SACERDOCIO
NDL


SUMARIO: I. Enfoque fenomenológico-cultural - II. El sacerdocio de Israel - III. El sacerdocio de Cristo - IV. El sacerdocio del pueblo sacerdotal y de los ministros ordenados: 1. El sacerdocio común de todos los creyentes; 2. Origen de los ministerios ordenados - V. El sacerdote en la historia de la liturgia y en la teología: 1. De los tiempos apostólicos a la época carolingia; 2. De la época carolingia al concilio de Trento; 3. Del concilio de Trento al Vat. II; 4. El Vat. II y los años posteriores: a) La recepción del magisterio y de la reforma conciliar, b) Problemática ecuménica, c) Perspectiva de una nueva calificación teológica y pastoral.


I. Enfoque fenomenológico-cultual

El hecho de que en todo contexto cultural se encuentre de modo constante la presencia de una persona dotada de determinadas características socio-religiosas, permite apreciar la importancia de tal persona en el ámbito de la vida humana. Esa persona es llamada con diversos nombres, que remiten a la matriz sacerdotal, la cual evidencia su carácter primario religioso y sacerdotal: el sacerdote, pese al amplio abanico de matices particulares en las modalidades del ejercicio de sus funciones, es desde siempre el mediador reconocido oficialmente entre el hombre y Dios, entre el contexto social humano y el mundo divino (sacerdote = sacra dare).

Son tres los ámbitos principales en los que el sacerdote ejerce sus funciones en las sociedades primitivas y en las culturalmente evolucionadas: a) la inmolación del sacrificio: constituye el centro de toda la vida cultual, aun siendo diversas las matizaciones del significado (propiciatorio, expiatorio...) y los modos (cruento, incruento; de personas, animales, cosas...); b) el exorcismo, cuyo fin es la purificación de todas las formas de mal que afecten al individuo o, en casos límite, a toda la sociedad: desde el pecado que pesa sobre la conciencia individual y colectiva al mal de ojo o expresiones análogas de (presuntos) influjos espiritistas, que a menudo, en realidad, son los efectos nocivos e incluso letales de alimentos venenosos y/o de estupefacientes (piénsese en la difusión del cornezuelo del centeno en el medievo occidental, con crisis de locura colectiva, epidemias de parálisis y alteraciones psico-físicas); c) el oráculo: permite al sacerdote adivinar el curso de los acontecimientos y la suerte futura a partir de determinadas observaciones.

Paralelamente al desarrollo de las culturas, las funciones del sacerdote se integran con otros cargos sociales, o bien se descomponen, cristalizando en torno a una única y limitada actividad. Así, no es extraño observar la existencia de sacerdotes-reyes tanto en el vértice de la actividad religiosa como del poder político-administrativo. Pero en algunas sociedades (la romana, por ejemplo) el sacerdote, por el contrario, se reduce a ser un simple exorcista o adivinador, mientras que en el aspecto cultual y sacrificial es solamente un experto del ceremonial junto con el jefe del Estado o la personalidad política a quien compete en cada ocasión la acción sacrificial.

Por último, se puede observar que el sacerdote no siempre consigue mantener sus funciones específicas propias, sea por el hecho de que esas funciones son ejercidas por otros, sea también porque el sacerdocio en ocasiones se degrada a nivel de brujería en las culturas en que lo mágico se apodera de lo genuinamente religioso.


II. El sacerdocio de Israel

Antes de la organización particular del sacerdocio israelítico —cuyo conocimiento es necesario para poder comprender adecuadamente el sacerdocio de Cristo y de los cristianos—, en tiempos de la monarquía la acción sacrificial era realizada (también) por personas no investidas de una misión sacerdotal específica, comenzando por Caín y Abel (Gén 4,3ss), Noé (Gén 8,20), Abrahán (Gén 22,13), Jacob (Gén 31,54; 46,1), hasta la época de los Jueces (por ejemplo, Gedeón: Jue 6,25; Elcaná, padre de Samuel: 1 Sam 1,3.4.21, que de hecho no era ni sacerdote ni levita). Siempre en el período anterior a la monarquía, el sacerdote se encontraba a menudo en relación con el arca y con algún santuario del que era guardián o sirviente. Sin embargo, no tenía una relación explícita con los sacrificios, sino más bien con el oráculo.

Esta función oracular —basada en la respuesta sí/ no con el uso de urim y thummim— podía desarrollarse en los santuarios (por ejemplo, 1 Sam 22,10.13.15) o también lejos de ellos (cf 1 Sam 14,18s.36-42); esta función inscribe la actividad sacerdotal israelítica en el contexto de actividades oraculares-sacerdotales análogas del Antiguo Oriente. Con respecto a esto se deben tener presentes dos aspectos significativos: a) los sacerdotes del antiguo Israel pronuncian oráculos sin ser videntes o adivinadores; b) los sacerdotes pueden ofrecer ciertamente sacrificios, pero no por esto asumen una función sacrificial-cultual específica, dado que todo hombre tiene el poder de hacerlo (cf los ejemplos ya señalados).

En la historia del sacerdocio israelítico tiene gran importancia la figura de Moisés, el mediador por excelencia entre Dios y su pueblo. Diversos textos le han atribuido explícitamente funciones sacerdotales posteriores, y también a él se refiere la investidura sacerdotal de los hijos de Aarón (Núm 15,17). Tampoco se puede olvidar la existencia de santuarios sacerdotales de gran importancia, como Siló (Jos 18,8ss; 19,51; 21,2; 22,9-12; Jue 18,31; 21,19; 1 Sam 1,3.9.24; 2,14; 4,3.4.12...), cuya estructura ejerció indudable influjo en la organización del templo de Jerusalén y del sacerdocio durante el reinado davídico.

Este sacerdocio sufre también influencias egipcias (por ejemplo, la inserción de los sacerdotes entre los oficiales reales), y es parcialmente limitado por el sacerdocio del mismo monarca como representante principal y mediador primario entre el pueblo y Dios. En el período monárquico, de todos modos, el sacerdocio comporta diversas actividades de relieve que se encuentran sintetizadas en las dos partes de la bendición de la tribu de Leví pronunciada por Moisés (Dt 33,8-11): la antigua función de consultar a Dios, una actividad magisterial que se refiere sobre todo a la coherencia o incoherencia del comportamiento humano con la ley y el cumplimiento del sacrificio cruento y del incienso'. Con el tiempo se afirman cada vez más las funciones judiciales, a las que alude ya Ex 18,13-26; Dt 17,8-13, y que encuentran amplia difusión en los siglos posteriores (cf Ez 44,24 y todo el contexto de caracterizaciones sacerdotales propias del s. vi).

Después del exilio se alcanza un cierto equilibrio entre las diversas corrientes sacerdotales, constituidas por los descendientes de Aarón (en particular los sacerdotes) y los levitas, todos ellos con amplias genealogías y reivindicaciones cultuales y políticas. La comunidad israelita conquista ahora una marcada fisonomía cultual. El personaje más llamativo es el sumo sacerdote (cf la liturgia de la expiación en Lev 16), que se encuentra en el vértice de la clase de los sacerdotes (sus funciones son descritas minuciosamente en Lev 1-6: fuente P).

Los libros de las Crónicas, a su vez, dan amplias informaciones sobre los levitas, divididos en clases y con diversos oficios relacionados con la vida del templo (cf las concordancias bíblicas). Es probable que entre ellos hubiera también profetas cultuales, aunque se puede excluir el que tuviesen funciones de magisterio y de predicación.

En los textos es evidente que la época posexílica registra una notable diferencia con la anterior, sobre todo en el énfasis que se pone en la sacralidad sacerdotal y la relativa limitación de las acciones cultuales únicamente a los sacerdotes. En ese ambiente histórico el sacerdocio se vive más conscientemente, no tanto como una vocación, sino más bien como una función que se realiza en virtud de unos derechos-deberes hereditarios, respetando minuciosamente las normas rituales y las prescripciones que se deben observar para mantener la pureza sacerdotal (cf, por ejemplo, Lev 21,1-7; 10,8-11).

Si es verdad que el sacerdocio israelítico, especialmente en su caracterización posexílica, se acoraza en su propia zona sagrada, separada del resto del pueblo, este hecho, sin embargo, no debe hacernos olvidar el discutido pasaje de Ex 19,6. En efecto, aquí se subraya la concepción del sacerdocio colectivo de todo el pueblo de Dios (cf también Núm 16), concepción ésta que encontrará su más precioso desarrollo a partir de la visión cristiana del sacerdocio, como se encuentra, por ejemplo, en 1 Pe 2,9.

Para la comprensión histórica del sacerdocio cristiano, especialmente del presbiterado, es útil recordar también algunas instituciones judaicas tardías. Por ejemplo, en la diáspora judaica las comunidades eran gobernadas por una autoridad colegial de ancianos, los jefes de familia. En casos especiales una, pero casi siempre dos personas eran encargadas de funciones específicas bien determinadas. Es la institución del Salia (= apóstolos), que presenta analogías evidentes con He 11,33 (Bernabé y Saulo) y He 15,22 (Judas Barsabbás y Silas). A pesar de todo, continúa siendo difícil la confrontación entre la ordenación rabínica y el paralelo cristiano, entre otras cosas porque el ritual judío tomado como término de comparación no es homogéneo, sino fruto de diversas tradiciones de diferentes épocas.

Por otra parte, no se puede negar la existencia de un número notable de analogías a nivel estructural y ritual que relacionan el cristianismo naciente con el mundo judío, tanto en su forma central oficial como en sus diversas modalidades periféricas, a veces contestatarias, como se encuentran por ejemplo en Qumrán y en las comunidades de las que surgirán inmediatamente algunos escritos apócrifos (v.gr.: el Testamento de Leví o el Testamento de los doce Patriarcas). Pero, independientemente de toda analogía estructural en el campo ritual, está el hecho de que el sacerdocio cristiano presenta un contenido profundamente diverso respecto al sacerdocio de la antigua alianza: está marcado profundamente por el acontecimiento salvífico de Cristo.


III. El sacerdocio de
Cristo

Ningún escrito del NT, exceptuada la carta a los Hebreos, habla de Jesús dándole el título de sacerdote, pero esto no debe sorprendernos. Su persona, en efecto, presenta una imagen que a primera vista no tiene nada de sacerdotal según la concepción del AT y la praxis no siempre edificante del judaísmo tardío. Jesús no pertenece a la familia de Aarón, sino a la tribu de Judá. Su misión muestra además un carácter marcadamente profético en las palabras y en los gestos, según él mismo afirma (Lc 4,24) y los otros reconocen espontáneamente (por ejemplo, Lc 7,16). En algunos momentos, lo propio de este carácter profético y de su mensaje parece ser contrario a un cierto ejercicio del sacerdocio (Mt 9,13; 12,7). Por fin, la misma muerte de Jesús, fría ejecución de una condena de muerte, por tanto un acto simplemente legal e infamante, no presenta ninguna característica sacrificial o ritual veterotestamentaria.

"Jesucristo es al mismo tiempo víctima y sacerdote gracias a la entrega de su vida y al sacrificio que hace de sí mismo. Se ve esta idea ya en la tradición de la última cena como la transmiten Marcos-Mateo (Mc 14, 24; Mt 26,28), mencionando la sangre de la alianza, con la que se roció a los israelitas en el Sinaí (Ex 24,8). Por eso se contrapone en 1 Cor 10,14-22 la cena del Señor a los sacrificios gentiles. En Juan, la última cena de Jesús se interpreta como pascual (10,14.36); Pablo llama a Jesús cordero pascual (1 Cor 5,7; cf 1 Pe 1,2.19). Es el Cordero que quita los pecados del mundo (Jn 1,29.36; Ap 5,6.12; 13,8). Finalmente, en Ef 5,2 se dice: `Se entregó por nosotros como don y sacrificio agradable a Dios'. Es en la carta a los Hebreos donde primeramente se llega a una auténtica teología sobre el sacrificio de la cruz y el sumo sacerdocio (3,1; 4,14ss; 5,1s; 77,11s, etc.).

Preparada entre otras cosas por la concepción teocrática de Ezequiel, por la conjunción del ideal sacerdotal-profético y mesiánico que se da en el período posexílico (por ejemplo, Jer 13,14-22) y por fermentos ya presentes en la tradición cristiana, como el pensamiento joaneo, la carta a los Hebreos no encuentra dificultad al hacer una grandiosa síntesis: el pasado se habre al acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo justo porque los acontecimientos de su vida son releídos en clave sacrificial, cultual y sacramental.

En abierta oposición con las exasperadas reivindicaciones de privilegios y de alteridades sagradas en relación con el pueblo, la carta a los Hebreos presenta un nuevo modo de hacerse sacerdote: la plena solidaridad del sumo y único sacerdote con los hombres. "Debió hacerse en todo semejante a los hermanos para convertirse en pontífice... Convenía en efecto que aquel por quien y para quien todo fue hecho, queriendo llevar a la gloria un gran número de hijos, hiciese perfecto, mediante los sufrimientos, al jefe que debía guiarlos a su salud" (Heb 2,17.10).

El estilo del sacerdocio de Cristo se aleja de la visión veterotestamentaria de una preeminencia honorífica unida a menudo al ejercicio de un poder político: no es una carrera hacia la supremacía (cf 2 Mac 4,7-8.24), sino un itinerario de fe vivido hasta el sufrimiento de la muerte, única vía de acceso a la gloria. "Jesús, le vemos coronado de gloria y de honor por haber sufrido la muerte, de modo que, por la gracia de Dios, gustó la muerte en beneficio de todos" (Heb 2,9).

En esta plena solidaridad con el destino del hombre marcado por la muerte y en esta plena comunión de vida con Dios en su gloria inmortal, Cristo realiza la función principal del sacerdocio: la mediación entre Dios y el hombre. "Hecho perfecto para siempre" (Heb 7,28), ofreciéndose a sí mismo, Cristo presenta a Dios un sacrificio único, todo a la vez y de una vez para siempre (cf Heb 7,27). Supera así el radical carácter fragmentario e incompleto de los sacrificios antiguos. Con razón puede ser considerado, en efecto, "un sumo sacerdote tal, que está sentado a la derecha del trono de la majestad en los cielos, como ministro del santuario y del verdadero tabernáculo erigido por el Señor, no por un hombre" (Heb 8,1-2; cf 9, 11-14).

La misma carta muestra claramente la eficacia de la mediación de Cristo cuando plantea la posibilidad concedida al hombre de entrar en comunión con Dios. El cristiano disfruta de la "gozosa esperanza de entrar en el santuario, en virtud de la sangre de Jesús, siguiendo el camino nuevo y viviente que él ha inaugurado a través del velo, es decir, de su carne" (Heb 10,19-20; cf 4,14-16).

Si queremos destacar algunas connotaciones significativas más del sacerdocio de Cristo, sin dejar la carta a los Hebreos, se pueden recordar:

a) La misericordia (Heb 2,17), como participación en un único destino de sufrimiento del que brota la solidaridad y la compasión. Esta perspectiva corrige la imagen que del sacerdote se podía obtener en la historia de Israel. Según ésta, en más de un caso ser sacerdote significaba romper toda relación humana y familiar (cf Dt 33,9); asumir actitudes inflexibles, dictadas por un rigor que no admitía la clemencia (cf Ex 32,27.29; Núm 25,6-13). Cristo lleva a la perfección una actitud plena de misericordia, que no minimiza la importancia del pecado, sino que quiere salvar al pecador a través del sacrificio de sí mismo (cf Núm 17,9-15): justo por haber sufrido personalmente, él "está capacitado para venir en ayuda de aquellos que están sometidos a la prueba" (Heb 2,18).

b) El mismo texto (Heb 2,17) indica que el sumo sacerdote es "fiel ante Dios". Más expresamente, el término original (pistós) califica el especial vínculo de confianza entre Cristo y Dios, mucho más íntimo y profundo (cf Heb 3,2) que el que existió entre Moisés y Dios. Cristo, en efecto, realiza la profecía de Isaías (Is 8,17) haciéndose plenamente capaz de la confianza divina, hasta el punto de ser elevado a la derecha de Dios (Heb 1,13= Sal 110,1; cf He 2,34) en la excelencia de la filiación que merece toda adoración por parte de los mismos ángeles (Heb 1,5-6). Y, como necesaria consecuencia de esta condición, a Cristo le pertenecen por entero la majestad, el juicio y el sacerdocio (Heb 1,8-10, que recoge Sal 45,7-8; 102,26-28). Gozando plenamente de la confianza del Padre, Cristo muestra asimismo su fidelidad hacia el hombre: su misericordia es asumida en la relación filial. Hermano de los hombres e Hijo de Dios, Cristo es verdaderamente el único y sumo sacerdote.

c) El c. 7 de la misma carta, con las frecuentes alusiones al Sal 110 (109) —del que se ofrece una interesante exégesis cristológica—, subraya el tercer aspecto que queremos recordar ahora: el sacerdocio de Cristo tiene un carácter mesiánico y universal. El recuerdo de la enigmática figura de Melquisedec —Jesús es "sumo sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec" (Heb 6,20 = Sal 110,4)— permite al autor demostrar la superioridad del sacerdocio "según el orden de Melquisedec" sobre el levítico de los israelitas. El rey de Salén no tiene genealogía, es un extranjero frente a Abrahán: de este modo el sacerdocio de Cristo-Melquisedec es eterno, inmutable, perfecto y traspasa los límites de Israel; al mismo tiempo lleva a cumplimiento la historia del pueblo elegido y de su sacerdocio. Baste recordar a este respecto algunos temas veterotestamentarios que aparecen en Heb 9: el sacrificio expiatorio (1-14), la nueva alianza sellada por Cristo con su sangre (15-25), la misión del siervo de Yavé vivida en plenitud en la oblación "para quitar los pecados del mundo" (v. 28; cf Mc 10,45; Flp 2,6-11). "Qui [Christus] pro amore hominum factus in similitudinem carnis peccati, formam servi Dominus assumpsit, et in specie vulnerati medicus ambulavit. Hic nobis Dominus et minister salutis, advocatus et iudex, sacerdos et sacrificium", proclamará a continuación la liturgia galicana y toda la iglesia en una feliz síntesis cristológica


IV. El sacerdocio del pueblo sacerdotal y de los ministros ordenados

"En Cristo es, pues, abolida la distinción entre sacerdote y víctima, entre culto y vida. Por otra parte, este sacrificio, siendo el cumplimiento de la voluntad de Dios, agrada a Dios, es aceptado por Dios, transforma la humanidad de Cristo y la une perfectamente a Dios. Así son abolidas todas las separaciones entre Dios y la víctima-sacerdote. Al mismo tiempo es abolida la última separación, o sea, entre el sacerdote y el pueblo, porque el sacrificio de Cristo es un acto de solidaridad extrema con los hombres, hasta tomar sobre sí su muerte para salvarles."'

1. EL SACERDOCIO COMÚN DE TODOS LOS CREYENTES. Gracias al sacerdocio-sacrificio de Cristo y por medio de él, todo cristiano tiene ahora la posibilidad de acceder al Padre (Heb 7,25; Ef 2,18) sin ninguna limitación. Se ve aquí también la diferencia con el sacerdocio israelita, donde sólo el sumo sacerdote podía ejercitar plenamente el sacerdocio, y únicamente en el día de la expiación. Además, el sacrificio que los cristianos son llamados a ofrecer al Padre se sitúa decisivamente en el plano personal de un culto espiritual (Rom 12,1). Este se realiza en concreto al renovar la propia vida a la luz de la voluntad de Dios (Rom 12,2), siempre en paralelismo y en dependencia del sacerdocio-sacrificio de Cristo, y al vivir plenamente compartiendo los propios bienes "porque Dios se complace en tales sacrificios" (Heb 13,16).

Esta dinámica de vida en la presencia de Dios y en la comunión de los hermanos tiende a la perfección sacerdotal (Heb 10,14). Hace al bautizado piedra viva para "ser edificado en casa espiritual y sacerdocio santo para ofrecer víctimas espirituales aceptas a Dios por mediación de Jesucristo" (1 Pe 2,5; cf 2,4-10 como relectura eclesial de Ex 19). En la conciencia de la renovación bautismal y de la incorporación del hombre a Cristo será subrayada la responsabilidad del cristiano-sacerdote, capaz de ofrecer a Dios sacrificios de justicia, de elevar al Padre oraciones, de anunciar el reino difundiendo la palabra de Dios. "Como el sacerdocio de Cristo, que abarca toda su vida, no se limita a la acción sacrificial de la cruz, así la dignidad sacerdotal de los fieles no se puede circunscribir a la ofrenda solamente, sino que se extiende a toda su vida" s. Una vida marcada por el culto a Dios y por el sacerdocio fraterno (1 Pe 2,5) y subrayada por el amor recíproco y el servicio de la palabra (1 Cor 12,14).

2. ORIGEN DE LOS MINISTERIOS ORDENADOS. Desde el contexto eclesiológico del NT y desde la naturaleza específica del sacerdocio de Cristo se puede llegar a la fundamentación histórico-teológica del sacerdocio ministerial u ordenado. El itinerario está bien delineado en el decreto del Vat. II sobre el ministerio y la vida sacerdotal.

"Nuestro Señor Jesús, al que el Padre santificó y envió al mundo (Jn 10,36), hace partícipe a todo su cuerpo místico de la unción del Espíritu con que fue él ungido (cf Mt 3,16; Le 4,18; He 4,27; 10,38): pues en él todos los fieles son hechos sacerdocio santo y regio, ofrecen sacrificios espirituales a Dios por Jesucristo y pregonan las maravillas de aquel que de las tinieblas los ha llamado a su luz admirable (cf 1 Pe 2,5.9). No se da, por tanto, miembro alguno que no tenga parte en la misión de Cristo, sino que cada uno debe santificar a Jesús en su corazón (cf 1 Pe 3,15) y dar testimonio de Jesús con espíritu de profecía (cf Ap 19,10; LG 35). Ahora bien, el mismo Señor, con el fin de que los fieles formaran un solo cuerpo, en el que no todos los miembros desempeñan la misma función (Rom 12,4), de entre los mismos fieles instituyó a algunos por ministros, que en la sociedad de los creyentes poseyeran la sagrada potestad del orden para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados (cf conc. Tridentino, DS 1764 y 1771) y desempeñaran públicamente el oficio sacerdotal por los hombres en nombre de Cristo. Así pues, enviados los apóstoles como él fuera enviado por su Padre (cf Jn 20,21; LG 18), Cristo, por medio de los mismos apóstoles, hizo partícipes de su propia consagración y misión a los sucesores de aquéllos, que son los obispos (cf LG 28), cuyo cargo ministerial en grado subordinado, fue encomendado a los presbíteros (cf ib), a fin de que, constituidos en el orden del presbiterado, fuesen cooperadores del orden episcopal para cumplir la misión apostólica confiada por Cristo (cf Pontificale romanum, De ordinatione Presbyteri, Praefatio). El ministerio de los presbíteros, por estar unido con el orden episcopal, participa de la autoridad con que Cristo mismo edifica, santifica y gobierna su cuerpo. Por eso, el sacerdocio de los presbíteros supone, desde luego, los sacramentos de la iniciación cristiana; sin embargo, se confiere por aquel especial sacramento con el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran con Cristo sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo cabeza (cf LG 10)" (PO 2).

a) Es evidente que el sacerdocio del pueblo santo de Dios es un hecho real que habilita para llevar a cabo un auténtico culto. Pero este culto tiene valor y puede realizarse tan sólo gracias a la intervención del único mediador, Cristo, capaz de enlazar al hombre con Dios. No hay culto cristiano y menos todavía se da una relación con Dios sin la mediación de Cristo (cf Rom 5,1; Ef 2,6.18; Heb 13,15.21...). Por esto es necesaria la intervención de "ministros de la nueva alianza" (2 Cor 3,6), que ciertamente no son mediadores, sino simples y, sin embargo, indispensables sacramentos de la mediación de Cristo. La unicidad de la mediación de Cristo está, por tanto, en el origen del sacerdocio ministerial. Ministerial porque, por una parte, está al servicio del sacerdocio de Cristo, del que es sacramento; por otra, porque está al servicio del sacerdocio común de los creyentes, que es el que nos introduce en la obra mediadora de Cristo y nos unifica en la comunión eclesial.

b) Es evidente también que en un primer momento los apóstoles no se plantearon el problema del sacerdocio ministerial o de determinadas ordenaciones. La vida eclesial y la misión de los individuos se desenvolvía aún en virtud de la palabra de Cristo, de su vocación y del mandato dado por él a los apóstoles y discípulos.

Pero el problema se agudiza ya en la segunda generación, la de Lucas y Pablo. Se trata, en efecto, de establecer una relación vital con Cristo que lleve a una implicación personal con el fin de poder acoger el Espíritu del Señor y de anunciar su palabra de salvación con una indiscutible fidelidad al mensaje original (cf 2 Tim 1,6). A partir del modelo apostólico —como se ve claramente en las cartas Pastorales— el "sacerdote ordenado" (el término técnico es posterior) concreta su misión "con la fe y la caridad de Cristo Jesús". Esa misión consiste principalmente en guardar, vivificándolo a través de una continua obra de actualización, "el preciado depósito por la virtud del Espíritu Santo, que habita en nosotros" (2 Tim 1,13-14). La institución del ministerio ordenado responde a la "necesidad de proveer al cuidado pastoral de las futuras iglesias, cuando carezcan de la actuación y del prestigio de los apóstoles y de sus primeros colaboradores. La conciencia de esta necesidad no aparece como un puro dato empírico, sino que se funda en el valor esencial de la tradición, sentida como la continuidad indispensable de la transmisión, a lo largo del tiempo, del único mensaje sobre el que se funda la iglesia que es el mensaje apostólico".

c) "Ministro de Cristo y dispensador de los misterios de Dios" (cf 1 Cor 4,1), el sacerdote del NT sigue la escuela de los apóstoles para vivir un especial seguimiento de Cristo que le haga disponible para el servicio de la palabra y de la mesa (cf He 20,11; 10,16; 11,17-34, y la problemática que surge en He 6,1-7), colaborando dócil y responsablemente con los apóstoles (He 15, 22-27).

Es difícil determinar cuál era la función específica del ministro ordenado en el NT y, más todavía, si había un servicio litúrgico o comunitario limitado sólo al ministro. El vocabulario mismo es bastante variado y destaca en especial a dos grupos de personas con funciones sacerdotales: apóstoles-presbíteros (He 15,2.4. 6.22ss; 16,4) y obispos-diáconos (Flp 1,1: cf también Clemente Romano, 1.a ad Cor 42, y Didajé 15,1. Obsérvese que Policarpo, que escribe hacia el 130 a la comunidad de Filipos, se dirige al grupo presbíteros-diáconos).

"A nivel del NT estamos todavía lejos del ordenamiento bien estructurado que algunas iglesias conocerán en el siglo siguiente. Se advierte que la organización de la comunidad cristiana está en plena evolución, con un ritmo más o menos rápido según los lugares. Desgraciadamente, los textos de que disponemos tienen demasiadas lagunas como para ofrecernos una idea exacta." .

d) A pesar de la falta de certeza en las fuentes —que no tienen la pretensión de ofrecer un tratado sistemático de la doctrina y de la praxis  cristiana con relación al sacerdocio—, se puede observar en el NT la existencia de grupos (consejos) de ancianos, los presbíteros: este grupo constituye el paralelo cristiano de la institución judía de los responsables de las sinagogas, con funciones que incluyen también el campo material. De este tipo debía ser también el grupo de siete ministros de que habla Lucas (He 6,1-6). Igual había sido además la estructura de gobierno de las nuevas comunidades misioneras (He 14,23; 1 Tes 5,12s; He 20). En estas pequeñas asambleas surgen de entre los presbíteros algunos dedicados de un modo particular a la predicación y a la enseñanza: éstos podrían haber formado el grupo responsable de los episcopi (= vigilantes, inspectores), un comité ejecutivo restringido y estable que se diferencia de los otros presbíteros, los cuales desarrollan más bien una función de consejeros o diputados con responsabilidad y deberes limitados y subordinados.

e) Esta delimitación no explícita entre obispos y presbíteros —estos últimos con el encargo particular de vigilar y presidir la comunidad puede haberse prolongado durante algún tiempo en las iglesias cristianas. Pero un cierto presbiterianismo, que se encuentra en algunos padres (sobre todo en Jerónimo, aunque también en Ambrosio, Pelagio, Juan Crisóstomo y Teodoro de Mopsuestia) y más tarde en el medievo (por ejemplo, Rabano Mauro), pudo tener su origen en una lectura, posterior e independiente, más restringida de las cartas Pastorales y de Flp 1,1.

Con la penetración del cristianismo en el mundo grecorromano, se diferencian cada vez más dos corrientes de pensamiento, que se podrían denominar petrina y paulina. A cada una le corresponde también un determinado modelo de gobierno de la comunidad: el primer modelo está constituido por el gobierno colectivo de los presbíteros (Jerusalén, y desde allí en Palestina, Egipto, norte de Africa y el sur de España); el segundo se caracteriza por la dirección monárquica propia de Antioquía, que a través de Asia Menor y de Iliria llega hasta las Galias. Las dos actitudes asumen también actitudes diferentes ante el judaísmo, registran en ocasiones algunos radicalismos (son típicas las posiciones posteriores de Cerinto y Marción, respectivamente), pero logran reencontrase en la unidad gracias a la función mediadora y armonizadora de Roma: en la Tradición apostólica de Hipólito (t 220), el centro de la cristiandad logrará formular "una vía intermedia entre las dos corrientes".


V. El sacerdote en la historia de la liturgia y en la teología

Para la comprensión del sacerdocio cristiano, de la situación actual y de las posibilidades futuras de precisar su identidad —la cual debe hacer referencia continuamente a Cristo y a la situación concreta de los hermanos a los que se dirige el servicio , no se pueden ignorar las principales etapas del camino histórico recorrido por el sacerdote, desde la época apostólica neotestamentaria hasta llegar al Vat. II y a la actual etapa posconciliar. La perspectiva histórica es, por lo menos, útil para evitar la fácil tentación de retomar opciones nuevas, cuyos peligros y límites ya ha evidenciado la antigüedad. Además, se debe superar la segunda y permanente tentación, la de hacer opciones operativas bajo el apremio de las circunstancias concretas, teniendo después la pretensión de darles una justificación teórica y ¡quizá incluso consiguiéndolo! Un tercer elemento importante a señalar en la panorámica histórica nos viene dado por las abundantes reflexiones teológicas y soluciones concretas a las que las circunstancias del tiempo no permitieron madurar o sobrevivir: algunos hechos y pensamientos del pasado merecen ser reconsiderados como sugerencias, por lo menos interesantes, en la búsqueda de soluciones a problemas iguales o análogos que la iglesia de hoy debe afrontar.

1. DE LOS TIEMPOS APOSTÓLICOS A LA ÉPOCA CAROLINGIA. Toda función eclesial que se desarrolla con autoridad y de modo permanente, en el NT es conferida siguiendo un rito. Este presenta algunos elementos fijos en las diversas situaciones investigadas, pero no se puede afirmar que se trate siempre de un único e idéntico ritual y sobre todo es cierto que no se confería el mismo oficio ministerial.

Habida cuenta de los episodios involucrados en esta problemática (He 6,16; 13,1-3, y en especial 1 Tim 4,14; 5,22; 2 Tim 1,6), la ordenación ministerial comprende los siguientes momentos principales: el nombramiento/elección de los candidatos, un (eventual) ayuno de preparación inmediata, la imposición de las manos —hecha normalmente por el colegio de los apóstoles o de los presbíteros—, acompañada por una oración. Es innegable la analogía del rito con la ordenación rabínica, pero es siempre difícil establecer una eventual dependencia directa.

De todos modos, la función principal de los ministros ordenados es el servicio apostólico con toda la riqueza de sus contenidos, entre los cuales sobresalen el ministerio de la palabra, la atención pastoral y la presidencia de la eucaristía, esta última entendida como la culminación de la caridad-comunión eclesial y, por lo tanto, centro de la vida cristiana, sacramental y profana. Por otra parte, la referencia a la eucaristía supone ya una relectura del NT a partir de la experiencia posterior —al menos a partir de Clemente Romano e Ignacio de Antioquía (ss. 1-1)—, pero no es un hecho casual. Como en otros temas de los que el NT no dice nada o casi nada, "no se trata tanto de encontrar textos explícitos en los escritos apostólicos (o de forzarlos con interpretaciones arbitrarias) cuanto de penetrar en la lógica interna de la vida de la iglesia primitiva".

El cuadro fundamental de la ordenación sacerdotal neotestamentaria vuelve a encontrarse a comienzos del s. In en la Tradición apostólica de Hipólito: ésta nos da testimonio de los usos litúrgicos de Roma en su época y del desarrollo ya alcanzado en la estructuración de los ministros ordenados. Hipólito reconoce un carácter particular a tres servicios eclesiales, de los que son sujetos el obispo, el sacerdote y el diácono. De éstos se tiene el primer testimonio explícito en Ignacio, pero la Tradición apostólica subraya su unidad ministerial fundamental, aun contando con las diferencias que derivan de su función específica, a través del término técnico de la imposición de las manos (cheirotoneín). Este término significa imponer las manos —desde el s. Iv se traducirá por ordenar— y es importante porque atestigua una ordenación litúrgica además de orientar la vida del ordenado hacia un compromiso litúrgico-eucarístico.

Hipólito no alude a la elección de los presbíteros; sin embargo, nos da importantes datos sobre su ordenación: el sacerdote es ordenado por el obispo, el único que pronuncia la oración. Los miembros del presbiterio tan sólo extienden las manos con la función de sello (sphragízein), criterio último para la ordenación en el ministerio eucarístico. En la breve plegaria de ordenación —que quizá se remonta a una comunidad presbiteriana— está presente, dándosele una gran importancia, la dimensión pneumática del sacerdocio, que confirma y explicita el gesto bíblico-judío de la imposición de las manos; se alude también por primera vez a la tipología veterotestamentaria (Moisés) que se encontrará de nuevo en textos posteriores (por ejemplo, Serapión de Tmuis, en el s. 1v, en Egipto...). Es interesante observar que, según Hipólito, la imposición de las manos u otro gesto/rito de ordenación presbiteral resulta superfluo en el caso de los confesores, que han sufrido persecución por la fe, porque con su testimonio han demostrado poseer ya el Espíritu (sin embargo, dado que no tienen el poder de transmitir el Espíritu, también los confessores deben ser ordenados en el caso de que lleguen al episcopado).

Falta en el caso del presbiterado el otro gesto litúrgico significativo que se encuentra en el s. III en diversas ordenaciones episcopales, y que también tiene paralelos judíos: la entronización. En efecto, este gesto evidencia quizá más que ningún otro la sucesión apostólica y la función magisterial y judicial de la persona que ha tomado posesión de su sede: deberes que competen especialmente al obispo, como sumo sacerdote de la iglesia local.

Sin embargo, en su actividad de gobierno pastoral el obispo es ayudado por los presbíteros a dos niveles: a) Junto al obispo en los primeros siglos se encuentra siempre un colegio de sacerdotes que interviene en la ordenación de los presbíteros, como se ve en la Tradición apostólica; participa en la elección, pero no en la ordenación, de los obispos; aconseja al pastor en los casos difíciles, como fue, por ejemplo, el cisma en los tiempos del papa Cornelio. No hay, sin embargo, un consejo presbiteral "junto al obispo con poderes distintos. Hay un presbyterium en torno al obispo. Y éste llama a los sacerdotes sus cumpresbyteri. Pero él es su cabeza: es él el que da unidad al presbyterium, como da unidad a la iglesia. b) Con la difusión del cristianismo y la imposibilidad/inoportunidad de instituir iglesias locales con obispo propio, el cuidado pastoral de algunas zonas rurales y de la ciudad se entrega a los sacerdotes. Actúan de modo suplente con facultades todavía limitadas y con una especial referencia al único pastor de la iglesia local. A éste le pertenece siempre, por ejemplo, la bendición del crisma para la confirmación. En la iglesia de Roma hay dos elementos particulares significativos: el uso del fermentum, a través del cual "la iglesia romana se mantiene como una única communio, aunque existan diversas celebraciones eucarísticas en un mismo día (domingo)", y las liturgias estacionales, que también quieren indicar la unidad eclesial de una zona relativamente amplia, en la que actúan varios sacerdotes, siempre en estrecha comunión con el único obispo.

Otro elemento que subraya la unión del sacerdote con el obispo y la iglesia local —el principio es válido en Oriente y Occidente durante toda la antigüedad; en Occidente desaparece definitivamente en el medievo— es sancionado por el canon VI del concilio de Calcedonia (451): "Nadie debe ser ordenado sacerdote o diácono, o constituido en cualquier función eclesiástica, de modo absoluto. Por el contrario, el que es ordenado debe ser asignado a una iglesia de la ciudad o del pueblo, a la capilla de un mártir o a un monasterio. El santo Sínodo manda que toda ordenación absoluta sea nula" (COD 66).

Según este cuadro de la vida eclesiástico-litúrgica, el título de sacerdos, atestiguado a partir del 200 más o menos, designa simplemente al obispo en relación con su servicio litúrgico. En la medida en que el sacerdote participa del ministerio litúrgico del obispo, también será reconocido como sacerdos. En la época carolingia este título se atribuía indistintamente tanto al obispo como al sacerdote, mientras que en Oriente ese uso ya se había difundido antes (ss. Iv-v).

Mientras tanto, el rito de ordenación evoluciona de modo homogéneo, ampliándose y enriqueciéndose cada una de sus partes. Estudiando los Sacramentarios y los Ordines Romani, pueden obtenerse algunas noticias: en Roma, hasta León Magno (± 461), todos los domingos podían hacerse ordenaciones. Es seguro que desde el pontificado de Gelasio 1 (j- 496) en adelante fueron días de ordenación solamente los sábados de las cuatro témporas (período de ayuno). En los miércoles y viernes anteriores era posible hacer un escrutinio público sobre la idoneidad de los candidatos, mientras que el lunes los electi habían prestado juramento acerca de la falta de impedimentos que podrían anular la ordenación (se trata de los "quattuor capitula" inherentes a pecados sexuales que, en cualquier caso, reducían a los culpables al estado de penitentes públicos, con el consiguiente impedimento para toda ordenación canónica).

El desarrollo del rito de la ordenación del sacerdote es lineal: consta de una llamada de los candidatos, una oración de introducción del pontífice (obispo), una oración litánica del pueblo y una oración conclusiva del pontífice. El núcleo central del rito está constituido por la imposición de las manos (en silencio), al que sigue la oración consecratoria,que se remonta a los ss. iv-v, y que se ha conservado incluso en la reciente reforma litúrgica [-> Orden/ Ordenación]. Son ritos complementarios la entrega de la estola y de la casulla antes de la ordenación, y el beso de la paz en el momento de su conclusión.

De la importante oración de ordenación se pueden resaltar al menos dos elementos: a) la ampliación de la tipología veterotestamentaria con una referencia a los hijos de Aarón, y quizá también a los levitas; b) la importancia dada a la subordinación del presbítero al obispo. Se habla, en efecto, del sacerdote en términos de "vir sequentis ordinis, secundae dignitatis", volviendo a hacer uso de un concepto conocido desde León Magno y que se remonta hasta Orígenes.

En el plano teológico se afirma también la idea sostenida por san Agustín en la polémica contra los donatistas, los cuales afirmaban la necesidad de una vida integérrima en los sacerdotes para la validez de las acciones sacramentales realizadas por ellos. El obispo de Hipona coloca en el centro de la vida de la iglesia el sacerdocio de Cristo, cuya acción permanece válida incluso cuando el sacerdote es indigno. Esta refutación de la doctrina donatista merece ser recordada por el abuso que después se hará de ella para sostener las ordenaciones absolutas y la visión unilateral del carácter sacramental del ordenado.

2. DE LA ÉPOCA CAROLINGIA AL CONCILIO DE TRENTO. Este período presenta toda una serie de procesos transformadores del sacerdocio cristiano —en parte ya comenzados anteriormente— hasta alterar de manera notable su fisonomía. Desde el punto de vista del ritual, el período carolingio, con la difusión de los centros de irradiación litúrgica franca y germánica, produce un desequilibrio en el rito de la ordenación, con diversas consecuencias negativas incluso para la comprensión teológica del sacramento.

Al sacerdote se le contempla cada vez más con una especie de aureola sacralizada: a este respecto es paradigmática la unción de las manos del neo-ordenado, que se realiza según una costumbre importada del ambiente celta de los países francos. Al comienzo del s. Ix esa unción es comprendida y transmitida con estricta referencia a la consagración eucarística. Esta ampliación ritual, que objetivamente tiene escasa importancia y de la que se tienen indicios en Roma hacia el 925—, sanciona y favorece igualmente una visión alterada del presbiterado. Sacando las consecuencias extremas, poco después (ss. xII-xnI) se acaba por atribuir al sacerdote solamente el apoder sacramental, no reconociéndole ya la missio de ministro de la palabra. En el s. x es codificada también en el Pontifical Romano Germánico la entrega de los instrumentos. Para el presbítero son la patena y el cáliz, entregados al ordenado después de la unción de las manos con las siguientes palabras: "Recibid el poder (accipite potestatem) de ofrecer el sacrificio a Dios y de celebrar la misa tanto por los vivos como por los difuntos en el nombre del Señor". Y de hecho, en una perspectiva desvinculada de la mejor tradición litúrgica, la teología escolástica sanciona, como materia de la ordenación presbiteral, esta entrega de los instrumentos y, como forma, las palabras que la acompañan.

"El presbiterado se confiere por la entrega del cáliz con el vino y de la patena con el pan... De igual modo para los restantes órdenes, a los cuales se asignan ios objetos correspondientes a su ministerio": es la conclusión del magisterio en el "decreto para los armenios" del concilio de Florencia de 1439 (DS 1326).

Este colocar al presbiterado en relación unilateral con la eucaristía denuncia otra dificultad: la exclusión del episcopado del sacramento del orden y la concepción que ve en el mismo presbiterado la más alta forma del sacramento. En consecuencia, en el segundo milenio y hasta 1947 —cuando se promulga la constitución apostólica Sacramentum Ordinis—, cada vez que se habla de orden y de sacerdocio se hace de ordinario referencia solamente al presbiterado, buscando, al máximo, lo que los obispos tienen o hacen de más y los diáconos de menos.

Una ulterior piedra de tropiezo, que afecta principalmente a los obispos, pero que también tiene alguna consecuencia para el clero, es la distinción —y a menudo la separación de hecho— entre potestad de orden y potestad de jurisdicción. Además de todas las confusas interferencias que se siguen de ella, no se puede olvidar la marginación forzada del sacerdocio al mundo litúrgico sacramental a costa de una atenta y obligada pastoral.

Para enrarecer ulteriormente esta situación tan precaria, a partir de la época carolingia se agudiza cada vez más el problema de la lengua, que llega a ser prácticamente incomprensible. Se observa entonces el siguiente y paradójico fenómeno: el servicio del sacerdote tiende a restringirse a la celebración de la misa; pero, de hecho, la eucaristía se reduce progresivamente a un acto privado.

A este respecto son significativos los formularios litúrgicos de las misas que el sacerdote celebra para sí mismo. Estas oraciones son bastante abundantes en los Sacramentarios carolingios y en los Misales posteriores; junto con las apologías de los Ordo Missae, atestiguan la autoconciencia que los sacerdotes tenían de sí mismos. Aun teniendo en cuenta los diversos géneros literarios, resulta predominante la visión negativa del propio estado de criatura, indigno, frágil y sometido a todo tipo de tentaciones. En la mayor parte de los textos, el servicio sacerdotal es contemplado exclusivamente en relación con el altar y el sacrificio. Son muy raras las alusiones al aspecto existencial del ministerio, que hace del mismo sacerdote una víctima viviente; como también es escaso el relieve dado a sus responsabilidades sociales y al bien público. Sin embargo, el conjunto de las oraciones "pro ipso sacerdote" se corrige con los numerosos formularios por vivos y difuntos, que abarcan a todas las categorías sociales, y con las numerosas misas para las circunstancias más diversas.

No faltan tampoco, sobre todo con la renovación del s. xl, excelentes intervenciones del clero en la vida del pueblo cristiano, un renacer de la praxis penitencial y una reforma del rito de las exequias (con la absolución del difunto): ni se debe infravalorar el particular momento histórico que siente el fervor de las cruzadas con todo un mundo de religiosidad en efervescencia; baste pensar en la difusión de las indulgencias y en la confianza ciega en la autoridad del sacerdote, sobre todo en los centros rurales. A pesar de todo, y no sólo en el s. x1, prevalece en general "un ideal de vida clerical... según la concepción ascética medieval, en la que se pone el acento más en el ejercicio personal y colectivo de las virtudes que en la actividad externa de la cura animarum (sobre todo administrativa)

En su aspecto global y por diversos motivos, la situación del pueblo de Dios sufre a largo plazo las consecuencias de la actitud pastoral pasiva asumida por el clero, al que se atribuye al menos en parte la responsabilidad del debilitamiento de la fe y de la vida cristiana. Dos hechos significativos: la prescripción del Lateranense IV (1215) que obliga a la confesión y comunión anuales (DS 812), y la devoción cada vez más extendida de ver la hostia.

Se entró prácticamente en un callejón sin salida, que da lugar a un círculo vicioso: una decadente teología del sacerdocio ha desfasado los términos de la realidad sacramental con acentuaciones parciales y deformantes; todo esto se refleja en los ritos de ordenación y en la acción del sacerdote, que toma un camino que reduce progresivamente sus funciones originarias y específicas; pero esta praxis a su vez reclama una justificación de orden especulativo, que no falta nunca.

En el desarrollo ritual, los años 1292-95 ven la aparición de un nuevo Pontifical, redactado por Guillermo Durando, obispo francés de Mende. La mayor diferencia con respecto a las fuentes precedentes es un apéndice de los ritos, que se encuentran desplazados o introducidos por primera vez después de la comunión: el rezo o canto del credo, otra imposición de manos y el juramento de obediencia. Este será el ritual que servirá de modelo inmediato al Pontilcalis Liber de 1485, y en la práctica también para las ediciones sucesivas del Pontifical romano hasta la reciente reforma conciliar (1968).

3. DEL CONCILIO DE TRENTO AL VAT. II. La situación del clero, que, como se ha podido observar, no era la mejor en cuanto a vida espiritual y compromiso pastoral, no podía dejar de constituir un tema de interés para los reformadores del s. xvl, entre otras cosas porque los intentos de recuperación intraeclesial habían dado resultados positivos pero restringidos en el ámbito de las órdenes religiosas. En este momento, un gran número de sacerdotes no ejercitan ya ningún ministerio, y mucho menos desarrollan una actividad misionera centrada en la palabra. Hay una inflación de misas privadas, celebradas en cualquier rincón y, fuera de las misas privadas, los sacerdotes se contentan con recitar el breviario.

Los reformadores tienen en cuenta algunas críticas precedentes (por ejemplo, la de Wycliff), pero van más allá de una polémica que afecte tan sólo a la praxis. Se enfrentan decididamente con el problema del sacerdocio desde una perspectiva diferente de la acostumbrada. Hacen patente de modo positivo el sacerdocio de los fieles y el ministerio pastoral del sacerdote ordenado, ministerio que se concreta en la predicación de la palabra y en la administración de los sacramentos. La óptica luterana y calvinista es, por esto, eclesiológica, no eucarístico-sacramental en un sentido reductivo; y, de hecho, se subraya también la unión entre el sacerdote y su comunidad local. Pero, negativamente, los reformadores llegan a rechazar el carácter sagrado y permanente del sacerdote, excluyendo también la relación sacerdocio-sacrificio eucarístico tal como se interpretaba en el área católica tradicional.

"Lutero, en su polémica contra el sacerdocio católico, no intentaba [sin embargo] destruir el ministerio disolviéndolo en el sacerdocio universal de los fieles. Pensaba en el ministerio como una institución indispensable para la iglesia y querida por Cristo, ordenada a la predicación del evangelio y al cuidado pastoral de las comunidades cristianas a través de la administración de los sacramentos, consagrada por un rito de ordenación en el que se comunica realmente el don del Espíritu... También en Calvino el rechazo del sacerdocio es el rechazo de un modo de concebir el sacerdocio, es decir, de entenderlo como ordenado a la celebración del sacrificio. Atribuye a los ministros de la palabra el nombre de sacerdotes, pero en el sentido paulino de Rom 15,16, o sea, en cuanto que, convirtiendo los pueblos a Dios por medio de la predicación del evangelio, los ofrecen a Dios. También acepta la ordenación, siempre que admita sólo el rito apostólico de la imposición de las manos, sin la unción; y sobre todo con tal de que su objeto sea el de apacentar el rebaño de Dios con la predicación y los sacramentos, y no el de sacrificar."

La falta de una teología adecuada —o quizá, mejor, de una voluntad decidida, si se considera el esquema doctrinal de 1552, desgraciadamente desaparecido en las sucesivas sesiones— lleva al concilio de Trento a un camino paralelo y divergente con respecto a la dirección teológica de la reforma. El razonamiento no es eclesiológico, sino simplemente sacramental y motivado por posiciones apologéticas de defensa. Se centra, por tanto, en el oficio sacrificial del sacerdote, que permanece separado del más amplio contexto vital de la ministerialidad de la iglesia. De todos modos queda abierta la posibilidad de un desarrollo posterior, como se hizo, tras un estancamiento de varios siglos, en el Vat. II.

En las dos sesiones (la XXII y XXIII) sobre el sacrificio de la misa y sobre el sacramento del orden, al establecer la doctrina acerca del presbiterado, el punto de partida es el sacramental eucarístico (DS 938), y toda la exposición tridentina continúa expresando diversas variaciones sobre este tema: sacerdote (presbítero)-eucaristía (cf, por ejemplo, DS 949; 957; 958). Adolece de una concepción restringida del sacerdocio, que excluye al episcopado del sacramento. Por esto, al tratar la institución del presbiterado —durante la última cena— se pasa inmediatamente de los apóstoles a los sacerdotes, haciendo aquí y en alguna otra parte alguna indicación sobre la unión orgánica sacramental entre estos últimos y los obispos (cf DS 960).

El enfrentamiento con los reformadores insta además a Trento a restringir al mínimo toda alusión al ministerio de la palabra y a la misión pastoral, mientras que pone en evidencia otros puntos objeto de discusión, como, por ejemplo, el carácter permanente del ministro ordenado (DS 960). Toda la problemática del sacerdocio y de su institución como la de su función es vista siempre de modo exclusivo en relación con la cena del jueves santo y con la eucaristía.

"Este modo de pensar será reforzado, de otra parte, por la tendencia historizante de la liturgia (una tendencia que ya existía desde tiempo atrás), que corre el riesgo de aislar la cena no solamente del resto de la vida de Cristo, sino también de los demás aspectos del misterio pascual y de pentecostés. A esta investidura del jueves santo, se unirá muy de cerca la consagración de las manos del sacerdote, hasta el punto de que durante muchos siglos esta consagración pasó por ser el rito fundamental de la ordenación de los sacerdotes. Esta concepción del origen del presbiterado (identificado con el sacerdocio) ha tenido una resonancia considerable, no porque sea criticable como tal, sino por el uso que se ha hecho de ella"" en Trento mismo y después del concilio.

Un factor importante para la vida sacerdotal es puesto en marcha por el concilio de Trento con la institución de los seminarios (sesión XXIII, cap. 18) para la formación de los sacerdotes desde el punto de vista espiritual y cultural. En esta línea se registran algunos importantes movimientos, mientras que, desde otro punto de vista, la teología del sacerdocio y del presbiterado en particular no se abre a perspectivas nuevas y relevantes durante algunos siglos. A partir del ejemplo de los seminarios de Roma y Milán (san Carlos Borromeo) se abren instituciones parecidas en muchos lugares, especialmente en Italia y en Francia. A la formación del futuro clero se dedican personalidades importantes, como Pedro de Bérulle con sus Oratorianos, san Vicente de Paúl con los sacerdotes de la Misión, y la Congregación de san Sulpicio, animada por Jean Jacques Olier. Al final del s. )(vil, en Italia, la iniciativa de san Gregorio Barbarigo, obispo de Padua, es un ejemplo significativo y seguido. También bajo el impulso de la formación seminarística se perfilan ahora de un modo claro dos corrientes de vida sacerdotal. La primera, misionera, se agrupa en torno a las nuevas instituciones que renuevan la vida sacerdotal y religiosa. La segunda corriente tiene un carácter marcadamente espiritual-devocional; en ella se ve la huella de una formación seminarística modelada a menudo sobre el ejemplo de la vida religiosa monástica.

Pero más que una espiritualidad presbiteral, el clero desarrolla una piedad anclada en la misa, en el culto eucarístico y en la devoción al sagrado Corazón. Algunas voces, que conciben la teología de modo contrario a la dirección común, se pierden sepultadas en el olvido o en las polémicas. Un siglo más tarde, por ejemplo, se da el caso de la importante reflexión de Rosmini: afirma con claridad, como quizá ningún otro antes que él en la época moderna, el sacerdocio común de los fieles.

Mayor presión sobre la conciencia eclesial ejercen, por el contrario, un nutrido grupo de sacerdotes filántropos, animados por una profunda fe y un agudo sentido social: de Pallotti a Gaspar del Bufalo, de Juan Bosco a Cottolengo, al tiempo que Juan B. Vianney representa claramente al párroco de una pequeña comunidad rural que irradia la vida cristiana a partir de una intensa piedad personal y de una renovación de la vida sacramental de los fieles. Estos son todavía los modelos que actualmente la iglesia propone al clero a través del pequeño esbozo de su fisonomía espiritual en las diversas oraciones y lecturas de la liturgia.

Después de la borrasca de las reacciones antimodernistas, algunos importantes documentos del magisterio subrayan fuertemente la espiritualidad sacerdotal, pero sin afrontar o profundizar nuevas puntualizaciones de carácter teológico. Pueden recordarse algunas propuestas de los pontífices, como la encíclica Humani generis (1917), en la que Benedicto XV confirma el compromiso apostólico de la predicación; Ad catholici sacerdotii fastigium fue escrita por Pío XI (1935) sobre el sacerdocio en general. Sobre la santidad de la vida sacerdotal llaman nuevamente la atención Pío XII con la exhortación apostólica Menti nostrae (1950) y Juan XXIII con la encíclica Sacerdotii nostri primordia, publicada con ocasión del centenario de la muerte del cura de Ars (1959). (Conviene recordar aquí la tradición iniciada por Juan Pablo II de dirigir cada año, con ocasión del jueves santo, una carta "a todos los sacerdotes de la iglesia.")

Sin embargo, ya en 1947 se habían hecho públicos dos documentos significativos con profundas repercusiones. Punto de partida de la renovación teológica y litúrgica del sacramento del orden es la recordada const. apost. Sacramentum ordinis: ésta acaba con las discusiones sacramentales-rituales y abre el camino a nuevas reflexiones sobre el sacramento y sus tres grados. Entre otras cosas afirma que el episcopado es un verdadero sacramento, y que la materia y la forma del sacramento son la imposición de las manos y la oración consacratoria. La Mediator Dei, por su parte, afirma explícitamente que el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial ordenado se diferencian "esencialmente y no sólo en grado".

Esta afirmación —retomada en documentos posteriores del magisterio (por ejemplo, en LG 10)— origina una fuerte discusión, agudizada sobre todo por el hecho de que la fórmula original quiso responder al problema de una "diferencia de ministerio (más precisamente de poderes) entre sacerdotes ordenados y laicos a propósito de la eucaristía". A continuación se produjo una gran confusión, porque de nuevo la misma formulación se usó en sistemas conceptuales y lingüísticos diversos: "Confusión de lenguajes, favorecida por el hecho de que el primer uso de la fórmula parece precisamente referirse al ministerio, hablando de él en términos de sacerdocio... En realidad, la urgencia de afirmar la excelencia del sacerdocio ministerial está unida no a la confrontación entre éste y el sacerdocio bautismal, sino entre el sacerdocio ministerial y los diversos ministerios/ carismas... Por otra parte, el sacerdocio común, considerado en sí mismo, es cualitativamente superior no sólo al sacerdocio ministerial, sino también a cualquier otro ministerio" 26; problemática ésta todavía en fase de una elaboración teológica más precisa.

4. EL VAT. II Y LOS AÑOS POSTERIORES. En tres documentos presenta el concilio la identidad del sacerdote de modo explícito y particularizado: la constitución LG, el decreto PO "sobre el ministerio y la vida de los sacerdotes" y el decreto OT "sobre la formación sacerdotal". Estos textos son el punto de referencia obligado para el tiempo posterior; pero, bajo ciertos aspectos, marcan una pausa en la reflexión teológica. Esta última parece ya satisfecha de la valoración dada al episcopado y se dedica a la revalorización de funciones un tanto descuidadas en la historia de la iglesia moderna, no sin polémica, por cierto.

a) La recepción del magisterio y de la reforma conciliar, sin embargo, ha transcurrido de modo lineal, sin muchas novedades. De las reflexiones y discusiones de los padres en el Sínodo de los obispos de 1971 no salió nada nuevo, a pesar de las expectativas impacientes de un grupo eclesial deseoso de un cambio en la disciplina latina, que vincula el sacerdocio al celibato.

Una síntesis clara de la sensibilidad teológica conciliar y posconciliar se ofrece en el nuevo Ritual de Ordenes, en donde se descubre la ministerialidad de la iglesia y la estricta unión entre teología y liturgia, recuperada en los últimos decenios. En efecto, es posible reunir en una síntesis teológica los criterios inspiradores que han guiado la revisión de los ritos de ordenación. Se ha querido expresar de un modo más claro la referencia a Jesucristo, fuente y modelo de todo ministerio ordenado; la naturaleza eclesiológica del servicio que se debe vivir y la íntima relación con el don del Espíritu Santo, que alimenta continuamente su fecundidad y eficacia.

El principio constitutivo y ejemplar de los ministerios ordenados es, por lo tanto, la "diaconía"de Cristo; y esto vale también para el sacerdote, para su compromiso apostólico y para su espiritualidad. Es una perspectiva cristológica multidimensional, que se debe concretar en la iglesia, y que se puede resumir en la misión dé Cristo, siervo, pastor, sacerdote y maestro.

La segunda y amplia perspectiva viene dada por la realidad eclesial, manifestada precisamente por la sacramentalidad de la iglesia, por una renovada eclesiología de la comunión, por la complementariedad del sacerdocio común de todo el pueblo de Dios y del sacerdocio de los ministros ordenados. El Espíritu del Señor introduce y promueve en la iglesia, toda ella profética, sacerdotal y real, una presencia especial, articulada y jerárquica de los servicios, que, a pesar de la diversidad de esencia y grado, se ordenan a la edificación del único cuerpo de Cristo.

El tercer aspecto en el que se fundan los ministerios es la acción del Espíritu, considerado como principio unificador y santificador. La relación indisoluble entre ministerio-misión y acción del Espíritu Santo, alma viva de la iglesia, se recuerda en las moniciones introductorias de los ritos, en las cuales se atribuye particularmente a la efusión del Espíritu el fiel cumplimiento del ministerio y la verificación de los carismas para el desempeño de los tres principales deberes del oficio pastoral: la reconciliación con Dios en la iglesia, la ordenación armónica de los ministerios y carismas y la realización del culto espiritual del pueblo de Dios.

Esta teología renovada se refleja de modo orgánico y capilar en el nuevo rito de ordenación (1968; trad. castellana, 1979). Como se afirma en la constitución apostólica Pontificalis romani recognitio, "ha parecido necesario dar mayor unidad a todo el rito distribuido en diversas partes y destacar más vivamente el núcleo central de la ordenación: esto es, la imposición de las manos y la oración consecratoria" (RO, p. 10; EDIL 1082).

La oración consecratoria, antiguo texto que ya aparece en el sacramentario Veronense, sufre ahora sólo algunos —pocos— retoques textuales, excepto la conclusión, que es un breve párrafo nuevo que subraya la misión evangelizadora universal del sacerdote. En este elemento se confirma la nueva visión teológica, según la cual ser "sacerdote significa separarse de la vinculación estructural con el cuerpo episcopal, hacia la dimensión universal del misterio de la iglesia". Un segundo elemento importante, existente asimismo en la oración consecratoria y expresado varias veces desde perspectivas diferentes, es la relación entre sacerdote y obispo. Aparte del estrecho punto de vista disciplinar, se trata de recuperar el sentido profundo de esta relación observando que "los presbíteros deben obedecer a los obispos en la comunión del sacramento del orden, misión de paternidad y fraternidad, como Cristo obedeció al Padre en la comunión de la única naturaleza divina, misterio de paternidad y filiación en la igualdad. La obediencia presbiteral no es para afirmar una superioridad personal de los obispos o para confesar la sujeción personal de los presbíteros, sino que es solicitada y dada, junto con los obispos, por Cristo y en Cristo al Padre, para afirmar, testimoniar y difundir el misterio de Dios y de su salvación en el mundo".

La ordenación, según las nuevas estructuras rituales, tiene lugar una vez concluida la liturgia de la palabra durante la misa. Entre los ritos introductorios se mantienen y se renuevan la llamada a los candidatos, la declaración del obispo que elige a los ordenandos y la significativa respuesta de aclamación por parte de la asamblea de los fieles, unas palabras del obispo y la declaración de los candidatos que expresan su decisión de ser ordenados y prometen obediencia.

Los ritos explicativos han sido reducidos y desplazados; actualmente son la unción de las manos con el crisma, la entrega de los ornamentos litúrgicos y, sobre todo, de las ofrendas para la eucaristía [->  Orden/Ordenación].

b) Problemática ecuménica. En el campo ecuménico se registra un hecho que ha roto el ya precario equilibrio entre las iglesias cristianas, y que para ortodoxos y católicos constituye un obstáculo en el camino de la reconciliación: en 1958 la iglesia luterana sueca admitió al pastoreo a las mujeres. Este ejemplo ha sido seguido poco después por otras iglesias de América y Europa, mientras que en el campo católico ha comenzado toda una serie de intervenciones de distinta naturaleza y con direcciones diversas. Después de una toma de postura de Pablo VI, que expresó un hondo pesar por la orientación tomada por la iglesia anglicana la declaración Inter insigniores, de la sagrada Congregación para la doctrina de la fe (1976), impide a las mujeres el acceso al sacerdocio ministerial, basándose en el hecho de la tradición, en la actitud de Jesús y en la praxis de los apóstoles, e iluminando la dimensión del sacerdocio ministerial desde una perspectiva cristológica y eclesiológica. Entre otras cosas, la declaración afirma, contra una visión socio-democrática del servicio sacerdotal que inviste al sacerdote más allá de su sexo, que es necesario no "olvidar que el sacerdocio no forma parte de los derechos de la persona, sino que depende de la economía del misterio de Cristo y de la iglesia. La función del sacerdote no puede ser deseada como el término de una promoción social; por sí mismo no da lugar a ningún progreso puramente humano de la sociedad o de la persona; se trata de un orden diferente"  [->  Mujer, lI1].

El diálogo ecuménico se concentra sobre todo en la naturaleza de la ministerialidad eclesial, permaneciendo sin embargo a menudo en los aspectos más generales o dando importancia de modo particular al episcopado. La figura del sacerdote se sitúa así en un segundo plano, con el peligro de no ser perfilada de un modo adecuado. Un intenso trabajo de reflexión fue realizado por la comisión "Fe y constitución" del Consejo ecuménico de las iglesias en la consulta de Cartigny de 1970, de donde surgieron interesantes datos relativos a la relación ordenación-ministerio-profesión, y donde se sintió la urgencia de hacer convergir las estructuras canónicas de acuerdo con las coincidencias teológicas ».

En septiembre de 1972, el "grupo de Dombes" publica un documento "para una reconciliación de los ministerios", en donde se pide que por parte católica sea reconocida la validez del ministerio protestante, que "en un cierto número de casos, al menos, puede apoyarse en el signo de la continuidad presbiteral". Por parte protestante, además de algún reconocimiento de las realidades existentes en la iglesia católica, se debería examinar y poner "en cuestión la práctica, introducida en algunas iglesias reformadas, de la delegación pastoral para la predicación y para la celebración de la santa cena, dada a fieles que no están ordenados, de modo que no quede oculta la diferencia de carismas entre ministerio ordenado y sacerdocio universal

Entre los resultados del encuentro de Acera (1974) se debe señalar la afirmación de la diversidad de ministerios: "La pluralidad de las culturas eclesiales y de las estructuras ministeriales no compromete la única realidad ministerial, fundada en Cristo y constituida por el Espíritu Santo sobre la autoridad de los apóstoles... Dentro de la misma comunidad de fe es posible encontrar juntos estilos diversos de vida eclesial y diferentes estructuras ministeriales, sin que esa comunidad deba constituirse en modelo obligatorio para todas las demás". Acerca de la función específica del sacerdote, se repite que debe ser "comprendida como proclamación del evangelio y administración de los sacramentos".

La persistente situación de estancamiento en lo que se refiere al reconocimiento recíproco de los ministerios a nivel ecuménico no debe, con todo, ser juzgada sólo de un modo negativo. "El reconocimiento mutuo de los ministerios no debe efectuarse mediante un procedimiento administrativo, ni siquiera haciendo una llamada a la voluntad democrática expresable a través del consenso de las iglesias... Es necesario hacer referencia al pentecostés continuo, al juicio que salva y purifica, a la luz del Espíritu"'.

c) Si se pueden presentar algunas perspectivas para una recalificación teológica y pastoral del sacerdote, éstas deben tener presentes de todos modos algunos datos de hecho. Entre los más evidentes se pueden recordar la necesaria profundización teológica en la ministerialidad de la iglesia. Esta constituye el marco en el que se hace comprensible el sacerdocio ordenado; pero a menudo el razonamiento pasa por encima del sacerdote o minimiza su naturaleza y función al intentar hacer patente la realidad del episcopado y del diaconado. Así, la renovación teológica de los ministerios no siempre consigue renovar la identidad teológica del sacerdote. En el plano de la vida cotidiana, pocas estructuras han sido tan sacudidas por la revolución social de los últimos decenios como el sacerdote, y en particular el párroco de los lugares medios y pequeños. Para generaciones enteras el párroco ha sido el único punto de referencia espiritual, cultural y social de las comunidades. Hoy es una persona más, a menudo no es la que posee más cultura, ha perdido casi en todas partes su autoridad y no puede enfrentarse con los modelos propuestos por los medios de comunicación de masas. La crisis general de la sociedad separa a los fieles de su iglesia, y el sacerdote se encuentra cada vez más solo y se ve marcado por su enfermedad: el aislamiento que sofoca y deforma la soledad, la resignación que apaga toda esperanza, la amargura que vuelve tristes los días.

Hay muchos modos cómodos y posibles de salir de esta situación, a costa de sacrificar la identidad sacerdotal; por ejemplo, un convulso activismo pastoral o un éxito a bajo precio buscado en actividades mejor remuneradas y más gratificantes. También hay quien se acomoda en la inercia o en el encerramiento pusilánime. Se hace necesaria una recuperación a diversos niveles, comenzando por lo humano: precisando y consolidando las dos relaciones coordinadas fundamentales, vertical y horizontal, que encuentran su concreta realización en la obediencia filial y alegre al padre de la diócesis; en la disponibilidad generosa hacia los hermanos de ministerio, con quienes se construye el primero y más íntimo núcleo de comunión de vida en el Espíritu.

Sobre esta plataforma de relaciones vividas en plenitud, según la peculiar fisonomía espiritual y humana, es posible construir el servicio sacerdotal en sus dos aspectos principales: el servicio de la palabra y la administración de los sacramentos.

El primer servicio implica una triple relación del sacerdote con la palabra: a) una verdadera relación existencial. No se puede limitar el servicio de la palabra a una simple proclamación de una realidad que queda fuera de la vida. Tampoco se trata de llegar a una comprensión del texto y a su apropiación desde el punto de vista cultural. Está en juego un proceso de identificación que debe llevar al sacerdote a ser él mismo el eco de la palabra, la exégesis actual y realista de la palabra de siempre en el día de hoy. Es un aspecto del progresivo itinerario espiritual de divinización del hombre, que ve a la criatura asumir la fisonomía de Cristo, dejándole que se haga todo en toda la propia realidad humana, que de este modo se transfigura. Con unas condiciones precisas: el sacerdote se sitúa en la comunidad como invitación y ejemplo para todos a entrar en la escuela de la palabra en sus términos más urgentes y constructivos: las diversas liturgias de la palabra y la lectura divina individual y comunitaria. b) De ello se deriva un peculiar estilo de proclamación que evita rigurosamente toda propuesta persuasiva de tipo intelectual, con un discurso gris en cuanto a los contenidos espirituales y fácilmente acomodaticio. La proclamación debe alcanzar la fuerza de una provocación existencial, que llegue a todo el hombre con una carga de autenticidad y transparencia, con la afirmación clara de los valores evangélicos puestos al desnudo por un estilo de vida simple y pobre, alegre y perseverante en su ir contracorriente, hoy tan necesario. No se trata, por tanto, de acomodar la palabra a las categorías de moda, minimizando su carga de choque y su novedad radicalmente incómoda. La palabra ha de resonar en plenitud, sostenida por la convicción de que a ella se debe conformar no sólo el sacerdote, sino la iglesia toda y el mismo mundo que la rechaza al negarla o al quererla deformar. c) Sin embargo, todo esto no puede ser sólo un esfuerzo aislado del sacerdote, sino que es el momento fuerte de toda una pastoral orgánica que se recupera en su núcleo esencial con una introducción personal a la comprensión, comunitaria e individual, de la palabra. Y aquí se ve cómo es necesario recuperar también el tiempo y las múltiples ocasiones para desarrollar una paciente acción de dirección espiritual". Solamente si el sacerdote, a través de la meditación de la palabra, encuentra personalmente al Dios personal, sentirá la urgencia de este servicio. Pero esto a su vez implica una intensa vida de oración y de silencio de escucha, de interiorizacióti que no puede ser un estéril repliegue sobre las propias ideas y miserias, sino el concentrarse en el misterio de Dios a fin de lograr la sabiduría necesaria para una proclamación veraz de la palabra.

En la administración de los sacramentos el puesto de relieve lo ocupa la eucaristía celebrada bajo la presidencia del sacerdote. Esta presidencia está cargada de ambigüedad desde el momento en que se la ha querido identificar simplemente con la presidencia responsable y totalizadora de la comunidad: de la responsabilidad disciplinar a la animación espiritual y la coordinación organizativa. La crisis multidimensional que se ha abatido sobre el sacerdote es una invitación a resituar su función, valorando otros ministerios y poniendo en claro diversas responsabilidades eclesiales, no necesariamente de tipo clerical.

A este respecto sería útil una confrontación con una peculiar realidad cristiana como es el monaquismo. Muchas veces se ha puesto en discusión el sacerdocio de los monjes, que no tendría una finalidad pastoral, porque no se ha comprendido que "cierto significado de la iglesia solamente puede manifestarse en ella a través de un sacerdote consagrado únicamente a la búsqueda de Dios". Pero desde siempre el monasterio ha constituido una comunidad-de-base con estructuras y modos de vida peculiares. Dos aspectos son inherentes al problema que ahora afrontamos: el responsable último de la comunidad monástica desde siempre —el CDC va contra la tradición oriental y occidental si y cuando exige el sacerdocio— desarrolla su servicio independientemente del que sea sacerdote y sin identificarse siquiera con la función de padre espiritual. Además, el sacerdocio monástico, más y antes que responder a una exigencia espiritual del individuo, es un servicio a la comunidad. Son el abad (y la comunidad) los que deciden sobre el sacerdocio de los monjes, teniendo en cuenta en primer lugar la situación interna de la misma comunidad.

Esta situación de hecho, reconocida como válida en el ámbito del monaquismo, ¿en qué medida puede ser transferida a otros ámbitos de la vida eclesial? El problema no puede pasarse por alto, especialmente en la perspectiva futura de una presencia de laicos, cualificados en el plano de la cultura teológica, a los cuales la iglesia, y de modo especial los sacerdotes, deben dejar el espacio que les otorga el Espíritu. De aquí la necesidad de subrayar algunos aspectos esenciales de la vida del sacerdote y de orientar en consecuencia su formación hacia una vida de fe más madura, profundizada en la oración y en la comunión fraterna; oración y caridad fraterna que por sí solas hacen al sacerdote aquello que es verdaderamente, por encima de cualquier condicionamiento socio-cultural: sacramento de Cristo, único mediador entre Dios y los hombres, pan que se deja partir para la salvación de los hermanos, palabra viva de Dios presente entre los hombres.

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B. Baroffio


BIBLIOGRAFÍA: Abad J.A., El sacerdocio ministerial en la liturgia hispana, en VV.AA., Teologia del sacerdocio 5, Burgos 1973, 351-397; El carácter sacerdotal en la liturgia hispana, ib, 8, Burgos 1976, 271-303; Bernal J.M., El carisma permanente en la tradición litúrgica, ib, 5, Burgos 1973, 67-96; La identidad del ministerio sacerdotal desde los rituales de ordenación. Balance histórico, en "Phase" 123 (1981) 203-222; Garrido M., La potestad de orden en la Iglesia según la liturgia, en VV.AA., Teología del sacerdocio 8, Burgos 1976, 7-70; Llabrés P., La identidad del ministerio ordenado a partir del ejercicio de la función litúrgica, en "Phase" 123 (1981) 241-254; Llopis J., El sacerdote, servidor de la Palabra y de los sacramentos, en "Phase" 43 (1968) 37-48; Marliangeas B.D., "In persona Christi". "In persona Ecclesiae'; en VV.AA., La liturgia después del Vaticano II, Taurus, Madrid 1969; Niermann E., Sacerdote, en SM 6, Herder, Madrid 1976, 147-157; Rahner K., Siervos de Cristo, Herder, Barcelona 1970; Ramos M., Sacerdocio y sacralidad cristiana, en "Phase" 48 (1968) 497-513; Ratzinger J., El sentido del sacerdocio ministerial, en "Selecciones de Teología" 32 (1969) 332-344; VV.AA., El sacerdocio de Cristo y los diversos grados de su participación en la Iglesia, XXVI Semana Española de Teología, Madrid 1969; VV.AA., Teología del Sacerdocio, "Instituto Juan de Ávila" (Facultad de Teología del Norte de España —Sede de Burgos—), un volumen cada año, Burgos 1969ss. En casi todos los volúmenes hay boletines bibliográficos sobre el sacerdocio. Véase también la bibliografía de Jesucristo, Ministerio y Orden.