HOMILÍAS EXEQUIALES

HOMILÍAS DE CARÁCTER GENERAL


1. Homilía popular: Dios quiere salvar; pidamos que acoja a este
hermano nuestro.

Textos: Romanos 14,7-12

1. Toda la vida se presenta ante Dios
A primera vista, parece como si san Pablo dijera que es igual vivir
como morir, porque dice: "Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos,
morimos para el Señor".
Entendida así, esta afirmación no nos acabaría de convencer. Todos
los que estamos aquí amamos la vida. La muerte se nos presenta como
una cosa negativa, como el final de nuestro camino en este mundo, un
alejamiento de todo lo que nos rodea, una imposibilidad de seguir
realizando nuestros proyectos de futuro...
Pero situémonos en otra perspectiva, la que seguramente debería
tener san Pablo cuando hacía aquellas afirmaciones. Nosotros somos
criaturas de Dios. No podemos estar al margen de esta dependencia. Y a
pesar de que muchos de nosotros muchas veces no lo pensemos, la
realidad es que dependemos en todo de Dios y que nuestra vida es como
un acto de culto a Dios.
Por suerte, hay muchas personas que viven esta realidad de una
manera consciente. Cada día, cada hora, cada minuto, ofrecen a Dios
todo lo que hacen. Como el escritor que escribe cada día una hoja y, al
llegar la noche, la revisa, corrige aquello que no le gusta y la deja
preparada para su publicación. Así hacemos nosotros, acumulando cada
día de nuestra vida todo lo bueno que hemos podido hacer. Y al llegar la
hora de la muerte, esta página, escrita cada día, se junta a las otras: son
las obras completas. La muerte es el ofrecimiento, de toda la vida, entera,
de golpe. Mientras vivíamos, la ofrecíamos minuto a minuto. A la hora de
la muerte, la ofrecemos toda entera. Desde esta óptica sí que son
semejantes la vida y la muerte. "Si vivimos, vivimos para el Señor; si
morimos, morimos para el Señor. En la vida y en la muerte somos del
Señor".

2. Oremos por este hermano al Dios que salva
Nuestro hermano ha llegado al término de su vida mortal. El Señor
habrá apreciado todo lo bueno que ha ido haciendo, el designio de Dios
es de salvación. "Cristo murió y resucitó" para indicar que también
nosotros los creyentes, pasando por la muerte, estamos llamados a la
vida. Los méritos infinitos de Jesucristo y todo lo positivo que habremos
hecho mientras vivíamos nos darán acceso a la vida eterna. "Todos
hemos de comparecer ante el tribunal de Dios. Cada uno dará cuenta a
Dios de sí mismo".
Hermanos, yo os invito ahora a orar. Hacemos como de abogados
defensores en un juicio. Que nuestra plegaria sea un decirle a Dios que
valore todo lo bueno y positivo que ha hecho nuestro hermano mientras
vivía y que, misericordioso, no le tenga en cuenta todo lo que quizás por
debilidad humana no pudo controlar. Seguramente él mismo ya debía ir
puliendo a tiempo todo aquello con lo que no estaba de acuerdo. Y
confiemos reencontrarnos un día en la casa del Padre.
Homilía preparada por A. Taulé
 



2. Homilía sencilla en la muerte de una persona mayor, no practicante
o alejada.

Textos: 1 Juan 3,14-16; Salmo 102; Mateo 25,3146

1. ¿Por qué estamos aquí?
Hermanos y hermanas:
Nos hemos reunido aquí muchas personas, familiares, amigos,
conocidos, vecinos, de nuestro hermano que enterraremos. Y hemos
venido, no por un cumplimiento, sino porque apreciamos a nuestro
hermano y a su familia.
Pero estamos reunidos en la iglesia, para rezar por nuestro hermano.
Pienso que el Señor a todos nosotros nos quiere decir algo, porque ha
sido el Señor quien nos ha reunido, aunque nosotros no nos hayamos
dado cuenta.
El Señor habla, pero para entenderle es necesario que nuestro
corazón esté limpio de egoísmo, de rencor, de envidia. Sólo se puede
escuchar al Señor si se tiene un corazón bueno. Y ¿qué nos quiere decir
el Señor?

2. Jesús nos dice unas cosas que todos podemos entender y hacer
Jesús, que es el Hijo de Dios Padre, vino a darnos una Buena Noticia:
que Dios es Padre, es amigo de los hombres. Y Jesús habló con un
lenguaje sencillo, para que le pudiesen entender todos. Y con
comparaciones muy inteligentes.
Hay personas que dicen con frecuencia: "yo a Dios no le he visto
nunca". Jesús nos dice qué debemos hacer para ver y experimentar a
Dios. Jesús nos dice dónde podemos encontrar a ese Dios "escondido".
¿Quién de nosotros no sabe qué quiere decir tener hambre de pan o
de cultura o no conoce personas que padecen esta hambre? ¿Y cuántas
personas conocemos que tienen sed de ser amadas, comprendidas,
tenidas en cuenta, escuchadas? ¿Y cuántas personas se sienten
forasteras en su casa o en su familia, en su pueblo o ciudad, en su grupo
o en su comunidad cristiana? ¿Y cuántos enfermos, de enfermedades del
cuerpo y del espíritu, personas angustiadas, desesperadas, tristes,
amargadas, desalentadas? ¿Y en la cárcel-cárcel, o en la prisión de su
egoísmo esclavizante, o en la prisión del dinero o la pasión
desenfrenada?
Muchas de esas personas, podemos ser cada uno de nosotros,
nuestro esposo o esposa, nuestros hijos o nuestros padres, nuestros
vecinos o nuestros compañeros de trabajo. Y lo que hacemos a cada uno
de ellos o lo que dejamos de hacer, ¡lo hacemos o lo dejamos de hacer al
Señor mismo!
Ese Dios, al que algunos dicen "que no han visto nunca", está en cada
hombre o mujer, de manera especial en cada hombre o mujer que sufre.
Y Jesús nos dice que hemos de pasar por la vida haciendo el bien,
como El lo hizo, pero un bien que se concreta en las personas, con sus
nombres y apellidos, que pasan dificultades de la clase que sean.
Y esto lo hemos de hacer los creyentes y los no creyentes. Por el
hecho de ser personas humanas que hemos de sentirnos solidarios con
todos nuestros hermanos.

3. No podemos tener miedo a Dios
Hay personas que le tienen miedo a Dios, como si Dios no fuese amigo
de los hombres. Nuestro Dios es Padre, nos lo ha dicho Jesús que es su
Hijo, y nuestro Dios Padre quiere tanto a los hombres que ha querido que
su Hijo se hiciese Hombre, persona humana como nosotros. Y Jesús, que
es el Hijo de Dios que se hizo hombre, nos dice que Dios es Padre
"compasivo y misericordioso". Y nosotros lo hemos ido repitiendo en el
Salmo que se ha recitado.
"Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura
por sus fieles". Así es nuestro Dios, ¡no tengamos miedo de buscarlo, de
dejarnos encontrar por El, de escuchar su Palabra, de ir a participar en la
Eucaristía de cada domingo para escuchar su Palabra y celebrar que ha
resucitado y vive, de rezar, hablar con El a nuestra manera!

4. Si somos capaces de amar, viviremos siempre
Hay personas que piensan que la vida se acaba en el cementerio, y
muchas personas aunque no lo piensen, viven como si todo terminase
con el entierro.
Jesús nos ha dado la Buena Noticia de que más allá del cementerio, de
la muerte, la vida continúa. Y continúa porque aunque el cuerpo muera y
se deshaga, el amor no muere nunca. Son las palabras claras que hemos
escuchado del Apóstol san Juan: "Nosotros hemos pasado de la muerte a
la vida, y lo sabemos porque amamos a los hermanos". El que ama tiene
vida que no se termina, y quien no es capaz de amar, ya en esta vida está
en la muerte.
Véis, por tanto, cómo el Señor ahora nos ha hablado, ¿qué nos ha
querido decir el Señor, con motivo de la muerte de nuestro hermano?
El Señor que es "compasivo y misericordioso" quiere que nosotros
vivamos la vida, aprovechando el tiempo, haciendo y dando importancia a
todo aquello que con la muerte no termina. A todas las cosas que no
pasarán.
Y quiere el Señor que sintamos y experimentemos su amor, y no
tengamos miedo de El. Porque El quiere tanto a las personas que vive, de
manera especial, en cada una de las que padecen y sufren.
Todo esto nos lo dice el Señor en estos momentos, en que estamos
especialmente sensibilizados por la muerte de nuestro hermano. Y es que
Dios nos habla siempre, por medio de las cosas agradables o
desagradables, y hoy concretamente, por este motivo.
Y celebramos que Jesús que también murió, ha resucitado y vive, y en
El, porque nos lo ha dicho y nos fiamos de El, estarán y vivirán para
siempre los hombres y las mujeres que hayan pasado por la vida
haciendo el bien a sus hermanos y hermanas.
Homilía preparada por G. Soler
 



3. Homilía sencilla ante una muerte esperada: la muerte, ruptura y
liberación.

Textos: Marcos 15,33-39

"JESÚS, DANDO UN FUERTE GRITO, EXPIRO"
La muerte de Jesús fue un gran grito. Lo acabamos de proclamar en el
evangelio. Y toda muerte es un gran grito. Y es un gran grito, lo escuchen
o no las personas que acompañan al moribundo. Lo es, tanto si la muerte
nos llega cuando estamos rodeados del consuelo de las personas
queridas como si nos llega en la mayor de las soledades... Siempre es un
gran grito la muerte. Un grito físico o moral, tanto da. Porque la muerte es,
siempre, una ruptura, un desgarramiento...

LA MUERTE ES UNA RUPTURA HACIA FUERA Y HACIA DENTRO DE
NOSOTROS
La muerte es una ruptura hacia fuera de nosotros mismos, porque toda
vida es un tejido de relaciones humanas, de vínculos de sangre y de
amistad, de raíces que se aferran a cada persona y a cada cosa que
amamos y que forman parte de nuestra vida.
Pero la muerte es también una ruptura hacia dentro de nosotros
mismos, porque también existe todo un mundo interior, tanto o más rico
que el exterior, lleno de proyectos, de sentimientos, de esperanzas, de
intimidad, de crecimiento interior (posible breve referencia a la vida del
difunto).

LA MUERTE ES TAMBIÉN LA GRAN LIBERACIÓN
Por tanto, reconozcámoslo, la muerte es un momento doloroso,
desconcertante, hasta incomprensible, desde la mera visión humana.
Pero a partir de la fe en Jesús, que es la que nos ha reunido aquí,
sabemos que la muerte es, también, una gran liberación. Porque es dejar
atrás todas las limitaciones, todos los condicionamientos, todo el dolor
que, a menudo, hiere nuestra existencia de cada día.
Porque la muerte, para nosotros, a partir de nuestra fe, a partir del
camino que El ha abierto para todos, ya no es una puerta abocada a la
nada, cerrada a la luz, cerrada al futuro: sino una puerta abierta de par
en par a la vida, al más allá, al infinito... donde El nos ha precedido y nos
espera. El paso de la muerte, pues, es un reencuentro, totalmente
purificado y llevado a su plenitud, de todo ese mundo interior y exterior a
nosotros. Por eso afirmamos que la muerte, más que una ruptura y un
desgarramiento, por encima de todo es una gran liberación.
Y es precisamente esta plenitud de vida y de infinito, esta liberación, lo
que ahora pedimos e invocamos para N. con profunda esperanza.
Homilía preparada por P. Vivó
 



4. Homilía para público no muy practicante: el anuncio cristiano ante la
muerte.

Textos: Hechos 10,34-43; Marcos 15,33-39; 16, 1-6

Habéis venido, hermanos, a esta iglesia para celebrar cristianamente la
muerte de un pariente o de un amigo. Al participar en estas exequias
manifestamos ciertamente un afecto muy sentido que brota de nuestro
interior espontáneamente ante la muerte de una persona querida o
conocida, ante el misterio mismo de la muerte. Es muy humano sentir el
dolor ante la muerte, llorar ante la muerte.
En estos momentos, siempre serios, ante un hecho tan importante,
misterioso y agobiante, yo sólo quiero predicar lo que predicaban los
apóstoles, lo que hoy nos ha predicado de nuevo la muerte de Jesús, que
hemos leído en el evangelio.

LA FELIZ NOTICIA: JESÚS HA MUERTO Y RESUCITADO
Lo que predicaban los apóstoles y que hemos escuchado en la primera
lectura de labios de san Pedro, es lo que la Iglesia de todos los tiempos
ha predicado y sigue predicando, en cualquier circunstancia: Jesús, el
Hijo de Dios, hombre como nosotros, ha muerto y ha resucitado. Esta es
la Buena Noticia, que da la felicidad, cuando se acepta con fe.
Es verdad que la muerte, humanamente hablando, es la gran
desgracia, es la humillación total y radical del hombre. ¿No es verdad que
todos nos sentimos limitados, abrumados, hechos polvo por la perspectiva
y la realidad ineludible del final de nuestros días? Cuántas veces hemos
meditado en el curso de nuestra vida que imparablemente se encamina al
destino final de la muerte. A menudo esto recorta nuestras ilusiones y nos
puede sumir en la más negra y amarga de las desesperanzas.
Ya decía san Pablo a los primeros cristianos que los que no tienen
esperanza se entristecen irremediablemente ante la muerte. Pues bien:
Jesús nos ha liberado de esta tristeza, irremediable desde el punto de
vista puramente humano. Esta es la Buena Noticia capaz de darnos
felicidad y paz.
Y la Noticia es ésta: que Jesús de Nazaret pasó por todas partes
haciendo el bien, liberando de la esclavitud del mal. Murió en el patíbulo
de la cruz, pero no se quedó en la muerte. Dios estaba con El y lo
resucitó. Es decir, Dios, el creador de la vida, no abandonó a su Hijo en la
nada de la muerte fatal, lo sacó de esta muerte y lo sumergió en la vida
nueva de un cielo nuevo y una tierra nueva, el Reino que comienza, para
todos los hijos de Dios, con la resurrección de Cristo y que el Padre abre
de par en par a todos los que aceptan por la fe a Jesús como Liberador,
salvador del mal, del pecado, de la misma muerte.
Esta es la Buena Noticia que llena de esperanza el corazón de los
creyentes, esta es la fe que la Iglesia predica continuando la misión de los
apóstoles. Esta es la única luz capaz de disipar la oscuridad del sepulcro,
al que dirigimos nuestros pasos de peregrinos.

ANTE LA CRUZ: ESTE HOMBRE ES EL HIJO DE DIOS
Ante la muerte de un hermano nuestro en la fe, de un pariente, de un
amigo, volvemos los ojos al Crucificado. Por eso nuestras tumbas están
presididas por la cruz, la cruz identifica nuestros ataúdes, el Cristo
clavado en la cruz domina nuestras exequias.
La cruz, para los cristianos, no es simplemente un signo de muerte. No:
es signo de una muerte redentora, de una muerte que es paso a la vida.
Mirando a la cruz, el centurión, encargado del ajusticiamiento de Jesús,
exclamó: "realmente este hombre era Hijo de Dios". La cruz nos lleva en
efecto a la gran noticia de la mañana de Pascua: "no os asustéis: no está
aquí, ha resucitado".
Hagamos nuestra esta exclamación, la profesión de fe de aquel
hombre pagano ante Cristo muerto en la cruz. Jesús es el Hijo de Dios,
que ha venido a esclarecer el misterio que nos ahoga, a levantar la losa
que pesa sobre nuestra existencia, a menudo desgraciada, en este
mundo.
Hermanos, la narración de la muerte y de la resurrección de Cristo,
que hemos leído en estas exequias, nos hace celebrar cristianamente la
muerte de este difunto. Esta es una palabra de Dios que nos descubre la
perspectiva de la inmortalidad, de una vida para siempre en las manos de
Dios, ya que, como nos dice san Pablo, Cristo ha resucitado como el
primero de entre todos los que han muerto. La Palabra de Dios y de
Cristo, que no pasará nunca, nos asegura que la muerte no es la última
palabra, el final de un camino sin salida final. La muerte es el paso,
doloroso, ineludible, a una vida feliz que Dios ha preparado para sus
hijos.
Que esta lectura de la Palabra de Dios serene hoy nuestros
corazones; que les infunda la gran esperanza; que los ilumine con aquella
fe que viene de la cruz de Cristo y del esplendor de la resurrección, y los
sumerja ya en la paz del Reino de Dios, a la que esperamos que haya ya
llegado este hermano nuestro, que despedimos con tristeza, pero también
con la esperanza de la victoria final de la vida sobre la muerte.
Homilía preparada par P. Llabrés
 



5. Homilía para público cristiano popular. La muerte, una llamada a la
plenitud de vida, y una llamada a la vigilancia.

Textos: 1 Juan 3,1-2; Lucas 12,35-40

Cuando nos enfrentamos con la muerte, cuando nos toca de cerca la
persona de un familiar o amigo, muchas veces parece que nos hallamos
ante una puerta cerrada, que nos encontramos con un muro que no
podemos traspasar. Y ello hace que nos preguntemos qué sentido tiene
la vida, para qué estamos en este mundo.

1. Llamados a la plenitud de la vida
Pero las lecturas que hemos proclamado en esta celebración iban en
una dirección completamente opuesta. No hablaban de falta de sentido en
la vida, de callejón sin salida, sino de esperanza y de visión de futuro.
Dios nos llama hijos suyos y lo somos en realidad, nos decía san Juan, y
en cuanto tales estamos llamados a crecer continuamente, estamos
llamados a ser semejantes a él, a Dios.
El día de nuestro bautismo nacimos como hijos de Dios, y en nuestra
existencia debemos ir aprendiendo a reconocer en Dios al Padre que nos
ama, el Padre que quiere nuestro bien, el Padre que quiere darnos la vida
para siempre y toda suerte de bienes, el Padre que abre nuestra
existencia hacia un futuro de vida en plenitud. Esta fue la misión principal
de nuestro hermano que nos dejó y ésta debe ser también nuestra misión
a lo largo de nuestra vida: crecer continuamente como hijos de Dios hasta
el momento en que él nos llame a verlo tal cual es.
Esto, en nuestra vida diaria, significa que no podemos dormirnos jamás
pensando que lo tenemos todo hecho, ni debemos creer que no podemos
ya avanzar en nuestra madurez humana y cristiana. Nuestro hermano ha
llegado ya ante Dios. Todos nosotros caminamos hacia él, y lo hacemos
teniendo en cuenta la palabra de Jesús: conocemos la hora de la salida,
pero el momento de la llegada nos resulta totalmente desconocido, nada
sabemos de él. El momento de presentarnos ante el Padre puede
llegarnos después de una larga y fecunda vida o puede venirnos también
de improviso, como el ladrón que se nos mete en casa sin llamar a la
puerta y cuando menos lo esperaríamos.

2. Caminamos con esperanza
Estas palabras de Jesús no son para meternos miedo. Al contrario,
quieren movernos a vivir más intensamente nuestra vida presente, la vida
de cada día. Recordémoslo de nuevo: somos ya los hijos de Dios. Por
tanto, vivamos plenamente nuestra vida presente, siguiendo el estilo de
Jesús, el primero de los hijos de Dios y nuestro hermano. Hagamos de
nuestra vida un servicio a los demás, sepamos llevar paz, gozo,
comprensión a nuestras relaciones humanas, sepamos estar atentos a las
necesidades de nuestros hermanos y a todo lo que la palabra de Dios
pide de nosotros: esta debe ser nuestra actitud vigilante, en esto debe
consistir nuestra espera del Señor.
¿Cómo podríamos sentarnos a la mesa con el Padre, si ahora no
hemos cultivado la amistad y la relación personal con El? ¿Cómo podría
El servirnos personalmente a la mesa, si antes nosotros no hemos
querido servirle en cada uno de los hermanos? ¿Cómo íbamos a pedirle
que compartiera su felicidad con nosotros, si ahora no nos esforzamos
por compartir las penas y las alegrías con todos los hombres?

3. El don de Dios supera nuestras aspiraciones
El amor que Dios nos tiene supera con creces todos nuestros cálculos.
¡Cómo iban a pensar los criados que esperaban de noche a su Señor que
los haría sentar a la mesa y los iría sirviendo! Tampoco nosotros
podemos imaginar cuál va a ser nuestra condición cuando seamos hijos
de Dios en plenitud. Ni cuál es la condición de nuestro hermano, después
de que el Padre lo ha llamado a contemplarle cara a cara.
Pero en esta celebración sí queremos orar para que el Padre le
conceda todo su amor, le reconozca totalmente como hijo; para que, libre
de cualquier mancha de egoísmo o de pecado que siempre existen en la
vida de los hombres, pueda contemplar a Dios tal cual es sin ningún
temor.
Y, al mismo tiempo que esta celebración es una plegaria por nuestro
hermano N., que pasó ya por esta etapa de la vida, debe significar
también para nosotros un deseo de crecer continuamente como hijos de
Dios, un hacernos conscientes de que estamos llamados a vivir con el
Padre y de que esto no se improvisa en un momento, sino que debemos
comenzar a vivirlo ahora en nuestras relaciones de cada día, en la vida
familiar y en el trabajo.
Así sea.
Homilía preparada por J. Roca
 



6. Homilía breve para público amplio en la muerte de una persona de
edad.

Textos: Job 19,1.23-27a; Lucas 23,44-49; 24,1-6

1. Nos quieren hacer pensar sólo en los goces presentes
Muchas corrientes dentro de nuestra sociedad nos quieren hacer
pensar sólo en el goce de la vida presente. La publicidad quiere hacernos
creer que la felicidad se compra, que la juventud se compra... que lo
podemos comprar todo, para poder vivir en un mundo de color de rosa.
Todo lo que está fuera de este marco de felicidad aparente, la
publicidad lo quiere ocultar. Y lo primero que quiere ocultar es la muerte.
El mundo de hoy quiere ocultar la muerte, envolverla en el silencio y
renunciar a preparar al hombre a morir.
Nosotros hoy no podemos ocultar este hecho: N. ha muerto
(Lentamente se ha ido apagando, se ha ido preparando a este momento,
y nos ha ido preparando también a nosotros...).

2. La valentía de mirar a la muerte cara a cara
Pero todavía hay más. Los que nos confesamos creyentes en
Jesucristo, no sólo aceptamos el hecho por su evidencia biológica -un
cuerpo que no tiene vida- sino que nuestra fe nos da el valor de mirar a la
muerte cara a cara, y hasta de hablar de ella, llamándola, como hacia san
Francisco de Asís, "la hermana muerte".
Porque la muerte, para el creyente, es un paso hacia el encuentro
definitivo y pleno con Dios y los hermanos. Paso que vamos preparando
cuando vamos muriendo a nuestro pequeño "yo" y nos vamos haciendo
unas "personas para los demás"; cuando sabemos descubrir que el bien,
la honradez, la apertura a Dios, son ya semilla de eternidad.

3. La valentía de creer en la vida de Jesucristo
Me diréis que esto es difícil de entender. Y yo os diré que es tan difícil
como creer que la historia de Jesús no se acabó con la muerte. Aquel
domingo, al romper el alba, las mujeres que iban a velar el cuerpo de
Jesús, encontraron el sepulcro vacío; atónitas descubrieron la repuesta
allí mismo: "¿por qué buscáis entre los muertos al que vive?"
Repetir hoy que Jesús es "el que vive" es proclamar la Buena Noticia
de la vida para siempre y poner el fundamento de nuestra esperanza
cristiana.

4. La vida que comienza siguiendo el camino de Jesucristo
Afirmar que Jesús es "el que vive" es afirmar que nuestro querido N. ya
está viviendo su vida nueva. Vida que no comienza cuando se muere,
sino cuando un hombre o una mujer se pone a caminar por la senda de
Jesús, por el camino del bien.
Que esta Eucaristía sea una afirmación de que Jesús vive, un
compromiso a seguir su camino, una oración por nuestro N., para que la
muerte sea para él un mejor nacimiento.
Homilía preparada por LI. Suñer
 



7. Homilía sencilla para misa exequial.

Textos: 1 Corintios 15,20-23 (versión breve); Lucas 23, 44-49; 24,
1-6a.
Prefacio de difuntos lIl.

1. Celebramos la Muerte y la Resurrección del Señor
Cada vez que celebramos la Eucaristía, celebramos la Muerte y la
Resurrección del Señor.
No es que Jesucristo vuelva a morir y a resucitar.
El murió una sola vez y, resucitado, vive para siempre. Ya no muere
más. La muerte no tiene poder sobre El.
Y por El, que ha resucitado de entre los muertos, nos viene a nosotros
la resurrección.
Hemos escuchado la lectura de la carta del apóstol san Pablo: como
hombres, descendientes de Adán, todos morimos; pero todos viviremos
gracias a Cristo. Cada uno en el momento que le corresponde: Cristo el
primero. Luego, en la hora en que El vendrá, los que son de Cristo.
La muerte y la resurrección de Jesucristo, vivida una vez por siempre,
se hacen presentes cuando celebramos la Eucaristía: "Anunciamos tu
muerte, confesamos tu resurrección: Ven, Señor Jesús", aclamamos
después de la consagración.
Y teniendo sobre el altar a Jesucristo realmente presente,
recordaremos en nuestra plegaria a los hermanos difuntos.

2. La Eucaristía, oración y promesa de vida eterna
En la Eucaristía, oramos siempre por todos los que han muerto, porque
nuestra oración no ha de tener horizontes limitados. Pero también
podemos, sin embargo, recordar de manera especial el nombre de algún
difunto.
Hoy lo hacemos orando por nuestro hermano N., a quien enterramos (o
bien: que ha muerto hace pocos días).
Entre las diversas páginas del Evangelio que la Iglesia nos propone a
escoger en la celebración de la misa exequial, hemos proclamado este
pasaje de san Lucas donde escuchamos la muerte de Jesús y el anuncio
de su resurrección: "Jesús gritó con fuerza: Padre, a tus manos
encomiendo mi espíritu. Y dicho esto, expiró".
La muerte de Jesús fue muy real. El se hizo semejante a nosotros en
todo, menos en el pecado; se hizo obediente hasta la muerte y una
muerte de cruz. Pero Jesús no quedó encerrado en el silencio frío del
sepulcro.
Las mujeres encuentran la tumba abierta y vacía, con la piedra
apartada, y escuchan las palabras del mensaje gozoso: "¿Por qué
buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado."
Mensaje que nos llena de esperanza: Creemos en Jesucristo resucitado.
Creemos que El es la salvación del mundo, la vida de los hombres y la
resurrección de los muertos: lo proclamaremos en el prefacio de esta
misa.
Pidamos, pues, que nuestro hermano N. tenga vida eterna, y que
nosotros, cumplido nuestro camino en este mundo, podamos
reencontramos con él en el cielo.
Que todos tengamos parte en la resurrección.
Homilía preparada por F.X. Aróztegui
 



8. Homilía para una muerte esperada, y para entierros más corrientes.
Con Eucaristía.

Textos: 2 Corintios 5,1.6-10; Salmo 22; Lucas 23,44-49; 24, 1-6a

Ante la muerte de nuestro hermano N., todos los que estábamos
unidos a él por lazos familiares, de amistad o vecindad, sentimos el deber
y la necesidad de estar aquí presentes, para darle nuestro último adiós y
para mostrar a su familia nuestra amistad y solidaridad.

1. La muerte de Jesús
Queriendo dar un sentido cristiano al entierro de nuestro hermano, es
bueno que abramos el evangelio por la página que nos explica la muerte
de Jesús. Jesús conoció y palpó muchas de nuestras limitaciones. Y
también conoció y sufrió la mayor de las limitaciones humanas: la muerte.
Contemplar la muerte de Jesús desde la fe cristiana quiere decir
contemplar una muerte singular, una muerte que no es oscuridad total,
una muerte que no nos conduce hacia la nada. El evangelio que
acabamos de escuchar acaba con un grito original y esperanzado: "¿Por
qué buscáis entre los muertos al que vive?".

2. Dios nos ha llamado a la vida
La convicción a la que nos lleva la fe cristiana es que Dios no nos ha
llamado a la vida nada más por una temporada. Dios nos ha llamado a la
vida para siempre. En nuestras conversaciones de cada día, nuestros
comentarios, surge la convicción de que, a medida que pasa el tiempo,
nos vamos acercando a la muerte. La fe cristiana nos abre otra
perspectiva, aunque esté en contradicción con lo que nuestros sentidos
perciben: antes de nacer no éramos nada; cada día que pasa nos vamos
alejando del no-ser y nos vamos acercando a la vida en plenitud.

3. El Señor guarda la vida
La angustia de la muerte está presente a nuestros ojos. Los despojos
de la persona que amábamos y con la que nos habíamos relacionado
durante tanto tiempo, han iniciado ya su irreversible proceso de
corrupción. Esto es lo que vemos y constatamos. Por la fe somos
invitados a tomar en serio lo que hemos recitado ante los restos de
nuestro hermano: "el Señor te guarda de todo mal, el Señor te guarda la
vida... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo."

4. La paradoja cristiana
Esta es la paradoja cristiana: cuando el motivo de nuestro encuentro
es la muerte, cuando nuestros pensamientos y nuestras palabras giran en
torno a los entrañables recuerdos de una persona a la que ya no
contamos entre nosotros, es cuando más hablamos de vida. Las lecturas,
las oraciones, los cantos: el Espíritu de Dios, en último término, todo nos
impulsa a considerar a la muerte como un tránsito a la vida, esta vida que
queda escondida y guardada en Dios, nuestro Padre.
En la Eucaristía hacemos el memorial de Jesucristo muerto y
resucitado. Con Jesucristo nuestra fe y nuestra esperanza salen
fortalecidas. El Señor es mi pastor, nada me falta...
Homilía preparada por S. Bardulet
 



9. Homilía en una muerte esperada: aprender a pensar en la muerte.


Textos: Juan 6,37-40

Si siempre estuviéramos pensando que hemos de morir, no podriamos
vivir, pero tampoco podemos vivir sin pensar que hemos de morir.
Si, hermanos, la muerte es un hecho que nos ha de hacer pensar.
Por más que queramos olvidarla, por más que nos preocupen los
problemas del mundo y de la vida... Ia lucha y el trabajo de cada día... por
más que queramos evadirnos en la diversión y en el goce... de tanto en
tanto se nos hace presente la muerte, y a veces muy de cerca:
- a menudo nos reunimos en la iglesia para rezar y acompañar a un
amigo, un conocido, un familiar difunto,
- cuántas veces durante el año hemos de acompañar en el sentimiento
y en la pena a una persona amiga o conocida que ha perdido uno de sus
seres queridos,
- algunos de los que estáis aquí sois viudos o viudas, y en momentos
como estos os volvéis más sensibles a la tristeza del corazón,
- cada año la fiesta de Todos los Santos nos recuerda a los difuntos
queridos, y la visita al cementerio nos hace pensar en la muerte.

INCÓGNITAS E INTERROGANTES QUE HACEN PENSAR:
Seguro que muchas veces os habréis hecho estas preguntas:
- ¿dónde están los difuntos?
- ¿qué se ha hecho de ellos?
- ¿qué pasa después de la muerte?
- ¿nos volveremos a encontrar?
- ¿existen el cielo y el infierno?
- ¿resuelve la religión el problema de la muerte?
- ¿qué valor tiene y qué supone para nosotros la resurrección de
Jesús?

Preguntas y pensamientos que todos llevamos dentro y a los que cada
uno necesita dar una respuesta, porque la muerte forma parte de la vida
de cada persona.

INTENTOS DE RESPUESTA
La ciencia filosófica ha profundizado sobre el hecho de la muerte. La
medicina ha luchado para vencer a la muerte. Y la respuesta no sólo se
ha hecho difícil, sino imposible.
Sólo la reflexión hecha desde el punto de vista de la fe da una
respuesta. Una respuesta que ciertamente no resuelve todos los
problemas, pero nos llena de confianza y esperanza, cuando nos habla
de la vida eterna.

LA VIDA ETERNA
La te nos revela el secreto de nuestra realidad: la muerte no nos deja
en el vacío de la nada. La muerte nos lleva a Dios, a la vida eterna. Creer
en la vida eterna quiere decir que yo acepto que un día seré comprendido
y liberado del mal, para ser definitivamente salvado. Y esto da paz,
serenidad y sentido a mi vida.
Ahora, pues, mientras rezamos para que nuestro hermano haya
encontrado esta felicidad en la vida eterna, celebremos también nuestra
fe en la Eucaristía que ofrecemos por su alma, hasta el día en que todos
podremos conseguir la plenitud de esta vida eterna. Amén.
Homilía preparada por F.X. Parés
 



10. Homilía sencilla. La muerte y la resurrección de Jesucristo,
prenda de vida eterna para los que han muerto.


Textos: Juan 12,23-26 (versión breve)

Cuando ya se acercaba la hora de su pasión, Jesús dice estas
palabras que acabamos de escuchar en el evangelio de san Juan: "Ha
llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre".
Se acerca la hora de su muerte, la hora en que las tinieblas harán
sentir su poder, queriendo apagar la luz que es Jesucristo. Pero las
tinieblas no pueden contra la luz que es Cristo.
Jesucristo muere, es cierto, y como el grano de trigo enterrado bajo
tierra, es amortajado en el sepulcro. Pero, resucitado de entre los
muertos, ya no muere más. La muerte ya no tiene ningún poder sobre El.

Al contrario: Jesucristo vive, glorioso, para siempre: en El encontramos
la vida quienes lo seguimos y lo servimos. Y Jesucristo nos dice que
estaremos allí donde El está, es decir, en la gloria del cielo, porque el
Padre honrará a quienes se hacen servidores de Jesucristo.
Nuestro hermano N. ha muerto. En esta plegaria que hacemos en el
momento de su entierro, pedimos que, purificado de todas sus culpas y
liberado de su deuda, esté allí donde está Jesucristo.
Y nosotros, que deseamos y esperamos reencontrarnos con nuestro
hermano en el cielo, vivamos sinceramente como servidores de
Jesucristo, como buenos cristianos.
Sepamos hacer de la vida una donación a Dios; una entrega que dé
mucho fruto. Así no perderemos la vida y la guardaremos para la vida
eterna.
Homilía preparada por F.X. Aróztegui
 



11. Homilía popular. "La muerte no lo destruye todo: de ella nace
vida. Como Jesucristo".

Textos: Juan 12,23-28

1. La imagen del grano de trigo
Hermanos: la muerte es una realidad que nos supera, que vemos
rodeada de misterio y que, lo queramos o no, nos lleva a pensar en Dios.
El es el único que puede iluminarnos para despejar este misterio, para
dar sentido a esta realidad que, humanamente, no sabemos explicar.
Jesucristo, enviado por el Padre para que conociésemos la Verdad, en el
fragmento del evangelio que acabamos de escuchar nos explica con un
ejemplo, sacado de la misma naturaleza, esta realidad que escapa a
nuestra experiencia sensible y a cualquier comprobación científica.
Fijémonos en el grano de trigo. Cuando lo siembran y cae al suelo, con la humedad se deshace, se pudre, deja de existir como tal grano de trigo. Pero fijémonos cómo del interior del grano ha salido una pequeña raíz que sumirá de la tierra su alimento y dará lugar a una nueva planta, una nueva vida que crecerá y dará fruto abundante.

2. Nosotros, hechos a imagen de Dios, destinados a una vida eterna
Así pasa con nosotros. La muerte nos obliga a devolver a la tierra todo
aquello que de la tierra hemos cogido. En esto no somos diferentes de los
demás seres vivos que hay en la tierra. Nuestros componentes materiales
vuelven a empezar el ciclo ininterrumpido de la naturaleza.
Pero nosotros somos más que los animales y las plantas. Nosotros
hemos sido creados "a imagen y semejanza de Dios". Y en Dios no hay
materia. ¿Qué es lo que hay en nosotros que nos hace a imagen y
semejanza de Dios? Desde luego que no es la materia. Nuestros
componentes materiales nos hacen más a imagen y semejanza de los
otros seres materiales de la creación.
Hay en nosotros algo que es distinto. Nuestra misma experiencia nos lo
indica. Hay en nosotros una inteligencia que nos hace entender las cosas,
descubrir sus causas, establecer sus leyes y sobre todo, a partir de las
cosas creadas, nos permite llegar al conocimiento del Creador y
establecer con él una relación. También observamos en nosotros una
capacidad de amar que supera el egoísmo instintivo, que nos hace
capaces de dar gratuitamente sin esperar nada a cambio, tal como hace
Dios con nosotros, y ello nos lleva a una corriente mutua de amor entre
Dios y nosotros.
Esta realidad profunda, este "yo" personal, que nos hace a imagen y
semejanza de Dios, no muere. Está destinada a una vida eterna. La que
Dios nos tiene reservada, precisamente cuando nuestro cuerpo, como un
grano de trigo, cae en tierra y muere. Es entonces cuando nace en
nosotros la vida nueva. Es entonces cuando, revestidos de inmortalidad,
nos podemos sentar como hijos a la mesa del Padre, en la casa paterna,
para contemplarlo cara a cara, tal como él es y saciarnos de su amor para
siempre. |

3. Como Jesucristo
Esta nueva vida es la que inauguró Jesucristo con su muerte y su
resurrección. El pronunciaba las palabras del fragmento del evangelio
que hemos leído cuando estaba a punto de despedirse de sus amigos. Ya
presentía su muerte, pero anunciaba también su resurrección. Esta
comparación del grano de trigo, ilumina la muerte y la resurrección de
Cristo, pero ilumina también la nuestra. Si Cristo, el Hijo de Dios, nuestro
hermano mayor, ha hecho este camino, también nosotros participamos de
su Pascua, también nosotros estamos destinados a pasar de este mundo
al Padre.
(La eucaristía que vamos a celebrar, nos hará revivir la muerte y la
resurrección de Cristo que es garantía de la nuestra).
Homilía preparada por A. Taulé
 



12. Homilía sencilla ante una muerte esperada: reflexión cristiana
sobre la muerte.

Textos: Juan 15,1-17

YO SOY LA VID, VOSOTROS SOIS LOS SARMIENTOS
La vid debe ser una de las plantas en las que la muerte aparente
parece más real.
Apenas el otoño cae sobre ella, desaparece todo signo exterior de
vida. Pero si las raíces siguen bien agarradas a la tierra y los sarmientos
a la cepa, la vida continúa dentro. Y continúa allí, en cada gota de savia
que la empapa y que corre por su interior y que hará que vuelva a
reverdecer nada más que se insinúe la primavera.

SOMOS COMO UN ÁRBOL PLANTADO EN MEDIO DEL MUNDO
De manera parecida sucede en cada uno de nosotros: somos como un
árbol plantado en medio de la tierra. Somos como una vida que forma
parte de una gran viña. Esta viña que es toda la humanidad y que,
todavía más expresivamente, es nuestra Iglesia.

LA VIDA NOS MARCA
Los años pasan y las sombras del otoño y del invierno van cayendo
sobre nosotros. Envejecemos físicamente. Los achaques de los años, del
dolor físico o moral y de todo lo que de lucha comporta la vida de cada
día, van dejando sus huellas en nosotros. Hasta podriamos decir que
nuestra corteza exterior va cambiando su fisonomía...
Pero qué más da, si dentro de nosotros, a pesar de todo, sigue
corriendo la savia que se mantiene joven y viva. Una savia que se
alimenta a través de mil raíces que absorben vida y la transmiten por
todas partes...
Así creemos que ha sucedido con N.N. (Posible breve referencia a la
vida del difunto).

LA FE Y EL AMOR NOS INJERTAN CON EL MAS ALLÁ
Ante el fallecimiento de N.N., nuestros ojos humanos no son capaces
de ver más que muerte. Pero nuestra fe nos dice que, a la manera de la
vid y de los sarmientos, a pesar de las apariencias, la vida más profunda
que había en él continúa, no ha muerto. Esa vida hecha de bondad, de
generosidad, de amor... que nos injerta a Jesús, y por El, con el más allá.

Esta es hoy nuestra oración, porque esta es también ahora nuestra
más viva esperanza.
Homilía preparada por P. Vivó
 



13. Homilía para público medio: catequesis sobre el sentido de la
oración cristiana por los difuntos. Con Eucaristía o sin ella.

Textos: 2 Macabeos 12,43-46; Salmo 102; Juan 17, 24-26

1. La oración por los difuntos
Las lecturas que hemos escuchado hasta ahora tienen un eco muy
claro en nosotros. Es como si Dios mismo nos dijese, a los que estamos
reunidos en torno a los restos mortales de nuestro hermano: esto que
hacéis, está bien hecho: "es una idea piadosa y santa rezar por los
difuntos"; más aún: esto que estáis haciendo está plenamente de acuerdo
con lo que Jesús mismo hizo, el día antes de morir: pedir que los que iban
a ser suyos, por la fe y el bautismo, estuviesen con El allí donde está El:
en el cielo, con su Padre y nuestro Padre.
Cuando tomamos parte en un entierro, en efecto, nuestra misma
presencia es un testimonio de comunión y de afecto. En primer lugar, y
sobre todo, para los familiares del difunto, es un testimonio de
acompañamiento, hasta el final, de una persona que nos ha estado
cercana, con la que hemos convivido, de la que hemos recibido y a la que
hemos dado durante todo el tiempo que Dios ha querido que
estuviésemos juntos. Este acompañamiento lo hacemos los cristianos
todavía más allá del momento en que los hombres cerramos los ojos a la
convivencia humana. Creemos que más allá de nuestra convivencia
terrena se despliega para los hombres lo que ya desde ahora es verdad,
y que conocemos por la fe: la convivencia con Dios y con los Santos, la
convivencia con Jesucristo resucitado, con la Madre de Dios elevada al
cielo...
La manera de acompañar a nuestros difuntos más allá de la vida
presente es la oración, porque la oración es la que nos pone en
comunión con Dios, para el cual todo vive, porque no es Dios de muertos
sino de vivos.
La oración que hacemos por los hermanos difuntos es una oración
confiada, porque sabemos que Dios los ama más que nosotros mismos, y
por eso confiamos en su misericordia.
Es también una oración humilde, porque nadie puede decir que ha
merecido vivir para siempre con Dios, y nadie puede decir que toda su
vida ha sido una vida perfecta delante de Dios. Por eso decimos, por los
difuntos, aquella expresión tan cristiana: Dios lo haya perdonado. Porque
¿qué cosa mejor podemos pedir para una persona que pasa de este
mundo de tentación y lucha a la vida eterna, que el perdón de Dios en
plenitud? Dios le ha concedido el perdón en el bautismo, y en el
sacramento de la penitencia, durante su vida. Dios lo recibirá, por su
misericordia, en su paz celestial.
Esto es lo que hizo aquel soldado de Israel, Judas Macabeo, por sus
compañeros de lucha, cuando se dio cuenta que habían pecado: los
encomendó a la misericordia de Dios, con los sacrificios del Templo de
Jerusalén, para que los perdonase y así pudiesen participar un día de la
resurrección gloriosa. Lo hemos escuchado en la primera lectura.

2. La oración de Jesús, la unión con Jesús
Esto es también lo que hizo Jesús, en la oración de su cena de
despedida, antes de dar comienzo a su pasión. Pidió que todos los que
iban a creer en El por la predicación de los apóstoles, a través de los
tiempos -es decir, nosotros, los cristianos- pudiésemos estar con El, más
allá de la frontera de la muerte que El mismo iba a traspasar. ¿No os
parece magnifico, consolador, recordar estas palabras de Jesús, que no
son palabras que pasan, sino palabras del Hijo de Dios, que permanecen
para siempre? Cuando nosotros ahora rezamos por nuestro hermano
difunto, estamos actualizando aquella oración de Jesús: queremos que
esté para siempre en la gloria de Jesucristo, ya que desde el comienzo de
su vida fue de Jesús, por la fe y el bautismo.
¡Cuánto sentido tiene este cirio pascual encendido junto al cadáver de
nuestro hermano! Representa a Jesús Resucitado, la llama viviente que
nunca se apaga. Cuando se han cerrado los ojos de nuestro hermano a
la luz de este mundo, pedimos para él que sea iluminado para siempre
por la luz de la gloria del Señor. Y qué sentido tiene que rociemos con
agua estos despojos en la aspersión, recuerdo de aquella agua bautismal
con la que, en la fe de la Iglesia, fue incorporado un día a Jesucristo.
Nosotros pedimos que esta incorporación continúe para siempre, en la
vida eterna.
Oremos, pues, hermanos: familiares, amigos, fieles presentes. Es un
gesto noble, es un gesto cristiano, es un acto de fe, es un acto de
amistad y de amor para el difunto a quien despedimos. Encomendémoslo
con confianza a las manos del Padre del cielo, que lo ha amado desde
siempre y sigue amándolo, y nos ha dado el gozo de tenerlo entre
nosotros durante los años de su vida.
(Si hay Misa): Y sobre todo, dispongámonos a celebrar el misterio del
paso de Jesucristo por la muerte a la gloria de Dios. La presencia de
Jesús Resucitado, vencedor del pecado y la muerte, nos da también la
presencia misteriosa de todos los que están con El, como pedimos que
esté también nuestro hermano: "que así como ha compartido ya la muerte
de Jesucristo, comparta también con él la gloria de la resurrección".
Homilía preparada por P. Tena

DOSSIERS-CPL/31