I. Del Culto en General.


D
e la total y absoluta dependencia en que se encuentra el ser humano respecto de Dios, su supremo principio y último fin, nace un complejo de deberes que le unen estrechamente a El y constituyen el objeto material de la virtud de la religión.

La persona, en efecto, criatura de Diosy elevado al estado sobrenatural, debe al Creador el homenaje de la adoración, es decir, el reconocimiento humilde y sincero de la propia dependencia de él; enriquecido gratuitamente con dones maravillosos, le debe el tributo del reconocimiento; pecador por la fragilidad de su naturaleza y malicia de la voluntad, tiene la obligación de satisfacer a la Majestad divina ultrajada; débil e impotente, debe implorar con súplicas los auxilios naturales y sobrenaturales que le son indispensables para conseguir el propio fin. Los actos con que el ser humano cumple este cuádruplo deber de adoración-agradecimiento-satisfacción-petición, constituyen el culto religioso privado. El cual, uno en sí mismo, puede considerarse bajo un doble aspecto: interior, que dimana radicalmente de las facultades espirituales características del ser humano, la inteligencia y la voluntad; exterior, cuando los sentimientos internos del alma se manifiestan visiblemente mediante los actos materiales del cuerpo.

No es nuestro propósito demostrar la necesidad y la conveniencia del culto externo. El ser humano es una naturaleza mixta, porque al alma espiritual va unido un cuerpo, creado por Dios, que participa de los beneficios divinos y que, por desgracia, se pone frecuentemente al servicio de la voluntad para cometer el pecado. Todo esto lleva consigo, también para el cuerpo, el deber de asociarse al alma en los actos de la religión, no olvidando que si por ley natural todo movimiento del alma repercute en el cuerpo, el sentimiento religioso, que es ciertamente de los más fuertes y profundos, tiene necesidad de manifestarse al exterior. La historia religiosa de todos los pueblos nos ofrece una demostración ineludible.

 

Pero la persona no fue hecha para vivir solo. Dios lo ha creado para vivir en sociedad; es un ser social. Por consiguiente, la sociedad humana, por las mismas razones (data proporcione) que valen para el individuo, tiene a su vez la obligación de dar a Dios, su autor, un culto público y social.

Este culto, cuya organización Dios podía dejar a la libre voluntad de los jefes de la sociedad, quiso organizarlo El mismo en el mundo por divina revelación: primero, mediante el culto mosaico, y más tarde, mediante el culto cristiano, que, establecido por Cristo y sus apóstoles en líneas esenciales, se desarrolló admirablemente a través de los siglos por la obra asidua y clara de la Iglesia católica.

El término culto, por lo tanto, que en sentido genérico significa toda expresión de sentimiento religioso, designa, en sentido objetivo, aquel conjunto fijo y ordenado de normas por el cual se halla organizada la religión exterior correspondiente a una determinada sociedad. Tendremos así un culto pagano, un culto hebreo, un culto cristiano. En éste segundo caso, culto viene a ser, como veremos, sinónimo de liturgia, y a este término nos atendremos preferentemente según el uso más común de los escritores modernos.

Muy agudamente observa San Agustín: Orantes de membris sui corporis faciunt quod supplicantibus congruit, cum genua figunt, cum extendunt manus, vel etiam prosternuntur solo, et si quid aliud visioiiiter faciunt, quamvis eorum invisibilis voluntas et cordis intentio Deo nota sit, nec Ule indigeat his indiciis, ut humanus ei pandatur animus; sed hiñe magis seipsum excitat homo ad orandum gemendumque humilius ac ferventius. Et nescio quomodo, cum hi motus corporis fien nisi motu animi praecednte non possint, eisdem rursus exterius visibviter foctis Ule interior invisibilis, qui eos fecit, augetur; ac per hoc cordis affectus, qui ut fierent ista praecessit, quia facta sunt crescit (De cura gerenda pro mortuis: PL 40,597).

 

 

2. Nocion de la Liturgia.

Liturgia, según el sentido etimológico ληιτον έργον (publicum opus, munus, ministerium), en el uso corriente de los clásicos griegos entraña el concepto de una obra pública llevada a cabo en bien del interés de todos los ciudadanos.

En las ciudades griegas, y especialmente en Atenas, los que poseían un censo superior a tres talentos estaban encargados por turno, lo mismo en la paz que en la guerra, de un conjunto de diversas prestaciones (λειτουργίαι), los cuales, mientras se hallaban investidos de honores y de cargas, redundaban en beneficio de todos los ciudadanos. Así eran, por ejemplo, la organización de una fiesta pública (χορηγία), la representaciσn oficial de la ciudad en los grandes juegos nacionales (γυμνασιαρχία), las consultas oficiales en el orαculo· de Belfos, etc.

En seguida, el término λειτουργία, del concepto de un servicio llevado a cabo para la colectividad y en favor de ella, pasó a designar el conjunto de servicios que constituían el culto de los dioses. Pero en esta última significación la obra del interés común no queda a cargo del individuo privado, sino de todos los ciudadanos. Aristóteles escribía a este respecto: "Los gastos destinados al culto de los dioses son comunes a todas las ciudades. Es necesario, pues, que una parte de los fondos públicos sirva para pagar los gastos del culto de los dioses" (εις τας προς τους θεούς λειτουργίας).

 

En este sentido esencialmente religioso introdujeron los LXX en la versión de la Biblia los términos λειτουργείν y λειτουργία, para indicar el ministerio sagrado que los sacerdotes y los levitas debían desempeñar en el tabernáculo en nombre y en favor del pueblo: Et ipsi ministrabunt (λειτουργέαουαιν) ίη eo. En el Nuevo Testamento, el término λειτουργία no sσlo se sigue usando para indicar el servicio de los sacerdotes en el templo, sino que designa también los actos del eterno sacerdocio de Cristo, mucho más excelente que el sacerdocio levítico, así como el servicio eucarístico de la Nueva Ley. Los Hechos de los Apóstoles, acudiendo indudablemente al sacrificio de la misa que ofrecían los apóstoles, dice: Minístrantibus (λειτουργούντων) autem ifcsis Domino. Expresiones análogas se encuentran en la Didaché y en San Clemente. El término liturgia viene a ser así sinónimo de sacrificio, la acción sagrada por excelencia del culto cristiano. En el siglo IV, los concilios de Ancira (314, c. 2), de Antioquía (341, c. 4), de Laodicea (c. 475), los Padres griegos y las Constituciones Apostólicas la emplean corrientemente con este significado. Por lo demás, la misa en la Iglesia antigua no era solamente la principal de las acciones sagradas, sino el centro en el que convergían todas ellas y con las cuales iban más o menos unidas.

En Occidente, al cesar la lengua griega, también el término liturgia decayó del uso común. San Agustín apenas lo recordó en su significado sagrado. Hablando del ministerium en el servitium religionis, añade: Quod graece liturgia oel latría dicitur. Los escritores eclesiásticos medievales decían en su lugar ojficia divina, mínisteríum divinum o ecclesiasticum. Fueron los humanistas primero, y después los eruditos del 600, los que sacaron a la luz el antiguo vocablo para designar el conjunto de las formas históricas de un determinado rito.

 

Esto supuesto, es necesario precisar la noción de liturgia y definirla exactamente. A este respecto, hasta hace poco tiempo no existía entre los escritores toda la uniformidad apetecida.

Alguno ha llamado liturgia al elemento exterior sensible del culto, es decir, el conjunto de los ritos y de las prescripciones que forman el ceremonial del culto cristiano. Es ésta una noción unilateral incompleta de la liturgia, que desconoce el elemento íntimo y vital de la misma. Ya que los ritos y las formalidades litúrgicas no son más que un brillante vestido bajo el cual se esconde la fuerza y la vida misma de la Iglesia, comunicada a ella por Cristo como fruto y continuación a la vez de su virtud redentora y sacerdotal. "Tomar los ritos sin la fuerza, sin la vida que entrañan, es tomar un cuerpo sin alma; como querer hacer aquella fuerza y aquella vida sin los ritos exteriores es querer tomar un alma fuera del cuerpo que anima, por medio del cual obra y a través del cual ejercita su virtud. En abstracto se podrá distinguir un elemento del otro; pero en la realidad no se puede separar sin desnaturalizar y destruir la liturgia. Ni cuerpo sin alma ni alma sin cuerpo."

Esta concepción de la liturgia, que no ve sino la estructura exterior, llega a degenerar en un ritualismo vacío, fin en sí mismo que evoca y se asemeja al formulismo mágico de las religiones paganas.

La religión romana, en efecto, se identificaba con el rito. Esta coincidencia había transformado el rito de medio en fin, vaciándolo de su contenido expresivo o simbólico, y lo había reducido a una mera acción externa, a magia y superstición. El rito, por tanto, lo era todo. A los romanos importaba esencialmente esto solo, que la ceremonia fuese realizada rite, según las normas de rigor: bastaba que el músico interrumpiese el canto por un solo momento para que todo el sacrificio fuese nulo; un brevísimo error en la recitación en las fórmulas sagradas invalidaba la ceremonia entera. En esta esencia ritualística se apoya la reforma religiosa de Augusto, la cual pone en vigor todo el conjunto de los ritos antiguos que habían caído en completo desuso. Él renovó la religión romana simplemente poniendo en vigor la liturgia; En la base de su reforma no fue necesario ningún cambio dogmático, teológico o moral, sino únicamente un conjunto de ritos.

Después de esto es fácil comprender la enorme diferencia existente entre la religión cristiana y la pagana, aun por el solo punto de vista litúrgico. La Iglesia, en el Decretum de observandis et evitandis in celebratione missarum, que encabeza el misal, quiere que todo el cuidado del sacerdote sea puesto en que la misa sea dicha con la máxima posible coráis munditia et puritate atque extenoris devotionis ac pietatis specie. He aquí lo esencial. Al romano bastaba, con perfecta lógica, la externa deootio, es decir, la precisión del rito. Porqué mientras la liturgia cristiana conserve el propio significado y el propio carácter, debe estar separada del ritualismo, que es su peor enemigo.

 

Otros liturgistas, con el fin de hacer exaltar con más precisión lo constitutivo de la liturgia como ciencia en sí, la han definido coordenación eclesiástica del culto público: o como el culto público en cuanto está regulada por la autoridad de la Iglesia, o también la organización de las relaciones oficiales entre Dios y el hombre.

Esta noción de la liturgia, dicen sus autores, se hace necesaria por el hecho de que si se incluyen también en ella los elementos divinos del culto, como, por ejemplo, la misa y los sacramentos, la ciencia litúrgica vendría a tener un ámbito tan amplio que se puede decir que comprendería todo lo scibile theologicum; esto es imposible.

Pero este otro inconveniente no existe. La liturgia comprende, sin duda, también los elementos divinos del culto; por tanto, también la misa y los sacramentos; pero los estudia solamente en función de su propia competencia, esto es, bajo el aspecto del culto, en cuanto son medios para procurar a Dios el honor a El debido. Y después, querer distinguir en el culto las instituciones de derecho envino de aquellas que son de derecho eclesiástico, es, históricamente hablando, muy difícil. Si quitamos la substantia sacramentorum, que, como definió el Tridentino, es de divina institución, ¿Qué no ha hecho la Iglesia en el campo sacramental?

 

Definición de la Liturgia.

La definición que, según nuestro parecer, es la más exacta. Con la encarnación, Cristo ha inaugurado en el mundo, por medio de su sacerdocio, el culto perfecto al Padre, culminado en el sacrificio del Calvario. Cristo ha dispuesto que su vida sacerdotal fuese continuada a través de los siglos en su Cuerpo místico, la Iglesia, la cual, en efecto, la ejercita ininterrumpidamente mediante la liturgia.

Se sigue de aquí que la definición exacta de la liturgia no puede, en su esencia, ser otra que ésta: el ejercicio del sacerdocio de Cristo por medio de la Iglesia; o bien, en términos distintos, pero equivalentes, el culto integral del Cuerpo místico de Jesucristo, Cabeza y miembros, a Dios.

En esta definición debemos distinguir tres elementos:

 

1. ° Un elemento invisible, espiritual, que constituye como el alma de ella, fijado por el mismo Jesucristo, primero y verdadero autor de la liturgia. Este elemento es la gracia, es decir, la misma vida divina, merecida y comunicada a los seres humanos a través de su sacrificio. Así, pues, se puede decir que la liturgia actualiza en todo instante y en todo punto del globo el sacrificio, porque su centro es la misa, acto misterioso que, por encima del tiempo y del espacio, renueva para nosotros la ofrenda suprema hecha por El en el Calvario. Y de la misa, como por una mística irradiación, reciben los sacramentos su virtud propia, conductora de la gracia a los corazones de los fieles. He aquí por qué los sacramentos, especialmente en la antiguedad, se presentaban estrechamente unidos a la misa. El bautismo, el sacramento del orden, la comunión, la bendición nupcial, manifiestan esta última relación con la liturgia.

2. ° Un elemento integrante o accesorio, material, sensible, sea unido a los otros del culto, de institución divina, sea fuera de los mismos, pero determinado por la Iglesia, a cuya autoridad solamente pertenece regularlo, fijarlo, cuidar de su desarrollo. Tal elemento se halla constituido esencialmente por el conjunto de los objetos, ceremonias, fórmulas, gestos, etc., que sirven para formar los varios ritos litúrgicos.

De manera que la liturgia de la Iglesia no es otra cosa que el conjunto de la misa, de los sacramentos, de la plegaria pública canónica, de los sacramentales y de todos aquellos otros actos del culto que se refieren a estos principales o dependen de ellos: bendiciones, exorcismos, consagraciones, prácticas y ritos varios, con los cuales la Iglesia no sólo celebra los misterios de Cristo y solemniza sus fiestas, sino que aplica y extiende su virtud santificante, de la que es depositaría y dispensadora, en nombre de Cristo, a las personas, tiempos, lugares, objetos, elementos; a todo aquello, en suma, que pertenece a la vida humana, santificándola en todo, consagrándola y elevándola hacia el cielo. Pero estos actos, desde el más pequeño hasta el mayor, no son simples formalidades o ceremonias exteriores. Poseen un sentido y un valor, encierran un alma y una fuerza. Son cosas vivas, y en la liturgia están con toda su realidad de fuerza y de vida interna, unida u oculta dentro del envoltorio de los elementos externos: oraciones, fórmulas, lecturas cantos, ceremonias, con que la Iglesia los realiza.

Ninguno de estos dos elementos debe ser rescindido o separado. No sólo porque de hecho existan y se encuentren unidos en el ejercicio actual de la Iglesia, sino porque cada uno tiene su valor, su fin, su función en orden al efecto supremo del culto, que es honrar a Dios y santificar las almas, y esta función no puede realizarse debidamente ni puede conseguirse el fin plenamente sino en unión íntima y acción recíproca.

3. ° El término último del culto, que es Dios en las tres divinas personas. Como el misterio de la Santísima Trinidad es el dogma fundamental de la ley nueva, por eso constituye él el fundamento del culto litúrgico.

 

Puede observarse a este propósito cómo la Iglesia en sus formas litúrgicas:

 

1) Profesa la unidad de la naturaleza divina, porque dirige globalmente sus adoraciones al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Los salmos, himnos, bendiciones, colectas, las señales de la cruz, toda clase de plegarias, van constantemente encauzados a la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. La doxología trinitaria es la primera y la última palabra de todo acto litúrgico. Según este esquema trinitario están compuestas las grandes fórmulas eucarísticas, los himnos antiguos, las profesiones de fe conciliares, el Te Deum, el Gloria, el Credo, los prefacios, las fórmulas sacramentales, etc., y en él se inspira la repetición del Kyrie, Sanctus y A gnus Dei.

2) No confunde las personas cuando se dirige a la Santísima Trinidad. La Iglesia en sus fórmulas sacerdotales, como regla general, se limita a nombrar al Padre, porque Cristo en la liturgia, como diremos pronto, es, ante todo, liturgo. Es su oficio humano de mediador el que se quiere poner de relieve. Por otra parte, como Dios, El es también el término del culto, junto con el Padre y con el Espíritu Santo. Por lo tanto, si en una misma fórmula litúrgica se indicase a Cristo no sólo como sujeto, sino también como objeto de culto, habría peligro (el de la época de la herejía nestoriana) de considerar dos personas en Cristo, Y por eso la Iglesia, mientras se dirige en su culto a las tres personas, se limita a nombrar al Padre. Por otra parte, lo que justifica los homenajes a esta o aquella persona divina, los títulos que establece el culto, se refieren siempre a la naturaleza divina. Por este motivo, a pesar de la distinción real de las tres personas divinas, la misma y única oración que se dirige a una de ellas, al Padre por ejemplo, se refiere también a las otras dos, porque es idéntico el título, la unidad de la naturaleza divina: tribus honor unus.

La Iglesia romana no quiere jamás establecer una fiesta separada en honor de una persona divina. Si se celebran con particular solemnidad las del Hijo y del Espíritu Santo, esto se hace en consideración a su misión exterior.

Se celebra el misterio de la encarnación del Verbo, pero no existe una solemnidad únicamente en honor de la naturaleza divina del Verbo, y las fiestas de Pentecostés fueron instituidas, desde su origen, no para honrar exclusivamente al Espíritu Santo en sí mismo, sino para recordar su venida, es decir, su misión externa.

Por último, también la Santísima Virgen, los ángeles y los santos son término próximo del culto; pero la liturgia, celebrándolos e invocándolos, encauza constantemente todas las alabanzas y toda la virtud a la gloria suprema de la Santísima Trinidad. Nulli martyrum constituimus altaría, y quod offertur, Deo offertur qui martyres coronavit. Este converger del culto de los santos al supremo culto de Dios encuentra una magnífica expresión en la visión del Apocalipsis, cuando San Juan ve a los ángeles y a los santos postrados delante del trono de Dios y alrededor del altar del Cordero, cantando incesantemente: Santo,.Santo, Santo...

 

Actos Litúrgicos y Paralitúrgicos.

De todo cuanto se ha dicho se sigue que no todos los actos del culto pueden llamarse litúrgicos en el sentido propio de la palabra, sino solamente aquellos que se realizan por la Iglesia en nombre de Cristo, como la misa, los sacramentos, el oficio, etc.; todos aquellos actos, en suma, que la Iglesia ha hecho propios, porque constituyen su piedad, su culto. La Iglesia ha impreso a estos actos su carácter oficial, y como tales los ha insertado en sus libros litúrgicos: pontifical, misal, breviario, ritual, etc. Esta distinción es de máxima importancia, porque nos da el criterio con el cual va exactamente limitado el campo de la liturgia católica propiamente dicha.

Quedan, por lo tanto, excluidas todas las devociones privadas, que la religiosidad de los fieles se ha creado en todo tiempo para alimento espiritual de sus almas a tono con las mudables condiciones históricas, nacionales, sociales del ambiente. Es conocido, en efecto, cómo, por lo menos desde el siglo IV, han sido introducidas aquí y allá un número de diversas prácticas de piedad a título de culto, sea hacia Dios o hacia la Santísima Virgen y los santos. La vida religiosa anacorética y cenobítica de las comunidades, tanto orientales como occidentales, fue especialmente fecunda, secundada en esto por la índole particular de los diversos pueblos, más o menos inclinados al brillo de la religión exterior. La Iglesia jamás ha reprobado en principio la variedad de las prácticas religiosas individuales. En el campo de la piedad, el espíritu y el corazón tienen exigencias que no se pueden ahogar, y el hombre, por pertenecer a la sociedad cristiana, no deja de tener una naturaleza individual que debe ser respetada. Nada habría más equivocado que querer suprimir, a título de uniformidad litúrgica, formas de vida religiosa popular, sanas y preciosas. Pero tales formas, muchas de las cuales están todavía en uso y gozan merecidamente de una aprobación de la Iglesia (por ejemplo, el rosario, el vía crucis, el escapulario, etc.), no revisten un carácter oficial, y por esto no pueden llamarse litúrgicas. Ellas, aunque son útiles y buenas, en comparación de los actos del verdadero culto litúrgico, no pueden pretender preeminencia alguna ni mucho menos intentar sustituirlo.

Solamente a la liturgia, expresión de los sentimientos de la Esposa de Cristo, pertenece el primado de honor, de eficacia y de universalidad en la vida religiosa de la Iglesia.

 

Con todo esto, la superioridad de los actos litúrgicos propiamente dichos no significa contraste u oposición con las prácticas no oficiales de la ascética cristiana; aquellas, sobre todo, que son expresión inmediata de las características especiales de una comunidad y las totalmente privadas, que pueden crearse los particulares para sus necesidades personales.

Ellas estimulan las energías de los fieles y les disponen a participar con mejores disposiciones en el augusto sacrificio del altar; a recibir los sacramentos con mayor fruto y a celebrar los sagrados ritos de forma que resulten más animados y conformes a la plegaria y a la abnegación cristiana, a cooperar activamente a las inspiraciones y a las invitaciones de la gracia... Por esto, en la vida espiritual no puede existir ninguna oposición o repugnancia entre la acción divina, que infunde la gracia en el alma para continuar nuestra redención, y la colaboración del ser humano, que no debe hacer vano el don de Dios; entre la eficacia del rito externo de los sacramentos, que proviene del valor intrínseco de los mismos (ex opere opéralo), y el mérito del que los administra o el que los recibe (opus operantis); entre las oraciones privadas y las plegarias públicas; entre la ética y la contemplación; entre la vida ascética y la piedad litúrgica; entre el poder de jurisdicción y el legítimo magisterio y la potestad eminentemente sacerdotal que se ejercita en el mismo ministerio sagrado.

Por graves motivos la Iglesia prescribe a los ministros del altar y a los religiosos que, en los tiempos establecidos, atiendan a la meditación, al examen y enmienda de la conciencia y a otros ejercicios espirituales, porque están destinados de un modo particular a completar las funciones litúrgicas del sacrificio o de la alabanza divina.

Puede observarse cómo muchas prácticas, introducidas primero en la vida religiosa monástica o secular como ejercicio privado de devoción, fueron más tarde aceptadas por la generalidad de los fieles y después insertadas por la Iglesia en sus libros litúrgicos. Las diversas apologías de la misa son un ejemplo clásico. La aceptación de tales prácticas por parte de la Iglesia constituye por sí misma no sólo su aprobación oficial, sino también la alabanza de su bondad. No se puede negar que en el pasado hayan venido a formar parte del patrimonio litúrgico fórmulas y ritos de origen sospechoso o de una discutible oportunidad; pero frente a algún ejemplo raro de esta clase es preciso reconocer que los papas se mostraron, por norma general, opuestos a la novedad, rigurosos en la selección y en la corrección, severos en la conservación y en la tutela de las buenas tradiciones litúrgicas.

 

La plegaria litúrgica, así como no está en contra de las prácticas extralitúrgicas de la ascesis cristiana, así tampoco suprime la plegaria individual. Todo lo que aquélla dice genérica o implícitamente, puede decirse que se ha dicho en ésta de una manera explícita y más íntima para el alma. Las ondas del sentimiento pueden elevarse libremente; el dolor puede ser sentido hasta las lágrimas; el gozo, cumplido hasta la saciedad.

La liturgia es la marcha del ejército del Señor, y su canto es el himno de una inmensa fila de soldados que camina en orden perfecto, mientras la plegaria individual es un girar, o pararse, o un correr perdidamente, sin dirección, murmurando, gritando, callando, todo en plena libertad. Las resonancias interiores suscitadas por la plegaria litúrgica son la reproducción en el individuo de los sentimientos de la Iglesia y tienen una tonalidad social común a todos los fieles presentes. Las resonancias interiores de la plegaria individual son incomunicables, personales, aun cuando su nacimiento lo haya producido la industria del día.

El espíritu litúrgico se empobrece y muere si prescinde de la oración consistente en la meditación privada; sólo el encuentro con Dios en la soledad puede hacer al alma capaz de darse a la comunidad, concurriendo activamente a la glorificación de Dios en la obra, litúrgica. Esto, sin embargo, no significa que la oración individual 110 se apoye a su vez en la liturgia: muchas veces el alma encuentra el sentimiento perdido de la presencia y de la majestad de Dios precisamente en la liturgia.

En la práctica, muchas veces la plegaria individual y la litúrgica se entrelazan y completan a su vez. En ciertos momentos en que el texto no sugiere determinados pensamientos, como durante una larga comunión general, sostenida sólo durante algunos instantes por el canto de la Comunión, nada más natural sino que el que participa en la misa entable una conversación particular con Dios. En la tendencia que se manifiesta en algunos monasterios, desde el siglo V, a prolongar las pausas entre los hemistiquios del canto o en la recitación de los salmos, se ve claramente la intención de mezclar la plegaria individual con la liturgia, aun a costa de violentar ligeramente la naturaleza.

Podernos decir, concluyendo, que el desarrollo completo de la personalidad cristiana en relación con la plegaria se da de la liturgia y de la oración individual, no contraponiéndolas entre sí, sino desarrollándose cada una en su propia línea, siendo así capaz de ofrecer a Dios la más grande posibilidad de revelarse y de obrar.

 

Nótese finalmente cómo alguna vez una ceremonia, una fórmula, un texto, estando contenido en los libros oficiales, puede no estar conforme a aquellos principios y a aquellas reglas que la Iglesia ha consagrado en sus usos litúrgicos; en tal caso suele decirse que año es litúrgico." El examen de los oficios compuestos después del siglo XV nos brinda algunos ejemplos. La fiesta de la Dolorosa, por citar uno, tiene como antífona en el introito: Stabant iuxta crucem... etc., y por salmo: Mulier, ecce filius tuus, díxit lesus; ad discipulum autem: Ecce mater tua. Gloria Paíri... etc. Si se considera, pues, que el introito en las reglas tradicionales es el canto de un salmo durante la entrada del celebrante y que en el ejemplo adoptado el salmo es un texto del Evangelio, no se puede negar que en este caso el introito está en desacuerdo completo con las normas de la composición litúrgica. La Iglesia, siempre en libertad para introducir en este campo nuevas leyes, se ha mostrado siempre muy tenaz en sus tradiciones clásicas. La última reforma del breviario es una prueba elocuente de esto.

 

Notas de la Liturgia.

Si para que un acto de culto tenga derecho a llamarse litúrgico es preciso que esté realizado en nombre de la Iglesia y que ésta lo haya hecho suyo imprimiéndole el propio carácter oficial, la liturgia deberá modelarse con arreglo a la naturaleza de la Iglesia y revestir las notas distintivas fundamentales de la misma. Se pueden, por tanto, reducir a cinco las características esenciales de la liturgia.

 

Toda la liturgia se halla apoyada esencialmente en Cristo, el Cristo resucitado y glorioso a la diestra del Padre, Mediador nuestro ante El. Ya que, como Dios, pudiera ser el término del culto, y junto con el Padre, el objeto de nuestras adoraciones, por eso en la economía litúrgica mantiene El aquella función de sacerdote y mediador que fue el motivo y el fin de su encarnación, El, por tanto, en la liturgia católica aparece sobre todo como el liturgo por excelencia, el gran Pontífice de la nueva ley, verdadero των αγίων λειτουργός, el sanctorum Minister, que a la cabeza del pueblo, por El redimido, ofrece a Dios Padre el culto perfecto. La Iglesia adora, da gracias, suplica, alaba al Padre siempre por Cristo y en Cristo: per Ipsum, cum Ipso et in Ipso, como se expresa en el canon, conforme al consejo de San Pablo: Omne quodcumque facitis in verbo aut in opere, omnia in nomine Domini nostri, lesu Christi jadié, gratias agentes Deo et Patri per Ipsum. Esta es la razón por la que terminamos todas las plegarias con una profesión de fe en esta mediación sacerdotal de Cristo: Per Dorn. N. lesum Christum. Esta ley de la plegaria litúrgica aparece ya puesta en práctica con particular insistencia en las cartas apostólicas y los escritos apostólicos; hace mención de ella Tertuliano a modo de un axioma: Deum colimus per Christum; per eum et in eo se cognosci vult Deus et colisí y a finales del siglo IV, un concilio de Cartago (397) la sanciona solemnemente: Ut nemo in precibus vel Patrem pro Filio, vel Filium pro Patre nominet, et cum altari assistitur, semper ad Patrem dirigatur oratio."

Más tarde, en Oriente, la controversia arriana sobre la consubstancialidad del Hijo con, el Padre provocó una modificación de las antiguas fórmulas litúrgicas. La tradicional doxología: Sea gloria al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, adulterada por los arríanos en el sentido de concebir al Hijo menor que el Padre, se sustituyó por la actual: Gloria al Padre, al Hijo (o con el Hijo) y al Espíritu Santo Esta variación litúrgica y otras semejantes tuvieron, sin embargo, el efecto de oscurecer el significado salvador de la humanidad de Cristo, que es el aspecto preeminente en su figura redentora; más aún: en las iglesias monofisistas, que admitían en Jesucristo nada más que la naturaleza divina, desapareció por completo.

Cristo fue sustraído del contacto directo de los fieles, y su sacrificio, inefable misterio de amor, aparece esencialmente como un misterio de pavoroso temor.

En Occidente no fue así. La Iglesia romana se mantuvo constantemente fiel al espíritu de la plegaria primitiva; la idea de Cristo mediador nuestro, supremo sacerdote en su sacrosanta humanidad, quedó como base de todas sus formas litúrgicas, comenzando por la del canon. Es más bien en el campo de la oración privada donde se produjo una desviación de este criterio eminentemente católico y tradicional. El Padre se halla muchas veces como olvidado, mientras la figura de Cristo ha absorbido, por así decirlo, en sí todas las expresiones religiosas, con menoscabo del genuino sentimiento litúrgico y unitario en la Iglesia. Escribe un moderno teólogo:

"Cuanto más exclusivamente se considera al Cristo solo, tanto más la piadosa devoción se siente impulsada a considerar y a adorar con preferencia al Dios en la figura de Cristo. Lo humano pasa a segunda línea en la conciencia del creyente, y. con esto, también la sublime verdad de que Cristo, precisamente en la vestidura de víctima de su humanidad, es nuestro Sumo Sacerdote, y que es precisamente en virtud de su santísima humanidad como nosotros los redimidos permanecemos unidos de la manera más íntima a su divinidad, siendo El nuestra cabeza y nosotros su cuerpo.

Como consecuencia de esto, se destaca el sentido vivo del vínculo de la gracia, de la comunión sobrenatural de vida, del conjunto santo de relaciones que existe entre los cristianos en Cristo. El creyente no posee ya el entero conocimiento de su unión con la cabeza de Cristo y con los demás miembros del cuerpo. El se siente de cara a Cristo y a los demás miembros de este último como un yo y no como un nosotros, más bien como una individualidad aislada que como un organismo social."

 

En la liturgia se halla admirablemente expresado el misterio, desarrollado por San Pablo y San Ireneo, de la recapitulación de todas las cosas en Cristo, en la luz del Padre. La liturgia llama a la unión a todos los seres, terrestres y celestes, animados e inanimados, para disponerlos en bello orden alrededor de Cristo y, por medio de El, en tomo a Dios. Las piedras, bajo la inspiración litúrgica, se colocan según las grandiosas formas arquitectónicas; las más preciosas telas se emplean para revestir el altar de su sacrificio; el oro, la plata, el fuego, el agua, la luz, el incienso, la sal, la ceniza, las flores, la cera y, sobre todo, el pan y el vino, están hechos para servir de instrumento a la acción santificadora de Cristo. Todo el pasado con su historia y el presente con sus realidades, humanas y divinas, visibles e invisibles, son evocados por la liturgia. Es una maravillosa síntesis, en cuyo centro está Cristo, cabeza del pueblo redimido y ofrecido al Padre por El; de manera que podemos contemplar el mundo recapitulado en El, contenido a la vez en su ser, en su ordenación y desenvolvimiento por la fuerza creadora de El y santificado por su gracia.

Fue, sin duda alguna, este eminente concepto de Cristo, alma de la liturgia, el que sugirió a los antiguos el poner la imagen majestuosa y soberana, el Pantocrator, sobre el arco triunfal en los ábsides de las iglesias.

 

Con relación a lo dicho, la liturgia puede también llamarse mistérica o sacramental, porque en sus ritos, y especialmente en la misa, expresa y actualiza el sacramento o misterio de Cristo, esto es, como dice el Apóstol, el hecho a la vez histórico y místico, divino y humano, de la encarnación, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, mediante el cual ha dado El a Dios Padre un culto perfecto.

Así, pues, Cristo, Cabeza del Cuerpo místico, del mismo modo que quiere que los fieles participen de su santidad y de su gloria, así también los quiere unidos a sí en las ceremonias de su culto, bien sean las instituidas directamente por El o bien las instituidas por su Iglesia, en todas las cuales El está presente moralmente (Ubi sunt dúo vel tres congregan...); o sacramentalmente, porque sacramenta Ecclesiae specialiter habent virtutem ex passione Christi, cuius virtus quodammodo nobis copulatur per eo rum susceptionem; o personalmente, en la Eucaristía, sacramentum perfectum dominicae passionís, tanquam continens ipsum Christum passum.

Podremos, pues, afirmar en general que un rito litúrgico encierra en sí la razón de verdadero acto de culto cuando es sacramental o mistérico, es decir, vivificado por los méritos de la pasión y muerte de Cristo.

Cristo es, finalmente, el centro del año litúrgico. Todo el ciclo eclesiástico se desenvuelve alrededor de su divina figura, reproduciendo, como en una amplia acción dramática, los principales misterios de su vida, para mantenerse constantemente en contacto con El y hacernos asimilar mejor el tesoro de gracia que ellos poseen y que nos ha merecido del Padre.

 

Como Cristo ha recibido del Padre el propio sacerdocio y la misión en el tiempo, así ha formado El sobre la tierra, en la persona de sus doce apóstoles y obispos, la Iglesia, de la que El es Cabeza, a la que El ha dado todo y la cual todo lo recibe de El. Es a ellos y, en su persona, a los obispos, sus sucesores, a quienes El comunica toda su misión, encomienda toda la verdad que ha recibido del Padre, transmite la plenitud de su poder santificador, da la autoridad de gobernar; y mientras, como Cabeza suprema de su Cuerpo místico, se sienta invisiblemente en la gloria a la diestra del Padre.

La liturgia, pues, está organizada, presidida y celebrada por estas autoridades, colocadas por Cristo para el gobierno de la Iglesia, y por los sacerdotes, que los obispos engendran espiritualmente para Cristo. Es un hecho indiscutible que desde los tiempos apostólicos en las comunidades cristianas la vida religiosa, y en particular el ejercicio del culto público, se desenvuelve enteramente bajo la dependencia del obispo y de los miembros subalternos de la jerarquía, su venerando presbyterium, "su corona espiritual"; esta doctrina de la constitución jerárquico-litúrgica de la Iglesia está puesta de relieve de un modo especial en las cartas de San Ignacio Mártir (+ 107):

 

"Seguid todos al obispo, como Jesucristo [seguía] a su Padre y el presbyterium a los apóstoles; en cuanto a los diáconos, veneradlos como a la ley de Dios. No hagáis nada sin el obispo en lo que respecta a la Iglesia. No consideréis válida la Eucaristía si no es celebrada por el obispo o su delegado. No está permitido bautizar ni celebrar el ágape (la Eucaristía) sin el obispo; todo lo que él aprueba, es asimismo agradable a Dios. De esta manera, todo lo que se haga [en la Iglesia] será seguro y válido."

 

Más generales si se quiere, pero substancialmente idénticas, son las declaraciones de San Clemente Romano (año de 96) en su Carta a los Corintios: "No tienen todos la facultad de ejercer las funciones del culto, sino solamente los que fueron designados por la voluntad soberana de Cristo." Y refiriéndose al sacerdocio judío añade que, del mismo modo que en Jerusalén las ofrendas las hacía el sumo sacerdote, los sacerdotes y los levitas, así el servicio litúrgico en la Iglesia cristiana debe hacerlo no cualquier intermediario, sino la persona debidamente autorizada para ello.

Al antiguo simbolismo del arte cristiano no se le ocultó la importancia de este carácter jerárquico de la liturgia, y lo representó con gusto especialmente en los mosaicos absidales. Encima y detrás del altar sale de las nubes una mano misteriosa: es el Padre, que da todo a Cristo, símbolo de la jerarquía primera, de la cual proceden todas las demás. Debajo de |a mano está Cristo glorificado y bendiciendo, con un rollo de la ley en la izquierda, a la cabeza de sus doce obispos, representados en otros tantos corderos, todos vueltos hacia El. Finalmente, debajo de Cristo se encuentra colocada la cathedra marmórea, símbolo del obispo, sentado, como doctor, pastor y gran sacerdote, a la cabeza de su iglesia particular, delante del único altar donde él preside las ceremonias de los santos misterios.

 

Van asociadas al ministerio litúrgico y propio de los ministros sagrados la "participación de los fieles," su regale sacerdotium. Esta participación puede considerarse bajo un doble aspecto:

a) pasivo, en cuanto percibe de las acciones litúrgicas aquellos frutos de edificación y de santificación a los cuales están ordenados;

b) activo, que consiste en una cierta cooperación al, ejercicio de un determinado acto de culto con el fin de alcanzar frutos más abundantes, según aquel principio teológico: Quo quisque propius concurrit ad offerendum, eo.eízam, ceteris paribus, meliorem titulum habet ad participandum, de sacrificii fructu."

Esto debe decirse especialmente de la misa, pero con las oportunas reservas. En ella los fieles son ciertamente concelebrantes de la Víctima augusta en cuanto miembros del Cuerpo místico, sea habitualiter et implicite, sea también actualiter, si concurren a ella de un modo particular; pero no pueden ser concelebrantes en el sentido estricto de la palabra, porque el acto de la ofrenda es propio solamente del sacerdote. En el Calvario la oblación de Cristo — Víctima fue hecha conjuntamente por El y por nosotros; pero la ofrenda, la presentación a Dios, la hizo solamente El, Sumo Sacerdote, mediator Dei et hominum, por medio de sus santísimas manos. En esto consiste propiamente su sacerdocio, del que los sacerdotes reciben una participación ministerial, pero que es absolutamente incomunicable a los fieles.

 

c) La liturgia es social.

La liturgia es social; es decir, reviste una índole eminentemente colectiva, porque actúa en función de la Iglesia, cuerpo social por excelencia. El culto cristiano en todos sus ritos y en sus fórmulas muestra constantemente la impronta de la colectividad, de la cual es expresión y por la que está creada. El acto litúrgico fundamental, el sacrificio eucarístico, que es ya de por sí un magnífico símbolo de la unidad del gran cuerpo de los fieles en sus ceremonias (lecturas, cantos, ofrendas, comunión) y en sus fórmulas, verdaderamente antiguas, no mira jamás a lo singular como tal, sino siempre mira a los fieles, y a todos los fieles, vivos y difuntos, fuera del tiempo y del espacio. Publica est nobis et communis oratio, decía San Cipriano. La liturgia es la gran epopeya de la Iglesia militante, purgante y triunfante. Este carácter superpersonal y objetivo de la Iglesia católica está en perfecto contraste con la concepción protestante, primordialmente individualista, del culto, y se presenta como uno de los motivos más altos y eficaces para estimular al fiel el aprecio y el amor a la plegaria litúrgica.

"El que ora, si — escribe Mohlberg — se ve y se considera metido en la inmensa multitud de aquellos que al mismo tiempo, sobre toda la faz de la tierra, levantan los brazos para alabar, agradecer, orar; y ofrecen el sacrificio eucarístico o participan de él, y al mismo tiempo se ve asimismo como un átomo en las generaciones que, desde los primeros albores del cristianismo, han orado y sacrificado antes que él, y entre aquellas que orarán y sacrificarán después de sí, cuando él mismo haga ya mucho tiempo que es polvo en el sepulcro. El, mientras ora y ofrece su sacrificio, vive la vida más profunda y más intensa, como de generaciones y épocas enteras.

Es natural que el sentimiento de una tan sublime comunión de plegarias sea tanto más elevado cuanto sea mayor en el que ora la comprensión histórica de las ceremonias y de las palabras del culto en el que toma parte y cuanto más profundo sea el concepto teológico del culto de la Iglesia."

Todo en la Iglesia está hecho para despertar en los fieles el sentido social de la fraternidad cristiana, la idea de que ninguno de ellos está solo, sino que es miembro de la gran familia de Cristo; el culto, sin embargo, se presta, más que ningún otro medio, a insinuarlo eficazmente. Por esto, la Iglesia exige de todos un mínimo de participación en los actos litúrgicos y hace de ellos una condición esencial para que se mantenga el espíritu cristiano. Siendo nuestro más vivo deseo que el verdadero espíritu cristiano reflorezca por todos los medios en todos los fieles, es necesario proveer, antes que ninguna otra cosa, a la santidad y dignidad del templo, donde precisamente los fieles se reúnen para beber ese espíritu de su primera e indispensable fuente que es la participación activa en los sacrosantos misterios y en la plegaria pública y solemne de la Iglesia.

El carácter público y social está inherente a los actos litúrgicos en todo lugar y en toda circunstancia.

 

La liturgia es universal.

La liturgia es universal, porque es: a) una a través de las formas rituales más diversas, por la unidad de la fe que expresa, del sacrificio que ofrece, de los sacramentos que administra; b) viva, en cuanto por todas partes, bajo la apariencia de los ritos exteriores de que se halla revestida, palpita el alma de la Iglesia, que es la vida misma y la fuerza indefectible de Cristo, y vibran los sentimientos de todo el pueblo cristiano con los cuales El se asocia a la plegaria litúrgica; c) tradicional en cuanto que se remonta en sus líneas fundamentales a la misma liturgia de los apóstoles, y, por medio de éstos, hasta Cristo. El estudio que haremos en esta obra nos dará una clara demostración de ello.

 

La liturgia es santificante.

La vida de Dios está en Cristo; la vida de Cristo está en la jerarquía de la Iglesia; la jerarquía la realiza en las almas, transmitiéndola por medio de los actos litúrgicos sacramentales, invocándola asiduamente con la fuerza intercesora de sus plegarias, disponiendo las almas a recibirla y aumentarla mediante los sentimientos de fe, de caridad, de contrición que sugiere la liturgia.

Todos los esfuerzos de la liturgia tienden a establecer y desarrollar en las almas el misterio sacerdotal de Cristo. El ciclo del año litúrgico es, sobre todo, la organización por parte de la Iglesia de la vida espiritual de los fieles en función del sacerdocio de Cristo. A través de cada uno de los sucesos de la vida de la Cabeza, los miembros de su Cuerpo místico están llamados a vivirlos como si estuvieran presentes y a realizar en sí los sentimientos de Cristo, asimilándose sus frutos de santidad y de gracia. Para esto ayuda particularmente la participación activa de los fieles en las horas del oficio divino. En el pasado, la Iglesia tuvo cuidado de invitar al pueblo en los domingos y en las fiestas del año, aun durante la noche; y esta piadosa costumbre se practicó universalmente hasta el siglo XVI. Con justicia los teólogos sostienen que todo tiempo litúrgico y toda celebración litúrgica es un sacraméntale que obra ex opere oper antis Ecclesiae; en virtud, pues, de la eficacia moral y de la santidad entrañada en los actos oficiales de la Iglesia.

 

Rito, Ceremonia, Rúbrica.

Es conveniente precisar el valor de los términos rito, ceremonia, rúbrica, usados frecuentemente en el lenguaje litúrgico.

Se llama rito al conjunto de fórmulas y de normas prácticas que deben observarse para el cumplimiento de una determinada función litúrgica; por ejemplo, el rito del bautismo, de la consagración de una iglesia, etc. Alguna vez, sin embargo, la palabra rito tiene un significado más amplio y designa una de las grandes familias de la liturgia cristiana. Así se dice el rito romano, el rito griego, el rito ambrosiano, etc.

Cada una de las partes, por el contrario, que componen un rito, como las actitudes del cuerpo, los movimientos que acompañan la pronunciación de las palabras, etc., se llaman ceremonias. Finalmente, las normas que indican tales ceremonias o la manera como deben realizarse se llaman rúbricas. Rúbrica era una especie de tierra rosácea que, diluida en el agua, daba un color de minio (un colorete), del que desde la más remota antiguedad se servían los carpinteros para señalar la parte por donde debían cortar las tablas, y los amanuenses para escribir los títulos en las compilaciones legislativas; así como las notas en un determinado texto. Este uso lo mantuvieron en la Edad Media los copistas de los libros litúrgicos para indicar las normas a observar en la recitación del oficio, en la celebración de la misa, etc., de donde proviene el conocido aforismo Lege rubrum, si vis intelligere nigrum.

Las primeras rúbricas se transmitieron oralmente, y, dada la simplicidad del primitivo ceremonial, no debían ser muchas ni muy complicadas. Pero la inevitable incertidumbre de la tradición oral, unida al progresivo desenvolvimiento del culto litúrgico, dio muy pronto origen, como se dirá más adelante, a diferentes y complejos usos ceremoniales. San Cipriano ya aludió a particularidades propias de la iglesia de Cartago, y más tarde los Padres del siglo IV y V dan frecuentes testimonios de la existencia de ceremonias diversas en las distintas comunidades de alguna importancia. San Agustín amonestaba a su amigo Jenaro: Ad quam forte Ecclesian veneris, eius morem serva, si cuipiam non vis esse scandalo nec quemquam tibí. Esta diversidad de observancia de un lugar a otro en la celebración de los mismos ritos litúrgicos se mantiene en la iglesia Occidente hasta 1572, cuando poco a poco fue introducida en el Occidente la absoluta uniformidad de rúbricas por casi todas partes.

Las primeras colecciones sistemáticas de rúbricas se encuentran en los ordines el más antiguo de los cuales no es anterior al siglo VII. En verdad, debieron existir mucho tiempo antes rúbricas escritas. Agustín lo insinúa en una carta dirigida a una comunidad de vírgenes, donde recomienda que en la recitación del oficio canten solamente lo que se halle prescrito expresamente en el códice: Nolite cantare nisi quod legitis esse cantandum; quod autem non ita scriptum est ut cantetur, non cantatur. Los antiguos libros litúrgicos no contenían generalmente más que simples fórmulas de plegarias sin instrucciones de ningún género sobre los actos o gestos que debían acompañar al celebrante. Lo suplían la enseñanza oral y la práctica. Aun en el texto del canon de la misa fueron muy escasas las rúbricas hasta la invención de la prensa.

 

 

2. Liturgia y Dogma.

 

La Liturgia, Expresión de la Fe.

Para profundizar mejor en el concepto de liturgia, darle el relieve que se merece y valorar su importancia real en el campo de las disciplinas eclesiásticas, es preciso examinar las principales relaciones que existen entre la liturgia y el dogma católico.

Hablando del culto en general, en el capítulo anterior hemos hecho notar que el culto en todas sus manifestaciones se funda esencialmente en las relaciones objetivas de dependencia del hombre respecto de Dios. Análogamente se basa también toda la liturgia cristiana en aquel conjunto de verdades sobrenaturales que, fundadas sobre motivos de la religión natural, forman el credo del cristianismo. Dios, en su inmensa realidad, uno y trino; la creación, la Providencia, la omnipresencia divina; el pecado, la justicia, la necesidad de la redención; la redención, el Redentor y su reino; los novísimos. La liturgia es la expresión pública, solemne, oficial del culto: "Es nuestra fe confesada, sentida, suplicada, cantada, puesta en contacto con la fe de nuestros hermanos y de toda la Iglesia." El dogma es para la liturgia lo que el alma al cuerpo, el pensamiento a la palabra; de donde decía el salmista: Credidi irropter quod locutus sum. Y San Pablo: Hab entes eumdem spiritum fidei credimus, propter quod et loquimur.

Evidentemente, de ordinario no propone la Iglesia el dogma en los textos litúrgicos, como lo hace en los cánones conciliares o en las tesis teológicas. Para este fin se sirve ella de medios más directos y eficaces, como la predicación, la catequesis. La liturgia, empero, asimila el dogma, lo despoja de su austeridad, y hace que repercuta en sus fórmulas, ritos y símbolos.

 

La historia del desarrollo litúrgico nos demuestra que ha seguido.paralelamente las alternativas del desenvolvimiento dogmático. Cuando se precisa el dogma en la especulación científica y en la enseñanza doctrinal, o bien sale victorioso después de una gran controversia teológica, inmediatamente se hace eco de él una fórmula o una ceremonia lo traduce o lo fija en el ritual.

El arrianismo negó en el siglo IV la divinidad de Jesucristo, y en el texto de la antiquísima gran doxología se insertó la cláusula Deum verum de Deo vero, mientras se unió a la fórmula primitiva per Christum Dominum nostrum la terminación qui tecum vivit et regnat... Deus per omnia saecula saeculorum. Niegan los pelagianos la necesidad de la ayuda de la gracia, y he aquí que se multiplica el uso del versículo: Deus, in adiutorium meum intende; Domine, ad adiuvandum me festina. Sostienen algunos católicos que el bautismo no borra todos los pecados, e inmediatamente la liturgia visigoda inserta como protesta en la fórmula del símbolo apostólico: Credo... remissionem omnium. peccatorum. Rechazan los predestinacianos la universalidad de la redención de Cristo, y se añaden al canon romano las palabras pro nostra omniumque salute. Impugnan los maniqueos la legitimidad del uso del vino en la Eucaristía, y León I añade en el canon a la mención del sacrificio de Melquisedec: Sanctum sacrificium, immaculatam hostiam. Apenas se condena en Efeso a Nestorio, impugnador de la divina maternidad de María Santísima (431), cuando aparece en los dípticos romanos la cláusula de Dei genitrix e introduce San Cirilo Alejandrino en la liturgia copta las más amplias expresiones de fe hacia María, Madre de Dios. No pocas oraciones de los antiguos sacraméntanos reflejan el eco de las luchas cristológicas del siglo V. Esta, por ejemplo, del Leoniano: Praesta quaesumus, Domine Deus noster, sacramentum hoc in ecclesiis indiffidenter intelligi, ut unus Christus in Dei atque hominis vertíate, nec a nostra divisus natura, nec a tua discreta adoretur essentia. Se introdujo el Credo en la misa galicana como reacción y antídoto contra la herejía adopcionista, condenada por el concilio de Aixla-Chapelle el 798.

 

Por el contrario, basta que el dogma se corrompa de cualquier manera, para que consiguientemente se modifique también la liturgia. He aquí por qué los herejes de todos los tiempos, al separarse de la Iglesia, se separaron también del culto e inauguraron nuevas fórmulas litúrgicas. Así lo hicieron los docetas, los gnósticos, los novacianos, los arríanos, los nestorianos, los protestantes, los galicanos. Leoncio Bizantino escribía de Nestorio: Audet et aliud malum non secundum ad superiora; aliam enim missam effutivit, praeter illam quae a Paíribus tradita est ecclesiis; ñeque reveritus illam apostolorum, nec illammagni Basilii non precationibus, Eucharistiae mysterium opplevit.

 

La Liturgia, Prueba del Dogma.

Precisamente por ser la liturgia la expresión viva de las verdades cristianas, puede, a su vez, ser para el dogma un autorizado testimonio y un locus theologicus de primer orden para la teología y la apologética, una verae fidei protestativo, como afirmaba Sixto V.

Los lugares teológicos se reducen en último análisis a dos, la Escritura y la tradición. La liturgia es una de las formas con que se expresa la tradición; más aún, es la principal, la más auténtica y la más digna, aún más que los Santos Padres. Las fórmulas y los ritos litúrgicos hablan implícitamente en favor de las verdades creídas por la Iglesia en aquel determinado período de tiempo en el que fueron compuestas o bien tal como eran propuestas entonces a los fieles. El dogma no siempre se anunció en seguida claramente y como admitido por la Iglesia antes de ser definido; las diversas fases de su desarrollo progresivo encuentran una exacta correspondencia en los textos litúrgicos, que nos dan el concepto genuino contra !as desviaciones de la herejía.

Encontrarnos así que, en la lucha contra el arrianismo, Eusebio, San Hilario y San Ambrosio defienden la divinidad de Cristo recurriendo al testimonio de los antiguos himnos, que cantan a Cristo como a Dios. Apenas Nestóreo de Constantinopla se manifestó contra la maternidad divina, se vio contradicho por su mismo pueblo, que aclamó a María Theotocos, porque así se acostumbraba a llamarla en las fórmulas litúrgicas. Se combatió victoriosamente al pelagianismo con argumentos sacados en primer lugar de la liturgia. Agustín, en efecto, para demostrar que los niños tienen antes del bautismo el pecado original, apeló al rito bautismal, durante el cual son exorcizados, insuflados y renuncian a Satanás por boca de sus padrinos. Cuando quiere refutar a Vital, que negaba la necesidad de la gracia para la perseverancia final, le obieta con el texto de las plegarias litúrgicas: Exere contra oraliones ecclesiae disputationes tuas... subsanna pías voces…; y en otro lugar apremia todavía más: Ptforsus in kac re non operosas disputationes expectet Ecclesia, sed atendat quoiidianas orationes suas. Orat ut increduli credant; Deus ergo convertit ad fidem. Orat ut credentes perseverent; Deus ergo donat perseverantiam usque ad finem. Las plegarias a las que alude el santo obispo son las que formaban en sus tiempos la oratio fídelium de la misa, y que ahora se recitan el Viernes Santo con el nombre de oraciones solemnes.

Asimismo se refutó la controversia adopcionista con argumentos litúrgicos. Los herejes apelaban a fórmulas de la liturgia mozárabe; Alcuino y después el concilio de Francfort le refutaron con textos del misal romano. Del mismo modo se combatió a la iglesia iconoclasta, no tanto con la Sagrada Escritura como con los ritos y las plegarias litúrgicas.

El concilio Tridentino aduce, para probar el aumento en el alma de la gracia santificante, entre otros, el texto de la colecta de la dominica decimotercera de Pentecostés: Hoc iustitiae incrementum petit S. Ecclesia cum orat: Da nobis, Domine, fidei, spei et charitatis augmentum.

La misma teología sacramental, en sus difíciles cuestiones sobre la materia y la forma de los sacramentos, es deudora en sumo grado a la liturgia, la cual ha arrojado, con los ritos y con las fórmulas de sus antiguos libros rituales, una maravillosa luz sobre muchos puntos obscuros hasta la fecha de su historia. Resumiendo: el alcance del argumento litúrgico es, sin duda alguna, muy grande; los mejores teólogos modernos lo han comprendido y han echado mano de él con mucha frecuencia. Evidentemente, todos los argumentos sacados de la liturgia no pueden tener el mismo peso, porque de las múltiples liturgias orientales y occidentales, cuyas fórmulas son casi infinitas, unas tienen un valor mayor, otras menor. Es cierto que, entre todas, las de la liturgia romana son, con mucho, las más importantes y las más dignas de aprecio.

 

"Lex Orandi, Lex Credendi."

Es ésta una frase citada frecuentemente como axioma a propósito del valor dogmático de la liturgia; pero es preciso comprenderla e interpretarla bien. Este axioma está tomado de una colección de diez decisiones sobre la gracia, llamadas Capitula Celestini porque se ponían de ordinario al margen de la carta que el papa Celestino I escribió en el año 431 a los obispos de las Calías con ocasión de las controversias pelagianas. Los últimos estudios, sin embargo, parecen dar con certeza que aquellos Capitula no son de Celestino I, sino de un autor desconocido, quizá Próspero de Aquitana (+ 463), coleccionados en Roma alrededor del 435-40 y transmitidos desde el siglo V como doctrina oficial de la Iglesia romana.

 

Del contexto se deducen dos cosas:

a) Que el autor de los Capitula, después de haber aducido las condenaciones infligidas a¡os pelagianos por algunos papas anteriores, quiere sacar un argumento, como lo hizo Agustín, del tenor de las oraciones solemnes recitadas en la liturgia, de un modo uniforme en todas las iglesias: obsecrationum quoque sacerdotalium sacramenta respiciamus, quae... in omni ecclesia catholica uniformiter celebrantur.

b) Que el autor no pretende de ninguna manera establecer el principio general que de la norma de orar se deduzca la norma de la fe; solamente pretende demostrar cómo en este caso concreto la plegaria colectiva litúrgica, hecha en favor de tan diversas clases de personas, demuestra la fe de la Iglesia en la eficacia de los socorros de la gracia de Dios. Este es el sentido genuino de estas palabras. El aforismo, por tanto, lex orandi, lex credendi, interpretado en este supuesto sentido, tiene un justo valor reconocido por todos; no tiene, sin embargo, valor alguno en el sentido de que toda plegaria y todo rito equivalgan sin más a la enunciación de un dogma y vengan a ser de esta forma una regla de fe.

La liturgia no determina ni constituye absolutamente ni por sí misma la fe católica, sino que más bien... puede aducir argumentos y testimonios de no poco valor para esclarecer un punto particular de la doctrina cristiana. Si queremos distinguir y determinar de un modo general y absoluto las relaciones que existen entre fe y liturgia, se puede afirmar con razón que "la ley de la fe establece la ley de la plegaria."

"No toda ley que manda la plegaria — escribe el P. Polidon — es ley de fe, sino solamente la que posee las cualidades reconocidas por los teólogos; es decir, cuando equivale a una enseñanza dogmática. Esta enseñanza no mira nunca a simples hechos particulares, corno son, por ejemplo, la traslación del cuerpo de Santa Catalina al Sinaí, del que se habla en la colecta de su fiesta, sino a doctrinas y hechos que se hallan en conexión con la doctrina ortodoxa cerrada ya con los apóstoles.

Por lo tanto, si existen en el misal o en otro libro litúrgico partes a las cuales se reconoce dicha cualidad después de un maduro estudio, entonces tendrán ciertamente el valor de una enseñanza infalible. Pero esto no depende del hecho de que se encuentren en el misal o en otro libro litúrgico (según el argumento ya citado), sino de razones tomadas de otras fuentes teológicas. Más aún, este mismo valor infalible no ejerce en las mentes su eficacia definitiva por la declaración doctrinal de los teólogos, sino por la auténtica de la Iglesia.

 

La Liturgia y la Enseñanza del Dogma.

La liturgia no sirve solamente para probar la divina tradición de las verdades reveladas, sino que es también la escuela práctica de la más fecunda y eficaz enseñanza dogmática.

El dogma, en efecto, que es como el alma invisible e informa toda la vida interior, queda vulgarizado, hecho más sencillo, fácil, intuitivo, mediante los ritos, las ceremonias y las fórmulas litúrgicas; hace revivir, a través del esplendor de la celebración de los divinos misterios y en el desarrollo anual progresivo de las fiestas eclesiásticas, el drama divino de nuestra redención con todas las circunstancias de lugares y de personas. Si, como está comprobado, la enseñanza resulta mucho más fácil y eficaz por medio de ejemplos, debemos convenir que la liturgia, en toda su múltiple variedad, es el primer catecismo del pueblo, que a través de los sentidos se dirige a sus mentes y a sus corazones.

Desde les primeros siglos, los Padres de la Iglesia apelaban a ella sirviéndose de las ceremonias de los sacramentos y de las misas para vulgarizar las abstracciones del dogma e inculcarlo en las mentes de los fieles. Más tarde, en los siglos VII y VIII, cuando los pueblos no civilizados, terminadas sus grandes inmigraciones, se unieron en nuevas formas políticas sobre los territorios de la antigua civilización romana, vino a ser para ellos la Iglesia una potencia civilizadora y cristiana de primer orden, gracias sobre todo a la eficacia de su culto litúrgico. La majestad grandiosa de la liturgia, su rico simbolismo, la exquisita dulzura del canto sagrado, llenaban a aquellos rudos pueblos de una veneración sagrada por lo divino, que les abría la mente a las verdades de la fe y preparaba sus ánimos a los influjos benéficos de la civilización.

 

Por lo demás, este fenómeno se verifica todos los días. Qué enseñanza más sublime y, a la vez, más intuitiva del misterio de la encarnación que la fiesta litúrgica de Navidad? ¿Cómo se podría enseñar mejor la presencia real de Cristo en la Eucaristía sino con las múltiples señales de adoración y de respeto con las que la Iglesia rodea al Santísimo Sacramento? Todo el culto cristiano desde sus más pequeños detalles, bien comprendido, es una escuela práctica de las más altas verdades dogmáticas; es doloroso constatar cómo muchísimas veces el mismo clero no sabe captar lo suficiente estas grandes lecciones que da la Iglesia en la liturgia de la misa, los sacramentos, sacramentales, para hacerla comprender adecuadamente al pueblo.

Entre todas las formas de las que se puede servir la enseñanza de la religión, la más eficaz es la de la liturgia, por ser la más interesante, la más dramática y la más conforme con las aspiraciones del corazón y las necesidades de la inteligencia. Devolverle a la liturgia su primitiva belleza, desembarazándola de las alteraciones que muchas veces le han hecho sufrir la negligencia o la ignorancia de los tiempos pasados; iniciar a los fieles en la inteligencia y. por tanto, en el amor de los misterios que se celebran en el altar, poner en sus manos el misal, sustituido, desgraciadamente, por tantos libros de devoción vulgar o mediocre; invitarle, a tomar la modesta parte de colaboradores con los ministros sagrados, especialmente mediante el canto colectivo; hacer, en suma, que vivan todo cuanto sea posible de la vida litúrgica de la misma Iglesia, he aquí el verdadero método de enseñar la religión, de mantener unidos a la Iglesia a todos los que la frecuentan, de hacer volver pronto o tarde a aquellos que la han abandonado. Es sobre todo por medio de la belleza de la liturgia como el alma humana es llevada a comprender las verdades de la religión.

 

 

3. El derecho litúrgico en su desenvolvimiento histórico.

 

La Obra de Jesucristo.

Se ha afirmado recientemente que "Jesús, durante su ministerio, no prescribió a sus apóstoles, ni siquiera practicó El mismo, ninguna de las reglas del culto exterior que han caracterizado al Evangelio como religión. Jesús no pensó en regular el culto cristiano más allá de lo que reguló formalmente la constitución y los dogmas de la Iglesia..." Prescindiendo de esta última afirmación, que no nos afecta directamente, creemos poder demostrar, por el contrario, que las grandes líneas del sistema litúrgico, las que se refieren a la sustancia misma del culto cristiano — la misa, los sacramentos, fueron fijadas implícita o explícitamente por Jesucristo.

Los detalles de esta demostración se facilitarán a su tiempo; pero, entre tanto, se puede observar a primera vista que fue Cristo el que inauguró el culto cristiano en el Calvario.

Del Bautismo especificó la materia y la forma: Euntes docete omnes gentes, baptizantes eos in nomine Patris, et Filii, et Spiritus sancfí... De la Eucaristía fijó la materia — el pan y el vino —, y la forma en las palabras consagratorias que pronunció durante la última cena: Hoc est corpus meum...; hic est sanguis meus. Con relación a la Penitencia, está admitido aun por los acatólicos que el mandato dado a los apóstoles sobre la remisión de los pecados lleva consigo necesariamente una confesión por parte de los fieles y una consiguiente sentencia judicial al confrontarlas. Además, como la Eucaristía debía ser el sacrificio de la nueva ley y, por consiguiente, el acto litúrgico más importante, quiere también establecer algunas de las modalidades con las cuales debía celebrarse. El, en efecto como refieren los sinópticos:

 

a) Instituyó la Eucaristía gratias agens (ευχάριστησασ), es decir, pronunciando una fσrmula eucarística o de acción de gracias, sea que la hubiera improvisado El mismo, sea también, como parece mis natural, se hubiera servido de las acostumbradas eulogias judaicas propias del ritual de la Pascua, y prescribió que se reprodujese lo que El hizo. Es, pues, fácil constatar cómo todas las liturgias conocidas desde comienzos del siglo II han dado a la solemne plegaria consagratorias un marcado y casi exclusivo carácter de acción de gracias.

b) Mandó a los apóstoles que lo conmemorasen, renovando todo cuanto Él había hecho: Hoc facite in meam commemorationem, o bien, como precisa mejor San Pablo, recordando su muerte: Mortem Domini annuntiabitis doñee veniat. Un segundo punto en el que también convienen unánimes todas las liturgias es la anamnesis, es decir, el recuerdo de la pasión y muerte de Nuestro Señor, puesto inmediatamente después de la descripción de la institución.

Además de éstas, ¿dio Jesucristo otras normas litúrgicas? Podemos responder afirmativamente, si bien nos resulta imposible precisar cuáles de ellas se remontan efectivamente hasta El. En efecto:

a) Los Hechos hacen notar que Jesús, en el tiempo que transcurrió entre la resurrección y la ascensión, se dejó ver muchas veces por los apóstoles, loquens de regno Dei. Así, una de las tradiciones más antiguas de la Iglesia cree que, en aquellas frecuentes reuniones. El, entre otras cosas, fijó también muchas particularidades del culto. ¿No había dicho El antes de morir: "Tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis comprender"? Refiere Eusebio que Santa Elena edificó sobre el monte de los Olivos una iglesia, una especie de caverna, donde, según una antigua tradición, discipuli et apostoli... arcanis mijsteriis initiati fuerunt. El Testamentum Domini (s.V), en el mismo día de la resurrección, presenta a los apóstoles pidiendo al Señor quonam canone, Ule (scil. qui Ecclesiae praest) debeat constituere et ordinare Ecclesiaím... quomodo sint mrijsteria Ecclesiae tractanda y Jesús responde explicándoles solamente al detalle las diversas partes de la liturgia. Esta tradición la recogió también San León.

b) San Clemente Papa, discípulo de los apóstoles (f+ 99), escribiendo a la comunidad de Corinto, alude a positivas prescripciones del Señor sobre el orden que debe seguirse en lías ofrendas:

"Cuneta ordine debemus faceré, quae nos Dominus statutis temporibus peragere iussit, oblationes scilicet et officia sacra perficci, ñeque temeré et inordinate fieri praecepit, sed statutis temporibus et horis. Ubi etiam et a quibus celebrari vult, ipse excelsísima suia volúntate definivit, ut religiose omnia secundum eius beiieplaciitum adimpleta, accepta essent voluntati eius."

c) San Justino, después de describir todo el orden de la sunaxis eucarística, asegura que ésta fue celebrada el domingo, porque en ese día Nuestro Señor, apostolis et discvpulis vistis, ea docuit, quae vobis quoque considerando, tradtdirnus. Quiere decir que las partes principales de la misai se consideraban como obra de Cristo en el día de la resurrección. Concedemos gustosos que la afirmación es genérica; pero tanto Justino como el anónimo del Testamentum Dornini reflejan evidentemente una tradición muy extendida, antigua y de ningún modo inverosímil.

 

La Obra de los Apóstoles.

Pero si Nuestro Señor trazó ciertamente las líneas fundamentales del culto litúrgico cristiano, podemos creer racionalmente que respecto a muchos detalles particulares dejó gran libertad a la iniciativa de los apóstoles, a quienes había investido de su misma misión divina y les había dado las facultades necesarias. Estos, en efecto, del mismo modo que dieron normas de disciplina para los primeros fieles en el concilio de Jerusalén, así debieron también, en Jerusalén y en las iglesias que fundaban poco a poco, determinar las oportunas normas litúrgicas en lo que la sencillez del culto primitivo lo requería.

San Pablo, por ejemplo, escribiendo a los de Corinto, después de haberles expuesto todo cuanto había recibido del Señor en torno a la celebración de la Coena dominica, añade por sí mismo algunas advertencias, y termina diciendo que se reserva para lo sucesivo el darles él mismo, cuando esté presente, las oportunas disposiciones: caetera autem cum venero, disponam. Más tarde, en la misma carta, después de haber hablado de los carismas de profecía y de lenguas, y dado al mismo tiempo algunas normas para que no resultasen inútiles, concluye: Omnia autem honeste et secundum ordinem (κατά ταξιν), fiant; es decir, según un orden determinado y establecido; deja suponer que existan ya reglas según las cuales se debía proceder en el servicio litúrgico. En otro lugar, el mismo apóstol da normas precisas sobre el orden y los fines de la plegaria en las reuniones litúrgicas, sobre la postura que deben adoptar en ellas los hombres y las mujeres, sobre las colectas que deben hacerse por los pobres en las sinaxis dominicales, sobre el mutuo beso de paz.

De la obra litúrgica de los demás apóstoles podemos decir poco. No obstante, de las narraciones de los Hechos se constata la existencia de un ritual simple, pero fijo y substancialmente completo, seguido uniformemente por los apóstoles y sus colaboradores en la colación del bautismo, la confirmación, los órdenes sagrados. ¿Quién podrá dudar que no sea ello fruto de un acuerdo anterior?

No se deben pasar por alto ciertas antiguas y tenaces tradiciones que existían en algunas iglesias fundadas por los apóstoles, según las cuales la liturgia allá vigente era un patrimonio recibido de los mismos apóstoles. Así, por ejemplo, la liturgia de San Marcos para la iglesia de Alejandría, la de Santiago para la de Antioquía, la de San Pedro para la de Roma. San Ireneo, quien, por medio de San Policarpo, se une con la tradición efesina de San Juan Evangelista, aludiendo a la institución de la santísima Eucaristía, declara que la forma de la oblación del santo sacrificio la ha recibido la Iglesia de los apóstoles: Et calicem simiiiter... suum sanguinem confessus est, et novi Testamenti novam docuit oblationem; quam Ecclesia ab Apostolis accipiens, in universo mundo offert Deo.

Es un hecho muy frecuente que los Padres del siglo III y del IV, hablando de algún rito o ceremonia en particular, afirman que es de origen o tradición apostólica, Tertuliano, por ejemplo, enumera entre las tradiciones apostólicas:

 

1.° Las renuncias hechas por los catecúmenos.

2.° La triple inmersión con las respuestas a las interrogaciones sobre la fe.

3.° La ceremonia de la leche y la miel.

4.° La abstinencia del baño durante toda la octava del bautismo.

5.° El recibir la comunión no sólo por la tarde y de manos de todos los sacerdotes, sino también en las reuniones que se tenían antes de la aurora y solamente de manos del presidente.

6.° Las oblaciones anuales por los difuntos en el día aniversario de la muerte.

7.° La prohibición de ayunar y rezar de rodillas el domingo y durante el tiempo de Pascua de Pentecostés.

8.° El cuidado solícito para que no caiga en tierra ninguna partícula del pan y ninguna gota del vino eucarísticos.

 

El hacer la señal de la cruz al principio de toda acción. Nos faltan, naturalmente, datos para controlar estas afirmaciones, muy posteriores, y quizá los Padres querían con esta expresión remontarse de un modo genérico al período más antiguo de la Iglesia; pero todo esto demuestra evidentemente cómo se conservaban aún vivas en las diversas iglesias las memorias de la actividad litúrgica de los apóstoles.

Notemos además cómo en toda la antiguedad cristiana no se encuentra indicio alguno que haga referencia, como quieren los protestantes, a la intromisión de la comunidad en las cosas del culto. La fijación y la progresiva reglamentación de la liturgia se muestra siempre como una tarea exclusiva de los apóstoles y de sus sucesores los obispos.

 

La Obra de los Obispos y de los Concilios.

Los obispos, sucesores de los apóstoles en el gobierno de las iglesias, aparecen como moderadores del culto, cuyas disposiciones son veneradas y tenidas en máxima estima. Desde San Clemente Romano (+ 99), si bien en forma menos clara, aparece el obispo con una supremacía no sólo en cuestiones de autoridad, sino también en materia litúrgica. En las cartas de San Ignacio (+ 107), el obispo representa a Cristo; preside todos los actos del culto: Separatim ab episcopo nemo quidquam faciat eorum quae ad ecclesiam spectant...; toda función, para que sea válida, debe hacerse con su beneplácito: quodcumque Ule probaverit, hoc et Deo est beneplacitum, ut firmum et validum sit ornne quod peragitm; el altar del obispo es el centro de la unidad religiosa de la diócesis: unum altare sicut unus episcopus. Todas las antiguas liturgias han llegado hasta nosotros con el nombre de ilustres obispos que las han instituido o reorganizado: Clemente, Santiago, Marcos, Addeo y Maris, Basilio, Crisóstomo, Ambrosio, Gelasio, Gregorio...

No vaya a creerse, sin embargo, que el poder de los obispos fuese del todo ilimitado. Era una tradición litúrgica que se transmitía fielmente y se custodiaba y veneraba por el clero y por el pueblo aun en los mínimos detalles; a ella debían atenerse estrechamente. He aquí cómo un canon del siglo IV reclama el respeto hacia las instituciones litúrgico-disciplinarias: Fratres nostri episcopi in suis urbibus singula quaeque secundum mandata apostolorum patrum nostrorum disposuerunt... Posten nostri caveant ne illa im mutent. Si alguna vez se descolgaba alguno con alguna novedad, aunque fuera sabia y oportuna, protestaban calurosamente los fieles.

Bastó que San Basilio, para quitar un pretexto a los semiarrianos, cambiase la doxología acostumbrada a cantar en las iglesias, Gloria Patri per Filium in Spiritum Sanctum, por aquella otra, más clara y explícita, Gloria Patri cum Filio una cum Sancto Spiritu, para que, como él mismo cuenta, quidam ex ne, qui aderant, crimen intenderunt, diceníes nos, non modo peregrinis ac novis uti vocibus, verum etiam ínter se pugnantibus. Trifilo, obispo de Zedra (Chipre), en una predicación sobre el milagro del paralítico, habiendo usado el término σκίμπιος en lugar del vocablo evangélico κραββατον, Espiridiσn, obispo de Thrimitus, le gritó indignado: "Te crees quizá mejor que Aquel que dijo κραββατον, pues te averguenzas de usar sus mismas palabras.” Y es conocido el incidente de San Agustνn, que quiso hacer leer por turno el relato de la pasión según los cuatro Evangelios, mientras la costumbre litúrgica tradicional leía solamente el de San Mateo: Factum est; non audierunt homines quod consueverant, et perturbati sunt tuvo que ceder.

Por lo demás, otra limitación a las posibles arbitrariedades de los obispos en las cosas del culto provenía de su dependencia con respecto a la iglesia metropolitana patriarcal. La propagación del cristianismo en los pequeños centros de provincia había partido de las grandes metrópolis, Antioquía, Roma, Alejandría, Cesárea. Los misioneros que habían fundado en aquellas aldeas nuevas iglesias filiales implantaron también en ellas la liturgia de la Iglesia madre con todos sus ritos particulares, los cuales, con una mayor difusión, venían a consolidarse cada vez más y se mantenían vigorosos por las frecuentes relaciones que, a su vez, cada una de las diócesis de una provincia tenía con la metropolitana para la elección de los obispos o para los sínodos y concilios.

 

Fue precisamente en los sínodos y en los concilios donde los obispos usaron de una manera particular de su derecho para las reformas oportunas en el campo litúrgico, con el fin no sólo de mantenerlo libre de toda infiltración heterodoxa, sino, sobre todo, para reducir a la mayor uniformidad posible los usos litúrgicos de una provincia o de una nación, que quizá en el progreso de los tiempos se fueron alejando demasiado de la liturgia tipo de la Iglesia principal.

Recordaremos en los primeros siglos, entre los más importantes desde el punto de vista litúrgico, los sínodos asiáticos (finales del siglo II), sobre la cuestión de la Pascua; los concilios de Hipona (393), Cartago (407), Mileto (416), en los cuales se impuso una aprobación preventiva de los formularios litúrgicos y se eliminaron los sospechosos de error contra fidem o por otros motivos menos dignos; los sínodos de Vaison (442), Vannes (461), Agde (601), Gerona (563). Braga (563), Toledo (633), en los cuales se insiste fuertemente sobre la obligación de la unidad litúrgica en las Calías y en España, siguiendo las antiguas tradiciones ut unaquaeque provincia et psallendi et ministrandi parem consuetudinem teneat; y tratando de las iglesias menores Con la metropolitana, ad celebrando divina officia, ordinem quem metropolitani tenent, provinciales eorum observare debeant.

 

Es preciso añadir, además, que aun algunas veces el poder civil, en la persona de los emperadores y del rey, no sólo intervino para apoyar la obra de los obispos y de los concilios, sino que hasta se creyó autorizado para dar leyes y disposiciones en materia litúrgica. Los emperadores Constantino, Teodosio, Justiniano, por citar algunos, y, sobre todo, los reyes carolingios se distinguieron en este particular. Fueron generalmente movidos de una recta intención, persuadidos como estaban de la anticua máxima romana, que el fus sacrum pertenecía al fus publicum, y que, por tanto, era un derecho del rey. Y llegaron a un convencimiento mayor después que la Iglesia, con un rito sagrado considerado como un sacramento, los coronara como reyes; por lo cual se consideraron como representantes de Dios, el cual reinaba sobre los pueblos a través de su persona consagrada. Por esto usurparon conscientemente más de una vez un poder que no tenían, introduciendo y sancionando costumbres o abusos litúrgicos. Como cuando el emperador Zenón concedió a Unnerico que los vándalos pudieran celebrar la liturgia en su propia lengua.

 

La Obra de los Papas.

A los obispos de Roma, como pastores de toda la Iglesia, se les reconoció desde el principio, junto con el primado de honor y de jurisdicción, un derecho particular a intervenir autoritativamente en las cuestiones litúrgicas.

El papa San Clemente (+ 99), a finales del siglo I escribió espontánea y autoritativamente a la comunidad cristiana de Corinto, insistiendo, en contra de las pretensiones de algunos fieles presuntuosos, en el orden y la sumisión de vida a los superiores jerárquicos aun en las cosas del culto. El papa Víctor (196-198), ante las discordias ocasionadas por la diversidad de los usos romanos y asiáticos en torno a la celebración de la Pascua y al ayuno que le precedía, insiste en que se celebren sínodos y se acepte el rito romano, amenazando con la excomunión a Polícrates de Efeso y a sus sufragáneos, que se oponían. Más tarde, en la gran lucha dogmática-litúrgica sobre el valor del bautismo conferido a los herejes, el papa Esteban sentenció, contra los actos del concilio de Cartago, convocado por San Cipriano, con la adhesión de Firmiliano, obispo de Cesárea, que se impusiera a los herejes solamente las manos: Sí quis ergo a quacumque haeresi venerit ad vos nihil innovetur, nisi quod traditum, est, ut manas illi imponatur ad poenitentiam.

Debe reconocerse, sin embargo, que el ejercicio regular del supremo y universal derecho litúrgico que les compete como papas se fue desenvolviendo y consolidándose poco a poco solamente en los siglos posteriores, y no sirvió jamás para suprimir justas y veneradas tradiciones, sino solamente para establecer la unidad de la fe mediante la unidad de la liturgia entre las diversas iglesias.

Con las iglesias de Occidente, sin embargo, los papas, si bien con suma discreción y prudencia, insistieron constantemente sobre la necesidad de conformarse en la práctica litúrgica a la Iglesia de Roma. Nótese que, sin embargo, en esto los papas se hacían fuertes, precisamente aludiendo al derecho de metropolitano y de patriarca que les competía sobre todas las iglesias occidentales.

He aquí por qué el papa Siricio (a.385), a una consulta de Himerio, obispo de Tarragona, sobre la oportunidad de algunos ritos litúrgicos en torno del bautismo que venían apareciendo en su diócesis, respondía insistiendo sobre el deber de conformarse estrechamente a la práctica de la Iglesia romana: Hactenus erratum in hac parte sufficiat; nunc praefatam regulam omnes teneant sacerdotes, qui nolunt ab Apostolicae petrae, super quam Christus universalem construxit Ecclesiam, soliditate divelli. Esto mismo, y con parecida energía, inculcaba San León Magno (a. 447) a los obispos de Sicilia, también en la cuestión litúrgica del bautismo: Quam in culpam nullo modo potuissetis incidere, si unde consecrationem honoris accipitis, inde, legem totius observantiae sumeretis; et beati Petri Apostoli sedes quae vobis sacerdotales mater est dignitatis, esset ecclesiasticae magistra rafionfs.

En el año 564, el papa Vigilio, requerido, mandó a Profuturo, obispo de Braga y metropolitano de Galicia, el ordinario de la misa romana, que se impuso años después (571) en un concilio nacional a todas las provincias lusitanas. En el 597 introdujo San Gregorio Magno en Inglaterra su reforma litúrgica, que después, especialmente por el papa Vitaliano y el obispo de Cantorbery (668), quería suplantar a la antigua liturgia celta, no sin algún choque y oposición. El mismo pontífice escribió a San Leandro, obispo de Sevilla, aprobando el rito de la única inmersión en el bautismo usada allí, para contraponerle a la herejía nestoriana; confirma las costumbres introducidas en las diócesis de Rávena; prescribió al obispo de Calahorra hacer a los neófitos en la frente dos señales de la cruz con el crisma; impugnó a Juan de Siracusa la oportunidad de sus innovaciones litúrgicas. A principios del siglo VIII, el papa Gregorio II (716) insistió a sus legados en Baviera, Martiniano y Jorge, para que la iglesia de Alemania del Sur adoptase los ritos romanos; y hacia la mitad de este mismo siglo, los carolingios, reverendissimi Papae Adriani salutaribus ex hortationibus parere nitentes, abolieron casi de un golpe la liturgia galicana. Quedaba el rito litúrgico de España (mozárabe), y también éste, si bien con alguna dificultad, cedió finalmente (1078) a las insistencias de Gregorio VII. Así, en el transcurso del siglo XI, todo el Occidente, a excepción de la provincia milanesa, fue conquistado por la liturgia romana.

 

Las Costumbres.

El derecho litúrgico está también formado por las costumbres; en este campo encontraron ellas un medio de implantarse con particular amplitud y eficacia. La Iglesia reconoce todas las costumbres legítimas y amonesta al obispo que vigile sobre la aparición y desarrollo de las costumbres para que no degeneren en abusos.

Las costumbres pueden formarse al margen de las leyes litúrgicas para ampliarlas, esclarecerlas o afincarías más eficazmente (praeter o iuxta ius), y es común sentencia de los liturgistas que pueden introducirse y mantenerse cuando están legítimamente prescritas. No hay razón alguna para negar a las costumbres en materia litúrgica la misma fuerza que se les atribuye en otras materias eclesiásticas.

Muy distinto es el caso cuando se trata de costumbres Contra legem; aquí los pareceres son distintos. Sin pretender entrar en discusiones jurídicas, que aquí estarían fuera de lugar, se puede sostener en la práctica que a dichas costumbres deben aplicarse las reglas que el Código de Derecho Canónico ha establecido para las costumbres en general, ya que no se puede pensar que las leyes litúrgicas tengan mayor valor que las imposiciones del mismo Código. Por eso, cuando las costumbres contrarias al derecho litúrgico han sido reprobadas con la autoridad legítima, no pueden ya sostenerse más, aunque sean inmemoriales (canon 5 y canon 27, 22); cuando, por el contrario, han sido aprobadas o, al menos, toleradas por la Santa Sede, deben sostenerse; cuando ni han sido reprobadas ni aprobadas o toleradas expresamente, entonces deben conservarse si son centenarias o inmemoriales. Estas, sin embargo, serán muy raras.

 

 

4. La Ciencia Litúrgica. El Simbolismo.

 

Fines, Métodos, Criterios.

La ciencia litúrgica es en su esencia una parte de la historia eclesiástica. Su esfera de competencia la constituyen todos los elementos que se hallan relacionados con el culto no sólo como actualmente se presentan en el cuadro ritual cristiano, sino principalmente como fueron ya en su origen, en su desarrollo histórico, sea en sí mismo, sea con relación a los demás y al ambiente en el que se formaron. El campo, por lo tanto, de la ciencia litúrgica es amplio y complicado. Para mayor claridad, diremos que abarca:

1.° La liturgia sistemática fundamental, que se ocupa de estudiar la noción del culto, su valor sobrenatural, sus relaciones con el dogma, el derecho que compete a la Iglesia de fijar y determinar las formas y de imponer su observancia. Desde este punto de vista, la ciencia litúrgica toca los campos más determinados de la filosofía de la religión, de la teología dogmática y pastoral, de la ascética, del Derecho canónico.

2.° El estudio de los hechos litúrgicos, es decir, de los ritos que constituyen el patrimonio litúrgico, lo mismo el presente como el pasado, transmitido a nosotros por toda clase de medios, lo mismo en los documentos oficiales de la Iglesia que en los escritos de otro género, como son los Hechos apócrifos de los apóstoles, las actas de los mártires, las vidas de los santos, las crónicas medievales, los monumentos arqueológicos y artísticos. A ella le compete indagar el origen de tales ritos, su autenticidad, su conexión recíproca; examinar las eventuales derivaciones o afinidades con otras liturgias, analizar su contenido, aclarar su significado primitivo y el posterior.

3.° El inventario y la edición de los antiguos libros y formularios litúrgicos. Es éste uno de los menesteres más delicados y complejos de la ciencia litúrgica, porque requiere un conjunto de cualidades no comunes, tomando parte la arqueología, la paleografía, la historia, la filología, la linguística comparada. De muchos textos litúrgicos se conocen de una manera cierta el autor, la fecha, el lugar de origen, y son los más preciosos, porque proporcionan un material seguro para la elaboración científica. Otros, sin embargo, y son los más numerosos, adolecen de estado civil, y es preciso buscar su paternidad, su origen, la época de su composición, las posibles interdependencias. A este propósito es preciso reconocer los méritos de una pléyade de liturgistas de todas las nacionalidades, los cuales, revisando el inmenso material manuscrito existente en las principales bibliotecas de Europa, han descubierto y publicado con impecable crítica muchos antiguos códices litúrgicos, y otras veces han mejorado las ediciones ya hechas.

4.° La clasificación de los textos. El texto litúrgico, y en general cualquier hecho ritual, es tanto más utilizable como elemento de síntesis cuanto con más exactitud se halla clasificado. La liturgia, como veremos, abarca grandes unidades, con tipos y subtipos, con caracteres comunes y particulares, que se reflejan en los textos, en las perícopas, en las formas, en los ritos. Determinar si pertenecen a uno o a otro tipo, precisar sus derivaciones desde el punto de vista cronológico o sus influencias, indagar su común origen de un tipo primordial, es labor, muchas veces difícil de la ciencia litúrgica.

5.° El examen comparativo de las diversas liturgias orientales y occidentales para ver lo que tienen de común y lo que los diferencia; examinar las relaciones eventuales entre ellas o con otras liturgias de confesiones separadas y también de cultos no cristianos; deducir, en cuanto sea posible, las leyes que regulan la evolución litúrgica.

6.° El estudio de las leyes de la evolución litúrgica.

Es ciertamente prematuro pretender hablar de leyes mientras permanecen todavía en la historia litúrgica, hasta en la latina, tantos puntos oscuros: se puede, sin embargo, enunciar algunos principios generales, como los siguientes:

a) Los ritos sufren el influjo del ambiente en el cual han nacido. El judaísmo y el mundo greco-romano, en los orígenes, y más tarde la civilización bizantina y las corrientes de los bárbaros han dejado rasgos auténticos en la liturgia de los primeros siglos y en la de los siglos sucesivos. Basta aludir a los numerosos elementos venidos de la liturgia de la sinagoga y a la distinta impronta estilística de los formularios, que son una expresión de la austera concisión del pensamiento romano o de la sonora prolijidad de los teólogos orientales.

b) La analogía externa entre dos ritos de diversas religiones no significa por sí misma, salvo pruebas ulteriores, una relación histórica del uno y del otro. Es éste un principio de frecuente aplicación en el estudio de los orígenes eucarísticos y bautismales.

c) La liturgia es conservadora. Ciertos ritos, ciertas fórmulas, persisten a través de los tiempos, a pesar de que, por haber cesado el motivo que las ha creado, se hayan convertido en restos de un pasado lejano. La disciplina del catecumenado, por ejemplo, ha desaparecido desde hace siglos, pero llena, sin embargo, gran parte de la liturgia de Cuaresma y de Pascua.

d) La liturgia es un organismo vivo de la vida misma de la Iglesia. Por esto, quedando firme la integridad de su enseñanza y el beneplácito de la Santa Sede, crece y se desarrolla, adaptándose y conformándose a las exigencias y circunstancias que tienen lugar en el curso de los siglos.

e) En los ritos, por regla general, se va del sencillo al complicado, del esencial al accesorio. El ritual del bautismo, como era en la época apostólica y como fue después, es una prueba perentoria de esto. Pero todo desarrollo tiene un límite. Cuando ha llegado a un grado excesivo, exuberante, la Iglesia, por un motivo o por otro, reacciona y vuelve en lo posible a la sencillez primitiva. He aquí el principio de las grandes reformas litúrgicas y, bajo cierto aspecto, del actual "movimiento litúrgico": revertimini ad fontes.

f) Los tiempos litúrgicos más solemnes han conservado generalmente más que los otros los ritos y las fórmulas primitivas, poniéndose así en guardia contra las adiciones o modificaciones posteriores. La liturgia de la Semana Santa y, en parte, el tiempo de Pascua, todavía rezuman substancialmente un antiguo estado litúrgico que la Iglesia siempre ha respetado.

g) Un texto es tanto más antiguo cuanto se presenta con menos simetría y despojado de elementos doctrinales. Las fórmulas primitivas, en general, son demasiado simples y sin ningún carácter retórico teológico. Véanse, por ejemplo, las plegarias de la Didaché y la Anáfora de San Hipólito.

h) Los elementos litúrgicos más recientes, y por lo mismo más vivos, tienden a suplantar o abreviar a los más antiguos. Así, por ejemplo, sucede en las lecturas de la misa, en las fórmulas de los prefacios, en el rito del ofertorio, que eliminó la antigua gran plegaria intercesoria.

i) La liturgia es, por su naturaleza, eminentemente latréutica; por esto el culto de latría, dirigido a Dios, Creador y Señor del universo, debe prevalecer sobre el culto de dulía. *** En otros términos, el ciclo litúrgico santoral ya subordinado al de tiempo y al ferial.

k) Los numerosos y diferentes ritos litúrgicos, si bien expresados en diversas formas, constituyen un conjunto unitario y orgánico, cuyas partes, coordinadas entre sí, convergen hacia el sacrificio, del que toman toda la razón de su vida y su eficacia.

1) La salmodia davídica y la lectura de los libros santos como están dispuestas, en estructuras y sistemas diversos, constituyen un elemento fundamental de la plegaria litúrgica.

m) En el campo litúrgico-musical, cuando las partes del canto que pertenecen al género simple (silábico) se hallan revestidas de una melodía sobria y fácil, deben considerarse en general como antiguas. Sin embargo, las que pertenecen al género adornado (melismático), cuanto más ricas sean, tanto menos antiguas deben considerarse. Este principio tiene una aplicación clara en los repertorios,ambrosiano y gregoriano.

De cuanto se ha dicho puede deducirse fácilmente qué estudio tan amplio y profundo se necesita para conseguir la suprema finalidad de la ciencia litúrgica, para poder trazar un cuadro, completo y seguro en lo posible, del desarrollo de la liturgia cristiana a través de los siglos.

 

Los Alegoristas Medievales.

Los criterios científicos en los que hoy día quiere inspirarse el tratado de la liturgia no se han seguido siempre en los siglos pasados. La Edad Media, que había conseguido el conocimiento histórico del origen de muchos ritos utilizando un método que encontró sus precedentes en los primeros tiempos de la Iglesia, no se contentó con interpretar alegóricamente los libros santos, sino que estudió también la liturgia a la luz del simbolismo y de la interpretación místico-alegórica. Quizá en esto los occidentales fueron influidos por el Oriente, donde los sistemas de mística litúrgica se habían difundido desde principios del siglo VI con los escritos del Pseudo-Dionisio, y después, del patriarca Sofronio de Jerusalén (+ 638) y de San Máximo Confesor (+ 662).

Entendemos por "misticismo litúrgico" una interpretación simbólica o alegórica, extraña a la institución, que se da arbitrariamente a un objeto o a un rito en orden a la edificación de los fieles.

La búsqueda de estos significados místicos, no muy raros en las obras de los Santos Padres, fue objeto de un estudio sistemático por la mayor parte de los liturgistas medievales, que lo extremaron muchas veces de modo inverosímil, atribuyendo a las cosas aun más insignificantes un simbolismo que a nosotros los modernos nos parece absurdo y extravagante, pero que era algo muy natural a los hombres del Medievo, los cuales en cualquier cosa entreveían un pensamiento divino y para quienes la ciencia consistía no tanto en el estudio de las cosas por sí mismas cuanto en la penetración de las enseñanzas que para nosotros había puesto Dios en ellas.

Fue Amalarlo de Tréveris (+ 850) quien inauguró en Occidente el sistema simbólico-alegórico. Para él, toda acción de la misa recuerda un hecho del pasado, simboliza una esperanza del porvenir, encierra misteriosas relaciones con la vida y la pasión de Cristo. A pesar de las oposiciones de Floro, su método hizo escuela.

Partiendo después del hecho de que la misa es la renovación del sacrificio de la cruz, los místicos medievales han visto otras tantas alusiones a los episodios de la pasión y muerte de Nuestro Señor. Así, para Ruperto de Deutz los cantos graves del ofertorio son los gemidos que dio Jesús en el huerto; el Sanctus significa el canto triunfal con que fue acogido en Jerusalén; el silencio cuando se comienza el canon recuerda el comienzo de la agonía dolorosa en la cruz. El sacerdote, observa el Micrólogo, tiene durante esta parte de la misa los brazos extendidos para rememorar al Redentor crucificado; las cinco plegarias del canon con la terminación per Christum. Dominum significan las cinco llagas del Señor. Las palabras Nobis queque, pronunciadas en alta voz, recuerdan la confesión del buen ladrón. Las tres partes del Pater noster (introducción, oración, simbolismo), los tres días pasados en el sepulcro, y las sardas mujeres que fueron con Jesucristo se hallan figuradas por los ministros que llevan la patena. El Pax Domini es el saludo de Jesucristo resucitado a los apóstoles, y el Agnus Dei recuerda su ascensión al cielo. Las colectas finales son símbolos de la intercesión que Jesús presenta por nosotros al Padre celestial.

Hemos notado, sin embargo, cómo el método alegórico, aun cuando estaba en su máximo esplendor, encontró hombres positivos que se opusieron abiertamente o se esforzaron para contenerlo en unos límites discretos. El primero de ellos fue el diácono Floro de Lyón, que denunció en el año 835, en el sínodo de Thionville, los abusos de] simbolismo de Amalario.

Tampoco debe olvidarse, por otra parte, que los alegoristas medievales supieron escribir bellas páginas, en las que recogieron felizmente el significado místico de las cosas litúrgicas, significado propio y desarrollado con sobriedad, eficacia y profundo sentido cristiano. La Iglesia ha rendido homenaje a su piedad, resaltando muchos de sus sentimientos y poniéndolos por medio de fórmulas litúrgicas en boca de sus sacerdotes. Bajo este aspecto son muy interesantes las amonestaciones que dirige el obispo a los ordenados al entregarles las insignias propias de su grado y las breves fórmulas de plegaria que sugieren el misal y el pontifical a los sacerdotes y a los obispos en el momento de vestir los ornamentos litúrgicos.

 

El Simbolismo Sacramental.

Los primeros y más importantes ritos simbólicos, los de los sacramentos, provienen de Jesús y de los apóstoles. Jesús, siguiendo las tradiciones litúrgicas de la ley mosaica y las necesidades instintivas de la naturaleza humana, quiso vincular la comunicación interior de su gracia humana a signos sensibles, que vinieron a ser, a la vez, sus símbolos reales y eficaces.

El agua, que en el bautismo lava totalmente el cuerpo del neófito, debía designar en la mente de Jesús la limpieza completa del alma, de la culpa y su renacimiento espiritual. El símbolo no era ciertamente nuevo. Es conocido cómo las abluciones paganas y judías tenían un significado análogo y un fin semejante. Con todo esto, Jesús quiso retener aquel símbolo tan expresivo imprimiéndole la impronta de un carácter netamente cristiano. Más tarde hará resaltar San Pablo esta íntima originalidad del bautismo cristiano señalando en el rito litúrgico de la inmersión y de la emersión el símbolo de la muerte y de la resurrección de Jesús, en correspondencia con la renovación interior del hombre, regenerado del pecado a la gracia.

En la Eucaristía se puede decir que existe un simbolismo todavía más profundo. El pan y el vino fueron designados por Cristo no solamente como símbolo eficaz de un ejemplo espiritual interior, como en el bautismo; son además un símbolo que contiene realmente lo que simbolizan, es decir, el cuerpo y su sangre, sacrificados sobre la cruz. Ego sum pañis vivus qui de cáelo descendit... Caro enzm mea oere est cibus, et sanguis meus veré est potus. También aquí profundizó San Pablo admirablemente en el simbolismo de la Eucaristía, mostrando en el pan, que es el cuerpo del Señor, el símbolo de la unidad de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo: Quoniam unus pañis, unum corpus multimus, omnes qui de uno pane participamus. La Eucaristía por lo tanto, el símbolo de la unión entre los fieles y de los fieles con Jesucristo. En este mismo símbolo se inspiraba más tarde la Iglesia romana cuando el papa mandaba el sagrado fermentum, es decir, el pan eucarístico por él consagrado, a los sacerdotes de los títulos y de Roma ausentes eventúalmente de su misa, como expresión del vínculo de unión que los unía a él.

 

Otro rito simbólico, común en la Iglesia primitiva a tres sacramentos, la confirmación, el orden y la penitencia, es la imposición de las manos. No es un símbolo específicamente cristiano, porque se encuentra no sólo en el Antiguo Testamento, sino también en el ritual pagano, para expresar la transmisión de una virtud superior. Los apóstoles, que muchas veces habían visto a Nuestro Señor imponer las manos para bendecir y curar a los enfermos, lo adoptaron como signo esencial de la comunicación de los poderes sacerdotales y de la transmisión del Espíritu Santo y el perdón de los pecados.

Además, sobre el concepto de la Iglesia Cuerpo místico de Cristo, San Pablo fundó el simbolismo del matrimonio cristiano, viva imagen de la unión misteriosa entre Cristo y su Iglesia. Como en el matrimonio el hombre caput est mulieres, así Cristo caput est Ecclesíae. La mujer debe estar sujeta al marido, como la Iglesia lo está a Cristo. A su vez, el marido debe amar y nutrir a su esposa, como Cristo ha amado a su Iglesia y se ha sacrificado por ella. La unión de los dos esposos debe ser tan estrecha, que forme un solo cuerpo: erunt dúo in carne una; ésta es, concluye el Apóstol, la unión entre Cristo y la Iglesia: sacramentum hoc magnum est, ego autem dico in Christo et in Ecclesia.

 

Los Principales Símbolos Litúrgicos.

Ateniéndose a este espíritu del Salvador y a la tradición apostólica, la Iglesia, al disponer y precisar las formas del culto cristiano, no pierde jamás de vista las preocupaciones simbólicas, por medio de las cuales, como se expresa en una sublime frase litúrgica, el pueblo es conducido fácilmente al conocimiento y al amor de las cosas celestiales: Ut dum visibiliter Deum cognoscimus, per hunc in invisibvium amorem rapiamur. Con esta intención, la Iglesia ha establecido para los fieles determinados gestos corporales que deben ejecutarse en los actos del culto (gesti symbolici), ha escogido elementos particulares como materia en el uso litúrgico y ha querido poner en muchos de sus ritos ceremonias que están evidentemente inspiradas en un claro simbolismo.

 

a) Los gestos simbólicos.

Entre los gestos litúrgicos mencionaremos los más importantes por su original simbolismo:

a) La plegaria con las manos extendidas, propia especialmente de las asambleas litúrgicas primitivas y todavía en vigor en los pueblos septentrionales, viva expresión de la tendencia del alma hacia Dios.

b) La plegaria de pie, impuesta por la Iglesia antigua durante el tiempo pascual. La posición erguida de todo el cuerpo simboliza claramente el misterio de la pasión y resurrección de Jesucristo.

c) La plegaria con dirección hacia el oriente, para significar que así como del oriente nos viene la luz del día, así también viene y vendrá Cristo, el Sol de justicia.

d) Los golpes de pecho, símbolo de la contrición del corazón.

e) La señal de la cruz, símbolo de la redención conseguida por la sangre de Jesucristo. Es un gesto netamente cristiano. Hecho por el fiel sobre sí mismo, tiene el valor de un homenaje de adoración a la virtud divina de la cruz; hecho por el sacerdote sobre las personas y las cosas, es símbolo de la virtud sobrenatural que se transmite sobre ellos en virtud de los méritos del sacrificio del hombre-Dios.

f) Las insuflaciones usadas en el bautismo y la inhalación que se lleva a cabo durante la consagración de los óleos y en la bendición de las fuentes. El soplo en el bautismo simboliza la huida del demonio del alma, y el alentar sobre el agua y sobre el crisma significa la comunicación de la virtud santificadora a estos elementos hecha por el ministro sagrado.

g) La palmada que da el obispo en la confirmación es símbolo de la libertad concedida por Cristo al confirmado, o bien, según otros, de aquella vigilancia espiritual por la cual el buen soldado de Cristo debe estar en guardia contra sus enemigos.

h) La insalivación que se hacía a los catecúmenos en el escrutinio.Un sacerdote, mojando el dedo con saliva, tocaba sus labios y sus oídos para significar que debían estar abiertos en adelante a las alabanzas y a la voz de Cristo.

 

b) Los elementos simbólicos.

Un simbolismo no menos expresivo encierran los elementos que la Iglesia emplea más comúnmente en su liturgia. He aquí los principales:

a) Las luces. En toda religión y en todo tiempo se consideró la luz como un distintivo de honor hacia la divinidad o el personaje al que se le encendía. La luz, en efecto, observa Desloge, es como una representación de la gloria celestial y el reflejo del esplendor de Dios, mientras que las tinieblas oscurecen la habitación de los espíritus malvados. La Iglesia, por lo tanto, utilizó la luz desde los tiempos apostólicos para iluminar esplendorosamente el lugar de la sinaxis, y aun hoy día exige que esté delante del Santísimo Sacramento: lampados coram eo piares vel saltem una, die noctuque Colluceant, y que se enciendan algunas luces más en diversos Jugares de la iglesia. En señal de honor, el papa viene precedido de siete ceroferarios en la celebración pontifical de la misa. Por el mismo motivo, el obispo y el celebrante en las funciones solemnes van acompañados de dos acólitos con candelas encendidas. Las luces son símbolo de alegría. San Jerónimo defiende, contra el hereje Vigilando, la costumbre de las iglesias, del Oriente de cantar el evangelio en medio de luces: Non utique ad fugandas tenebras, sed ad signum laetitiae demonstrandum. Por el contrario, la Iglesia no sabe expresar mejor su propia tristeza que con la extinción de la luz. Se apagan las luces en el triduo de la Semana Santa en la muerte del Salvador, en la reconciliación de los penitentes, el Jueves Santo, se presentan éstos al obispo con los pies desnudos y con una candela apagada; en el acto solemne de fulminar la excomunión mayor, el obispo y los doce sacerdotes que lo rodean lanzan a tierra las candelas encendidas que tienen en la mano.

b) El agua. La naturaleza de este elemento indica en seguida su significado simbólico. Como el agua sirve para lavar el cuerpo, así, debidamente santificada, es apta para purificar las almas. La Iglesia lo atestigua en la bendición del agua bautismal el Sábado Santo: Tu has simplices aquas tuo ore benedicito: ut praeter naturalem emundationem, quam lavandis possunt adhibere c&rporibus, sint etiam purificaríais mentibus efficaces. Este simbolismo se encuentra también en las más importantes bendiciones del ritual y del pontifical, en los cuales la ceremonia de la aspersión del agua bendita, que abre o cierra el rito, se halla casi siempre acompañada del versículo Asperges me hyssopo et mundabor; lavabis me et super nivem dealbabor.

c) El incienso. Todas las religiones lo han usado en las ceremonias del culto como símbolo de honores divinos dirigidos a sus dioses. La Iglesia también, aunque mucho más tarde, admitió el uso del incienso en la liturgia como testimonio de homenaje a la majestad suprema de Dios. Se dice, en efecto, en la fórmula de bendición: Ab tilo benedicaris in cuius honorem cremaberis. En el perfumado humo del incienso que se eleva al cielo, la Iglesia ve con el salmista un símbolo de la plegaria Dirigatur, Domine, oratio mea sicut incensum in conspectu tuo, y San Juan describe en el Apocalipsis la escena de los veinticuatro ancianos que tenían en la mano una cítara y phialas áureas plenas odoramentorum, quae sunt orationes sanctorum. El incienso es todavía en el uso litúrgico una señal de honor hacia las cosas y personas sagradas. Se inciensa la mesa de altar,, que es símbolo de Cristo y contiene las reliquias de los mártires, sobre las cuales se ofrecerá el sacrificio; se inciensa la oblata, que pronto se convertirá en el cuerpo y sangre de Jesucristo, así como a los ministros sagrados, sus representantes, en el ejercicio de sus funciones. Por un motivo semejante de honor hacia el cortejo sagrado, está prescrito que en las procesiones vaya un turiferario delante de todos con el incensario que humea.

d) El aceite. Las diversas prerrogativas que posee en el orden natural este precioso producto de la creación han sugerido a la Iglesia su uso litúrgico, con múltiples significados simbólicos. Puede decirse en general que las funciones del aceite consagrado se hallan comúnmente expresadas en los textos litúrgicos como símbolo de fortaleza espiritual y, sobre todo, de efusión abundante de los dones de Dios. A un efecto de vigorizacíón espiritual se alude en el exorcismo recitado por el obispo antes de consagrarlo: Ut possit effici unctio spiritualis ad corroborandum templum Dei viví, ut in eo possit Spiritus Sanctus habitare. A la efusión de la gracia celestial, simbolizada por el aceite, se alude repetidas veces en las fórmulas de consagración del crisma, en los diversos ritos consagratorios que contiene el pontifical y especialmente en el de la consagración de los obispos. La plegaria que acompaña a la unción del crisma hecha sobre la cabeza del elegido muestra claramente que la unción de la cabeza es figura de la unción de todo el cuerpo, y es símbolo de la efusión copiosa de los dones de Dios en el alma del nuevo consagrado.

Debemos también añadir que algunas veces la unción litúrgica equivale a un exorcismo. La unguentatio (aceite mezclado con bálsamo = crisma) la usaban los romanos en las imágenes y las cosas para liberarlas de influencias nocivas. Este es precisamente el significado de las unciones en el bautismo, en la dedicación de las iglesias y en la unción a que se sometían ciertas imágenes; por ejemplo, la Acheropita, conservada en el sancta sanctorum lateranense.

Resumiendo, podemos decir que en el lenguaje litúrgico las luces son símbolo de alegría, el agua, de purificación; el incienso, de adoración; el óleo, de efusión espiritual; la ceniza, de penitencia.

 

c) Las ceremonias simbólicas.

Tampoco faltan en el patrimonio litúrgico cristiano las ceremonias que encuentran su razón de ser solamente en una significación simbólica original. Recordemos algunas de las más características:

 

a) La bebida de la leche y de la miel, que desde el siglo II hasta todo el siglo VI se acostumbró a dar a los neófitos inmediatamente después del bautismo. Así como en la infancia natural la miel y la leche son los primeros alimentos que se dan al niño, del mismo modo la Iglesia daba a sus nuevos hijos en la infancia espiritual miel, símbolo de la suavidad del Evangelio, y leche, símbolo de la inocencia de la vida.

b) El vestido blanco del bautismo que vestían los neófitos durante toda la octava de la Pascua. Era un elocuente símbolo de la renovación interior del hombre, el hombre nuevo de San Pablo, y también de un modo especial de la gracia, que borra el pecado del alma y le da el niveo esplendor de la inocencia. "Estos niños que veis revestidos con esta vestidura blanca — decía San Agustín — están purificados interiormente, porque el resplandor de su vestidura no es otra cosa que la imagen del resplandor de su alma."

c) La cruz decusada alfabética en el rito de la consagración de una iglesia. Según una genial hipótesis de De Rossi, esta singular ceremonia es una simbólica derivación de las costumbres de los agrimensores romanos, los cuales, para medir una determinada superficie, trazaban sobre ella dos líneas en forma de cruz en la dirección de los puntos cardinales, señalando sus extremidades con las letras del alfabeto. Una cosa semejante hace también el obispo en la consagración de las iglesias. Con la punta del báculo traza las letras del alfabeto griego y latino sobre un ligero estrato de ceniza dispuesto en forma de cruz en dos amplias líneas diagonales (crux decussata), que van de una extremidad a otra de la iglesia. Este rito quiere, por lo tanto, significar una simbólica toma de posesión que hace la Iglesia del lugar santo, y, como observa Duchesne, el alfabeto trazado en forma de cruz sobre el pavimento de la iglesia equivale a la impresión de un gran signum Christi (X) sobre el terreno que va a ser consagrado para el culto cristiano.

d) La mística de los números. Por ejemplo: el tres, símbolo de la Trinidad, que se emplea frecuentemente en el esquema ternario de muchas fórmulas y ceremonias; el ocho, símbolo de la resurrección de Cristo, que tuvo lugar el día octavo, y que explica la forma octogonal de los baptisterios, en los cuales el ser humano resucita para la vida divina.

Concluyendo: el simbolismo tiene una función real e importante en la liturgia, y es preciso tenerlo en cuenta para explicar no pocos ritos y para dar razón de ciertos textos litúrgicos y de algunos elementos aparentemente extraños. Sin embargo, no se deberán pasar por alto las fantásticas construcciones alegóricas de los místicos medievales si se quiere comprender una gran parte de las ficciones artísticas de aquella época, que bajo muchos aspectos se hallan expresadas a través de un complicado y refinado simbolismo.

 

Del uso del Simbolismo Místico.

Como fin práctico, creemos útil añadir algunas reglas sencillas para reconocer el sentido simbólico de las acciones y cosas litúrgicas y utilizarlas rectamente.

1.° La investigación del simbolismo de regla ordinaria debe estar subordinada a la del sentido histórico y literal, es decir, a la razón histórica que ha dado origen a una determinada ceremonia, haciéndola objeto de un detallado estudio científico. Sobre la base de una seria investigación positiva, será tanto más fácil, sobre todo en la enseñanza al pueblo, encontrar aquellos oportunos significados místicos que sirven para nutrir y fomentar su piedad.

2.° Al contrario, cuando un rito muestra claramente, ya desde su institución, una exclusiva razón simbólica, no se debe buscar a toda costa una causa natural. Esto, sin embargo, sucede más raramente, y se puede deducir con facilidad del mismo rito o de las fórmulas y ceremonias que la acompañan.

3.° La Iglesia no prohíbe que en las instrucciones al pueblo se fomente la piedad de los fieles con aplicaciones simbólico-alegóricas de los ritos litúrgicos. Adviértase, sin embargo, que el símbolo ha de ser proporcionado a la cosa simbolizada y tener una fundada analogía con ella que no sea demasiado lejana, o ridícula, o contraria de alguna manera el sentido histórico de la ceremonia. "¿Quién no ve, por ejemplo — observa Veneroni —, qué despropósito cometería quien, queriendo exponer en sentido alegórico el lavatorio de las manos que hace el sacerdote antes y durante la misa, dijera que tiene relación con el hecho de Pilatos cuando se lavó las manos antes de condenar a Jesucristo?" El sacerdote, entonces, representaría en la misa a Pilatos en vez de a Cristo. Este sentido, por lo tanto, que puede servir quizá para piadosa meditación a los fieles, debe exponerse con parsimonia y con criterio. El uso, por tanto, de los sentidos místicos en la explicación de la liturgia al pueblo, aun en aquellos ritos que no fueron propiamente instituidos por razones simbólicas, no es inútil o reprobable, como quieren los protestantes, sino muy ventajoso a los fieles, quienes de ordinario no entienden los textos litúrgicos. Hágase, sin embargo, un uso discreto y sabio, relacionado en los casos ordinarios con el sentido histórico y literal.

 

 

5. La Literatura Litúrgica.

Tiene la liturgia, como todas las ciencias, una literatura propia, que es preciso conocer, al menos sumariamente, antes de emprender su estudio.

Dedicamos por eso el presente capítulo a dar una rápida reseña de los principales escritores que desde el siglo I hasta nuestros días han tratado con alguna amplitud las disciplinas litúrgicas, sea indirectamente, data occasione, sea ex profeso y en una forma más o menos científica. Dividimos este tratado en seis períodos distintos:

 

1. Período patrístico. 2.° Renacimiento carolingio. 3.° Alegorismo medieval. 4.° El despertar de los estudios litúrgicos. 5.° Los grandes liturgistas. 6.° Los tiempos modernos.

 

El Período Patrístico.

Observaremos inmediatamente cómo la liturgia no sistemáticamente con rigor alguno de método antes del siglo IX, en tiempo de la famosa escuela carolingia. No obstante, los Padres y los escritores eclesiásticos de los primeros siglos, si exceptuamos algún tratado sobre la cuestión de la Pascua, que fue objeto, en el siglo II, de fuertes controversias, aluden frecuentemente a ritos y particularidades litúrgicas, pero de ordinario en términos poco precisos, sin hacer un examen metódico y razonado de los mismos.

Ocupa un primado de honor y de origen la Doctrina de los doce apóstoles una pequeña obra didascálica de finales del siglo I, que contiene (c. 7-9-14) preciosos informes sobre el bautismo, la Eucaristía y la sinaxis dominical. Sobre el orden y el ritual de esta última en Roma a mediados del siglo II tenemos una sucinta descripción, pero completa, en la primera apología dirigida a los emperadores Antonino Pío y Lucio Vero por San Justino Mártir (+ 165). Encuéntranse otros importantísimos elementos acerca de la misa romana con fórmulas preciosas, entre ellas la anáfora más antigua, en uso al principio del siglo III, en la Afiosiolicae traditio, del sacerdote y antipapa romano San Hipólito, muerto mártir en el 235. Abundantes y diversas referencias litúrgicas, especialmente acerca del bautismo, de la penitencia y de la oración, contienen los escritos de Tertuliano (+ 245) y de San Cipriano (+ 258).

Sobre los usos litúrgicos en vigor en el siglo IV, en Milán encontramos preciosas noticias en las obras de San Ambrosio (+ 397); son dignas de mención las conferencias que él daba a los neófitos, recogidas en el opúsculo De musteriis, del cual poseemos una amplificación en los seis libros De sacramentis importantes para la historia del canon romano, atribuidos antes a Nicetas de Remesiana (+ 414), pero ya hoy reivindicados definitivamente al gran obispo de Milán. San Agustín (+ 430), aparte de las numerosas e interesantes noticias litúrgicas esparcidas en sus obras, trató expresamente algunas cuestiones sobre la misa, el bautismo, el culto a los mártires, sobre las fiestas cristianas, en los escritos Sermones ad catechumenos," De catechizandis rudibus, De cura mortuorum, De symbolo ad catechumenos, Epistulae ad lanuarium. El De institutis coenobiorum y las Collationes, de Juan Casiano (+ 435), son fuentes de primer orden para la historia del oficio monástico en Oriente y en Occidente.

Para el conocimiento de los ritos litúrgicos orientales en el siglo IV nos proporcionan abundantes materiales: Eusebio, obispo de Cesárea (+ 340), el "Herodoto cristiano," en los diez libros de su Historia eclesiástica. San Efrén Siró (+ 373), el primer gran himno grafo cristiano; San Basilio Magno (+ 379), San Juan Crisóstomo (+ 407) y las primeras reglas monásticas; San Cirilo de Jerusalén (+ 386), en sus cinco Catequesis mistagógicas, dadas a los neófitos en la octava de la Pascua, desarrolló en forma concisa y eficaz la forma del bautismo, confirmación, Eucaristía (misa y comunión). Importantísima para la historia del oficio del año litúrgico en Jerusalén es la Peregrinatio ad loca sancta, escrita por la monja esencia Eteria hacia el año 416-18. Son también de gran interés litúrgico algunas colecciones canónicas seudo apostólicas, escritas entre los siglos III y V, pero con materiales en gran parte más antiguos. Recordaremos entre las más principales: a) la Didascalia de los apóstoles, colección anónima de preceptos morales, disciplinares y litúrgicos, compuesta por un obispo en Siria en la primera mitad del siglo III; b) la Constitución apostólica, reminiscencia, en parte, de la obra anterior y de la Didaché, pero más rica (libro octavo) en elementos litúrgicos (ritos y fórmulas, compilados en la región de Antioquía alrededor del año 380 bajo el seudónimo del Papa Clemente, de donde nace el apelativo que se les ha dado muchas veces a estos escritos de clementinas; c) el llamado Testamentum Domini Nostri lesu Christi, descubierto en siríaco en el año 1899 por monseñor Rahmani, es una ampliación de los anteriores; d) los Canones Hippolyti, que contienen los ritos y las fórmulas para las ordenaciones e importantes normas sobre los catecúmenos, el bautismo, la Pascua, etc. Con relación a la misa, no podemos olvidar el Eucologio, de Serapión de Thmuis (+ 362), con su importantísima anáfora y la otra anáfora eucarística fragmentaria del papiro de Crum. De una época algo posterior son las homilías de Narsai sobre la liturgia de las iglesias siro — caldaicas, y de finales del siglo V las llamadas De ecclesiastica Hierarchia, una especie de tratado de liturgia mística y simbólica, cuyo autor se hace pasar por Dionisio, el convertido por San Pablo en el areópago de Atenas.

En el siglo V comienzan a despuntar las primeras tentativas de codificación litúrgica. Musaeus, sacerdote de Marsella (c. 458), compiló, según nos refiere Genadio una colección de diversas fórmulas para la misa. También un cierto Voconio parece que hizo algo semejante en África. Una serie de oraciones latinas sobre el misterio de la encarnación, conocidas con el nombre de Rotoldo de Rávena, se atribuyeron a San Pedro Crisólogo (c. 450). En esta época la diferenciación litúrgica, que venía elaborándose desde hace algún tiempo en Occidente y que la encontramos antes comenzada, si bien en confuso, en la famosa carta del papa Inocencio I (+ 417) a Decencio, obispo de Gubbio, se desarrolla netamente con rito y fórmulas cada vez más precisas y definitivas.

La Iglesia romana se halla representada por los tres sacramentarios leoniano, gelasiano y gregoriano, llamados así por los nombres de los papas a quienes son atribuidos, aunque sea difícil, en el estado en que nos han llegado, distinguir las partes auténticas de las adiciones posteriores. También la Regula monasteriorum compuesta por San Benito en el año 526, se puede considerar como un eco de las tradiciones litúrgicas de Roma en los capítulos que se refieren a la ordenación del oficio divino. El rito seguido por las iglesias de la alta Italia y de las Galias, llamado por esto galicano, se encuentra minuciosamente descrito e ilustrado en dos cartas atribuidas falsamente a San Germán de París (+ 576), pero que son del último cuarto del siglo VII.

De la liturgia propia de las iglesias españolas (mozárabe) tenemos noticias por los libros De ecclesiasticis officiis, de San Isidoro de Sevilla (+ 636), el primer sabio de la enciclopedia litúrgica, y en un leccionario que estaba en uso en la iglesia de Toledo, editado por Morin. El Libellus orationum, publicado por Tomas-Bianchini, así como él Líber ordinum (Pontif. y Rit.) y el Líber sacramentorum, mozárabe, editado por Ferotin, pertenecen a una época algo posterior. Un documental de las particularidades litúrgicas existentes en las iglesias de Irlanda (celtas) y el llamado antifonario de Bangor, compuesto el 680-691, actualmente en la Biblioteca Ambrosiana. Otro libro no menos importante para la liturgia celta, el Misal de Stove, contiene partes muy antiguas, pero su redacción no puede remontarse a un tiempo anterior al siglo IX.

No debemos terminar este período sin recordar el llamado Líber pontificalis, un libro de capital importancia bajo muchos aspectos, pero sobre todo por el de la historia litúrgica. Es una colección de noticias bibliográficas de los papas hasta después del siglo IX. Las de los más antiguos hasta el papa Silvestre I son muy breves; se indica el nombre, la duración del pontificado, las ordenaciones y algún hecho saliente de su vida. La de los papas de después, de la paz de la Iglesia, oon más abundantes, y para los papas de los siglos VII y VIII se hacen unas largas biografías. El libro contiene diversos escritos de varios autores. Duchesne, que lo ha publicado y comentado, ha demostrado que la primera parte de esta obra y la más importante, que comprende las biografías de los papas hasta el papa Símaco (+ 514), es obra de un autor romano desconocido, que la recopiló durante el pontificado de Hormisdas (514-523). En cuanto al valor histórico de sus referencias es preciso distinguir entre aquellas que él pudo tomar de fuentes probables en el archivo de Roma, estimables, por lo tanto, especialmente si se trata de los papas de después de la paz. Sin embargo, las más antiguas, dando algún valor a las eventuales tradiciones por él recogidas, se hallan tomadas ampliamente a beneficio de inventario, cuando no resultan del todo infundadas.