V

LA LENGUA EN LA LITURGIA


1. El lenguaje como realización de vida

El hombre no «tiene» un cuerpo, tampoco «es» cuerpo, sino que en el cuerpo, como forma de apariencia simbólica real de sí mismo, está presente para los demás a fin de entrar en relación con ellos 192. Su cuerpo es para el hombre precisamente el «sacramento» de su presencia orientada a la relación; a través de él «habla» en la lengua del cuerpo, en la expresión corporal en sentido amplio.

El cuerpo es un órgano de exteriorización tan delicado, que la expresión corporal, incluso el enmudecimiento, «dice algo» cuando la lengua hablada calla. La forma más perfecta en la que acontece la «exteriorización», la puesta en el exterior del yo para aceptar una relación es la palabra hablada, en la que el hombre que habla persiste plenamente en sí mismo y, al mismo tiempo, está completamente fuera de sí mismo, en aquel a quien se dirige 193. Mediante el lenguaje el hombre no es «una entidad cerrada, sino una existencia e identidad, caracterizadas por la franqueza», «las cuales se llevan a cabo y, de ese modo, se obtienen en un proceder lingüístico bajo la forma del "yo" y "tú", del "nosotros" y "vosotros" en el contexto de la realidad objetiva y frente a los demás, en

  1. Cfr. K. Rahner, Vom Hören und Sehen, 142, «No sólo tenemos órganos de percepción; antes bien somos sensualidad. Nuestra corporeidad (y, con ella, nuestra sensualidad) está constituida, a partir de su esencia, por el sujeto espiritual personal; es la manera permanente en que el espíritu, es decir, el sujeto libre que siempre se abre y está abierto a la totalidad de toda realidad posible, se dirige al mundo por propia iniciativa».

  2. Cfr. sobre esta cuestión K. Rahner, Die Gegenwart des Herrn in der christlichen Kultgemeinde, en Schrii ten zur Theologie VIII. Einsiedeln-Zürich-Colonia 1967, 395-408. 396, donde se habla del hombre «como existencia que se entrega y confía en su conciencia y libre responsabilidad y, al mismo tiempo, que se realiza en la intercomunicación personal».

la distancia del "él", "ella", "ello" y "usted, ustedes"». El lenguaje es, según Hünermann, la «realización de vida» del hombre 194.

A la dialéctica del estar completamente consciente en sí mismo y en aquel a quien nos dirigimos se corresponde la dialéctica de la «lengua interior» y «exterior». La lengua interior «no posee una función comunicativa; es el medio del pensamiento y el sentimiento propio». La lengua exterior transporta la interior hacia el interlocutor. La comunicación se cumple en el momento en que «lo que está vivo en la experiencia interior de uno, empieza a hacerse presente en el espacio interior del otro con ayuda de la mediación del lenguaje exterior» 195. La comunicación es un juego de intercambio: Mediante el lenguaje exterior el oyente acoge en sí mismo el lenguaje interior del hablante –a él mismo como persona espiritual, que piensa y siente. Mediante el lenguaje el hablante se vuelve presente en el oyente y se comunica con él. En la pregunta el oyente se convierte en hablante y se entrega –junto a lo recibido antes– a sí mismo como devolución; ahora, enriquecido por lo recibido antes, se convierte, presente en su interlocutor, en nueva comunicación. Todo nuevo acto de dirigir la palabra, oír, aceptar-en-uno es, respectivamente, un proceso nuevo enriquecido con toda la personalidad del interlocutor, consistente en que el tú se vuelve presente en el yo.


2.
La «lengua litúrgica»

La comunicación lingüística presupone, consecuentemente, la comprensión. Todavía hoy es difícilmente comprensible cómo hasta las reformas del Vaticano II en la Iglesia occidental estuvo en uso la lengua muerta latina casi con exclusividad: «Pues el desconocedor del latín ¿cómo va a participar en la celebración de la liturgia conscientemente y comprediéndola si una lengua extraña le impide el examen del contenido de los textos? Aquí interfiere un estorbo comunicacional fundamental ante el que pierden peso todos los argumentos tradicionales en favor del latín» 196.

En los comienzos de la historia de la Iglesia se hacía uso, tanto dentro como fuera de la liturgia, de las restantes lenguas nacionales; éstas eran, además del griego koiné, la lengua de comunicación de todo el ámbito mediterráneo en la antigüedad, el siríaco, el copto y el armenio. En la comunidad primitiva, se

  1. Cfr. P. Hünermann, Lebensvollzüge der Kirche. Reflexionen zu einer Theologie des Wortes und der Sakramente, en P. Hünermann/R. Schaeffler (Dirs.), Theorie der Sprachhandlungen und heutige Ekklesiologie. Ein philosophisch-theologisches Gespräch. Friburgo-Basilea-Viena 1987 (QD 109), 27-53. 36.

  2. Esta diferenciación la recoge Louis, Das Wort des Menschen 325, a partir de L.S. Wygotski; cfr. L.S. Wygotski, Denken und Sprechen, Berlín 19745, 328-350.

  3. A. Adam, Grundriß Liturgie, Friburgo-Basilea-Viena 19925, 66.

hablaba y se celebraba en arameo, aunque también algunas invocaciones en las oraciones eran hebreas, procedentes de la herencia sinagogal. Con la extensión del cristianismo aún se añadieron a éstas en el primer milenio el eslavo antiguo (antiguo búlgaro) así como el árabe. Las Iglesias orientales estuvieron siempre abiertas a la traducción y celebración de la liturgia en las diferentes lenguas nacionales. En Roma, la lengua de comunicación fue, hasta la restauración del latín en tiempos del imperio de Decio, (249-251) el griego Koiné del Nuevo Testamento. Ya en el siglo III se extendió el latín a la liturgia romana, un proceso que había concluido sobre el 380 durante el pontificado de Dámaso 197. En contraposición a los godos arrianos, que celebraban también la liturgia en lengua vulgar, las tribus germánicas católicas retomaron la lengua latina de la liturgia. Se creía que así se salvaguardaba la ortodoxia, de manera que el pueblo fue excluido de la verdadera participación en la celebración de la liturgia. En el contexto de las controversias por la misión de los hermanos Cirilo y Metodio entre los eslavos, surgió la teoría de que sólo las tres lenguas de la inscripción de la cruz de Cristo (hebreo, griego y latín) eran aptas para la liturgia como lenguas «santas», si bien, el papa Juan VIII rechazó esta concepción en el año 880.

Dos siglos después Gregorio VII revocó el permiso entonces concedido para la celebración de la liturgia en lengua eslava. Su argumento era que tanto la Sagrada Escritura como los textos litúrgicos, conforme a la voluntad de Dios, no debían ser comprensibles universalmente a fin de que no estuvieran expuestos a la irreverencia así como a la falsa interpretación y a la herejía. Aunque el latín, desde hacía tiempo, se había convertido en lengua de comunicación y de cultura en la Edad Media, el pueblo llano siguió estando excluido de la liturgia latina, de manera que la participación del «hombre corriente» en la misa en su lengua vernácula pudo abrir una de las direcciones de avance de la Reforma. Aunque el concilio de Trento condenó exclusivamente la afirmación de que la misa pudiera celebrarse en lengua 198, y, con ello, estaba abierto a posteriores evoluciones, la posición de Roma frente a los esfuerzos en favor de la lengua vernácula se endureció cada vez más. De este modo, Alejandro VII incluyó en el índice expurgatorio, en el año 1661, la traducción del misal, del sacerdote francés Voisin, y en el año 1857 aún prohibió Pío IX la traducción del canon y la consagración. La posibilidad de la elaboración de traducciones de los textos de la misa la concedió León XIII ya en el 1897, si bien esta medida

  1. Cfr. Th. Klauser, Der Übergang der römischen Kirche von der griechischen zur lateinischen Liturgiesprache, en Miscellanea C. Mercad I. Ciudad del Vaticano 1946, 467-482.

  2. DH 1759, «Si quis dixerit... lingua tantum vulgari Missam celebran debere...»

no afectó a la celebración misma de la liturgia. Aquí fue ya la evolución después del Vaticano II la que trajo un cambio: Aunque SC 36 aún determinaba que la lengua latina de la liturgia debía persistir, también se le otorga un espacio a la lengua vernácula: las Conferencias Episcopales debían decidir, con la aprobación de Roma sobre el alcance de la lengua vulgar en la liturgia 199. La evolución posterior fue mucho más allá de lo determinado por la Constitución sobre la liturgia aunque no sin estar en concordancia con ésta; de hecho, a través de ella se extiende como hilo conductor la exigencia de la participatio actuosa de todos en el acontecimiento de la misa.

Menos por consideración a una tradición venerable por su antigüedad que por la participación activa y fructuosa de todos los fieles, se debería procurar un mínimo de conocimientos de los textos litúrgicos latinos, p. ej. para la celebración de las grandes misas internacionales en la misma Roma o en otros grandes lugares de peregrinación; pero, también aquí, tiene validez de ley el funcionamiento de la comunicación lingüística en la misa: sólo si también los desconocedores del latín tienen conciencia de lo que cantan y rezan en una lengua extraña, puede también tener lugar su ejecución en latín.

Con las diferentes lenguas del pueblo sobrevino el problema de las traducciones en lengua vernácula. Por una parte, no es ajeno a la controversia el hecho de traducir un concepto latino o griego en una lengua moderna sin menoscabo del sentido. Las traducciones literales son a menudo inadecuadas. A más de una expresión latina están unidos determinados puntos teológicos esenciales procedentes de otros tiempos, que hacen que todo el discurso parezca una reliquia de museo. Para poner remedio a estas dificultades, el Consejo romano promulgó en enero de 1969 la instrucción sobre «la traducción de textos litúrgicos» 200. Para la traducción de los textos no tiene validez su traducción literal, sino la observación «del proceso de compresión en concordancia con la índole literaria del texto» (n. 6); como modelo sirve la lengua cotidiana elevada. La comunidad ha de poder convertir los textos de oración en su oración propia, viva. Por este motivo, la lengua de la liturgia debe ser cercana a la realidad sin rebajarse a la lengua cotidiana. En ella ha de «concentrarse la experiencia religiosa, debería hablar desde Dios y hacia Dios, dar en el centro del corazón del hombre y, así, conseguir una cierta cercanía a la poesía, como muchos salmos e himnos del pasado lo lograron» 201.

  1. Cfr. a este respecto el comentario de Lengeling a SC 36, Lengeling, Konstitution, 83-85.

  2. Kaczynski nn. 1200-1242.

  3. Adam, Grundriß 67ss. Cfr. también el excurso, Übersetzung liturgischer Gebete bei Merz, Gebetsformen 113-115.


3. La palabra proclamada de Dios

La Sagrada Escritura es la «lengua exterior» de Dios: Él la ha «elegido para confiarse a los hombres, para dirigirles la palabra en las más diversas situaciones personal e históricamente para infundirles instrucción, corrección, consuelo y esperanza, y conducirles al reconocimiento de Dios» 202. Como «lengua exterior» —como mediación de toda «lengua interior» de Dios, por lo tanto de su voluntad de salvación para el hombre y el mundo— la Sagrada Escritura es una de las formas presenciales de Dios, que está presente en su palabra tal como el hombre se vuelve presente en su palabra para aquel a quien se la ha dirigido. Así como el cuerpo y la palabra hablada de un hombre, que abandona su cuerpo como acontecimiento sonoro, son «sacramentos» para la presencia de su personalidad, también la Sagrada Escritura es una forma presencial «sacramental» de Dios a través del Hijo en el Espíritu Santo: «Está presente en su palabra, pues es Él mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura» (SC 7) 203. Lo que aquí se dice de Cristo concierne siempre al Dios Trino, que establece contacto con el hombre y el mundo a través de su palabra eterna hecha hombre, en el Espíritu Santo.

La presencia de Dios en la palabra es anamnética. La anámnesis, cuyo peso principal está en el entrecruzamiento recíproco de la representación de acontecimientos pasados y su relevancia para el orante hoy en día» 204, no es, en ningún caso, un recuerdo subjetivo de los hechos pasados de salvación, de Dios. Aún mucho menos puede recordarle a Dios sus propios hechos salvíficos con el ruego por una nueva salvación. «Anámnesis» es «memorial de los misterios» en el sentido que le da Casel.

En la anunciación de la salvación de Israel en el Mar Rojo la invariable voluntad de salvación se vuelve a proclamar como se mostró entonces y como volverá siempre a salvar en otras situaciones. El oyente actual de este pasaje de las Escrituras ni es perseguido por el faraón, ni está a orillas del mar, pero se apercibe, mediante las experiencias de otros hombres con la fuerza salvadora de Dios, del acontecimiento proclamado como «lengua exterior» de Dios, como modo de expresión de su forma de dirigirse al hombre que sigue siendo válida. Del ejemplo del hecho de salvación proclamado en la Sagrada Escritura emana la invitación de Dios a los hombres para dejarse llevar a su poder salvador ahora, en la situación de vida que le es propia, que apenas nada tiene que ver con las situaciones bíblicas.

  1. Louis, Das Wort des Menschen, 331 ss.

  2. Cfr. Bieritz, Das Wort im Gottesdienst, 68-71.

  3. Merz, Gebetsformen der Liturgie, 106.

En la anámnesis, el oyente percibe, mediante las «palabras» bíblicas de los hechos históricos de salvación, la «lengua exterior» de Dios, su invitación a la relación. En tanto que la anámnesis provoca que el hecho pasado de salvación sea «reinstaurado», como lo expresa Casel, pues la «lengua exterior» histórica que habló Dios en los hechos de salvación no se distingue de otras «formas del lenguaje exteriores» en las que siempre invita a la relación viva con Él. Esta invitación no se la dice el oyente a sí mismo; él la recibe afirmada por el «signo corporal» de la lengua exterior de Dios, tal como se dirige a él en la proclamación de la palabra de Dios de la Escritura 205.


4. Formas de la proclamación de la palabra en la liturgia

A. Lectura de la Escritura

Para la lectura de la Sagrada Escritura en la misa, ésta ha de «seccionarse» en perícopas, lo que ya sucedía en el oficio sinagogal. La «lectura» continua (lectio continua) es una herencia de la lectura de la Torá dividida en Paraschen, mientras que los Haftare se referían a las secciones de la división más libre de los libros proféticos. Desde el siglo segundo después de Cristo, hubo paralelamente un ciclo palestino de tres años y otro babilonio de un año para la lectura de la Torá. La selección de los Haftare de la lectura profética se regía por el contenido de los Parasche precedentes de la Torá.

La Iglesia recibió, también aquí, la herencia de la sinagoga. Una singularidad de la antigua liturgia gálica era la «centonización» («cento, remiendo»): fragmentos de diverso origen bíblico eran recogidos en una perícopa remendada. Las primeras listas de perícopas las encontramos en el siglo V y se las llamó desde la segunda mitad del siglo VII «Capitulares»; leccionarios en sentido propio los hubo para el rito romano ya a partir de la segunda mitad del siglo VIII, mientras que se conservan dos leccionarios jerusalemitanos del siglo V en traducción armenia. Para la lectura del Antiguo Testamento en la misa cristiana, tiene validez, ahora y siempre, el principio de las «relecturas», del «releer» las historias de salvación de Israel a la luz del acontecimiento de Cristo al cual quieren conducir. «La nueva ordenación más reciente del leccionario de domingos y festivos persiste en esta línea, al aspirar, en la relación entre la lectura reintroducida del Antiguo Testamento y la del Evangelio, a lo que se denomina "contrapuntismo"» 206.

En la liturgia hay lecturas no bíblicas dentro del oficio divino, como lecturas de los escritos de los padres de la iglesia y las vidas de santos. En los ámbitos

  1. Cfr. a este respecto también J. Pieper, Das Gedächtnis des Leibes, 71-73.

  2. Cfr. Fischer, Formen der Verkündigung, 78-81.

litúrgicos no romanos de occidente hubo también en la celebración de la misa lecturas de las vidas de santos y actas de los mártires. «Excepto en Milán, la evolución desde la alta Edad Media en la misa condujo a una estricta monopolización de las lecturas de la Escritura, a la que tampoco la reforma más primeriza sacudió». Fischer se cuestionó este estricto monopolio bíblico a partir de la reflexión sobre el hecho de hasta qué punto la continuidad de la obra del Espíritu en la Iglesia podría expresarse acaso mediante la lectura de documentos eclesiásticos también en la misa, lo que, no obstante, a duras penas parece practicable ya por la misma peculiariedad textual de tales documentos 207. Si acaso la lectura de un texto conscientemente antieclesiástico o, incluso, anticristiano tiene sentido antes del Evangelio en el sentido del contrapuntismo, puede, para la anunciación de la palabra, ponerse en duda.

B. Alocuciones 208

También la alocución del que preside la celebración es anunciación de la palabra, porque cumple una misión mistagógica: tanto el espacio, descrito en Justino, de la alocución entre la lectura de la Escritura y la celebración del sacrificio como también su aplicación antes de la comunión en Hipólito subrayan la misión de introducir en el sentido de la palabra de Dios y la celebración de los misterios. Mistagogía es también el tema propio de la «homilía», la conversación religiosa familiar, mientras que el sermón temático –originalmente era sermón misional fuera de la liturgia– posteriormente, predominó y se separó cada vez más del proceso litúrgico. El Vaticano II (SC 52) encontró el camino de regreso a la homilía; las series temáticas de sermones no se excluyen si se adecúan al año litúrgico y/o se refieren a la celebración litúrgica y, con ello, vuelven a cumplir su misión mistagógica.

La homilía es «parte de la liturgia» (SC 52) y, como tal, de obligado mandato en las celebraciones de la misa en domingos y festivos; todos los demás día, especialmente en los tiempos señalados, se recomienda mucho (IGMR 42). También en las demás celebraciones litúrgicas tiene su lugar. El predicador por excelencia era, en la Iglesia de la antigüedad, el obispo; ya en el siglo VI, se desarrolló el sermón independiente de los sacerdotes. Desde la Edad Media (movimiento de pobreza) hasta el derecho canónico de 1917 (can. 1342 § 2) se mantuvo la prohibición general del sermón de los laicos. Can. 766 CIC 1983 vuelve a hacerlo posible, si bien reserva la homilia en la misa como pars ipsius liturgias en el can. 767 de nuevo para el representante ordenado de un

  1. Cfr. ibid., 86-88.

  2. Cfr. ibid., 89-94.

ministerio. Con referencia a la conversación en el sermón en misas de grupos reducidos se dan posiciones divergentes entre las autoridades romanas y las Iglesias particulares. La conversación en el sermón es, de hecho, una forma de expresión de la participatio actuosa y cumple la misión, cada vez más importante, del testimonio y fortalecimiento recíproco de la fe, si bien también aquí tiene el celebrante la misión de «conjuntarlo y atarlo al final, de manera que el carácter de la anunciación (esta vez a varias voces) de la palabra de Dios quede salvaguardada» 209. Entre las alocuciones se cuentan también las (ad)moniciones, las invitaciones a la oración y las introducciones breves del celebrante. También el comentario de una celebración litúrgica puede designarse como monitio.

C. Palabras de acompañamiento y fórmulas sacramentales

También éstas se cuentan entre las formas de la predicación210. Las palabras de acompañamiento –p. ej. la fórmula de administración al tomar la comunión–han de poner claramente ante nuestros ojos la realización litúrgica y su pretensión espiritual; con ello, cumplen una misión mistagógica importante precisamente cuando tengan que provocar una respuesta en el receptor (como en el «amén» del comulgante). En las fórmulas sacramentales se ha originado una tendencia al aislamiento a consecuencia de la teología sacramental escolástica, según la cual las «palabras esenciales» (verba essentialia) efectúan la realización de un sacramento. También el realzamiento del administrante («fórmulas del ego») refuerzan las fórmulas a costa del elemento epiclético. También sin que los sacramentos se entiendan sólo como proclamaciones de la palabra potenciadas mediante acciones externas de los signos, las fórmulas sacramentales son «proclamación de la palabra» en sentido profundo; de hecho, llevan a la palabra y la acción al Señor que actúa en ellas, la palabra encarnada de Dios.


5. La oración como realización de vida y respuesta a la palabra predicada

La oración del hombre sólo es posible como respuesta a la palabra que le dirige Dios del mismo modo que la anábasis presupone la catábasis. La respuesta del hombre a la presencia anamnética de Dios en su palabra es la epíclesis en el sentido más amplio del concepto: la invocación al descenso de la gracia increada a su situación de vida, inconfundible y distinta individualmente de todo

  1. /bid.. 93.

  2. Cfr. ibid., 94-96.

ejemplo bíblico. La atención al «lenguaje exterior» de Dios en la anámnesis, cuyo «lenguaje interior» es voluntad invariable de salvación, conduce a la epíclesis como «habla exterior» del hombre. Su «lenguaje interior» ha percibido y considerado el habla exterior de Dios en la proclamación anamnética de los hechos de salvación como invitación; su respuesta a ello se da en el habla exterior de la epíclesis.

En ella cumple el hombre la anábasis, incluyendo al mundo resumido en su persona; entra en la comunicación con el Dios vivo que le ha hablado en la anámnesis de sus hechos de salvación. La palabra de Dios oída en la proclamación es objeto de «meditación»; es decir, es «rumiada»: «En contraposición al uso lingüístico actual, bajo el concepto de meditación se entendía entonces "recitar textos de las Escrituras en voz baja y, por regla general, de memoria". Ruminare significa "rumiar". Con esta palabra que al principio se nos antoja extraña se quiere decir que "la palabra de Dios debe guardarse en el interior, como el camello almacena y rumia su alimento para que la palabra, finalmente, se transforme en carne y sangre, y, de ese modo, saliendo del interior, encuentre aplicación en la vida concreta"» 211. Cuanto más se interiorice la palabra de Dios dirigida a él, tanto más claramente se la reconocerá como palabra del Dios vivo. El monje acoge, mediante la recitación del texto de las Escrituras, en sí mismo la palabra de Dios; pero reacciona a ella en el rezo con sus propias palabras: «En la elección y pronunciación de las propias palabras se realiza completamente la comprensión. Sólo lo que el hombre mismo puede expresar con palabras es su posesión expiritual. Por ello, es correcto que el orante intente, una y otra vez, responder con sus propias palabras a aquello que Dios le dice en las palabras válidas de la Sagrada Escritura» 212.

También en la oración ha de acontecer la exteriorización de la lengua interior a la exterior si pretende ser comunicación con Dios. De hecho, Dios reconoce «de lejos» (Sal 139, 2b) los pensamientos y necesidades del hombres con exactitud (cfr. Is 58, 9). En el proceso de traducción de la lengua interior a la exterior el orante se abre de tal manera, que, por primera vez, él mismo se apercibe de las imágenes e imaginaciones inherentes a él, de la lengua interior. Así, por primera vez, los menesteres, necesidades y anhelos propios de un hombre se convierten en posesión propia que puede llevar ante Dios como sacrificio.

  1. Louis, Das Wort des Menschen, 331ss. Referencia: H. Bacht, Meditatio in den ältesten Mönchsquellen, en GuL 28 (1955), 366; F. Ruppert, Meditatio-Ruminatio. Zu einem Grundbegriiffchristlicher Meditation, en Erbe und Auftrag 53 (1977), 85.

  2. Cfr. Louis, Das Wort des Menschen, 333: «Un día estaba sentado Teodoro [el discípulo preferido de Pacomio] en su celda, trenzando cuerda y meditando sobre los pasajes de la Sagrada Escritura que había aprendido de memoria; cada vez que su corazón le impulsaba a ello se ponía de pie y rezaba. De ese modo, meditaba sentado, haciendo trabajos manuales; pero para la oración se ponía de pie».

Dios conoce todos los menesteres, necesidades y anhelos, pero no los ha recibido como «don» del hombre antes del pronunciamiento de la oración, a fin de devolvérselos imbuidos de sí mismo, según la gracia increada 213.

Esto lo muestra muy claramente el ideal altamente valorado en el cristianismo bizantino de la oración perpetua del corazón. En toda situación de vida («lenguaje interior»), el cristiano ha de practicar la oración del corazón; ésta «es la invocación ininterrumpida e incesante del nombre divino de Jesucristo con los labios, el espíritu y el corazón, con la conciencia de su omnipresencia así como la súplica por su compasión en toda acción, lugar y tiempo, incluso en el sueño. Encuentra su expresión en las siguientes palabras: Señor Jesucristo, ten piedad de mí» 214. La complejidad psicosomática de la oración perpetua conduce, finalmente, a que ya no sea el hombre el que rece, sino que la oración le domine por completo 215. Lo que determina completamente al hombre en su totalidad ánimo-corporal es la comunicación con el Dios Trino que atraviesa cada vez más el ser entero del hombre y le hace participar, ya en la tierra, de la vida divina. La oración del corazón es, según Simeón de Tesalónica, «epíclesis» en sentido propio, al invocar, –como también toda otra epíclesis en la celebración litúrgica– por medio de una realidad creada, –aquí el hombre mismo– al Espíritu Santo con el fin de que le imbuya de la gracia increada y le llene de la vida divina. Como frutos de la oración, Simeón cita la participación de los dones divinos, la purificación del corazón y expulsión de los demonios, el pensamiento espiritual, el consejo divino, la liberación de los pecados, la revelación de los misterios de Dios, el desbordamiento de la compasión 216.

Por lo tanto, ¿qué sucede en la oración? No es Dios el que cambia su comportamiento como reacción a la oración del hombre, sino que en el hombre se lleva a cabo la apertura a la gracia que le diviniza; entra en comunicación con Dios, que nunca quiso ni querrá jamás otra cosa que la salvación de la criatura por la participación en su vida. A Dios no se le podrá comunicar en la oración ninguna situación de necesidad como si no la conociera desde siempre, ni podrá tratarse de ocasionar en Dios una transformación de «no clemente» a «clemente» por medio de la oración.

Lo que al hombre le pudiera parecer que ha causado una transformación en Dios mediante la oración intensiva, una transformación de la no condescendencia a la condescendencia, es la consecuencia de su ingreso en la comunicación viva con Dios. Así como en la celebración de la eucaristía se ofrece a Dios

  1. Cfr. 329ss.

  2. K. Waren. Jungclaussen, Hinführung zum Herzensgebet. Friburgo de Brisgovia 1982, 20.

  3. Cfr. E. Kremer, Herzschlag und Atmung, en GuL 58 (1985), 201-202. 202ss.

  4. Cfr. Diálogo, 296 - PG 155, 544 D-545 A.

pan y vino como dones de la creación y autoexpresión del hombre para ser transformados, también el orante se ofrece a sí mismo y su mundo ante Dios, y habla de sí mismo, su vida y todo lo que conlleva: la epíclesis, con objeto de trasformarse igualmente en la inserción en la vida divina. Sólo lo que se ofrece ante Dios, lo que es puesto en relación con El, puede santificarse; esto tiene validez tanto para los dones eucarísticos como para el hombre, cuya libertad para regalarse a su creador estima Dios a pesar del conocimiento que posee de todas sus necesidades y peligros.

Por este motivo, depende del hombre libre, que opta por la comunicación con Dios, la posibilidad de abrirse en la oración a la gracia divinizadora y sus efectos salvíficos. El hombre orante y su mundo se salvan mediante la invocación al descenso de la gracia que obra incesantemente, a la que el hombre se abre en la medida –y que deja obrar en sí mismo– en que la oración le salga bien conforme a su disposición (siempre tentada y expuesta al peligro del pecado original) a la comunicación con Dios217. Dado que en el hombre, en cualquier caso, está resumido el mundo –al que también pertenece el prójimo, con el que está unido y cuya relación con él caracteriza su personalidad–, su oración como aportación de su vida a la relación con la gracia increada es, en cualquier caso, súplica por el prójimo y el mundo. En este sentido se entiende metafóricamente que la oración «venza a Dios», como la expresa Evdokimov según el ejemplo de san Serafín de Sarov; del mismo modo, que Dios en su conocimiento previo de nuestra oración «mencione de paso» a ésta en sus decisiones 218.

Tan poco como Dios «precisa» la plegaria, pero en cambio la «necesita» como ofrenda, como expresión del ponerse-en-relación el hombre libre con él, ocurre con la doxología, la oración de alabanza. Dios no necesita la alabanza

  1. En cualquier caso, una definición estrictamente escolástica del sacramento no se adecúa aquí para definir con mayor precisión la efectividad salvífica de la plegaria. K. Rahner, (Wort und Eucharistie, en Schriften zur Theologie IV. Einsiedeln- Zürich-Colonia 1960, 313-355, aquí 334ss.) acomete un intento de equilibrio: si el opus operatum, «la infalibilidad del efecto», distingue al sacramento, pero, esto, según la doctrina tridentina, depende también de la disposición del receptor, en ese caso se «dan, además, circunstancias que están unidas, por la libre disposición de Dios, a un efecto infalible de gracia y, a pesar de ello, poseen el carácter de una mera condición bajo la exclusión de lo merecido; p. ej. la plegaria pura como tal por algo que, de modo seguro e incondicionado, pertenece a la salvación y gloria pura de Dios. A él, según las palabras expresas de Jesús que nosotros no podemos atenuar, se le promete el efecto de modo seguro. ¿Por qué no es esto un opus operatum?»

  2. P. Evdokimov, Les ñges de la vie spirituelle des Péres du désert á nos jours. París 19803, 203ss.: «Dieu écoute notre priére, il la rectifie et en fait un élément qui s'ajuote ä sa décision. La violente insistance de la veuve del'Evangile agache une réponse qui met en relief la puissance de la foi. Saint Paul supplie trois fois le Seigneur de vouloir bien retirer 1'aiguillon de sa chair. La vie de saint Séraphin contient le récit de la priére du saint pur 1' áme d'un pécheur condamné. Jour et noit, le saint était en priére, il luttait avec la justice divine et, bien que frappé de foudre, sa priére de feu, dans son audace méme, a fait triompher la miséricorde de Dieu, et le pécheur revut le pardon».

del hombre para gloria suya, pero el hombre le alaba cuando, en la relación con Dios, encuentra el camino a sí mismo. La doxología es la consecuencia de la epíclesis, por lo cual Evdokimov habla directamente de una «antropología doxológica» 219.


6. Formas de oración en la liturgia

«La acción de Dios no se nos hace en absoluto presente si no es en el discurso y la obra del hombre; para decirlo con más precisión: en la acción de la comunidad que en las acciones corporales de la misa (en la palabra y el sacramento) alaba y celebra las gestas de Dios y las proclama representándolas precisamente en tal conmemoración de alabanza y agradecimiento; es decir: la palabra de Dios emana en, con y bajo la respuesta de la comunidad» 220.

La formas litúrgicas de oración de la misa cristiana están en relación de continuidad con las formas de oración de la comunidad de Israel. Entre ellas se cuenta especialmente la Toda y la Berakah. «Toda» es un banquete sacrificial de gratitud y comunidad en agradecimiento por la salvación en la necesidad. En el centro hay un canto de agradecimiento que representa anamnéticamente la situación de salvación, y epicléticamente ruega por la posterior protección y salvación por parte de Yahvé. También en la Berakah, la anámnesis de los hechos salvíficos de Dios desempeña un papel central aparte del ruego por la continuidad de la salvación. Mientras que la Toda está más bien relacionada con una situación concreta de necesidad, la Berakah acompaña a la oración diaria del judío 221. La estructura básica de la anámnesis y epíclesis, ampliada con elementos de la anaclesis (invocación de Dios bajo la citación de nombres y propiedades), de la doxología (alabanza del Dios Trino para realce del caracter fundamental, propio de la Berakah, del rezo cristiano) y de la aclamación (emparentada con la doxología, expresiones formulares de entrega procedentes del ámbito mundano de la asamblea pública o del ingreso del emperador, dirigidas al Kurios Christos, o aclamaciones de asentimiento como respuesta a una palabra de entrada, p. ej. la aclamación de la comunidad después de la consagración) es considerada como un rasgo literario de la oración litúrgica en la misa cristiana 222. La oración litúrgica se lleva a cabo en la primera persona del plural para caracterizarla como una oración de la comunidad de la congregación litúrgica, independiente del hablante concreto. En las oraciones en la primera

  1. Cfr. L'Orthodoxie 95-97.

  2. Bieritz, Das Wort im Gottesdienst, 62.

  3. Cfr. Merz, Gebetsformen, 99.

  4. Cfr. ibid., 105-108.

persona del singular se trata, en la mayoría de los casos, de rezos privados antiguos del celebrante, que encontraron su lugar, no de forma unánime, en la forma fija de la liturgia 223.

Entre los diferentes géneros de oración el primero es el «canon», que no se limita, en modo alguno, al canon eucarístico. También la bendición del agua bendita, la oración del obispo sobre los confirmandos, la oración de bendición sobre los recién casados en el rito del matrimonio, la oración de la ordenación en la celebración del sacramento del orden, la oración (de consagración) sobre los santos óleos en la unción de enfermos, la oración en la consagración de los santos óleos en la misa del crisma del jueves santo, las oraciones de bendición de abades y abadesas, la celebración de ceremonias de profesión, la consagración de vírgenes y encargos litúrgicos se adscriben al género del «canon» de igual modo que el exsúltet de la vigilia pascual 224. Un segundo género es la «oración» con su estructura propia: invitación a la oración dirigida a la comunidad, recogimiento para la oración, invocación a Dios (anaclesis, acaso con predicados nominales en forma de oraciones de relativo que expresan la dimensión anamnética), el ruego (la dimensión epiclética), la fórmula cristológica de mediatización (que también posee carácter doxológico) y la aclamación de la comunidad. La oración está emparentada con las oraciones de bendición (especialmente con la oratio superpopulum) y las oraciones que acompañan a las acciones litúrgicas y las comentan, p. ej. las oraciones Berakah del nuevo misal en el ofertorio 225. Si estos géneros conciernen al celebrante de la congregación litúrgica, las aclamaciones y la plegaria de los fieles son asunto de toda la comunidad. Especialmente la plegaria de los fieles tiene predisposición a incurrir en errores respecto a la forma de la oración litúrgica, entre los cuales Merz, entre otros factores, cuenta el subjetivismo (de temas individuales considerados importantes que dominan la oración o, incluso, la totalidad de la liturgia, a menudo con un llamamiento moral), y la confusión del genero «oración» en absoluto 226.

  1. Cfr. ibid., 125; H.B. Meyer, Eucharistie, Geschichte, Theologie, Pastoral. Mit einem Beitrag von I. Pahl. GdK IV Regensburg 1989, 203.

  2. Cfr. Merz, Gebetsformen, 116-120.

  3. Cfr. ibid., 120-123.

  4. Cfr. ibid., 123-130.

Michael Kunzler
La Liturgia de la Iglesia

 


BIBLIOGRAFÍA

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