JESÚS:
LA DEBILIDAD DE DIOS

«Nosotros apetecemos las cumbres; para ser grandes aprendamos lo  pequeño. ¿Quieres conocer la excelsitud de Dios? Comprende primero la  humildad de Dios» (San Agustín)

En Jesús, Dios se ha hecho uno de nosotros, «uno de tantos» (Flp  2,7). Aparece entre nosotros con la fragilidad con que brota la vida. A  pesar de todos los barnices superficiales y de todos los consumismos  que parecen envolver hoy la Navidad en un gigantesco papel de  regalo, el nacimiento de Jesús sigue ejerciendo una fascinación sin  límites. 

Un Dios cercano y débil sigue rompiendo, en su silencio de recién  nacido, lógicas y organizaciones que nos alejan a ritmo electrónico de  las mayorías excluidas de nuestro mundo entre las que nace Jesús,  lugar privilegiado para contemplar este nacimiento. 

La contemplación de este niño, en medio de la debilidad y de la  noche, en el anonimato de lo simple, en el olvido de lo irrelevante, en  lo huidizo de lo puntual, nos ofrece hoy lo inédito de su inagotable  novedad: una fuerza de salvación que podemos acoger dentro de  nosotros y ayudar a que crezca en nuestra tierra de desencantos  históricos, marcados por muchas cicatrices, o de espiritualidades sin  pobres y sin historia. 

¿No es en la debilidad solidaria de su nacimiento donde se revela  de manera insuperable el amor solidario del Dios-con-nosotros? Ya  antes nos había hablado con la sabiduría y la fuerza deslumbrantes  de la creación (I Cor 1,21). Fue su primera palabra. Pero no la  reconocimos. Ahora nos habla desde la «locura» y el «escándalo» (I  Cor 1,23) de la debilidad, de «un Mesías que es fuerza de Dios y  sabiduría de Dios. Pues la locura de Dios es más sabia que los  hombres, y la debilidad de Dios más fuerte que los hombres» (1 Cor  1,25). 

El vacío, la oquedad de la exclusión, puede ser la cueva donde  Jesús nace hoy de múltiples maneras. 

1. «Siendo emperador Augusto...» (/Lc/02/11):
       Jesús es un dato de nuestra realidad

Jesús no es la palabra inspirada de un gurú, ni una teología  perfectamente elaborada por los técnicos del saber religioso, ni una  sorpresa espiritual exótica de moda y de orígenes difusos. Jesús es  un dato de la realidad, una presencia irrefutable que hay que volver,  una y otra vez, a contemplar en su silencio inagotable de niño nacido  en los márgenes de la vida, donde no hay nada que buscar ni que  esperar, donde todo es inicial y tembloroso. 

Lucas nos presenta el nacimiento de Jesús bien localizado: nace  sometido a los vaivenes de un edicto imperial que mueve con su  codicia a los súbditos de un lado para otro y, con el censo, los deja  encerrados en las listas de sus impuestos y sus posesiones. El  emperador Augusto y el gobernador de Siria, Quirino, son nombres  propios de la geografía y de la historia, lo mismo que la Galilea  desprestigiada y la pequeña Belén. Jesús aparece en un tiempo y un  lugar bien «de-limitados», y ese límite lo marcará ya para toda la vida.  Donde quiera que vaya, no será más que un artesano de Nazaret.  Al encarnarse, Dios se hace un dato de nuestra realidad. Primero  no es más que un latido invisible en el cuerpo de María, después un  embrión que crece en la incertidumbre de una medicina rudimentaria.  y finalmente un niño recién nacido en los brazos de su madre, en una  cueva de animales.

El adviento nos va deteniendo el paso, atrapado en el ritmo de la  lucha por la dura supervivencia o por la competencia ostentosa, y nos  ayuda a torcer el cuello para mirar en otra dirección, hacia el  sometimiento, la debilidad, el silencio y la exclusión, porque Dios nace  allá «abajo» (Flp 2,7), y por ahí pueden abrirse el corazón y la historia  desencantada a la admiración y a un nuevo canto (Lc 2,20). Pero no  encontraremos la Navidad escapando de la realidad hacia paraísos  espirituales sin imperio, cueva ni pastores. 

2. «No había sitio para ellos en la posada» (/Lc/02/07)
       Hay que salir hacia la exclusión 

José y María no fueron en Belén dos simples jóvenes esposos de  los que se abusa cobrándoles un precio excesivo por un servicio, sino  que pertenecían en ese momento al grupo de los excluidos, de las  personas que no tienen cabida, con las que no se cuenta, para las  que no hay nada previsto, ni siquiera la explotación. Personas que no  sirven ni para aprovecharse de ellos mediante artimañas legales,  porque pertenecen a los desvalidos, que van rodando hacia abajo  hasta que la casualidad los detiene en su caída. Una cueva sin  puerta, un refugio de animales domésticos, paja y madera sin  dueño...: lo que sobra. 

En medio de una situación de exclusión nace Jesús. Y por esa  pequeña puerta desvencijada de la historia entra la liberación plena.  También hoy, no sólo hay oprimidos que son mal pagados por su  trabajo, sino excluidos, gente que no cuenta ni para trabajar, pueblo  innumerable que arriesga su vida en la emigración clandestina o que  busca un espacio contra las leyes y las estadísticas, desaparecidos  en las fronteras de lo «legal», en las travesías inciertas de mares o  selvas o en los cimientos de las tareas turbias de las grandes fortunas  repentinas. 

Son los excluidos en número creciente, los que sobran, los  «ilegales», los que no interesan ni como mano de obra barata. Para  algunos ciudadanos prácticos, eliminarlos «es una operación de  limpieza», una necesidad de higiene social, de estética urbana,  porque constituyen un lastre del que hay que librarse para que hacer  posible que despegue el «progreso». La espada de Herodes sigue  buscando sus pequeñas victimas en barrios laboratorios y  parlamentos. 

Es sorprendente que Dios entre en nuestro mundo por la  exclusión, por una cueva situada en propiedad ajena. Ésta es la  buena noticia para los que la han descubierto como salvación  cercana. Y es el insomnio de los que, como Herodes, piensan que hay  que eliminarla. 

Pero esta experiencia no parece fácil. A ese Dios, tan distinto de  nuestras imágenes sobre él, hay que buscarlo. 

3: «Crucemos hacia Belén» (/Lc/02/15): 
       Buscar en la noche.

A este Dios, niño recién nacido, pueden encubrirlo tanto las  sombras como las luces.  La miseria encubre el rostro de Dios, porque estamos  acostumbrados a contemplarlo preferentemente en la belleza, en el  bienestar, en los bienes tangibles, en la estética de las liturgias  coloreadas con la luz de los vitrales. Es una presencia grata a  nuestros sentidos y a la que no nos cuesta demasiado abrir el  corazón. 

Los ángeles cantan en las alturas. Pero no dejan a los pastores  pasmados por el anuncio de tan ansiado nacimiento, sino que les  envían a la búsqueda del niño recién nacido, que es la causa de la  alegría. 

En medio de la noche, cuando no es posible ver más allá de la  hoguera que ilumina y congrega con su pequeño calor al grupo de los  que vigilan entre el sueño y la realidad, se rompe la costumbre con el  anuncio de los ángeles, para que salgan a buscar lo nuevo en medio  de los caminos rutinarios y de la somnolencia de su existencia. 

Los magos descubren una estrella nueva también en medio de la  noche, pero no se quedan presos de la belleza del hallazgo, sino que  emplean sus recursos e influencias en emprender un largo viaje en  busca de Jesús. Cuando lo encuentran, regresan por rutas  clandestinas, comprometidos con él, no con Herodes y sus asesores. 

La noche abrumadora de la miseria puede escondernos la  novedad de Dios, por más que se dilaten nuestras pupilas en la  oscuridad. Pero también puede esconder a Dios el exceso de luces  que nos deslumbran y nos seducen desde pasarelas, exposiciones,  pantallas y escenarios. Los magos de la luz se quieren adueñar de  nuestras rutas inciertas. Podemos ser esclavos de luces impuestas.  Músicas desgarradas, neón seductor, contorsiones y ritos exóticos  prometen un salvador en la noche sin rumbo. 

Es necesario estar atentos para dejarse sorprender y para  disponerse a buscar. La salvación está en medio de nosotros hoy,  donde menos lo pensamos, posiblemente en los más descartados,  pero hay que atravesar la cáscara con que la mirada rutinaria recubre  las situaciones y a las personas. 

Tal vez el vacío de fe o de justicia, nuestra cultura fragmentada y  confusa, que envuelve en noche nuestra sociedad moderna, sea la  herida de hoy, la cueva donde Dios se encarne de nuevo. Pero ese  brote germinal de salvación hay que descubrirlo en la búsqueda y en  la contemplación persistente del Jesús de Belén, recién nacido en la  noche de nuestros tiempos. Si no lo encontramos hoy, sólo  hablaremos de recuerdos gastados. 

4. «Encontraron a un niño» (/Lc/02/17): 
       Acoger lo germinal

La salvación no es un rayo electrónico que rompa de un tajo todas  las ataduras e ilumine todas las oscuridades. 

La salvación no es más que un niño recién nacido recostado en un  pesebre. No puede hacer nada por nosotros. Está sometido por las  leyes biológicas a no ser más que pura indigencia que duerme  inconsciente, o que llora para que interpretemos su llanto.  Jesús sólo podrá ir haciéndose salvador nuestro en la medida en  que lo acojamos. Es el máximo respeto, la llamada más limpia y  transparente que puede llegar hasta nuestros sentidos. 

En la medida en que acojamos a Jesús, lo incorporemos a nuestra  vida y lo convirtamos en parte de nuestro proyecto, descubriremos  qué formidables dinamismos de vida se desencadenan en nosotros,  cuán insospechadas fuerzas nos llegan precisamente desde el  compromiso con la debilidad de Dios, encarnada en un niño recién  nacido. 

Al salvarnos desde su debilidad, Dios nos hace crecer desde  dentro de nosotros mismos, y no nos manipula desde fuera como a  despojos inertes al borde de la muerte. Dentro de nosotros, en  nuestras existencias -presas desde fuera por estructuras, y desde  dentro por nuestra propia historia herida-, descubrimos cómo  germinan en nosotros insospechadas posibilidades de vida mucho  más poderosas que la fuerza de Herodes, la sabiduría de sus  asesores y la misma costumbre paralizada en la tristeza de los  pastores. 

María y José lo han entendido. Ellos son los primeros que han  acogido esta sorprendente manera de salvación. Todo cambió en su  vida. Dios dialogó con ellos. Ellos le dijeron que sí. Y al hacerse cargo  del Dios débil, toda la fuerza de Dios empezó a caminar dentro de sus  sueños, de su corazón y de su cuerpo. 

Dios nos salva al encontrar su debilidad encarnada en tantas vidas  que duermen como niños su debilidad o que gritan  desgarradoramente su dolor. Dios nos transforma y nos salva desde  la acogida del débil. Por la debilidad del mundo entra Dios en el  mundo, como entró por Jesús. 

Como tantos seres reducidos a una existencia vegetal, tantos  discapacitados que se tambalean por la vida con pasos y palabras  inciertas, pendientes de una mano atenta a su tropiezo, tantos  enfermos que se extinguen en manos ajenas..., el discreto Dios de los  débiles, el Jesús del pesebre, sólo puede existir y crecer si es acogido  con amor y tratado con ternura, como cualquier niño normal en este  mundo. 

5. «Al verlo, dieron a conocer lo que les habían dicho de  aquel niño»
    (/Lc/02/17-18)
       Comprometerse con el don descubierto

Los pastores se acercan a Jesús y cuentan lo que Dios les ha  dado a conocer sobre ese niño y lo que ellos mismos han visto. Y  luego salen alabando a Dios y provocando la admiración en todos los  que escuchan lo sucedido 

La debilidad de Jesús ya empieza a cambiar la vida de esos  hombres que viven al margen de la ciudad, por los campos, y que  religiosamente figuraban en la lista de las profesiones impuras. Su  vida se llena de novedad. Ellos son los escogidos para anunciar la  encarnación y el nacimiento de Dios en Jesús. Y al sentir pasar por su  persona la buena noticia, ellos mismos se transforman. Ellos mismos  son ya buena noticia.

Todavía esta transformación no es más que un rumor popular que  corre de boca en boca por los campos y entre los vecinos de la aldea,  confundida probablemente con tantas otras narraciones que  conmueven a la gente sencilla, pero que no se sabe muy bien dónde  tienen su origen y a donde llegan, ni cuánto durará ese fuego que  ahora calienta esas existencias congeladas en las «afueras». Pero,  aunque ahora no se pueda medir si esa historia se apagará y dejará  de ser pronto un rumor, o si se afianzará con los tiempos, lo  importante es que el encuentro con la debilidad de Dios ha llenado de  asombro y de alegría la noche de los pastores y sus vecinos.  La debilidad de Dios se hace fuerte en los pastores, y en el  compromiso de éstos se extiende el brazo poderoso de Dios que  empieza a actuar en la historia, como ya María había cantado antes  en su visita a Isabel (Lc 1,51). 

Reconocer los signos pequeños de Dios en la historia, acogerlos,  dejarse asombrar y contar lo sucedido a los demás, es darle un  «brazo» a Dios para que actúe con su poder de liberación en la  historia. Desde la debilidad de Dios, que es pura propuesta en el  respeto máximo de nuestras libertades, entra en nosotros la novedad  de Dios, que inevitablemente nos hace nuevos, audaces y fuertes  para que su acción en la historia nazca de nosotros y sea nuestra,  aunque tenga su origen en la inagotable fantasía liberadora de Dios. 

Para nosotros es imposible separar la acción de Dios y la nuestra.  La debilidad de Dios se hace fuerza en nosotros, y nuestra debilidad  se hace fuerte desde la debilidad de Dios. 

6. «La Palabra se hizo hombre» (/Jn/01/14): 
       La lentitud de crecer

Mientras «guardaba en el corazón» (Lc 2,19) todo cuanto veía y  oía, María iba preparando el espacio cálido para que aquel niño  llegara a la plenitud de su estatura humana, respetando los ritmos  interiores de su desarrollo y expuesto a los imprevisibles choques con  la realidad. Nosotros tenemos una sensibilidad condicionada por el  vértigo de lo repentino, de lo antojadizo y seducido, de las imágenes y  sonidos deslumbrantes, y queremos un pago millonario y tangible  como respuesta a nuestros compromisos. 

Para que la Palabra se haga hombre, y para que una persona  humana concreta sea realmente la Palabra definitiva de Dios, tendrá  Jesús que respetar el tiempo del crecimiento, la desazón de las  carencias que buscan ayuda, el aporte que lo construye y sólo puede  llegar desde los otros. En Jesús, Dios se hace un aprendiz de la vida. 

Jesús tendrá que aprender a vivir en el ahora, en la cresta de la  ola, sin dejarse caer indolentemente hacia el ayer de las tradiciones y  costumbres que paralizaban a su pueblo, ni tirándose de bruces,  impaciente o fascinado por falsos espejismos, en el hueco vacío del  mañana inexistente todavía. Tenderá que vivir permanentemente en  la «hora del Padre», madurando lentamente dentro de sí la novedad  que un día sorprenderá a todos, y esperando que el pueblo también  haga su camino hasta el punto y la hora justa del encuentro, el lugar y  la hora del Reino. 

Tendrá Jesús que poner sobre su mano las tradiciones y leyes en  las que ha sido formado, y soplar con fuerza para separar la paja que  se la lleva el viento, y retener limpio en su palma el grano limpio del  pasado. Después será su alimento, lo incorporará a su persona y lo  llevará a la plenitud, hecha ya de tiempo, carne y geografía la  definitiva Palabra de Dios en nuestro mundo.

Primero la anunciará y la sembrará generosamente en toda clase  de terreno. Finalmente, comprenderá que tendrá que sembrarse a sí  mismo y dejar que toda la tierra hostil al Reino caiga sobre él y lo  sepulte (Jn 12,24), hecho un fracaso enterrado por los mecanismos  del poder. 

Al morir y bajar hasta la máxima debilidad, y al vencer la muerte y  llegar a la plenitud del resucitado como parte de nosotros mismos,  que todavía caminamos en la historia, habremos comprendido  definitivamente lo que significa ser plenamente humanos desde el don  pleno de Dios que empieza su camino de comunión con nosotros  desde la debilidad de Nazaret y de Belén. 

7. Jesús en Belén:
    Una nueva forma de mirar la debilidad

En la contemplación de Jesús en el misterio de la Navidad se nos  enseña a contemplar la debilidad humana como una forma de  presencia de Dios. Dios está entre nosotros como debilidad en los  débiles, en los excluidos, en los pobres, en las carencias de todo tipo,  en cada limitación nuestra. 

En segundo lugar, Dios está en la debilidad, llevada hasta sus  ultimas consecuencias en la cruz de Jesús, para llevarla a la plenitud  de la vida resucitada. 

En tercer lugar, tenemos que aprender a mirar la debilidad  humana. de cualquier signo que sea (económico, psicológico,  moral...), como llamada a la contemplación, como palabra de Dios que  nos convoca para la comunión y el compromiso con El. 

Por eso mismo, salir, bajar al encuentro de la carencia humana, es  una forma de peregrinación hacia el santuario de Dios más vivo y  sorprendente. Con los mismos pasos con que nos acercamos a la  debilidad, nos acercamos a Dios. 

La Navidad es la gran fiesta, porque Dios nace en nuestra debilidad y porque somos  invitados a unirnos a Él para llevarla a la plenitud de la vida, confundiéndose nuestro trabajo  con el suyo, sin saber donde empieza él y dónde empezamos nosotros. 

Si Dios ha corrido la suerte de encarnarse, nacer pobremente y crecer como salvación  desde los excluidos de este mundo, ya no hay excluidos para Dios, nadie queda fuera de  Dios. Y el lugar principal para la fiesta es allá donde aparece: en las afueras, donde no hay  sitio, donde todo parece agotarse y está condenado a crecer en la amenaza y a la  intemperie de las construcciones humanas. 

8. La debilidad de Dios, expresión máxima de su amor  gratuito

No puede haber una expresión mayor del amor de Dios, que ahora  se arriesga a existir como persona humana. Y lo hace librado a las  decisiones de libertades frágiles que pueden acogerlo o extirparlo de  la tierra, en la máxima debilidad de un niño, en una clase social sin  poder para reclamar nada. En la debilidad, Dios se revela como  humildad. 

El amor de Dios, ofrecido a toda persona, empieza a mostrar su  máxima gratuidad en este desvalimiento de la encarnación que  acabará en la cruz. (EE 116 y Flp 2,8). Por eso sería una insensatez  que la superficialidad de la celebración interrumpiese nuestra  capacidad de contemplar este misterio de debilidad, o que el dolor de  las heridas no dejase crecer dentro de nosotros esta alegría  recreadora de Dios que está en el centro de nuestra debilidad  redimida, de nuestra Navidad. 

Navidad es el tiempo de acoger con ternura lo germinal, lo  pequeño, lo que nace después de gestarse oscuramente en el  misterio de las personas y los grupos. Es el momento de salir hacia  los excluidos, hacia los que no pueden llegar hasta nosotros. Desde  esa debilidad podemos sentir que pasa por nosotros la fuerza de  Dios, su santo «brazo» (Lc 1,51), que transforma toda la realidad, y  podemos sentir la alegría de María, de José y de los pastores, la  inaccesible alegría, la que sólo puede ser recibida como regalo de  donde nace el compromiso esperanzado. 

Benjamín GONZÁLEZ BUELTA
SAL TERRAE, 1996, 11. Págs. 791-799