LENGUAJE LITÚRGICO

 

INTRODUCCIÓN

 

El término lenguaje se usa hoy para designar los muchos sistemas de signos y de significaciones a través de los cuales se produce la comunicación; por eso "las definiciones de lenguaje se consideran a menudo con escepticismo" F. De Saussure postula la existencia de una ciencia general de los signos: la semiología, que estudia los diferentes sistemas, los diversos lenguajes o códigos de comunicación. En nuestro caso, si por lenguaje entendemos un determinado sistema de signos que sirve para realizar una comunicación, podemos decir que la semiología litúrgica se ocupa de los diversos sistemas o códigos de comunicación, cada uno diversamente estructurado, de que se sirve la liturgia misma; entre ellos podemos ca­talogar el sistema de los ritos, de los gestos, de los símbolos en sus diferentes especificaciones, de las vestiduras, de los instrumentos, del canto y de la música. Cada uno de estos sistemas o lenguajes tiene ciertamente elementos comunes con los otros y está sometido a leyes similares, es­pecialmente por lo que se refiere al aspecto de la comunicación de un determinado mensaje; sin embargo, tiene también muchas características propias, sea por el modo como se construyen y estructuran, sea por el modo como realizan la comunica­ción misma; por consiguiente, se examinan específicamente en las respectivas voces. Aquí nos ocupamos principalmente de la forma de lenguaje más típica, llamada precisamente lengua, que se construye orgánicamente con lo que comúnmen­te se llaman las palabras; la ciencia correspondiente se llama lingüística.

 

Muchos aspectos que resultan del análisis de una lengua pueden ser referidos a los otros sistemas de lenguaje, es decir, a todos aquellos elementos que concurren a realizar la comunicación en la liturgia. Analizando la lengua, y en particular la lengua litúrgica, es posible entrever qué consideraciones comunes se pueden hacer para los otros sistemas de signos o lenguajes litúrgicos; por ejemplo, entre música y música litúrgica pueden volver a proponerse de modo similar algunos fenómenos que se descubren en el análisis de la lengua y de la lengua litúrgica.

 

I

INTERPRETACIÓN DE LA LENGUA LITÚRGICA

 

La vasta problemática relativa a la lengua litúrgica ha apasionado a muchos en el período precedente al Vaticano II y se ha desarrollado por obra de diferentes instancias culturales, a veces con planteamientos no correctos. Para llegar a conclusiones suficientemente fundadas es necesario intentar un acercamiento a esta problemática que tenga presentes las diferentes ciencias interesadas y trabaje según el método que es propio de cada una; también es necesario no saltar continuamente de una ciencia a otra, para no comprometer las conclusiones; hay que cuidarse de no dar por obvio y evidente lo que puede razonablemente ponerse en discusión. En particular, la lengua puede ser analizada a la luz de la lingüística moderna (que no hay que confundir con la filosofía del lenguaje), de la historia de las religiones y de la teología. Limitando el estudio a estos tres aspectos, tendremos una imagen de lengua litúrgica que puede ayudar a leer la historia y orientar la praxis. Habría sido más correcto partir de la praxis, es decir, del dato existente; pero por las diferentes implicaciones intervinientes, los equívocos a través de los cuales se ha procedido a veces y el carácter sistemático que debe tener la presente contribución, es oportuno delinear antes una base general tomada especialmente de la lingüística moderna, para luego ir a la praxis. Trataremos de evitar la terminología técnica, sobre todo porque a menudo cada autor de lingüística ha creado una terminología característica suya. Desarrollaremos ante todo el aspecto lingüístico, por­que es el más propio para la interpretación del fenómeno de la lengua litúrgica; las demás ciencias inter­vendrán para integrar los datos.

 

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EN LA PERSPECTIVA DE LA LINGÜÍSTICA MODERNA

 

Afrontar los diversos problemas de la lengua litúrgica bajo el perfil estrictamente lingüístico significa referirse a una ciencia positiva que "se funda sobre la observación de los hechos -escribe Martinet- y se abstiene de proponer una selección entre estos hechos en nombre de ciertos principios; ... al ser el objeto de esta ciencia una actividad humana, hay una gran tentación de abandonar el dominio de la observación imparcial para recomendar un determinado comportamiento; de no anotar lo que realmente se dice, sino de dictar lo que es preciso decir. Por lo que se refiere precisamente a la lingüística, es posible poner de manifiesto aquellos fenómenos que interesan a la comunicación lingüística en la celebración litúrgica tanto a nivel sincrónico (lengua como sistema, la dialéctica lengua-habla, valores semánticos subjetivos y objetivos, la interlengua litúrgica) como diacrónico (la deriva de la lengua).

 

a) La lengua como sistema. La moderna lingüística concibe la lengua como algo orgánico y bien es tructurado, cuyas partes son interdependientes entre sí. Tanto el aspecto fonético como el semántico son subdivididos de manera multiforme y plasmados en otras tantas partes contiguas entre sí, de modo que donde acaba una comience la otra, en una sutura armónica. Se puede parangonar el universo fonético, así como el semántico, con la estructura de una red; cada lengua recorta y anuda la totalidad de una forma que le es propia. Si se comparan dos lenguas, se notará que las mallas hipotéticamente correspondientes son diversas y no recubren la misma área: sonidos y significados no son iguales y no se superponen, las lenguas no son imagen especular la una de la otra.

 

Deteniéndonos en el aspecto semántico, se nota que en cada lengua el léxico está estructurado de modo muy diversificado, arbitrario, según una expresión de Saussure. El léxico sacrificial del latín clásico, del latín litúrgico testimoniado por el Sacramentario veronense, del castellano del nuevo Misal Romano tiene una diversa estructuración en las diferentes lenguas, por lo que no hay correspondencia entre los términos, o bien es aproximativa. Lo que se advierte a nivel lexical, se comprueba también en el gramatical. Junto a lenguas que distinguen el plural y el singular, hay otras que tienen el paucal, el trial, el cuadral, o bien no distinguen en absoluto. La flexión verbal distingue de forma diferente el tiempo y las modalidades de la acción; sigue siendo característica la lengua hopi, en la que no se recurre a la categoría temporal. Estos apuntes sirven para indicar cómo cada lengua es algo vivo y original, que puede encontrar en otras lenguas semejanzas estructurales, pero no igualdades totales.

 

Dentro de cada lengua, la más pequeña unidad lingüística portadora de significado (denominada y defini­da de forma diferente por los distintos autores) es parte de un todo, y en cada momento y a cada nivel está en relación con todas las demás unidades. Su valor semántico total lo dan también el conjunto de las relaciones que viene a establecer con las demás unidades de la lengua, el puesto que ocupa en la lengua considerada en su organicidad, el juego concreto de la frase y la situación en que se produce la comunicación. Cada unidad tiene su identidad semántica, pero su capacidad de significado va más allá de ella; a delinearla y configurarla concurre también todo un juego de relaciones, de oposiciones y de diferencias con las demás. "El mecanismo lingüístico -escribe De Saussure-, gira todo él sobre identidades y diferencias, siendo éstas la contraparte de aquéllas...; los elementos se mantienen recíprocamente en equilibrio según las reglas determinadas, la noción de identidad se confunde con la de valor y recíprocamente". Todas las diferentes unidades que concurren en una misma área semántica se limitan recíprocamente, se amplían o restringen por la falta o la presencia de otras concurrentes. "Ya no tenemos ideas -ha escrito recientemente V. Bertalot, quizá acentuando excesivamente el problema-, sino valores semánticos defi­nidos negativamente: son lo que los otros no son".

 

Esta visión de la lengua nos lleva a decir que también la lengua litúrgica se presenta como algo orgánico, diversamente estructurado de lengua a lengua, aunque por la semejanza con las lenguas técnicas tiende a estructurarse de modo uniforme. Dicha visión debe poder guiar en el análisis que se hace de los textos litúrgicos, sobre todo cuando se trata de construir una teología litúrgica partiendo del análisis de las fuentes litúrgicas. También el problema de la traducción puede ser planteado de modo correcto si se respeta la naturaleza del hecho lingüístico.

 

b) La dialéctica "lengua"--"ha­bla" Con De Saussure cobra una importancia central en la lingüística la distinción entre lengua y habla, términos que en este párrafo usaré en sentido técnico, y que en los diferentes autores reciben denominaciones diversas. Cada lengua, en sus unidades individuales y en su organización y sistematicidad, es fruto de un contrato colectivo, es una institución, por lo que escapa al poder del individuo; éste por sí solo no puede crearla o modificarla mínimamente, sino sólo someterse a ella, si quiere comunicarse; puede disfrutar de ella sólo después de un proceso de aprendizaje.. La lengua aparece como el repertorio potencial de instrumentos lingüísticos; comprende todos los elementos de que nos podemos servir en el hablar y las reglas según las cuales hay que servirse de ellos;. es un tesoro depositado por la práctica, una norma superior a los individuos, un conjunto de tipos esenciales a que hacer referencia. Habla son todas las posibles combinaciones que el hablante puede hacer para comunicar su pensamiento, pero utilizando aquel repertorio potencial, aquellas estructuras y aquellas normas superiores que son propias de la lengua. Habla es el proceso de producción del acto lingüístico; es entrar concretamente en el juego, pero observando correctamente sus reglas; el recurso a repertorios no previstos por la institución y la ignorancia o el repudio de todas o de parte de las reglas del juego hacen más o menos incomprensible el acto lingüístico. Sin embargo, el acto lingüístico individual, que no es producido según el sistema de la lengua y, por tanto, no tendría derecho de ciudadanía en la lengua misma, puede, a la larga y con el uso por parte de cada vez más numerosos individuos, convertirse en un verdadero hecho de lengua y entrar a formar parte del sistema merced a la nueva convención ratificada por el uso. Históricamente, muchos hechos de habla preceden a los hechos de lengua; la lengua viene a crearse sólo a través de infinitos actos de habla.

 

Entre lengua y habla existe una relación dialéctica. Se puede utilizar un término sólo si se toma de la lengua; la lengua es posible sólo a partir del habla. La lengua es juntamente el producto y el instrumento del habla. Esta distinción dialéctica de lengua y habla coloca en la justa perspectiva el problema de la existencia y significación de la lengua religiosa y litúrgica.

 

Con facilidad se ha hablado a menudo de este problema, poniendo de manifiesto la carencia de significado del lenguaje religioso y litúrgico o bien afirmando su perfecta inteligibilidad. La distinción mencionada, que tiene "importancia central", en la lingüística, nos dice que es necesario matizar y articular las afirmaciones. La llamada lengua litúrgica, que en cuanto expresión de un grupo podría ser sólo un acto de habla, puede ser un verdadero hecho lingüístico sólo si entra a formar parte del juego de la lengua común, respetando todas sus reglas. Si, por el contrario, es un hecho individual (es individual aun siendo propio de un grupo) y contrario al sistema de la lengua, acaba no siendo significante. Sin embargo, hechos individuales de habla en el ámbito de la comunicación litúrgica pueden acabar afectando al sistema general de la lengua y entrar a formar parte del mismo, ocupando un espacio propio y recibiendo con ello una plena legitimación. Es en esta perspectiva dialéctica de lengua-­habla donde hay que ver la problemática de la lengua litúrgica para interpretarla correctamente; bajo este perfil ha de afrontarse el problema de la traducción litúrgica, especialmente cuando nos encontramos ante lenguas que no disponen de elementos lingüísticos necesarios o bien el léxico litúrgico no está todavía estabilizado.

 

c) Valores semánticos objetivos y subjetivos. Las diferentes unidades que constituyen una lengua, los diversos signos o palabras, no son nunca algo definido semánticamente de forma rígida. Los vocabularios y los diccionarios nos dan sólo una parte del significado de una determinada palabra; éste variará en el juego de los factores lingüísticos que construyen la frase (variables objetivas) y en el acto de la comunicación misma por los modos en que se efectúa, por las situaciones en que se realiza y por las potencialidades del sujeto receptor (variables subjetivas). El ejemplo del ajedrez puede ser iluminador. Tómese un elemento del ajedrez como el caballo. A lo largo del juego, en las diferentes combinaciones que vienen a ,producirse, viene a asumir un valor suplementario, por el que ora está en condiciones de vencer, ora de perder. Así su­cede con cada palabra. Si se la con­sidera en su área o campo semántico junto con todas las demás palabras afines, o bien se la observa en una frase determinada, aparecerá cómo su significado viene a asumir conti­nuamente ampliaciones o restriccio­nes semánticas incluso de notable valor.

 

Cada palabra o frase puede recibir un ulterior suplemento de significado de un conjunto de factores que no dependen de la estructura de la lengua y de su modo de proceder y de organizarse, sino de elementos externos muy variables. Son los valores subjetivos, emotivos y afectivos, llamados por Bloomfield con­notaciones. Piénsese en el diverso valor afectivo con que puede pronunciarse un término como izquierda, rojo, negro: según los sujetos que reciben o producen el mensaje, los términos mencionados experimentan connotaciones de signo opuesto, positivas o negativas. El mismo término liturgia, usado en ciertas crónicas periodísticas, acaba por designar una manifestación hecha de gestos repetitivos y consabidos, vacíos de sentido, falsos o ambiguos. Un caso notable en que el fenómeno de las connotaciones llega a ser imponderable y vasto es el del texto poético. Con los juegos de palabras, los sonidos, los ritmos, la composición desusada de términos y la secuencia de imágenes se evocan y construyen significados que van más allá de la identidad de las palabras usadas.

 

Las observaciones que se han apuntado encuentran en la liturgia una gran aplicación. Explican la variación del significado de una lectura bíblica cuando es leída en relación con otra, o bien en un día litúrgico particular o en una determinada situación humana. Un texto eucológico asume connotaciones diversas por el hecho de que varíen las asambleas, y en una misma asamblea por razón de la diversidad de los sujetos participantes. También el modo de realizarse el mensaje (presencia o ausencia de ritos y gestos, o bien de otros elementos visuales: el lugar, la dicción, el canto y la música...) contribuye a crear valores significativos suplementarios.

 

d) La interlengua litúrgica. Hombres que ejercen una determinada profesión u oficio acaban recurriendo a un conjunto de términos propios suyos, a crear una lengua en la lengua, una interlengua. Las diferen­tes ciencias tienen necesidad de este medio lingüístico para hacer la comunicación más veloz y apropiada, inmediatamente perceptible, con posibilidades mínimas de error. Entra en este fenómeno interlingüístico la jerga, un modo de expresarse propio de grupos particulares, más o menos diferenciado de la lengua común. Hablan una jerga los soldados de los cuarteles, los miembros de un grupo juvenil o religioso, el hampa. La jer­ga está determinada por una comunidad de vida y de intereses, por un fuerte deseo de cohesión y de distinción de los demás, por culturas y modas de sabor particular. La interlengua cumple varias funciones: hace precisa y fácil la comunicación en el interior del grupo; se convierte en un signo de identificación y de pertenencia al grupo mismo; a veces es el medio para hacer incomprensible a los extraños el propio decir o para significar la propia diversidad.

 

Cuando se habla de lengua sagrada, o religiosa, o cultual nos referimos al conjunto de particularidades lingüísticas usadas por un determinado grupo que, en el interior de una comunidad lingüística, tiene una cul­tura religiosa específica y determinados comportamientos y costumbres de vida. Incluso cuando toda la comunidad lingüística tiene una mis­ma religión, existe una lengua religiosa y cultual. En ámbito cristiano existe la lengua religiosa llamada eclesiástica o de la iglesia, o sagrada, en cuanto que es propia del grupo religioso llamado iglesia o atañe a lo sagrado. Parte de esta interlengua eclesiástica es la cultual o litúrgica.

 

Hasta un pasado reciente todas estas especificaciones acababan por referirse globalmente al latín cristiano y litúrgico, es decir, a la lengua usada en los documentos oficiales de la iglesia y en la liturgia. Actualmente, sin embargo, la difusión del cristianismo en comunidades lingüísticas muy diversas y la introducción de las lenguas vivas en la liturgia han determinado el hecho de que existan muchas lenguas litúrgicas, que tendrán características propias y comunes; por tanto, habrá que analizarlas singularmente. Más abajo, [I II, 3] se analizará la interlengua litúrgica castellana; aquí se pone de manifiesto lo que puede ser común.

 

En general, una interlengua se diferencia de la lengua hablada de toda la comunidad por el léxico y por leves particularidades estructurales. Todas estas diferenciaciones respecto de la lengua común no crean algo sagrado; son simplemente elementos lingüísticos útiles a la comunicación; son fenómenos reconocidos por la lingüística y que están bajo sus leyes. La introducción de categorías sacralizantes a nivel de lingüística complica la interpretación de los hechos. La lingüística registra y ve el funcionamiento de las palabras sagradas como análogo al de las palabras que usa el médico o el botánico; se sale de su competencia determinar la relación de cada palabra con la realidad (asunto propio de la filosofía, que estudia la relación entre pensamiento y realidad) o bien analizar la eficacia de las fórmulas sacramentales (asunto propio de la teología). La verdadera eficacia lingüística es la de la correcta comunicación. Las demás ciencias podrán integrar los datos de la lingüística, pero no contradecirlos; si sucediera esto, no tendríamos ya un acto lingüístico, sino algo que tiene las apariencias de tal, como sucede con las palabras o fórmulas mágicas.

 

En cuanto a los registros lingüísticos (lengua hablada o escrita, popular o docta o literaria...), para las lenguas litúrgicas tiende a repetirse el fenómeno producido en el latín litúrgico. Éste surgió después de formarse el latín cristiano, el cual a su vez representa una evolución del latín popular o plebeyo, y no del latín clásico. El latín litúrgico, aun diferenciándose del clásico, se distinguió también del popular por cierto carácter noble, que no era, sin embargo, un vacío juego retórico. Actualmente, en las diferentes comunidades lingüísticas la interlengua litúrgica no se coloca en un registro bien definido, sino que tiende a colocarse entre la lengua hablada y la escrita, entre la popular y la docta o literaria.

 

Lo que impide a la lengua litúrgica ser sólo popular parece ser el hecho de su relación con lo divino y la glorificación de Dios. Ya algunos autores antiguos habían motivado en esta línea la búsqueda de una lengua digna y el rechazo de toda banalidad. Además, la lengua litúrgica no puede ser simplemente la hablada, porque de hecho se lleva a cabo a través del libro escrito. Sólo si se lleva a cabo de forma diversa (pién­sese en las creaciones eucológicas libres, en las preces espontáneas de los fieles), la lengua litúrgica asume más profundamente el registro del lenguaje hablado, determinando problemas que no son, sin embargo, de carácter lingüístico.

 

Las dificultades que se encuentran en la producción de una comunicación correcta, evitando lo más posible toda forma de error, ha hecho surgir la idea de recurrir también para la liturgia a modelos lingüísticos artificiales, como sucede con la matemática o la física los lenguajes artificiales proceden con suma precisión, sin admitir factores semánticos subjetivos, emotivos o en todo caso variables. En estas formas de lenguajes, según Brekle, "es posible prescindir de determinaciones, con­notaciones [...] inesenciales al con­texto en cuestión, y presentar los con­textos de que en cada caso se trata limpios, en el sentido de la teoría de la información, de redundancias y distorsiones. Normalmente, semejantes lenguajes artificiales están construidos de forma que, en lugar de complicadas expresiones del lenguaje natural de uso corriente, se introducen otras construidas de mane­ra relativamente sencilla, bien claras, controlables. Un simple procedimiento aligera mucho el trabajo intelectual y reduce decisivamente las fuentes de error en la representación de los datos de hecho y en la efectuación de los procedimientos lógicos de prueba" ". La tentación consiste en construir según este modelo de lenguaje el texto litúrgico, de modo que las diferentes fórmulas puedan tener la misma precisión significativa de las ciencias positivas.

 

Será útil aceptar la referencia y la comparación con los lenguajes artificiales, pero procurando no querer reducir la lengua litúrgica, que se des­arrolla en una lengua natural, a lengua artificial. Justamente ha observado Barthes: "Lo que en un lenguaje construido artificialmente se gana en precisión representativa para una esfera de objetos circunscrita en medida relativamente estrecha, está en correlación con la falta de general utilizabilidad de semejantes lenguajes; dicho brevemente: las múltiples finalidades comunicativas que podemos alcanzar sin más con los lenguajes naturales, de hecho no se pueden alcanzar sino en menor medida usando los lenguajes artificiales".

 

e) La "deriva"de la lengua. Sise la considera diacrónicamente, cada lengua tiene un movimiento de deriva. "Si las lenguas no se fragmentaran en dialectos, si cada una de ellas se mantuviera como una unidad estable y completa -escribe Sapir-, no por eso dejaría de ir apartándose constantemente de las normas, ni dejaría de desarrollar en todo tiempo nuevos rasgos ni de transformarse poco a poco en una lengua tan diferente de lo que fue en sus principios, que en realidad puede considerarse como una lengua nueva". El hombre que pretendiese construir una lengua inmutable "se parecería -dice De Saussure- a la gallina que empolla un huevo de pato: la lengua construida por él sería arrastrada, quieras que no, por la corriente que abarca a todas las lenguas". Actualmente la misma lengua latina, que no es ya de uso común y a la que se querría fija en sus estructuras y en su léxico, apenas se la usa experimenta necesariamente una evolu­ción, y no puede no recurrir a nuevos términos y a modificaciones estructurales.

 

Querer conservar una lengua in­mutable es obrar contra las leyes del hecho lingüístico. Ha sucedido en Occidente respecto a la liturgia, por causas muy complejas que la historia de las religiones registra a menudo, pero no puede ser justificado lingüísticamente. Más aún, precisamente por haberse sustraído a la lengua, la interlengua litúrgica latina ha acabado por no ser ya un verdadero hecho lingüístico, sino un simple hecho de palabra. En el momento actual, las lenguas vivas han entrado en la liturgia, se repite la tentación de fijar y hacer inmutable la lengua. Intervienen las mismas causas que han determinado la fijeza del latín litúrgico. Será necesario tomar en serio el fenómeno de la deriva de las lenguas e insertarse en la dirección que ella toma. Donde no existe una lengua litúrgica o está en formación, será posible crear situaciones lingüísticas favorables, obrando en la dirección de la lengua, teniendo presente que "sólo las variaciones individuales que siguen determinada dirección" realizan y transportan esta deriva.

 

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EN LA PERSPECTIVA DE LA HISTORIA DE LAS RELIGIONES.

 

La historia de las religiones conoce el conjunto del fenómeno de las lenguas religiosas y cultuales, lo describe y trata de interpretarlo. Sin tomar en consideración todos los aspectos, será útil poner de manifiesto algunos que afectan a la lengua litúrgica: la diferenciación de la lengua cultual respecto de la lengua común, la fijeza de las lenguas cultuales, el poder mágico de algunas lenguas cultuales. Estos aspectos pueden encontrarse también en lingüística; pero no se les somete a examen, en cuanto que constituyen fenómenos que se sustraen al estatuto lingüístico. Están de­terminados no por las leyes propias de la lengua, sino por factores externos a la lengua misma. Representan casi anomalías lingüísticas, que en­cuentran su motivación fuera de la lingüística.

 

a) Diferenciación de la lengua cultual respecto de la lengua común. Las diferentes religiones usan a menudo en su culto una lengua más o menos distante de la común; se llega incluso a tener una lengua totalmente diversa hasta bajo el perfil de las estructuras más profundas. Lo que determina esta situación es la percepción de la inadecuación del lenguaje normal para la comunicación de lo divino y con lo divino, la nece­sidad de utilizar medios lingüísticos apropiados, la exigencia de sustraerse al error y a toda forma de contaminación del mensaje primitivo, el presentimiento de que sólo aquella lengua tiene valor en orden a la producción de determinados efectos.

 

El recurso a semejante lenguaje particular suscita el problema de su carácter lógico y de su valor de verdad; ante formas relevantes y desacostumbradas piensa uno encon­trarse con comportamientos lingüísticos que tienen su origen no en motivaciones racionales, sino en al­gunos estados patológicos; la analogía entre los lenguajes místicos, posesorios, proféticos y los lenguajes de estados confusionales de delirio religioso o de fijación maníaca lleva a proponer la hipótesis de una mis­ma matriz patológica. Según esta interpretación, formas particulares de lenguaje en algunas asambleas litúrgicas (piénsese, por ejemplo, en el canto y en el hablar en lenguas de algunos grupos) serían expresión de alguna forma de enfermedad. Hay que observar, sin embargo, que mientras que el lenguaje religioso, incluso cuando es formalmente análogo a las expresiones del lenguaje patológico, llega a ser siempre comunicación y corresponde a una realidad histórica y cultural solicitándola y modificándola, el lenguaje patológico está desarraigado del contexto social, corresponde a mundos personales aislados, carece de componentes de comunicabilidad

 

En particular, por lo que se refiere a la lengua de la liturgia cristiana, hay que tener presentes las observaciones que hacía Guardini. La oración litúrgica tiende a ser suprapersonal y objetiva y a referirse fuertemente a los contenidos. Precisamente esta característica se refleja en la lengua misma, sustrayéndola a toda posible interpretación que la reduzca a hechos individuales y patológicos. Sin embargo, sigue siendo ver­dad que en algunas formas marginales de expresiones y en el apego a lo diverso en cuanto tal se pueden ocultar motivaciones y realidades no perfectamente reducibles a hechos normales. Actualmente, no la lengua litúrgica, testimoniada por los libros litúrgicos, sino más bien ciertas for­mas de espontaneísmo en que se expresan sujetos no equilibrados, levantan la sospecha de que la expresión lingüística litúrgica es un índice de estados patológicos.

 

b) Fijeza de las lenguas cultuales. Las lenguas cultuales se originan al principio como todas las demás interlenguas, y deberían estar sometidas a una deriva, cuyo ritmo varía con el desarrollo de la religión y las necesidades del grupo que se sirve de ellas, en estrecha relación con el movimiento cultural de la comuni­dad lingüística a que pertenece. Por un proceso de ritualización al que concurren varios factores, tales interlenguas tienen la tendencia a fijarse y a hacerse inmutables. A determinar este fenómeno concurren la preocupación por conservar en la transmisión el mensaje originario, una veneración por aquella lengua que se cree propia de Dios, la concepción de que sólo esa lengua está en condiciones de transmitir adecuadamente un mensaje religioso típico o de producir el efecto requerido, el fenómeno de la tabuización.

Algunas corrientes místicas del hebraísmo consideran que la lengua hebrea es la lengua misma con que Dios se expresa, crea el mundo y se revela; por tanto, cambiar la lengua equivaldría a cambiar el contenido vehiculado por dicha lengua. A semejante concepción se acerca el fundamentalismo protestante; se determina así la aversión a la traducción, o se quiere una traducción a equivalencias formales.

 

La conservación de la lengua en el estado originario preserva de la corrosión al mensaje primitivo; da origen a una lengua de referencia o universal; reserva a una élite la comprensibilidad de los valores vehiculados por una lengua arcaica; determina la concepción mágica de los mensajes. La fijación del latín como lengua de la iglesia y de su liturgia entra en este fenómeno, con todos los valores y los límites. La constitución litúrgica SC, al conservar el latín e introducir al mismo tiempo las lenguas vivas en la liturgia, ha eliminado toda tentación de una concepción mágica de lengua la­tina; en campo lingüístico-religioso ha indicado el camino para un verdadero y correcto proceso de secularización y desacralización; ha hecho que la liturgia no estuviera reservada a una élite.

 

c) Poder mágico de la lengua cultual. La historia de las religiones conoce el fenómeno de la magia y de las palabras o fórmulas mágicas. Se trata de palabras o fórmulas cuyo sentido es con frecuencia nulo, o sólo lo conoce el celebrante; producen un efecto determinado únicamente por su valor fonético y la conco­mitancia de otros elementos. Podrían dar paso a interpretaciones mágicas las consideraciones sobre la eficacia de la palabra en los sacramentos. En el ámbito teológico se aclarará el problema. Aquí interesa sólo apuntar que el uso de la lengua latina por parte de quien no la conocía podía engendrar automatismos semejantes a los que se encuentran en el mundo mágico.

 

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EN LA PERSPECTIVA DE LA TEOLOGÍA LITÚRGICA

 

En el ámbito de la teología litúrgica se habla de la presencia de Cristo en la palabra y de la eficacia de las fórmulas sacramentales. Estos elementos, si no se entienden rectamente, pueden recibir una interpretación mágica e inducir a hacer inmutable la lengua litúrgica. Al remitir a las voces que pro­fundizan más ampliamente el aspecto teológico de la palabra, aquí nos limitamos a algunas observaciones, partiendo de conclusiones de la lingüística.

 

Esta enseña que en la más pequeña unidad lingüística, la palabra, se deben distinguir dos elementos: significante (o sonido, o valor fonético) y significado. Estos dos componentes no tienen una relación necesaria, sino arbitraria, por lo que un determinado. significado puede ser combinado con sonidos diversos, según las diferentes lenguas. La lingüística no dice nada sobre la relación que el significado tiene con la realidad, tarea ésta de otras ciencias, como la filosofía y la teología. Al afirmar ésta la distinción y la libertad con que el binomio significante­significado se unen entre sí, se puede llegar a superar toda interpretación mágica de la palabra litúrgica. En las palabras y fórmulas mágicas es inconcebible esta distinción entre significante-significado-realidad. Sucede así que ni Dios ni el hombre dominan la palabra o la fórmula. Son dadas como valor fonético, y se encuentran en relación necesitante con la realidad: pronunciado un de­terminado sonido, no puede no se­guirse el efecto preciso fijado, independientemente de que se conozca el significado de dicho sonido. La palabra y la fórmula mágica están en condiciones de forzar el efecto. Se puede decir que en la magia nos mo­vemos en el ámbito de la necesidad (Dios mismo se ve necesitado; nadie puede cambiar a su arbitrio el sonido), de la materialidad (lo que tiene valor es el sonido y el modo como se ha producido y articulado) y del no­significado (no es necesario que aquellos sonidos sean significativos; más aún, a menudo carecen de sentido). En la liturgia cristiana, la presencia de Cristo y la eficacia de las fórmu­las sacramentales no vienen dadas por el sonido de las palabras. Precisamente por eso la iglesia desde el comienzo no ha vacilado lo más mínimo en celebrar la liturgia en las diferentes lenguas, bien consciente de que no perdía nada de la realidad de los propios ritos. La fórmula sacramental encuentra su eficacia no en el sonido, sino a nivel del significado, en la amplitud del significado, en la intención que Cristo y el ministro le anexionan: nos hallamos así en una perspectiva de libertad y de espiritualidad. Esta intencionalidad, conocida por la teología sacramen­tal, sustrae la palabra litúrgica a la concepción mágica. Se puede decir que en la liturgia la palabra se realiza en el ámbito de la libertad, de la espiritualidad y del significado. Si la presencia de Cristo en la palabra y la eficacia de la fórmula sacramental están en relación con el significado y no con el sonido, queda por considerar de qué naturaleza es esta rela­ción. Se trata de un ámbito de investigación abierto, que, sin embargo, no puede desembocar en la subjetividad.

 

II

PRAXIS DE LA LENGUA LITÚRGICA

 

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EN LA HISTORIA DE LA LITURGIA.

 

a) El desarrollo de las interlenguas litúrgicas en la iglesia. La primera comunidad cristiana de Jerusalén celebró verosímilmente su liturgia en la lengua aramea: quizá sólo la Escritura se leía en la lengua original hebrea. La difusión del cristianismo en las otras ciudades del imperio romano y la destrucción de Jerusalén tuvieron por resultado que para la liturgia se usara el griego de la koiné, conocido en todo el imperio; durante unos dos siglos, también en la misma Roma se celebraba prevalentemente en griego, en la lengua en que se formó el NT. A medida que el cristianismo pasa de las ciu­dades a los campos y sale de los confines del imperio romano, entran en el uso litúrgico el armenio, el copto, el siríaco, el latín mismo. Hay en estos tiempos una gran libertad, y no se afirma ningún principio para prohibir el uso de las lenguas vivas; en esto la nueva religión revela su universalidad (lo que no sucedió con el hebraísmo) y la capacidad de po­der entrar a formar parte de la vida cotidiana de cada pueblo y de cada cultura, asumiendo también su lengua. El cambio lingüístico, además de ser expresión de la encarnación de la iglesia en las diferentes culturas y pueblos, está determinado por exigencias pastorales y por precisas intenciones evangelizadoras; en efecto, la obra evangelizadora se lleva a cabo plenamente en la liturgia. Hasta el s. XII, mientras en Occidente se habla latín, en Oriente son de uso litúrgico principalmente el siríaco, el copto, el armenio, el georgiano, el gue'ez, el paleoslavo y el árabe. Hay testimonios de otras lenguas, especialmente en las iglesias no católicas. Por varios factores, entre ellos la creación de libros litúrgicos y la necesidad de preservar la liturgia de las herejías, aquellas lenguas originariamente vivas acaban no siguiendo la evolución, se desgajan progresivamente del hablar común y pasan a ser lenguas muertas.

 

La iglesia no se sustrae a la tendencia, conocida por la historia de las religiones, de hacer inmutable la lengua del culto. Sin embargo, a lo largo de toda la historia, especialmente en Occidente, se registran signos de una voluntad de sustraerse a esta tendencia. Por ejemplo, en África, cuando los cristianos no com­prendieron ya el griego, se pasó inmediatamente del griego al latín. Los pueblos eslavos de la gran Mo­ravia y de Panonia solicitaban en el s. IX pasar del latín a su lengua corriente eslava. Una tradición canonista bizantina muy autorizada, apoyándose en Rom 3,29 ("¿O es que Dios es solamente Dios de los judíos? ¿No es también de los gentiles? Sí, también de los gentiles"), se ve llevada a concluir que "los que son ortodoxos en todo, pero completamente ignorantes de la lengua griega, celebrarán en la propia lengua, con tal que tengan ejemplares sin variantes de las oraciones habituales". El intento de reforma de la iglesia querido por el protestantismo apunta también a pasar del latín a las diferentes lenguas vulgares. La verdadera reforma en este sector viene a concluirse con el Vaticano II, durante el cual se afronta el problema en un amplio debate y se decreta la posibilidad del uso de la lengua vulgar en la liturgia.

 

Considerando globalmente la historia, podemos percibir dos direcciones siempre presentes una junto a otra: una tiende a hacer fija e inmutable la lengua litúrgica; la otra tiende a insertarse en el devenir y a asumir las diferentes lenguas. Ha habido acentuaciones, incluso considerables, pero las dos direcciones siempre han estado presentes una junto a otra y han obrado dialécticamente, determinando un desarrollo concreto, en beneficio de la evangelización de los pueblos, de la profundización doctrinal, de la conservación de la ortodoxia y de la uni­dad de la fe. Habitualmente la traducción de la Escritura a las diferentes lenguas desempeña un papel no indiferente para la mutación de la lengua litúrgica y casi siempre la precede.

 

b) La interlengua litúrgica de Occidente: el latín. Parece que la intro­ducción del latín en la comunidad cristiana fue obra de los africanos Tertuliano, Cipriano, Arnobio, Lactancio y, después, Agustín; ellos habrían forjado el primer léxico jurídico y cultual de la iglesia de Occidente. Sin embargo, no se puede excluir que al mismo tiempo también en Roma se haya producido el mismo fenómeno. Los primeros escritos oficiales en latín son del 250: las cartas de Novaciano, del papa Cornelio a Cipriano. Después de esta fecha, la correspondencia de los obispos de Roma tiene lugar en latín, también porque se va reduciendo el influjo de Oriente. Los cristianos de los siglos III y IV conocen cada vez menos el griego, hasta que éste desaparece casi por completo. Durante aquel período se registran las diferentes tentativas de traducción de la biblia. La latinización de la lengua litúrgica es progresiva y lenta; lleva consigo primeramente un régi­men de coexistencia con el griego (bilingüismo). En el 360, Mario Victorino cita todavía en griego la anáfora, dando a continuación la tra­ducción latina (PL 8,1094B); sin em­bargo, ya en el 382 un escritor anónimo, el Ambrosiaster, cita ya el canon en latín (CSEL 50,268).  En el s. VII tropezamos con el retorno al bilingüismo, debido al hecho del origen oriental de algunos papas del tiempo. El proceso de formación del latín ha entrañado una neta diferenciación del latín clásico y un acercamiento al latín popular o plebeyo. Las antiguas traducciones bíblicas reflejan esta tradición de lengua popular. El latín entra en la liturgia cuando la lengua latina cristiana se ha estabilizado relativamente. Por los documentos que nos han llegado se puede advertir que el latín litúrgico se distancia del latín clásico, pero difiere también del latín cristiano corriente; es una lengua literaria, a menudo de notable valor, con cierta pátina de arcaicidad que la abstrae del tiempo. No es posible hacer una consideración unitaria, si descendemos a detalles; algunos documentos se acercan más que otros al lenguaje común y expresan mayormente la genialidad del pueblo; las diferencias estilísticas entre los libros hispánicos, galicanos y romanos son considerables. El recurso a la retórica es constante, sobrio, equilibrado, más acentuado que en los autores latinos cristianos.

 

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EN LAS DISPOSICIONES DEL VATICANO II

 

En el Occidente cristiano la lengua latina ha evolucionado hasta dar origen a las diferentes lenguas neolatinas; en la liturgia, sin embargo, continuó usándose el latín que se había estabilizado en los cuatro primeros siglos. La diversidad cada vez más acentuada entre la lengua hablada del pueblo y la de la liturgia ha planteado el problema de un cambio de praxis. Los misioneros de la iglesia latina acusaban profundamente este problema; la historia nos habla de las concesiones hechas por la Santa Sede para la utilización parcial de la lengua viva en algunas partes de la liturgia. Los misioneros jesuitas en China ensayaron un inten­to muy vasto. El debate sobre la oportunidad de usar la lengua viva en la liturgia se hizo cada vez más vivo inmediatamente antes del Vaticano II, incluso con intentos de bloquear toda ulterior discusión. El concilio, después de una amplia discusión, dio en la constitución sobre la liturgia (n. 36) las líneas principales de una orientación pastoral: 1) Para los ritos latinos se conserva el uso de la lengua latina. 2) Razones pastorales pueden exigir el uso de las lenguas vivas. 3) Se permite a las autoridades locales decidir sobre la admisión y sobre la extensión del uso de la lengua viva. 4) Los libros traducidos deben recibir la aprobación de la autoridad local. Ulteriores primeras especificaciones vienen dadas por la SC misma en los nn. 54, 63, 101 y 113 para la lengua litúrgica de la misa, de los sacramentos y sacramentales, del oficio divino, de las partes musicales. Para las iglesias de Oriente, el decreto sobre las iglesias orientales católicas deja al patriarca con su sínodo (o a organismos correspondientes) el derecho de regular el uso de las lenguas y de aprobar la versión de los textos en lengua vul­gar de acuerdo con la Santa Sede (OE 23). El conjunto de las disposiciones y las actuaciones graduales que se están llevando a cabo demuestran cada vez más el gran valor pastoral de aquellas decisiones; representan un viraje (no teológico, sino práctico) destinado a influir profundamente en la iglesia y en su capacidad evangelizadora.

 

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EN LA ACTUAL EVOLUCIÓN POSCONCILIAR:
LA INTERLENGUA LITÚRGICA CASTELLANA

 

Después del concilio Vaticano II, las iglesias locales, movidas por los criterios expresados en la constitución Sacrosanctum concilium, han realizado un gran esfuerzo para introducir en las celebraciones litúrgicas las lenguas vernáculas. Ya en el siglo pasado en España se hizo la traducción del Misal Romano al castellano para uso de los fieles. La década de los años cuarenta, en nuestro siglo, se caracterizó por la gran difusión de los misales para uso del pueblo cristiano. Cada misal presentaba su traducción propia, procurando un lenguaje acomodado a la mentalidad de las personas que lo usaban durante las celebraciones, celebradas en latín. De las primeras traducciones no oficiales a las de hoy el lenguaje litúrgico castellano ha sufrido una gran evolución. Se ha perfeccionado la expresión y se ha mejorado su calidad. Sin embargo, perduran todavía hoy en día muchos problemas de lenguaje. El hombre en su comunicación oral emplea diversos niveles de lenguaje: el lenguaje común, el literario, el familiar, el popular, regional, etc., y cambia, con frecuencia, los niveles según la comunicación socio-ambiental. El cristiano que habla con Dios en castellano, ¿a qué nivel lingüístico se debe expresar? El uso de la lengua latina en las celebraciones litúrgicas ha contribuido a frenar la organización de una lengua litúrgica castellana propia. Al traducir los textos litúrgicos del latín al castellano han aparecido los problemas de vocabulario, de estilo, etc., pero la dificultad mayor se ha manifestado en la estructura del lenguaje. Se ha procurado, al traducir, que existiera un mínimo margen entre la palabra del texto y la palabra traducida; pero ¿cómo formular una frase síntesis de la oración romana a la lengua castellana, que posee un modo de pensar muy distinto al ambiente latino? La solución no es fácil, y el problema queda abierto para que la interlengua litúrgica castellana se vaya estructurando lingüísticamente hasta presentar un lenguaje litúrgico comprensible para todo el pueblo cristiano.