non aitollimus tantum, sed etiam expandimus (manus) et dominica passione modulati, orantes, confitemur Domino Christo. La vigésimo séptima de las odas que llevan el nombre de Salomón (siglo II) delinea poéticamente la figura: Tengo extendidas mis manos y he alabado a mi Señor; porque el extender mis manos es la señal de El; y mi postura erguida, el madero del medio. Alleluia!

Así, Santa Tecla (c.190) se presentó, poco antes de morir en la arena, de pie, orando con los brazos abiertos, en espera del asalto de las fieras. San Ambrosio exhortaba a rezar así: Debes in (oratione tua crucem Domini demonstrare; y él mismo, según su biógrafo Paulino, extendido sobre el lecho de muerte, oró con los brazos en cruz. San Máximo de Turín (+ d.465) insiste particularmente sobre este gesto en la plegaria. "El hombre — dice él — no tiene más que levantar las manos para hacer de su cuerpo la figura de la cruz; he aquí por qué se nos ha enseñado a extender los brazos cuando oramos, para proclamar con este gesto la pasión del Señor."

Esta expresiva actitud en la oración continuó durante toda la Edad Media, especialmente en los monasterios de Italia e Irlanda, Los monjes usaban de ella como de un estímulo para un fervor mayor; a veces también, prolongada, sirvió como un duro ejercicio de penitencia, que se ejecutaba apoyando el tronco y los brazos en una cruz. Pero es sobre todo en la liturgia donde se mantuvo unida a las oraciones más solemnes y antiguas de la misa: las oraciones y el prefacio con el canon. Es verdad que para ambas la rúbrica actual del misal prescribe una idéntica modesta elevación y expansión de los brazos; pero una secular tradición litúrgica hasta todo el siglo XV imponía al sacerdote que durante el canon, y sobre todo después de la consagración, tuviese los brazos abiertos en forma de cruz. Quizá en Roma la costumbre era menos conocida, que en otras partes.

La antigua práctica no ha desaparecido; sobrevive en alguna congregación religiosa y en ciertos países de fe más viva, y es conmovedor verla de hecho alguna vez en algún monasterio por grupos enteros de peregrinos.

 

La plegaria en direccióa al oriente y con los ojos hacia el cielo.

El gesto era muy común en los cultos paganos y entre los hebreos, quienes oraban en dirección al templo de Jerusalén; pero los cristianos, adoptándolo, le dieron un motivo enteramente propio y original. Jesús, según el salmista, subió al cielo por la parte de oriente, donde actualmente se encuentra (el cielo), y del oriente había dicho que debíamos esperar su retorno. Maranatha! Veni, Domiíne lesu! oraba ya el autor de la Didaché. Las Constituciones Apostólicas se refieren a este primordial significado cuando prescriben que después de la homilía, estando de pie y dirigidos hacia el oriente... todos a una sola voz oren a Dios, que subió al cielo superior por la parte del oriente. Además, del oriente sale la luz, los cristianos son llamados hijos de la luz, y su Dios, la verdadera luz del mundo, el oriente, el sol de justicia. En el oriente estaba situado el paraíso terrenal, "y nosotros — escribe San Basilio —, cuando oramos, miramos hacia el oriente, pero pqcos sabemos que buscamos la antigua patria."

Debemos tener en cuenta que la orientación en la plegaria era, sobre todo, una costumbre oriental, mucho menos conocida en Occidente, al menos en su origen. Solamente más tarde, hacia los siglos VII-VIII, por influencias bizantino-galicanas, se sintió el escrúpulo de la orientación, que se manifestó en la construcción de las iglesias, así como en la posición de los fieles y del celebrante durante la oración. El I OR lo atestigua para Roma. Terminado el canto del Kyrie, nota la rúbrica: Dirigens se pontifex contra populum, dicens "pax vobis" et regirans se ad orientem, usquedum finiatur. Post hoc dirigens se iterum ad populum, dicen "pax vobis" et regirans se ad orientem, dicit oremus." Et sequitur oratio. Todavía algún tiempo después, un sacramentarlo gregoriano del siglo IX prescribe que en el Jueves Santo el obispo pronuncie en la solemne oración consecratoria del crisma respiciens ad orientem. Después, la práctica, si bien no desconocida por la devoción privada medieval, tuvo entre nosotros una escasa aceptación y ningún reconocimiento oficial en la liturgia.

Sin embargo, un gesto que se puede considerar equivalente, común también a los hebreos y gentiles, prevaleció en Roma y en África: el de orar no sólo con los brazos, sino también con los ojos dirigidos al cielo. Ya Tertuliano lo ponía de relieve: Illud (ad caelum) suspicientes oramus. Y es cierto que el antiquísimo prólogo de la anáfora, cuando amonestaba con el Sursum corda... invitaba a adoptar el gesto que mejor expresaba aquel sentimiento: levantar los ojos al cielo, como leemos en una fórmula del Testamentum Domini (Proclamatio diaconi):Sursum oculos cordium vestrorum; Angelí inspiciunt.

En esta postura, el emperador Constantino mandó acuñar algunas monedas, de las cuales poseemos todavía algunos ejemplares: vultu in caelum sublato, et manibus expansis instar precantis.

Las actuales rúbricas del misal prescriben varias veces al celebrante que adopte este gesto de filial confianza en Dios, distinguiendo una doble forma del mismo:

 

a) Una simple mirada al cielo (indicado por la cruz) al Munda cor meum antes del evangelio; al Suscipe, Sánete Pater, del ofertorio; al Suscipe, sancta Trinitas, antes de la bendición, y al Te igitur, al comienzo del canon; después de aquella mirada, los ojos se repliegan súbitamente sobre el altar (statím demissis oculis).

b) Una mirada fija y prolongada mientras se profieren las palabras Veni, sanctificator omnipotens aeterne Deus, en el ofertorio, y Benedicat vos, omnipotens et misericors Deus, en la bendición final.

 

La oración de rodillas.

Como veremos más adelante, esta plegaria, en la liturgia, es, sobre todo, un gesto de carácter penitencial; sin embargo, en la devoción privada es la actitud que mejor responde a las ordinarias elevaciones de la criatura hacia Dios. San Pablo nos habla de ella en este sentido: Flecto genua mea ad Patrem D. N. lesu Christi. Debía ser tal como es todavía la postura normal del cristiano en sus oraciones privadas. Constantino, según Eusebio, in intimis palatií sui penetralibus, quotidie, statis horis, sese includens, remotis arbitris, solus cum solo colloquebatur Deo et in genua provoluius, ea quibus opus haberet, supplici prece postulabat. Algunas veces, sin embargo, el ponerse de rodillas es el efecto de una intensa emoción religiosa del alma. Cristo, posatis genibus, oró en Getsemaní; San Esteban se arrodilló para unirse a Dios en el momento supremo; San Ignacio, de rodillas, oró por las iglesias antes de su martirio: cum genuflexione omnium fratrum. Por un motivo parecido es por lo que la rubrica prescribe arrodillarse durante el solemne momento de la consagración y de la elevación, ante el Santísimo Sacramento expuesto y en el canto de algunas invocaciones enfáticas: Veni, Sánete Spiritus; O crux, ave; Ave, maris stella.

 

La oración con las manos juntas.

Es un gesto muy expresivo y edificante, pero que no encontró precedentes en los antiguos, salvo un texto de la Passio Perpetuae, escrita alrededor del 200. Describiendo una de sus visiones, Perpetua dice haber visto a un anciano con traje de pastor que le daba de cáseo quod mulgebat quasi buccellam; et ego accepi iunctis manibus, et manducavi et universi círcumstantes dixerunt: Amen.

El gesto con las manos juntas es el más común en la liturgia, lo mismo para el sacerdote como para los ministros asistentes. Durante la misa es propio de las oraciones que van después de las tres clásicas del núcleo más antiguo.

 

El Gesto de la Ofrenda: La Elevación.

La elevación es esencialmente el gesto simbólico del que ofrece alguna cosa. En la misa son tres las elevaciones propiamente dichas:

1.a La de la hostia y el cáliz en el ofertorio, con la que el celebrante presenta a Dios las oblatas del sacrificio. No es antigua; fue introducida en el siglo XIII, en relación con las dos oraciones del ofertorio que la acompañan.

2.a La que sigue inmediatamente a la consagración del pan y del vino. La primera, como es sabido, fue instituida a principios del siglo XIII en París y se extendió rápidamente por todas las iglesias occidentales; la otra le siguió poco tiempo después. Las dos elevaciones no tienen evidentemente un carácter simbólico, sino que sirven solamente para mostrar a los fieles las especies consagradas, con el fin de excitar en ellos un acto de fe y de adoración.

3.a La que se encuentra al final del canon. Es la más importante, y antiguamente era la única. El celebrante, que entonces jamás hacía ninguna genuflexión en la misa, tenía levantados la hostia y el cáliz durante toda la conclusión de la solemne doxología, omnis honor et gloria per omnia saecula saeculorum; amen. El gesto está todavía en vigor; pero ha perdido algo de la solemnidad de un tiempo despues de que entre las dos frases et gloria... per omnia saecula... fue inserta la genuflexión con una separación de tiempo y de palabras. De todos modos, aquí, sobre todo, el gesto de la elevación reviste el carácter de oferta, en armonía con el sentido expresado poco antes de la oración Supplices te rogamus, con la cual Cristo se ofrece sobre el altar celeste víctima al Padre.

 

Los Gestos de la Penitencia.

Los gestos a los cuales oficialmente la liturgia reconoce un carácter de arrepentimiento y de penitencia son principalmente tres:

a) La genuflexión.

b) Los golpes de pecho.

c) La inclinación profunda del cuerpo.

 

La genuflexión.

La genuflexión es la actitud natural de aquel que, sintiéndose culpable, demanda perdón y gracia: Injlexio genuum poenitentiae et luctus indicium est. Cristo ha trazado el retrato en el publicano del Evangelio, que de rodillas, con la cabeza inclinada y golpeándose el pecho, implora piedad del Señor. La oración de rodillas fue por esto, desde el siglo II, característica de los días de estación, dedicados a la penitencia y al ayuno. "En ellos — escribe Tertuliano —, toda oración se hace de rodillas, porque debemos expiar nuestros pecados delante de Dios." Al contrario, en las dominicas en el tiempo de Pascua a Pentecostés, conmemorativas de la gloria de la resurrección de Cristo, por una tradición que San Ireneo hace remontar a los apóstoles estaba absolutamente prohibido arrodillarse y ayunar.

Esta disciplina primitiva, que asociaba la genuflexión con la penitencia, fue siempre observada en la Iglesia y se ha transmitido hasta nosotros en la liturgia de la Cuaresma y en los días de penitencia (fémporas, vigilias, rogativas) y de luto (difuntos), durante los cuales gran parte de las oraciones deben ser recitadas de rodillas. Más aún, en los formularios de muchos de estos oficios ha quedado la invitación a arrodillarse, que ya hacía el diácono: Flectamus genua! Actualmente la rúbrica del misal hace añadir en seguida: Lévate!; pero no hay duda de que no sólo antiguamente, sino que todavía en la Edad Media los fieles a aquella advertencia se arrodillaban y rezaban durante algún minuto en silencio. San Cesáreo (+ 542), en efecto, deplorabla ya en su tiempo que algunos, a pesar de la invitación del diácono, quedasen erguidos como columnas. En la Edad Media la oración de rodillas con el fin penitencial, repetida determinado número de veces dentro de cierto tiempo tanto de día como de noche, era una devoción totalmente propia de los celtas, que la habían empujado más allá de los límites de lo verosímil; éstos la hacían remontar a San Patricio (+ 493), al cual, se decía, se la había enseñado un ángel.

El ponerse de rodillas es también la actitud del cristiano cuando en el sacramento de la penitencia confiesa los propios pecados. San Clámente Romano y Hermas aluden ya a esta actitud del pecador en la exomologesis; más aún, Tertuliano deja entender que en África, y quizá también en Roma, la genuflexión fuese acentuada como una postración hasta la tierra. San Agustín para el África y Sozomeno en el siglo V lo confirman por lo que respecta al uso de la iglesia de Roma. "Allá — dice él — los penitentes ocupan un lugar determinado y están en una actitud de tristeza y de compunción. Pero cuando el servicio divino está para terminar, sin que ellos hayan participado en los santos misterios, se postran en tierra gimiendo y llorando. El obispo se asocia a sus lágrimas, se postra a su vez sobre el pavimento, y con él la multitud que llena el templo, y llora y gime. Después de algún tiempo, el obispo se levanta, hace surgir la asamblea, pronuncia una oración sobre los penitentes y los despide."

La genuflexión y postración en uso en la penitencia pública de la Iglesia antigua pasó al ritual de la reconciliación de los penitentes el Jueves Santo, y en la de la confesión privada, como fue generalmente practicada durante toda la Edad Media. Actualmente, el ritual romano no prescribe más que genuflexión.

Fuera del sacramento de la penitencia, la postración, quizá por derivación del ceremonial bizantino, está conservada en la liturgia en la apertura de la función del Viernes Santo, resto de aquella que antes era común al principio de la misa; en la adoración de la cruz, en el ritual de las órdenes mayores, en la vigilia de Pascua y de Pentecostés, en la profesión monástica y en la bendición de un abad. Esta, además, se encuentra generalmente unida con la fórmula penitencial de las letanías de los santos.

 

Los golpes de pecho.

Los golpes de pecho, es decir, del corazón, son un gesto que quiere expresar el sentimiento interno, la contritio cordis, por una culpa cometida, cuya raíz está precisamente en el corazón. El publicano y el centurión del Evangelio suponen un uso familiar tanto a los hebreos como a los paganos. Adoptado por la piedad cristiana desde los primeros siglos, el gesto debió ir acompañado de alguna fórmula análoga al actual Confíteor con la cual se hacía una confesión genérica de las propias culpas. Esto se deduce por un curioso detalle hecho notar por San Agustín a sus fieles, los cuales, cuando oían pronunciar por el lector la palabra confessío, se golpeaban el pecho. Ubi hoc verbum (conjessio) lectoris ore sonuerit, continuo strepitus pius pectora tundentium sequitur. Ahora él hace observar a ellos cómo el término confessio, confiten, no quiere siempre decir aacusación de los pecados," sino a veces también "alabanza, glorificación de Dios," como en aquellas palabras: Confíteor ubi, Pater, o en el salmo 117: Confitemini Domino.

Las rúbricas actuales prescriben el golpearse el pecho en la misa tres veces al mea culpa del Confíteor, al miserere nobis del’ A gnus Dei y al Domine, non sum dignus, y además a las palabras del canon Nobis quoque peccatoribus, todas ellas fórmulas que se refieren al pecado y al arrepentimiento. En tiempo de Agustín, el sacerdote y el pueblo se golpeaban también el pecho en la petición del Pater: Dimitte nobis debita nostra. En Alemania el uso se mantenía todavía en el siglo XIII.

 

La inclinación de la cabeza.

La inclinación de la cabeza, y probablemente también de las espaldas, era el gesto de humildad con el cual los fieles o, según otros, los penitentes, recibían al final de la misa la bendición del sacerdote, pronunciada por él con la fórmula llamada oratio super populum. El acto nos es atestiguado en la Iglesia antigua por todas partes, no excluido el Oriente, y era generalmente solicitado por el diácono con una invitación, que en Alejandría decía: Inclínate capita vestra benedicioni "; en Roma, en cambio: Humíllate capita vestra Deo. El I Ord. Rom. (n.24) refiere así la rúbrica: Missa finita, dicit diaconus: Humiliate capita vestra Deo. Et inclinant se omnes ad orientem. Et dicit Pontifex orationem super populum. San Cesáreo, hablando sobre el particular, se lamentaba del comportamiento de su pueblo: Quoties clamatum fuerit ut vos benedictioni humiliare debeatis non oobís sit laboriosum capita inclinare, quia non vos homini sed Deo humiliatis. La inclinación profunda de carácter penitencial queda todavía en vigor en la recitación del Confíteor y en la bendición del sacerdote al final de la misa.

 

El Gesto del Saludo y de la Fraternidad: El Beso Litúrgico.

San Pablo es el primero que habla de este gesto, hasta entonces extraño al culto, como gesto de saludo y de espiritual fraternidad: Salutate fratres omnes in ósculo sancío. No podemos precisar si el Apóstol tuviese como mira un rito litúrgico; pero esto es sumamente probable, porque San Justino, a mitad del siglo II, lo recuerda expresamente como tal.

Nada impide el creer que en esta época el beso se diese sobre los labios, como era costumbre en la vida civil, y sin distinción de sexo; tal promiscuidad estaba en vigor todavía en África en tiempo de Tertuliano, el cual no disimula la dificultad para un marido pagano de permitir a la mujer cristiana alicui fratrum ad osculum convenire. Pero es fácil comprender que cuando la simplicidad y la pureza de las costumbres primitivas comenzó a disminuir, un gesto tal podía dar lugar a abusos, los cuales se trató de remediar con varios medios. El principal fue el de limitar el beso a cada uno de los sexos, hombres con hombres, mujeres con mujeres, como prescribe la Traditio. La carta del Pseudo-Clemente (siglos II-III) no sólo atestigua que los hombres se cambiaban solamente entre ellos el beso, viri viris, sino que añade el particular curioso de que las mujeres besaban la mano derecha de los hombres, envuelta por ellos en el pliegue del vestido.

El abrazo y el beso fraterno entre los fieles fue un rito siempre admitido en la sinaxis eucarística por todas las iglesias de Oriente y de Occidente, si bien en momentos diversos. Para eso el diácono invitaba a los presentes con San Ambrosio, cuenta que éste, cuando era niño, se hacía besar la mano por sus hermanas, fingiendo ser obispo. Se besaba la mano del sacerdote en el acto de dar la comunión; Geroncio lo atestigua al final del siglo V para Melania, la cual al final de su vida, habiendo recibido del obispo Juvenal el santo viático, le besó la mano y exhaló su espíritu. También después del 1000, en el norte de Francia se mantenía todavía el uso de besar la mano al sacerdote mientras daba la comunión. A los obispos de la Iglesia antigua se les besaba también los pies en señal de mayor veneración, como refiere San Jerónimo, y tal práctica quedó en vigor durante mucho tiempo en la Iglesia. Cuatro son las circunstancias en las cuales se besan los pies al pontífice: inmediatamente después de su elevación y coronación, en el recibimiento solemne y en la coronación de herejes 122 en la celebración de la misa solemne, de parte del diácono, antes de cantar el evangelio, y en la consagración de los obispos hecha por él.

 

Los Gestos de Reverencia.

Con los gestos de reverencia, nosotros expresamos el obsequio interior que debemos a Dios en el sacramento eucarístico o en sus elementos rituales, o a las personas que lo representan en el culto litúrgico. Se reducen a tres:

 

a) La inclinación y la genuflexión.

b) La incensación.

c) Las luces.

 

La inclinación y la genuflexión.

La cabeza y las espaldas, que en la inclinación se hagan delante de alguno" indican instintivamente un sentido de respeto y de veneración hacia él; si se trata de Dios, un sentido de adoración. La liturgia las ha usado y las usa todavía largamente. El I Ordo romano observa que, dicho el Sanctus, todos, episcopi, diaconi, subdiaconi et presbyteri in presbyterio permanent inclinati (n.88), y permanecen así hasta la conclusión del canon. Este inclinarse estando de pie o también prosternarse, como se hacía por algunos, no era una veneración de la Eucaristía en nuestro concepto actual, sino más bien un compenetrarse de mística reverencia por la bajada del Espíritu Santo y de los ángeles, mientras con humildad se recogía delante del solemne misterio que se cumplía sobre el altar. Hasta el siglo XVI, el gesto de la genuflexión, hoy tan difundido, era desconocido para la liturgia; en su lugar se hacía una inclinación más o menos profunda.

 

La incensación.

El empleo antiquísimo del incienso en el culto no se constata sólo entre los hebreos, sino también en todas las liturgias paganas, las cuales, especialmente en Roma, lo usaban largamente. Es quizá por esto por lo que la Iglesia antigua, a pesar de que no le era desconocida la profecía de Malaquías, se abstuvo por tanto tiempo de adoptarlo en el servicio litúrgico. Tertuliano lo declara formalmente: el cristiano ofrece a Dios optimam et maiorem hostiam quam ipse mandavit, orationem de carne púdica, de anima innocente, de Spiritu Sancto profectam; non grana thuris unius assi arabicae arboris lacrymas. Y San Agustín, que refleja también el uso de Roma en el siglo IV, escribe: Securi sumus; non imus Arabiam thus quaerere, non sarcinas avari negotiatoris excutimus. Sacrificium laudis quaerit a nobis Deus.

Con todo esto, los fieles lo usaban, pero en casa y en las reuniones festivas, para aromatizar el ambiente. Para este fin se sirvió a veces de él la Iglesia, como sabemos por el Liber pontificalis, el cual refiere de gruesos y preciosos incensarios donados por Constantino a la basílica lateranense y por otros en época muy posterior, no con fin litúrgico propiamente dicho, sino para llenar con su perfume las naves de la basílica.

En Roma, el incensario hace su primera aparición durante los siglos VII-VIII, como gesto de honor tributado al papa y al libro de los Evangelios. El primer Ordo romano refiere que cuando el papa se dirige del secretarium al altar para la misa, un subdiácono cum thymiamaterio áureo praecedit ante ipsum, mittens incensum (n.46). Que el incensario humeante tuviese el significado preciso de honrar al pontífice, resulta de cuanto el mismo Ordo nos dice en relación con la salida del clero de la iglesia estacional para ir al encuentro del papa, aue llegaba para la celebración de la misa:... similiter et presbyter tituli vel ecclesiae ubi statio iuerit (va al encuentro) cum subdito sibi presbítero et mansionario thymiamaterium de· ferentibus in obsequium illius (n.26). Lo mismo sucede en el regreso a la sacristía al final de la misa: Tune sefotem céreostata praecedunt Pontificem, et subdiaconus regionarius cum thuribulo ad secretarium (n.125). Un rito semejante se desarrolla para el canto del evangelio: el diácono va al ambón precedido por des ceroferarios y por dos subdiáconos, de los cuales uno lleva el incensario y el otro le pone el incienso (n.II). La rúbrica del gelasiano en la ceremonia del Aperitio aurium describe el corteio de los cuatro diáconos que llevan los cuatro Evangelios, praecedentibus duobus candelabris cum thuribulis.

Fue en el siglo IX, bajo la influencia de la liturgia galicana, dependiente a su vez de las liturgias orientales, cuando la iglesia romana introdujo en la misa la incensación: en primer lugar, la del altar; después, la del clero y la de las oblatas; hasta que en la primera mitad del 300 (Ordo XIV) el ritual, por lo que respecta al incienso en la misa, se encuentra ya substancialmente conforme con lo prescrito por las rúbricas en vigor. Se nota sobre el particular cómo en un principio la incensación de las personas sagradas y de los fieles se cumplía arrimando a ellos el incensario de manera que pudiesen aspirar el perfume como un sacramental, Thuribula per altaría portantur — dice el V Ordoet postea ad nares homínum feruntur et per manum fumus ad os trahitur.

Siempre en relación con el honor del incienso dado al Evangelio, encontramos en seguida en las fiestas el uso de incensar el altar durante el canto de los dos cánticos evangélicos del oficio, el Benedictus en laudes y el Magníficat en vísperas. Alude por primera vez a una carta del 744 escrita desde Roma a San Bonifacio en Alemania; en el siglo XI era practicada umversalmente.

 

También en la liturgia funeraria el uso del incienso fue considerado en la Iglesia antigua como una señal de honor y de respeto hacia el difunto. En este sentido se expresa el llamado testamento de San Efrén (+ 373), uno de los primeros testimonios de este género en Oriente. El cadáver de San Pedro de Alejandría (+ 311) fue llevado a la sepultura flammantibus cereis, fragrantibusque thimiatibus, y el de San Honorato de Arles (+ 429), praelata sunt ante feretrum ipsius arómala et incensum. A los difuntos muertos en la paz de Cristo era natural que fuesen asimilados los mártires, a las reliquias de los cuales fue también tributado el honor de los inciensos. San Gregorio de Tours narra que la traslación de las reliquias de San Lupiscino, en el 488, se hizo cum crucibus cereisque atque odor e fragrantis thimiamatis. Estos honores a los despoios del mártir han pasado al ritual de la dedicación de las iglesias según el uso galicano (Ordo de San Amando, siglos VIII-IX), según el cual el traslado de las reliquias, para colocarlas en la nueva iglesia, tiene lugar triunfalmente entre los cirios encendidos y los thuribula cum thymiama, que humean en honor del mártir. Este homenaie del incienso a las reliquias ha quedado todavía en la incensación del altar, prescrita en la misa y en el oficio de vísperas y ejecutada extendiendo el perfume sobre la mesa, a los lados y delante, con el fin evidente de honrar a los mártires, cuyos huesos están guardados en el sepulcro debajo del altar. En la baja Edad Media, olvidadas las finalidades primitivas del incienso, fue dado a este gesto litúrgico un carácter preferentemente lustral, y por eso en la incensación del altar y de los cadáveres se vio un medio ut omnis nequitia daemonis propellatur; fumus enim incensi valere creditur ad daemones effugandos5. Pero en la mente de la Iglesia la acción purificadera del incienso no emana de su valor intrínseco, sino de la bendición que se le da y que lo vuelve un factor de santificación. Por este motivo son incensados en la liturgia muchos elementos (cenizas, ramos, candelas, etc.) que constituyen los más importantes sacramentales de la vida cristiana.

El incienso, como veíamos, no recibía en un principio bendición alguna; quien llevaba el acerra (naveta) con el aroma, ponía sin más una parte en el turíbulo, llevado por un subdiácono o por un acólito. Y en el ceremonial del X Ordo romano (siglo x) fue reservado al obispo el poner el incienso, pero sin decir nada. La fórmula actual de bendición, per intercessionem beati Michaelis... aparece después del siglo XI, notando que los libros de este tiempo ponen Gabrielis en relación con la visión de Zacarías, mientras los misales posteriores lo sustituyen por Michaelis, interpretando a su favor la célebre visión del Apocalipsis (8,3).

 

Los primeros incensarios (thymiamaterium, incensarium) tuvieron forma variada, como puede deducirse de lo que decíamos antes. Algunos eran fijos, apoyados sobre el pavimiento mediante un pie; otros se colgaban establemente del ciborio o en otro lugar; otros eran movibles, llevados en la mano mediante un mango, o bien, más comúnmente, tomados con cadenillas, según el uso actual.

Del primer tipo tenemos una muestra en el Líber pontificalis, que entre los dones hechos por Constantino a la basílica lateranense enumera: Thymiamateria dúo ex auro purissimo, pensantes libras triginta; y otro: Thymiamaterium ex auro purissimo cum gemmis prasinis et hyacintis XLII pensans libras decem. Más aún, para el consumo del incienso está prevista una asignación anual de 150 libras de este aroma. De este tipo nos ha llegado un interesante ejemplar del siglo IV o del V, conservado en Mannheim. De la segunda forma, el mismo Líber pontificalis menciona un thymiamaterium aureum maiorem cum columnis et cooperculo, que el papa Sergio (+ 701) hizo colgar ante imágenes tres áureas B. Petrí Apostoli. De incensarios móviles encontramos la representación en los mosaicos de San Vital, en Rávena y en el célebre marfil de Tréveris. Puede ser un ejemplar contemporáneo el incensario encontrado en Crikvina (Dalmacia), entre las ruinas de una basílica cristiana. Lleva tres cadenillas y una pequeña palomita sobre la parte superior de la cubierta. En la copa había todavía residuos de carbón.

 

Las luces.

Las luces, aparte del fin primitivo de alumbrar las tinieblas, llevan consigo un significado de gozo y un sentido de fiesta. En Tróade, con ocasión de la sinaxis nocturna presidida por San Pablo, erant lampadae copiosae in coenaculo. Después de la victoria de la Iglesia sobre el paganismo, cuando ésta pudo desplegar en paz la pompa de sus ritos, la liturgia no encontró cuadro más augusto que la multiforme y deslumbrante iluminación de las basílicas. Es verosímil suponer, por tanto, que si las luces fueron asociadas en particular a cosas y a personas, se tuvo con esto la idea de rodearlas de honor y de tributarles homenaje. En efecto, en la antiquísima costumbre romana se honraban así las estatuas de los dioses y de los emperadores, delante de los cuales los cirios encendidos significaban el obsequio de los devotos y de los subditos. Así también se distinguían ciertos altos funcionarios del Estado, los cuales tenían el privilegio de hacerse preceder por portadores de antorchas o cirios, llevando también un pequeño brasero para encender las luces si se apagaban. Si en un primer tiempo estas costumbres de la vida pagana podían hacer a la Iglesia más bien retraída para imitarlas — y tenemos prueba en el lenguaje de ciertos padres —, posteriormente, con la progresiva cristianización de la sociedad civil, éstas no corrían ya el peligro de provocar malentendidos. Vemos así que en el siglo V, en Oriente, el canto del evangelio tiene lugar entre luces, y poco más tarde, en Occidente, las luces entran a formar parte del cuadro litúrgico de la misa. La primera mención está contenida en el I Ordo, de los siglos VII-VIII, pero rico de elementos mucho más antiguos. En el cortejo con el cual se abre el solemne pontifical de las estaciones, el pontífice está precedido por un incensario humeante y por septem acolythi illius regionis cuius Jies fuerit, portantes sepiem cereostata accensa (n.8). Estos siete cirios, representantes de las siete regiones eclesiásticas de la Urbe, forman parte de su cortejo de honor; dos de ellos, poco después, serán llevados en homenaje al libro de los Evangelios, cuando vaya a ser leído por el diácono. Las luces del cortejo papal, reducidas más tarde a dos, están todavía en uso en la liturgia de la misa y de las vísperas, llevadas por los acólitos como escolta de honor del celebrante, figura de Cristo; en las procesiones están a los lados de la cruz con el mismo significado.

Sobre este particular ha de recordarse cómo en la Iglesia antigua el honor de las luces a la cruz procesional estaba confiado a algunos cirios fijados sobre los brazos o sobre la parte superior de la cruz misma. El uso es ya atestiguado en Francia por Gregorio de Tours, accensisque super crucem cereis; pero debía ser común también en Italia, tanto en Milán, donde se mantuvo hasta el siglo XVII y ha dejado todavía rastros, como en Roma.

 

Una práctica muy difundida entre los pueblos antiguos era la de llevar cirios en los cortejos fúnebres y encender luces delante de los sepulcros. Se atribuía a ellos la virtud mágica de alejar a los demonios, que se imaginaba fácilmente que habitasen en lugares de muerte y de corrupción. También los cristianos, por impulso de inveteradas costumbres, hacían así, obligando al concilio de Elvira (303) a una expresa prohibición: Céreos per diem placuit in coemeteño non incendi; inquietandi enim sanctorum spiritus non sunt (en.34). Pero probablemente la prohibición tuvo poco éxito, porque por los escritores del tiempo vemos que los honores fúnebres a laicos distinguidos y a obispos continuaron haciéndose con hachas y luces; pero el gesto fue substancialmente cristianizado. En efecto, en los siglos IV y V, cuando el culto de les mártires tomó un desarrollo extraordinario, el encender luces delante de su tumba — y la practicase había hecho general en la Iglesia — no fue ya unido a la superstición pagana, sino considerado solamente como acto de honor tributado a sus reliquias. El mismo Vigilancio lo reconocía, aun reprendiéndolo: Magnum hornorem praebent huiusmodi homines (los fieles) beatissimis martyribus, quos putant de vilissimis cereolis illustrandos.

Por tanto, el uso de encender luces delante del sepulcro de los mártires a los piadosos iconos de la Virgen y de los santos y en los últimos honores tributados a los difuntos, fue admitido en la liturgia y mantenido siempre como muy valorado por los fieles. En los cementerios cristianos de Roma, Nápoles, Aquileya y África, en los siglos V y VI, es frecuenta la representación simbólica del difunto puesto entre dos candeleros encendidos. La Iglesia, como afirmaba San Jerónimo, en las luces, ardiendo junto a la tumba de sus hijos difuntos, no vio solamente un testimonio de honor a su cadáver santificado por la gracia, sino también un expresivo símbolo de la beatífica inmortalidad de sus almas: Ad significandum lumine fidei Vlustratos sanctos decessisse, et modo in superna patria lumine gloriae splendescere.

 

Para glorificar a Cristo, "luz indefectible del mundo," la Iglesia ha elegido la luz o el cirio (lumen Christi), haciendo un símbolo vivo y ofreciéndolo a Dios con un rito de incomparable solemnidad: la consagración del cirio pascual. Está esbozada en el primitivo oficio lucernario, es decir, del oficio de la tarde, el cual, tomando el nombre de la antorcha que se encendía por los hebreos al final de la solemnidad sabática, se celebraba por los cristianos al principio de la vigilia dominical eucarística. Aquella luz, encendida para iluminar las tinieblas de aquella vigilia conmemorativa de la resurrección de Jesús, y en espera de su final parusía, sugirió en seguida la idea de que aquella lámpara resplandeciente simbolizase el "esplendor del Padre" e inspiró el concepto delicadísimo de presentar a Dios mismo la ofrenda de la luz que se consumía en su honor. Posteriormente, a la luz, aunque mucho más tarde, se unió también la oferta del incienso por gracia de un acercamiento sugerido por el salmo 140: Domine, clamad ad Te, exaudí me, destinado precisamente por los cristianos para el oficio de la tarde, y donde el sacrificio vespertino del Gólgota fue parangonado a los vapores del incienso que suben hasta el trono de Dios. El rito lucernario tenía su apogeo en la noche de Pascua con la oferta del cirio que el diácono encendía solemnemente delante de toda la iglesia, cantando la vetusta fórmula del Praeconium, celebrativa de los grandes misterios de aquella noche memorable.

Baste esto para aludir al hecho litúrgico; los detalles se darán al tratar de la Semana Santa y de la antigua oración del oficio.

 

El otro factor de la iluminación eclesiástica es el aceite, alimento de la lámpara, la luz más sencilla y económica, que en todos los siglos pasados hasta nuestra época entraba indispensablemente en el ajuar litúrgico de todas las iglesias. La cera, aunque muy difundida, fue siempre un producto costoso. Los Cañones de Hipólito, en efecto, hablan sólo del aceite para ofrecerse, no de la cera, y el antiguo oficio de la tarde tuvo el nombre de ad incensum lu cernae. A las lámparas manuales, de las cuales han llegado hasta nosotros muchísimas de forma y materias varias, adornadas con símbolos cristianos, la Iglesia, en el culto litúrgico, prefirió desde el siglo IV la forma más noble y decorativa de la lámpara, pendiente con cadenas, sola o agrupada con otras en forma de cerco (corona pharalis, gabata). Las páginas del Líber poniificalis son ricas en noticias en torno a los más variados y preciosos objetos de iluminación con aceite dados por la piedad de los pontífices a las iglesias de Roma, y además, de grandes olivares que debían servir para su aprovisionamiento. De todo esto, poco o nada ha quedado. Las cien lámparas de bronce que arden hoy delante de la confesión de San Pedro no son más que un modesto residuo de la desbordante iluminación de un tiempo.

El Ceremonial de los obispos contiene notables disposiciones respecto al número y a la disposición de las lámparas en la iglesia en relación con el altar del Santísimo Sacramento y con los otros altares. Estas reflejan bastante la generosa largueza con la cual en el pasado se disciplinaba de manera estable y ordenada la iluminación litúrgica. ¡Así son observadas todavía hoy!

 

Los Gestos de Conveniencia.

Reunimos bajo este título una serie de gestos de importancia secundaria, dictados, más que por una finalidad espiritual, por un sentido de decoro y de buena crianza.

a) El sentarse. — Es la actitud de quien enseña y de quien escucha. El obispo, ordinariamente, hablaba a los fieles sentado sobre la cátedra; los fieles escuchaban la palabra también sentados o de pie. Ego sedens loquor — decía San Agustín — vos stando laboratis. Se sentaba también mientras se hacían las lecturas. San Justino lo supone ya y San Agustín recomienda al diácono Deogracias que durante la predicación haga sentar a los fieles, a fin de que no se cansen. Se sentaba también el celebrante con los sacerdotes durante el canto del responsorio gradual. San Jerónimo escribe: In ecclesia Romae presbuteri sedent et stant diaconi, licet... ínter presbyteros, absenté episcopo, sedere diaconum viderim. Para el pueblo no había escaños a propósito, sino que todos se acomodaban directamente sobre el pavimento o sobre esteras.

b) El lavatorio de las manos. — El lavarse las manos antes de ir a una persona de respeto es acto de elemental educación, que los antiguos la sentían como nosotros, tanto más si se trataba de acercarse a Dios en la oración y de acercarse a su altar. Por esto, generalmente, los romanos y los griegos, antes del sacrificio o de un rito mistérico, usaban el lavarse las manos. A este sentimiento va unida la idea, de derivación judía, muy en boga en los primeros siglos, de que las abluciones corporales tenían también una cierta eficacia purificativa del alma, especialmente en materia de faltas sensuales. Como quiera que sea, nosotros encontramos en la Iglesia antigua insistentemente recomendados el lavatorio de las manos antes de la oración y antes de entrar en la iglesia. Christianus lavat manus omni tempore, quando orat, dice uno de los cánones atribuidos a Hipólito. También Tertuliano alude a esto, no sin un poco de ironía para aquellos que ponían en tales lavatorios como una virtud mágica: Hae sunt verae munditiae, non quas plerique superstitiose curant, ad omnem orationem etiam cum lavacro, totius corporis aquam sumentes. San Juan Crisóstomo recomienda, es cierto, el hacer tales abluciones; pero amonesta el que antes de entrar en la iglesia no sólo se laven las manos, sino que se purifique también el alma.

Para la ablución ritual de las manos, en el atrio de las iglesias antiguas había en el centro una fuente (cantharus) que daba agua continuamente. Era famoso en el Medievo el cantharus de la basílica de San Pedro, que esparcía sus chorros de una colosal pina de bronce puesta bajo un quiosco sostenido por ocho columnas de porfirio.

La antigua costumbre ha quedado en vigor para el obispo y el sacerdote, los cuales se lavan las manos antes de vestirse con los ornamentos sagrados; los libros rituales después del año 1000 contienen varias fórmulas sobre el particular, especialmente el versículo Asperges me, etc.

Una ablución más estrictamente litúrgica es aquella que hace el celebrante al final del rito del ofertorio en relación con el antiguo uso de las ofertas en distinta materia. Mientras éstas estuvieron en vigor, es decir, hacia el siglo IX, era un acto obligatorio de decencia el lavarse las manos después de terminada la reunión. En efecto, según el I OR (n. 14) no lo hacía solamente el papa, sino también el archidiácono. Desaparecidas las ofertas, el lavatorio ha quedado en una ceremonia exclusivamente simbólica de purificación espiritual.

A los lavatorios referidos puede asociarse aquí el recuerdo del lavatorio semilitúrgico de la cabeza y de todo el cuerpo que en la Iglesia antigua se hacía a los catecúmenos la dominica de Ramos, en preparación a su inminente bautismo.

c) El ayudar al celebrante en la ejecución de su ceremonial. — El I OR advierte que cuando el papa hace la solemne entrada en la iglesia para la misa, dat manum dexiram archidiácono et sinistram secundo...; et illi, osculatis manibus ipsius, procedunt cum ipso sustentantes eum (n.45.76). El gesto de los dos ministros era necesario; de lo contrario, la casulla le habría caído sobre los brazos al pontífice y le habría dificultado el paso. Todavía hoy se hace lo mismo durante la misa. En las incensaciones y en la elevación, la rúbrica prescribe al diácono el levantar algo la extremidad de la planeta. Un motivo semejante ha dado origen al gesto, también prescrito por la rúbrica (ibid.), de sostener el pie del cáliz y el brazo del celebrante mientras lo levanta para el ofertorio. En el pasado, a veces, los cálices eran muy pesados y su manejo tenía cierta dificultad.

d) El dar y recibir una cosa sagrada. — Según las reglas de la etiqueta antigua, cuando se daba alguna cosa a una persona distinguida o se recibía de ésta, o cuando se manejaba alguna cosa sagrada, las manos debían estar protegidas por una mappula o servilleta.. La práctica eclesiástica sancionada por los ordines era de usar como mappula la planeta misma. Con ésta, por ejemplo, los acólitos y el subdiácono tienen el libro del Evangelio. Los mosaicos del siglo IV y V en Roma y en Rávena representan frecuentemente personajes en acto de tener sobre la planeta el objeto que dan. En el siglo IX, Amalario explica largamente cómo los fieles presentaban las oblaciones al altar envueltas en un velo llamado fanón. El I OR recuerda que en la misa el archidiácono levat cum offerturio (bajo un paño) calicem per ansas (n.84). Hoy en el uso litúrgico han quedado las llamadas estolas que visten los clérigos en los pontificales para manejar la mitra y el báculo, como también el velum calicis y el velo humeral, con el cual el subdiácono tiene la patena durante el canon, y el sacerdote empuña el ostensorio en la bendición eucarística. El vejo humeral, como lo dice su nombre, no tiene, por tanto, razón de vestido ni de ornamento, sino que es solamente una mappula oblatitia. El I OR lo describe colgado del cuello del acólito: Venit acolithus sub humero sundonem in eolio ligatam, tenens patenam ante pectus suum (n.91), en razón del peso de la patena. Como velo independiente es todavía recordado en el Ceremonial de los obispos.

En la Iglesia antigua existe el recuerdo de otro gesto de este género, usado al recibir la sagrada comunión. Mientras los hombres conservaban el pan eucarístico sobre la palma desnuda de la mano, las mujeres, por el contrario, debían extender un pañito llamado dominicale. San Agustín alude a esto en un sermón suyo: Omnes viri, quando communicare desiderant, lavent manus, et omnes mulleres nítida exhibeant linteamina, ubi corpus Christi accipiant. Ya que con el mismo nombre se designa a veces en los textos canónicos el velo prescrito a las mujeres sobre la cabeza cuando comulgaban, puede darse muy bien que este mismo velo muy amplio, haya servido para cubrir la mano en el acto de la comunión.

 

Las Procesiones.

Las procesiones son un elemento litúrgico que se encuentra en todas las religiones y que, por su simplicidad y por su mayor libertad de movimiento, fue constantemente del agrado del pueblo. Los cultos paganos en Roma tenían muchas y muy frecuentadas, algunas de las cuales fueron cristianizadas por la Iglesia.

No es éste el lugar para entrar en los detalles históricos de cada una de las procesiones que forman parte de la liturgia latina. Aludiremos solamente a las principales, y, según el fin preferente de cada una de ellas, las dividimos en los grupos siguientes:

 

1. Procesiones conmemorativas de algún acontecimiento.

2. Procesiones penitenciales y lústrales.

3. Procesiones marianas.

4. Procesiones eucarísticas.

5. Procesiones ceremoniales.

6. Procesiones fúnebres.

 

Procesiones conmemorativas.

a) La procesión dominical para la aspersión del pueblo con el agua bendita. — Se originó en Francia poco antes de la época carolingia y se difundió en seguida por Italia, como nos consta por los decretos sinodales de Raterio de Verona (+ 974). Fue instituida para repetir semanalmente sobre los fieles aquella efusión del agua lustral recibida cada año en la noche de Pascua en la bendición de la fuente, la cual debía reavivar en ellos la gracia del bautismo. Durando lo dice expresamente: Ex aqua benedicta nos et loca in signiflcationem baptismi aspergimus. El celebrante, antes de la misa parroquial, bendecía el agua, y procesionalmente, con la cruz y los ministros, dando la vuelta a la iglesia, rociaba a los fieles; se dirigía después, si existía, al cementerio contiguo, donde bendecía las tumbas; después volvía al altar. En los monasterios, la procesión que llevaba el agua lustral a los lugares más importantes del edificio adquirió importancia extraordinaria Hoy la antigua forma procesional ha desaparecido; pero ha quedado el rito, que tiene lugar todos los domingos en las iglesias colegiatas y parroquiales.

b) La procesión a la fuente en las vísperas de Pascua. — De la basílica lateranense llegaba la blanca fila de los neófitos a visitar nuevamente el baptisterio y el antiguo oratorio de la Cruz, donde habían sido confirmados, para terminar la gran jornada de su regeneración cristiana con el Magníficat de acción de gracias a Dios. La procesión se repetía cada tarde durante toda la octava. Duró hasta el siglo XIII.

c) La procesión de Ramos, la cual, como veremos en su tiempo, quiere reproducir en Jerusalén. la escena evangélica de la entrada de Jesús en la Ciudad Santa. La sugestiva ceremonia agradó y fue imitada en primer lugar en Francia y después en todas partes, y dio origen a la procesión más pintoresca de la liturgia medieval. Partía de una iglesia fuera de la ciudad; de aquí todo el pueblo con el clero, entre el cual se hallaba la turba de los niños con hojas, palmas y ramos verdes, se paraba en las puertas para rendir un solemne homenaje a Cristo, representado por el obispo o por un símbolo (evangeliario, estatua); después se ponía en movimiento hacia la catedral, donde se celebraba la misa.

d) La traslación de las reliquias a la iglesia que iba a ser consagrada. — El Pontifical prescribe minuciosamente el orden de la solemne procesión que, partiendo de la capilla donde la tarde anterior habían sido expuestas las reliquias que habían de ser sepultadas en el altar, las lleva triunfalmente, conducidas sobre una urna sostenida por sacerdotes, a la iglesia que ha de ser consagrada, mientras delante de ellas se esparce continuamente el perfume de los inciensos y resuenan los cantos alegres de la schola. El cortejo, antes de entrar en la iglesia, la rodea por todas partes, populo sequente et clamante "Kyrie eleison."

La pompa de este rito procesional refleja la que debió desarrollarse tantas veces en la historia antigua y medieval, cuando las traslaciones de las reliquias de los santos estaban a la orden del día. La primera que recuerdan los historiadores fue aquella de los restos de San Babil, llevados en el 351 a Antioquía. San Juan Crisóstomo describe la fiesta verdaderamente regia que tuvo lugar en Constantinopla para el recibimiento de las reliquias de San Foca, traídas del Ponto. Toda la ciudad, yendo primero el emperador, tomó parte; un cortejo naval, resplandeciente de luces y estandartes, escoltó los preciosos despojos hasta el lugar de su reposo. El tesoro de la catedral de Tréveris conserva un marfil del siglo VI que puede dar idea de la pompa de aquellas procesiones. El cofrecito de las reliquias es tenido en la mano por dos obispos, que se sientan sobre un coche tirado por dos caballos, precedido por una fila de clérigos y de personajes, mientras de todos los balcones de un palacio que mira hacia el camino se asoman individuos que agitan incensarios humeantes. Strzywoski opina que el marfil representa una traslación de reliquias que tuvo lugar en Constantinopla en el 592.

 

Las procesiones penitenciales y lústrales.

Las procesiones de penitencia y lústrales eran también llamadas simplemente letanías (de λιτή = oraciσn), porque al final de la procesión se cantaba aquella fórmula de súplica o intercesión llamada comúnmente letanía, y más tarde, letanía de los santos. Pertenecen a este grupo:

a) La letanía mayor, llamada así por su carácter más festivo en comparación de las otras letanías estacionales. Había sustituido, a mitades del siglo VI, a la fiesta pagana en honor de Robigo, el dios que preservaba les cereales de los mohos. En Roma, la procesión partía de San Lorenzo in Lucina, y por la vía Flaminia y el puente Milvio se dirigía a San Pedro. Ya que se celebraba el 25 de abril, es decir, en pleno tiempo pascual, la iglesia romana no le había dado aquella impronta penitencial que retuvieron las letanías menores venidas de las Galias. Se pedía con ella la protección de Dios sobre las mieses próximas a madurar. La letanía mayor fue adoptada muy tardíamente fuera de Roma. En Genova no era todavía conocida en el siglo XII.

b) Las letanías menores o rogativas nacieron, por el contrario, en Francia, por obra de San Mamerto de Viena, en el 470, y en poco más de un siglo estaban ya difundidas en muchas diócesis de la alta Italia. En las ciudades se hacían desde la catedral; en las campiñas, desde las iglesias urbanas, a las cuales, por tanto, debían acudir el clero y el pueblo de las iglesias inferiores, lo cual hacía muy numerosas e imponentes aquellas procesiones.

El recorrido generalmente era muy largo, pero fraccionado con paradas, durante las cuales el pueblo podía descansar. Para que todos tuviesen modo de participar, el triduo de las rogativas era considerado, al menos en la primera mitad del día, como festivo. Como la letanía mayor, así también las menores tuvieron por fin el impetrar la bendición celestial sobre los frutos del campo, pero con un carácter penitencial más acentuado, que en parte se mantuvo no obstante su inserción en el gozoso tiempo de Pascua.

c) Las procesiones estacionales. — Tuvieron origen en Roma y se desarrollaron probablemente de las fiestas aniversarios de los mártires, en las cuales se citaba a los fieles junto a su tumba y participaba el papa con todo el clero de la ciudad. Pero es preciso admitir que la procesión estacionalmente la misa. San Gregorio Magno dio nuevo impulso a la observancia de las procesiones estacionales y reordenó en parte la serie, de forma que, salvo pocas excepciones aun hoy la lista de las basílicas donde se celebra la estación es precisamente aquella descrita en el sacramentarlo gregoriano.

Las letanías estacionales romanas fueron imitadas también fuera de la ciudad. Las encontramos en Francia, en Alemania, en Bélgica, en Milán y Rávena. San Gregorio mismo incitaba a los obispos de Sicilia a instituirlas. Interrumpidas al final del Medievo, parece que en nuestros días deban tomar nueva vida y florecer de nuevo.

d) Las procesiones extraordinarias. — En los tiempos de públicas calamidades, las procesiones de penitencia han sido siempre uno de los medios sugeridos por la Iglesia para aplacar la justicia de Dios. Así había hecho San Mamerto con las rogativas; así en el 591, existiendo una terrible peste, hizo San Gregorio Magno con la famosa Litania septiforme, porque las procesiones debían partir de siete puntos diversos de Roma y convenir para la estación de la basílica de Santa María la Mayor; así hicieron los papas con ocasión del jubileo, organizando procesionalmente la visita a las varias iglesias de Roma.

Con las procesiones penitenciales pueden enumerarse aquellas, muy frecuentes en la Edad Media, dirigidas a alejar del campo el azote del granizo y en general de las tempestades desastrosas. Tenían lugar no sólo en caso de peligro, sino regularmente al principio de la primavera, como en el día de la Invención de la Cruz, o en la fiesta de la Ascensión, o en el jueves sucesivo. La procesión pasaba a través de los campos haciendo varias estaciones, en las cuales se cantaban los initia de los cuatro Evangelios, cada uno en la dirección de los cuatro puntos cardinales. Entre las oraciones dichas en tal ocasión estaban también los exorcismos contra los demonios, que eran considerados como causantes del mal tiempo.

 

Las procesiones marianas.

No sabemos precisamente cómo ni cuándo hayan entrado en la liturgia romana las cuatro más antiguas fiestas de la Virgen; es decir, la Natividad, la Anunciación, la Purificación y la Dormición. Pero éstas ya existían en tiempo del papa griego Sergio I (687-701), el cual, inspirándose probablemente en el uso de los bizantinos, quiso rodearlas de mayor pompa, ordenando que en estos días se celebrase durante la noche y a la mañana una gran procesión o cortejo de antorchas de la basílica de San Adrián, en el Foro, hasta Santa María la Mayor. Se llevaban en triunfo los iconos, como ya se hacía con los retratos de los augustos, representantes del Salvador y de la Madre de Dios. Según un ordo del siglo XII, en las procesiones de la Purificación y de la Anunciación eran hasta dieciocho los cuadros sagrados que desfilaban por las calles de Roma, sostenidos por diáconos en medio de candeleros encendidos.

Las cuatro procesiones tenían en un principio un carácter penitencial. El papa y el clero participaban con los pies descalzos, vistiendo los lúgubres impermeables negros de los días de penitencia. En la procesión de la Purificación, los antiguos documentos litúrgicos romanos no recuerdan una especial bendición de las candelas. Estas, por otra parte, eran distribuidas en Roma en todas las otras procesiones nocturnas, sin constituir una característica particular de la fiesta del Ipapante, como después se hizo en el siglo XII. Pero ni siquiera entonces esta bendición era exclusivamente propia de aquel día, ya que también en las otras procesiones marianas se habla generalmente de cirios bendecidos.

Como la procesión más importante fue siempre considerada la que precede a la fiesta de la Asunción. Después del siglo X, asociada a la Acheropita, la antiquísima imagen del Salvador, venerada en el Sancta Sanctorum lateranense se convirtió en una de las solemnidades más características de la Roma medieval. Pero de ella hablaremos expresamente en el tratado de la fiesta de la Asunción.

 

Las procesiones eucarísticas.

Las procesiones teofóricas o eucarísticas hoy incluidas en los libros litúrgicos son cuatro:

a) La procesión del Jueves Santo, que acompaña a la hostia consagrada del altar mayor a la capilla para ella preparada en la iglesia, desde donde, al día siguiente, es devuelta para la misa de los presantificados. De ésta hablaremos en el capítulo dedicado a la Semana Santa.

Pero, no obstante, en relación con esta semana no pueden silenciarse aquellas que quizá constituyen las más antiguas formas de procesión teofórica registradas en la historia litúrgica, es decir, el traslado del Santísimo Sacramento en la procesión del domingo de Ramos y su deposición en el "sepulcro" el Viernes Santo sucesivo. De la primera, que probablemente es anterior cronológicamente a la otra, encontramos nota en una disposición de Lanfranco de Cantorbery (+ 1089), la cual ordena que en la procesión del domingo de Ramos, dos sacerdotes, vestidos de blanco, lleven una urna in quo et corpus Christi debet esse reconditum. El consuetudinario de Sarum, del siglo XII, precisa todavía mejor: mientras se distribuyen los ramos bendecidos de olivo, se deberá preparar una urna con restos de ramos, en los cuales ha de ser suspendido el cuerpo de Cristo, cerrado en una píxide. Como se ve, es en Inglaterra, y quizá en Normandía, donde estaba en vigor el uso aludido.

En cuanto a la otra procesión del Viernes Santo, los documentos, comenzando desde el siglo X, son más numerosos, porque la práctica se había hecho muy común. En dicho día, la Eucaristía era llevada y depuesta en el "sepulcro," junto con la cruz; se encendían luces ininterrumpidamente y se hacía la vigilia hasta más allá de la media noche de Pascua.

b) La procesión que, según la Instructio clementina, concluye las llamadas Cuarenta Horas. Se introdujo en Italia a principios del siglo XVI, cuando se extendió la práctica de tener expuesto el Santísimo Sacramento durante cuarenta horas sucesivas, es decir, por un período de tiempo igual a aquel en el cual el cuerpo de Cristo estuvo encerrado en el sepulcro. La procesión se hace en el interior de la iglesia y va seguida de la recitación de las letanías de los santos.

c) El traslado solemne de la sagrada comunión a los enfermos en peligro de muerte, y en tiempo de Pascua, a los enfermos imposibilitados de salir de casa.

Y finalmente no hay que olvidar tampoco, como señal del desarrollo ulterior del culto eucarístico en nuestros tiempos, las grandiosas procesiones con las cuales en estos últimos cincuenta años, en los varios continentes, se han concluido los congresos eucarísticos, tanto nacionales como internacionales. Las proporciones espectaculares tomadas por tales ritos, el fervor de piedad que generalmente los acompaña, la afirmación solemne de la soberanía de Cristo que ellos provocan delante del mundo, las hacen un hecho litúrgico de primera importancia y tal que difícilmente encuentra parecido en la historia del culto.

 

Las procesiones ceremoniales.

Creemos poder asignar a este grupo dos procesiones:

a) La entrada del celebrante para la misa solemne, la cual, como nota el Ceremonial de los obispos, debe hacerse processionali modo. En las pequeñas iglesias, ésta se presenta en forma modesta, pero en las grandes iglesias catedrales reviste todavía una solemnidad imponente. Con todo esto es siempre una reducción del majestuoso cortejo pontifical ya en uso en Roma al menos desde el siglo V, del cual nos han dejado la descripción los ordines romani y los liturgistas medievales.

Tomaban parte por deber de oficio los siete subdiáconos y los siete diáconos relacionados con las siete regiones o barrios de la ciudad, según el decreto del papa Fabiano (+ 253), a los cuales correspondía el asistir al pontífice cuando celebraba en las solemnidades estacionales, ut sint custodes episcopo consecranti. Intervenían también los sacerdotes de los varios títulos o parroquias romanas y aun los obispos presentes en Roma, todos los cuales en aquella circunstancia celebraban con el papa. A los subdiáconos estaba asignada la incumbencia de revestir al pontífice en el secretarium de los ornamentos pontificales.

b) El traslado de las ánforas de los santos óleos al altar para ser consagrados. Tiene lugar procesionalmente en el orden que hemos referido anteriormente del Pontifical. Mientras el cortejo se dirige hacia el altar, se cantan las estrofas del himno de Venancio Fortunato O Redemptor sume carmen. Esta forma procesional, que será también repetida, después de terminar la consagración, para llevar las ánforas a la sacristía, no es originariamente romana.

Los ordines primitivos hasta el siglo X no hablan para nada de procesión; suponen que las ánfcras han sido colocadas anteriormente junto al altar. El rito procesional comienza a despuntar en el siglo X.