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IGLESIA II: LA COMUNIDAD
COMO REALIDAD ANABÁTICA


1. El segundo sujeto de la acción litúrgica: la comunidad reunida

De nuevo está la Iglesia en el centro. Ya no —como en el primer capítulo—desde el aspecto catabático, sino desde el anabático: la misma comunidad reunida para la celebración de la liturgia es el signo litúrgico fundamental 420. Este aspecto anabático de la comunidad reunida para la celebración de la liturgia quiere decir que no hay ningún camino individual de salvación, ninguna relación de la personalidad individual con Dios que pase de largo por la comunidad de la Iglesia y su acción litúrgica. Como ser que quiere manifestarse, el hombre está fundamentado esencialmente en la comunidad. También la anábasis como ingreso del hombre en la comunidad creadora de vida con el Dios Trino no acontece de otro modo que no sea a través de la realidad vital del hombre, a la que esencialmente pertenece la comunidad con otros hombres. Para la relación con el Dios vivo esta comunidad no es una más entre otras, sino la Iglesia como elemento de la catábasis divina, como obra del Hijo y del Espíritu Santo, en el sentido que se ha expuesto en el primer capítulo.

Esto ya está preformado en el Antiguo Testamento; la comunidad del pueblo de la alianza en el Antiguo Testamento era el espacio presencial de Dios 421. Esto se confirmó en la promesa de Jesús de estar presente en medio de quienes

  1. Cfr. E.J. Lengeling, Liturgie als Grundvollzug christlichen Lebens, en B. Fischer/E.J. Lengeling/R. Schaeffler/F. Schulz/H.R. Müller-Schwefe, Kult in der säkularisierten Welt. Regensburg 1974, 63-91. 76. Idem, Wort, Bild, Symbol in der Liturgie, en LJ 30 (1980= 230-242. 238: «Signo fundamental es la sagrada congregación de la misma comunidad. Es expresión, imagen de la Iglesia».

  2. Cfr. Congar, Mysterium des Tempels 95.

se reúnan en su nombre (Mt 18, 20). Ésta no es una presencia sólo psicológica o moral, sino sumamente real. La comunidad humana y la aceptación fraternal entre los fieles es el espacio en el que acontece la comunicación creadora de vida con Dios. Así, toda plegaria individual repercute también sobre toda la comunidad e, inversamente, está incluida en su oración.

La comunidad de los fieles reunidos para el servicio divino es, después del Dios que actúa (catabáticamente) primero, el segundo sujeto (que actúa anabáticamente) de la acción litúrgica. Esta actuación común es, con mucho, más que una acción común de individuos reunidos. Antes bien, en ella se funda, cada vez de nuevo, una comunidad que excede toda relación intramundana de hombres. En ella las personalidades individuales encuentran el camino de los unos hacia los otros en la medida en que entren como individuos en la relación viva con Dios, que, en cualquier caso, es comunidad en sí mismo.

Esta comunidad es algo completamento distinto de una «agrupación de intereses comunes», en el que los hombres aúnan sus fuerzas individuales para conseguir una meta común sin que tengan ningún interés más profundo en el individuo. Con razón Greeley define como «ingenua» la consideración de que es misión de la liturgia «crear comunidad»: «Una parte considerable de la "búsqueda de comunidad" en el mundo moderno está condenada al fracaso precisamente porque las íntimas relaciones humanas no son una meta sino, más bien, un resultado» 422. Respecto a la liturgia esto quiere decir lo siguiente: la relación humana íntima, recíproca, no se puede producir, sino que es el resultado del acceso de todos a Dios.

Cada creyente individual lleva consigo su mundo en su anábasis y, con él, también sus relaciones con otros hombres. Cuanto más puras sean esas relaciones, tanto más determinadas están por un amor sin reservas —por la afirmación «inútil» de la existencia del otro por amor a él mismo—, tanto más imitan la voluntad divina de salvación. También en este caso, la anábasis es, profundamente, anáfora; significa la elevación hacia la relación con Dios, del amor al otro ser humano y de la alegría provocada por su existencia, pues toda auténtica comunidad en el amor reclama plenitud y eternidad. Y puesto que en todo hombre individual se reúne un pedazo de realidad del mundo, con el auténtico amor se introduce siempre también el mundo en la relación con Dios. Por medio del Dios vivo, toda la realidad del mundo está en un contexto misterioso.423 Los creyentes se introducen a sí mismos y a su mundo mutuamente

  1. A. Greeley, Religiöse Symbolik, Liturgie und Gemeinschaft, en «Concilium» 7 (1971) 106-111. 110ss.

  2. Este pensamiento lo ha elaborado muy claramente Dostoievski en sus obras, cfr. R. Lauth, Ich habe die Wahrheit gesehen. Die Philosophie Dostojewskis in systematischer Darstellung. Munich 1950, especialmente 463-465.

en la plenitud divina de vida que se les da a conocer. Constituyen, de ese modo, la amplia anábasis de la Iglesia como comunidad de destino de los convocados a la vida eterna. Antes que toda distinción del pueblo de Dios mediante el sacramento del orden, este mutuo sacrificio de los semejantes y de todo el mundo a través de los creyentes individuales conforma la dignidad del sacerdocio real.


2. Participatio actuosa

El concepto de la «participación activa», acuñado por el papa Pío X424 e incluido entre los principios 425 del Movimiento Litúrgico, es considerado, reiteradamente, como lo definitivamente nuevo en la Constitución Litúrgica del concilio Vaticano II. En muchos artículos (p.ej. SC 14, 21, 27, 30, 48) se hace referencia al hecho de que la participación del pueblo de Dios en la liturgia no ha de ser sólo interior, sino «real», es decir, expresiva. Esto es el abandono de las evoluciones que desde época carolingia han conducido a la liturgica del clero, y que sólo dejó a la comunidad el papel de espectador sin estar unido a las mismas ejecuciones. Según SC 14, el pueblo cristiano tiene el derecho y la obligación en virtud del bautismo de participar activamente en la liturgia.

La dignidad del cristiano está fundamentada en el sacerdocio real de los bautizados; todo cristiano está llamado a contribuir a la salvación del mundo por medio de su relación con Dios 426. Él responde a la invitación del amor de Dios, tal como se expresó entonces en la Cruz de Cristo y ahora se expresa en el pan y el vino de la eucaristía, aceptando en su persona el amor divino, ratifica el sacrificio de Dios dejando que suceda en sí mismo y, con ello, se introduce a sí mismo, su vida y el mundo a la redención.

Este realismo es de lo que se trata; y afecta a todos: si todos los bautizados y confirmados están ordenados para la participación en el misterio de la eucaristía, es un criterio de la adecuación objetiva de la liturgia la participación completa, consciente y activa de los laicos. Con ello, de hecho «tocan las campanas por el final de la liturgia medieval del clero». La liturgia no es un «culto dispensado del tiempo», sino «sacramento de la obra salvífica», y la novedad de la reforma litúrgica introducida por el Vaticano II consiste en la

  1. En el documento motu proprio «Tra le sollecitudini» sobre la música eclesiástica, del 22 de noviembre de 1903 el papa reclama una «participación activa en Ios misterios y en la oración pública y solemne de la Iglesia», cfr. AAS 36 (1903), 330.

  2. De este modo, Lambert Beaudouin exigía en el congreso católico del arzobispado de Mecheln (Bélgica) la «democratización» de la liturgia. Sobre Lamben Beaudouin cfr. L. Bouyer, Dom Lambert Beaudouin, un komme d'Eglise, Toumai 1964.

  3. Cfr. Zizioulas, Die Welt in eucharistischer Schau und der Mensch von heute, en US 25 (1970), 342-349, especialmente 345ss.

fijación oficial por escrito por parte de la Iglesia de la participatio plena, conscia et actuosa 427.

Por otra parte, la participatio actuosa no puede valer como el único «criterio de valoración de la liturgia». También la participación activa de todos en la liturgia puede falsificarse en aras de una ideología y destruir la liturgia si de ella ha de derivarse la orientación del servicio divino a la «realidad 428 social desacralizada». Con ello, no sólo la tradición litúrgica, sino la misma liturgia se pone en duda. Pues según Kavanagh, una liturgia que se oriente en la realidad profana —es decir, tal como se ha expuesto, ¡alejada de Dios!— se vuelve finalmente incapaz para el símbolo; se profetiza su final dentro de una secularización radical 429. La participación activa de todos en la liturgia no puede significar hacerla más rica en acción mediante una «configuración» siempre nueva con cualesquiera elementos de las formas seculares, civiles, del trato, para que haya algo en lo que a ser posible todos puedan participar. Según Pieper, se corre «el peligro de que las "configuraciones" del servicio divino, permanentemente nuevas, emprendidas por mor de la supuesta "participación activa" pudieran hacer imposible precisamente lo definitivo: la oración real en el ensimismamiento» 430.

El concepto clave de la participatio actuosa significa que la liturgia es, por su propia esencia, ejercicio de comunidad. «El Concilio ha pronunciado aquí sencillamente algo que, partiendo de la realidad en sí misma, es evidente» 431. Participación activa no quiere decir la expansión de la acción por sí misma a otros participantes de tal manera que la «liturgia» tenga que ser esbozada de nuevo, siempre obedeciendo a un permanente cambio de expectativas —también esto sería tedioso a la larga432. Fomentar la participatio actuosa no significa bosquejar nuevas estructuras cada vez —¡y precisamente «reducidas»!— a fin de «activar» a ser posible a todos y evitar a los «espectadores» para alcanzar, mediante ello, en cierto modo automáticamente, un efecto religioso a partir de la actividad externa, sino que la «participación activa» significa esencialmente interiorización de la actio litúrgica en todos cuantos participan en ella. Ratzin-

  1. A.A. Häußling, Liturgiereform. Materialien zu einem neuen Thema der Liturgiewissenschaft, en ALw 31 (1989), 1-32. 27ss.

  2. Cfr. 29.

  3. Cfr. Kavanagh, Symbol und Kunst in der Liturgie unter «politischem» Geschichtspunkt, en «Concilium» 16 (1980), 97-105, especialmente 100, 104.

  4. J. Pieper, Das Gedächtnis des Leibes. Von der erinnernden Kraft des Geschichtlich-Konkreten, en W. Seidel (Dir.), Kirche aus lebendigen Steinen, Maguncia 1975, 68-83. 74.

  5. J. Ratzinger, Das Fest des Glaubens. Versuche zur Theologie des Gottesdienstes. Einsiedel n 1981, 79ss.

  6. Cfr. J. Ratzinger, Zur Frage nach der Struktur der liturgischen Feier, en IKa Z 7 (1978), 488-497. 496; idem, Das Fest des Glaubens 65.

ger considera la educación orientada a una interiorización sumamente activa del acontecimiento litúrgico como una «cuestión de supervivencia de la liturgia como liturgia» 433. Con objeto de prevenir todo malentendido valga lo siguiente: ¡La «interiorización» no significa reducir la participación de la comunidad a una participación meramente interior en una actio que sólo el sacerdote deba cumplir! La participación de la comunidad en la ejecución ritual y textual de la liturgia misma mediante la oración y el canto, el gesto y el movimiento, está más allá de toda duda, desde antiguo, como superación de la liturgia del clero, y como valioso presente de la reforma litúrgica. Se trata, no obstante, de guiar a la comunidad hacia la participación en la ejecución de la liturgia, no, en cambio, de «configurar» a la liturgia misma en virtud del principio de la participación activa.

La interiorización es también el presupuesto de la comunidad litúrgica si es que ésta ha de sobrepasar las relaciones intrahumanas en dirección hacia Dios: la irrupción de los «yoes separados» y su mutua comunicación no acontece a través de la conversación y de la acción común, sino de la participatio Dei común: «Esto significa que en el ámbito de la participación litúrgica, que en lo más profundo debería ser participatio Dei, participación en Dios y, así, en la vida, en la libertad, tiene preeminencia la interiorización. Esto quiere decir a su vez que esta participación no puede agotarse en el momento de la ejecución litúrgica; que la liturgia no puede incrustarsele al hombre desde fuera como si se tratase de un happening, sino que exige educación y aprendizaje litúrgico. En lugar de presentar continuamente nuevas propuestas de configuración, la ciencia litúrgica debería regresar cada vez más a su misión original de servir a la educación litúrgica, es decir, de ser un auxilio que desarrolle la capacidad para la apropiación interior de la liturgia común de la Iglesia» 434.

Como anábasis que es, la liturgia es el ingreso del hombre en la comunicación divinizadora con el Dios vivo y se manifiesta como adoración y entrega personal de los celebrantes al amor divino. Si una «comunidad reunida para alabanza y veneración tuviese en mente alguna otra cosa que no fuera el acto de la perfecta adoración y entrega personal –p. ej. su propia edificación o cualquier empresa en la que ellos mismos debieran convertirse en el tema central, además del Señor al que se debe tributar homenaje, esto sería una ilusión sorprendente por muy ingenua que fuese» 435. «La norma y el rasero para la configuración de nuestro servicio divino» es, en opinión de Von Balthasar, «la alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1, 6). «Sería ridículo y blasfemo si quisiéramos responder a la gloria de la gracia de Dios con una contra-gloria

  1. Das Fest des Glaubens 65.

  2. Ratzinger, Zur Frage nach der Struktur der liturgischen Feier 493ss.

  3. H.U. von Balthasar, Die Würde der Liturgie, en IKaZ 7 (1978), 481-487.481.

creada a partir de nuestras propias reservas como criaturas por contraposición a la liturgia celestial que nos describe el Apocalipsis como completamente subyugada y detalladamente configurada por la gracia de Dios. Tenga la apariencia que tenga la forma de la respuesta de nuestra liturgia, sólo puede ser expresión de la recepción más desprendida posible de la majestad divina de la gracia, aunque esta recepción no quiera decir nada pasivo, antes bien, lo más activo de lo que la criatura es capaz» 436.

El «éxito» de una celebración litúrgica no depende, en ningún caso, de cuántos participantes y en qué medida puedan «participar» o queden en su sentimiento «conmovidos y edificados». Von Balthasar considera que el criterio de la «vivacidad» de un servicio divino es sumamente ambiguo, y critica las formas erróneas, no queridas de ninguna manera por el Concilio, que invocan a menudo el principio de la participatio actuosa y, de este modo, provocan nuevos clericalismos, como la «condescendencia» o el acercamiento adulador del celebrante a la comunidad. También para la comunidad tiene validez lo siguiente: una inclinación a «celebrarse a sí misma en vez de a Dios irá en aumento de forma imperceptible pero también inevitable si la fe en la realidad del acontecimiento eucarístico palidece. Con la conciencia de la propia indignidad crece la dignidad de la liturgia. En consecuencia ésta ni puede manipularse ni producirse por medios técnicos en modo alguno: si la actitud cristiana de la (mayoría de la) comunidad y del sacerdote es auténtica, la celebración es "digna"» 437. Esta autenticidad y dignidad preserva la liturgia de lo trivial y lo banal a pesar de toda pobreza expresiva característica del hombre actual. La reducción de las formas litúrgicas por mor de la participatio actuosa de todos, la mayoría de los cuales ya no entienden las «formas elevadas» configuradas históricamente, en ningún caso puede significar la sustitución de éstas por lo moderno pero trivial e inconsistente, «sino, en el mejor de los caso, por algo sencillo, que no tiene por qué ser inferior en dignidad a lo mundanamente grandioso, ya no comprensible. "Bienaventurados los pobres de espíritu" si es que reconocen su pobreza y no intentan encubrirla para sí. Si una generación no es capaz de crear auténticas imágenes religiosas para la Iglesia, no quiere decir que las paredes vacías hagan que el espíritu se concentre más efectivamente en lo esencial. Si nos hemos convertido en gente insignificante, no deberíamos tratar de reducir el misterio que celebramos a nuestro formato. Y si además hemos perdido la dignidad, por la profesión de nuestra fe deberíamos, en cualquier caso, haber mantenido tanta sensibilidad para la majestad de Dios, que todavía sintamos la distancia allí donde nos encontremos con ella –épocas más

  1. /bid., 482.

  2. /bid., 483ss.

importantes pueden haberla sentido más intensamente– y nos comportemos de una manera auténtica respecto a Dios» 438. Con ello, se muestra claramente que la promoción de la participatio actuosa no puede consistir en «coordinar la liturgia con las exigencias de la cultura y en crear símbolos nuevos para conseguir que los sacramentos sean eficaces para la sensibilidad moderna. Los intentos más torpes en esta dirección son conocidos por todos». No puede tratarse de la «reinterpretación civil» de la liturgia cristiana, no sólo de «una celebración de la vida o de un distinguido ritual cristiano de euforia, una ceremonia ecuménica del te que se correspondiese con el conocido rito de hospitalidad de la cultural china» 439.

El fomento de la participatio actuosa es misión de la mistagogía: «La mistagogía cristiana como espiritualidad pensada como concreta quiere guiar hacia la experiencia del misterio de la entrega personal de Dios al mundo en la acción eclesiástico-litúrgica y cotidiana-diaconal. Es precisamente la situación presente la que convierte en explosivo el profundo olvido en el que ha caído esta impronta mistagógica originalmente propia de la fe cristiana. ...Si el cristianismo quiere hacerle justicia al vuelco de la época a finales del siglo XX y no sencillamente capitular ante los retos que tiene delante, un nuevo, amplio esfuerzo mistagógico sigue siendo imprescindible» 440.


3. La articulación de la comunidad litúrgica: las funciones litúrgicas particulares

El principio de la participación activa de todos en la liturgia incluye también que pueda haber diversas formas de la participación, que los fieles asuman, individualmente, una función especial en el servicio. Así como la participación activa de todos es un verdadera coejecución de la liturgia, del mismo modo, todos los que asumen en ella una misión especial (acólitos, lectores, cantores del coro, organistas y otros coparticipantes), llevan a cabo «un auténtico ministerio litúrgico» (SC 29). Aún poco antes del Concilio esto se veía de otra manera: en una instrucción de la Congregación para el rito del 3 de septiembre de 1958 todavía se habla de servicios únicamente delegados a los laicos, que en realidad les corresponden a los clérigos 441.

  1. Ibid., 485ss.

  2. A. Kavanagh, Bürgerliches Ritual und kirchliches Ritual bei der Feier von Höhepunkten im Lebenszyklus, en «Concilium» 14 (1978), 80-86. 80ss.

  3. J. Schilson, Christliche Spiritualität im Zeichen der Mystagogie, en idem, Gottes Weisheit im Mysterium. Vergessene Wege christlicher Spiritualität. Maguncia 1989, 17-24. 20-22: «Die Herausforderung christlicher Spiritualität», 20ss.

  4. Cfr. Lengeling, Konstitution 64.

Los servicios litúrgicos de los laicos recibieron un impulso completamente nuevo mediante la abolición de la tonsura y las órdenes menores, y la instauración de los ministerios del acólito y del lector, que podían ser encomendados a los laicos en un acto litúrgico, por el escrito apostólico Ministeria quaedam del 15 de agosto de 1972442. Si las órdenes menores se entendían como emanaciones del sacramento del orden para cuya recepción preparaban, hoy día se establece una clara distinción entre las misiones litúrgicas y las ordenaciones. Aquel a quien se le ha encomendado una misión en un servicio litúrgico es y sigue siendo un laico, su actividad litúrgica no se deriva del orden, sino de la dignidad del sacerdocio real de todos los bautizados. Sin embargo, en la inmensa mayoría de las comunidades casi en ningún caso hay acólitos y lectores encomendados por el obispo. Casi omnipresentes, en cambio, son los lectores, ayudantes de la misa y «ayudantes de la comunión», que según la instrucción de la congregación para los sacramentos Immensae caritatis del 29 de enero de 1973 443 son encomendados como administradores extraordinarios de la comunión por un tiempo y sin ningún acto litúrgico guiado por un obispo. Esta doble vía de los ministerios litúrgicos –basándose ambos en la dignidad del sacerdocio real de todos los bautizados– tuvo de facto como consecuencia la reintroducción de las «órdenes menores», puesto que la misión obligatoria de los candidatos al diaconato y presbiterado como lectores y acólitos representa, junto a la celebración de la admisión, las «nuevas estaciones en el camino hacia la 444. Hay que suponer que la exclusión de las mujeres de los servicios laicos encomendados a tiempo ilimitado por el obispo –por contraposición a los servicios (de los ayudantes de la comunión) que en absoluto han sido encomendados para ello, o bien lo han sido por un tiempo)– tiene la culpa de esa reclericalización. La argumentación que aporta Martimort acerca de la exclusión de las mujeres del servicio instituido representa la reintroducción de las órdenes menores abolidas 445. Los servicios instituidos vuelven a ser, en ese caso, no otra cosa que emanaciones del sacramento del orden, a cuya recepción están orientados. Si los servicios litúrgicos de los laicos se entienden no a partir del sacramento del orden, sino exclusivamente a partir de la dignidad del bautismo, en ese caso no se puede comprender la exclusión de las mujeres desde el punto de vista de la teología de la liturgia y los sacramentos, y, en el mejor de los casos, se puede fundamentar bajo el aspecto de la tradición eclesiástica, sobre cuyo

  1. Kaczynski nn. 2877-2893.

  2. Kaczynski nn. 2967-2982.

  3. Así reza el título de un ensayo de B. Fischer en Gd 7 (1973), 19ss.

  4. Cfr. A. Martimort, La question du service des femmes á l'autel, en «Notitiae» 162 (198 8-16, aquí 15, donde se habla de un vínculo entre el diácono y el acólito, que excluye a las mujeres de este último ministerio.

valor se puede discutir. Lo mismo tiene validez por lo que se refiere a la prohibición de las servientes de la misa, promulgada en el año 1980, aunque entretanto modificada 446, a la que no pocos especialistas en derecho canónico vieron como superada por el Código de 1983 y las disposiciones en el can. 230447. Existe el temor de que la exclusión de las mujeres de la encomendación de servicios sólo haya de tener como consecuencia la salvaguarda de una imagen externa, la de que sólo haya varones como liturgos en el espacio destinado al altar, para prevenir la enojosa discusión de la ordenación de la mujer. Maas-Ewerd propone la superación de la doble vía hasta ahora conocida de los servicios de los laicos en la liturgia mediante la introducción de un nuevo «subdiaconato laico» que estaría abierto a los dos 448.


4. La liturgia en el campo de tensión entre el orden y la libertad. Liturgia y derecho

¿Son compatibles mutuamente el derecho al que se puede reclamar y una Iglesia fraternal, fundada sobre el amor divino? Según el estudioso protestante del derecho canónico Rudolf Sohm no lo son en modo alguno, pues el derecho canónico está, según su opinión, en contradicción con el ser de la Iglesia449. Cuánto más tajantemente se contradicen a primera vista la liturgia y el derecho, la celebración de la redención y el derecho justiciable, reclamable y provisto de sanciones. ¿No contradice a la naturaleza de la celebración, que según la experiencia general no puede entendérselas sin espontaneidad, si está sometida al reglamento jurídico? Gerhards recuerda la «libertad eucológica», todavía natural en la obra de Hipólito de Roma, «que sólo está limitada por el fomento de la ortodoxia en la oración» 450.

El intercambio de vida entre Dios y el hombre sucede a través del Hijo hecho hombre, por lo tanto en la disponibilidad histórica del encarnado que como cabeza de la Iglesia a través de los tiempos por medio de ella, que es una visible realidad social, trasmite a los miembros individuales del cuerpo místico la

  1. En la instrucción «inaestimabile donum» de la Congregación sobre la disciplina de los sacramentos y el servicio divino, del 3 de abril de 1980, n. 18, Daczunski 3979, se dice que a las mujeres no les está permitido asumir los servicios de un acólito o un sirviente del altar. A propósito de la situación posterior a la carta de la Congregación sobre los sacramentos del 15 de marzo de 1994 cfr. Gd 28 (1994), 66: según la cual el obispo local puede admitir servidoras del altar en su diócesis.

  2. Cfr. p. ej. K. Lüdicke, Liturgie und Recht. Beitrag zu einer Verhältnisbestimmung, en K. Richter (Ed.), Liturgie — ein vergessenes Thema der Theologie? Friburgo-Basilea-Viena 19872 (QD 107), 172-184.

  3. Cfr. Th. Maas-Ewerd, Nicht gelöste Fragen in der Reform der Weiheliturgie, en Th. Maas-Ewerd (Dir.), Liturgie — ein vergessenes Thema der Theologie? Friburgo-Basilea-Viena 19872 (QD 107), 172-184.

  4. Cfr. la descripción de la postura de Sohm en P. Stevens, Die rechtskontituierende Bedeutung der gottesdienstlichen Versammlung, en LJ 33 (1983), 5-29, aquí 11-13.

  5. A. Gerhards, Liturgie und Recht, en LJ 33 (1983), 1-4, aquí 3.

vida divina. En este sentido la Iglesia es «el sacramento, es decir, el signo y el instrumento para la unión más íntima con Dios así como para la unidad de toda la humanidad» (LG 1). «La actuación de gracia de Dios en la Iglesia entendida como el sacramento raíz presupone, en consecuencia, la forma natural de existencia de una comunidad humana y se sirve de ella. Así, ésta como comunión eclesiástica que se convierte en el signo y el instrumento de la actuación divina de la gracia» 451. La tesis de Sohm acerca de la contradicción entre Iglesia y derecho es comprensible a partir de los fundamentos luteranos, puesto que parte de la ecclesia abscondita y de Cristo sólo como Dios, omitiendo la encarnación como dato fundamental de la Iglesia como cuerpo místico 452.

A esta estructura, determinada desde el punto de vista de la encarnación, de la Iglesia como una comunidad humana pertenece también la estructura judicial 453, que incluye a la celebración litúrgica como una ejecución colectiva. El fundamento esencial de la ordenación jurídica de la liturgia es «la clarificación legítima y necesaria» acerca de qué congregación puede con derecho invocar a Cristo, «dado que Él ha unido su presencia experimentable como signo a la acción de su Iglesia. El ordenamiento litúrgico asegura, en consecuencia, no las posibilidades de obrar de Dios, sino la unión de la Iglesia visible con sus raíces místicas en las celebraciones litúrgicas, sobre todo la eucaristía» 454.

El derecho canónico y el litúrgico representan dos magnitudes profundamente relacionadas mutuamente: el derecho canónico contiene sólo prescripciones fundamentales, establecidas para la protección de la liturgia, mientras que el derecho litúrgico regula la ejecución de la liturgia. El can. 2 CIC/1983 «tiene inequívocamente como objeto asegurar un espacio para la configuración libre, independiente del derecho canónico, de la liturgia y del derecho litúrgico. El derecho canónico representa un marco para esa libertad, es decir, una norma litúrgica pierde su validez si es contraria a los cánones del Código» 455. La función

  1. L. Müller, Die Kirche als Wurzelsakrament, en Ahlers/Gerosa/Müller (Dirs.), Ecclesia a Sacramentis, 125-135. 132.

  2. Cfr. Steven o.c., la cita está sacada de K. Mörsdorf, Kirchenrecht. Munich-Paderborn-Viena 196411, I, 24.

  3. Cfr. P. Krämer, Katholische Versuche einer theologischen Begründung des Kirchenrechts, en Theologische Berichte 15, Die Kirche und ihr Recht, dir. por J. Pfammatter und F. Furger. Zürich-Einsiedeln-Colonia 1986, 11-37.

  4. Rau 301.

  5. Cfr. P. Krämer, Liturgie und Recht. Zuordnung und Abgrenzung nach dem Codex luris Canonici von 1983, en LJ 34 (1984), 66-83, 66ss. Por este motivo, aparecieron por obra de la Congregación sobre los sacramentos y el servicio divino también las «Variationes in novas editiones librorum liturgicoruin ad normara Codicis luris Canonici nuper promulgati introducendae», Notitiae 20 (1983), 540-555, acerca de las cuales Krämer, o. c., 67ss. nota 4, dice que en ellas se trata «en gran manera no del equilibrio de las auténticas contradicciones entre el derecho canónico y el litúrgico, sino de la adaptación al nuevo Código y su lenguaje judicial modificado».

protectora del derecho (tanto del canónico como del litúrgico) concierne, en primer lugar, a la integridad de la fe, tal como ésta debe expresarse en la celebración litúrgica. Entre el servicio divino de la Iglesia y su doctrina existe una relación de intercambio que se expresa en la fórmula de Próspero de Aquitania: Legern credendi lex statuat supplicandi. Por una parte, los textos litúrgicos influyen en la formulación de las declaraciones teológicas; por otra, las formas litúrgicas de expresión son también concretizaciones de las evoluciones teológicas 456.

La salvaguarda del principio del lex orandi lex credendi hace necesaria una limitación, causada por el derecho, de la espontaneidad de la creación litúrgica si la liturgia debe ser la de la Iglesia entera y no la del celebrante individual o de un grupo 457. La existencia de ordenaciones fijas se justifica con el hecho de que la liturgia no es una acción de la Iglesia que se sustente por sí misma, sino una actuación fundada por Cristo y transferida a la Iglesia, lo cual «exige una organización fundamental alejada de toda intervención arbitraria». Otros motivos son: la defensa contra un nuevo clericalismo, según el cual el celebrante determina la liturgia, la salvaguarda de la identidad de la liturgia más allá de los límites temporales y espaciales, el carácter comunitario de la liturgia, que exige ordenaciones claras. Aparte de esto, Harnoncourt menciona también motivos en favor de la concesión de libertad para la acción litúrgica: la comunidad cristiana no se atiene a una «ley del culto»; la acción de los congregados en nombre de Cristo es santa en sí, no la observación del ritual. Una acción tal debe ser tan libre y flexible, que «se corresponda siempre en palabras y signos, en todos los ámbitos culturales y fases evolutivas, al respectivo mundo humano de imaginación y expresión, y sea, existencial y personalmente, para todos los participantes ejecutable como una acción propia». Esto exige una especial consideración de la comunidad celebrante (por lo que respecta a la comprensión, la capacidad) y del motivo de la celebración (p. ej. diferentes estructuras de la celebración de una fiesta en el año del Señor o de una celebración familiar). Muy especialmente, la mera observación de lo prescrito fomenta una rutina soporífera, mientras que, por el contrario, la libertad creativa exige la atención de todos los participantes 458,

  1. Cfr. Vagaggini, Theologie 308ss., G. Wainwright, Der Gottesdienst als «Locus Theologicus», oder: Der Gottesdienst als Quelle und Thema der Theologie, en KuD 28 (1982), 248-258. 253-255.

  2. Cfr. G.M. Oury, Les limites nécessaires de la créativité en liturgie, en Notitiae 13 (1977), 341-353, especialmente 347-350. Acerca de la espontaneidad de la liturgia cfr. igualmente K. Richter, Spontaneität, Kreativität und liturgische Ordnung nach dem neuen Missale, en BiLi 43 (1970), 7-14. B. Neunheuser, Lebendige Liturgiefeier und schöpferische Freiheit des einzelnen Liturgen, en EL 89 (1975), 40-53.

  3. Cfr. Ph. Harnoncourt, Liturgie zwischen Gesetz und freier Gestaltung, en Musik und Altar 21 (1969), 153-171. 166ss.

Libertad para la espontaneidad en la liturgia y la observación de una ordenación preexistente constituyen los polos de una campo de tensión459. Con todo ello, la Iglesia latina dispone de una competencia ordenativa claramente circunscrita que no sólo imita en general la espontaneidad invocando la observación de las normas preexistentes y la restringe a la concesión de zonas libres, sino que tiene una inclinación tendencial a revocar de nuevo los espacios libres otorgados (a los obispos y a las Conferencias Episcopales). «La ordenación de la sagrada liturgia depende exclusivamente de la autoridad de la Iglesia (c. 838 § 1), que reside en la Sede Apostólica y, según las normas del derecho, en el Obispo diocesano». Para la Iglesia latina esto quiere decir lo siguiente: La Santa Sede ordena, mediante la edición de los libros litúrgicos oficiales y mediante el decreto de otras normas, la liturgia de la Iglesia universal. Observando la autoridad suprema, el obispo de la diócesis ordena y vigila la liturgia de su Iglesia particular. El posee, respecto a la liturgia de su diócesis (SC 13), potestad propia para su legislación, si bien un derecho de costumbre que se oponga al Código puede persistir por consentimiento si su antigüedad sobrepasa un siglo. Las nuevas costumbres en el servicio divino requieren la aprobación del obispo si han de obtener validez jurídica. La Conferencia Episcopal posee una competencia propia de ordenamiento; a ella le corresponde la función de adaptar la liturgia de la Iglesia universal a las circunstancias locales mediante decretos obligatorios para todas las diócesis de su territorio. Sin embargo, esta atribución está ligada a la aprobación de la Santa Sede. Es incumbencia de las Conferencias Episcopales procurar la elaboración de las traducciones de los libros litúrgicos en las lenguas vernáculas, «que se adecúen convenientemente dentro de los límites fijados por los mismos textos, y editarlas previa aprobación de la Sede Apostólica. Expresándolo más detalladamente, aquí se trata de dos funciones: por una parte, de la versión oficial de los textos latinos de la liturgia en la lengua nacional, y, por otra, del complemento o modificación de los ordenamientos de la Iglesia latina universal sobre el servicio divino, teniendo en consideración y retomando las tradiciones locales, en tanto que esta posibilidad se manifieste explícitamente en la edición romana determinante». En cualquier caso, se puede lamentar una restricción de las disposiciones conciliares, presente en el Código de 1983: «Todas las competencias litúrgicas de legislación, que le fueron asignadas a las Conferencias Episcopales desde el concilio Vaticano II, pero que no encuentran una confirmación expresa en el CIC, quedan suspendidas» 460.

  1. Cfr. F. Nikolasch, Das liturgische Recht zwischen Liturgiekonstitution und neuem Kodex, en LJ 43 (1993), 141-159.

  2. H. Socha, Begriff, Träger und Ordnung der Liturgie, en J. Listl/H. M. Müller/H. Schmitz (Dirs.), Handbuch des katholischen Kirchenrechts, Regensburg 1983, § 70, 632-641.636, 638ss.

Las Iglesias ortodoxas carecen de una autoridad suprema que cumpla la función de ordenación unitaria de la liturgia. Aunque el servicio divino en cada uno de los patriarcados, en las Iglesia autocéfalas de diferente impronta cultural, incluso dentro de un país según la costumbre regional puede variar mucho, a pesar de toda la diversidad se da una unidad de las ejecuciones litúrgicas en cada una de las Iglesias: «No obstante, se considera como hecho seguro en la Iglesia ortodoxa que una norma que todas las Iglesias ortodoxas hayan heredado de la tradición, a la que, por lo tanto, la totalidad de la Iglesia le haya impreso el sello de su asentimiento, conlleva la plena obligación de su cumplimiento. Tal aprobación se da para la ordenación existente del servicio divino desde tiempos inmemoriales. Tal aprobación se da también en el convencimiento de que ninguna Iglesia ortodoxa individual tiene la potestad de modificar el ordenamiento del servicio divino porque, si no, pondría en peligro la unidad de todas las Iglesias ortodoxas» 461.

Decisiva para el desarrollo del ordenamiento del servicio divino fue una «aceptación desde abajo»: determinados centros de la vida religiosa, monasterios y obispos, ordenaban la liturgia, cuyo seguimiento iba convirtiéndose en obligatorio en la medida en que ese ordenamiento iba siendo retomado y observado. Las reformas religiosas iniciadas «desde arriba» no pudieron imponerse; el caso más conocido es el del intento de reforma de Nikon, patriarca de Moscú, que provocó incluso una escisión en la Iglesia. «La conciencia de que los ordenamientos litúrgicos no se crean por medio de "disposiciones desde arriba" está tan marcada entre los orientales, que entre los mismos unionistas, que, por lo demás, ya desde hace tiempo viven en un entorno occidental, pueden provocarse revueltas populares si los jerarcas se atreven a llevar a cabo algún tipo de intervención»462.

La totalidad de la Iglesia es el guardián de la ordenación del servicio divino. «Sin que se hubiesen llevado a cabo actos legislativos, surgió una ordenación considerada obligatoria que, sin duda, es más complicada que la que rige el servicio divino según el rito romano. Presenta, a causa de su origen, muchas variantes, pues nadie tenía la competencia para armonizarlas y unificarlas mutuamente. Así, hay que entender el ordenamiento legal del servicio divino en la ortodoxia más bien como un marco dentro del que hay que permanecer, y no tanto como una prescripción que sencillamente habría que aplicar». Esto permite «a pesar de la casi completa igualdad de los libros litúrgicos del servicio divino una gran variabilidad en la ejecución del servicio divino». «Un ordenamiento del servicio divino, que se mantiene en pie mediante la solidaridad vivida entre las Iglesias locales, pero que no experimentó la fijación por escrito,

  1. Suttner, Gottesdienst und Recht 34.

  2. /bid., 35.

como, por el contrario, fue el caso de la Iglesia romana después del concilio de Trento, no puede llegar a ser tan inmóvil, que acabe por necesitar una reforma explosiva, como la que tuvo lugar en la Iglesia latina después del concilio Vaticano II, con el fin de liberarse de las consecuencias provocadas por las omisiones seculares que impidieron la adaptación» 463.


5. Liturgia y ecumene

A la comunidad como dimensión anabática de la Iglesia le corresponde también el acercamiento de los cristianos separados con el fin de conseguir su unidad. Lo que vino catabáticamente desde «arriba», era unidad, pues Cristo fundó una sola Iglesia que participara en la unidad del amor del Dios Trino. Los hombres destruyeron esa unidad por error y culpa. «Todos se confiesan como discípulos del Señor, pero divergen unos de otros en su pensamiento y van por caminos distintos, como si Cristo mismo estuviera dividido. No obstante, tal escisión contradice manifiestamente a la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y un perjuicio para la causa santa de la predicación del Evangelio a todas las criaturas» (UR 1). El concilio Vaticano II hizo preceder, con carácter programático, esta declaración al Decreto sobre el ecumenismo del 21 de noviembre de 1964. Precisamente en el servicio divino es donde la escisión repercute en su forma más visible, aquí es donde los acercamientos mutuos se concentran también en su forma más concreta. Qué trasformación se ha llevado a cabo en pocos años, lo muestra una comparación entre el derecho canónico de 1917 y el de 1983 respecto a las disposiciones sobre la comunión entre cristianos católicos y no católicos en el servicio divino.

El CIC/1917 prohibía como communicatio in sacris toda participación activa de un católico en el servicio divino de otra confesión cristiana. Se toleraba la participación pasiva si no existía ningún escándalo ni ningún peligro de apostasía (c. 1258, §1-2). Una nueva valoración de la comunión entre cristianos católicos y no católicos en el servicio divino está arraigada en el reconocimiento de otras comunidades cristianas como Iglesias o comunidades eclesiásticas por el Vaticano II (LG 8, 2; UR 3, 2), con los cuales no existe una communio plena, pero se da una cierta comunión que consiste en que en ellos están presentes algunos dones de la Iglesia. De este modo, frente a la prohibición total de la communicatio in sacris de antaño se contrapone la communicatio in spiritualibus contenida en el Directorio 464. Además de las dispo-

  1. »id., 36ss.

  2. Y de hecho en el primer Directorio del 14 de mayo de 1967 así como también en la reimpresión del Directorium oecumenicum reeditado en 1993, AAS 85 (1993) 1093-1119, especialmente cap. 4, 1087-1096.

siciones sobre la intercomunión e intercelebración, aún hoy día prohibidas por principio, se recomienda la oración litúrgica común y el uso compartido de los objetos y lugares sagrados. «Desde el concilio Vaticano II la comunión ecuménica en el servicio divino ya no se contempla exclusivamente desde el punto de vista de la delimitación, sino también como medio que contribuya a la restauración de la unidad de los cristianos. Como principios determinantes el Concilio cita "la significación obligatoria de la unidad de la Iglesia y la participación en los medios de la gracia" (UR art. 8 párrafo 4). La proporción de la comunión en el servicio divino está determinada por los puntos comunes existentes entre las Iglesias. En las nuevas disposiciones no se trata, por lo tanto, de una mera "práctica más indulgente", sino de la adaptación a un cambio en la concepción de la Iglesia» 465. Así, el c. 844, 2-5 menciona diferentes posibilidades de una limitada comunión sacramental por lo que respecta a la penitencia, eucaristía y unción de enfermos; un católico puede, en casos en los que le sea física o moralmente imposible buscar un sacerdote propio, recibir estos sacramentos en Iglesias en las que los sacramentos se administran con validez, lo que depende del reconocimiento del ministerio competente en la Iglesia separada.

Las declaraciones de convergencia sobre el bautismo, la eucaristía y el ministerio religioso, llevadas a cabo el año 1982 en Perú, conocidas como la «declaración de Lima», representan un hito en los esfuerzos ecuménicos por la unidad. Sobre la base de estas declaraciones Max Thurian, de la hermandad ecuménica de Taizé, desarrolló una liturgia eucarística («Liturgia de Lima») 466, que se orienta en las grandes corrientes tradicionales de la historia occidental y oriental de la liturgia y presenta también diversos ajustes conforme al Misal Romano de 1970.

  1. M. Kaiser, Ökumenische Gottesdienstgemeinschaft, en J. Litstl/h. Müller/H. Schmitz (Dirs.), Handbuch des katholischen Kirchenrechts. Regensburg 1983, §71, 641-647. 643.

  2. Cfr. M. Thurian, Die eucharistische Feier von Lima, en LJ 34 (1984), 21-31. Sobre la edición alemana, provista con cantos extraídos de la tradición eslavo-ortodoxa: K. Meyer, zu Uptrup/M. Jung (Dirs.), Lima-Liturgie. Stuttgart 1990.

Michael Kunzler
La Liturgia de la Iglesia

 

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