V. LA LITURGIA ROMANA CLÁSICA

 

 

Todo lo que hemos dicho sobre la formación de las grandes familias litúrgicas vale de manera especial para la iglesia romana. También sus comienzos hay que colocarlos en la situación general de libertad que se instauró después del edicto de Milán del 313. El favor imperial ofrece a la iglesia romana la posibilidad de desarrollarse grandemente, sobre todo a nivel de construcciones: surgen los grandes edificios de la iglesia catedral de Letrán y las basílicas sobre las tumbas de los apóstoles. Las exhortaciones preocupadas de diversos sínodos africanos dejan adivinar un desarrollo tumultuoso de textos litúrgicos: "... preces quae probatae fuerint in concilio, sive praefationes, sive commendationes seu manus impositiones, ab omnibus celebrentur, nec aliae omnino contra fidem praeferantur; sed quaecumque a prudentibus fuerint collectae dicantur". También san Ambrosio, pese a su celo por la autonomía de su iglesia de Milán, reconoce la importancia extraordinaria e irradiante de la liturgia romana.

 

Si todas las liturgias occidentales se distinguen claramente de las formas del Oriente, es necesario añadir que el rito romano se distancia también de las formas todavía más ricamente desarrolladas del rito hispánico y visigótico. Distintivo particular de la liturgia romana es la plegaria eucarística, el canon romanus único, inmutable para todos los días del año y con pocos textos intercambiables (Communicantes, Hanc igitur). A continuación estudiaremos de manera particular la naturaleza, las estructuras y el contenido de esta liturgia, porque ella no solamente ha ejercido un influjo fortísimo sobre todas las liturgias occidentales, sino que en el transcurso de los siglos ha llegado a ser la liturgia casi exclusiva del Occidente (latino) y, por fin, de la iglesia universal (en América, Asia y África).

 

Se trata del período que va del siglo IV hasta aproximadamente el siglo VIII, o sea, del tiempo en que la iglesia romana desarrolló y formó de la manera espléndida que le es característica su propio culto, hasta darle una forma madura y extraordinariamente rica y preciosa bajo el aspecto teológico; después, esas formas litúrgicas entrarán en contacto con los nuevos pueblos del medievo francogermánico y sufrirán numerosas modificaciones. El conocimiento de este tiempo se ve dificultado por el hecho de que casi todos los documentos que nos dan noticias sobre él son manuscritos del período sucesivo, influidos ya con frecuencia por la nueva situación. Las formas típicamente romanas en sentido estricto comienzan cuando la iglesia local romana vive el paso del griego al latín, acontecimiento que tuvo lugar, con gran probabilidad, bajo el papa Dámaso (366-384).

 

Aunque hayan sido puestos por escrito en un momento posterior, hay toda una serie de documentos que testifican en sustancia cómo se celebraba en aquel tiempo el culto central; se trata de los libros que servían al pueblo de Dios de esta iglesia para celebrar, bajo la presidencia de su obispo rodeado de su presbyterium y de los ministros, los missarum solemnia, la misa solemne, como hoy diríamos nosotros. Son: el Sacramentarium, que contiene todas las oraciones del sacerdote que celebra la misa (y también los otros grandes sacramentos); el Lectionarium, con los textos del AT y del NT que proclaman los ministros; el Liber antiphonarius, con los textos y melodías de la schola cantorum (y, por lo menos en teoría, del pueblo), subdividido (aunque solamente en un período posterior) en un Antiphonarius Missae y en un Antiphonarius Officii (este último para la liturgia de las Horas); el Ordo (romanus), el libro que describe la manera de ejecutar las acciones sagradas. Finalmente, debemos tener presentes los edificios y las obras de arte, que constituyen el espacio y el ambiente de las acciones cultuales y reflejan de alguna manera su espíritu.

 

El Sacramentario recoge las oraciones del sacerdote. Inicialmente éstas se dejaban a la libre inspiración del celebrante; e incluso cuando éste recurría a modelos, en el fondo quedaba libre. Sólo poco a poco se comenzó a poner por escrito, a copiar y a conservar ciertas oraciones particularmente logradas, creadas en un momento feliz, para ponerlas a disposición de otros sacerdotes en un libellus sacramentorum, un pequeño libro que contenía las oraciones necesarias para la celebración de los sacramenta (es decir, la misa y los otros sacramentos). En un segundo momento, esos libelli se recogieron y se ordenaron primero de manera privada, y siguiendo criterios más bien externos (el orden de los meses); luego sistemáticamente, en una sucesión regida por criterios teológicos, disponiéndose dentro del anni circulus, o sea, se recogieron en el Liber Sacramentorum. Este es, simplificando un tanto las cosas, el proceso que se verificó, poco a poco, a lo largo de dos o tres siglos. Testigos de ello son los sacramentarios, que obviamente están ordenados de formas diversas -empezando por el Veronense (llamado también Leonianum), colección privada de oraciones, cuyo núcleo podría remontarse a León Magno y a otros papas de los siglos V y VI. Todos estos libros siguen suministrando hasta hoy la mayor parte de las oraciones de la iglesia romana.

 

Tras las oraciones de petición y de alabanza del sacerdote celebrante, atestiguadas por los sacramentarios, durante la acción cultual se hace la proclamación de la palabra de Dios, de la obra salvífica de Cristo. Para esa proclamación sirve el Lectionarium, que contiene los pasajes escriturísticos que se deben leer en voz alta. Al principio esas lecturas se elegían libremente de la Biblia. Después se comenzó a indicar con signos en el texto bíblico los trozos que se debían leer y se redactaron listas con esas indicaciones, los llamados Capitulares. Finalmente, se copiaron nuevamente los trozos así indicados y se los reunió en libros especiales: en el Evangeliarium, para el diácono, y en el Epistolarium, para el lector; independientes al principio, uno y otro acabaron por confluir en el leccionario de la misa, que se distingue del leccionario para la liturgia de las Horas. Los manuscritos más antiguos que nos ofrecen ese tipo de textos se remontan a los siglos VI y VII.

 

También a los siglos VI y VII se remontan los antifonarios, colecciones de textos y de melodías para la celebración de la misa y posteriormente del oficio divino, aunque las melodías más antiguas que se nos han conservado son con frecuencia posteriores al tiempo del papa Gregorio Magno.

 

De particular importancia son los Ordines (romani), que indican el modo de celebrar las acciones sagradas. Los Ordines que se nos han conservado son con frecuencia memorias de peregrinos franco-germánicos, que anotaron la costumbre romana que admiraban y la dieron a conocer en su patria para que fuera imitada, a veces adaptando o uniendo la praxis romana a las tradiciones locales. De todas formas, algunos de los 50 Ordines Romani [= OR] (según la numeración y la clasificación de M. Andrieu) nos ofrecen un cuadro relativamente fiel de la liturgia romana del período clásico, o sea, del pleno desarrollo, anterior a la fusión con elementos franco-germánicos. Esto vale sobre todo para el OR I, que nos presenta un cuadro claro de la misa solemne romana hacia el siglo VII; lo mismo hace el OR XI para la celebración del catecumenado y de la initiatio christiana (bautismo y confirmación).

 

El cuadro puede completarse de manera excelente remitiéndose a los monumentos del arte contemporáneo que han llegado hasta nosotros, es decir, los edificios eclesiásticos y su decoración artística. Las basílicas, exteriormente grandiosas y sencillas, presentan en su interior una atmósfera cálida y festiva, en la que el pueblo de Dios se reúne bajo la presidencia del obispo con su presbiterio para la celebración comunitaria de la eucaristía, o sea, de la liturgia de la palabra y de la liturgia sacramental propiamente dicha del memorial del Señor y del sagrado convite. Hermosos ejemplos de semejantes construcciones son, en la misma Roma, sobre todo Santa Sabina y -aunque un poco posterior- Santa María la Mayor; asimismo las iglesias de Rávena: San Apolinar Nuevo, San Apolinar en Classe, San Vital y los dos baptisterios. Santa María la Mayor ofrece también un hermoso ejemplo de representación del ciclo de la historia sagrada (a lo largo de las paredes de la nave central). Es digna de consideración la imagen del Cristo de estos siglos, representado sea en las prefiguraciones de la historia de la salvacrón, sea de manera directa: en la imagen del Cristo joven, del buen pastor, del soldado victorioso (Rávena, capilla arzobispal) y, finalmente, en el Cristo barbado, maestro y dominador; del Pantokrator, por ejemplo, en los santos Cosme y Damián en Santa Pudenciana, de Roma, y, por último, en la figura del crucificado, como en Santa María Antigua, también en Roma (y en las correspondientes reproducciones, de pequeño tamaño, como por ejemplo en el Codex de Rabulas y de Rossano). El arte cristiano antiguo, que encontró su lugar en las basílicas romanas, supo concretar la victoria del misterio de Cristo, la síntesis del mysterium paschale, utilizando los elementos mejores de la grandeza (romana) antigua y de la majestad oriental, y superando el estilo demasiado superficial, juguetón e impresionista del naturalismo helenista tardío.

 

En este marco se debe ver la celebración festiva de los Missarum Sollemnia, ilustrada y presupuesta en el OR I. Se trata del culto practicado por el obispo de Roma en su catedral en comunión con todo el pueblo de Dios y con la utilización de todos los libros mencionados. Se subraya que se trata de un culto comunitario del obispo y del pueblo. El orden y la sucesión del conjunto corresponden todavía a la mejor forma bíblica. No existen oraciones privadas (ni, por tanto, tampoco las oraciones silenciosas del sacerdote en los escalones del altar, durante la ofrenda de los dones, antes y después de la comunión, añadidas solamente en el medievo). Únicamente se encuentra al comienzo un breve acto de adoración de la eucaristía (conservada desde la anterior celebración de la misa). Por lo demás, toda la piedad personal se manifiesta en la celebración simple y genuina de la gran acción: después del introitus vienen la oración, las lecturas, la homilía (por lo menos todavía en la época de Gregorio Magno), la ofrenda de los dones, la plegaria solemne y la acción de gracias (esto es, la eucharistia propiamente dicha) sobre esos dones y el sagrado convite bajo las dos especies para todos. Todo ello con gran sencillez y solemnidad: herencia apostólica; desarrollo de la plegaria eucarística originalmente griega (prefacio y canon); su adaptación de acuerdo con el genio latino en la lengua clásica de la latinidad tardía cristiana; realización de la tradición universal en la forma exterior de la cultura de entonces; transmisión de elevados valores espirituales en una forma externa elocuente. Naturalmente, la celebración que acabamos de describir de los Missarum Sollemnia es el culto festivo del papa, pero sirve de modelo a todas las demás acciones eucarísticas. Con gran libertad se orientan hacia este alto modelo en las celebraciones que los presbyteri realizan en los tituli (o sea, en las iglesias parroquiales) de la ciudad y en reuniones menos numerosas. Para completar el cuadro de la liturgia de aquel tiempo es necesario por lo menos aludir a la celebración de las solemnidades: después de la celebración de la navidad y epifanía, de las memoriae de los mártires, y particularmente de los grandes apóstoles, así como de las solemnidades de María Madre de Dios, está la gran celebración del misterio pascual, o sea, la celebración de la vigilia pascual, preparada por la quadragesima y prolongada en el tiempo festivo de la quinquagesima pascual (pentecostés), que concluye el día cincuenta con el domingo de pentecostés.

 

En este espacio de tiempo festivo se inserta de manera elocuente la celebración de la iniciación cristiana: la preparación de los catecúmenos en los cuarenta días anteriores a la pascua; la administración de los sacramentos del bautismo, la confirmación y la primera plena y real participación en la eucaristía la noche de pascua, así como la atención prestada a los nuevos bautizados en la semana de pascua y en el sucesivo tiempo pascual. A esto se añade la celebración de las consagraciones (concesión de los órdenes) sobre todo durante las cuatro témporas, celebración consistente en una simple imposición de las manos y una oración. Acerca del officium divinum, la liturgia de las Horas de aquellos siglos, es poco lo que sabemos. Propiamente se trata sólo de las horas principales, de los laudes matutinos y ad vesperas, y por lo menos de las vigilias que precedían a las grandes solemnidades principales. Obviamente, para garantizar la celebración, los papas debieron recurrir siempre a pequeños grupos más celosos, en la práctica, a monjes. Sus monasterios se construyeron en gran número alrededor de las grandes basílicas, como ha demostrado G. Ferrari. Esos monasterios anticipan los posteriores capítulos de canónigos de las grandes basílicas.

 

Aunque solamente con trabajo se puede sacar este cuadro de las fuentes, que describen, no siempre de manera detallada y sobre todo no siempre de manera clara, la situación originaria, de todas formas los datos bastan para iluminar -especialmente confrontándolos con las liturgias de Oriente y de las iglesias hispánicas- lo que se ha llamado justamente "the genius of the Roman Rite". La peculiaridad formal de la liturgia romana puede caracterizarse más o menos así: "Una sencillez precisa, sobria, breve, sin palabrerías, poco sentimental; una disposición clara y lúcida; grandeza sagrada y humana a la vez, espiritual y de gran valor literario". Pero es más importante la peculiaridad teológica presente en esa liturgia. Se trata en primer lugar de la clásica postura fundamental de la oración en las grandes plegarias, observada rigurosamente en aquellos primerísimos siglos: "Dum ad altare assistitur, semper ad Patrem dirigitur oratio", por medio de Cristo nuestro Señor, en el Espíritu Santo, según la formulación de los sínodos africanos de Hipona del 393 y de Cartago del 397. Además, es de gran valor la piedad eucarística, que se expresa así en las plegarias romanas: la ecuaristía es la acción sagrada que celebra el memorial de la muerte y resurrección de Cristo, culmina en la prex eucharistica (en el canon romano), está introducida por la oratio super oblata y por el prefacio, y se concluye con el Amén de los fieles. Estos últimos toman parte en la acción en dos momentos fundamentales de carácter procesional: la presentación de los dones del pan y del vino, y la aproximación a la mesa santa para comulgar bajo las dos especies. El final es la oratio post communionem. En esta acción solemne se cumple el memorial, que es la presencia del sacrificio de Cristo, "hostia pura, sancta, inmaculata, panis vitae aeternae et calix salutis perpetuae". El cuerpo y la sangre de Cristo se reciben "ex hac altaris participatione". Todo ello se expresa de una manera sobria, y manifiesta claramente la realidad: "sacramenta caelestia, mysteria, sancta, remedium, alimonia, panis, potus, libamen, munus, pignus". La celebración se orienta a la adoración de Dios Padre, pero mediante Jesucristo, en la representación de su único sacrificio. Sólo con mucha discreción se habla de la adoración del sagrado manjar, del cuerpo y la sangre de Cristo, y concretamente -a excepción del respeto con que todo se realiza sólo en la rúbrica del OR I. (n. 49): "Pontifex, inclinato capite, salutat sancta", al comienzo de la celebración. Se trata siempre de la celebración de toda la ecclesia, que se reúne para la statio en un determinado día litúrgico, y para la celebración habitual (del domingo) en los tituli. Y este culto es el culto divino de la iglesia romana, "in qua semper apostolicae cathedrae viguit principatus" (Agustín, Ep. 43, 7), "in qua immaculata est semper catholica servata religio" (papa Hormisdas, 514-523).