EUCARISTÍA
NDL


SUMARIO. I. Origen y evolución de la celebración eucarística: 1. Centralidad del tema; 2. Punto de partida: el gesto de la última cena; 3. Cristo, "de siervo a Kyrios"; 4. De la liturgia de la cena judía a la cristiana; 5. Nombres de la eucaristía; 6. Formación de las oraciones eucarísticas en las diferentes liturgias; 7. La celebración eucarística: las grandes etapas de su evolución histórica - Il. La celebración de la misa: dinámica y significados: 1. La comunidad que se reúne (asamblea y rito de entrada); 2. Comunidad que escucha (liturgia de la palabra); 3. Comunidad convival (ofertorio); 4. Comunidad que da gracias (oración eucarística): a) ... proclamando las obras de Dios, b) ...celebrando el memorial de la pascua del Señor, c) ... invocando al Espíritu Santo, d) ... ofreciendo el sacrificio de la nueva alianza, e) ... ofreciéndonos a nosotros mismos en sacrificio espiritual, f) ... formando todos un solo cuerpo, g) ...invocando al Espíritu Santo sobre los comunicantes, h) ... comunicando con la iglesia de la tierra y la del cielo, i)
intercediendo por todos, j) La doxología final; 5. Comunidad de comunión y participación (el rito de comunión y de despedida); 6. Comunidad enviada a la misión; 7. A la espera del banquete final.


I. Origen y evolución de la celebración eucarística

1. CENTRALIDAD DEL TEMA. "La celebración de la misa, como acción de Cristo y del pueblo de Dios ordenado jerárquicamente, es el centro de toda la vida cristiana para la iglesia universal y local, y para todos los fieles individualmente". La afirmación clara y solemne con que se inicia el primer capítulo del nuevo misal (= OGMR 1), haciéndose eco de tantas tomas de posición del Vat. II, no es difícil de justificar, si en la celebración de la misa se toma la presencia dinámica e irradiante del misterio de Cristo en singular, esto es, en la globalidad del acto de su redención, o en plural, como presencia de los misterios de Cristo, o sea, de los aspectos o momentos del único acontecimiento salvífico. De hecho, la repetición de las celebraciones no hace sino poner en contacto o canalizar en el tiempo la "inagotable riqueza" de Cristo, por lo que es verdad que aquí se halla el centro, la cima y la fuente de la que deriva cualquier otra gracia en la iglesia (cf SC 10).

La eucaristía es totalizante y finalizante, bien respecto al conjunto de los sacramentos (vistos como un todo orgánico), bien respecto a toda la celebración litúrgica de la iglesia en su dimensión más amplia, que abarca el ciclo del año litúrgico y el cursus semanal y cotidiano al ritmo de la liturgia de las Horas, como constelaciones de momentos orantes y adorantes que giran en torno al sol. De hecho, es sabido que el officium laudis brota, en el fondo, del sacrificium laudis del altar, como su dilatación y prolongación (cf PO 6). Analizando los ricos contenidos del misterio eucarístico, veremos cómo realmente no hay ningún aspecto de la vida y de la misión de la iglesia que no esté en estrecha relación con la misa, y esto sin caer en la ingenuidad del panliturgismo (cf SC 12). Los temas bíblico, teológico, espiritual, pastoral, misional y ecuménico se entrelazan fácilmente en torno a nuestra celebración, por no hablar del amplio campo de las artes (música, arquitectura...) y de las ciencias humanas (leyes de la -> comunicación, -> lenguaje cultural...), problemas a los que no nos es posible dar aquí todo el desarrollo necesario.

2. PUNTO DE PARTIDA: EL GESTO DE LA ÚLTIMA CENA. Es un dato universalmente conocido y aceptado que nuestra eucaristía tiene su origen y deriva sus líneas esenciales del gesto que Jesús cumplió en la última cena con sus discípulos, y del que nos han llegado cuatro narraciones diferentes ordenadas en dos líneas paralelas: Marcos-Mateo y Pablo-Lucas. Estas narraciones de la institución, tal y como justamente nos advierten los exegetas, no deben tomarse como puras relaciones históricas de los hechos: en las diversas redacciones, aunque sean también sustancialmente concordes, se siente la influencia del uso litúrgico un tanto diferenciado según las exigencias de las primitivas comunidades cristianas. Así se nos muestra rápidamente la complejidad de los problemas que subyacen, si se quiere determinar con absoluto rigor cuál fue el núcleo primitivo del que todo ha tomado origen (por ejemplo, las ipsissima verba et gesta de Cristo); la cuidadosa génesis con que se han organizado las primeras celebraciones eucarísticas; las líneas de desarrollo sobre las que con el paso del tiempo se han configurado las diversas tradiciones litúrgicas, especialmente por lo que se refiere al sentido preciso y a la estructura fundamental de las anáforas u oraciones eucarísticas. No podemos seguir aquí los sutiles análisis y las discusiones que aún mantienen los especialistas. Remitiéndonos a la bibliografía, para quien sienta interés histórico-científico, aquí deseamos tocar solamente algunos puntos que iluminan el sentido de la eucaristía y sobre los cuales hay algunas conclusiones bastante pacíficas.

3. CRISTO, "DE SIERVO A KYRIOS". ¿Qué quiso significar Jesús con los gestos y las palabras del cenáculo la tarde del jueves santo? ¿Qué pretendió dejar a la iglesia instituyendo la eucaristía?; o, vistas las cosas desde la otra parte: ¿cómo entendieron las primeras comunidades cristianas el gesto de la cena?

Parece una conclusión seriamente fundada en la exégesis moderna, incluida la no católica, que el Jesús prepascual se vio a sí mismo y leyó su destino de profeta-mesías en la misteriosa figura del siervo de Yavé, que sufre y da su vida por la salvación de los hermanos (cf especialmente Is 53). Si es ésta la más antigua cristología discernible en el fondo del NT y que ha dejado muchas huellas en los evangelios (por ejemplo, en Mc 10,45 y paralelos: "El Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida para la redención de muchos"), no es imposible tampoco captar el significado de las palabras pronunciadas sobre el pan, sobre todo en la forma usada por Pablo ("... cuerpo que se da por vosotros", 1 Cor 11,24) o por Lucas ("... cuerpo que por vosotros es entregado", 22,19), quienes no habrían hecho otra cosa que explicitar de manera más comprensible para las comunidades helenísticas algo ya contenido, visto el contexto, en la fórmula aramaico-petrina ("Esto es mi cuerpo", Mc 14,22; Mt 26,26), si se la considera más primitiva. En las palabras relativas al cáliz de la "sangre derramada por vosotros" (Le 22,20; cf 1 Cor 11,25) o "por muchos" (según Mc 14,24, a quien Mt 26,28 añade: "para remisión de los pecados"), el sentido se hace aún más claro en la línea del siervo sufriente.

En otras palabras: Jesús, pocas horas antes del sacrificio cruento del Calvario hacia el que tendía y en el que ahora ya estaba precipitándose, cumple una acción profética, o sea, anticipa y se compromete con gestos-palabras en la realidad que está a punto de aferrarlo, o se entrega voluntariamente en la cena de la que arranca todo el drama de la pasión: "Lo que estás haciendo, hazlo pronto" (Jn 13,28), dice al discípulo traidor, que sale de noche para concertar su entrega a los enemigos. Si todo esto después se incluye, como es opinión común, en el marco celebrativo de la cena pascual hebrea, cuando se consumía el cordero inmolado para la fiesta; o por lo menos, de modo más general (ya que la cuestión cronológica permanece abierta y sigue discutiéndose entre los especialistas), se hace coincidir la cena y la muerte de Jesús con las solemnidades pascuales —todos saben que éstas giraban en torno a la inmolación y comida del cordero, identificado por Pablo con Cristo mismo (1 Cor 5,7) y quizá también por Juan Bautista ("He aquí el Cordero de Dios...", Jn 1,36)—, entonces el significado global de la primera eucaristía celebrada por Jesús y continuada después por mandato suyo ("Haced esto en recuerdo mío", Lc 22,19) en las primeras comunidades cristianas no ofrece dudas.

Hablando en términos más modernos: la muerte real de Cristo en la cruz no tenía en sí misma nada de litúrgico-ritual; pero en la última cena eligió él personalmente los signos y los ritos (llamados después sacramentales) bajo los que quería que se perpetuase lo que había hecho en su gran hora, capacitando a los apóstoles para hacer otro tanto. Esto es lo que se quiere decir cuando se afirma que Jesús ha instituido el sacramento del cuerpo entregado y la sangre derramada, con el que ha establecido la nueva alianza en el amor, en lugar de la antigua, ya superada.

Si ésta es la verdadera interpretación de las cosas, tal y como la comunidad cristiana las ha comprendido desde el principio, parece más bien pobre la presentación de una teología manualística propia de un tiempo ya pasado, reflejada también en las fórmulas del viejo catecismo, que tras las controversias sobre la presencia real tendía toda ella a demostrar, a través del estudio analítico de las palabras de Jesús, ante todo la realidad del "verdadero cuerpo, sangre, alma y divinidad". En cambio, es esencial a la eucaristía, ya desde la primera intención de Jesús, no sólo la presencia física (por así decirlo) de su verdadero cuerpo, sino la dinámica de un cuerpo que se da y se sacrifica hasta derramar su sangre por nosotros. La eucaristía, en cuanto es sacramento (presencia real), no se puede tener sino dentrodel acto que celebra o ritualiza el sacrificio de Cristo, o sea, hace presente el gesto del siervo de Yavé, que se ofrece libremente como víctima por sus hermanos.

Falta todavía un elemento para tener la fisonomía completa y auténtica de la eucaristía transmitida por las generaciones apostólicas. Parece un dato pacífico que el mandamiento de Jesús de hacer lo que él había hecho no fue cumplido por los apóstoles sino después de la pascua y la ascensión; mejor aún, después del envío del Espíritu Santo en pentecostés. Sin embargo, en aquel período los apóstoles habían tenido otros encuentros convivales con Jesús convertido en el Señor resucitado, y esto, señalan los historiadores, dejó huella en la eucaristía primitiva, que posteriormente influyó en toda la sucesiva evolución litúrgica.

Así, la eucaristía cristiana, permaneciendo fiel a su primera forma originaria, no ha sido sentida y vivida solamente como repetición de la cena de despedida, toda ella envuelta en la atmósfera triste y trágica de aquella "noche en que Jesús fue traicionado" y que iniciaba su pasión, sino que también ha asumido los rasgos de la otra experiencia, inolvidable, convival, toda ella transida de gozo, cuando "los discípulos se llenaron de gozo viendo al Señor" (Jn 20,20). Por tanto, la presencia de Jesús, que se encuentra de nuevo entre los suyos en la celebración eucarística, no es solamente la del que se ofrece en sacrificio, por amor, sino también la del que ha sido exaltado y ha recibido el "nombre que está sobre cualquier otro nombre" (Flp 2,9). En otras palabras: el Cristo de la eucaristía es el siervo sufriente que se ha convertido en el Kyrios.

Es muy diferente celebrar el gesto de amor de Jesús en la última cenadesde el lado de acá de la pascua (presencia del sacrificio-pasión en la misa, como en muchas exposiciones teológicas y espirituales del pasado), o celebrar el mismo acontecimiento desde el lado de allá de la pascua, esto es, cuando la muerte sacrificial se ha hecho victoriosa, ha desembocado en la gloria y, por tanto, ha ya resuelto de una vez por todas el problema de la salvación para todos. Esta es la eucaristía celebrada por los primeros cristianos y transmitida a todas las generaciones sucesivas como acontecimiento pascual completo. La síntesis más breve y eficaz la tenemos en el binomio siervo-Kyrios, que expresa las dos caras del único acontecimiento salvífico.

4. DE LA LITURGIA DE LA CENA JUDÍA A LA CRISTIANA. Hasta ahora hemos prestado atención al contenido del gesto esencial llevado a cabo por Jesús en la institución eucarística. Ahora debemos ampliar la mirada al marco litúrgico-ritual dentro del que ha insertado los elementos nuevos.

Prescindiendo siempre de la cuestión histórica sobre si se trató propiamente de la cena judía y cuándo la celebró Jesús con sus discípulos, el interés hacia el que apunta la investigación de los estudiosos de hoy es la individualización precisa del rito y de las oraciones de la mesa que se usaban en el judaísmo contemporáneo, de las que Jesús debió servirse y que inspiraron después el género literario y la estructura fundamental de las anáforas u oraciones eucarísticas sucesivas. Esto no quiere decir que las composiciones cristianas siguieron a pie juntillas los formularios judíos: Jesús mismo aportó novedades y cambios, siendo imitado después por las comunidades cristianas primitivas; pero ciertas líneascaracterísticas de la liturgia judía originaria se pueden todavía hoy reconocer y ofrecen útiles claves de lectura también para nuestros textos actuales.

Los intensos estudios sobre un terreno tan delicado (entre otras cosas por la escasez de documentos contemporáneos) están muy lejos de haber alcanzado conclusiones seguras y unánimemente compartidas; de todas formas, se pueden indicar dos posiciones que en los últimos tiempos se reparten el terreno. En torno a los años 1958-75 dominó la tesis de Audet', que creía descubrir el género literario de la Berakah tanto bajo las oraciones judaicas en cuestión cuanto bajo las cristianas eucarísticas de las que tratamos. Considerando prácticamente —y también indebidamente, según los estudiosos más modernos— sinónimos los términos bendecir (hebreo, berek; griego, euloghein) y dar gracias (hebreo, hódah; griego, eucharistein), había llegado a intuir esta estructura de base tripartita: una bendición (Berakah); la anamnesis o memorial de los mirabilia Dei; una bendición final en forma de inclusión o doxología.

Estudios posteriores (de Ligier, Taller, Rouwhorst) consideran artificioso y mal documentado este hipotético género literario que formaría la base de nuestra eucaristía, y acuden de manera más general a las formas de oración de la mesa que con toda verosimilitud se usaban en tiempos de Jesús, y que en su conjunto comportan el siguiente desenvolvimiento ritual: I) bendición inicial (breve) con fracción y distribución del pan; II) comida; III) todo se concluía con una fórmula más amplia llamada en hebreo Birkat-ha-Mazon, que sería verdaderamente la base de nuestras oraciones eucarísticas.

Esta fórmula eucológica se articulaba en tres partes: I) una breve bendición ("Bendito seas tú, Señor, que das alimento al mundo entero..."); II) una solemne acción de gracias (por el don de la tierra prometida, de la alianza, de la ley, de la vida y del alimento); III) una oración de súplica en forma de bendición, que expresa confianza en el Dios grande y bueno, que hoy, mañana y hasta la eternidad colmará de sus dones a Israel. La Birkat-ha-Mazon, en síntesis, consta de un cuerpo central más largo, que desarrolla la acción de gracias, introducida por una breve bendición y terminada con una oración de intercesión.

Cómo y por qué etapas intermedias a partir de esta base (usada, según la hipótesis, por Jesús mismo) se ha formado nuestra anáfora eucarística (que se acerca bastante a ella), es imposible determinarlo con toda precisión, dado el actual estado de los documentos. Parece que entre la segunda y tercera estrofa se han intercalado los elementos nuevos que corresponden a nuestro Sanctus (introducido más tarde, a cuanto parece) y a la trilogía central (en estrecha conexión recíproca): narración de la institución eucarística, anámnesis, epíclesis. Más allá, sin embargo, de las referencias fragmentarias o alusiones eucarísticas que se pueden recoger de los más antiguos escritos cristianos (Didajé, Epístola de Clemente Romano, Justino, Tertuliano, Constituciones Apostólicas VII y VIII. Didascalia Apostolorum) o que deducimos de las primeras anáforas conocidas (la primera, la de la Tradición de Hipólito, ya perfectamente construida, se podría decir, o la más particular de Addai y Mari, y sobre todo en los casos más evolucionados de la anáfora de Serapión o del canon romano), la primitiva oración de la mesa judía es reconocible sólo como palimpsesto, y no podemos construir un verdadero árbol genealógico de las fórmulas cristianas catalogadas después como oraciones eucarísticas.

5. NOMBRES DE LA EUCARISTÍA. La riqueza y variedad de los nombres empleados para designar la eucaristía según los diversos tiempos y lugares indica una pluralidad de aspectos y su respectiva complejidad, que se deseaba expresar a través de esos nombres sin lograr evidentemente que éstos fueran considerados adecuados a las exigencias. A veces se refieren al contenido profundo del misterio celebrado; otras veces, en cambio, se toman de algún rito o signo más bien extrínseco.

El nombre más antiguo que aparece en el NT es el que usa Pablo: cena del Señor (1 Cor 11,20 y contexto), o bien fracción del pan (paralelamente al verbo partir el pan), que se halla en Lucas (24,35) y en Hechos (2,42.46; 20,7.11; 27,35). Antiquísimo, pues se encuentra ya en la Didajé (c. 9-10.14), es el término tan significativo de eucaristía (acción de gracias y alabanza), que será posteriormente el más frecuente y extendido en Oriente y Occidente, como se puede ver en los más antiguos escritos tanto cristianos como gnósticos, y en los primeros documentos litúrgicos.

Muy común y antiguo es también el término ofrecer-ofrenda: oblatio en latín, prosphorá en griego, que entre los sirios pasará a ser kurbons, don. Anáfora, en cambio, designa directamente la parte central de la misa, aludiendo al formulario de la oración eucarística. El dominicum (usado en Africa y Roma) podía indicar el rito eucarístico, el lugar de la reunión o el día del Señor (domingo). Más genéricoes el término sacrum o sacrum facere, análogo al actio-agere (san Ambrosio) o agenda (más tardío), que expresa el cumplimiento de la acción sacra por excelencia, y que ha dejado huella en la liturgia romana hasta nuestros días en el canon actionis ("norma de actuación") o infra actionem, como se puede leer en el misal.

Algo semejante sucede en el griego con el vocablo leitourgia, que designa inicialmente el conjunto de las ceremonias públicas o la celebración del oficio divino; después, a partir del s. Ix, indica simplemente la misa. Con Cipriano y Agustín, especialmente, se afirma la terminología de sacrificium, que, reasumida por el medievo, adquirirá tanta importancia dogmática para subrayar uno de los aspectos más esenciales de la misa.

Los demás términos se refieren no a la acción de los ministros, sino a la del pueblo, especialmente a sus reuniones, como el latino conecta (usado en Africa con este sentido más general), aunque sea más famoso su equivalente griego synáxis (pasado también a Occidente) para indicar la sagrada asamblea que se reúne a celebrar la eucaristía, y después la celebración misma. El acto de reunirse todos juntos para celebrar la eucaristía puede expresar muy bien la totalidad. En cambio parece extraño que en Occidente con el nombre missa (normalmente entendido como missio o dimissio) haya prevalecido el acto contrario, el despedir, aunque se le quiera considerar como un acto sacro acompañado de una bendición final. En pie queda el hecho de que el nombre misa entre nosotros se ha impuesto sobre todo, mientras que eucaristía, para los fieles de hoy, más que una actio sacra que ha de hacerse comunitariamente, evoca la presencia real del cuerpo de Cristo fuera de la misa: significativo empobrecimiento, reflejado también en la historia de los nombres.

6. FORMACIÓN DE LAS ORACIONES EUCARÍSTICAS EN LAS DIFERENTES LITURGIAS. A través de los documentos más antiguos y de las primeras anáforas se intuyen cada vez más los elementos que formarán el esqueleto de la oración eucarística clásica: bendición o acción de gracias, que cada vez tendrá más por objeto no sólo (o ya no) al Dios creador y salvador de Israel, sino la perfecta y definitiva redención llevada a cabo por Cristo.

Esta solemne acción de gracias, en principio, desemboca rápida y universalmente (pero todavía falta en la anáfora de Hipólito) en el canto del Sanctus. Sigue (tras alguna fórmula de unión) la narración de la institución (excepcionalmente ausente en algún caso, como en el texto de Addai y Mari); o bien, al menos en alguna tradición —como en el tipo alejandrino—, antes de ella aparece una invocación al Espíritu Santo (epíclesis) para implorar de modo más general la santificación de las ofrendas (como en el caso citado de Addai y Mari), o, cada vez más directa y explícitamente, para que el Espíritu actúe sobre el pan y el vino transformándolos en el cuerpo y sangre de Cristo.

Tras la narración de la cena, obedeciendo al mandamiento de Jesús, se hace memoria explícita o se celebra el memorial (anamnesis) no sólo de él o del jueves santo, sino de todo su -> misterio pascual de muerte y resurrección hasta su parusía, y entonces la iglesia está en condiciones de ofrecer el gran sacrificio de la nueva alianza, que puede recibir diversas denominaciones: desde la oblatio munda preanunciada por Malaquías (1,11) y ahora realizada en Cristo, a la oblación (o sacrificio) espiritual (oblatio rationabilis según el canon romano), que alude a la logiké thysía de san Pablo (Rom 12,1), o bien se puede llamar, con la terminología de Heb 12,15, hostiam laudis (también con la variante de sacrificium laudis), siempre para expresar el sacrificio pascual del Señor, que implica no sólo ritos o víctimas externas, sino, como ha sucedido en él, la donación-inmolación de sí mismo y de la propia vida concreta.

En este momento coloca la mayoría de las liturgias orientales la clásica epíclesis (invocación al Espíritu Santo para la transformación de las especies sacramentales), atribuyéndole, sobre todo más tarde, en polémica con los latinos, valor propiamente consagratorio. El mismo Espíritu es invocado inmediatamente después, para que actúe sobre la comunidad eclesial celebrante, a fin de que en la participación de los santos misterios realice cada vez más su unidad con Cristo y entre los hermanos por el vínculo recíproco, obteniendo el mayor fruto de gracia y santificación. El efecto objetivo sobre los dones, por tanto, y el fruto subjetivo en los participantes se pone en estrecha dependencia de la acción del Espíritu que se debe implorar. El canon romano, como se sabe, no hace una mención explícita del Espíritu Santo ni antes ni después de la consagración (laguna colmada en las nuevas oraciones eucarísticas posconciliares); pero tiene oraciones análogas, insistiendo especialmente en la idea de ofrenda del sacrificio, por lo que evoca como modelos los sacrificios de Abel, de Abrahán y de Melquisedec.

A continuación, en gran parte delas liturgias orientales imitadas por nuestras nuevas anáforas, vienen las intercesiones, mientras que el canon romano sitúa su memento un poco antes y un poco después de la narración de la institución. En cualquier caso, se ora por todas las intenciones de la iglesia y del mundo, especialmente por las intenciones de los oferentes, abarcando vivos y difundos, uniéndose también a la iglesia de los santos y bienaventurados que ya han alcanzado la meta celeste. La gran oración sacerdotal termina con una doxología solemne (que vuelve a tomar el tono inicial de alabanza), y todo se sella con el Amén de la asamblea.

El estudio comparado de las -> plegarias eucarísticas en Oriente y en Occidente muestra la existencia de una gran riqueza y variedad (con alguna singularidad), que testifica el esfuerzo por traducir un mismo contenido a las diversas lenguas y culturas; pero a la vez presenta una admirable armonía de elementos esenciales en la estructura, los cuales, evidentemente, se remontan a un punto de partida preciso: la última cena, los banquetes pascuales con el Señor victorioso y, en el estrato más profundo, ciertos rasgos de la liturgia judía de la mesa.

7. LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA: LAS GRANDES ETAPAS DE SU EVOLUCIÓN HISTÓRICA. Limitándonos a las líneas más esenciales, recordemos que en la época más antigua la celebración tenía un carácter preferentemente doméstico y familiar por lo exiguo de las asambleas participantes, por la unión de la eucaristía con la cena del agape (separadas muy pronto por motivo de los fáciles abusos que podían verificarse y de los que se queja ya san Pablo en 1 Cor 11,21-22) y por la ausencia de lugares públicos de culto propios de los cristianos, especialmente en época de persecución.

Esta simplicidad originaria, a medida que el cristianismo se difunde y aumenta el número de sus adeptos en los centros más importantes del mundo grecorromano (piénsese en Jerusalén, Antioquía, Alejandría, Roma, Cartago, Milán, Lyon), experimenta nuevos desarrollos, entre otras cosas debido a la organización del clero en sus diferentes grados, y crea también, según las particulares situaciones culturales y locales, diversas tradiciones litúrgicas, que con el tiempo formarán las llamadas familias litúrgicas, con un patrimonio más o menos rico de ritos y formularios bien caracterizados.

Es interesante notar cómo en la primera descripción de la misa que poseemos fuera del NT, la de Justino (1 Apol. 67), hacia la mitad del s. II, vemos ya el esqueleto de nuestra misa con estos elementos: lectura de las memorias de los apóstoles; homilía del presidente de la celebración, seguida de una ora-oración de los fieles, concluida con el beso de la paz; ofrenda y gran oración eucarística; comunión de los presentes (enviada también a los ausentes); recogida de limosnas para los pobres. Sobre una base tradicional común conocida por todos, cada iglesia local y cada presidente (entonces era normalmente el obispo) era libre de improvisar las fórmulas de oración "según su capacidad"; aunque, como es natural, los grandes centros y las grandes personalidades acabaron por imponerse y ser seguidos o imitados por las iglesias menores, las cuales adoptaron los formularios que parecían más adecuados para expresar tanto el dato recibido como la fe vivida en las comunidades particulares.

Limitándonos a la liturgia romana, carecemos de informaciones sobre su fisonomía primitiva: sabemos que se usó la lengua griega hasta el s. Hl; es totalmente oscuro el origen del canon romano (que hallamos citado a partir del s. mi con Ambrosio, por ejemplo), y que entre nosotros ha quedado como la única oración eucarística hasta nuestros días. El comienzo de la misa hasta el s. v lo constituían simplemente las lecturas: faltaba todavía nuestro rito de entrada, que se hizo solemne cuando el clero, numeroso ya, organizó un desfile procesional con cantos hacia el altar. Algo parecido sucedió con la presentación de las ofrendas u ofertorio, con el rito de la paz y de la comunión, y también, podría decirse, con todo el conjunto de ritos y cánticos. Más aún, se considera que en el área occidental dominada por Roma fue precisamente la misa papal la que sirvió de modelo para todas las demás formas más reducidas de la celebración.

La época patrística, así como llevó al florecimiento conocido de la teología (ss. Iv-v), así también creó prácticamente el clásico fondo eucológico romano de las oraciones, concretado especialmente en las tres grandes colecciones de los sacramentarios llamados Veronense (o Leoniano), Gelasiano y Gregoriano. Análogamente se desarrolló el repertorio de cánticos (llamado antifonario), confiado a la schola cantorum.

Junto al -> domingo, el núcleo más primitivo, y al ciclo pascual (que empezó a organizarse desde el s. II: -> Triduo pascual), a partir del s. IV se perfila y crece el ciclo natalicio [-> Navidad/Epifanía], más el santoral [-> Santos, Culto de los], que se irá enriqueciendo progresivamente, y de este modo se forma el conjunto de fiestas y tiempos que llamamos -> año litúrgico. Naturalmente, también el ambiente y espacio de la celebración [-> Lugares de celebración] se irán ampliando en la basílica, con la gran aula para el pueblo y el presbiterio reservado al clero, sin I olvidar el altar y la cátedra para el obispo, el ambón y las vestiduras litúrgicas [-> Objetos litúrgicos/ Vestiduras], cada vez más características e incluso suntuosas.

Con un lenguaje diferente del nuestro era pacíficamente aceptada la fe en el verdadero cuerpo y sangre de Cristo recibidos en la eucaristía, y también en la realidad de su sacrificio actualizado mediante la celebración memorial de la iglesia, aunque hay escuelas y corrientes de pensamiento que acentúan más el realismo, como en la línea antioquena o en san Ambrosio, mientras que en otros lugares se tiende más hacia el simbolismo (como en la escuela alejandrina y, bajo ciertos aspectos, también en san Agustín), hasta llegar a crear algunas dificultades de interpretación, especialmente más tarde, cuando se tenderá a contraponer erróneamente símbolo y realidad.

En resumen, la celebración eucarística se fue asemejando cada vez más a un drama sacro, distribuido entre diversos actores con papeles bien precisos e incluso con libros distintos: el sacramentario del celebrante, el leccionario (posteriormente subdividido en evangeliario y epistolario) para el diácono y subdiácono, el antifonario para los cantores, mientras que el pueblo no necesitaba ningún libro especial para las respuestas y ciertos cánticos del ordinario: Kyrie, Sanctus, etcétera.

El medievo no osó tocar esta estructura esencial de la misa; pero, como no lograba ya entender el carácter unitario de la oración eucarística, por ejemplo, fragmentó el texto en múltiples partes u oraciones sucesivas, que concluían con el Per Christum Dominum nostrum. Amen (añadiéndoles además numerosas señales de la cruz y genuflexiones en diversos puntos). Así pues, el medievo no tuvo la fuerza creadora de la época antigua, por lo cual se limitó a utilizar el rico tesoro de oraciones heredado del pasado, salvo alguna que otra creación; en cambio se desfogó de otros modos, introduciendo, por ejemplo, varias oraciones privadas del sacerdote o de los ministros, componiendo otros tipos de textos litúrgicos (o paralitúrgicos) como himnos, secuencias y tropos, añadidos o intercalados dentro de otros cantos tradicionales.

Más grave es el hecho de que el pueblo se fue encontrando marginado de la celebración activa por varias razones: porque no podía ya entender el latín; porque el clero, muy numeroso y con una nueva mentalidad eclesiológica, comenzó a monopolizar casi todas las partes y los cánticos de la asamblea, e incluso las respuestas más simples acabaron poco a poco por reservarse sólo al ministro, ante la inercia y mutismo casi total del pueblo: éste, como mucho, se dedicó a sus oraciones y devociones privadas, que a veces no tenían nada que ver con el sentido y desenvolvimiento de la misa.

Cuando posteriormente en las órdenes monásticas, y a continuación con el crecimiento de las nuevas filas de los mendicantes, se multiplicó el número de los sacerdotes, éstos en sus conventos comenzaron a celebrar la misa por devoción personal (incluso varias veces en el mismo día, sacando así mayor beneficio de las limosnas); de este modo la misa ya no podíaser —como lo había sido hasta entonces— un acto comunitario, pues faltaba el pueblo y los ministros adecuados. En la práctica, el sacerdote vino a absorber y desempeñar, él solo, las partes de todos los otros actores, confeccionándose también el libro que lo contenía todo junto, y que se llamó Misal plenario. Lo peor fue que esta forma de celebración, comprensible para la devoción privada, sin dar= se cuenta fue considerada casi la misa-tipo, llevándola tal cual ante la comunidad cristiana reunida en asamblea. Se llegará así a la plena clericalización de la liturgia, con una misa celebrada para el pueblo y ante el pueblo, presente ahora como espectador solamente, sin ninguna participación activa en el rito mismo. Si los laicos ejercían alguna función en la celebración (como los cantores en la schola), era sólo por delegación del clero, considerado como el único capaz de cumplir a fondo los ritos y actos litúrgicos (y esto hasta el Vat. II).

Por otra parte, las conocidas controversias medievales sobre la presencia real (en el s. ix) y las sucesivas profundizaciones de la escolástica con resultados apreciables por lo que respecta a la clarificación y refuerzo de la fe--desviaron la atención hacia otros aspectos que en cierta medida influyeron como fuerza centrífuga sobre el núcleo esencial del sacrificio-memorial y favorecieron una concepción demasiado fixista, estática y cosificada del cuerpo y la sangre del Señor.

Mientras tanto, la comunión se había hecho cada vez más rara (incluso en los ambientes piadosos), y ya no era el acto normal de toda la familia cristiana de los bautizados reunida alrededor de la mesa común para participar en el sacrificio de la nueva alianza y construirasí su unidad en Cristo. La comunión se transformó también en un acto de devoción privada, y con frecuencia tenía lugar fuera de la celebración de la misa, con el acento puesto en la adoración de la presencia real. Por eso se la recibe de rodillas y directamente en la boca, en general bajo una sola especie.

El concilio de Trento no aportó novedades de relieve en este sector, sino que, frente a la oleada de los reformadores protestantes que amenazaba con desbaratar todo el edificio tradicional (aunque también ponía en evidencia alguno de sus lados débiles, hoy abandonados), se limitó a defender, repetir y reforzar los datos adquiridos de la doctrina y praxis católica. Así, contra el excesivo subjetivismo y simbolismo de una determinada interpretación protestante, el Tridentino reafirmó el aspecto ontológico-metafísico de la auténtica presencia real, qúe se prolonga más allá de la celebración del santo sacrificio, el cual, por otra parte, bajo otros signos, es considerado idéntico al de la cruz. Contra el intento de reapropiación de la eucaristía por la comunidad cristiana, por el que se había llegado a negar incluso el sacerdocio jerárquico, el concilio se preocupó por salvar este elemento irrenunciable, pero acabó por perpetuar y acentuar las distancias entre clero y pueblo. Con la sucesiva reforma de san Pío V (el misal que lleva su nombre tiene la fecha de 1570) se llegó, por primera vez en Occidente, a una casi total y rígida uniformidad ritual, que sin duda recogió y conservó muchas riquezas del pasado, pero bajo la cubierta de hierro de un rubricismo minucioso y excesivo, dependiendo absolutamente y también exclusivamente (incluso para los - alejados países de misión) de la autoridad central romana.

En la época postridentina se levantó de vez en cuando alguna voz (Muratori, sínodo de Pistoia, Rosmini) para modificar o intentar una reforma que saliese al encuentro de las exigencias pastorales del pueblo (en la lengua litúrgica, es una participación más activa); pero sólo el trabajo paciente y de amplias miras del -> Movimiento litúrgico preparó inmediatamente el terreno a la renovación del Vat. II. Así, primero se redescubrieron los tesoros de la liturgia antigua (Guéranger), después se establecieron las bases teológicas y se empezó a impulsar concretamente una participación más activa de la comunidad cristiana (Beauduin, Guardini, Parsch); finalmente, con el retorno general a las fuentes bíblico-patrístico-litúrgicas, se clarificaron cada vez más algunos conceptos clave, que renovaron la teoría y la praxis más allá de la síntesis escolástico-tridentina y de las controversias interconfesionales sucesivas.

Así resurgió la amplia noción de mysterium [-> Misterio], por el que el acontecimiento histórico-salvífico de Cristo se puede reactualizar bajo la envoltura de los signos sacramentales (Casel); análogamente se redescubrió la importante categoría bíblica de.-> memorial (o de celebración memorial), que ha contribuido recientemente a aproximar las posiciones protestante y católica acerca de la realidad sacrificial de la misa; es también importante la recuperación de la expresión pueblo de Dios todo él sacerdotal, profético y real, aunque esté (para los católicos) estructurado jerárquicamente bajo la guía de los pastores, pero en sí mismo única comunidad capaz de efectuar actos litúrgicos cada uno a su nivel-- ya en virtud de su bautismo, y no por delegación jurídica o por benigna concesión de nadie (SC 14), como reconoce la primera línea de la Ordenación General del Misal Romano de Pablo VI, presentando globalmente "la celebración de la misa, como acción de Cristo y del pueblo de Dios ordenado jerárquicamente" (n. 1).

Falsamente en nuestros días, quizá por ignorancia histórica o pobreza de espíritu, este misal ha sido contrapuesto al de san Pío V. En el nuevo rito no se contradice ninguna verdad fundamental; sólo que el conjunto ahora se mueve dentro de una visión más amplia —sacramental y eclesiológica--, que forma parte con todo derecho de la tradición católica que se remonta al NT y al pensamiento teológico de la época patrística y de la praxis litúrgica anterior a la sistematización medieval escolástica; la cual, si fue benemérita en algunos aspectos, se puede considerar deficiente y reductiva en otros (como sucede frecuentemente en toda síntesis). Por eso ha hecho bien el nuevo Misal Romano, a impulsos del Vat. II, no encerrándose en el horizonte limitado de algunos siglos de historia, sino abriéndose en los límites de lo posible a todas las riquezas de una tradición bimilenaria y a los preciosos tesoros custodiados también por otras iglesias hermanas, especialmente en Oriente.


II. La celebración de la misa: dinámica y significados

1. LA COMUNIDAD QUE SE REUNE (ASAMBLEA Y RITO DE ENTRADA). La iglesia es, por su mismo nombre, la comunidad de los reunidos; pero dentro de la gran convocación de la fe completada por la incorporación bautismal en Cristo hay otras convocaciones más particulares, como la eucarística. Así, la iglesia no se nos presenta sólo como una estructura realizada de una vez para siempre, sino también como un acontecimiento que se realiza constantemente.

Para llevar a cabo la eucaristía se necesita la iglesia (a la que Jesús ha confiado su don) y es necesario hacer iglesia junto con los hermanos, bajo la presidencia de un sacerdote-pastor que representa a Cristo en medio de nosotros. Esta es la razón del convenire in unum, del que ya habla san Pablo (1 Cor 1I,18ss), y de la descripción de Justino cuando se conduce al neo-bautizado a la asamblea de los fieles, o bien cuando el domingo los fieles se reúnen desde los diferentes lugares de la ciudad y del campo en un mismo lugar (1 Apol. 65-67) para celebrar la eucaristía. En realidad, todavía hoy, en el día del Señor resucitado, los cristianos se reconocen iglesia y quieren hacer iglesia, saliendo del círculo estrecho de las personas y de las actividades habituales para reunirse con la gran familia de Dios.

La misa dominical, por tanto, no es solamente un precepto jurídico que hay que satisfacer o una tradición respetable del propio ambiente; nunca es un acto autónomo; si se la entiende bien, es siempre una adhesión nueva y libre (en fe) a la convocación (expresada a veces incluso por un signo como las campanas) que es al mismo tiempo eclesial y eucarística. Incluso más allá de la obligación jurídica y de la rutina, el cristiano iluminado sabe que es fiesta en esa pascua semanal, y desea hacer fiesta con los hermanos. El encuentro con el Señor resucitado se goza no aislándose o poniendo entre paréntesis a los hermanos, sino ante todo haciendo con ellos iglesia-comunidad.

El cristiano que ha entrado en este orden de ideas teme incluso que la propia ausencia (injustificada) pueda "empequeñecer el cuerpo de Cristo [= la iglesia]" (Didascalia Apostolorum II, 59,1-2), o sea, disminuir la fiesta y la comunión fraterna, y por tanto debilitar también la fuerza testimonial de la celebración de la pascua del Señor. Así pues, el reunirse para la eucaristía no es algo marginal o una simple promesa de lo que se hará después, sino que afecta ya a la naturaleza intrínseca de la iglesia y del misterio eucarístico, aunque de momento nos encontremos en la primera vertiente del itinerario. Por algo ya desde los orígenes fueron intercambiables las expresiones cuerpo de Cristo y koinonia-comunión con el doble sentido eclesial y eucarístico. Se trata de realidades inseparables, en perfecta continuidad entre sí: se puede hacer eucaristía sólo allí donde hay una iglesia legítimamente reunida; y, viceversa, es imposible no construir el cuerpo de la iglesia allí donde se celebra y se recibe el verdadero cuerpo de Cristo.

Por este camino se llega a superar una cierta concepción de la iglesia en perspectiva solamente universalista, como era frecuente en nuestra teología occidental, en perjuicio de las iglesias locales que realizan y actualizan la iglesia universal en un determinado lugar y tiempo, dando así corporeidad y concreción a lo que, de otro modo, podría quedar en una idea vaga y abstracta. Naturalmente, las iglesias locales eucarísticas son auténticas y legítimas sólo si están abiertas a las demás, hasta formar juntas la única iglesia de Cristo, también bajo la guía (para quien es católico) del sucesor de Pedro. Así la comunidad eucarística particular sigue siendo algo concreto, pero al mismo tiempo se abre a todas las demás dimensiones, incluida la misionera, como veremos.

De aquí se siguen dos consecuencias prácticas. Por una parte, la asamblea eucarística debería convertirse en algo así como una epifanía-evidenciación de lo que es la iglesia cuando sabe poner en movimiento y revalorizar para el bien común todos los carismas y ministerios presentes en la comunidad, sin excluir los talentos naturales (necesarios, por ejemplo, para un buen lector, cantor u organista). Desempeñando cada uno el propio papel y haciendo "todo y sólo aquello que le corresponde" (cf OGMR 58) —empezando por el celebrante, que preside y dirige la acción común, pero no impone sus gestos ni sus opciones, sino que se deja ayudar y aconsejar por sus colaboradores y por el mismo pueblo en lo que a él respecta (OGMR 73; 313)— no será difícil conseguir la fisonomía específica y la perfecta armonía entre sacerdocio jerárquico y sacerdocio bautismal, así como también desarrollar, entre los datos propuestos por el rito y acogidos con sincero respeto, las capacidades creativas que surjan en la comunidad o en los diferentes actores de la celebración.

La otra consecuencia está en saber traducir la rica teología de la comunidad que se reúne en asamblea eucarística en signos y gestos, o sea, en expresiones y experiencia concreta para todos los presentes. En la raíz de esto se halla ciertamente la fe con que se acepta la convocación y se va al encuentro de los hermanos, con el corazón y el traje de fiesta. Por eso es muy apropiado un gesto de acogida fraterna en el umbral mismo del edificio sacro, completado por la mejor distribución de la asamblea dentro del aula y en relación al altar, que es el eje de toda la celebración (lo cual recuerda la importancia de los signos arquitectónicos y litúrgicos en toda subelleza y relativa funcionalidad: -> Arquitectura; -> Arte).

Para comenzar bien, cuando ya está todo preparado (también las personas que desempeñarán una parte activa), tenemos el consiguiente rito de entrada, que, aun no siendo una de las estructuras más importantes de la misa ni remontándose a sus orígenes, ofrece de todas formas buenas posibilidades a una inteligente utilización.

"Cuando se ha reunido el pueblo", como dice el nuevo rito de la misa, se efectúa la primera procesión de entrada del sacerdote y de los ministros, acompañada del canto, que aquí reviste una importancia del todo particular, tanto para animar a la asamblea presente (que por primera vez se expresa en común), cuanto para ofrecer la clave —cuando texto y música son verdaderamente adecuados— que introduce en el sentido de la fiesta o del tiempo litúrgico correspondiente. Al llegar a la sede, el celebrante saluda al pueblo (incluso prescindiendo de las fórmulas que se sugieren) para crear el clima adecuado al momento y a la situación concreta que se están viviendo.

Sigue una breve pausa de silencio para una toma interior de conciencia ante Dios de nuestros pecados y de la solidaridad que nos une a los pecados de nuestros hermanos y de todo el mundo. De aquí se deriva la comunitaria y recíproca confesión de culpas con la petición de la misericordia divina, expresada eventualmente con un canto litánico (Kyrie o algo semejante), que en los domingos ordinarios y en las fiestas se completa con un himno de alabanza (Gloria), como anuncio casi de la gran alabanza-eucaristía que poco después resonará en el centro de la misa. La comunidad reunida está compuesta de pecadores, pero perdonados, reconciliados en Cristo, que sienten ya la alegría de la salvación tras el humilde reconocimiento de su verdad existencial.

El rito de entrada se cierra con la oración presidencial o colecta, en la que el sacerdote se hace intérprete de todos, presentando a Dios deseos y sentimientos comunes, casi siempre relacionados con la fiesta o misterio que se celebra. Es una de las tres grandes oraciones sacerdotales que, como firmes columnas de apoyo (al principio, a mitad y al final), sostienen, con la oración eucarística, el edificio o el dinamismo de la celebración. Formuladas frecuentemente en el estilo clásico, conciso y eficaz de la -> eucología romana (especialmente la colecta), a veces son verdaderas joyas, que con pocos trazos sintetizan el sentido de la fiesta o el mensaje central que se encierra en las lecturas, casi abriendo los ánimos a acoger la palabra que va a resonar.

2. COMUNIDAD QUE ESCUCHA (LITURGIA DE LA PALABRA). Tras la reunión y la primera puesta en marcha de la comunidad celebrante, que en el rito de entrada ya ha revelado su fisonomía y sus componentes, con las diferentes intervenciones del sacerdote, de los ministros, de los cantores y del pueblo, ahora la liturgia de la palabra constituye el primer gran polo que forma el armazón de la misa junto con el otro polo esencial: la liturgia sacrificial (del ofertorio en adelante).

Cuando toda la asamblea se sienta y entre el -> silencio religioso de todos se proclama la palabra del Señor, se produce algo así como la visibilización de la iglesia en cuanto comunidad a la escucha, que es una de sus notas fundamentales. Sabemos que la misa antigua empezaba precisamente por este momento característico, que expresa lo esencial de la religión bíblico-cristiana en cuanto no inventada o construida a partir del esfuerzo y de la investigación del hombre —que desde abajo intentaría entrar en comunión con Dios—, sino todo lo contrario: Dios ha tomado la iniciativa, Dios ha abierto el diálogo dirigiéndose a su pueblo; en fin, Dios "nos ha amado a nosotros" (cf 1 Jn 4,10) y se nos adelanta siempre.

Ciertamente, Dios, al revelarse, pretende establecer una relación con todos los hombres de ayer, de hoy y de siempre; pero muchos no han conocido todavía este don, de modo que la iglesia es la porción de humanidad que, por la misericordia y benevolencia divinas, ha sido alcanzada y convocada por esta palabra; y por eso, con fe, se pone a la escucha, se abre al diálogo, se deja interpelar y cuestionar cuando es necesario. Se trata de un momento sumamente importante no sólo en el desenvolvimiento del rito, sino en todo el arco de la historia de salvación, siempre en acto también para nosotros: aquella palabra revelada de hecho hace tantos siglos por boca del profeta, de Jesús o de san Pablo, en la intención del Espíritu Santo, autor principal, se dirigía desde el principio también a esta comunidad de oyentes; pero solamente ahora, al entrar en contacto con estos fieles, esa palabra espera una respuesta de ellos, está en condición de encarnarse en cada uno de ellos, en sus vidas. En cierto sentido, se puede decir que el designio de Dios no está completo, no alcanza la finalidad que se había propuesto desde el principio hasta que la comunidad de hoy y los fieles particulares no han dado la respuesta, única e irrepetible, que corresponde a cada uno según la llamada y la medida de los dones recibidos.

Es muy importante, pues, que en la celebración concreta este momento se cuide con mucha atención en todos los aspectos: desde la proclamación, que (incluso técnicamente) ha de ser perceptible para todos, a la dicción clara y reposada, al modo o arte de leer, que puede ayudar en buena medida a la comprensión del texto (y esto supone no una improvisación, sino una preparación próxima y remota del lector que tenga ciertas dotes naturales), hasta, por fin, el recogimiento profundo de toda la asamblea, en la convicción de que Cristo en persona está hablando a su pueblo (cf SC 33). También merece atención el salmo responsorial, que normalmente debería ser cantado (entre solista y comunidad), como el eco lírico a la interpelación divina, y la aclamación del aleluya antes del evangelio, que hace resaltar este momento como la culminación de la liturgia Verbi, tras la tradicional lectio prophetica (del AT) y la lectio apostolica (generalmente de san Pablo).

Es como vivir constantemente en síntesis la historia de la salvación, en la que todos estamos comprometidos hasta su ápice (Cristo), cuando el mismo Dios se hace palabra para nosotros. La bella costumbre litúrgica de acompañar la lectura del evangelio con velas e incienso sigue siendo oportuna, como signo que educa al pueblo de Dios a percibir la solemnidad y eficacia de ese momento en que todos estamos a punto de entrar en contacto con Cristo, luz y palabra definitiva del Padre dirigida a nosotros.

Es difícil exagerar la importancia del momento en que, precisamente en la eucaristía, se acoge la palabra de Dios, por la estrecha conexión entre los dos dones tantas veces subrayada por los padres: Cesáreo de Aries, haciéndose eco de san Agustín, no teme afirmar que la "palabra de Cristo no es menos que el cuerpo de Cristo" (Sermo 78,2); y san Ambrosio ya había dicho que se bebe el Cristo del cáliz de la Escritura como del cáliz eucarístico (Enarr. in Ps. 1,33). Más común y frecuente es la recomendación de los padres, tanto en Oriente como en Occidente, de no dejar perderse ninguna de las palabras divinas escuchadas, así como al recibir en la mano (según la costumbre de entonces) el cuerpo de Cristo se debe poner atención en no dejar caer al suelo ninguna partícula del pan consagrado. Semejante es el clásico discurso del doble banquete preparado (mensa Verbi et mensa sacramenti), que ha pasado de la predicación patrística a la Imitación de Cristo (IV, 11) y al Vat. II (SC 51; DV 21).

Se atribuye particular eficacia a la palabra de Dios ante todo por el hecho de que es proclamada dentro de la celebración misma del misterio de Cristo; más aún, es una parte integrante del mismo, hasta formar "un solo acto de culto" con el otro polo de la liturgia sacrificial propiamente dicha (SC 56). Estamos bien lejos, como se ve, de un clima escolástico donde se aprenden nociones, o también de una lección catequística más laudable: per Verbum el sacramentum se hace presente (y ejerce su influjo) el mismo acontecimiento salvífico de Cristo. Por eso los padres no temían comparar de alguna manera las dos componentes de la celebración.

Otro aspecto de la liturgia de la palabra en la misa merece subrayarse, y es el hecho de que aquí la escucha no tiene lugar aisladamente, sino en el momento preciso en que se hace iglesia con los demás hermanos. Un hombre como san Gregorio Magno, apasionado lector y comentador de la Escritura, llegaa confesar de sí mismo que con frecuencia, leyendo y releyendo un texto cuyo ,sentido no había logrado descubrir, "situado ante los hermanos, lo he comprendido" (In Ez. 1. II, Hom. II, 1). No extraña que el tesoro de la palabra de Dios, entregado a la iglesia comunidad, tenga aquí su locus proprius para su auténtica lectura y comprensión, tanto si nos referimos a  la gran iglesia como a la legítima comunidad reunida, especialmente para revivir la totalidad del misterio de Cristo.

Desde este punto de vista aparece claro que la liturgia de la palabra no se debe considerar sólo como un preludio o preámbulo de la celebración propiamente sacramental, sino que es ya comunión con el Verbo (en la fe y en la adhesión amorosa), tan eficaz y necesaria como la otra comunión, según la mente de los padres. Orígenes no se equivocaba cuando insistía en la necesidad de comer el Verbo bajo la especie de la palabra, y llegar por este camino a la manducación perfecta, también sacramental, del cuerpo y sangre de Cristo: es como decir que una comunión introduce en la otra.

E introduce también, se podría añadir, en el sentido y contenido propiamente sacrificial de la misa; porque si tenemos en nosotros el auditus fidei (cf Gál 3,2-5), se engendra también la oboedientia fidei (cf Rom 1,5); o sea, la comunión con la palabra nos pone en la actitud de aquel que se ofreció en sacrificio haciéndose obediente hasta la muerte de cruz (cf Flp 2,8), o, con otras palabras, nos hace entrar "en los mismos sentimientos que tuvo Cristo" (ib, 2,5), el siervo que se entrega totalmente en don por los hermanos.

Sobre este trasfondo se puede comprender también la función de la homilía, acto propiamente litúrgico, puesto que no se limita a ilustrar el mensaje objetivo de las lecturas como en una lección exegética o catequística, sino que debe provocar a la comunidad que escucha a llegar hasta el fondo en las exigencias de la fe, de la conversión, del seguimiento de Cristo cueste lo que cueste, incluso llevando tras él la cruz, o entregándose como él en una donación de amor. La comunidad en el Credo expresa como en un gran amén su adhesión de fe a todas las grandes obras de Dios y al mensaje de su palabra. Como conclusión, antes de pasar a la segunda parte de la misa, la comunidad de la escucha y de la fe única, confesada juntos, se hace comunidad orante con la "oración de los fieles" por todas las necesidades propias, de los hermanos y del mundo entero.

3. COMUNIDAD CONVIVAL (OFERTORIO). Con el ofertorio se entra en la parte estrictamente sacramental de la misa, donde cambia completamente el escenario (aunque anteriormente hemos subrayado su profunda continuidad): el sacerdote con los ministros y todo el centro de interés se trasladan ahora de la sede de la liturgia de la palabra y del ambón a la mesa del altar (traslado de un polo al otro de la celebración que se debería poner realmente en evidencia).

Los nuevos elementos que entran en juego exigen claramente una comunidad convival: se ve una mesa-altar, que es preparada (ahora, y no antes) con pan, vino y los respectivos vasos sagrados y manteles. Por sí mismo el significado original de esta primera etapa, que se llama ofertorio, se reduce a bien poco: a llevar y colocar sobre la mesa la materia que sirve para el sacrificio y el banquete. Bastaría con pronunciar sobre las ofrendas la consiguiente "oración sobre las ofrendas" (la segunda de las tres grandes oraciones presidenciales) para que el ofertorio fuese perfecto; más aún, estaría dentro de sus justos límites, expresando lo que es esencial a su función, sin añadiduras que pueden crear malentendidos a los fieles y, especialmente, ir en perjuicio del gran offerimus central, que no se encuentra en este punto de la celebración, sino después de la consagración, cuando la iglesia tiene en sus manos, para confiarla al Padre, la Víctima de valor infinito. El desarrollo del rito del ofertorio, por tanto, aun conteniendo elementos que pueden ser positivos si se los entiende bien, corre siempre el riesgo de oscurecerle al pueblo la percepción de la verdadera ofrenda esencial de la misa. La reforma litúrgica que ha seguido el Vat. II ha intentado simplificar y reducir esta parte para concentrar la atención en las cosas más importantes, pero no lo ha logrado plenamente por la oposición que ha encontrado a ello.

De todas formas, la simple preparación y disposición en el altar de  la materia del sacrificio ha llevado, con el paso del tiempo, a varios desarrollos interesantes: de la solemne procesión del ofertorio (acompañada del canto correspondiente), en la que los fieles mismos o algunos representantes suyos llevaban el pan y el vino al celebrante, uniéndose con frecuencia otras ofrendas para los pobres o para la iglesia (de esto ha quedado una huella en la limosna que tradicionalmente se recoge en este momento), a la atención dirigida hacia la materia del pan y del vino, que ha conducido a notables profundizaciones (desde san Ireneo, defensor de la bondad de la materia frente a los gnósticos). Evidentemente, la elección del pan y del vino proviene de la cena misma de Jesús; pero no se trata de -> elementos puramente naturales, porque están cargados de una larga historia religiosa, tanto universal (especialmente si se recuerdan los banquetes sagrados o los convites para expresar o sellar relaciones humanas de amistad o pactos de alianza) cuanto en relación con la historia de Israel: baste mencionar aquí la ofrenda de pan y vino de Melquisedec.

Si originalmente quizá el binomio pan-vino en el área mediterránea indicaba la totalidad de una comunión convival y, en el caso de Cristo, la totalidad de una vida (cuerpo y sangre) consumada y ofrecida por amor, la tradición cristiana desde la Didajé ha querido ver en él el misterio de unidad simbolizado por el pan formado por muchos granos de trigo y por el vino de muchas uvas. La sensibilidad moderna, por su parte, tiende a subrayar otro aspecto, que puede integrarse en la síntesis eucarística: cada trozo de pan (como cada trago de vino) no es fruto solamente de la tierra y de la naturaleza, sino del trabajo e inteligencia del hombre, que supone la colaboración de muchos desde el trabajo del campo al pan ya preparado sobre la mesa.

Este aspecto encuentra hoy un eco en la oración sobre el pan y sobre el vino ("Bendito seas, Señor..."), inspirada claramente en la antigua bendición judía, que también Jesús debió usar. Además, el colocarnos a nosotros mismos en la oferta del cáliz puede ponerse en relación con el breve rito de echar en el vino algunas gotas de agua, gesto en el que ya san Cipriano veía la ofrenda de la comunidad, inseparable de la ofrenda de la sangre de Cristo (Ep. 63,13). Los otros signos del actual ofertorio, o son secundaríos (como el lavarse las manos para expresar todavía la necesidad de purificación), o bien, insistiendo excesivamente en la idea de ofrenda, corren el riesgo de quitar importancia a la clásica oratio super oblata, o más aún a la verdadera ofrenda central expresada en la anáfora. La base cósmica y humana del ofertorio es positiva y queda como punto de partida que insinúa levemente un gesto de oferta a la espera de desarrollos muy diversos.

4. COMUNIDAD QUE DA GRACIAS (ORACIÓN EUCARÍSTICA). a) ... proclamando las obras de Dios. Si antes se hizo alguna alusión, ahora la dinámica celebrativa entra en el corazón de la eucaristía cuando, en un tono lírico y solemne, invita, mediante un diálogo vibrante (y antiquísimo) a la asamblea a subir a las cumbres (por así decirlo) de la participación interior y exterior ---"verdaderamente es justo y necesario, es nuestro deber y salvación"— para cantar un himno de alabanza a Dios reconociendo todas las maravillas que ha hecho con nosotros. La primera parte de este solo del celebrante se llama praefatio (originalmente, parece, no tanto un decir antes cuanto un decir ante, como dirigiendo una llamada a alguien); pero la invitación paulatinamente se ensancha, afectando a ángeles y santos, al universo entero, formando como un inmenso coro, que canta la gloria de Dios con el triple Sanctus.

En la liturgia latina la proclamación de las magnalia Dei a veces toma una forma bastante sintética (como en la anáfora II), y en los prefacios de las diversas fiestas se concentra con frecuencia en el misterio que se celebra ese día; pero en otros casos (como en la anáfora IV), entre el prefacio y el Vere Sanctus (fórmula de unión que vadel trisagio a la narración de la institución eucarística), el tema se abre a todo el horizonte de la historia salvífica, que culmina en la pascua de Cristo y en el don de su Espíritu. Pero el centro, la nota dominante es siempre una sola: la necesidad incontenible de dar gracias a Dios por todo lo que ha hecho en Cristo por nuestra salvación. Está claro que incluso a nivel pastoral y litúrgico resulta pobre y desfasada una celebración que no eduque ni sepa hacer participar a la asamblea en esta alegre gratitud propia de los que han sido salvados (por lo menos con el canto del Sanctus).

b) ... celebrando el memorial de la pascua del Señor. La clave que explica por qué la oración eucarística se ha convertido en una proclamación de alabanza-agradecimiento está en la relación intrínseca, ya indicada más arriba, que une la eucaristía con la pascua del Señor. Sin embargo, aquí, en el centro de la celebración, no se trata solamente de expresar un sentimiento de gozo por las maravillas realizadas por Jesús en el pasado. Por orden suya, narrando y repitiendo palabras y gestos suyos en la última cena, nosotros hacemos memoria (no sólo psicológica o mental) o (en lenguaje bíblico-litúrgico) celebramos el memorial, que quiere decir: representamos/ reactualizamos lo que en la cena él quiso realizar y expresar en íntima conexión con la ofrenda sacrificial cruenta que iba a consumar dentro de pocas horas sobre el Calvario.

De todas formas, ya sabemos que nuestra misa contiene el sacrificio de Cristo en el sentido juanista de la exaltación en cruz, cuando el Hijo del hombre "atraerá a todos hacia sí" (cf Jn 12,32), allí donde su muerte no se ve separada de sus frutos y la humillación del Hijo obediente hasta la muerte ha sido infinitamente agradable al Padre mereciendo la glorificación pascual. Se trata, por tanto, de una muerte vista ya como victoriosa, o de una "beata pasión", como se expresa el canon romano, que la liturgia ha cantado de varias maneras, tendentes todas ellas a expresar con fuerza la misma síntesis (cf Regnavit a ligno Deus! o los dos himnos triunfales de la pasión: Vexilla Regis prodeunt o Pange, lingua, gloriosi proelium certaminis). De aquí el tono eucarístico (no doloroso) con que se celebra en la iglesia el sacrificio sacramental, que bajo los signos de la cena reactualiza siempre el único sacrificio de la cruz.

El cuerpo representado por el pan es verdaderamente para nosotros "el cuerpo entregado y roto", que ha sido ofrecido de una vez por todas en el Calvario, y la sangre es verdaderamente la que fue derramada entonces para la redención del mundo; pero ahora consummatum est (Jn 19,30), todo se ha cumplido; el acto definitivo de toda la historia de la salvación en su antes y su después, ya ha tenido lugar y se ha asegurado el final positivo, vayan como vayan (en la apariencia que nosotros vemos) los avatares humanos. Por la celebración memorial y real tenemos en nuestras manos "el pan de vida y el cáliz de salvación" (canon romano), que son más fuertes que cualquier otro acontecimiento histórico. Por la inseparabilidad del binomio muerte-resurrección no puede celebrarse sacramentalmente la una sin la otra. Será como mucho, a lo largo del año litúrgico, una cuestión de acentos, según se trate del tiempo de la pasión o del tiempo pascual; pero cada eucaristía es pascua. Y si la iglesia concentra en dos días (únicos en todo el año)toda su atención únicamente en Cristo crucificado (viernes santo) o sepultado (sábado santo), en esos dos días prefiere no renovar el sacrificio sacramental antes de bajar el tono pascual de la eucaristía.

c) ... invocando al Espíritu Santo. En la actual economía pospascual, que implica también pentecostés, esto es, el don del Espíritu como primicias de la pascua del Señor —"primicia para los creyentes", como dice la anáfora IV—, no es posible celebrar un sacramento, y menos aún el que se llama santísimo sacramento por excelencia, sin la presencia y la acción misteriosa del Espíritu Santo. Sin referirnos a la clásica tradición litúrgico-patrística oriental, tan rica en pneumatología también en lo que se refiere al mundo sacramental, podemos citar aquí a san Agustín: el elemento que ponemos sobre el altar "no es consagrado por ser un sacramento tan grande, sino mediante la invisible acción del Espíritu" (De Trin. 1. IV, 4,10); todavía en la edad media resonaba esta misma doctrina, por ejemplo en Pascasio Radberto: "el verdadero cuerpo de Cristo con fuerza divina es consagrado en el altar por el sacerdote in verbo Christi per Spiritum Sanctum" (De Corp. et Sang. Domini, IV, 3).

Por tanto, la eficacia de las palabras de Cristo, pronunciadas en la última cena, no excluye, sino que implica la acción misteriosa de la virtus Spiritus Sancti, que en las nuevas oraciones eucarísticas es invocado de manera solemne con la imposición de manos sobre los dones inmediatamente antes de la tradicional consagración con las palabras de Cristo. No carece de significado ecuménico el hecho de haber explicitado esta epíclesis (que en el canon romano estaba comolatente), especialmente para nuestros hermanos orientales (quienes, sin embargo, normalmente colocan su epíclesis, a la que atribuyen verdadera fuerza consagratoria, después y no antes de nuestra consagración).

En cualquier caso, la presencia y la secreta acción del Espíritu, que envuelve y da eficacia a toda la celebración memorial, y toca también a toda la comunidad presente (como inmediatamente veremos), es una componente actualmente ineliminable de la verdadera fisonomía eucarística, sobre la que es oportuno volver a llamar la atención de los fieles, subrayando la unidad pascua-pentecostés y mostrando cómo la acción salvífica y santificadora de Cristo, que se prolonga hoy en la iglesia y en los sacramentos, es inseparable de la virtus activa de su Espíritu.

d) ... ofreciendo el sacrificio de la nueva alianza. Si la celebración memorial con la invocación del Espíritu Santo tiene la fuerza de hacer presente aquí y ahora todo lo que Jesús realizó y expresó con el gesto de la última cena en conexión con la inmolación de la cruz y la pascua (unido en un todo), es porque él quería incluirnos y hacernos partícipes del sacrificio de la "nueva y eterna alianza", perteneciésemos a la generación que fuese, a lo largo del tiempo. A través de nuestro sacrificio sacramental, él nos hace continuamente contemporáneos de la cruz, y hace de aquel acontecimiento algo contemporáneo a nosotros. Participando con fe en aquel acontecimiento, estamos unidos en la única y definitiva alianza, sellada con la sangre de Cristo, "víctima de reconciliación" (anáfora III) que trae la paz a todo el mundo.

Así pues, la razón de ser de la economía sacramental está en lavoluntad de Cristo de ponerse en manos de la iglesia y de cada uno de nosotros para que podamos finalmente ofrecer, por nuestra salvación y la de todo el mundo, la víctima de valor infinito, o sea, no ya a medida del hombre, y por tanto con la misma amplitud y eficacia que aquella ofrenda tuvo la primera vez sobre el altar de la cruz. Entonces se ofreció en una espléndida y tremenda soledad —aunque lo hacía por nosotros—, cargado con todos nuestros pecados y "atrayéndonos a todos hacia sí"; ahora somos nosotros los oferentes, con él y por él, prendidos en el mismo movimiento de donación, de obediencia al Padre, de verdadero culto (el de su relación filial), de reconciliación completa con Dios y entre nosotros. En él, nos ha dicho el Vat. II (SC 5, citando una antigua oración litúrgica), "nostrae reconciliationis processit perfecta placatio, et divini cultus nobis est indita plenitudo ".

Por eso, después de haber cumplido el mandato de Jesús ("Haced esto en conmemoración mía"), por el que se hace presente no sólo el cuerpo y la sangre de Cristo, sino también el sacrificio de la nueva alianza para que se haga nuestro, la iglesia se apresura a declarar, en la riquísima fórmula del canon romano (pero con sus equivalentes en todas las demás anáforas): Unde et memore.s... offerimus. Parafraseando un poco, se podría traducir: "En el memorial sacramental que por tu mandato estamos celebrando, somos conscientes de tener en nuestras manos el único sacrificio de nuestra salvación: por esto lo ofrecemos..." Lo importante es precisamente lo que aquí ocupa el centro: integrar nuestras comunidades en este gran offerimus, que en la incisiva fórmula del canon romano lleva como único sujeto "nosotros, tus siervos, y todo tu pueblo santo" (la coordinada et plebs tua sancto quiere subrayar la unicidad del sujeto oferente en este momento, sin negar para nada la distinción entre sacerdocio jerárquico, que habla en nombre de todos, y sacerdocio común, propio de todos los bautizados).

e) ... ofreciéndonos a nosotros mismos en sacrificio espiritual. No se puede ser verdaderamente cooferentes sin ser co-ofrecidos, como nos recordaba ya la encíclica Mediator Dei, de Pío XII (1947). "La iglesia cada día, ofreciendo a Cristo, aprende a ofrecerse a sí misma", dice un texto clásico de san Agustín (De Civitate Dei X, 20); más aún, es ésta la única forma verdadera de hacer memoria en él, no tan sólo repitiendo ritualmente sus gestos y palabras, sino entrando en sus sentimientos. Para poder recibir con sinceridad ese cuerpo entregado, debemos vivir nuestra vida cristianamente haciéndonos a nosotros mismos don, sea cual sea nuestra vocación específica. Para poder hacer nuestro y ofrecer ese sacrificio en el que Jesús se ha hecho obediente hasta la muerte, debemos consumir nuestra existencia en una total obediencia a la voluntad del Padre, llevando a término plenamente su proyecto de amor sobre nosotros. "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13). Estamos celebrando precisamente su gesto de amor, que exige de nosotros otro tanto.

No podemos añadir objetivamente nada al sacrificio único y perfecto de Cristo, que ya ha merecido todo, como sabemos, y es sobreabundante para todas las necesidades de salvación y santificación del mundo entero. Si hoy lo hacemos presente en la celebración memorialde esta comunidad, es precisamente para que produzca ahora el sacrificio espiritual de nosotros mismos, del que nos habla todo el NT (cf, por ejemplo, Rom 12,lss). El sacrificio sacramental en que participamos se orienta al sacrificio real de nosotros mismos; y el primero es inútil para nosotros si no asume nuestra vida concreta con los sufrimientos y fatigas de cada día, pero también con las alegrías, con las intenciones y oraciones que llevamos en el corazón por nosotros y por todo el mundo, con el deseo o la necesidad de alabar y dar gracias a Dios, de interceder o expiar. La celebración alcanza su verdadera finalidad cuando hacemos de toda nuestra vida una sola ofrenda, un solo sacrificio con la ofrenda y el sacrificio de Cristo, o una sola alabanza, acción de gracias, intercesión, expiación, que por nuestra parte no tienen ningún valor sino en cuanto están insertados en el culto perfecto que sólo Cristo puede expresar por nosotros y con nosotros; para esto precisamente él se hace presente con su ofrenda y su sacrificio sobre el altar.

De este modo, las plegarias eucarísticas no expresan sólo el offerimus que tiene por objeto a Cristo y su sacrificio, sino que piden que el mismo Señor "nos transforme en ofrenda permanente" (anáfora III) o que todos seamos por su Espíritu "víctima viva para tu alabanza" (anáfora IV). El canon romano, al pedir que nuestra ofrenda sea agradable a Dios como la de Abel, Abrahán o Melquisedec, supone en nosotros una actitud de disponibilidad interior y de donación igual de generosa que la suya, si fuera necesario.

f) ... formando todos un solo cuerpo. La unidad de sacrificio y de vida conlleva también la unidad de la persona en Cristo. No podemos incorporarnos a él por la eucaristía sin con-corporarnos también entre nosotros. La expresión típica proviene de san Pablo, que nos ve a todos (judíos y gentiles) como "miembros de un mismo cuerpo" (cf Ef 3,6).

Estamos aquí tocando un efecto característico de la eucaristía, en el centro mismo de la tradición cristiana patrística y medieval: si hasta ahora en gran medida se nos ha presentado a "la iglesia que hace la eucaristía", ahora las relaciones se invierten: "es la eucaristía la que hace a la iglesia", según el conocido axioma. Cristo nos da su cuerpo para hacernos cada vez más su cuerpo, y así día a día construye la iglesia. "Porque no hay más que un pan, todos formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan" (l Cor 10,17).

Después la escolástica denominará a este efecto, ya puesto fuertemente en evidencia por san Agustín (y sirviéndose también de su terminología), la res (realidad) por excelencia o el fruto último al que se orienta toda la estructura sacramental de la eucaristía. Baste con una cita: "la res (o efecto último) —escribe santo Tomás— de este sacramento es la unidad del cuerpo místico" (S. Th. 111, q. 73, a. 3). Si hay, pues, una unidad que precede y debe preceder a la celebración de la eucaristía —porque si estamos separados tan sólo de un único hermano no podemos acercarnos a ofrecer nuestra ofrenda en el altar, según la advertencia de Mt 5,23--, hay también una unidad que sigue, o sea, que crece y se desarrolla por obra de la gracia sacramental propia de este sacramento.

También aquí las anáforas lo ponen de manifiesto, pidiendo para "cuantos compartimos este pan y este cáliz (ser) congregados en unsolo cuerpo por el Espíritu Santo" (anáfora IV y textos paralelos de las otras a este respecto). Los signos de unidad y de ofrenda de nosotros mismos ya insinuados en el rito del ofertorio con la materia del pan y vino encuentran aquí su cumplimiento más alto y son presentados en conexión con el don del cuerpo de Cristo y con la acción inseparable de su Espíritu, aunque sea con la mirada puesta ya en la cercana comunión. En sustancia, la idea es que no se puede crecer en la unión con Cristo sin crecer simultáneamente en la unión fraterna (que es, por otra parte, su condición previa por la compenetración recíproca).

g) ... invocando al Espíritu Santo sobre los comunicantes. Merece mención aparte la segunda epíclesis, así llamada, o sea, una segunda invocación del Espíritu Santo, ya no sobre los dones, sino sobre la comunidad de los celebrantes y comunicantes, para que puedan obtener el mayor fruto posible de un don tan grande. Las nuevas anáforas ponen en relación con la acción interior del Espíritu sobre todo los dos últimos frutos de la eucaristía más arriba recordados: formar verdaderamente con nuestra vida un solo sacrificio-oferta, y un solo cuerpo con Cristo en unión con nuestros hermanos. Porque estamos "congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo", podemos convertirnos en "víctima viva para tu alabanza" (anáfora IV; cf también, para la primera parte, el paralelo en la anáfora II). E incluso la anáfora 111 pide que seamos "llenos de su Espíritu Santo" para que se produzcan en nosotros los verdaderos frutos de la eucaristía.

En esta ardiente petición de la venida del Espíritu Santo sobre los que participan en el rito hay una profunda lección de teología y espiritualidad sacramental: no debemos esperar ningún efecto mágico. ¿De qué sirve, en efecto, la grandeza del don que se nos ofrece en el signo sobre el altar objetivamente, si no sabemos insertarnos y apropiarnos personalmente de esa riqueza? Por eso es indispensable la acción del Espíritu Santo, que personaliza e interioriza el don, crea las disposiciones necesarias dentro de nosotros y, sobre todo, crea la unidad con la ofrenda-sacrificio de Cristo y entre nosotros. Es como Jesús, que hablaba y explicaba a los discípulos "los misterios del reino"; pero, consciente de su poca capacidad de comprender, añadía también (cf, por ejemplo, Jn 13,6-7; Lc 9,44-46): "El Espíritu Santo os lo enseñará todo, y os recordará cuanto os he dicho" (cf Jn 14,26: ib, 16,12-14).

Así pues, como en la primera epíclesis se invoca al Espíritu sobre el pan y el vino para que los transforme en el cuerpo y la sangre del Señor, del mismo modo aquí se lo invoca sobre la comunidad para que la disponga a entrar profundamente en el misterio que está celebrando y obtenga del mismo el mayor fruto, lo cual de otro modo sería imposible, ya que todo es don y procede del gran Don que es la persona misma del Espíritu Santo.

h) ... comunicando con la iglesia de la tierra y la del cielo. Con diversas colocaciones en el desenvolvimiento de la oración eucarística y sin seguir un orden constante, la comunidad cristiana que celebra la eucaristía sintió desde los primeros siglos la necesidad de expresar su profunda unidad con la iglesia peregrinante en la tierra, pero también con la que ha llegado ya a la gloria del cielo.

A este respecto es típico el communicantes del canon romano, que tiene la particularidad de dividir tanto la memoria de los santos cuanto las intercesiones antes y después de la consagración, mientras que las nuevas anáforas se conforman al uso común de las liturgias orientales, que prefieren la colocación en la segunda parte. El núcleo esencial consiste, de todas formas, en sentirse en plena sintonía con la hermosa realidad eclesial que se llama comunión de los santos, y que se refiere sobre todo a esa parte bienaventurada que desde t María (aquí precisamente tuvo lugar la primera mención litúrgica de la madre del Señor) a los apóstoles, los mártires y todos los demás t santos goza ya con Cristo e intercede por nosotros.

Se muestra así otra dimensión de la celebración eucarística —y de la liturgia en general—: en este momento fuerte se siente que nuestra celebración, mientras se desenvuelve sobre la tierra, está en contacto, más aún, forma parte de una liturgia considerablemente más amplia, que abarca también el cielo, donde se canta y se reza con nosotros y por nosotros, tal y como nos hacen intuir ciertas escenas inolvidables del Apocalipsis.

i) ... intercediendo por todos. Ya en el modelo judío que subyace a nuestras oraciones eucarísticas, como hemos visto [-> supra, I, 4], la alabanza y acción de gracias por los beneficios de Dios se complementaba con la intercesión y súplica a Dios para que renovase ahora sus maravillas y nunca falte su indefectible asistencia al pueblo elegido. Exaltando la benevolencia de Dios en el pasado (oración memorial y eucarística), se alimentaba la confianza en su ayuda para el presente y para el futuro. En nuestro caso, hallándonos tan cerca de la fuente de toda gracia, identificada con el sacrificio redentor de Cristo actualizado ante nosotros y para nosotros, era más que natural que la iglesia expresara las intenciones que afectan a sus propias necesidades y, más en general, a las del mundo.

Este es el motivo del clásico memento de vivos y difuntos, antiguamente acompañado de la lectura de los dípticos, o sea, de las intenciones más particulares, con los nombres de las personas que se deseaba recordar y los nombres que había que leer cada vez, desde el papa, los obispos y las diversas clases del clero hasta la comunidad concreta de los simples fieles, en relación con las circunstancias y las necesidades que se estaban viviendo en el momento histórico. Aquí, naturalmente, encontraba su lugar también la antiquísima oración por los difuntos, que eran recordados cuando se creaba un vacío en la comunidad o cuando venían recomendados por algún fiel en particular.

Así, la eucaristía, sobre todo en la anáfora, se hace síntesis y modelo de toda la oración cristiana, bajo todos sus aspectos, para todas las necesidades, empezando siempre, eso sí, por la alabanza y acción de gracias a Dios por sus innumerables beneficios en favor nuestro, cuando todavía no merecíamos nada o ni siquiera lo buscábamos, mientras que él nos ha amado primero.

j) La doxología final. De todo lo que hemos dicho hasta ahora se desprende con naturalidad que la anáfora desemboque, con una especie de inclusión final que se remite decididamente al tema dominante desde los primeros acentos, en una grandiosa glorificación conclusiva, donde se recoloca vigorosamente en el centro de todo al único Mediador y Salvador ("Por Cristo, con él y en él..."), que "en la unidad del Espíritu Santo" hace retornar todo al Padre ("todo honor y toda gloria..."), según el clásico esquema trinitario, que es el soporte de toda auténtica oración cristiana, sobre todo de la litúrgica, y en un momento solemne como el nuestro.

A la grandiosidad de este final in crescendo corresponde la ratificación por parte de la asamblea celebrante con el Amén más importante de todo el rito de la misa; ese Amén que, según el testimonio de san Jerónimo (In Gal. comment. I, 2), resonaba como un trueno en las antiguas basílicas romanas, como adhesión interior y comunitaria de fe, de participación plena y gozosa en la salvación llevada a cabo por Cristo.

5. COMUNIDAD DE COMUNIÓN Y PARTICIPACIÓN (EL RITO DE COMUNIÓN Y DE DESPEDIDA). Después del rito introductorio del ofertorio y de la gran oración eucarística, ahora el desarrollo de la misa se encamina hacia la consumación del sacrificio y la parte conclusiva de la celebración. Desde el ofertorio, todos los elementos más o menos se eligen y miran hacia la participación del banquete sacramental, habiendo indicado el mismo Jesús el modo de encuentro con él. La ordenación puede ser diversa según las épocas y los diferentes ritos, que modifican algún elemento; pero el fondo es común, y nuestra liturgia sigue esta línea.

En primer lugar, por lo menos desde san Gregorio Magno en adelante, encontramos el padrenuestro, que por su dignidad sirve como puente entre la solemne oración eucarística y el rito de la comunión. Algunas de sus peticiones, especialmente, parecen ponerlo en estrecha conexión con la eucaristía, como la petición del "pan nuestro de cada día" (o "supersustancial") —que una cierta interpretación bastante difundida en la época patrística entendía como referido al pan eucarístico— y sobre todo la petición del perdón a Dios y a los hermanos ("Perdónanos, como..."), como disposición necesaria para poder comulgar (especialmente en la predicación agustiniana). El padrenuestro se completa con el simbolismo final ("Líbranos, Señor..."), que desarrolla las últimas peticiones de la oración del Señor, y hoy también en la liturgia romana se añade todavía una antigua doxología-aclamación del pueblo: "Tuyo es el reino...".

Sigue a continuación la oración del sacerdote por la paz ad intra y ad extra de la iglesia, a la que se añade la fórmula de tradición judía del augurio de paz (Paz vobis), y entonces toda la asamblea de los presentes es invitada a darse un abrazo fraterno (u otro signo equivalente). En los textos y en los ritos, tal como hoy están, se insiste demasiado en esta parte en el tema de la paz, sin duda porque se quiere acentuar la gran advertencia de Jesús, que antepone la reconciliación fraterna a cualquier otra ofrenda sobre el altar (cf Mt 5,24).

Tiene lugar, finalmente, la fractio panis, gesto de gran importancia ya en la última cena de Jesús, como sabemos, y que en la comunidad primitiva llegó a dar nombre a toda la celebración eucarística (cf Lc 24,35; He 2,46). El gesto familiar de quien presidía la mesa, que partía el único pan para distribuir los trozos entre todos los presentes, era bastante simple, pero también significativo para expresar la comunicación entre todos; y, de hecho, Pablo se servirá de él (1 Cor 10,17) para inculcar nuestra unidad en Cristo, dado que participamos todos del mismo pan repartido y del mismo cáliz.

Naturalmente, esto supone la verdad del signo también en la materia que utilizamos, pues la manera de confeccionar las hostias en los tiempos modernos —cada vez más cándidas y sutiles para construir sobre ello toda una pseudomística muy de moda en cierta literatura de devoción eucarística y todavía hoy, por ejemplo, en ciertos cánticos populares— parece bastante alejada del signo humilde, pero vivo, concreto y familiar elegido por Jesús. Aunque para esto se podría aducir como excusa la practicidad de las hostias individuales, por lo menos se debería ser fieles a las muchas recomendaciones de documentos oficiales (sin excluir los OGMR 56, h), que invitan a comulgar regularmente con hostias consagradas en la misma misa a la que se asiste, según la lógica de las cosas.

El canto del Agnus Dei acompaña, según la duración, la fracción del pan y también el breve rito de la immixtio, o sea, introducir en el cáliz un pequeño fragmento de la hostia consagrada, probablemente para significar la unidad del mismo sacrificio y de la misma víctima presente en el cuerpo y en la sangre. En Roma antiguamente se enviaban fragmentos como ése a los que celebraban en otras iglesias para expresar la comunión en el mismo sacrificio.

Después de una oración del sacerdote (dicha en voz baja, por su cuenta) se entra directamente en el rito de la comunión: el celebrante muestra el pan santo a los fieles e invita a todos al banquete, mientras sugiere sentimientos de humildad con las conmovedoras palabras del centurión del evangelio: "Señor, no soy digno..." A continuación comulga con el pan y el cáliz, mientras los fieles a su vez se dirigen hacia el altar, si es posible cantando (según la antiquísima y universal costumbre recomendada todavía hoy por la iglesia), para expresar (si el cántico es adecuado al momento) alegría y unión íntima tanto con el Señor cuanto con los hermanos que se sientan a la misma mesa preparada por el amor divino. Cabe subrayar este estilo de comunión para superar cierta piedad más bien individualista e intimista, mientras que la eucaristía, en su naturaleza intrínseca y en la forma en que fue instituida (banquete fraterno), si bien implica una profunda participación personal, es un acto en sí mismo comunitario. Aquí es donde la iglesia se construye cada día y cierra cada vez más sus filas. Un texto autorizado del Vat. II llega a decir: "Ninguna comunidad cristiana se edifica si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzarse toda educación en el espíritu de comunidad" (PO 6).

El texto citado continúa diciendo que de aquí toman impulso también las diversas obras de caridad y de mutua ayuda. Es clásico el pensamiento insinuado en la Didajé y usado tantas veces en la predicación patrística: ¿cómo es posible ser admitidos a participar juntos de los bienes del cielo, y no ser capaces después de compartir con los hermanos los bienes de la tierra? Para un cristiano consciente del don recibido resultan absurdos e intolerables el hambre y la miseria de una parte tan grande de la humanidad, mientras una minoría nada en la abundancia y dilapida las riquezas de todos para construir armas de muerte. La participación de la mesa eucarística no puede ser un mero acto ritual, cerrado en sí mismo, sin abrirse, en la vida concreta, a un serio compromiso de reconciliación y caridad fraterna. Así pues, corremos el riesgo de caer en la falsedad "cada vez que comemos este cuerpo entregado y esta sangre derramada" si no nos ponemos respectivamente en la misma disponibilidad hacia el don.

Naturalmente, la convivalidad tiene aquí su punto culminante, por lo que sería obvia la comunión de toda la comunidad presente. Sabemos que en la antigüedad, terminada la liturgia de la palabra, se despedía expresamente a los catecúmenos, los excomulgados y a cuantos se hallaban por algún motivo impedidos para acercarse a la mesa del altar. También hoy, naturalmente, hacen falta las debidas disposiciones ("examínese el hombre", advierte san Pablo, para no "comer y beber su propia condenación" en lo que es un don de amor y exige amistad con Dios y con los hermanos: cf 1 Cor 11,28-30); pero sigue siendo una extraña anomalía el hecho de que una gran parte de nuestros adultos presentes (con escándalo especialmente de los niños, quizá de los propios hijos) acepten como bautizados la invitación al banquete dominical, considerándose, por tanto, todos como hijos de familia igualmente invitados, y cuando se trata de participar hasta el fondo con la comunión se mantengan aparte, como si fueran extraños o tan sólo espectadores.

Este es un comportamiento en el fondo ilógico, si se piensa que, si uno quiere hacer propios los frutos específicos del sacrificio eucarístico, no tiene otra vía que la divinamente indicada: consumar personalmente el sacrificio con la comunión sacramental. Todas las devociones eucarísticas y las comuniones espirituales pueden ser algo bello y precioso, pero solamente las palabras del Señor tienen una garantía divina; pues él, además de la invitación categórica repetida constantemente: "tomad y comed y bebed todos de él", declaró explícitamente: "Si alguien come de este pan, vivirá eternamente... Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros" (Jn 6,51-53). La praxis de los cristianos que no acogen la invitación hasta el fondo y se retraen o se abstienen de realizar la unión completa ofrecida por el Señor, hace a veces a los cristianos unos subalimentados (espiritualmente), que no gozan ni manifiestan una relación vital con el Señor.

Es natural que un acto tan importante como la comunión tenga un antes y un después en el rito mismo: el gran reconocimiento agradecido oficial lo expresa el sacerdote con la "oración después de la comunión", una de las tres oraciones presidenciales, en la que, junto a la manifestación del más vivo y gozoso reconocimiento, con frecuencia se pide al Señor que los frutos de la comunión sean eficaces y duraderos para todos. Sin embargo, antes de esta importante oración dicha en nombre de la comunidad, puede intercalarse oportunamente un cántico de acción de gracias (salmo o himno adecuado), pero sobre todo no debería faltar una breve pausa de silencio para la oración personal de cada uno, fundiendo así las legítimas exigencias de los particulares con las de la comunidad.

Después de los eventuales avisos a la asamblea, el saludo final y la bendición del sacerdote (a veces solemnizada o enriquecida con una "oración sobre el pueblo") cierran breve y eficazmente el gran rito antes de la despedida oficial.

6. COMUNIDAD ENVIADA A LAMISIÓN. Si la despedida ritual (Ite, missa est) históricamente no se debe interpretar como un envío explícito a la misión, es cierto que la asamblea eucarística está formada por un pueblo que, ya por su mismo bautismo, es todo él misionero y no puede cerrarse en sí mismo. Cada vez que es convocado en torno al banquete eucarístico revive y acepta de nuevo libremente su llamada; sabe, sin embargo, que ésta es universal y ha de alcanzar a todos los hombres por medio de la obra de todos.

Con otras palabras: el banquete eucarístico no está nunca, como en los cultos mistéricos, reservado a una élite de iniciados, sino que, aun suponiendo la adhesión inicial de la fe (completada por el bautismo), es esencialmente abierto y dinámico, orientado hacia la invitación y convocación de todos para la salvación del mundo entero. Recordamos la profecía de Isaías (25,6-7), que tantas veces aparece en la liturgia: "Yavé de los ejércitos brindará a todos los pueblos en esta montaña un festín de pingües manjares, un festín de buenos vinos, de pingües manjares jugosos, de buenos vinos, purificados. Y quitará en esta montaña el velo de luto que velaba a todos los pueblos..."

Por eso cada eucaristía, especialmente en la reunión dominical, es preludio y signo de este gran festín de todos los pueblos sobre el monte Sión. Las parábolas evangélicas del banquete muestran esta irresistible tensión hacia la universalidad, que el rechazo de Israel no podrá frenar, sino que será más bien ocasión para una dilatación mayor, cuando los pueblos "vendrán de oriente y de occidente, del norte y del mediodía, y estarán a la mesa en el reino de Dios" (Lc 13,29). También los excluidos (en el contexto socio: religioso de entonces) serán admitidos: ciegos, cojos, sordos, y especialmente los pecadores, serán rehabilitados y puestos en condiciones de participar en el festín (cf Mt 9,9-13; Lc 7,36-50; ib 19,1-10).

La comunidad de mesa con Jesús o convivalidad, tan fuertemente acentuada en el evangelio y revivida por nosotros en cada banquete eucarístico, es inseparable de este impulso dinámico misionero abierto hacia la dilatación del reino sin confines, haciendo caer todas las barreras de raza y de condición social, superando todas las divisiones, las discriminaciones y las alienaciones producidas por el pecado del hombre. Jesús en su sacrificio murió precisamente "para reunir en uno a los hijos de Dios dispersos" (Jn 11,52) y para "atraer todos hacia sí" desde lo alto de la cruz (ib 12,32). La misa tiene la misma dimensión y la misma eficacia misionera que la cruz; y esto intrínsecamente, no sólo en la intención que nosotros podamos darle.

He aquí, pues, la colocación justa de la eucaristía: es siempre realidad intermedia o convocación parcial entre el banquete pascual de Jesús y el festín universal de las naciones, al que se refiere necesariamente y que prepara cada vez, si somos conscientes y nos educamos como comunidad para entrar en este impulso misionero, que, naturalmente, debe prolongarse más allá de la celebración ritual. Es aquí donde la iglesia, convocada incesantemente por la misericordia de Dios, se hace por su parte convocante para llamar y hacer partícipes de todos los bienes recibidos a todos los hombres (a diferencia de Israel, que se encerró en sí mismo).

7. A LA ESPERA DEL BANQUETE FINAL. Ilustrada la fisonomía misionera de la asamblea eucarística, se descubre inmediatamente también su dimensión escatológica. Ya aludía a ello Jesús en la última cena (cf Lc 22,18), y san Pablo presenta la celebración eucarística como una solemne proclamación de la muerte victoriosa del Señor "hasta que venga" (1 Cor 11,26). No extraña, por tanto, la tensión escatológica de la primera comunidad cristiana con el característico grito de invocación Marana tha ("Ven, Señor Jesús"), repetido especialmente en las reuniones eucarísticas (desde la Didajé X).

La eucaristía, memorial de la pascua del Señor, no solamente nos remite al pasado, a un acontecimiento que se ha cumplido en la historia anterior, recordando la pasión-muerte-resurrección-ascensión, sino que también se abre a la perspectiva futura: "hasta que vuelvas", cantamos después de la consagración. En realidad, la resurrección de Cristo inaugura ya el nuevo mundo del futuro, y en su humanidad glorificada ha comenzado ya la transfiguración "del cielo nuevo y de la tierra nueva" (Ap 21,1). Por eso, desde la primera generación cristiana, participar en la eucaristía quería decir recibir "una semilla de inmortalidad", un "antídoto contra la muerte", un ius ad gloriam también para nuestro cuerpo, una prenda de la resurrección-transfiguración final.

Con esta triple dimensión del tiempo (pasado-presente-futuro), típica de la economía sacramental, la eucaristía no es solamente un banquete conmemorativo, sino también anticipativo, porque la pascua del Señor ya es victoria segura sobre la muerte y sobre todas las potencias enemigas, ya es liberación-reconciliación-unificación de todo en Cristo. Partiendo del humilde pan y vino de la creación, llegando al Cristo resucitado y a la gracia vivificante del Espíritu Santo, en la misa vivimos todo el poema de la salvación, que abarca cielo y tierra. El momento de la eucaristía es la punta más avanzada, en la que la iglesia toca ya el futuro al que atiende, mientras sus energías se ponen en movimiento para que el reino llegue ya desde ahora a la historia. Así cada celebración es viático, etapa en el camino de la esperanza hacia la tierra prometida, pero a la vez fuerza nueva para llenar de la gloria celeste todo la realidad presente.

P. Visentin