PENITENCIA
NDL


SUMARIO: Premisa - I. Conversión y penitencia en la historia de la salvación - II. Momentos más relevantes de la tradición - III. El nuevo "Ordo Paenitentiae": 1. Luces y sombras: a) El planteamiento histórico-salvífico-trinitario de fondo, la dimensión comunitario-eclesiológica, la centralidad de la palabra de Dios, b) Límites y lagunas; 2. Posibilidades del nuevo rito: a) Su adaptabilidad, b) Interrogantes sobre su efectiva utilización en España - IV. Para una pastoral de la penitencia: 1. Evangelizar los valores profundos del sacramento de la misericordia; 2. Una celebración auténtica; 3. Celebración y compromiso de crecimiento espiritual; 4. Sugerencias para una verdadera renovación penitencial.


Premisa

El momento en que la iglesia ha promulgado un nuevo Ordo Paenitentiae, inspirado en una profunda renovación doctrinal y abierto a importantes perspectivas celebrativas y pastorales, está marcado por una acentuada crisis del sacramento de la penitencia, y sobre todo de la misma penitencia cristiana. Tal crisis ha sido favorecida ciertamente por la inadecuación de la disciplina tradicional, ahora ampliamente renovada, pero también por una situación cultural profundamente insensible al anuncio evangélico de la conversión y de la penitencia.

En el fondo de todo esto está presente el radical viraje de la cultura moderna: de la civilización de la causa primera, donde en el horizonte de la propia vida y en la comprensión del mundo brillaba Dios creador y Señor, se ha pasado a la civilización de las causas segundas, caracterizada por una percepción solamente científica, técnica y antropológica, donde en la práctica Dios se ha hecho ausente, inútil o incluso competidor del hombre, que pretende ser el único dueño de su destino, de sus opciones y de su comportamiento. Es lógico que la pérdida del sentido de Dios lleve consigo la pérdida del sentido del pecado como ofensa hecha a Dios y del sentido de la responsabilidad frente a la voluntad concreta de Dios o frente a su plano. Además, hoy se puede observar el crecimiento del sentido de lo humano: este fenómeno, aunque en sí mismo no es negativo, manifiesta, sin embargo, la tendencia a ver el pecado como una ofensa al hombre y a resaltar solamente su dimensión humana y social (cf RP 43) 2. A esto se debe añadir la carrera hacia el bienestar, no sólo favorecida, sino dirigida y confirmada por la técnica más refinada y persuasiva que sabe utilizar la actual sociedad de consumo. Lo importante es estar bien, llegar a tener la mayor cantidad posible de bienes para el uso y consumo propio.

Dentro de semejante sistema de vida y de mentalidad, presente ahora a todos los niveles, ¿qué puede significar la predicación cristiana de la penitencia, de la conversión a Dios o de la mortificación evangélica? A pesar de todo, no hay que dejarse llevar por el pesimismo, por el desaliento o por el temor, que nunca son actitudes constructivas. Si el hombre de hoy, dentro del clima general de permisividad, ha creído liberarse de todo yugo para concederse todas las libertades y goces posibles, no por esto ha llegado a ser más feliz, más seguro ni más verdaderamente libre, como frecuentemente reconocen tantas personas que viven según esta orientación. Si ya no se busca el confesonario, mucha gente manifiesta sus dudas, sus incertidumbres y sus angustias a otros confesores laicos, dispuestos a dar sus consejos más o menos sabios y a liberar de los diversos sentimientos de culpa. No solamente se recurre al psicólogo o al psiquiatra para curarse de una cierta problemática que se lleva dentro de sí, sino que se buscan incluso guías espirituales de otras religiones para dar sentido y orientación a la propia existencia, si es que no se va a la deriva con consecuencias peores. Todo esto no facilita ciertamente el discurso y el compromiso de la conversión cristiana, pero al menos muestra que ni siquiera el hombre emancipado y secularizado ha vencido el temor, la inquietud, la búsqueda, la necesidad de certezas e incluso de perdón.

Conscientes de las especiales dificultades que provienen de la situación ambiental y de los grandes recursos pastorales del nuevo Ritual de la Penitencia, que permanecen todavía en gran parte sobre el papel, preferimos dar a nuestra contribución un matiz marcadamente pastoral, haciendo referencia a los diversos estudios especializados para las muchas cuestiones histórico-litúrgicas y doctrinales, de las que aquí solamente vamos a hacer algunas alusiones.


I. Conversión y penitencia en la historia de la salvación

El pecado apareció en el origen mismo de la historia humana; por esto, en la realización concreta de su plan de salvación, Dios se ha preocupado de quitar y curar esta antigua servidumbre, como la llama la liturgia (colecta del martes de la primera semana de adviento), para allanar el camino a la reconciliación plena y al restablecimiento de la alianza de amor interrumpida por nuestros primeros padres y retomada con la vocación de Abrahán.

Los profetas especialmente fueron los grandes heraldos de este deseo divino: no cesan de denunciar los pecados del pueblo infiel e ingrato frente a los abundantes beneficios y al amor tan tierno y atento recibidos de Dios; hacer continuas llamadas a la necesidad de conversión, que no puede consistir sólo en ritos y gestos externos, sino que exige, además de un radical cambio de conducta para conformarse con la voluntad de Dios y con sus mandamientos, una transformación radical en lo más íntimo del hombre; en el fondo, esta transformación se manifiesta como don de Dios y de su Espíritu: finalmente, Dios puede escribir su ley en el corazón del hombre y, además, darle "un corazón y un espíritu nuevo" para los tiempos mesiánicos (Ez 11,19; cf Jer 31,31-34).

La predicación profética se dirige ante todo al conjunto de la comunidad santa de Israel, sin exceptuar en sus llamadas y reproches a sus jefes y dirigentes políticos y religiosos; poco a poco, sin embargo, la mirada se dirige a todo el horizonte de las naciones paganas, que un día se convertirán también y entrarán en el banquete final junto con los primeros invitados. En los umbrales del NT, el último de los grandes profetas, san Juan Bautista, inicia su ministerio y lo desarrolla casi totalmente en torno a este tema con una urgente llamada a la conversión con vistas a "preparar el camino del Señor" (cf Mc 1,2-5 y par.). Inmediatamente después, Jesús se inserta y une explícitamente a esta llamada, proclamando el gran acontecimiento decisivo para la elección de todos: "Se ha cumplido el tiempo, y el reino de Dios es inminente. Arrepentíos y creed en el evangelio" (Mc 1,15).

Jesús se presenta como aquel que libera a los hombres de la esclavitud del pecado y de la muerte; frecuentemente perdona él mismo los pecados (cf sobre todo Mc 2,1-12; 2,13-17; Lc 19,1-10; 7,36-50; Jn 8,3-11) y afirma con fuerza que "el Hijo del hombre tiene poder (exousía) para perdonar pecados sobre la tierra" (Mc 2,10). Esta misión que ha recibido del Padre quiere que continúe en su iglesia: manda a los doce a hacer lo que él ha hecho (cf Mc 3,13-15) y transmite a los discípulos su "poder". Esto se ve más claramente en el gran texto juanista de la tarde de pascua (Jn 20,21-23), texto al que se ha referido toda la tradición cristiana y en el que el concilio de Trento (DS 1670) ve el fundamento del sacramento de la penitencia. La iglesia no ha cesado nunca de predicar la conversión y la penitencia, y se ha considerado siempre dispensadora de la gracia del perdón, merecida por Cristo de una vez para siempre.


II. Momentos más relevantes de la tradición

A lo largo de su historia, la iglesia ha conocido diversas condiciones y modos de explicar esta mediación sacramental. Se ha hablado justamente de una triple evolución en la disciplina penitencial de la iglesia: de una celebración pública a una celebración privada de la penitencia; de una reconciliación con la iglesia, permitida solamente una vez, a una celebración frecuente del sacramento, entendida como ayuda-remedio para la vida del penitente; de una expiación, previa a la absolución, prolongada y rigurosa, a una satisfacción, posterior a la absolución, leve y poco vinculante.

No es necesario que nos alarguemos en la reconstrucción de la historia de la praxis penitencial de la iglesia, sobre la que existen buenos estudios [I infra, bibl.]. Bastará un recuerdo sintético de las tres fases, en las que se divide ordinariamente: fase de la penitencia pública (ss. vi), que nosotros conocemos suficientemente sólo desde el s. ni, permitida una sola vez en la vida y reservada a los pecados más graves, caracterizada por un largo y difícil camino de expiación que concluía con una reconciliación eclesial a través del ministerio del obispo, con la presencia de toda la comunidad cristiana; fase de la penitencia tarifada (ss. vii-xi), que se fue difundiendo poco a poco siguiendo la nueva situación cultural y pastoral, repetible, con una satisfacción tarifada, es decir, prefijada según una jerarquía de los pecados, seguida de una reconciliación privada a través del ministerio de un sacerdote; fase de la penitencia privada (del s. xi en adelante), con la confesión a un sacerdote y la recepción inmediata de la absolución después de aceptar una ligera satisfacción; praxis que fue codificada por Trento —que insistió mucho sobre la función del sacerdote como médico y juez y sobre los actos del penitente (contrición, confesión y satisfacción) y recomendó la denominada confesión de devoción— y ha llegado hasta nosotros.

Analizando la más reciente praxis penitencial de la iglesia a la luz de la tradición, K. Rahner pudo hablar de cinco "verdades olvidadas": en relación con el aspecto eclesiológico del pecado, con el significado original de "legare", con la materia del sacramento, con la oración de la iglesia y con la reconciliación eclesial.

Después de un estancamiento multisecular en la disciplina penitencial de la iglesia, del Vat. II han llegado no sólo los criterios para la revisión de los ritos y de la fórmula del sacramento de la penitencia (cf SC 72), sino también la importante recuperación de la comprensión eclesiológica de la penitencia cristiana (cf LG 11). El nuevo Ordo Paenitentiae, publicado en 1974, después de un difícil trabajo de preparación, aun revelando límites y discordancias, se inspira en una visión teológica renovada y promueve una praxis articulada en tres formas penitenciales: la celebración individual con acusación y absolución individuales; una celebración comunitaria con acusación y absolución individuales y, en fin, una celebración comunitaria con absolución general, reservada a los casos de necesidad determinados por el obispo diocesano, de común acuerdo con los otros miembros de la conferencia episcopal, con la obligación de acusarse de los pecados graves en una confesión individual posterior. Comienza así una nueva fase en la historia de la penitencia cristiana, que está madurando fatigosamente en las comunidades cristianas.


III. El nuevo
"Ordo Paenitentiae
"

1. LUCES Y SOMBRAS. Apenas el OP se hizo de dominio público, no faltaron las valoraciones de tono diverso en numerosas revistas, especialmente las más •interesadas por nuestro campo, así como en algunos volúmenes escritos, generalmente en colaboración, por especialistas. Se han puesto de manifiesto numerosos aspectos positivos junto a carencias y formularios poco felices, especialmente si se tiene en cuenta el lenguaje y la mentalidad teológica actual y los caminos concretos que la praxis pastoral está buscando, al menos en algunos ambientes más vivos.

El texto mismo del OP provoca juicios y reacciones opuestas: de hecho, en muchos puntos manifiesta la intención precisa y firme de confirmar como típica la praxis tridentina de la confesión privada, pero no raras veces, tanto en los Praenotanda como en el rito, los horizontes se amplían; se nota la conciencia de una realidad mucho más amplia y compleja que, por una parte, refleja una evolución histórica larga y bastante diferenciada según tiempos y lugares y, por otra, una situación pastoral actual extremadamente difícil y diversificada, si se compara con la situación estática de la cristiandad de ayer.

El esfuerzo de los redactores —creemos que bueno, aunque en los hechos y en los condicionamientos ha podido tener más o menos éxito— tendía a concordar en la medida de lo posible las diversas tendencias y salir al encuentro de las necesidades reales del que vive en contacto con los hombres y con las comunidades de hoy. El resultado final, aunque imperfecto, no está exento de buenos frutos ni carente de significado para aquel camino de conversión que la iglesia de todas las épocas debe suscitar y dirigir sabiamente en el pueblo de Dios, como "fiel administradora de las insondables riquezas de Cristo y de la ilimitada misericordia del Padre".

a) Para un examen atento, son numerosos los valores positivos que emergen del nuevo rito. Ante todo, a nadie le escapa la importancia que se debe atribuir a un texto como el de los Praenotanda, aunque un estudio serio no debe separarlo o aislarlo del conjunto y menos de la riqueza ofrecida por la eucología, a pesar de habérsela reducido o empobrecido progresivamente a lo largo de las sucesivas redacciones.

Haremos referencia a la edición castellana Ritual de la Penitencia con la sigla RP.

Salta inmediatamente a la vista el planteamiento de fondo histórico-salvífico-trinitario del tema, que se explicita desde los nn. 1-5 del RP, vuelve muy a menudo después y está presente en toda la eucología, en primer lugar en la "fórmula de absolución" (RP 1020) central, ampliada e insertada explícitamente en tal contexto. He aquí otro ejemplo: "... el Padre acoge al hijo que retorna a él, Cristo toma sobre sus hombros la oveja perdida y la conduce nuevamente al redil, y el Espíritu Santo vuelve a santificar su templo o habita en él con mayor plenitud..." (RP 6, d; cf un texto semejante en el n. 5).

Más en particular se podría subrayar el hecho de que la penitencia se coloque en el centro de la historia salvífica, es decir, en el misterio pascual de Cristo, con las palabras mismas de la absolución (RP 19 y 102), e incluso con la exhortación que el sacerdote dirige al penitente para que tenga conciencia de ser renovado en y mediante ese misterio (cf RP 94). Es más, todo el conjunto de la celebración sacramental se presenta desde el comienzo como una proclamación de la victoria pascual de Cristo sobre el pecado (RP 1). Diversas lecturas y textos eucológicos no hacen sino reforzar esta idea central. Lo mismo sería preciso decir de la acción peculiar del Espíritu Santo en este sacramento: el hecho mismo de que un penitente llegue contrito al confesonario quiere decir que es "movido por el Espíritu Santo" (RP 6), aunque no lo advierta explícitamente; y es el mismo Espíritu, dado "para la remisión de los pecados" (fórmula de absolución), el que vuelve a consagrar su templo, es decir, la persona del cristiano (RP 6d).

La dimensión comunitario-eclesiológica, tan sentida y marcada en la penitencia antigua, en la praxis corriente (hasta ahora) e incluso en la conciencia de muchos confesores y penitentes, quedaba muy en la sombra por causa de una comprensión preferentemente individualista e intimista del sacramento. ¿Queda resuelto el problema en el RP? No, por cierto, de un modo totalmente satisfactorio o adecuado. Pero si, prescindiendo del modo como se haya llevado a la práctica en España, se considera el libro litúrgico RP en sí, el cual, sobre los tres ritos propuestos, organiza dos de ellos como celebraciones comunitarias (RP cc. 2 y 5) —con la precisa intención, manifiesta ya en el decreto introductorio, "ut in luce ponatur aspectus communitarius sacramenti" (desgraciadamente, el decreto no aparece en la traducción castellana)—, no podremos menos de reconocer que esto es ya un hecho importante que va mucho más allá de la situación anterior. Pero se dice también de modo explícito que "toda la iglesia, como pueblo sacerdotal, actúa de diversas maneras al ejercer la tarea de reconciliación", porque llama y prepara a la conversión, intercede por el pecador con su mediación materna y lo sigue paso a paso a lo largo de todo el itinerario que conduce a Dios, en el seno de la comunidad de los hermanos. Este texto, tan importante, termina precisando que la "misma iglesia ha sido constituida instrumento de conversión y absolución del penitente por el ministerio entregado por Cristo a los apóstoles y a sus sucesores" (RP 8; véanse también los nn. 5; 9; 19). Es una pena que de este contexto haya desaparecido algún hermoso texto patrístico (por ejemplo, de Agustín), donde se mostraba cómo en el conjunto del proceso de la reconciliación, hasta la absolución impartida por los legítimos sacerdotes, existe siempre la unitas ecclesiae que está presente y actúa sobre y con el penitente. Por el contrario, nos parece fuera de lugar pretender que el RP pueda dirimir la conocida controversia teológica sobre si la pax cum ecclesia sea la "res et sacramentum" a través de la cual se recibe la pax cum Deo: con el Vat. II (LG 11), el RP(n. 4) se limita a afirmar que el penitente, al recibir el perdón de Dios, se reconcilia a la vez (simul) con la iglesia, que había sido herida por su pecado.

Otro valor de primer orden, recuperado en la nueva celebración del sacramento, se encuentra eh el lugar y en la función atribuidos a la palabra de Dios, no sólo por el rico leccionario propuesto (se indican más de ochenta lecturas, con la advertencia de que pueden ser escogidas también otras según las circunstancias), sino por el principio mismo que se formula: "Es conveniente que el sacramento de la penitencia empiece con la lectura de la palabra. Por ella Dios nos llama a la penitencia y conduce a la verdadera conversión del corazón" (RP 24). El texto citado se refiere directamente a la celebración comunitaria (esquema II); pero, "si parece oportuno", se recomienda la lectura de un texto de la Escritura también en la celebración individual de la penitencia, por parte del confesor o bien por parte del penitente, al menos como preparación para el sacramento, si no es posible en el curso del mismo. La motivación que se da para ello es bastante significativa: "Por la palabra de Dios el cristiano es iluminado en el conocimiento de sus pecados y es llamado a la conversión y a la confianza en la misericordia de Dios" (RP 17). En la mens del nuevo rito todo el proceso de la conversión se sitúa bajo la luz y la fuerza del Verbum Dei, igual que sucedía en la antigua predicación profética, retomada por Juan Bautista y por Jesús en persona en los umbrales del NT, y que hoy encuentra su continuación en la iglesia: "Desde entonces la iglesia nunca ha dejado ni de exhortar a los hombres a la conversión ni de significar, por medio de la celebración de la penitencia, la victoria de Cristo sobre el pecado" (RP 1). Así, la llamada para volver a Dios, la revelación de su corazón de Padre, siempre esperando, para abrazarnos como hijos, el descubrimiento de la verdadera naturaleza del pecado dentro de una estructura de alianza y la apertura de una nueva posibilidad de vida en su amor, brotan de la escucha y del encuentro con la palabra de Dios (cf RP 4-6; 8-9; 17-18).

Durante la misma celebración comunitaria, a la lectura bíblica se añade la homilía con una pausa de silencio y el examen de conciencia, para penetrar totalmente en su sentido (RP 25-26 y 128-129). En el acto de contrición, con el cual el penitente pide a Dios Padre perdón de sus pecados recitando una oración, "es conveniente que esta plegaria esté compuesta con palabras de la Sagrada Escritura" (RP 19 y 95); recibida después la remisión de los pecados, "el penitente proclama la misericordia de Dios y le da gracias con una breve aclamación tomada de la Sagrada Escritura" (RP 20 y 103). Y si este recurso a la palabra de Dios se inculca para el momento de la confesión individual, con mucha mayor fuerza se insiste para todo el conjunto de la celebración comunitaria (véase, por ejemplo, RP 24-26), donde todo el significado del sacramento, con la homilía y el examen consiguiente, se plantea en estrecha dependencia de la palabra de Dios. Si, además, se tiene en cuenta todo lo que se ha dicho sobre las celebraciones penitenciales no estrictamente sacramentales, sino preparatorias al sacramento (RP 36-37), que se han de celebrar quizá durante los tiempos litúrgicos fuertes o antes de las grandes fiestas (cf RP, apéndice II), puede afirmarse que el puesto y la atención concedidos a la palabra de Dios pueden llegar a ser un elemento central para renovar verdaderamente el modo de comprender y practicar este sacramento: de la idea que así se forma del pecado al relativo examen de conciencia y acusación que se hace en la confesión, a la relación de todo el conjunto con la vida real del cristiano. Si este medio se revaloriza, se encontrará el verdadero camino para superar el tantas veces deplorado empobrecimiento del sacramento, donde todo se mueve en el plano más o menos legalístico-jurídico de la infracción de la ley, con el ansia de confesar todo y de recibir a cambio una absolución cuasi-mágica, para después volver a la vida real en cuanto se ha cerrado el paréntesis ritual que deja todo como antes. Muy diversos pueden ser los resultados para quien se deja interpelar personalmente por la palabra de Dios, que cuestiona nuestra vida, mientras nos llama insistentemente a la conversión y quiere restablecer con nosotros una verdadera relación de Padre a hijos, reconciliándonos con él en su Hijo y con la comunidad de los hermanos, abriéndonos así a un nuevo proyecto de vida que transforma todas nuestras relaciones, tanto verticales como horizontales.

Desde este punto de vista se comprende la crítica que tan frecuentemente se ha hecho a las Normae pastorales circa absolutionem sacramentalem generali modo impertiendam (16-6-1972), de la Sagrada Congregación para la doctrina de la fe —que necesariamente condicionaron después el Ordo Paenitentiae (1974)-, por el hecho de que no reconocen valor de sacramentalidad a las celebraciones penitenciales comunitarias (n. I). Las Normas las contemplan, como mucho (n. X), como preparación pedagógica (extrínseca) al verdadero sacramento, como si en todo el proceso de la conversión cristiana, hasta el vértice de la absolución sacramental, no fuese la palabra de Dios, bajo la acción del Espíritu Santo, la que nos tocase el corazón y nos abriese interiormente para acoger los tesoros de la misericordia del Padre que Jesús nos ha revelado y adquirido con su sangre, insertándonos en un nuevo proyecto de vida dentro de la comunidad de los hermanos.

Sin este encuentro personal con Dios a través de la palabra es difícil que una determinada praxis sacramental heredada del pasado salga fuera de la esfera legalística o ritual para ascender a un nivel propiamente teologal, que es el nuestro, el cual implica siempre una confessio fidei en el contexto del horizonte salvífico-trinitario-eclesial y una verdadera confessio peccatorum "ante ti, Padre, y ante vosotros, hermanos", terminando después, como por una necesidad intrínseca, con la alegría de la reconciliación, en la confessio laudis final, del mismo modo que las parábolas y las escenas evangélicas de encuentro de Jesús con los pecadores y las pecadoras acaban siempre en fiesta y cánticos (e incluso ¡danzas!), por la experiencia verdaderamente liberadora que recrea al hombre desde dentro y lo lanza hacia un nuevo futuro.

Si el confesor y el penitente comprenden bien estos valores de fondo, es imposible que todo quede limitado al ritual, a lo acostumbrado, anónimo y estereotipado, como se acusa a una cierta praxis tradicional, tanto de confesiones en masa como devocionales. La palabra, valorada en serio, arroja una luz nueva sobre todo el conjunto e implica en primera persona a los actores para una mejor comprensión de los diversos momentos y textos (piénsese en la densidad de la nueva "fórmula de la absolución"), para una elección más variada de los elementos que se tienen a disposición (baste recordar la riqueza ofrecida por las lecturas y por el apartado eucológico) y para una adaptación más realista a las personas, asambleas o circunstancias en las que se encuentra.

Y si cambia la comprensión de fondo, se renueva todo el-clima y el estilo de la celebración de parte del fiel y del confesor. Este tiene ciertamente conciencia de perdonar los pecados con una especial autoridad de Cristo y por la fuerza del Espíritu Santo; pero, dada la implicación tan profunda exigida al mismo tiempo a la persona del penitente, los dos se sienten concelebrantes en un acontecimiento que es mayor que ellos; es más, juntos son actores de una misma "liturgia de la iglesia, que se renueva continuamente" (RP 11), es decir, de esa ecclesia semper purficanda et reformanda, que está en estado de continua conversión en todos sus miembros sin excepción. Nos situamos aquí bastante más allá del plano puramente moral jurídico e individualista-formal, como si se tratase sólo de un rito que el sacerdote realiza sobre un sujeto más o menos pasivo. Las categorías tridentinas del "tribunal" y del "confesor juez" vuelven a confirmarse, pero en el contexto de un sentido pastoral vivo y concreto que hace referencia explícita y repetidamente al Cristo buen pastor del evangelio; o bien la figura del juez se completa con la del padre-maestro-médico de las almas, "hombre del Espíritu", con cuyo Espíritu el sacerdote debe sentirse siempre en intimidad y dependencia para tener su caridad, su pureza de corazón y humildad y su luz sobrenatural para el discernimiento de las almas (RP 6-11).

En suma: el plano de las grandes verdades teológicas empapa todo e influye también a nivel celebrativo y pastoral, con un notable enriquecimiento y ampliación de perspectivas y de comportamientos concretos. Todo esto, al menos a nivel objetivo, debe ser puesto de manifiesto en el texto del RP, aunque queden en diversas partes las normales incongruencias, vacíos y distancias por rellenar para llegar eficazmente al nivel de la aplicación práctica.

b) Si nos queremos detener ahora más directamente en los límites y lagunas más subrayados en estos años por teólogos, liturgistas y pastoralistas, podemos recordar entre los elementos más comunes de las diversas críticas una insuficiente armonización o incluso incoherencia entre algunos enunciados positivos de los Praenotanda y la aplicación concreta que reciben en la parte ritual. Por dar un ejemplo: es importante ver afirmada, como principio general, la dimensión esencialmente eclesial del sacramento de la penitencia, con la implicación y participación de todo el pueblo sacerdotal en todas las etapas del proceso de conversión y reconciliación; pero llega la desilusión cuando se observa el orden mismo con que en el RP se han dispuesto los capítulos o diversos modos de celebración y, en clara discordia incluso con un solemne enunciado del concilio (SC 26-27), se coloca en primer lugar el rito de la reconciliación individual; es más, se tiende a presentarlo como el verdadero (por no decir el único) tipo de celebración sacramental. Así también, resulta extraño elaborar y proponer oficialmente dos modos de celebración para un grupo de penitentes (RP, cc. II y III), con la intención declarada de "manifestar el aspecto comunitario del sacramento" (decreto introductorio, texto latino), y después constatar que el tercer esquema queda prácticamente bloqueado por un rígido complejo de leyes y prohibiciones, y el segundo resulta prácticamente un híbrido, incluso en aquello que no era necesario; en efecto, aun manteniendo como indispensable la acusación secreta e individual para cada uno de los pecados graves, ¿qué dogma impedía impartir después una absolución general a todos los penitentes bien dispuestos, reservando así la cumbre del sacramento a la celebración verdaderamente eclesial-comunitaria? Quizá algunas veces la incongruencia se invierte entre las dos partes: así, al comienzo de los Praenotanda (RP 2) se encuentra una alusión al nexo importante que une la penitencia con el bautismo-eucaristía, y después en el resto se evita casi totalmente el tema, mientras que en la parte eucológica (y en los apéndices) una búsqueda diligente podría poner de manifiesto textos y alusiones significativos. Lo más difícil de aceptar, salvo por razones disciplinares, es el ostracismo en que cae (único caso entre todos) la celebración del sacramento de la penitencia dentro del sacrificio eucarístico, mientras que la unión eucaristía-reconciliación es intrínseca a la naturaleza profunda de los dos sacramentos. Con la acostumbrada incoherencia se afirma después, y muy felizmente, que la eucaristía es "cumbre de la reconciliación con Dios y con la iglesia" (RP, apéndice II, n. 338). Obviamente se podían dictar algunas cautelas disciplinares a este respecto, pero establecer una separación absoluta va contra la naturaleza de las cosas.

Otra constatación evidente es que a lo largo de toda la exposición de los principios y de las aplicaciones se alternan y se entrecruzan dos teologías: por una parte, en algunos textos, y especialmente en muchas prescripciones concretas, está claro el deseo de mantenerse en la línea de la teología clásica sin abandonar la praxis penitencial postridentina; por otra, en algunos números de planteamiento más general y en muchos pasos que se repiten frecuentemente, como también en algunos elementos que pertenecen a la estructura del rito y a la eucología, aflora el esfuerzo de superar la visión escolásticotridentina, un poco restringida, para abrirse a la tradición y a la praxis penitencial más antigua y universal, mientras que al mismo tiempo se atiende y se quiere salir al encuentro, en cuanto es posible, de los problemas y de las exigencias que surgen en nuestro tiempo, tan lejano en algunos aspectos de la mentalidad y de las prácticas religiosas del pasado. La coexistencia de dos "mundos" culturales y religiosos diversos se refleja también en la misma terminología adoptada, comenzando por los nombres usados para este sacramento (penitencia-reconciliación); y esto quizá con resultados no del todo negativos, en cuanto que ningún término podía expresar la riqueza de contenido que en la misma tradición habían recibido diversas denominaciones para subrayar ora uno, ora otro aspecto. A veces, sin embargo, uno recibe la impresión de que existiera una yuxtaposición desorganizada, donde lo nuevo y lo positivo no falta, pero encuentra a menudo el contrapeso o el freno de un "sí, pero...".

El RP es, pues, un texto que, tanto para su correcta interpretación como para una inteligente puesta en práctica, exige una particular atención por parte del teólogo, del liturgista y del pastoralista. Quizá no esté bien el pedirle ciertas clarificaciones o sistematizaciones de fondo que no son de su competencia. En -> supra, III, 1, a, se ha aludido a la cuestión sobre el nexo preciso entre pax cum Deo y pax cum ecclesia; aquí se puede añadir la cuestión sobre el modelo exacto de interpretación y la clave esencial que explique la especificidad de este sacramento: la victoria sobre el pecado, ¿se explica en el marco de la alianza (matrimonial-eclesial-bautismal-eucarística, en una palabra: pascual), o bien en la dirección moral-jurídica? Respuestas de este género creemos que pueden pedirse, si es posible, a la reflexión teológica atenta a la praxis penitencial vivida por toda la tradición de la iglesia, tanto diacrónica como sincrónicamente, sin olvidar la dimensión ecuménica (especialmente de las iglesias orientales).

2. POSIBILIDADES DEL NUEVO RITO. Del análisis del nuevo RP, como se ha visto, no es difícil hacer surgir valores y defectos.

a) Entre los valores, creemos que deben incluirse sustancialmente los nn. 38-40 de los Praenotanda sobre las "adaptaciones del ritual a las diversas regiones y circunstancias" adaptación que, si tiene unos límites precisos fijados por las Normae mencionadas [-> supra, III, 1, a], para un estudio más atento deja un notable margen de espacio libre a tres niveles: de conferencias episcopales, de obispos diocesanos individuales y de ministros confesores particulares.

En los dos primeros niveles, en el fondo no hay otra cosa obligatoria e intangible que el conservar "integralmente la fórmula sacramental" (RP 38c). Para todo lo demás, incluida la composición eventual de nuevos textos más apropiados por parte del pueblo y de los ministros, el camino está libre. Sobre la confesión genérica y la absolución general (III esquema) están las conocidísimas restricciones que se recuerdan en RP 39; pero, como muestra el ejemplo de diversos episcopados extranjeros, la interpretación de las mismas puede ser más o menos amplia. En España, a este nivel, no se ha abordado a fondo el problema con todo el estudio y la competencia necesarios.

Para los confesores, especialmente para los párrocos, los Praenotanda se expresan así: "En la celebración de la reconciliación, sea individual o comunitaria (han de procurar) adaptar el rito a las circunstancias concretas de los penitentes, conservando la estructura esencial y la fórmula íntegra de la absolución; así, pueden omitir algunas partes, si es preciso por razones pastorales, o ampliar otras, seleccionar los textos de las lecturas o de las oraciones, elegir el lugar más apropiado para la celebración según las normas establecidas por las conferencias episcopales, de modo que toda la celebración sea rica en contenido y fructuosa" (RP 40). Como se ve, lo que aquí también se mantiene es "la estructura esencial y la fórmula de la absolución"; en cuanto a lo demás, no sólo se posibilita, sino que se insta a la adaptación, al tratarse de un sacramento que compromete tan íntimamente a la persona y a la comunidad concreta que se tiene delante. Referente a esto, sería oportuno leer también lo que en RP, apéndice II, nn. 292-293, se recomienda fundamentalmente para las "celebraciones penitenciales" simples, pero que, a la luz de RP 40, puede servir para cualquier celebración. En ese apéndice se exhorta a tener en cuenta "las condiciones de vida, el modo de expresarse [ilenguaje!] y las posibilidades receptivas" de cada una de las comunidades o grupos, y a organizar en consecuencia las celebraciones escogiendo los textos mejor adaptados. Los esquemas de celebración aquí propuestos, pues, deben considerarse "un subsidio puramente indicativo" (en latín: quasi specimina intelligenda, y así se expresa también el título latino que está al principio del apéndice II en el OP: Specimina celebrationum paenitentialium), que se debe adaptar caso por caso a las condiciones concretas y precisas de cada comunidad.

b) Ampliando el discurso a todas las posibilidades ofrecidas por el rito en los diversos esquemas y textos propuestos, es el momento de preguntarse qué se ha realizado verdaderamente o se ha intentado realizar seriamente en España, comenzando por las celebraciones sacramentales comunitarias, que también la iglesia ha organizado "ut in luce ponatur aspectus communitarius sacramenti". ¿Es lícito dejar a muchas de nuestras comunidades (¿cuántas?, ¿la mayor parte?) totalmente fuera de esta posibilidad y experiencia? Y sin embargo, de esas celebraciones puede derivar, de algún modo, la toma de conciencia de la dimensión social de ciertas culpas colectivas, donde está implicado también el pueblo cristiano; con ellas se puede proyectar nueva luz sobre el verdadero rostro de la iglesia, que debe aparecer siempre en estado de conversión en virtud de lo que es y de lo que debería ser; finalmente, darían posibilidad a.todos de comprender la naturaleza eclesial de un sacramento que en estos últimos siglos ha sido mantenido exclusiva y celosamente en la esfera de lo íntimo y de lo privado; aunque, evidentemente, siempre la persona con toda su responsabilidad deberá sentirse implicada, sin refugiarse en el colectivo, dado que la iglesia es "comunidad de personas", y no sociedad anónima.

Análogos interrogantes se podrían hacer, dirigiéndonos a todos, en relación con la riqueza inmensa y las posibilidades explosivas encerradas en la palabra de Dios como clave indispensable de la renovación penitencial: ¿Qué han hecho en este sentido los pastores, los confesores, los penitentes, las mismas comunidades y, en primer lugar, las comunidades religiosas? El axioma de los Praenotanda (RP 24) recordado [-> supra, III, 1, a], que supone que todo el proceso penitencial parte de la escucha de la palabra, habría podido tener muchas más aplicaciones, al menos en las comunidades espiritualmente más preparadas y comprometidas. Pero ¿qué han hecho los mismos responsables para que las cosas vayan en esta línea, según la inapreciable indicación, teológica y pastoral, del RP? Quizá se ha hecho alguna cosa o se ha intentado hacer en algunos grupos. Pero, en general, ¿las comunidades eclesiales han comprendido y se han convertido, confiándose al poder de la palabra de Dios? Hay mucho que meditar aquí por parte de los pastores y de los guías del pueblo de Dios. Quizá se tiene mayor confianza en nuestras palabras sobre Dios que en la escucha directa de la palabra de Dios.

Esto nos lleva a suscitar otra cuestión: ¿Hemos sido capaces en nuestras comunidades de encontrar una relación intrínseca entre nuestras instrucciones o celebraciones penitenciales y la vida real de cada día, a la que también aluden los Praenotanda (RP 18; 20)? Aquí se deja amplio espacio a la sana creatividad para inventar, quizá en diálogo con los mismos fieles, gestos concretos y verdaderamente significativos de conversión, de caridad, de paz y de perdón mutuo, según las diversas situaciones que se dan dentro de la comunidad, de la familia, del barrio o de la sociedad más amplia, donde no faltan ocasiones de conflictos o de tensiones causados por intereses, ideologías, opciones políticas diversas y personalismos de todo tipo. ¿Por qué no preguntarse nunca, por ejemplo, qué significa un sacramento de la reconciliación celebrado poco antes de la pascua o en otra circunstancia parecida, si la atmósfera está envenenada, incluso entre los cristianos que frecuentan la misma iglesia o la misma mesa eucarística? ¿Quién creerá a estos cristianos que se consideran perdonados, y muchas veces, por Dios, pero que no saben perdonar para convertirse en "constructores de paz"? Se trata aquí de crear una relación cada vez más estrecha entre sacramento y vida; y esto a nivel personal, comunitario y social. Se comprende entonces cómo los sacramentos no afectan sólo al bien y al progreso espiritual de cada uno en sí mismo o en relación con un Dios colocado sobre las nubes: por su naturaleza intrínseca, los sacramentos son y deben llegar a ser constructores de comunidad, de armonía fraterna, de ayuda recíproca, e incluso de reconciliación cada vez que es necesario. El momento culminante de esta experiencia cristiana se vive en la eucaristía; pero también el sacramento del que hablamos, realizando la paz con Dios y con la comunidad de los hermanos (cf RP 5) en el sentido horizontal, constituye otro momento fuerte, estrechamente emparentado además con el único sacrificio pascual, que es la fuente de todo.

Finalmente, surge una pregunta seria: la situación de inercia en la que parece encontrarse la comunidad eclesial española en el tema que nos interesa, ¿se debe a los defectos reales del nuevo RP, o bien debe buscarse la causa en nuestras comunidades, que no han sabido comprender ni valorar sus elementos positivos, presentes de modo innegable en el nuevo rito, y que ofrecen no pocas posibilidades de renovación y de camino hacia delante? Las mismas mejoras que se pueden sugerir a las instancias competentes para que el rito se adecue mejor al sentido del sacramento y a ciertas exigencias actuales pueden surgir no tanto de las discusiones académicas o de arbitrarias huidas hacia delante, sino de verdaderas experiencias pastorales que exploten inteligentemente lo que contiene de positivo y, al mismo tiempo, pongan de manifiesto sus lagunas y problemas: a todo esto podrán responder las autoridades responsables, según el principio que iluminó todas las decisiones del concilio y el camino mismo de la reforma litúrgica: bonum animarum suprema lex.


IV. Para una pastoral de la penitencia

Varias veces en la historia de la iglesia la confesión ha sufrido crisis. Pero en la confusión general en la que se debate hoy gran parte de la humanidad, la iglesia puede y debe aparecer más que nunca como "columna y fundamento de la verdad" (1 Tim 3,15), maestra y guía segura, no por pretensión humana de los que la componen, sino por la luz y la salvación que alcanza a la fuente más original e infalible: Dios mismo y su Hijo Jesús, revelación y encarnación suprema de la bondad del Padre. Por esto, en cuanto la sede apostólica publicó el Ordo Parnitentiae (el Decretum lleva la fecha de 2 de diciembre de 1973), la CEE preparó la edición castellana, que entró oficialmente en vigor el 12 de febrero de 1975. Poco después, en el marco del plan general para la renovación de la pastoral y de la praxis sacramental, la misma CEE publicó el documento: "Orientaciones doctrinales y pastorales sobre el Ritual de la Penitencia" (24-11-1978r. Si hubo algunos intentos para hacer comprender las consecuencias y las posibilidades del nuevo rito, se debe reconocer, a distancia, que el rito mismo no ha producido en nuestras comunidades todos los frutos espirituales esperados. Excepto casos aislados, no parece que la adopción del nuevo RP, con sus "Premisas" tan ricas con vistas a un trabajo formativo de base y con las posibilidades que ofrece para una celebración más variada y adaptada a los casos particulares [l supra, III, 1 y 2], y a pesar del comentario teológico-pastoral mencionado que hizo la CEE, haya conseguido transformar realmente la comprensión y la praxis de este sacramento en España, tanto por parte de los confesores en general como de los penitentes, ni siquiera en las zonas más tradicionalmente católicas y ricas en tantos valores. Es necesario que el tema no se deje caer en el olvido, sino que se retome con decisión y sabiduría pastoral.

1. EVANGELIZAR LOS VALORES PROFUNDOS DEL SACRAMENTO DE LA MISERICORDIA. Es imposible que la práctica sacramental se reavive y produzca los frutos esperados, si primero no se llegan a comprender los grandes valores que se ocultan en el que es uno de los dones más bellos y más humanos concedidos por Jesús a la iglesia y a las almas. Damos aquí, por esto, algunas líneas que ayuden a la toma de conciencia y a la catequesis, y hagan progresar la reflexión y el esfuerzo de la renovación, incluso práctica, a partir de las valiosas indicaciones y de la profundización que ha tenido lugar en estos últimos años, del Vat. II en adelante, en armonía con la sana doctrina católica de siempre, pero sin negar algunas lagunas reales del pasado que todavía pesan en la mentalidad común. Ya el citado documento de la CEE sobre la penitencia subrayó la "predicación de la fe para llamar a la conversión" (RP 57) y "el enlace entre la palabra, la fe y el sacramento de la reconciliación" (RP 59). Por esto, se debe comenzar un paciente trabajo desde la base.

Una primera clarificación concierne a la idea misma de pecado vista a la plena luz de la revelación. La ofuscación del sentido de Dios para el hombre de hoy; el surgimiento del "sentido de culpa" del que hablan los psicólogos modernos, que es algo muy diferente del "sentido de pecado"; tal vez la insuficiente formación catequística recibida en la infancia, que acentuaba el aspecto sobre todo legal del pecado mismo..., exigen que se vuelva a examinar lo que significa el término pecado en una justa y completa perspectiva cristiana. Ya los profetas del AT intuyeron la naturaleza específica y la gravedad del pecado de Israel a partir de la experiencia de la alianza, a la que Dios por pura gracia había llamado al pueblo. Para definir esta culpa y esta responsabilidad, los profetas usan un lenguaje muy fuerte: hablan de infidelidad y de ruptura del vínculo del amor contraído por Dios; de traición y de adulterio, que rompe el vínculo matrimonial entre Dios y su pueblo (véase, por ejemplo, la historia de Oseas, que parece ser el primero en exponer esta fecunda perspectiva). En la nueva alianza en que vive el cristiano, después de la plena revelación de que "Dios es amor" (1 Jn 4,8) y en Cristo "nos amó hasta el fin" (Jn 13,1), las cosas no pueden ser diversas; es más, se agrava la valoración del pecado; naturalmente, a condición de que el pecador haya tomado conciencia del don recibido. La revelación habla de un nuevo crucificar a Cristo (cf Heb 6,6), a ese Cristo que el Padre nos ha dado en un gesto supremo de amor (cf Rom 8,32; Jn 3,16), en plena consonancia con la abnegación del Hijo, que se entregó por nosotros hasta la muerte (cf Gál 2,20; Ef 5,25; Flp 2,6-8).

Por tanto, el pecado del cristiano bautizado, que se sabe acogido y amado "como hijo en el único Hijo" por la ternura del Padre, no podrá nunca reducirse a la simple infracción de una ley abstracta o a la violación de un código que le es extraño: será siempre el pecado de un hijo pródigo que desconoce la bondad y los dones del Padre; el pecado de un hijo que se sale y que de algún modo se extraña de la casa y de la familia común, es decir, se distancia de la comunidad de los hermanos; en vez de tomar parte viva y activa en la obra común de la iglesia, con su comportamiento, especialmente si es grave, la deshonra y la hiere, disminuye su belleza de esposa y oscurece e impide, por su parte, su luminosa irradiación sobre el mundo. Para nosotros, llamados a la intimidad con Dios, el pecado no puede presentarse sino como rechazo del amor interpersonal, clausura y ruptura de una unión que la palabra de Dios no duda en describir con "todos los matices del amor", que van de la fuerte ternura paterna a la invencible delicadeza del afecto maternal, hasta la experiencia más íntima y profunda que conoce el amor humano en la intimidad indisoluble de los esposos, que forman "una sola carne". Toda la historia de la salvación no hace más que demostrar cómo la "especial fuerza del amor [...] prevalece sobre el pecado y sobre la infidelidad del pueblo elegido" (Juan Pablo II, Dives in misericordia, del 30 de noviembre de 1980, n. 4) y de cada persona en particular. El Dios que se reveló a Moisés es un "Dios clemente y misericordioso, tardo para la ira y grande en benignidad y fidelidad" (Ex 34,6), en esa bondad que permanece firme y victoriosa a pesar de las traiciones del hombre. Un buen día resulta claro que el amor de Dios va más allá de los confines de Israel y que, superando las resistencias de una visión bastante restringida y nacionalista, como en el caso de Jonás, se derrama sobre la misma ciudad pagana de Nínive. En suma, el amor de Dios es verdaderamente universal y nadie tiene derecho a limitarlo en su extensión, duración o intensidad. "Vacilarán los montes, las colinas se conmoverán, mas mi bondad hacia ti no desaparecerá ni se conmoverá mi alianza de paz, dice Yavé, el que de ti se compadece" (Is 54,10).

Esta revelación del amor divino alcanza su culminación en la persona misma del Hijo, que viene a nosotros precisamente para traducir en términos humanos esa infinita riqueza de caridad. Aquí tiene su causa la enseñanza y el comportamiento concreto de Jesús, que se declara enviado no a los sanos y a los justos, sino para curar a los enfermos y para buscar a los perdidos y a los lejanos (cf Mc 2,17; Lc 19,10); quiere hacer sentir a todos la invitación y la espera angustiosa del Padre, que está ansioso por abrazar de nuevo a sus hijos; al mismo tiempo, en los banquetes festivos que sellan la reconciliación de Zaqueo, de Leví, de la pecadora o al final de las parábolas de la misericordia (cf Lc 15), quiere hacer visible, a pesar de las murmuraciones de la gente, toda la alegría que Dios experimenta en perdonar y la fiesta de la que quiere hacer partícipes a los ángeles del cielo, a los amigos y vecinos, de modo que entre cielo y tierra se celebre la comunión plena del amor, restablecida después de la ruptura. Pero todo esto nos ha sido dado "a gran precio" (cf 1 Cor 6,20); porque en el momento supremo de la vida de Jesús, el Padre no perdonó a su Hijo, sino que "le hizo pecado en lugar nuestro" (cf Rom 8,32; 2 Cor 5,21) sobre la cruz, y el Hijo se hizo levantar "para atraer a todos hacia él" (cf Jn 12,32). Este sacrificio total fue el que mostró cómo el amor es más fuerte que la muerte: mientras externamente se consumía la vida de Jesús, en realidad, por medio de la libre ofrenda de amor, destruía la raíz misma de la muerte que es el pecado, y así hacía que triunfase de nuevo la vida, la verdadera vida, que no termina nunca y que el Padre ha manifestado en la resurrección del Hijo (cf Flp 2,9). Es justamente por ese amor llevado al extremo por lo que entre el Padre y el hombre —escribe Juan Pablo II (Dives in misericordia 7)— nace "un vínculo todavía más profundo que el de la creación". Le pertenecemos por un nuevo título, ya que fuimos adquiridos de nuevo mediante la preciosa sangre de Cristo (cf 1 Pe 1,18-19; Ap 14,3-4). Se comprende, entonces, por qué la misma tarde de pascua, en la primera aparición a los discípulos, como primer fruto de la redención Jesús les comunica junto con la paz el soplo creador de su Espíritu (cf Jn 20,22-23), que, gracias a los méritos de aquel sacrificio, los hace partícipes de la misma comunión infinita de amor que hay entre el Padre y el Hijo, y que constituye la misma persona del Espíritu Santo. Así, por una parte, el Espíritu, como se expresa la liturgia', es "el mismo perdón de los pecados", en cuanto acto infinito de amor de Dios del que se nos hace partícipes, que cura y se opone a la actitud de ruptura en la que nos sitúa el pecado, y, por otra, transmite a los apóstoles "el poder de perdonar los pecados", que es propio de Jesús (cf Mt 9,6-7).

Para que los fieles tomen conciencia de lo que quiere decir pecado y entren en la dinámica de conversión-penitencia, es indispensable que antes sean evangelizados, es decir, lleguen a descubrir auténticamente a un Dios personal con el que se encuentran en relación, un Dios que ya en sí mismo es comunión de amor entre las tres personas, un Dios que se ha revelado y manifestado como amor al hombre. En Cristo nos ha dado la prueba suprema, y en su pascua ha destruido la barrera del pecado con todas sus consecuencias para reconstruir en el don del Espíritu la nueva alianza de amor con Dios y entre nosotros, formando el nuevo cuerpo de Cristo, que es la iglesia. La pascua conduce a pentecostés y a la iglesia, donde todo se vive de un modo concreto: el "misterio de la reconciliación", realizado por Jesús una sola vez ante el Padre en favor de toda la humanidad, se convierte ahora en "ministerio de la reconciliación", que se realiza en el Espíritu y en el signo sacramental a lo largo de toda la historia de la iglesia, mediante los apóstoles y sus sucesores, que han recibido el mismo poder de perdonar los pecados. "En nombre de Cristo os rogamos escribía san Pablo—: reconciliaos con Dios" (2 Cor 5,18-21).

De por sí, el cristiano que se ha convertido por medio de la fe y el bautismo y ha entrado en la comunidad de la nueva alianza en el Espíritu ya no tendría necesidad de reconciliación; pero Jesús ha previsto un nuevo sacramento no sólo para socorrer nuestra debilidad, desgraciadamente siempre experimentada de nuevo, sino para mantener siempre presente y abierta en la iglesia esa fuente perenne de misericordia que nos reveló y abrió una vez de parte del Padre. Así instituyó también este medio para continuar su obra redentora y salvadora en la historia, para los individuos y también para beneficio de la sociedad. En efecto, con los sacramentos, actos realizados por la iglesia en su nombre y con la fuerza de su Espíritu, permanece siempre activo en el mundo para sanarlo y salvarlo. El cristiano bien formado sabe que, como discípulo de Cristo y miembro de un mismo cuerpo, no vive nunca solo ni se salva aisladamente (cf LG 9). Por el contrario cree, ora, construye su santificación personal y colabora en el crecimiento del reino de Dios, necesariamente en la iglesia y unido a la iglesia. Por lo mismo, no peca nunca solo, es decir, sin dañar también al organismo vivo de la iglesia, que sufre por cada pecado de comisión u omisión de sus miembros; y así tampoco puede reconciliarse nunca solo, es decir, sin el adecuado reconocimiento y la reparación debida a la iglesia y sin su ayuda materna. Ya el obispo mártir san Cipriano (t 258) afirmaba que no es posible la paz con Dios sin paz con la iglesia, y completaba su pensamiento con la famosa sentencia: "No puede tener a Dios como Padre quien no tiene a la iglesia como madre" (De unitate Ecclesiae catholicae 6).

Otro punto delicado debe tenerse en cuenta hoy: el cristiano, cada vez que va a misa, es invitado ciertamente a participar de un modo pleno, es decir, hasta la comunión sacramental. Es claro que Cristo, al instituir la eucaristía bajo la forma y el signo de un banquete y de un alimento hecho para ser comido, pretendía llegar a realizar la plena comunión con todos; y sabemos también que el fruto perfecto de su sacrificio, la gracia propiamente sacramental, no se recibe sino por el camino indicado por él: comiendo su carne y bebiendo su sangre, para tener en nosotros la vida (cf Jn 6,53-58). Sin embargo, está también claro que es preciso ponerse en la disposición interior de obediencia a la voluntad del Padre, según el ejemplo que Cristo nos da ofreciéndose al Padre por nosotros. ¿Cómo entrar en la intimidad de su vida, si nos encontramos en la antítesis de lo que él exige de nosotros? Por esto san Pablo nos advierte: "Examínese, pues, el hombre" (1 Cor 11,28). Un autorizado documento del magisterio (instrucción Eucharisticum mysterium, del 25 de mayo de 1967), comenta del siguiente modo este texto, recogiendo como en síntesis la doctrina tradicional de la iglesia: "La práctica de la iglesia declara que es necesario este examen para que nadie, consciente de pecado mortal, por contrito que se crea, se acerque a la sagrada eucaristía sin que haya precedido la confesión sacramental. Pero si se da una necesidad urgente y no hay suficientes confesores, emita primero un acto de contrición perfecta" (n. 35). De este modo se aprecia mejor la estrecha relación que tienen intrínsecamente todos los sacramentos, incluido el sacramento de la penitencia, con la eucaristía, justamente llamada por el nuevo RP "culminación de la reconciliación con la iglesia y con Dios" (apéndice II, n. 338), porque el misterio del "cuerpo entregado y de la sangre derramada para el perdón de los pecados" (plegaria eucarística, palabras de la consagración) contiene totalmente lo que los otros signos sacramentales indican y comunican con dones parciales. No se trata de favorecer una cierta mentalidad que todavía sobrevive en algunos de nuestros fieles, que creen en la necesidad de la confesión cada vez que se comulga, aunque no se tenga conciencia de pecados graves; pero, por otra parte, no se puede olvidar el peligro de llegar a ser "reos del cuerpo y de la sangre del Señor" cuando no se sabe hacer el necesario "discernimiento" —del que habla san Pablo (1 Cor 11,29)— acerca de las propias disposiciones interiores con el fin de armonizarlas con la voluntad del Señor. Cf también CDC de 1983, can. 916.

2. UNA CELEBRACIÓN AUTÉNTICA. Si la fe lleva al cristiano bautizado a la clara conciencia de que todo pecado significa el abandono del Padre y de la casa paterna para disipar los dones recibidos de un modo ingrato y egoísta, también su vuelta será una gran fiesta de amor, y no sólo un pequeño gesto ritual que quede al margen o en la superficie de su existencia. Celebrar el sacramento es siempre creer y proclamar la victoria de Cristo crucificado y resucitado; "significa creer —para decirlo con Juan Pablo II— que el amor está presente en el mundo y que este amor es más poderoso que cualquier tipo de mal en el que el hombre, la humanidad o el mundo estuviesen envueltos" (Dives in misericordia 7). Por esto, además de la preparación remota (nunca concluida), encontramos hoy en el nuevo RP un medio precioso y eficaz que todavía no parece suficientemente conocido y valorado en el uso pastoral de nuestras comunidades, pero que sería capaz de renovar verdaderamente la praxis sacramental y la toma de conciencia de los grandes valores implicados en el sacramento. Aludimos a la liturgia de la palabra, medio siempre disponible para evangelizar, todas las veces que sea necesario, acerca de las riquezas contenidas en el don de Dios. Esta liturgia de la palabra, con su correspondiente salmo responsorial, homilía orientada a un examen de conciencia y pausa de silencio, es parte necesaria e indispensable en toda celebración comunitaria de la penitencia: el nuevo RP es categórico a este respecto (n. 24). Es una vía concreta mediante la cual hoy la iglesia puede continuar su misión profética y apostólica de anunciar a todos la necesidad de convertirse al Dios viviente y proclamar la gravedad del mal ante el juicio y según los criterios de Dios; mientras, al mismo tiempo, hace sentir la invitación, desvela y ofrece la misericordia del Padre que nos espera para hacernos hijos y colaboradores suyos. Los tres actos constitutivos del sacramento realizados por el penitente (contrición, confesión y satisfacción) —que hacen de él como un concelebrante en el proceso de la reconciliación—brotan y se desarrollan bajo la luz y la fuerza "transpasadora" (en el sentido original de la "compunción", por ejemplo en He 2,37) de la palabra de Dios, cuya eficacia se debe ciertamente a la íntima acción del Espíritu Santo, que mueve al pecador, como se expresa en RP 6, a convertirse desde dentro y acercarse al sacramento. También el cuarto elemento, la absolución, que completa el sacramento por parte del ministro competente para transmitir el perdón en nombre de Cristo y de la iglesia, es siempre una palabra de Dios o de Cristo con su eficacia infalible.

Así, en consonancia con la doctrina clásica de la tradición cristiana, tomada de nuevo y confirmada por el Vat. II y traducida después en el nuevo RP, se debe recomendar vivamente volver a dar un puesto de honor, en la experiencia de la reconciliación, a la lectura-escucha, a la meditación, a la confrontación y a la celebración de la palabra, en cuanto sea posible incluso en la confesión individual (RP 17 y 87-93). Ciertamente existen circunstancias de número o tipo de personas para quienes esto es imposible o muy difícil; pero con el clero, con religiosos y religiosas, con muchos laicos muy preparados y comprometidos, el uso sabio y penetrante de la palabra de Dios, antes o durante la celebración, puede llegar a ser un gran medio de renovación, abrir el camino para volver a descubrir y a vivir ciertos valores de fondo del encuentro con Dios misericordioso.

En este horizonte aparece claramente cómo una experiencia tan profunda sólo puede verificarse donde la persona está totalmente comprometida. Esto vale también para la celebración comunitaria, porque la verdadera comunidad cristiana siempre está formada y actúa a nivel de personas, nunca a nivel de masa o de grupo, que llega a eliminar la responsabilidad a los individuos. Además, también en los ritos penitenciales comunitarios propuestos oficialmente por el RP el encuentro de la confesión auricular con el sacerdote confesor es siempre un acto personal, tanto en la celebración misma como también (en la forma celebrativa con absolución general) dejado para una ocasión más oportuna (en caso de tener pecados graves). Por esto viene muy a propósito la reiterada recomendación del papa Juan Pablo II para que no se pierda o se reduzca a un hecho esporádico la confesión individual que nos ha transmitido la tradición católica de los últimos siglos y es fuente de tanto bien espiritual (cf Redemptor hominis, del 4 de marzo de 1979, n. 20, y diversos discursos pronunciados en Roma y en los viajes al extranjero).

Después de decir esto para salvaguardar un bien precioso para todos y confiado a nuestra responsabilidad, es verdad que el RP ha organizado y propuesto también otros dos ritos de la penitencia "para poner de manifiesto el aspecto comunitario del sacramento": sería una pérdida real para todos no entender ni valorar adecuadamente estas nuevas riquezas. En efecto, no se trata de hacer más solemne en algunas ocasiones el rito o de resolver el problema práctico de la gran abundancia de penitentes; antes de nada es preciso convencerse de que todo acto sacramental, por su misma naturaleza, es un acto de Cristo y al par un acto eclesial, que afecta y compromete al conjunto de la comunidad de los fieles. Esto, naturalmente, es aplicable también a la confesión individual; pero no se olvide que en las celebraciones para un solo penitente, los signos eclesiales se reducen al mínimo esencial y no se dirigen a la conciencia explícita de los fieles, especialmente cuando la celebración se desarrolla en algún rincón oscuro, quizá no del todo decoroso.

Por el contrario, la forma comunitaria del sacramento, si está bien preparada y realizada según las normas de la liturgia, amplía los horizontes, hace comprender de un modo concreto cómo todo sacramento no debe ser nunca entendido como un acto solamente privado o íntimo, ni puede ser vivido sólo a nivel psicológico: es celebrado por la iglesia y en la iglesia; es un acto solemne de culto a Dios (cf SC 59) que trasciende el valor de las personas particulares, incluido el confesor. El fiel comprende mejor cómo su mismo pecado es algo que afecta y hiere a la naturaleza íntima de la santa iglesia, a la que pertenece y de la que se siente corresponsable; en su arrepentimiento y vuelta a Dios advierte que no está solo, sino que se ve ayudado y sostenido por la comunidad de los hermanos. En una celebración comunitaria bien preparada —cuando bajo la dirección del sacerdote-pastor todos se disponen a la escucha y a la confrontación seria con la palabra de Dios, todos juntos se reconocen y confiesan pecadores y necesitados de la misericordia divina y también del perdón mutuo, oran juntos los unos por los otros y juntos cantan, edificándose recíprocamente (cf Ef 5,18-20; Col 3,16-17)— se da una manifestación visible de lo que es la iglesia, ciertamente santa por los dones recibidos de Cristo, pero que "acoge en su propio seno a hombres pecadores [... y por eso está] siempre necesitada de purificación [y] busca sin cesar la penitencia y la renovación" (RP 3). Lo que el penitente puede tomar para sí en este momento es sobre todo la mediación orante y maternal de la iglesia: mediación que durante muchos siglos ha acompañado todo el itinerario de conversión-reconciliación de los penitentes públicos, hasta el día —jueves santo— en que el obispo les imponía las manos para la absolución definitiva; sin embargo, esta absolución no aparecía como un acto jurídico válido en sí mismo, sino como meta de una cooperación, larga y trabajosa, en la que había participado toda la comunidad. Por otra parte, no se olvide, como lo recuerda RP 5, que por la ley de la solidaridad, llevada a su grado máximo en el cuerpo místico de Cristo, "el pecado de uno daña también a los otros y la santidad de uno aprovecha también a los demás"; por otra parte, "los hombres, con frecuencia, cometen la injusticia conjuntamente, del mismo modo se ayudan mutuamente cuando hacen penitencia", para que, "unidos a todos los hombres de buena voluntad, trabajen en el mundo por el progreso de la justicia y de la paz". Aludimos aquí a la dimensión social de muchos pecados y de muchas situaciones de injusticia. Es sabido cómo muchos hombres de hoy, sobre todo los jóvenes, son extremadamente sensibles a esta amplia realidad del pecado que nos envuelve y nos hace a todos de algún modo solidarios y corresponsables. Las celebraciones comunitarias de la penitencia cristiana puestas como ejemplo pueden ayudar a los fieles a tomar conciencia de las responsabilidades colectivas reales, a comprender cuál es la verdadera actitud cristiana que corresponde a esa situación y, por tanto, a descubrir cuáles son los medios más eficaces e idóneos para intervenir aquí y ahora en la medida de lo posible, sin olvidar nunca que el discípulo de Cristo está dispuesto a cualquier sacrificio para socorrer a un hermano que sufre o que tiene necesidad.

En cuanto al tercer esquema de celebración, donde la absolución se imparte colectivamente una vez realizada la confesión genérica de los pecados, la decisión relativa a su uso pertenece a las conferencias episcopales (RP 39b). El episcopado español ha dado unos criterios orientativo-pastorales sobre estas celebraciones (RP, Orientaciones doctrinales y pastorales del episcopado español, nn. 76-82). Está, sin embargo, el segundo esquema, que, atendiendo a las indicaciones del RP y con alguna observación pastoral, podría y debería encontrar aplicación, al menos en algunas ocasiones, tanto para los niños como para la comunidad adulta y para las diversas categorías de fieles, según las circunstancias de tiempo y lugar. No estaría mal, incluso, que al menos en algunas iglesias más preparadas y en algunos santuarios hubiera regularmente celebraciones comunitarias de la penitencia, realizadas de modo ejemplar, para que los fieles de una cierta zona, advertidos de ello, pudiesen participar en determinados días y horas. En todo caso, RP 36-37 prevé también y recomienda vivamente celebraciones comunitarias de la penitencia no estrictamente sacramentales, que son "utilísimas para la conversión y la purificación del corazón". Por la gran elasticidad con que se pueden organizar y adaptar a las diversas exigencias de la comunidad y del grupo concreto, por la posibilidad de escoger libremente las lecturas y la valoración plena de la palabra de Dios como elemento fundamental de toda la experiencia penitencial tanto personal como comunitaria o social, estas celebraciones pueden llegar a ser un medio eficacísimo y al alcance de todos, especialmente en los tiempos fuertes como la cuaresma, en la preparación de las grandes fiestas y en otras muchas circunstancias particulares, para iluminar y madurar la conciencia con vistas a una confesión sacramental. Las comunidades religiosas podrían llegar a ser signo viviente y convincente en medio del pueblo de Dios no sólo dando siempre ejemplo de una conversión cada vez más profunda y de reconciliación con Dios y en sus relaciones fraternas, sino también ofreciendo modelos de celebración penitencial comunitaria útiles para todos los demás grupos de fieles.

La celebración penitencial en todas sus formas exige un compromiso muy serio por parte de todos. Pero la riqueza del nuevo RP que hemos subrayado tantas veces (lectura de la palabra de Dios, homilía, examen de conciencia, cánticos, silencio), sin olvidar la importancia que se vuelve a dar al gesto bíblico de la imposición de las manos (RP 19 y 102), constantemente presente en la tradición litúrgica en la absolución de los pecados, como momento culminante de un lenguaje ritual más amplio, y la abundancia de formularios para la oración que acompañan todo el desarrollo, nos ayudarán a realizar también este sacramento en el marco de una celebración verdadera y digna; en consecuencia, no reduciremos por negligencia nuestra todo a la mera confesión-enumeración de pecados, sobre los que después se pronuncia una rápida absolución, sino que insertaremos cada elemento en una gran confesión de fe en el marco de la comunidad eclesial animada por el Espíritu, y el Espíritu nos hace encontrarnos con el Padre de la misericordia, que siempre nos renueva en la muerte-resurrección de su Hijo. De este modo, todo desemboca de modo natural en la gran confesión final de alabanza.

3. CELEBRACIÓN Y COMPROMISO DE CRECIMIENTO ESPIRITUAL. De cuanto se ha dicho hasta ahora se concluye que el sacramento de la penitencia se apoya necesariamente en una base más amplia: la actitud exigida por la fe-conversión, que no ha sido nunca realidad de una vez para siempre, y el estado en que nos ha puesto el bautismo de muerte-lucha con el pecado y con todas sus manifestaciones con el fin de que siempre triunfe en nosotros la vida nueva de Cristo resucitado, muestran que el cristiano no llega nunca al final de este itinerario, de este esfuerzo continuo por creer en Cristo, luchando contra todas las fuerzas que se oponen tanto desde dentro como desde fuera.

Precisamente santo Tomás (S. Th. III, q. 86, a. 2) afirma que la penitencia-sacramento no puede perdonarnos los pecados si no encuentra en nosotros la penitencia-virtud, es decir, esa actitud de fondo permanente que rechaza el pecado y da paso a la acción transformadora de la gracia de Cristo, que quiere asimilarnos a él de día en día. Los dos polos —la gracia de Dios y nuestra colaboración voluntaria— se necesitan y se sostienen mutuamente en todos los sacramentos, y especialmente en éste, que precisa de todo nuestro compromiso interior y exterior.

Las ideas de mortificación, de renuncia y de lucha contra toda forma de mal, aunque son clarísimas y centrales en el evangelio como condiciones absolutas para seguir a Cristo (llevando la propia cruz: Mt 16,24), se han enfrentado siempre con las tendencias naturales del hombre y con el espíritu del mundo, que predica lo contrario. Hoy estas ideas tienen el peligro de encontrar especiales dificultades en la mentalidad de los fieles, a causa del clima en que todos estamos inmersos, de la civilización del bienestar y del consumo. En nuestro tiempo surgen además teorías equivocadas que, unidas a intereses económicos, desearían justificar en la educación misma de los niños y de los jóvenes la idea tan difundida de contentarlos en todo. Es verdad que también a la iglesia le ha parecido bien modificar y aliviar algunas formas de penitencia y ascesis; pero, por otra parte, no se puede renunciar a la fundamental exigencia evangélica y cristiana de la educación al sacrificio. La misma constitución apostólica de Pablo VI Paenitemini (17 de febrero de 1966), que mitigó y adaptó las antiguas formas penitenciales a la nueva situación, proclamó también con fuerza: "Por ley divina todos los fieles son llamados a hacer penitencia".

Por tanto, se trata de no disminuir el rigor y el vigor de la llamada evangélica a realizar esa fundamental renuncia que se nos pide desde el momento en que nacemos a la vida cristiana en el bautismo y que se prolonga en la lucha, en nosotros y en torno a nosotros, por conservar y hacer crecer de día en día, sano y robusto, el don de la vida nueva puesto en nosotros por el amor de Dios: Dios nos ha purificado y renovado en las aguas bautismales, nos ha hecho criaturas nuevas e hijos suyos; pero nosotros debemos llegar a ser en lo cotidiano, en la realidad en que vivimos, lo que somos en lo profundo por puro don.

En este esfuerzo de fidelidad y de crecimiento cotidiano es donde justamente se comprende otro aspecto del sacramento de la penitencia que todavía no ha aparecido con toda claridad. En efecto, la reconciliación sacramental no sólo restablece la unión entre nosotros y Dios después de una grave ruptura y de un total alejamiento de la casa del Padre (pecado mortal), sino que nos perdona también muchas debilidades, pequeñas infidelidades y componendas entre nuestro yo y las exigencias del amor, que son tanto más apremiantes cuanto más profundamente lo comprendemos y no queremos oponernos a ellas. Es incalculable el don que Dios nos hace perdonándonos también las culpas cotidianas, lo que llamamos pecados veniales. No olvidemos que el mismo pecado venial, si está profundamente enraizado, puede ser un obstáculo real para el proyecto de Dios. La confesión frecuente o de devoción, siempre tan recomendada y defendida por el magisterio de la iglesia hasta Juan Pablo II, avalada por tantos frutos espirituales producidos a lo largo de los siglos y vuelta a plantear por la autorizada voz del nuevo RP, es ciertamente un medio privilegiado para llevar a su pleno desarrollo la gracia bautismal, "para que [...] se vayan conformando más y más a Cristo y sean cada vez más dóciles a la voz del Espíritu" (RP 7b).

Es verdad que hay otros muchos medios para perdonar los pecados veniales, incluida la misma eucaristía: cuando se comprende y se participa bien en ella, es "antídoto por el que nos liberamos de las faltas cotidianas" (conc. de Trento: DS 1638). Tampoco es necesario minusvalorar los clásicos medios no sacramentales que la antigua tradición cristiana ha apreciado y usado tanto para "cubrir la muchedumbre de pecados" (cf 1 Pe 4,8), como la famosa tríada de la caridad-limosna, la oración y el ayuno o cualquier otra mortificación corporal. Sin embargo, después de que, con el tiempo, la iglesia ha aclarado muchas verdades, no hay duda de que en primer plano es preciso colocar el medio específico de la penitencia sacramental, con todo su valor terapéutico, que nos cura de tantas enfermedades espirituales, nos sostiene y remedia nuestra debilidad y la tendencia a replegarnos en nuestra mediocridad. Si en la misma celebración del sacramento, al establecer la satisfacción, los participantes no se contentan con el acostumbrado rezo de alguna fórmula estereotipada de oración, sino que entre confesor y penitente, con gran atención y una íntima llamada al Espíritu Santo, a la luz de la palabra de Dios, se busca la medicina verdaderamente apropiada al tipo de enfermedad espiritual que se ha descubierto, entonces la acción de Dios, unida al discernimiento claro de un experto médico de las almas, no dejará de producir frutos admirables; al mismo tiempo se evitará uno de los defectos más temidos que se atribuyen a la confesión frecuente: el de la rutina o costumbre, mientras que se ayudará al progreso y al crecimiento constante en la respuesta a los caminos de Dios. Por algo los textos oficiales recomiendan que se cuide el momento de la satisfacción, para aplicar la medicina verdaderamente eficaz en cada caso (cf RP 4; 6-7; 65).

Sin duda, es delicado establecer por ley una frecuencia periódica de la confesión igual para todos: la praxis tradicional de la iglesia es una llamada, una señal que saca del sueño e induce a reexaminar las propias posiciones frente a Dios y frente a los propios compromisos espirituales. Si hoy hay una mayor amplitud y elasticidad, esto debe significar para todos un mayor sentido de responsabilidad personal y comunitaria, según las circunstancias. En efecto, si el compromiso de responder al amor de Dios y de crecer en Cristo se mantiene vivo, la experiencia de la propia fragilidad cotidiana hará que el recurso frecuente a este medio privilegiado de gracia llegue a convertirse en una necesidad espontánea. Si hay un sacramento que está hecho para asumir, mediante la gracia misericordiosa y victoriosa del Señor, nuestra vida real, incluida la carga de nuestras miserias e infidelidades, éste es justamente el sacramento de la penitencia-conversión continua.

4. SUGERENCIAS PARA UNA VERDADERA RENOVACIÓN PENITENCIAL. Está claro que para hacer que reviva en el pueblo cristiano la verdadera actitud de conversión-penitencia a la que Dios llama también en nuestros días, y redescubra el verdadero rostro del sacramento de la reconciliación de modo que vuelva a ser una celebración viva y fructífera para todos, es necesario preparar un amplio plan de trabajo, que debe realizarse después con convicción, constancia e inteligencia, tanto de los contenidos [-> supra, IV, II como de las necesidades, las esperanzas y las dificultades con que se va a encontrar una propuesta de este género. Quizá nuestra pastoral ha dejado un poco de lado este sector de la evangelización de la penitencia, privilegiando otros campos de apostolado. La situación hoy es tal que, si nos ponemos a trabajar en profundidad para hacer surgir las raíces mismas de la fe, de la verdadera renovación interior y del encuentro auténtico con Dios a nivel personal o comunitario, muchas de nuestras iniciativas y de nuestros instrumentos apostólicos corren peligro de moverse en el vacío. El campo de la conversión-penitencia no permite quedarse en la superficie: precisa fatiga, paciencia y renuncia a los resultados clamorosos y gratificantes. Se trata de una semilla que debe caer en el profundo surco de la muerte oscura y dolorosa (cf Jn 12,24) para germinar en novedad y abundancia de vida. Es siempre la misma ley de la pascua-paso de la muerte a la resurrección, que regula tanto el compromiso penitencial de cada persona como el compromiso de quien quiere anunciar y hacer público este mensaje de conversión-transformación radical de la vida.

A nivel práctico, lo primero que se debe hacer es plantear en todas nuestras comunidades programas de catequesis bien concebidos y organizados, de amplio alcance, para implicar poco a poco a todas las personas, comenzando por los niños y siguiendo por los jóvenes, las familias, los grupos y las asociaciones de diversos tipos, a fin de llegar poco a poco a todo el cuerpo de los fieles. Está claro que es preciso ante todo reunir y formar en profundidad a los catequistas, a los educadores, los padres y los laicos comprometidos en la formación cristiana. Sin una previa profundización y una buena comprensión que haga a todos conscientes y corresponsables en el esfuerzo general, será muy difícil realizar un trabajo serio y duradero. Por esto será conveniente estudiar y preparar adecuadamente unos subsidios verdaderamente apropiados y articulados según un camino gradual de redescubrimiento y de experiencia penitencial que poco a poco pueda comprometer a toda la comunidad. Será preciso, naturalmente, arbitrar en qué niveles (de grupo, parroquiales, de zona, diocesanos, interdiocesanos) se va a trabajar y cómo preparar instrumentos, planos y tiempos para alcanzar el objetivo común.

La mejor catequesis, la que sabe evangelizar todas las riquezas del sacramento, es indispensable, pero no basta: muchos elementos nuevos, y quizá los más profundos y duraderos, sólo se descubrirán haciendo participar activamente a los fieles en celebraciones centradas verdaderamente sobre los valores esenciales, preparadas cada vez y adecuadas a los diversos ambientes y situaciones, según las orientaciones contenidas en el nuevo RP. El estudio y la preparación de celebraciones verdaderamente ejemplares es determinante para todo el programa de renovación.

Además de una planificación cuidadosamente proyectada, no faltan ocasiones para introducir en la vida de la comunidad y de la pastoral ordinaria tanto el discurso formativo sobre la reconciliación como celebraciones penitenciales concretas en sus diversas formas. Piénsese en la importancia del tiempo fuerte que es la -> cuaresma: un tiempo penitencial que la tradición cristiana ha organizado sabiamente a través de lecturas, oraciones, signos y etapas sucesivas, a fin de hacer revivir no sólo a los catecúmenos, sino a toda la comunidad de los fieles todas las grandes decisiones de la fe y de la espiritualidad bautismal. Este tiempo, que se prolonga en un compromiso permanente de conversión y de coherencia, culmina en el "cumplir con pascua". "Cumplir con pascua" es una expresión popular simple pero profunda que debe tomarse en toda su fuerza; "cumplir con pascua" significa una confesión-comunión que no se reduce al cumplimiento de una formalidad, sino que se abre a una sincera conversión y a una unión vital con el Señor; es un vivir la pascua con Jesús y con la iglesia, con plena conciencia del don y del compromiso que lleva consigo.

Además de la cuaresma tenemos el tiempo de -> adviento, con sus características; la preparación a algunas fiestas, todavía sentidas por el pueblo; las reuniones de grupo y de categorías y los campos-escuela veraniegos, los retiros espirituales; tenemos el importante momento de la iniciación cristiana de los niños, que comprende también el delicado momento de la primera confesión, que se debe cuidar con particular esmero según las orientaciones de la iglesia; en este acontecimiento no sólo están implicados los niños, sino también los padres y las familias con los padrinos y todos los educadores de la fe; tenemos por fin, el momento de la preparación al matrimonio. Procúrese que en esta ocasión no se tome la confesión como un paso obligatorio para cualquier otra cosa (por ejemplo, el matrimonio), sino que tenga todo su significado y relieve en sí misma, hasta el punto de condicionar con su importancia todos los otros pasos del camino.

En las celebraciones comunitarias de la penitencia, tanto en las propiamente sacramentales como en las organizadas en torno a una celebración de la palabra abierta a metas sucesivas, conviene cuidar la relación del rito con la vida concreta de las comunidades, de los grupos y asociaciones, de las familias o categorías que están implicadas en ellas, provocando el examen de conciencia sobre algunos deberes o faltas, inclusive sociales; buscando, con tacto y delicadeza, la pacificación de rivalidades y tensiones o la superación de discordias antiguas o recientes; sugiriendo, como satisfacción sacramental, que se preste atención a situaciones de sufrimiento, de pobreza o de soledad existentes. Es un modo de poner de manifiesto toda la fuerza de reconciliación y de promoción humana realmente encerrada en el don de Dios, pero confiada también a la generosidad, a la intuición creativa y a la coherencia personal y social de gente que se dice cristiana.

No se debe olvidar, en fin, que también las celebraciones litúrgicas ordinarias, como la misa de todos los domingos, ofrecen temas y estímulos continuos para la sensibilización y la profundización en el compromiso de conversión-reconciliación: piénsese en el acto penitencial, que se ha convertido en punto de partida o pasaje obligado para celebrar la eucaristía; en tantas invocaciones de piedad contenidas en gran parte de los formularios de la misa, cánticos y oraciones; en el ápice de la celebración, es decir, en el "misterio del cuerpo entregado por nosotros y de la sangre derramada para el perdón de los pecados" (palabras de la consagración); valórese el padrenuestro, que pide el perdón y nos compromete a perdonar; invítese a los fieles, inclusive recordándoselo en el momento oportuno, a tomar conciencia del alcance del gesto de la paz y de la reconciliación fraterna antes de la comunión, y del "Señor, no soy digno...". No debe minusvalorarse la importancia educativa de estas fórmulas, conscientemente usadas, y su valor incluso a un nivel más profundo: aun no alcanzando la plena eficacia sacramental en sentido estricto, no dejan de formar parte del mundo sacramental-litúrgico, "cumbre y fuente" de la vida de la iglesia (cf SC 10), en cuanto que son oración de la comunidad cristiana oficialmente reunida e indisolublemente unida a Cristo, su cabeza, oración cuyo poder de intercesión no puede ser nunca medido con un metro simplemente humano. Inmerso en esta atmósfera, el cristiano se hace capaz de santificar y hacer meritorias y expiatorias incluso las penas, las pruebas, las cruces y las fatigas cotidianas, ¡que no faltan nunca!; penetra cada vez más en la redención de Cristo y llega a ser a su vez un activo colaborador de la redención y la reconciliación universales.

P. Visentin


BIBLIOGRAFÍA:

1. En general

Bernasconi E., Penitencia, en DETM, Paulinas, Madrid 1975, 759-832; Flórez G., La re-conciliación con Dios, BAC 329, Madrid 1971; Háring B., Shalom: Paz. El sacramento de la reconciliación, Herder, Barcelona 1971; Larrabe J.L., La penitencia cristiana y eclesial, en "Lumen" 23 (1974) 212-231; Oñatibia 1., Los signos sacramentales de la reconciliación, ib, 314-338; Rahner K., Penitencia, en SM 5, Herder, Barcelona 1974, 398-428; Ramos Regidor J., El sacramento de la Penitencia, Sígueme, Salamanca 1975; Sebastián F., Notas teológicas sobre la VI Sesión general del Sínodo de los Obispos, en "Phase" 139 (1984) 91-104; Semmelroth O., Penitencia y confesión, Fax, Madrid 1970; Sottocornola F., Penitencia, en DTI 3, Sígueme, Salamanca 1982, 765-786; Tripier P., La penitencia, un sacramento para la reconciliación, Marova, Madrid 1979; Vidal M., La identidad moral del cristiano y su praxis penitencial, en "Phase" 129 (1982) 201-218; VV.AA., Hacia una renovación del sacramento de la Penitencia, en "Phase" 37 (1967) 3-99; VV.AA., Pastoral del pecado, Verbo Divino, Estella 1970; VV.AA., La administración sacramental de la reconciliación, en "Concilium" 61 (1971) 5-153; VV.AA., La Penitencia hoy, en "Liturgia" 252 (1971) 3-75; V V.AA., El sacramento de la Penitencia, CSIC, Madrid 1972; VV.AA., El sacra-mento y el ministerio de la reconciliación, en "Phase" 136 (1983) 275-290; VV.AA., Reconciliación y Penitencia, EUNSA, Pamplona 1983.

2. Historia litúrgica

Bada J., Evolución histórica de la penitencia, en "Phase" 37 (1967) 38-55; Borobio D., La doctrina penitencial en el "Liber Orationum psalmographus"; Deusto 1977; La Penitencia en la Iglesia Hispánica del siglo IV al VII, Desclée, Bilbao 1978; Estructuras de la reconciliación de ayer y de hoy, en "Phase" 128 (1982) 101-125; Gy P.M., La Penitencia, en A.G. Martimort, La Iglesia en oración, Herder, Barcelona 1967, 623-634; Herrero Z., La Penitencia y sus formas. Examen de su evolución histórica, en "Estudios Augustinianos" 7 (1972) 231-254, 549-574; López Martín J., El rito de la reconciliación de los penitentes desde el "Gelasiano"hasta el Pontifical de Durando, en "Nova et Vetera" 11 (1981) 113-140; Lozano F.J., La disciplina penitencial en tiempos de san Isidoro de Sevilla, en RET 34 (1974) 161-213; La legislación canónica sobre la Penitencia en la España romana y visigoda, en "Burgense" 19/2 (1978) 399-439; Nicolau M., La reconciliación con Dios y con la Iglesia en la Biblia y en la historia, Studium, Madrid 1977; Righetti M., Historia de la liturgia 2, BAC 144, Madrid 1956, 741-878; VV.AA., La Penitencia en la liturgia, Sígueme, Salamanca 1966; Vogel C., El pecador y la penitencia en la Iglesia antigua, Edit. Litúrgica Española, Barcelona 1968; Penitencia y excomunión en la Iglesia antigua y alta Edad Media, en "Concilium" 107 (1975) 9-21.

3. Penitencia y eucaristía

Aliaga E., Eucaristía y reconciliación en el Misal Romano de Pablo VI, en "Anales Valen-tinos" 10/20 (1984) 273-313; Equina J., Relación entre Penitencia y Eucaristía en el Concilio de Trento, en "Lumen" 22 (1973) 311-335; Gracia J.A., La eucaristía como purificación y perdón de los pecados en los textos litúrgicos primitivos, en "Phase" 37 (1967) 65-74; López Martín J., Penitencia y eucaristía. Cuestiones doctrina-les y prácticas acerca de los usos actuales, en "Phase" 128 (1982) 145-168; Penitencia y eucaristía en los documentos oficiales desde el Vaticano II hasta el Sínodo de 1983, en "Nova et Vetera" 19 (1985) 115-150.

4. Pastoral de la penitencia

Burgaleta J.T., La celebración comunitaria de la Penitencia, en "Phase" 37 (1967) 78-91; Camba S., Renovación y pastoral de la confesión, Perpetuo Socorro, Madrid 1971; Delicado J., Reconciliación. Exigencias de vida cristiana, PPC, Madrid 1973; Fernández D., Nuevas perspectivas sobre el sacramento de la Penitencia, EDICEP, Valencia 1971; Larrabe J.L., La primera participación de los niños en la Penitencia yen la eucaristía, en "Phase" 71 (1972) 457-464; Rodríguez del Cueto C., Dimensión personal y comunitaria en el sacramento de la Penitencia, en "Estudium Legionense" 20 (1979) 207-232; Tena P., La pastoral del sacramento de la Penitencia, en "Phase" 102 (1977) 452-544; VV.AA., Para renovar la Penitencia y la confesión, PPC, Madrid 1969.

5. Ritual de la penitencia

Aldazábal J., La celebración de la Penitencia en el itinerario cuaresmal, en "Phase" 128 (1982) 127-143; Aroztegui F.X., En torno al nuevo Ritual de la Penitencia, en "Phase" 84 (1974) 513-519; Buckley F.J., El nuevo "Ordo Paenitentiae" y el derecho penal, en "Concilium" 107 (1975) 68-81; Fernández D., El sacramento de la Penitencia según el nuevo Ritual, EDICEP, Valencia 1977; Gracia J.A., Historia de la re-forma del nuevo Ritual (1966-1973), en "Phase" 79/ 80 (1974) 11-22; Larrabe J.L., Nueva lectura teológico-pastoral del Ritual de la Penitencia, en "Communio" 11 (1978) 377-390; Olivares E., Del sacramento de la Penitencia (CIC nn. 959-991), en "Phase" 141 (1984) 263-271; Tena P., La Penitencia: un ritual que espera, en "Phase" 128 (1982) 91-100; VV.AA., El nuevo Ritual del sacramento de la Penitencia, en "Phase" 79/ 80 (1974) 3-135.