Doce días de navidad

La celebración de navidad se prolonga durante varios días. Al igual que pascua, esta gran solemnidad tiene una octava. Y no termina ahí todo: el período conocido como fiestas de navidad y de año nuevo es un tiempo privilegiado litúrgicamente, y continúa hasta la fiesta del bautismo del Señor, el domingo posterior a la epifanía.

La tradición popular en Inglaterra e Irlanda tiene su propia denominación para este tiempo santo. Era habitual hablar de los "doce días de navidad" y celebrarlos como tales. Se trataba de los doce días entre navidad y epifanía. En Irlanda se encendían las velas de navidad cada atardecer en las ventanas de los hogares, dando la bienvenida a los "santos caminantes". Se prolongaba el espíritu de gozo navideño. En la parroquia de Kilmore, Co. Wexford, todavía hoy un coro compuesto por seis hombres canta los villancicos tradicionales de Kilmore en la misa de cada día. El día duodécimo, la epifanía, se cantó el villancico Ahora para concluir nuestro gozo de navidad. Este "día duodécimo" marca la conclusión de las festividades de navidad.

Si tenemos en cuenta este fondo de la liturgia y de la tradición, de seguro que hay algo equivocado en nuestra manera de celebrar la navidad. En primer lugar, adelantamos la celebración misma de forma indebida. Los villancicos comienzan demasiado pronto en el tiempo de adviento. Las festividades comienzan bastante antes de navidad. Intentamos meter todo en uno o en dos días de celebración y tendemos a comer y a beber más de lo que sería bueno para nosotros. No dedicamos el tiempo necesario a los asuntos espirituales de la fiesta. Otras cosas y preocupaciones reclaman nuestra atención, y entonces nos dedicamos a hacer una serie de cosas, dejando a un lado la navidad.

La celebración de la natividad del Señor no puede quedar reducida a un solo día. Necesitamos tiempo para asimilar la fiesta, para "comprenderla", según la frase de Newman. Los días que van de navidad a epifanía forman un todo sin solución de continuidad. En este capítulo consideramos las diversas celebraciones que tienen lugar durante este lapso de tiempo. Dedicamos capítulos separados al día de la octava de navidad, a la solemnidad de la Madre del Señor y a la epifanía.

Los santos de navidad. Inmediatamente después de la navidad se celebran las fiestas de san Esteban, san Juan y los santos inocentes. Las dos primeras se celebraban en Oriente ya en el siglo IV, y en Occidente a partir del siglo v. En cuanto a la fiesta de los santos inocentes, el 28 de diciembre, parece ser de origen occidental.

Aparece por primera vez en el norte de Africa a finales del siglo v.

Estos santos representan un papel subordinado dentro de la octava de navidad. El punto de mira central de la celebración es Cristo en el misterio de su encarnación y manifestación. En la liturgia eucarística, el prefacio es uno de los tres propios de navidad. En la Liturgia de las horas, el oficio de vísperas es también el de navidad. De esta manera, cuando estos santos reciben nuestra veneración y reclaman nuestra atención, apuntan hacia Cristo. Los comentaristas medievales solían describir estos santos de navidad como "compañeros de Cristo" (comites Christi). Los consideraban como una corte de honor que acompaña a Cristo niño. Sin entrar a dilucidar si la explicación es correcta desde un punto de vista histórico, la idea resulta ciertamente muy atractiva.

Esos tres días de fiesta introducen la idea del martirio en la celebración de navidad. San Esteban fue el primer mártir, san Juan sufrió persecución y exilio a causa de Cristo y los niños asesinados por orden de Herodes confesaron a Cristo no con palabras, sino con su propia sangre.

Esta idea de martirio introduce una nota de realismo, ligeramente áspera, en nuestras festividades navideñas. No se nos permite recrearnos durante demasiado tiempo ante la cuna, donde todo parece bañado en una efusión de paz y de luz. La fe cristiana incluye el seguimiento de Cristo. Las malas interpretaciones, la oposición, la persecución, incluso el martirio, son la herencia de aquellos que desean pertenecer a Cristo y dar testimonio de él. En el evangelio para el día de san Esteban (Mt 10,17-22), Jesús mismo nos advierte anticipadamente de esto: "Seréis llevados ante gobernadores y reyes por mi causa, para dar testimonio ante ellos y ante los paganos".

Mas para que nuestro martirio sea una réplica verdadera del martirio de Cristo, para que merezca el calificativo de martirio cristiano, tiene que estar motivado por el amor. Puede darse un martirio espurio, que es una forma de autoglorificación. Cristo es nuestro modelo. Colgado en la cruz, pidió al Padre que perdonara a sus verdugos porque no sabían lo que hacían. Con el mismo espíritu de amor y de perdón, Esteban gritó cuando era apedreado: "Señor, no les imputes este pecado".

San Juan, el discípulo amado, es el apóstol del amor. El amor de Dios a nosotros, patentizado en su Hijo, es el amor que debemos tener al Padre y a todos sus hijos: éste es el mensaje que Juan repite insistentemente. Y es apropiado que este día de fiesta caiga en este tiempo en el que la Iglesia contempla el misterio del amor divino revelado en la encarnación.

Podemos considerar, además, a san Juan como un gran maestro de la encarnación. Combina una profunda visión espiritual y mística con un valiente sentido de realismo. Más aún que los restantes evangelistas, insiste en la realidad de la naturaleza humana asumida por la Palabra eterna. La carne y la sangre de Cristo son reales; y continúan siéndolo después de la resurrección. Y este sentido de realismo se aplica a los sacramentos, en especial a la eucaristía. De esta manera, san Juan, mediante su fiesta, nos expone el significado más profundo de navidad.

La liturgia de esta fiesta insiste en la relación especial de Juan con el Señor. Una de las antifonal exclama: "Este es Juan, que en la cena se recostó sobre el pecho del Señor. Dichoso el apóstol a quien fueron revelados los misterios celestiales". Y un responsorio dice: "Bebió las aguas vivas del evangelio de la misma fuente del pecho sagrado del Señor". De este modo, la función de san Juan es la de guiarnos a una comprensión más profunda del misterio de Cristo: un conocimiento que es intuitivo, contemplativo, que encierra la exigencia de un compromiso amoroso con el Señor. La oración de la fiesta pide ese conocimiento:

Dios y Señor nuestro, que nos has revelado por medio del apóstol san Juan el misterio de tu Palabra hecha carne, concédenos, te rogamos, llegar a comprender y amar de corazón lo que tu apóstol nos dio a conocer.

La primera carta de san Juan. Sin duda fue una ocurrencia acertadísima la de introducir la primera de las cartas joaneas en el día del santo. De esa manera se presenta la carta en la misa como un mensaje personal del apóstol a nosotros en este tiempo sagrado. En realidad es así, aunque no se puede atribuir con toda certeza este escrito al apóstol Juan. En cualquier caso, transmite su mensaje y se encuentra muy próximo al evangelio de san Juan:

Lo que era desde el principio, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que han tocado nuestras manos acerca del Verbo de la vida, eso es nuestro tema. Así la vida se ha manifestado, la hemos visto, damos testimonio de ella y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos ha manifestado.

San Juan es un testigo ocular. Para él, la Palabra hecha carne es una realidad visible y palpable. Con todo, el testimonio que él ofrece no descansa sólo en la evidencia de los sentidos, sino, en mayor medida, en la fe. Sólo se puede conocer verdaderamente a Cristo por medio de la fe. Es significativo que el evangelio para su fiesta esté tomado de Jn 20,2-8, que relata el incidente de Pedro y Juan junto a la tumba en la mañana de pascua. Pedro entró primero, y luego el otro discípulo. Y de este último dice: "Vio y creyó". No se trataba precisamente de un caso de "ver es creer": fue una profunda experiencia de fe.

La primera carta de Juan, comenzada el 27 de diciembre, será leída consecutivamente durante el tiempo de navidad. Tenemos ahí una fructífera fuente de meditación y de inspiración para la vida cristiana. Donde existe la costumbre de la homilía diaria en la misa, la carta de Juan puede suministrar material abundante para las exposiciones del predicador. Algunos de los temas considerados en el capítulo precedente sobre el significado de la navidad se expresan también aquí y se aplican a la vida y a la moral cristianas:

Estos temas son tres:

1) La revelación del amor de Dios.
2) La vida de Dios.
3) El espíritu de adopción divina.

Del primero de estos temas, la revelación del amor de Dios, Juan dice: "... la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos ha manifestado" (1,2). Y también: "En esto se ha manifestado el amor de Dios por nosotros, en que ha mandado a su Hijo único al mundo para que nosotros vivamos por él" (4,9). Esta vida eterna es el don libérrimo que él nos ha dado por amor: "Dios nos ha dado vida eterna, y esta vida está en su Hijo" (4,11). Este amor del Padre, revelado y derramado sobre nosotros en Cristo, exige correspondencia y reciprocidad. Tenemos que amar a Dios nuestro Padre; y de igual manera a nuestros hermanos y hermanas, hechos a imagen y semejanza suya y redimidos por su Hijo; y ese amor no es un mero sentimiento o palabras elevadas, sino "algo real y activo" (3,18).

El segundo tema, vida en Dios, es, en cierto sentido, otra manera de ver el "intercambio maravilloso", aquella participación de la vida divina, de la que hablamos ya en el último capítulo. La vida cristiana no es otra cosa que el conocimiento consciente y la aplicación práctica de esta realidad de gracia. La inhabitación misteriosa se aplica a las tres personas de la Trinidad. Tenemos que vivir nuestras vidas "en Dios", "en el Hijo y en el Padre", "en Cristo". Se trata de una inhabitación mutua: nosotros vivimos en Dios y Dios vive en nosotros. Pero esta vida compartida está condicionada por nuestra obediencia a Dios: "El que guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él". No se puede pasar por alto la función del Espíritu Santo. Por eso añade Juan: "Por eso conocemos que él permanece en nosotros: por el Espíritu que nos ha dado" (3,24).

El tercer tema, nuestra adopción divina, no es sino otra expresión del amor de Dios a sus criaturas. "Ved qué grande amor nos ha dado el Padre al hacer que nos llamemos hijos de Dios y en efecto lo seamos" (3 ,1 ). Aunque somos ya hijos de Dios, no se ha revelado aún lo que seremos en el futuro. Pero este conocimiento debería llenarnos de seguridad y confianza; y deberíamos ser plenamente conscientes de nuestro valor. Recordemos las palabras del papa san León en su homilía de navidad: "¡Oh cristiano! ¡Reconoce tu dignidad!" Nuestras vidas deberían expresar de manera convincente nuestra relación filial con Dios nuestro Padre. Y esto es tanto como crecer en la similitud con Cristo nuestro hermano. En eso consiste nuestra perfección: "Ser santos como él es santo".

Al celebrar el nacimiento del Señor, celebramos nuestro propio "sagrado comienzo", nuestra adopción como hijos de Dios. Ojalá sea un tiempo para renovar el espíritu de adopción en nuestros corazones.

Los santos inocentes. Existe una similitud manifiesta entre la narración mateana de la matanza de los niños varones en Belén (Mt 2,13-18) y la del asesinato de niños hebreos en Egipto, esta última recogida en el libro del Exodo (1,8-22). Ambas narraciones tienen como eje a un salvador y conductor del pueblo de Dios. El nacimiento de Jesús, como el de Moisés, desencadena las fuerzas del mal, representado por Herodes y por el faraón. Ambas narraciones hablan de una matanza cruel y de una liberación maravillosa. De ambas se desprende la misma lección: que Dios lleva adelante su plan para salvar a su pueblo, a pesar de las maquinaciones de los hombres malos.

En su narración de la matanza y de la liberación del niño Jesús, de la huida a Egipto y del posterior retorno de la sagrada familia a su país, san Mateo parece intentar recordarnos dos acontecimientos importantísimos de la historia de la salvación: el éxodo y la vuelta del exilio. De esa manera presenta a Jesús como el que lleva a cabo y consuma la historia de su pueblo. Se ha sugerido que Mateo basó su narración en un midrash de la Iglesia primitiva; es decir, en un comentario o en una elaboración de la primitiva narración evangélica. Para esta hipótesis, el valor de la narración es más teológico que histórico. Trataremos la cuestión de la historicidad en el capítulo final de este libro. De momento nos limitaremos a señalar que algunos estudiosos tienen una visión más tradicional y consideran este episodio básicamente como histórico°.

Los Padres de la iglesia toman esta historia tal como aparece. La liturgia refleja la interpretación patrística de lo que tuvo lugar. En efecto, tenemos en la liturgia no un análisis crítico ni una reconstrucción de los acontecimientos, sino una especie de meditación poética sobre el misterio. Aquí hay también elementos para una teología del martirio, de un tipo especial de martirio en el que se ven implicados niños incapaces de hablar ni de razonar.

La cuestión del martirio suscitó bastantes dudas a lo largo de los siglos. No fueron los Padres de la Iglesia, sino los teólogos posteriores quienes dudaron en conceder la corona del martirio a aquellos niñitos. Los lectores de más edad recordarán que antiguamente, en la fiesta del día, el sacerdote utilizaba ornamentos de color morado, que significaban luto; y que se suprimía el gloria y el aleluya. El Código de Rúbricas de 1960 puso fin a esta situación anómala y declaró con firmeza que hay que venerar a los santos inocentes como mártires; y que, por consiguiente, el tono debe ser el de todas las fiestas de mártires: de gozo y de triunfo.

"Los santos inocentes proclaman tu gloria en este día, Señor, no de palabra, sino con su muerte", dice la oración principal de la fiesta. "Carecían del uso de la palabra para confesar a tu Hijo, pero fueron, en cambio, coronados de gloria en virtud del nacimiento de Cristo", añade la oración de poscomunión. En la misma línea, el autor de la homilía del Oficio de lecturas exclama: "Los niños, sin saberlo, mueren por Cristo; los padres hacen duelo por los mártires que mueren". Fueron verdaderos mártires porque "murieron por Cristo" (antifona del Benedictus).

Cristo es el salvador y la corona de estos pequeños. Siendo todavía un niño pequeño, salva ya a los inocentes, que le confesaron y murieron por él. "Adoremos a Cristo, recién nacido, que ha coronado a los mártires inocentes" (invitatorio). Ellos son los primeros frutos de la salvación obrada por Cristo: "Estos han sido rescatados de entre los hombres como primicias para Dios y para el Cordero" (antifona). El escritor patrístico declara en el Oficio de lecturas: "He aquí que el libertador concede la libertad y el salvador la salvación".

Ha habido muchos "santos inocentes" a lo largo de la historia, recién nacidos y niños que han sido víctimas de la guerra, de las luchas civiles y de la persecución. Hemos visto sus rostros en las pantallas de la televisión. Sus vidas son también preciosas a los ojos del Señor. Oramos por ellos y por sus padres. Aunque sus vidas han tenido una duración brevísima, no han carecido, sin embargo, de significación ni de valor. Ellos sirven a los objetivos de Dios y son aceptables para él. Que también nosotros le sirvamos profesándole no sólo con nuestros labios sino, sobre todo, con nuestras vidas, con nuestras acciones y, si fuere necesario, con nuestra muerte.

La sagrada familia. Se celebra la fiesta de la sagrada familia el domingo que cae dentro de la octava de navidad. Es una fiesta de devoción, introducida por primera vez como celebración opcional en 1893. El culto de la sagrada familia se hizo muy popular en el siglo pasado, sobre todo en Canadá. El papa León XIII lo promovió muchísimo. En unos tiempos en que las fuerzas secularizantes constituían una amenaza clara para la familia cristiana, se propuso a la sagrada familia de Nazaret como modelo, como fuente de inspiración y de ayuda.

Su origen relativamente reciente y el hecho de que propende al sentimentalismo han hecho que esta fiesta no goce de aceptación universal. Ciertamente tenemos que disociarla de un tipo de espiritualidad un tanto superficial, que presenta pinturas ñoñas e idílicas de la familia de Nazaret y que se refleja en un determinado tipo de arte religioso muy popular en el siglo pasado. La liturgia de la fiesta no constituye el espaldarazo ni la perpetuación de una piedad tan equivocada. Trataremos de verla aquí de manera objetiva y positiva.

Si la consideramos de manera positiva, la fiesta puede ayudarnos a ver la encarnación en un contexto más amplio, a considerar sus consecuencias culturales y sociales. Efectivamente, no basta con decir que el hijo de Dios se hizo hombre. Esto sucedió en un tiempo y en un lugar concretos. El adoptó una familia, un hogar, una ciudad, un medio cultural determinados; creció en este entorno, fue educado en la fe judía, aprendió el oficio de carpintero e hizo amigos. Los años pasados en Nazaret fueron años de formación, de preparación para su misión.

En una exquisita homilía que se lee en el Oficio de lecturas, el papa Pablo VI llama la atención sobre este aspecto de la encarnación. Y reflexionando sobre la vida familiar de Cristo en Nazaret, dice: "Sobre todo aquí se hace patente la importancia de tener en cuenta la pintura general de su vida entre nosotros, con su concreto entorno de lugar, tiempo, costumbres, lengua, práctica religiosa". Dios se hizo hombre, trabajador, carpintero e hijo de carpintero, nazareno, cuyos padres eran conocidos en aquel lugar. Le reconocemos como verdadero hombre, pero no perdemos de vista jamás su naturaleza divina. Efectivamente, "adoramos al hijo del Dios vivo que se hizo Hijo en una familia humana".

Navidad es un tiempo hogareño, familiar. Y esto tiene una importancia religiosa y psicológica: necesitamos volver a los orígenes, a las raíces, a la familia de cuando en cuando. En el plano espiritual hacemos esto en nuestras celebraciones litúrgicas, renovando nuestros "orígenes sagrados" cuando celebramos el nacimiento de nuestro Señor. La cueva, el pesebre..., allí comenzó todo. Pero el hogar fue el entorno en el que aprendimos la fe por primera vez. Para los judíos de otros tiempos era una obligación sagrada la de volver al hogar y a la familia. Toda la noción del Año Jubilar da testimonio de esto: "Cada uno de vosotros recobrará su propiedad, cada uno de vosotros se reintegrará a su clan" (Lev 25,10). De esta manera, la navidad es una especie de celebración de familia en el plano humano y en el espiritual.

El Antiguo Testamento da testimonio de un elevadísimo ideal de vida familiar en el pueblo judío. Aparece claramente esto en la primera lectura de la misma, tomada del Levítico (3,2-14), que destaca la virtud del amor y de la obediencia filiales. Indudablemente, san Pablo se inspiró en este y en otros textos similares cuando escribió de comunidad y de vida familiar en el Señor. En el Oficio de lecturas tenemos su tratado del capítulo 5 de Efesios, donde habla del amor y de la fidelidad conyugales, de la obediencia mutua, del deber de los hijos para con los padres y de éstos para con aquéllos. La segunda lectura de la misa, tomada del capítulo 3 de la carta a los de Colosas, ofrece un bello ideal no sólo de vida familiar, sino de vida comunitaria en general.

La vida familiar es un valor importantísimo, pero no absoluto. Jesús buscó ante todo la voluntad de su Padre. Los lazos familiares estaban subordinados a la misión que él había recibido del Padre. Las lecturas evangélicas para el ciclo trienal aluden de una forma un tanto inquietante a lo que espera a Jesús y a sus padres: él será mal interpretado y perseguido, será "signo de contradicción", y una espada de dolor atravesará el corazón de su madre.

"¿No sabíais que debo ocuparme en las cosas de mi Padre?" Y llegará el momento en que Jesús abandone el hogar y a sus padres para adoptar la vida incómoda de un predicador itinerante, sin hogar y sin un lugar donde reclinar su cabeza. No deja de amar a sus padres ni rompe todos los lazos y relaciones con el hogar, pero tiene que distanciarse de la vida segura circunscrita a Nazaret, a fin de entregarse por completo a su misión. Había que establecer nuevas relaciones que trascendieran el parentesco puramente humano. Jesús mismo llegaría a declarar que sus padres y sus hermanos eran los que hacían la voluntad de su Padre.

Los seguidores de Jesús están llamados también a dejar la seguridad del hogar y de la familia, a sacrificar todo aquello que es lo más deseable desde una perspectiva humana. Ese es el contenido de toda vocación religiosa o de una vocación que encierra una llamada concreta a seguir a Cristo y a servir a sus hermanos. Es necesario que nos perdamos a nosotros mismos para encontrarnos. Hay que ampliar el horizonte de nuestra familia para abrazar a todos los hombres y mujeres. Esto no significa un frío distanciamiento de nuestra propia parentela, sino la no esclavización en el apego a ellos. Jesús no se distanció de su madre, pues ella le acompañó hasta el final. Nosotros no dejamos o abandonamos a nuestros padres o familiares, sino que establecemos una relación nueva y más profunda con ellos. Porque el Señor, complacido en nuestro sacrificio, nos devolverá, en una forma más profunda y bella, a nuestros padres, hermanos, hermanas y amigos.

VINCENT RYAN
Adviento - Epifanía
Paulinas 1986.Madrid.Págs. 81-95