GLORIA A DIOS EN LOS CIELOS

1. «La gloria de Dios, que el hombre viva» 

Hemos de agradecer a San Ireneo esta feliz expresión teológica que  nos ayuda a entender el misterio de la Encarnación y la Navidad. Nos  pintaban la gloria de Dios como una realidad espléndida en la que  Dios se envolvía (cf. Ez 19, 9. 24), como la santidad y trascendencia  que separa a Dios de todas las criaturas (cf. Ez 24,16; 40, 34; 1 Re  8,10-1 1 ; Is 6). Nos pintaban la gloria de Dios como algo que nos  asombraba, nos alejaba, nos castigaba. La gloria de Dios es brillante  luz, majestad inaccesible, rostro temible, fuego devorador.

Ahora sabemos que la gloria de Dios es algo muy distinto, casi todo  lo contrario. La gloria de Dios es algo que nos alegra, nos acerca y  nos pacifica. La gloria de Dios es el resplandor que brota de su gran  corazón. La gloria de Dios, o el nombre de Dios, esa realidad última e  íntima que Moisés quería conocer (cf. Ex 33, 18-19; 34, 6), no es otra  cosa que el amor de Dios.

De este amor divino nace el hombre. Dios quiere al hombre. Dios se  goza con sus hijos los hombres. A Dios le alegra y le glorifica la vida  de los hombres. El amor de Dios es creativo y crea a los hombres  para que los hombres crezcan y lleguen a su plenitud. En esto  consiste el amor, en que el objeto amado sea lo más perfecto que  pueda llegar a ser. La gloria de Dios aumenta en la medida en que  sus hijos crecen. La gloria de Dios se manifiesta dando vida y  esplendor a sus criaturas.

Por eso, «la gloria de Dios es que el hombre viva». Crece la gloria  de Dios en la medida en que crece la vida del hombre. Como crece la  gloria de los padres en la medida que crece la gloria y la dignidad de  sus hijos. Como crece la gloria del artista en la medida en que crece  la estima y el reconocimiento de sus obras. ¿Cómo podríamos pensar  que Dios y el hombre son rivales y celosos entre sí? Dios y el hombre  no se restan, sino que se suman y se complementan, por así decir. La  gloria de Dios dignifica al hombre, y la gloria del hombre engrandece  la gloria de Dios.

Dios quiere que el hombre viva. Dios no quiere que el hombre  muera. La muerte de los hombres es como una mancha en su manto  glorioso, como una espina en su sensible corazón. No aguanta Dios  que sus hijos mueran -¡tanta muerte!-, porque El es Amor, porque El  es Vida.

-El agua viva 

Aquí encontramos la razón última de su venida a nosotros, de su  Encarnación y su Navidad. Venía Dios para que el hombre viviera.  «Yo soy la vida», diría. «Yo he venido para que tengan vida y la  tengan en abundancia». «Yo soy el pan de la vida». Yo soy el agua  viva. Si alguien bebe de mí, «de su seno correrán ríos de agua viva».  «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera,  vivirá». (Cf. todo el evangelio de San Juan).

La razón última de este misterio de vida es el gran amor de Dios,  que brilla con gloria admirable. «Porque tanto amó Dios al mundo que  entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca,  sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al  mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por  él» (Jn 3,16-17).

La verdad es que, después de escuchar estos versículos, no cabe  otra reacción que prorrumpir en: «Gloria, gloria, gloria...», y cantarlo,  y quedarse ahí balbuciendo el agradecimiento y el amor.

Jesús nace para que nos alegremos, para que nos abramos a la  esperanza, para que nos sintamos amados, para que vivamos. Jesús  no ha nacido para que suframos, para que nos mortifiquemos, para  que tengamos miedo. Jesús no viene en primer término para juzgar,  para condenar, para legislar. Jesús viene para curar, para iluminar,  para levantar, para liberar, para perdonar, para salvar, que eso es lo  que significa su nombre. Jesús es el Dios que salva, que ama y que  da vida. Esta será su misión constante. Una misión no siempre  comprendida, porque la vida no todos la entienden de la misma  manera. Esto a la postre le llevará a entregar su vida para que todos  vivan. «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus  amigos» (Jn 15,13). Ahí, en la muerte de Jesús, la muerte de la Vida,  muerto de amor, es donde más se manifestó la gloria de Dios, porque  fue el acto supremo del amor, entregado para que los hijos vivan, el  gesto supremo de vivificación (cf. Jn 12, 23. 28- 32). Es como la  madre, que en gesto supremo de amor sacrifica su vida para que el  hijo pueda nacer; o tuviera que dar su sangre para que el hijo pudiera  resurgir; ésa sería la mayor gloria de la madre.

-Alabanza de su gloria 

La vida que Dios quiere no es sólo la vida de los sentidos -vida en  cantidad-, sino la vida del alma -vida en calidad-, que el hombre viva  en plenitud, en dignidad. Se empieza por la vida natural, porque Jesús  también curaba a los enfermos, y alimentaba a los hambrientos, y  resucitaba los muertos. Pero se sigue con la vida superior, la del  perdón, la de la amistad, la de la alegría compartida, la de la libertad  profunda, la del amor total. Una vida que sea participación de la  misma vida de Dios.

Una consecuencia comprometida. Se deduce que, si tú quieres  procurar la gloria de Dios y ser «alabanza de su gloria» (/Ef/01/12), la  mejor manera no es dedicarte a cantar todo el día himnos y alabanzas  a Dios, sino dedicarte a dar vida a los hombres, esforzarte porque los  hombres vivan más y mejor, luchar para que todo hombre pueda vivir  con dignidad y justicia, en amor y gracia. Si extiendes tu mano para  levantar al caído o curar al enfermo, si te enfrentas a la injusticia que  degrada y destruye a los hombres, si rescatas al esclavo de sus vicios  y sus drogas de muerte, si sabes dar a alguien razones para vivir, si  contagias tu fe y alientas la esperanza de muchos, si amas  desinteresadamente y tu amor crea amor, estás dando gloria a Dios,  estás siendo alabanza de su gloria.

Por eso, cuando los ángeles cantaban: «Gloria a Dios y paz a los  hombres», venían a decir una sola cosa, porque la gloria de Dios es  que el hombre tenga paz. Y la Paz -shalom- es todo ese conjunto de  valores que llamamos vida en plenitud. Gloria y paz, amor y vida,  Navidad.

2. «La vida del hombre: ver a Dios» 

Nos explica ahora San Ireneo en qué consiste la vida del hombre.  La vida del hombre, dice, consiste en ver a Dios. No está en comer  mucho, en tener muchos hijos, el disfrutar de muchas riquezas, el  darse muchos placeres, el alcanzar larga vida. Está en la visión de  Dios.

Podría parecer que se nos ofrece un ideal de vida muy aburrido.  Estar todo el tiempo dedicado a ver a Dios, por muy divertido y  apasionante que sea, resulta algo distante, pasivo, poco participativo.  No hay quien aguante la visión de un espectáculo que dure varios  días seguidos; no podemos permanecer demasiadas horas ante la  televisión, por muy celestial que sea.

Ver a Dios debe significar algo más hermoso y más profundo. Ver  no es simplemente contemplar, sino comprender y participar. Ver a  Dios es entrar dentro de su misterio, de su dinamismo vital. Es ver, no  tanto con los ojos del cuerpo, sino con los del corazón. Ver a Dios es  una especie de comunión con Dios -en la Edad Media se generalizó la  costumbre de la comunión visual- un acercarse a Dios, un entender a  Dios, un asimilar a Dios. Esa es también la bienaventuranza que  promete Jesús a los limpios de corazón.(/Mt/05/08)

Se venía diciendo que a Dios nadie le podía ver. «A Dios nadie le  ha visto jamás» (Jn 1, 18). Era tal su trascendencia, que la distancia  resultaba insalvable. Incluso ciertas filosofías religiosas pensaban que  si Dios se acercara a lo material se «mancharía». Por eso, enviaba a  sus ángeles e intermediarios, o se envolvía en nube protectora. En  cuanto al hombre, si algún día llegara a ver a Dios, se quemaría. Nadie puede ver a Dios y quedar con vida. «Pero mi rostro no  podrás verlo, porque no puede verme el hombre y seguir viviendo»  (Ex 33, 20). Tal es el abismo entre la gloria y santidad de Dios y la  fragilidad e indignidad humanas. Por eso, sus amigos, como Moisés y  Elías, e incluso los serafines, se tapan la cara para poder ver una  chispita de Dios. Por eso, Jacob no saldrá de su asombro al  comprobar que ha visto a Dios y sigue vivo (cf. Gn 32, 31).

La trascendencia divina, poco a poco, se fue superando. Dios se  iba dejando ver, pero fragmentaria y tardíamente. Los que llegaban a  ver algo de Dios quedaban transformados. Es el caso paradigmático  de Moisés, que después de ver a Dios resplandecía él mismo, su  rostro reflejaba la gloria de Dios (cf. Ex 34, 29-33; 2 Cor 3, 7).  Todavía era algo «pasajero», pero prueba lo que venimos diciendo,  que la visión de Dios contagia de su gloria.

-Ver en plenitud 

Es ahora, en la Navidad, cuando Dios salva definitivamente la  trascendencia y se deja ver en plenitud. Ahora es cuando «ha hecho  brillar la luz en nuestros corazones para irradiar el conocimiento de la  gloria de Dios que se manifiesta en el rostro de Cristo» (2 Cor 4, 6).  Toda la gloria de Dios en el rostro de Cristo, toda la gloria de Dios en  los ojos del niño, y ya tú lo puedes ver, y no sólo no morirás sino que  tendrás más vida.

La Navidad supone un verdadero cambio teológico. Antes nadie  podía ver a Dios; ahora, «el Hijo único, que está en el seno del Padre,  nos lo enseña todo» (Jn 1, 18), porque él es «la imagen de Dios  invisible» (Col 1,15), porque él es el vídeo del Padre. «El que me ha  visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9). Antes, ver a Dios quitaba la  vida; ahora, ver a Dios llena la vida. La vida del hombre es ver a Dios,  conocer a Dios, participar de Dios. «Esta es la vida eterna: que te  conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn  17, 3).

Cantemos victoria. Dios se ha dejado ver en Jesucristo. Dios se  deja ver, se deja tocar, se deja besar, se deja comer. Dios se deja ver  por fuera y por dentro, hasta en sus más íntimas entrañas. No dejes  de clavar tus ojos en este niño, sigue sus pasos, aprende bien sus  gestos. Míralo tanto, que te lo aprendas de memoria. Míralo tan  fijamente, que se te grabe bien su imagen: «Los ojos deseados que  tengo en mis entrañas dibujados». Míralo tan amorosamente, que  termines compenetrándote con él.

En el Misterio de Dios 

Poco a poco, iremos contemplando toda esta imagen viva de Dios,  que es Cristo. El niño de Belén ya nos empieza a enseñar muchas  cosas. Una, desde luego, tenemos que aprenderla bien, que se nos  grabe bien, hasta entrañarla. Es que Dios es ternura y misericordia,  que Dios es bondad y gracia, que Dios es paz y alegría, que sabe  sonreír y hacer pucheros, que siente como nosotros, que hasta se  deja ayudar. «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre»  (Tit 3, 4). «Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para  todos los hombres» (Tit 2, 11).

Vemos así que la gloria de Dios no es otra cosa que su amor. Por lo  tanto, si ves la gloria de Dios, si llegas a ver a Dios, tienes que  llenarte de su amor. Lo dice expresamente San Juan: «A Dios nadie le  ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en  nosotros» (1 Jn 4, 12). Es decir, que todo el que ha visto a Dios ama,  y todo el que ama ha visto a Dios. Es amando como entramos en el  misterio de Dios y como participamos de Dios. Cuanto más mires a  este niño, más debes amar. Cada mirada, una nueva energía de  amor. Si la vida del hombre es ver a Dios, y si ver a Dios es participar  de su amor, la vida del hombre es amor. ¿Quieres vivir mucho? Ama  mucho. El amor es una vida que te llena de alegría, de fuerza, de  generosidad, de capacidad creativa, de libertad, de paz. Todos esos  valores, y tantos otros parecidos, son los que realmente constituyen  nuestra vida. Es algo que vale más que todas las otras cosas que en  la vida se apetecen tanto. El que ama es que está vivo. «El que no  ama está muerto» (1 Jn 3,14). El amor es la vida, porque «Dios es  amor» (1 Jn 4, 8).

-Amor desbordante 

Puede que la visión sea todavía imperfecta para ti. Y, cuanto más  imperfecto sea tu amor, más imperfecta será tu visión. Hemos de  reconocer que ahora todavía vemos como «en un espejo,  confusamente... que ahora conozco confusamente» (1 Cor 13,12),  pues «caminamos en la fe y no en la visión» (2 Cor 5, 7). Pero  nuestra esperanza es la visión eterna y definitiva. «Entonces veremos  cara a cara» (1 Cor 13, 12). ¿Y cuál será el resultado? Pues la  plenitud de la vida y el desbordarse de amor. «Aún no se ha  manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste,  seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2).  Ver a Dios es divinizarse. Seremos divinos, porque veremos  enteramente a Dios. Ahora, en Navidad, ya empezamos a verle un  poquito.

CARITAS
VEN...
ADVIENTO Y NAVIDAD 1993.Págs. 137-142