MUJER
NDL


SUMARIO: I. ¿Por qué una voz "mujer"? - II. En la biblia y en la tradición: 1. La mujer en el AT; 2. La mujer en el NT: a) En tiempos de Jesús, b) La actitud de Jesús, c) Las primeras comunidades cristianas, d) María; 3. Viudas y vírgenes en la iglesia de los primeros siglos; 4. Las diaconisas en la tradición oriental - III. ¿Ordenación presbiteral de las mujeres'?: 1. Desde los años del Vat. II; 2. "Inter insigniores
"; 3. Un problema teológico todavía abierto - IV. Otras funciones y ministerios: Legislación actual: 1. La exclusión del altar; 2. Las "funciones varias": a) La función de lector, b) La distribución de la comunión, c) Otros ministerios menores, d) El canto litúrgico, e) Comunidades sin presbítero; 3. Con la praxis debe cambiar también la mentalidad - V. Temas, signos, lenguaje: 1. Santidad femenina; 2. Lenguaje y signos - VI. Doctrina y praxis de las otras comunidades cristianas.


I. ¿Por qué una voz "mujer"?

No hace muchos años, para un diccionario de liturgia habría bastado con señalar la presencia —generalmente mayoritaria— de las mujeres en la asamblea litúrgica, remitiendo a la voz ministerio para las funciones que las mujeres no podían desarrollar o subrayando la importancia que se da a la mujer en toda la oración de la iglesia en la persona de María, acompañada por una corona de santas: vírgenes, mártires y, excepcionalmente, "ni vírgenes ni mártires". Pero el Vat. II, que se ha pronunciado —más aún, ha juzgado indispensable— por que todos los miembros de la familia de Dios "participen consciente, activa y fructuosamente" en la liturgia (SC 11), ha advertido también la realidad de una discriminación contra las mujeres en la sociedad (GS 29) y ha admitido, indirectamente, su existencia en la iglesia: "Como en nuestros días las mujeres tienen una participación cada vez mayor en toda la vida de la sociedad, es de gran importancia su participación, igualmente creciente, en los diversos campos del apostolado de la iglesia" (AA 9). ¿Qué implica esto en el campo litúrgico?

Antes del Vat. II, a excepción de los servidores de la misa (generalmente los monaguillos), las mujeres, religiosas o laicas, podían hacer todo lo que podían hacer los hombres no ordenados, es decir, ¡muy poco! Prácticamente: asistir a la celebración y proporcionar algún servicio marginal (preparar el altar, recoger las ofrendas, etc.). Es verdad que hacía ya tiempo el l movimiento litúrgico había promovido en algunos ambientes una presencia más participada: la misa dialogada en latín, el canto gregoriano. Pero tras el concilio y la reforma litúrgica, en el nuevo clima de corresponsabilidad eclesial, todo límite puesto a la participación plantea un problema, o al menos suscita interrogantes. Los límites constatados, ¿tienen razones profundas?; ¿son inherentes a la naturaleza de la liturgia o se deben solamente a una mentalidad cultural, a prejuicios radicados en los ambientes eclesiásticos?; ¿vienen de la gran tradición o de las pequeñas tradiciones cambiables?

La necesidad de acoger también en la iglesia las justas reivindicaciones de participación y de responsabilidad de las mujeres en la sociedad ha sido además recalcada con fuerza en el sínodo de los obispos de 1971, donde se defendió, en el debate sobre el sacerdocio ministerial, el principio de una "diversificación de los ministerios" y se reivindicó su aplicación también a las mujeres'. Dejando aparte por el momento la atención prestada a estas deliberaciones, recordemos, finalmente, la participación de la iglesia católica en el Año internacional de la mujer (1975) y en la Década sucesiva promulgados por la ONU. Con ocasión del año, Pablo VI afirmó repetidamente la voluntad de la iglesia de promover el pleno desarrollo de la personalidad de la mujer y su participación responsable en la vida de la sociedad y de la iglesia misma, recordando, sin embargo, la necesidad de salvaguardar la verdadera identidad femenina frente a las tendencias niveladoras de un cierto feminismo 2. En 1980, en la conferencia de Copenhague para el primer quinquenio, el jefe de la delegación de la Santa Sede pudo constatar "cierta superación de las reivindicaciones de carácter puramente nivelador... o incluso antimachista en favor de la aspiraci6n hacia una sociedad en la que toda persona, hombre o mujer, pueda, dentro del respeto de las diversidades reales, contribuir libremente a mejorar la calidad de la vida humana"'. Parece, pues, que el momento se hace más favorable para llevar adelante una investigación en este sentido también en los diversos ámbitos de la vida de la iglesia, incluido el litúrgico; una investigación (que todavía está en el estadio inicial) para individualizar, con fidelidad a la tradición, pero superando muchos prejuicios del pasado, posibles desarrollos de un culto litúrgico cada vez más fuente y cumbre de la vida de todo el pueblo de Dios, hombres y mujeres. Tal estudio, sin comprometer la unidad esencial de la iglesia, deberá tener presente la diversidad de culturas y los esfuerzos actuales por la inculturación. Necesariamente tiene que ocuparse de los autores de la liturgia: asamblea y ministros; sus contenidos y lenguaje: temas, signos, símbolos; las orientaciones pastorales de formación y animación.


II. En la biblia y en la tradición

Los límites establecidos para la participación de la mujer en el culto público deben ser considerados en el contexto socio-cultural de tiempos y lugares; pero desde las primeras páginas de la biblia y a lo largo de toda ella aparecen aspectos que revelan la acción del Espíritu tambiéri en este campo de la vida del pueblo de Dios.

1. LA MUJER EN EL AT. En Israel, como en los otros pueblos antiguos, la mujer se encuentra en una situación de inferioridad. En la redacción del decálogo (Ex 20,17) la mujer está catalogada junto con los esclavos, los animales y las cosas que pueden ser objeto del deseo del hombre; en la literatura sapiencial es considerada frecuentemente como un peligro para el hombre. Y, sin embargo, el hombre y la mujer han sido creados iguales. Según la más antigua narración (yavista) de la creación, su relación recíproca de personas llamadas a formar "una sola carne" (Gén 2,24) debe ser una relación de donación mutua, de comunión de amor, mientras que en la narración sacerdotal, más tardía, la dignidad del hombre y de la mujer es comparada con la del mismo Dios: "Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó" (Gén 1,27). Pero la relación interpersonal fue corrompida profundamente por el pecado común de la pareja. El hombre se hizo dominador de la mujer; el marido es el dueño, y la mujer es propiedad suya. En el resto del AT encontramos que la mujer es apreciada sobre todo por su fecundidad, como madre y portadora de vida. Se la excluye no sólo del sacerdocio (de Leví, de Aarón, de Sadoc), sino también de todo tipo de servicio litúrgico, a causa de su periódica impureza legal (Lev 15,19ss) y del rechazo por parte de Israel de los cultos paganos de fertilidad. Pero las mujeres forman parte del pueblo mesiánico; deben ser instruidas en la ley (Dt 31,9-13); están sujetas a las prohibiciones de la Torá, pero dispensadas de preceptos incompatibles con las funciones domésticas, como sería la obligación de las peregrinaciones periódicas (Ex 23,17). Pueden ser profetisas (un papel importante, una especie de ministerio), como lo son Miriam (Ex 15,20), Débora (Jue 4,4), Julda (2 Re 22,14; 2 Crón 34,22) o Noadías (Neh 6,14). Participan en las fiestas públicas (Dt 16,10-11) cantando y danzando durante las procesiones. Después del paso del mar Rojo, es Miriam la que, arrastrando consigo el coro de las mujeres, entona el canto pascual (Ex 15,20-21). Por otro lado, si la mujer por lo general es despreciada en la sociedad y tiene un puesto del todo marginal en la acción cultual, el sentido profundo de la creación del ser humano, macho y hembra, encuentra expresión de una belleza perenne en el tema profético de la alianza de amor entre Dios y el hombre; en el simbolismo nupcial, que se reanudará en el NT y especialmente en la enseñanza paulina acerca de la unión conyugal, expresión del misterio de la unión de Cristo con la iglesia.

2. LA MUJER EN EL NT. a) En tiempos de Jesús. No se observan cambios notables en la posición de la mujer en la época de Jesús. Por lo general, las mujeres reciben una instrucción religiosa muy rudimentaria. No forman parte de la comunidad político-cultual, y no se las computa para alcanzar el número necesario para celebrar la liturgia en la sinagoga, donde asisten a los ritos separadas de los hombres. El sabio continúa rezando: "Sea alabado aquel que no me hizo pagano, que no me hizo mujer, que no me hizo ignorante", mientras la mujer dice: "Alabado seas tú, Señor, que me has creado según tu voluntad". Pero puede haber también profetisas, como Ana, que, tras la presentación de Jesús en el templo, "daba gloria a Dios hablando del niño..." (Lc 2,38).

b) La actitud de Jesús. Todo es novedad en el comportamiento de Jesús en relación con la mujer. En los últimos años, las discusiones en torno al tema de la ordenación de las mujeres han dado como fruto inesperado el gozoso descubrimiento de la presencia de las mujeres en la vida pública de Jesús; hasta se ha hablado de un Jesús feminista,. Mencionemos solamente algunos aspectos que parecen tener una relevancia particular para la participación de las mujeres en el culto cristiano. Ante todo hay que mencionar el hecho de que Jesús no se atiene a las prescripciones de pureza legal: alaba la fe de la hemorroísa, que había tenido la osadía de tocarle el manto (Mc 5,25-34); perdona con dulzura los pecados de la pecadora que, en casa de Simón el fariseo, había regado de lágrimas sus pies (Lc 7,37-50). En contraste con la poca fiabilidad concedida a los testimonios de las mujeres en el derecho judío, hace de la misma samaritana una mensajera de salvación; preanuncia a Marta su propia resurrección y recibe su admirable profesión de fe (Jn 11,25-27); y, sobre todo, a las mujeres que lo habían seguido hasta la cruz les confía el encargo del primer anuncio pascual a los Once, que serán los testigos oficiales del Resucitado (Mt 28,8; Lc 24,9-11; Jn 20,17-18). Finalmente, Jesús no sólo acepta a una mujer, María de Betania, en la actitud de discípulo que escucha su palabra (Lc 10,39), y permite que le siga un grupo de mujeres que le asisten con sus bienes (Le 8,1-3; Mt 27,55-56; Mc 15,40-41), sino que en su enseñanza, en las parábolas y en las señales milagrosas los temas que se refieren a los hombres están frecuentemente completados con otros que se refieren más a las mujeres (cf Lc 15,4-10: la parábola de la oveja perdida, seguida por la de la dracma perdida). El mensaje de Jesús es para toda la humanidad. Su palabra y sus acciones revelan los pensamientos profundos, las angustias y las aspiraciones de los hombres y de las mujeres, enseñan a todos el lenguaje de la fe y de la alabanza de Dios.

e) Las primeras comunidades cristianas. El día de pentecostés también las mujeres, entre ellas María, reciben el Espíritu Santo (He 1,14), y a continuación muchas mujeres colaboran a la difusión de la fe. Ya no existe un rito de iniciación reservado a los hombres; hombres y mujeres reciben un mismo bautismo y son llamados por igual a la salvación y a la santidad. Pablo proclama su total igualdad en Cristo (Gál 3,26-28). Pero ¿qué criterios se adoptan respecto a las mujeres en la vida y el culto de las primeras comunidades? Aquí encontramos las conocidas normas disciplinares para las asambleas litúrgicas (1 Cor 14,34-35; 1 Tim 2,11-15); en la medida en que se inspiran solamente en las concepciones judías del tiempo, no deben ser consideradas como vinculantes fuera de aquel contexto. Pablo reconoce a las mujeres el derecho a orar y a profetizar en las asambleas de culto, prescribiéndoles solamente que tengan un velo en la cabeza (1 Cor 11,2-16); y la exégesis reciente interpreta este velo como signo no de sumisión, sino de la autonomía de que goza la mujer respecto del hombre cuando se dirige a Dios. La vida de la comunidad exige servicios, ministerios para las diversas actividades de evangelización y de culto; y está claro en los Hechos y en las Cartas que también las mujeres ejercen ministerios, pero la situación es bastante fluida. A las mujeres no corresponde, en todo caso, la presidencia de la asamblea ni el anuncio oficial del mensaje; no deben ejercer autoridad sobre el hombre (1 Tim 2,12). Pablo VI, al proclamar a Teresa de Avila doctor de la iglesia, se defendió de la acusación de querer cambiar la norma paulina —"las mujeres callen en las reuniones" (1 Cor 14,34) –, que "quiere decir, todavía hoy, que la mujer no está destinada a tener en la iglesia funciones jerárquicas de magisterio y de ministerio"

d) María. Si algunas mujeres tuvieron un papel importante en el seguimiento y al servicio de Jesús, y luego en las primeras comunidades es claro que el papel de María es sin parangón, desde el momento en que "da su consentimiento activo y responsable... a aquella obra de los siglos, como se ha llamado justamente a la encarnación del Verbo" (Marialis cultus 37) hasta pentecostés y a la acción con la que sostiene la fe de la comunidad apostólica. Con el Magníficat de María la liturgia de todos los tiempos cantará la misericordia del Dios omnipotente, y Pablo VI presentará a María como modelo de "actitud espiritual" en el ejercicio del culto para toda la iglesia: en la escucha de la palabra de Dios, en la oración, en el ofrecimiento (Marialis cultus 16-20). Pero el papel de María no fue ministerial, de gobierno, de enseñanza, de culto oficial, como a los padres les gustaba recordar; y es precisamente el carácter único de su función el que la incapacita para servir de norma en la determinación de las funciones que deben confiarse a las mujeres en la vida de la iglesia.

3. VIUDAS Y VÍRGENES EN LA IGLESIA DE LOS PRIMEROS SIGLOS. Hemos visto que desde los orígenes del cristianismo hay mujeres que desempeñan tareas importantes; algunas de ellas tienen un carisma profético, pero ninguna tiene función directiva en la comunidad; sólo en las iglesias de Oriente encontramos la función de las diaconisas [-> infra, 4].

Las viudas que ya no son jóvenes forman un orden (viduatus), pero la viudez no es una función: es un estado de vida, elevado, en el orden, al ideal ascético y organizado. Las viudas no están ordenadas, sino inscritas o constituidas; no prestan un servicio litúrgico, sino que están dedicadas a la oración y practican el ayuno; visitan a los enfermos y les imponen las manos, pero no se trata de una función; es una intervención de tipo carismático, privilegio de la vida santa.

Al principio las viudas servían como criterio de imitación a las vírgenes (en el s. ii encontramos las "vírgenes llamadas viudas"). Posteriormente se las asoció a las vírgenes mismas. A partir del final del s. Iv, el orden de las viudas desaparece progresivamente con el auge de la vida monástica. Desde el s. Iv existe el rito de t consagración de vírgenes, que confiere un estatuto oficial en la iglesia y asocia a las vírgenes, desde cierto punto de vista, al clero; pero no puede confundirse con un rito de ordenación. Sabido es, finalmente, que ni siquiera las abadesas, que en el medievo ejercieron poderes de jurisdicción, tuvieron jamás poderes inherentes al sacramento del orden.

Solamente en algunas sectas heréticas, especialmente entre los montanistas, encontramos mujeres que enseñan, bautizan (fuera de los casos de necesidad), administran la eucaristía, tienen funciones episcopales y presbiterales. Pero la exclusión de las mujeres de la enseñanza pública y de las funciones sacerdotales en la iglesia no se debía a la preocupación por distinguirse de la herejía o del ambiente greco-romano (que conocía diversos sacerdocios femeninos); se trataba sencillamente de no poner en cuestión lo que se consideraba que era una opción precisa del Señor.

4. LAS DIACONISAS EN LA TRADICIÓN ORIENTAL". Hemos dicho que una función diaconal propiamente dicha ejercida por mujeres se encuentra sólo en las iglesias de Oriente (en Rom 16,1, Febe, "diaconisa de la iglesia de Cencres", debe ser considerada como ministra en un sentido más amplio). Las tradiciones más interesantes son la griega bizantina y la siríaca (nestoriana, monofisita, maronita); los documentos más significativos, la Didascalía de los apóstoles (Siria, mediados del s. iii) y las Constituciones apostólicas (finales del s. IV). En la Didascalía, las diaconisas aparecen por primera vez no sólo como grupo netamente distinto de las vírgenes y de las viudas constituidas, sino también como ministerio en la iglesia local, claramente determinado por su cometido pastoral o litúrgico, descrito en paralelismo con el ministerio de los diáconos, aunque con funciones más restringidas. En efecto, la misión de la diaconisa se limita al ministerio con mujeres en los casos en que la decencia natural o de costumbre ambiental no permite fácilmente al obispo, al presbítero o al diácono acercárseles. El cometido litúrgico está en relación con el bautismo de mujeres. Antes del bautismo todo el cuerpo es ungido con aceite. En el caso de las mujeres, el obispo unge la cabeza, y la diaconisa realiza las demás unciones. Pero no puede pronunciar las palabras del bautismo; sin embargo, cuando las bautizadas suben de la piscina, son recibidas por la diaconisa, a la que corresponde instruirlas acerca de sus obligaciones morales y de santidad (de estos dos cometidos: recibir a los bautizados e instruirlos, surgirá la función del padrino y de la madrina). La función pastoral de la diaconisa está en relación con la asistencia caritativa a las mujeres cristianas necesitadas o enfermas. La Didascalía insta a los obispos a la institución del ministerio diaconal femenino en su iglesia, pero no habla de la ordenación litúrgica de las diaconisas.

En las Constituciones apostólicas la función de las diaconisas consiste ante todo en ayudar al obispo o al presbítero en el bautismo de las mujeres; pero, además, a las diaconisas se les asigna también un papel activo en la asamblea litúrgica: el de acoger a las mujeres que entran en la iglesia, prestando atención particularmente a las forasteras y las pobres y asignando a cada una su puesto. Su tarea es compartida con los ostiarios, y también con los subdiáconos y diáconos. Se insiste en la prohibición para las mujeres de enseñar o de bautizar (ministro del bautismo es solamente el obispo o, con el permiso del obispo, el presbítero). El hombre es "cabeza de la mujer", es "elegido para el sacerdocio". Va "contra la naturaleza" permitir a las mujeres realizar "acciones sacerdotales"; es "el horror de la impiedad pagana, y no ya la ley de Cristo" (III, 9,2-3). El cometido pastoral de las diaconisas sigue siendo principalmente la asistencia a las mujeres creyentes; pero se añade otro ministerio extralitúrgico: el de hacer de mediadoras, acompañando a las mujeres cuando tengan que hablar con el diácono o con el obispo; en este servicio, la diaconisa es considerada como imagen del Espíritu Santo: "Como no se puede creer a Cristo sin la enseñanza del Espíritu Santo, así sin la diaconisa no se acerque ninguna mujer al diácono o al obispo" (II, 26,6).

Las diaconisas son ordenadas mediante imposición de manos (cheirotonía), como el obispo, el presbítero, el diácono, el subdiácono y el lector. La ordenación se hace en público y a los pies del altar dentro del santuario, como la de los obispos, presbíteros, diáconos (pero no la de subdiáconos y lectores). La fórmula usada es la de la ordenación del obispo, del presbítero o del diácono: "La divina gracia, que cura siempre lo que es débil y suple lo que es defectuoso, promueve a N. a diaconisa. Oremos, pues, por ella, a fin de que venga sobre ella la gracia del Santísimo Espíritu". La diaconisa es asimilada al diácono también por la estola diaconal (que no llevan los subdiáconos y lectores), que le da el obispo al final del rito, puesta en torno al cuello, bajo el velo. Finalmente, después de la ordenación, a la diaconisa se le da la comunión como a los diáconos, es decir, recibiendo el cáliz de manos del obispo; con la diferencia de que, mientras el diácono va seguidamente a llevar el cáliz a los comulgantes que están fuera del santuario, la diaconisa, una vez recibido el cáliz, lo deja encima del altar [-> Ministerio, IV, 1, b].

A partir del s. iv, en la zona griega, la posición de la diaconisa alcanza su máximo desarrollo, antes de su decadencia en los ss. xi-xii. Al desaparecer el bautismo de los adultos, comienza a venir a menos también la institución de las diaconisas; y, donde todavía continuó por algún tiempo, se convirtió en algo puramente honorífico, conferido a damas de alto rango (con tal de que fuesen vírgenes o viudas monógamas) o a monjas y abadesas de monasterios. A pesar de la dificultad de interpretar hechos surgidos en contextos tan diversos, parece, sin embargo, que se puede concluir que, en virtud del uso de la iglesia, las mujeres pueden recibir un orden diaconal asimilado, por naturaleza y dignidad, al de los diáconos. Y si es verdad que en la tradición bizantina el cometido litúrgico de las diaconisas fue bastante más restringido que el de los diáconos, la situación está ampliamente superada en el uso actual de las iglesias. Un diaconado femenino podría tener funciones mucho más amplias. Evidentemente, hay que distinguir siempre entre la legitimidad de una propuesta de praxis eclesial y su oportunidad pastoral en determinados contextos.


III. ¿Ordenación presbiteral
de las mujeres?

El problema que desde hace algunos años condiciona de diversas maneras la participación ministerial activa de la mujer en la liturgia es el de la exclusión de la ordenación presbiteral. Quien es favorable a la ordenación de las mujeres frecuentemente duda en aceptar otras formas de participación para no prejuzgar esta meta; quien, por el contrario, se opone a la ordenación, desconfía de otras concesiones que podrían ser interpretadas como otros tantos pasos hacia el presbiterado. Y, sin embargo, "ningún teólogo o canonista hasta estos últimos decenios ha pensado que se tratase de una simple ley de la iglesia": así escribe la Congregación para la doctrina de la fe en el comentario oficial a la declaración Inter insigniores, de 15 de octubre de 1976, sobre la admisión de mujeres al sacerdocio.

1. DESDE LOS AÑOS DEL VAT. II. No obstante este hecho irrefutable, desde los años sesenta y con una rápida escalada después del sínodo de obispos de 1971, la cuestión se ha planteado dentro de la iglesia católica, en particular —pero no exclusivamente— en algunos ambientes teológicos y feministas de los Estados Unidos de América y de Europa. Al mismo tiempo, la praxis cada vez más generalizada a abrir todos los ministerios a las mujeres en las iglesias de la reforma, y por fin en algunas iglesias anglicanas, hacía indiferible una respuesta por parte del magisterio católico.

El 23 de octubre de 1974, monseñor E. Bartoletti, entonces secretario de la CEI, presentó al sínodo de obispos la relación de la comisión de estudio sobre la mujer, creada por Pablo VI en mayo de 1973 con una serie de recomendaciones en favor de una mayor participación de las mujeres en toda la iglesia "en puestos de responsabilidad efectiva y reconocida" y pidiendo ulteriores estudios sobre los ministerios no-ordenados, sobre la participación de los bautizados no ordenados en la jurisdicción, y sobre todo una respuesta motivada al problema del acceso de la mujer al ministerio ordenado..., "una respuesta no sólo disciplinar, sino eclesiológica, tal que haga inteligible la praxis de la iglesia, partiendo de estudios bíblicos, históricos y de la tradición viva de la iglesia tanto latina como oriental". Posteriormente, durante el Año internacional de la mujer, Pablo VI reafirmó la norma tradicional de la iglesia en varios discursos y en su carta del 30 de noviembre de 1975 al arzobispo de Canterbury. La respuesta motivada llegó con la declaración Inter insigniores y el comentario oficial, publicados el 28 de enero de 1977" [-> Sacerdocio, V, 4, b].

2. "INTER INSIGNIORES". Declaración y comentario reafirman fuertemente la norma de la exclusión, basándose en la actitud de Jesús y de los apóstoles y de la tradición de la iglesia: Jesús no eligió apóstoles entre las mujeres, a pesar de que se mostró sumamente libre frente a los prejuicios y a los tabúes de la cultura judía en relación con la mujer. Ni siquiera confirió el ministerio apostólico a su madre, "tan estrechamente asociada al misterio de su divino Hijo". Por eso la iglesia, "por fidelidad al ejemplo de su Señor, no se considera autorizada para admitir a las mujeres a la ordenación sacerdotal". Pero se distingue claramente entre esta parte normativa del documento y la reflexión teológica con la que, "mediante la analogía de la fe", se intenta iluminar la "profunda conveniencia... entre la naturaleza propia del sacramento del orden, en su referencia específica al misterio de Cristo, y el hecho de que solamente los hombres han sido llamados a recibir la ordenación sacerdotal". En esta reflexión, "que no compromete al magisterio" (comentario), no se trata de "argumentación demostrativa"; antes bien, se manifiesta el deseo de ulteriores profundizaciones en el tema.

La declaración rechaza explícitamente toda argumentación basada sobre "prejuicios desfavorables a la mujer", sobre "presunta superioridad del hombre sobre la mujer", sobre cualquier "superioridad personal en el orden de los valores". El comentario es todavía más explícito en lo que se refiere a los "argumentos presentados en el pasado", que hoy no son "muy sostenibles"; y sobre "el influjo innegable de los prejuicios desfavorables a la mujer" en los escritos de algunos padres de la iglesia. Si la mujer está excluida de la ordenación sacerdotal, no es, pues, porque sea "impura" o tentadora del hombre, no es en cuanto "varón deficiente" (mas occasionatus), según la teoría aristotélica, o porque sea incapaz de toda función de preeminencia, nacida en un estado de subordinación al hombre ("quia mulier statum subjectionis habet": S. Tb., Suppl. q. 39, a. 1). Ni se apela tampoco a algunos argumentos más recientes, a un psicologismo barato (la mujer naturalmente "dócil"; inepta para hablar en público; no sabría conservar los secretos de la confesión...) o a una conveniencia puramente exterior vinculada a situaciones culturales (la mujer que aburriría desde el altar...). Se intenta, si no se puede dar todavía una inteligibilidad plena a la praxis de la iglesia, al menos abrir pistas válidas de reflexión para la teología.

El elemento teológico más importante es el que proporciona el análisis del sacramento del orden; está resumido en el comentario en los términos siguientes: "1. El sacerdote, en la administración de los sacramentos, que exigen el carácter de la ordenación, actúa no en nombre propio, en persona propia, sino in persona Christi; 2. Esta fórmula, tal como la ha entendido la tradición, exige que el sacerdote sea un signo, en el sentido que se da a este término en teología sacramentaria; 3. Y porque precisamente es signo de Cristo salvador, debe ser un hombre y no puede ser una mujer". Es verdad que el presbítero actúa también in persona ecclesiae (y los rasgos femeninos de la iglesia esposa de Cristo deberían poder ser representados por una mujer); pero si el presbítero representa a la iglesia, es "porque ante todo representa a Cristo mismo, que es cabeza y pastor de la iglesia", como enseña el Vat. II (cf LG 28). Puesto que para el signo sacramental se pide una "semejanza natural", según el principio enunciado por santo Tomás: "signa sacramentalia ex naturali similitudine repraesentent" (IV Sent. dist. 25, q. 2, a. 2, q.' 1, ad 4), no basta con una simple semejanza física, que también debe existir, sino que se pide también aquello de lo que es símbolo el ser-hombre o el ser-mujer: ser imagen del Dios trinitario en el don recíproco de dos personas diversas; la corporeidad se convierte en símbolo que lleva más allá de uno mismo Se trata, dice la declaración, de "expresar y alcanzar al hombre y la mujer en su profunda identidad". Pero admitir que ser cabeza —es decir, en cierto sentido, el primero— pertenece al simbolismo del hombre y no al de la mujer como tal, equivale, para muchos de nuestros contemporáneos, a apoyar una antropología que niega la dignidad de la mujer, consagrar su inferioridad y abrir la puerta a todas las formas de dominación y de explotación que a través de los siglos han viciado las relaciones hombre/ mujer en perjuicio especialmente de la mujer. No hay, pues, que maravillarse de que la declaración haya suscitado no sólo decepción en algunos por la reafirmación de la norma, sino también ásperas críticas desde el plano teológico.

3. UN PROBLEMA TEOLÓGICO TODAVÍA ABIERTO. La discusión sigueabierta; y las polémicas de los últimos años han tenido el mérito de estimular la reflexión sobre la naturaleza del sacramento del orden, de haber demostrado sobre todo la urgencia de una profundización de la antropología teológica, de una antropología que no ignore los desarrollos de las ciencias humanas, pero que refleje la luz de la revelación y tenga en cuenta la tradición de la iglesia; falta todavía una teología de la creación que pueda ser, por una parte, interlocutora adecuada de las ciencias humanas y, por otra, trampolín para la oración de alabanza que el hombre (varón o mujer) debe elevar al Dios creador.

En la norma que reserva a los hombres el sacerdocio ministerial quizá podríamos ver no la última ciudadela de la misoginia eclesiástica, la "punta del iceberg" del antifeminismo católico sino más bien una expresión —en medio de tantos cambios necesarios referentes al "puesto de la mujer"— de lo que no cambia: la luz irradiada sobre la relación fundamental hombre/mujer por la relación Cristo/iglesia, la relación entre Dios y la humanidad, en toda la economía de la salvación. Y nos parece que para ver (o entrever) la relación hombre/mujer en toda su profundidad de relación interpersonal, en la igualdad fundamental de personas diversas —donde prioridad no es superioridad—, debemos remontarnos hasta la analogía de la Trinidad, en la que el Padre es primero y da todo, pero quien procede de él, de él recibe todo y a él lo restituye asimismo todo: es en todo igual a él.


IV. Otras funciones o ministerios: legislación actual

El hecho mismo de que el ministerio presbiteral esté reservado a los hombres hace necesario un esfuerzo máximo para explotar y desarrollar todas las posibilidades de participación femenina; y esto no sólo por un deber de justicia para con la mujer, sino mas bien para realizar una plenitud, humana y divina en todos los sectores de la vida de la iglesia, incluida la liturgia. Y las posibilidades son muchas, a pesar de que todavía queda mucho por hacer en esta dirección.

1. LA EXCLUSIÓN DEL ALTAR. En la instrucción Inaestimabile donum, de la Congregación para los sacramentos y el culto divino (3 de abril de 1980), leemos (n. 18): "Como es sabido, las funciones que la mujer puede ejercer en la asamblea litúrgica son varias: entre ellas la lectura de la palabra de Dios y la proclamación de las intenciones de la oración de los fieles. No están permitidas a las mujeres las funciones de servicio al altar (ministro)". Se confirmaba así la praxis tradicional formulada en la Liturgicae instaurationes, tercera instrucción para la correcta aplicación de la constitución litúrgica (5 de septiembre de 1970): "No se permite que las mujeres (niñas, esposas, religiosas) sirvan en el altar, aunque se trate de iglesias, casas, conventos, colegios e instituciones de mujeres" (n. 7). Ya en el s. IV el primer concilio de Laodicea establecía "quod non oportet mulierem ad altare ingredi" ". La antropología cultural vincula esta prescripción, como otras de la praxis eclesial, a motivaciones arcaicas, de las que quedan algunos rasgos en el comportamiento del hombre moderno, subyacentes a justificaciones aducidas en conformidad con los usos de las épocas sucesivas. Se trata con frecuencia del concepto de impureza, relacionado con todo lo referente al sexo, especialmente por lo que respecta al miedo inspirado por la potencia del sexo femenino, y muy particularmente por la sangre menstrual. Hemos visto que Jesús en sus comportamientos rechaza estas concepciones; enseña que la única impureza es la que procede del corazón del hombre (Mt 15,18). Pero el ejemplo de Jesús no ha sido capaz de abolir prejuicios y tabúes profundamente arraigados en la cultura y la mentalidad religiosa. El concilio de Nicea, en el año 325, decreta: "Todas las mujeres fieles y cristianas deben abstenerse de entrar en la casa de Dios... durante todo el período de su menstruación, e igualmente de recibir la comunión" En el s. XVIII encontramos todavía en la Theologia moralis de san Alfonso de Ligorio la misma norma reafirmada como consejo. Y hasta casi nuestros días ha durado el rito de la "purificación" de la madre después del nacimiento del hijo, la benedictio mulieris post partum [-> Bautismo, X, hacia el final].

Al menos a nivel de motivación consciente, este concepto de impureza y los consiguientes tabúes son ajenos a la mentalidad moderna. Las "diversas funciones" a las que se refiere la Inaestimabile donum comportan, si no la función de ministro —exclusión que se puede justificar hoy sólo desde fundamentos culturales—, sí ciertamente otros cometidos que permiten acercarse al altar y sobre todo tocar los vasos sagrados, que antes de la reforma actual no debían normalmente ser tocados por ningún "no-ordenado". Pero no se puede prescindir, como si fuera algo de interés meramente arqueológico, de la aportación de la antropología cultural en lo que se refiere a las relaciones entre mujer y sagrado.

2. LAS "FUNCIONES VARIAS". El cuadro completo de las "funciones que la mujer puede desempeñar en la liturgia" —precisadas generalmente en los primeros documentos pos-conciliares con la anotación "cuando falte un hombre idóneo" o "fuera del presbiterio"— comprende:

a) La función de lector. La Ordenación general del Misal Romano, que se encuentra al inicio de la edición oficial castellana del Misal Romano publicada por la CEE (1978), dice así: "La conferencia episcopal puede permitir que una mujer idónea haga las lecturas que preceden al evangelio y presente las intenciones de la oración de los fieles" (n. 70). En nota se cita la instrucción Liturgicae instaurationes (1970), que dice: "Es lícito a las mujeres hacer las lecturas, menos el evangelio. Sírvanse para ello de los medios modernos de la técnica de forma que puedan oírlas todos con facilidad" (n. 7, a; cf Pastoral litúrgica 54-55, p. 16; cf OLM (1980) 54).

b) La distribución de la comunión. La instrucción Liturgicae instaurationes precisaba: "Distribuir la comunión es oficio, en primer lugar, del sacerdocio celebrante, luego del diácono y, en algunos casos, del acólito. La Santa Sede puede permitir que se destinen para esto a otras personas de prestigio y virtud" (n. 6, d). El 29 de enero de 1973, la instrucción Inmensae caritatis, de la Congregación para el culto divino, dio facultad a los ordinarios para que autoricen en el caso de ausencia o estén impedidos el sacerdote, diácono o acólito o haya gran concurrencia de fieles, "a personas idóneas, elegidas individualmente como ministros extraordinarios, en casos concretos o también por un período de tiempo determinado, o en caso de necesidad, de modo permanente, que se administren a sí mismas el pan eucarístico, lo distribuyan a los demás fieles y lo lleven a los enfermos en sus casas" (1, I). La instrucción concedía así a todos los obispos, en forma general, una facultad que ya podían pedir y obtener de la Santa Sede, según disponía la instrucción Fidei custos, del 30 de abril de 1969. Y para este ministerio de tipo diaconal —"extraordinario", pero que puede ser estable— no se hace ninguna exclusión de las mujeres, aun quedando firme lo que pocos meses antes había establecido el motu proprio Ministeria quaedam (15 de agosto de 1972), que excluye a las mujeres de los ministerios instituidos de acólito y lector, en nombre de la "venerable tradición de la iglesia" (VII).

c) Otros ministerios menores. Otros servicios o ministerios "inferiores a los propios del diácono" y que deben realizarse "fuera del presbiterio" están señalados como abiertos a las mujeres en la Ordenación general del Misal Romano (nn. 70.68): comentar las celebraciones, acoger a los fieles, recoger las ofrendas, etc. La Liturgicae instaurationes precisa todavía: proponer las intenciones de la oración universal; añade a la acogida la tarea, por ejemplo, de poner orden en las procesiones (n. 7b,d-e).

d) El canto litúrgico. La instrucción sobre la música en la sagrada liturgia Musicam sacram, del 5 de marzo de 1967, establece en el n. 22 que la schola cantorum puede estar compuesta tanto de hombres como de mujeres; y donde el caso verdaderamente lo exija, de sólo mujeres; cuando comprenda también mujeres, póngase fuera del presbiterio (23c). La Liturgicae instaurationes se limita a afirmar (7c): "Es lícito a las mujeres dirigir el canto de la asamblea y tocar el órgano u otros instrumentos permitidos".

e) Comunidades sin presbítero. La instrucción Inter oecumenici, del 26 de septiembre de 1964, había establecido ya (n. 37), sin restricción de sexo: "En el lugar en que falte sacerdocio, si no hay ninguna posibilidad de celebrar la misa, en los domingos y en las fiestas de precepto favorézcase, a juicio del ordinario del lugar, la celebración de la palabra de Dios, bajo la presidencia de un diácono o también de un laico delegado para eso". Es conocido el desarrollo que ha tenido esta previsión, y el papel importante desarrollado en este campo por muchas mujeres, especialmente religiosas. Un documento del año 1975 de la Congregación para la evangelización de los pueblos 2' afirma: "Ya en muchas parroquias, en ausencia del sacerdote, es una religiosa quien asume la responsabilidad, la presidencia y la dirección de la asamblea paralitúrgica comunitaria, el domingo y durante la semana, y se encarga de exhortar a los fieles a sus deberes cristianos. Es también la presencia de la religiosa la que permite que se conserve la reserva eucarística y se distribuya a los fieles, en la misa y fuera de ella, en caso de necesidad. Hay casos en los que la administración del bautismo y la presencia eclesial oficial al matrimonio están aseguradas, con el encargo episcopal requerido, por religiosas que tienen permanentemente una parroquia a su cargo". Y se añade: "... muchas religiosas están verdaderamente angustiadas al ver el abandono en que a veces se encuentran algunas comunidades cristianas concretas...; su solicitud de asumir actividades pastorales más amplias surge precisamente de esta angustia y no de un espíritu de reivindicación".

Para todo este párrafo, cf can. 230, §§ 1-3, del nuevo CDC de 1983.

3. CON LA PRAXIS DEBE CAMBIAR TAMBIÉN LA MENTALIDAD. Aun con los límites que hemos advertido, las posibilidades abiertas a la mujer de tomar parte activa en la vida litúrgica son muy amplias; ante todo, naturalmente, tomar parte conscientemente y con todo el corazón —con la escucha, la respuesta, el silencio—en las celebraciones comunitarias; pero también desempeñar tareas ministeriales —los ministerios de facto— que están abiertas a ellas, colaborar en la preparación y en la -> animación de una liturgia ligada a la catequesis y a toda la vida de la comunidad eclesial, prestar una contribución propia como miembros de comisiones, centros y otros organismos de vida litúrgica a diversos niveles.

Los obstáculos que se oponen a esta participación vienen ante todo de mentalidades cerradas, que con demasiada frecuencia todavía desconfían de los laicos en general y de las mujeres en particular; mentalidades de hombres laicos que no han superado todavía el complejo de superioridad machista; pero también mentalidades de mujeres, acostumbradas en ambientes eclesiales a la subordinación y demasiado proclives a escabullirse, incluso cuando en la sociedad civil llevan responsabilidades importantes. En la misma legislación de la iglesia, como hemos visto, los ministerios abiertos a las mujeres se presentan generalmente como de suplencia o extraordinarios. La responsabilidad efectiva de la mujer con frecuencia no es reconocida. Falta conciencia de la necesidad que tiene la iglesia de la contribución específica de la mujer. Queda mucho por profundizar en experiencias de hecho: se da a una mujer la responsabilidad de una parroquia (haciéndola párroco casi en todo), pero no se hace un esfuerzo por profundizar en aquello que podría ser para los tiempos modernos un ministerio diaconal ejercido por una mujer en virtud de una verdadera ordenación; se admite un coro de religiosas porque faltan voces masculinas, pero no se advierte el significado eclesial que puede tener en la liturgia solemne esta participación coral y orante de mujeres que están dedicadas a la oración y al servicio de la iglesia.


V. Temas, signos, lenguaje

1. SANTIDAD FEMENINA. La liturgia alaba a Dios en sí mismo, en la incomparable Madre del Verbo encarnado, en sus ángeles y en sus santos. Aquí nos referiremos sólo a sus santas.

Antes de la reforma posconciliar, la santidad femenina se calificaba en la liturgia principalmente en términos de virginidad (categoría reservada a las mujeres) o de martirio —en este último caso el don de la fortaleza se subrayaba siempre con la expresión un poco despectiva para con el sexo femenino: "etiam in sexu fragili"—. Las demás santas se encontraban agrupadas bajo la denominación negativa de la celebración "pro nec virgine nec martyre", que daba de la mujer virtuosa la imagen veterotestamentaria de Prov 31,10-31, imagen bella y rica de una feminidad que no tiene nada de frágil, aun cuando, para ciertos gustos modernos, puede parecer demasiado unilateralmente vista bajo el aspecto de la comodidad del marido. La liturgia actual usa una terminología más igualitaria para "los santos" y "las santas" (desaparece la categoría exclusivamente masculina de los confesores) y ofrece una mayor variedad de lecturas y de oraciones: para las vírgenes admite, como primera lectura del tiempo pascual, el gran poema del amor esponsal del Cantar de los Cantares o de Oseas, como en la bella liturgia del rito renovado de la I consagración de vírgenes, aplicable no sólo a las monjas, sino también a mujeres que viven "en el mundo".

Otros retoques, que respetan más la sensibilidad femenina o sirven para valorar la aportación de las mujeres a la misión de Cristo y de la iglesia, se refieren a la conmemoración de cada una de las santas. La nueva misa de santa María Magdalena (22 de julio), por ejemplo, celebra (como la antigua) el amor de la ex-prostituta por su Salvador y Señor, pero (a diferencia de la antigua) recuerda, en la oración, que precisamente a ella quiso confiar el Resucitado "la misión de anunciar a los suyos la alegría pascual"; y la misa de santa Marta (29 de julio) ofrece para el evangelio la posibilidad de elección entre el recuerdo del hospedaje ofrecido a Jesús (Lc 10,38-42) y la narración de la resurrección de Lázaro, que comprende la profesión de fe de Marta, paralela a la de Pedro (Jn 11,27). Otros detalles personalizan más la memoria de las santas (y de los santos); por ejemplo, las misas para la fiesta de santa Margarita de Escocia (16 de noviembre) y de santa Isabel de Hungría (17 de noviembre) celebran una santidad no ya genérica, sino de "los que han practicado la caridad". Otra innovación, que valdría también para los hombres, puede estar preanunciada en la institución de la fiesta de los santos Joaquín y Ana (26 de julio): la celebración conjunta de marido y mujer que se santificaron juntos, er la santidad de su amor conyugal, sir esperar a una santa viudez. El futurc Juan Pablo 1 escribía desde Roma en 1964 a sus diocesanos de Vittoric Veneto: "Cuando me he enterado de que se introducía la causa de beatificación de los padres de santa Teresa del Niño Jesús, he dicho: ¡por fir una causa a dúo!"".

2. LENGUAJE Y SIGNOS. El uso de la lengua vulgar en la liturgia ha sacado a la luz varios problemas. Entre ellos no puede pasar inadvertido —si bien tampoco debe ser exagerado— el que deriva de la contestación actual de todo lenguaje machista. En el contexto litúrgico, y en general en el religioso, el lenguaje contestado comprende, por ejemplo, el uso exclusivo de términos masculinos para indicar, conjuntamente, a todos los miembros del pueblo de Dios. En varios puntos de la nueva liturgia, como en la celebración del matrimonio, se han suprimido referencias que podrían chocar con la sensibilidad moderna por lo que atañe a la igualdad entre hombre y mujer. Pero la protesta feminista llega hasta el rechazo de elementos fundamentales del sistema simbólico cristiano, y en particular de la imagen de Dios-Padre, considerada como la expresión de una sociedad patriarcal opresiva para la mujer y ya superada. La teóloga holandesa Catharina Halkes, después de haber resumido las posiciones más radicales en la materia de algunas colegas americanas, expresa su posición personal en estos términos: "Nos alegra el hecho de que ya ha aparecido la receptividad para con los rasgos femeninos y maternos de Dios en la Sagrada Escritura, pero esto tendrá efectos positivos solamente cuando, en las oraciones y en la liturgia, se prohiban los masculinismos, y nuevos símbolos conduzcan a experiencias de contraste y a nuevas representaciones". Las tentativas por recomponer la liturgia, e incluso la Sagrada Escritura, en clave feminista son el hecho solamente de algunos ambientes; pero es importante tomar conciencia de estas corrientes para prevenir, con una educación adecuada, los eventuales daños de una divulgación intempestiva de propuestas radicales, si no queremos que los fieles se turben hasta al rezar el padrenuestro.

Otra acusación hecha a veces a la liturgia romana es la de tener un lenguaje demasiado abstracto. Pero en este campo hay que tener en cuenta la diversidad de culturas y de sensibilidades personales, también entre las mismas mujeres. Por lo demás, los defectos de lenguaje no se pueden corregir sobre la mesa. Las expresiones aptas deben desarrollarse en lo concreto de la experiencia y en la búsqueda común, de hombres y mujeres, en clima de oración auténtica. También desde este punto de vista es importante la presencia creciente de las mujeres en los diversos organismos de animación litúrgica.

Hay que tener siempre presente la diversidad de culturas no sólo para favorecer la inculturación en las culturas particulares, sino también para abrir el camino a una colaboración intercultural. Quizá hayan de ser las culturas no europeas —cuando hayan madurado sus expresiones litúrgicas, al mismo tiempo tradicionales y originales— las que nos ayuden a dar una visibilidad apropiada a la mujer en la oración oficial de la iglesia. Esto no comportará necesariamente innovaciones, y menos todavía innovaciones extrañas, como la augurada por el teólogo laico americano Michael Novak en nombre del "realismo simbólico": un ministerio femenino de representación de la iglesia y una celebración eucarística en la que "sacerdote masculino y celebrante femenino reflejarían juntos, con más precisión que en los siglos anteriores, la unión de Cristo y de su iglesia"". La liturgia actual en la reevocación del misterio pascual ofrece ya posibilidades menos radicales. ¿No se podría pensar, por ejemplo, en la liturgia del viernes santo, en una representación de María y de las "piadosas mujeres" en la adoración solemne de la cruz? (en cambio, actualmente, al tener que reducir por motivos prácticos el número de los participantes en el gesto ritual, todo se reduce generalmente a hacer una selección entre el clero presente).

No se trata de buscar una liturgia feminista; más bien se quiere desarrollar una liturgia que, en sus temas, signos y lenguaje, sea más apta para que por ella exprese la alabanza de Dios también "la mujer contemporánea"; la mujer que quiere ser, como María de Nazaret, "aunque completamente abandonada a la voluntad del Señor, ... algo del todo distinto de una mujer pasivamente remisiva o de una religiosidad alienante"; la mujer que intenta "secundar con espíritu evangélico las energías liberadoras del hombre y de la sociedad" (Marialis cultus 37).


VI. Doctrina y praxis de las otras comunidades cristianas

Un último aspecto que se debe tener presente es el impacto en el mundo católico de la situación ecuménica y de la praxis de las otras iglesias y comunidades cristianas

Por lo que se refiere al problema de la ordenación, ya hemos visto que la publicación de la ínter insigniores se debió a la necesidad de responder oportunamente a la situación creada en el plano ecuménico; hacíamos notar que, en los trabajos del Consejo ecuménico de las iglesias, la cuestión de la admisión de las mujeres a la ordenación sacerdotal se había planteado "ante lá conciencia de todas las confesiones cristianas, obligándolas a examinar su posición de principio"; y la preocupación se originaba sobre todo al ver que eran ordenadas mujeres "en algunas comunidades que pretendían conservar la sucesión apostólica del orden", y particularmente en las comunidades anglicanas, donde se creaba un problema grave para el diálogo con la iglesia católica. Hoy, de hecho, se puede decir que en la gran mayoría de las iglesias protestantes todos los ministerios están, al menos en teoría, abiertos a la mujer. Pero, dado que estas iglesias no tienen un concepto sacramental del sacerdocio ministerial, la ordenación es considerada como asunto más bien disciplinar que teológico; las mismas mujeres que se preparan a la ordenación, o que la han recibido, ponen el acento más en los aspectos pastorales del ministerio, en la participación en las funciones de dirección de la iglesia, que en los aspectos litúrgicos. La comunión anglicana está profundamente dividida en este punto. Sólo las iglesias ortodoxas y la iglesia viejo-católica ("Unión de Utrecht") permanecen unánimes en rechazar la ordenación presbiteral o episcopal de mujeres. Los ortodoxos tienen en la actualidad diaconisas —oficio que ha sido reinstaurado después de haber desaparecido por un largo período—, pero las diaconisas modernas tienen responsabilidades pastorales o misioneras, no litúrgicas.

Los motivos teológicos invocados por los ortodoxos para la exclusión de las mujeres del presbiterado son esencialmente los mismos, escriturísticos o de tradición, que encontramos en la ínter insigniores. Se insiste mucho también en el carácter icónico del sacerdocio ministerial: "El presbítero es icono de Cristo; y lo mismo que el Cristo encarnado se hizo no sólo ser humano, sino varón —y en el orden de la naturaleza los cometidos del varón y de la mujer no son intercambiables, es necesario que el presbítero sea varón". No parece que esta posición oficial sea contestada por el pueblo fiel". Hay que recordar también la importancia que dan los ortodoxos a la relación entre las mujeres —María antes que ninguna otra— y el Espíritu Santo; pero, escribe Evdokimov, "si la mujer está vinculada ónticamente al Espíritu Santo, este vínculo tiene valor y significado universal solamente si el varón, por su parte, está ónticamente vinculado a Cristo".

El impacto de la experiencia ecuménica y de los contactos que se van teniendo con las diversas iglesias y comunidades eclesiales no se refiere, sin embargo, exclusivamente al problema de la ordenación; en un plano más general estos contactos han podido estimular en los ambientes católicos la toma de conciencia y la reflexión teológica sobre la participación de la mujer en toda la vida eclesial. El contacto con grupos ecuménicos de oración, y con la misma vida cultual de las confesiones que admiten a las mujeres a desempeñar cargos pastorales, puede contribuir al crecimiento de una capacidad de expresión, de una creatividad no sólo masculina, sino también femenina en este campo; de una creatividad que, naturalmente, debe permanecer dentro de los límites de la fe y de la disciplina de la iglesia católica.

R. Goldie


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